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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.8 Bogotá Jan./June 2008

 

Diversidad y cultura. Reificación y situacionalidad1

 

Diversity and Culture: Objectification and Situationality

 

Diversidade e cultura. Reificação e situacionalidade

 

Alejandro Grimson2

Instituto de Altos Estudios Sociales Universidad Nacional de San Martín, Argentina agrimson@unsam.edu.ar

Recibido: 03 de enero de 2008 Aceptado: 28 de febrero de 2008


 

Resumen

La antropología ha enfrentado teoréticamente el racismo y la discriminación. La paradoja es que cuando el concepto de cultura comenzó a ser ampliamente aceptado comenzó a ser resignificado como raza. Otra paradoja es que los argumentos por la diversidad y el relativismo fueron apropiados por sectores que promueven la discriminación. Se analizan las tesis huntingtoniana acerca del «choque de civilizaciones». El recurso político de la cultura no tiene un signo único y es apropiado por diferentes sectores en pugna. verá, también, que esa generalización de la cultura está muy lejos de no tener efectos políticos específicos y delimitables. Esa dialéctica del culturalismo requiere varios trastocamientos de la teoría antropológica. El más absurdo teóricamente y ruinoso políticamente consiste en la equiparación de cultura e identidad.

Palabras clave: cultura, diversidad, fundamentalismo, antropología, política de identidad.

Palabras clave descriptores: antropología, racismo, identidad colectiva.


 

Abstract

Anthropology has theoretically confronted racism and discrimination. The paradox is that once the concept of culture started to become widely accepted, it was also redefined as race. Another paradox is that the arguments for diversity and relativism were appropriated by sectors that promote discrimination. This essay analyzes the Huntingtonian theses about the "clash of civilizations". The political resource of culture does not have a single expression, and is appropriated by different sectors struggling with each other. It will also be shown that this generalization of culture is far away from not having specific and delimitable political effects. This dialectic of culturalism requires a series of disruptions of anthropological theory. The most theoretically absurd and politically ruinous consists of the equalization of culture and identity.

Key words: culture, diversity, fundamentalism, anthropology, identity politics.

Key words plus: anthropology, racism, group identity.


 

Resumo

A antropologia tem enfrentado teoricamente o racismo e a discriminação. Um paradoxo é quando o conceito de cultura começou a ser amplamente aceito foi também re-significado como raça. Outro paradoxo é que os argumentos a favor da diversidade e do relativismo foram apropriados por setores que promovem a discriminação. Analisam-se as teses huntingtonianas acerca do «choque de civilizações». O recurso político da cultura não tem um signo único e é apropriado por diferentes setores em conflito. Poder-se-á observar, neste sentido, que essa generalização da cultura está longe de não ter efeitos políticos específicos e delimitáveis. Essa dialética do culturalismo requer vários deslocamentos da teoria antropológica. mais absurdo teoricamente e perigoso politicamente consiste na equiparação de cultura e identidade.

Palavras-chave: cultura, diversidade, fundamentalismo, antropologia, política de identidade.


 

Cuando deseamos saber algo acerca de los significados de un término no resulta mala idea comenzar por los diccionarios. El proyecto de Raymond Williams en su Keywords consistía en una historia de los significados, mostrando cómo la historia social y la historia de las ideas sedimenta en esos cambiantes sentidos. Por eso, es conveniente constatar que hace pocos años atrás la «diversidad cultural» era un problema no sólo específicamente antropológico, sino de cierto tipo de antropología. En la Argentina, por caso, en el Diccionario de ciencias sociales y políticas realizado en 1989 por Di Tella et al el término «diversidad» no aparece como entrada en sus más de seiscientas cincuenta páginas. Podría considerarse, hipotéticamente, que el peso específicamente bajo de la antropología social entre las disciplinas de esas ciencias sociales en este país, por razones que escapan a este artículo, incidió en la configuración de esa ausencia significativa. Sin embargo, la constatación de que en 2002, «diversidad cultural» no es una entrada en las setecientas cincuenta páginas compiladas por Payne es su Diccionario de Teoría Crítica y Estudios Culturales ofrece una pista adicional. Más aún, si tampoco lo fue entre las Keywords clásicas de Raymond Williams, ni en los Términos críticos de sociología de la cultura dirigidos por Carlos Altamirano. Aunque en corrientes filosóficas y antropológicas tiene una larga historia, la diversidad cultural ha ingresado al centro de los debates teóricos recientemente, acompañando los procesos de creciente interconexión global y la multiplicación de las relaciones interculturales en la cotidianidad del mundo contemporáneo. No siempre las reflexiones y debates actuales sobre la diversidad y sobre la cultura reconocen esa historia del pensamiento social. Es más, muchas veces desconocen las reflexiones más sofisticadas que, desde el propio núcleo antropólogico, se han hecho y se están haciendo acerca de las complejas relaciones entre diversidad y cultura. Los modos en que se ha conceptualizado y se conceptualiza la diversidad se encuentra imbricado con las formas en las cuales se imaginan las relaciones entre «nosotros» y «los otros». Por eso, comenzaremos considerando brevemente la historia antropológica del concepto de cultura y sus implicancias ético-políticas, para después abordar la cuestión de la diversidad.

Cultura: un concepto antropológico con implicancias políticas

«Cultura» fue un concepto que, en la tradición antropológica, se asociaba a una cierta intervención ético-política, además de tener fuertes consecuencias epistemológicas y metodológicas. En la antropología, «cultura» se oponía a «Alta Cultura» y a las teorías racialistas o racistas que pretendían explicar las diferencias entre los seres humanos a través de factores biológicos o genéticos. El primer concepto antropológico de cultura se opuso a la idea de que hay gente «con cultura» y «sin cultura», de que el mundo se divide entre personas «cultas» e «incultas». 1871 Tylor había planteado un concepto de cultura asociado a los conocimientos, creencias y hábitos que el ser humano adquiere como miembro de la sociedad. Esta noción contrastaba con la idea de que la cultura se restringía a la llamada «alta cultura», a la perfección espiritual de la música clásica o las artes plásticas consagradas. Todas las actividades y pensamientos humanos son aspectos de la cultura. Hay diferentes culturas, pero todos los seres humanos tienen en común que son seres culturales. Esta idea continúa siendo importante hasta hoy porque todavía muchas personas e instituciones clasifican a los seres humanos como «cultos» e «incultos» sin percibir que al hacerlo evalúan a grupos que tienen una cultura distinta desde un punto de vista particular. Como si el hecho de ser diferente implicara ser inferior. No perciben que esos «otros» tienen otra cultura que es posible intentar conocer y comprender. Ahora bien, esta idea de relativismo sólo apareció desarrollada por Boas algunas décadas después. En Europa y Estados Unidos estaban en expansión ideas racialistas. Frente a esas concepciones, la antropología explicó y demostró la completa autonomía entre lo físico y lo cultural. Ninguna cuestión genética puede explicar las diferentes cosmovisiones, mitos, celebraciones, ideologías y rituales de la humanidad. Esa diversidad es cultural y la cultura no se lleva en la sangre. Se aprende en la vida social.

Mientras la idea de raza clasificaba a los seres humanos desde la biología, la inmutabilidad y la jerarquía, el concepto de cultura clasificaba desde la vida social, la historicidad e implicaba un planteo de relativismo. Boas introdujo la idea de pluralidad cultural. No sólo era importante la «Cultura» en singular, sino el estudio de «culturas» específicas. Una cultura particular sólo es comprensible a partir de su historia. Una creencia o un hábito cultural sólo pueden ser comprendidos en el marco de un universo específico de sentido. Pretender evaluar las creencias o prácticas diferentes de las nuestras fuera de sus contextos, a partir de nuestros propios valores, implica no sólo desconocer la diversidad humana, sino actuar de modo etnocéntrico. El etnocentrismo «científico» durante mucho tiempo fue contemporáneo del colonialismo. La suposición de que los pueblos no occidentales eran inferiores constituía un argumento que legitimaba el poder colonial. En ese sentido, antropólogos como Malinowski promovieron una crítica de la concepción racionalista de «hombre» que prevalecía en Occidente. Argumentaron que lejos de ser «salvajes» e «ilógicos», los pueblos no occidentales tenían un estilo de vida distintivo, racional y legítimo que debía ser valorado. Evidentemente, este argumento buscaba resistir la misión civilizatoria del proyecto colonial europeo.

Para comprender a una cultura resulta necesario comprender a los otros en sus propios términos sin proyectar nuestras propias categorías de modo etnocéntrico. Al mismo tiempo, resulta imprescindible tomar distancia de nuestra propia sociedad para estudiarla y comprenderla, «familiarizar lo exótico y exotizar lo familiar». Así, «cultura» pretendía dar una respuesta y ofrecer un abordaje para comprender a la vez la unidad y la diversidad del género humano. Si «cultura» era aquello que establecía la distinción universal de los seres humanos con la «naturaleza», a la vez era la base de las diferencias. todos los seres humanos son seres «culturales», se afirmaba, cada cultura es particular y diferente de las otras. Después del Holocausto, todas las concepciones racialistas fueron ampliamente desacreditadas. A medida que se deslegitimaban los criterios biológicos se exploraron otros modos de clasificación. de 1945, mientras se abandonaba el concepto de raza iba creciendo el uso social y político del concepto de cultura.

El archipiélago cultural y sus problemas

Esa expansión del concepto implicó nuevos problemas. Como hemos mencionado, el relativismo y la crítica al racismo tuvieron un enorme potencial democratizador. Aunque fuera difícil de percibir en aquella época, ambas cuestiones han cumplido un papel sumamente relevante en diferentes momentos del siglo XX. La idea de que no hay jerarquías entre los grupos humanos, que las diferencias son sociales y no naturales, y que esas diferencias deben ser comprendidas a partir de la historia y especificidad de cada grupo, constituyen argumentos a favor de la diversidad. Sin embargo, la sustitución de la imagen de un mundo dividido en razas por la de un mundo dividido en culturas o áreas culturales es fuertemente problemática. Durante una larga etapa de la teoría antropológica se tendió a aceptar que cada comunidad, grupo o sociedad era portadora de una cultura específica. Así, los estudios se dirigían a describir y comprender una cultura particular o áreas culturales. Esa descripción se concentraba fundamentalmente en los valores o costumbres compartidos por los miembros de una sociedad. De ese modo, el énfasis fue colocado en la uniformidad de cada uno de los grupos. Las fronteras pueden concebirse de modo tan fijo entre razas como entre culturas, así como la afirmación de las diferencias entre esas culturas puede traducirse -aunque no sea la intención- en la legitimación de una jerarquización, cuando no en un instrumento clave del dominio efectivo de esos grupos o personas.

Por ello, el concepto de «cultura», sea entendido como «conjunto de elementos simbólicos» o como «costumbres y valores» de una comunidad asentada en un territorio, es problemático en términos teóricos y en términos ético-políticos. Los principales problemas teóricos son:

1. se tiende a considerar a los grupos humanos como unidades discretas clasificables en función de su cultura como en otras épocas lo eran en función de la raza;

2. esa clasificación se sustenta en el supuesto de que esas unidades tienen similitudes a su interior y diferencias con su exterior;

3. esto permitiría diseñar un mapa de culturas o áreas culturales con fronteras claras. Es la idea del mundo como archipiélago de culturas.

Estos supuestos, que equiparan grupos humanos a conjuntos delimitables por valores o símbolos, son equivocados porque tienden a pasar por alto que:

1. al interior de todo grupo humano existen una multiplicidad de desigualdades, diferencias y conflictos. Se pierden los conflictos entre generaciones, clases y géneros, y la diversidad de interpretaciones que estos conflictos generan;

2. los grupos tienen historia y sus símbolos, valores y prácticas son recreados y reinventados en función de contextos relacionales y disputas políticas diversas;-las fronteras entre los grupos son muchos más porosas que esta imagen de un mundo dividido. El mundo, hace tiempo y de modo creciente, se encuentra interconectado y existen personas y grupos con interconexiones regionales o transnacionales diversas;

3. la gente se traslada y migra desde diferentes lugares del mundo hacia otras zonas y rearma en sus nuevos destinos sus vidas y sus significados culturales; por lo tanto, símbolos, valores o prácticas no pueden ser asociados de modo simplista a un territorio determinado.

La politización de un concepto polémico

Como mencionamos al inicio, los conceptos de cultura de Tylor, Boas y Malinowsky tenían consecuencias ético políticas. Al mismo tiempo que esos conceptos se fueron imponiendo y naturalizando como sentido común, los antropólogos fueron cuestionando la simplicidad de identificar a un grupo con una cultura. Sin embargo, esa idea de cultura como esencia se fue convirtiendo en un nuevo eje de la intervención política. Los procesos de distinción social, desde la nobleza hasta las formas de discriminación, requieren de un cierto grado de legitimidad social. Puede haber contextos de amplio consenso, como los ha habido en ciertas épocas con la esclavitud, contra los gitanos, los judíos y muchos otros grupos. También puede haber contextos culturales con fuertes disputas acerca de la legitimidad de la distinción y de sus implicancias. Sin embargo, ninguna distinción se impone como hegemónica por la fuerza, sino por la persuasión y, generalmente, ese proceso de convencimiento está asociado a la naturalización de las diferenciaciones.

Después de la experiencia de la Segunda Guerra Mundial comenzó a erosionarse la legitimidad social del racismo clásico. Ciertamente, las críticas al racismo habían comenzado en el siglo XIX, pero encontraban repercusión sólo en ámbitos científicos e intelectuales. Después de la aplicación masiva por parte del Estado alemán de los principios del racismo y de la derrota militar, política e ideológica de ese proyecto, las clásicas formas de distinción comenzaron a difuminarse. Sorprendentemente, la función de categoría clasificatoria que ya no puede cumplir la raza viene a desempeñarlo la cultura, que ha cobrado legitimidad como argumento. Para llevar a cabo esta dialéctica del culturalismo, desde su potencial democratizador a su función segregante, evidentemente la cultura ya no es lo que era. La cultura, para devenir base del fundamentalismo, deja de ser historia para devenir naturaleza, deja de ser procesual para establecer fronteras fijas. Mientras «el papel de la cultura se ha expandido de una manera sin precedentes al ámbito político y económico» vemos cómo «las nociones convencionales de cultura han sido considerablemente vaciadas», afirma Yúdice (2003:26) haciendo referencia a un fenómeno que es más abarcativo que el fundamentalismo cultural. La antropología ha realizado esfuerzos sistemáticos, teóricos y políticos, para enfrentar el racismo y la discriminación. paradoja es que en el camino de recuperar el concepto que más se había contrapuesto a la idea de raza, es decir, el concepto de «cultura» (especialmente en la tradición fundada por Franz Boas), la utilización clasificatoria de «cultura» para explicar la diversidad humana, identificando a cada sociedad con una cultura determinada, terminó en muchos casos generando que el concepto de «cultura» funcionara en el mundo contemporáneo de manera homóloga al concepto de raza.

Otra paradoja es que los argumentos por la diversidad y el relativismo fueron en algunas ocasiones apropiados por sectores que promueven la discriminación, como argumentos que pretendían sostener la necesidad de conservar las «culturas puras» sin contacto y sin mezcla. Si en las visiones racialistas, el mestizaje aparecía muchas veces como la tragedia a evitar, en el nuevo fundamentalismo cultural se considera necesario que cada «cultura» permanezca en su lugar. Nos referimos a la tesis huntingtoniana acerca del «choque de civilizaciones». El mundo de clivajes ideológicos y políticos habría quedado atrás de manera definitiva. Ante nosotros, el siglo XXI se estaría desplegando a través de clivajes culturales y religiosos. Una guerra entre culturas. Si se buscan ejemplos de este uso de la cultura como recurso político se encontrarán situaciones muy diferentes: desde los usos para defender «el ser nacional» como parte de retóricas de la discriminación culturalista en Europa hasta los fundamentalismos culturales cada vez más presentes en la geopolítica internacional. También es necesario considerar la culturalización de movimientos y reclamos de grupos subalternos, así como los logros legales obtenidos por sectores históricamente discriminados en América Latina. Se verá, entonces, que el recurso político de la cultura no tiene un signo único y es apropiado por diferentes sectores en pugna. verá, también, que esa generalización de la cultura está muy lejos de no tener efectos políticos específicos y delimitables.

Cultura e identidad

Esa dialéctica del culturalismo requiere varios trastocamientos de la teoría antropológica. El más absurdo teóricamente y ruinoso políticamente consiste en la equiparación de cultura e identidad. Cada cultura, codificando las «ideas, prácticas, rituales, instituciones de un pueblo» o algo similar, sería una identidad política. Al menos desde Leach y Barth, la teoría antropológica ha mostrado que los procesos de la cultura no son coincidentes necesariamente con los procesos identitarios. Líderes indígenas que visten jeans o viven en las grandes ciudades, movilizaciones contra los Estados Unidos en las cuales se ve Coca Cola, militantes de derechos humanos o ecologistas que no necesitan hablar la misma lengua para identificarse mutuamente, son ejemplos sencillos. Pero sólo los fundamentalistas querrían, como la dictadura militar argentina durante la guerra de Malvinas que prohibió a los Beatles, hacer coincidir las fronteras de la cultura con las de la identidad. Las transformaciones lingüísticas, culinarias, en la vestimenta, en las formas de producción y en muchas otras rutinas que pueden constatarse en los procesos migratorios y diaspóricos muestran de manera elocuente que eso no necesariamente implica un desdibujamiento de las identificaciones culturales y políticas. Por ello, «las culturas son más híbridas que las identificaciones» (Grimson, 2006).

La diversidad cultural como esencia o la nueva geopolítica de la diferencia

n las próximas secciones de este texto se ofrecerán ejemplos específicos de fundamentalismo cultural. Nos concentraremos en las nuevas retóricas sobre la seguridad internacional y las guerras, así como en las redefiniciones de identidades nacionales y su vínculo con la migración. Samuel Hungtinton afirma que para pensar «seriamente sobre el mundo, y actuar eficazmente en él, necesitamos un mapa simplificado de la realidad» (2004a:30). ¿En qué consiste su simplificación? El mundo que se dividía en ideologías políticas y sistemas socioeconómicos ha quedado atrás, dice Hungtinton. Ahora, «la cultura es a la vez una fuerza divisora y unificadora» (Hungtinton, 2004a:23). Si después de la Segunda Guerra Europa se dividía por el «telón de acero», «esa línea se ha desplazado varios cientos de kilómetros hacia el este», separando «a los pueblos cristianos occidentales, por un lado, de los pueblos musulmanes y ortodoxos, por el otro» (2004a:23). El mundo actual se dividiría, entonces, en civilizaciones. Las principales civilizaciones contemporáneas serían: occidental, latinoamericana, africana, islámica, sínica, hindú, ortodoxa, budista y japonés. «En la época que está surgiendo, los choques de civilizaciones son la mayor amenaza para la paz mundial, y un orden internacional basado en las civilizaciones es la protección más segura contra la guerra mundial» (2004:386).

Hungtinton, como citamos, afirma que este mapa simplificado no sólo serviría para «pensar el mundo», sino para actuar en él. Desde una perspectiva antropológica y académica la división en estas «civilizaciones» constituye un dislate que no tiene mayor sentido. Pero su sentido radica en otro aspecto: su performatividad y su eficacia política. Las diversas imágenes de «los otros» que construyen los diversos intelectuales de cada sociedad tienen consecuencias políticas significativas. Los agentes sociales actúan en el mundo en función de cómo lo conciben. Una porción sustancial de la acción política internacional en la actualidad se sustenta en la idea de que existe un mundo «occidental» y un mundo «oriental». De hecho, no sólo se afirmó que el atentado del 11 de septiembre era un ataque al «estilo de vida occidental», sino que también las alianzas político-militares buscaron construirse desde esa «identidad». A través de una serie de procesos históricos, intelectuales y políticos, Europa y más tarde Estados Unidos «orientalizaron» –como afirma Said- al Oriente. Occidente cuenta, hace mucho tiempo, con una enorme producción artística y académica sobre Oriente, y también con instituciones para dominar, reestructurar y tener autoridad sobre Said (2004) analizó esos discursos orientalistas para comprender cómo la cultura europea consiguió administrar y producir Oriente en términos políticos, sociológicos, ideológicos, imaginativos y científicos. y Occidente, ha mostrado Said, no son un dato objetivo, sino el resultado de una compleja construcción social. Las identidades siempre son relacionales e implican relaciones de poder, establecimiento de jerarquías. A través de esos contrastes y esas jerarquías, las identidades sustancializadas imaginan fronteras fijas y delimitadas que separan mundos homogéneos en su interior. La construcción de la idea de que existe un mundo «oriental», homogéneo a su interior, tan actualizada en estos días, es parte de la propia construcción de la idea de Occidente. Esa uniformidad imaginaria, sustento de la acción política basada en identidades esencializadas, no sólo pasa por alto las diferencias internas de «los otros», sino también las desigualdades y heterogeneidades del «nosotros». El ataque terrorista a las Torres Gemelas y la respuesta estadounidense generaron un escenario donde estas enraizadas imágenes se actualizaron. La antigua contraposición entre civilización y barbarie recuperaba exacerbados sus bríos religiosos. Después del atentado el discurso del presidente de los Estados Unidos identificó la propia acción político-militar con la acción divina. De allí, el nombre inicial de «Justicia infinita» y la afirmación: «Sabemos que Dios no es neutral». Si ha tomado partido, todas las naciones del mundo deben hacerlo: «O están con nosotros o están con los terroristas». Y los terroristas eran incluidos también en el relato religioso: los atentados fueron definidos por Bush como «actos de terror diabólico».

Al ser considerados «diabólicos» se oscurecía o se rechazaba la posibilidad de reflexionar acerca de las condiciones históricas que hicieron posible que un crimen semejante fuera llevado a cabo. Pareciera que cualquier pretensión de analizar y explicar lo sucedido implicaría una pretensión de justificar la acción criminal. Al plantear que su respuesta sería una nueva «cruzada», se ubicaba a los otros como mal derivado de una cultura y una religión: el Islam. Entre muchos otros, el historiador conservador inglés Paul Johnson intentaba ofrecer «bases científicas» para la acción estadounidense. Afirmó que «las fuentes del antiamericanismo exhibido en el ataque al World Trade Center y al Pentágono están sin duda ligadas a la naturaleza de la religión islámica». Y continuaba: «cuando hablamos de fundamentalismo islámico, en realidad estamos usando una expresión engañosa. Todo el Islam es fundamentalista en la esencia. Es una característica congénita». Ése es el argumento fundamentalista occidental para lanzar las «cruzadas» anunciadas por Bush, el enfrentamiento que se pretende construir -según sus palabras- como una lucha entre el Bien y el Mal. Así, el historiador anulaba la historia de relaciones de poder entre Europa y Estados Unidos en el Cercano y Medio Oriente. Además, se tendió a anular la pluralidad o diversidad de cualquier «mundo cultural». No hay un Islam, hay muchos, así como no hay una única forma de pensar o actuar en Unidos. Al procesar el horror a través de una retórica cultural y religiosa enceguecedora puede generarse otro terror equivalente o, como sucedió, ampliamente potenciado. La equivalencia entre los contrincantes también se expresó en el terreno discursivo en dos dimensiones articuladas: el modo en el cual las permanentes alusiones religiosas que explican y dan sentido a la propia acción implican que se trata de un enfrentamiento absoluto, entre «nosotros» y «los otros».

La homología de la retórica mesiánica de Bin Laden es clave para comprender la situación. Bin utiliza como Bush nociones ligadas a «cultura» -especialmente religiosas- para sostener posiciones que implican no sólo una homogeneización del otro, sino un llamado a su anulación. Bin Laden reafirmó la idea de «cruzada» lanzada por Bush, ya que le era útil para homogeneizar a Occidente y para plantear que se trataba de una amenaza al Islam que hacía imperiosa la «guerra santa». En algunas ocasiones aludió específicamente a la «cruzada judía» y, en general sostuvo que el mundo se divide en dos: los creyentes y los infieles.

Las coincidencias retóricas entre ambos discursos llegaron a ser abrumadoras. Ambos sostenían que se trataba de cruzadas, que el mundo estaba divido en dos partes contrapuestas como el Bien y el Mal, y que ellos mismos o los grupos que representaban actuaban en el nombre de Dios. La retórica de la polarización absoluta presentó límites, para ambos lados, en la posibilidad de desarrollar alianzas. Entonces, tanto Bush como Bin Laden intentaron relativizar la conformación de los campos enemigos.3 Pero más allá de las tácticas en las retóricas de la guerra y de los cambios en el «marketing» bélico, el culturalismo aparece crecientemente como forma contemporánea de discriminación. Estas retóricas políticas de la cultura fueron utilizadas por los dos sectores para fundamentar de modo fundamentalista sus diferencias y sus contrastes. Por ello mismo ambas argumentaciones se inscriben, en este aspecto, en una misma lógica, en una concepción similar de la acción política y de la construcción de sus alteridades. En fin, ambos pertenecen en esa dimensión a una misma cultura política. Cuando dos grupos que se enfrentan imaginan de manera análoga las relaciones entre «nosotros» y «los otros», los fundamentos de su acción y hasta las formas de actuar, podemos sospechar que en lugar de presenciar una guerra entre culturas estamos asistiendo a la aparición, en el centro del escenario mundial, de una cierta cultura de la guerra.

La nación como identidad cultural transracial y transétnica

Cuando hace más de una década Stolcke analizó los discursos de los conservadores europeos que argumentaban en defensa de «su cultura» en contra de la inmigración, probablemente no podía imaginar que esas retóricas de la exclusión encontrarían discursos con fuerte pretensión científica. Después de 2001, estas «nuevas retóricas de la exclusión», caracterizadas como fundamentalismo cultural, adquirieron un impulso renovado en la nueva geopolítica de la diferencia. En su libro ¿Quiénes somos? Desafíos de la identidad cultural estadounidense, continuando su Choque de Civilizaciones, Hungtinton diagnostica que hacia fines del siglo XX las identidades nacionales estaban siendo debilitadas por otras formas de identificación, desde las étnicas hasta las de género, aunque en Estados Unidos, desde 2001, hubo un fuerte renacer de la identidad nacional.

Dice Huntington que el multiculturalismo, la globalización, el subnacionalismo, el cosmopolitismo y el antinacionalismo habían producido que en 2000 Estados Unidos fuera menos nación que en todo el siglo precedente. A todo esto habían ayudado: la masiva migración de hispanos, el hecho de que estos inmigrantes hubieran mantenido «lealtades y nacionalidades duales», la duda sobre la unidad lingüística que esto planteaba; por otro lado los ejecutivos y los profesionales propugnaban identidades cosmopolitas; la poca enseñanza de la historia nacional y el crecimiento de la historia étnica y racial. Y agrega: «del énfasis en lo que los norteamericanos tienen en común se pasó a la celebración de la diversidad» (2004b:27). Hungtinton distingue entre lo que llama la «prominencia de la identidad nacional» y la «sustancia de la identidad nacional». La prominencia sería variable, en el sentido de que en un momento la gente es más o menos nacionalista. Lo que sucedió después del 11 de septiembre es que una bajísima prominencia se convirtió en una altísima prominencia. Aunque la sustancia cambia, se conforma lentamente, no cambia de un día para otro. De hecho, su libro pretende intervenir en la definición de esa sustancia: «¿Quiénes somos?».

¿Por qué se trata de una pregunta relevante? Responde Hungtinton: «A definiciones diferentes de la identidad nacional, diferentes intereses nacionales y prioridades políticas. Las visiones confrontadas sobre lo que deberíamos hacer en el extranjero tienen sus raíz en las visiones confrontadas sobre quiénes somos en el ámbito interno» (2004b:33). Pero además, Estados Unidos, al igual que la antigua URSS y el Reino Unido, está hecho de entidades reunidas por procesos de federación y conquista. Según él, el Unido podría rápidamente desaparecer como la URSS: «Pocos previeron la disolución de la Unión Soviética y esta última deriva hacia la posible descomposición del Unido una década antes de que empezaran a producirse. También son pocos los estadounidenses que se atreven a prever actualmente cambios fundamentales (o una disolución) en Estados Unidos. Pero el final de la Guerra Fría, el desmoronamiento de la Unión Soviética, la crisis económica asiática de la década de 1990 y el 11 de septiembre nos recuerdan que la historia está cargada de sorpresas. Pudiera ser que lo realmente sorprendente fuese que Estados Unidos siguiera siendo en 2025 el país que era en 2000 en vez de un país (o de una serie de países) muy diferentes con una serie de concepciones de sí mismo y de su identidad muy distintas de las que tenía un cuarto de siglo antes» (2004b:34-35).

Hungtinton se constituye así en un adivinador: desliza cuán sorprendente fue el 11-9, aunque quizás sus lectores lo lean porque creen que él mismo lo predijo. Ahora, está prediciendo algo que nadie se atreve a insinuar: los Estados Unidos pueden desaparecer. ¿Podría haber alguna razón más poderosa para que todos aquellos que después del 11 de septiembre compraron masivamente las banderas con las rayas y las estrellas estén alertas? Pero, ¿por qué podría desaparecer? La respuesta se refiere a los cambios en el contexto y las amenazas en que cambie la sustancia de la identidad estadounidense. «El final de la Guerra Fría privó a Estados Unidos del imperio del mal contra el que podía definirse a sí misma» (2004b:34). «Ninguna sociedad es inmortal (...), los Unidos sufrirán la suerte de Esparta, Roma y otras comunidades humanas». Como se ve, Hungtinton aplica la noción, elemental de la teoría de la identidad, de que cualquier definición de «nosotros» se hace en relación a un «ellos». Desaparecido el «ellos» decisivo del siglo XX, ¿cómo mantener vivo el sentimiento de pertenencia? Evidentemente, se trata de reinventar la alteridad. Como se sabe, a la hora de estas reinvenciones sólo puede buscarse en la historia social y cultural. Y es allí de donde Hungtinton elabora su propuesta. Pero no nos adelantemos.

Históricamente, la sustancia de la identidad estadounidense ha estado formada por cuatro componentes clave: la raza, la etnia, la cultura (la lengua y la religión, sobre todo) y la ideología. La cuestión racial y étnica pasó a la historia. Y «el Estados Unidos cultural se encuentra sometido a un auténtico asedio. Y, como bien ilustra la experiencia soviética, la ideología es un aglutinante demasiado débil para mantener unidas a las personas que carecen de fuentes raciales, étnicas o culturales de comunidad» (2004b:34-35). Ciertas sociedades, al enfrentarse a desafíos a su existencia son capaces de posponer la caída final «renovando su conciencia de identidad nacional». Los estadounidenses hicieron esto después del 11-9, el desafío es seguir haciéndolo cuando no haya ataques tan espectaculares y dramáticos. Según Hungtinton hay 4 posibilidades o una combinación: una es que la nación no se base ya en una cultura o religión, sino en un nuevo contrato sobre la base del Credo independentista de Estados Unidos y el compromiso con la libertad y la democracia. La segunda pasaría por la consolidación de un país bilingüe y culturalmente bifurcado. tercera sería que los blancos protestantes reaccionasen de manera violenta ante esta situación y se desarrolle una creciente intolerancia. La cuarta, la que evidentemente Hungtinton desea, se produciría «si todos los estadounidenses, con independencia de su raza o etnia, tratasen de revigorizar su cultura central. Eso implicaría una nueva forma de compromiso con lo Estados Unidos, concebido como país profundamente religioso y predominantemente cristiano, capaz de abarcar minorías religiosas, adherido a los valores protestantes, anglohablante, preservador de su herencia europea y comprometido con los principios del Credo» (2004b:43). Esa sustancia, argumenta Hungtinton, no es étnica ni racial. Los componentes étnicos fueron debilitados como consecuencia de la migración europea. componentes raciales por la guerra de secesión y por el movimiento de los derechos civiles. Es, ante todo, una cuestión cultural con una dimensión religiosa central. ¿Cómo construir un «nosotros» religioso, cultural? Hungtinton lo sabe: construyendo alteridades con esos mismos criterios.

Hungtinton postula una identidad entre religión y sociedad y, como muestra Lomnitz, realiza una «operación ideológica similar a las adquisiciones corporativas ventajistas: con sólo un 16% de las acciones, los angloprotestantes consiguen ser Estados Unidos. Si alguien piensa que ser estadounidense significa la posibilidad de creer en lo que cada quien quiera creer, está equivocado: la gente podrá creer en cualquier cosa, es verdad, pero sólo gracias a que comparte la cultura angloprotestante» (2004b:15). En ese marco, el autor propone el concepto de «seguridad societal». la «seguridad nacional» se refería a la soberanía, este otro concepto alude a «la capacidad de un pueblo para mantener su cultura, sus instituciones y su estilo de vida» (citado en Lomnitz, 2004:21). Hungtinton es performativo. la medida en que el gobierno de los Estados Unidos interpela con sus acciones en términos culturales, efectivamente instituye una culturalización del conflicto. No se trata de la cuestión del huevo y la gallina. Como sucede en la película Antes de la lluvia, no son las diferencias culturales la causa de la guerra. La guerra, en cambio, genera la percepción de diferencias culturales que antes no se consideraban como tales y transforma el sentido de cualquier distinción.

Algunos presupuestos teóricos de Hungtinton

Reconstruyamos los presupuestos teóricos de Hungtinton. La identidad, dice Hungtinton, es relacional, ya que presupone un otro. Su argumento, justamente, es que habiendo desaparecido el otro central del siglo XX, la URSS, existe el riesgo de que Estados Unidos desaparezca. De allí, la necesidad de definir (o crear) nuevas alteridades. ¿Cómo «crear»? Ah, sí, Hungtinton parte del supuesto de que las identidades son socialmente construidas (2004b:46). hecho, él no sólo es constructivista teórico, es también alguien que propone construir las identidades estadounidenses de un cierto modo. Tercero, supone que hay identidades múltiples. Cuarto, como la identidad se procesa en la interacción, es clave la cuestión del reconocimiento. Si un grupo es estigmatizado por la mayoría social y por el Estado puede interiorizar dicha discriminación. Quinto, la identidad es situacional. Y aquí está: «Cuanto más interactúan las personas con miembros de culturas distantes y distintas, más amplían, a su vez, sus identidades. Para franceses y alemanes, su identidad nacional pierde relevancia comparada con su identidad europea, según Jonathan Mercer, cuando surge una más amplia "conciencia" de una diferencia entre "nosotros" y "ellos" o entre las identidades europea y japonesa». Por tanto, es lógico que los procesos de globalización acaben «provocando que identidades más amplias, como la religión y la civilización, asuman una mayor importancia para los individuos y los pueblos» (2004b:48). Sería equivocado creer, por ejemplo, que para Hungtinton hay una esencia inmutable. Él afirma que las identidades cambian y justamente allí encuentra un riesgo: en que si los estadounidenses no hacen algo, lamentablemente todo cambiará. Al leer las consideraciones conceptuales sobre la identidad parece que Hungtinton asume la teoría contemporánea y, de manera antiesencialista, plantea la historicidad, relacionalidad y situacionalidad. El desarrollo hungtintoniano muestra que la teoría constructivista de las identificaciones sociales puede ser utilizada para proyectos teóricos y ético-políticos complementamente diferentes. Por ello, resulta tan importante preguntarse cuáles son los elementos teóricos ausentes en la perspectiva de Hungtinton, entendiendo que estos elementos estarán ausentes de cualquier elaboración conceptual que se realice del fundamentalismo cultural. Los cuatro elementos principales son:

•el poder y, relacionalidad mediante, la desigual distribución de poder entre personas y grupos

•los procesos de sedimentación y estructuración

•la heterogeneidad de los grupos que construyen identidades homogéneas

•la cuestión de la distribución socioeconómica

Todos estos elementos son centrales en una teoría antropológica contemporánea sobre la cultura y las identificaciones. De hecho, esto se encuentra presente en su concepto de cultura. Explícitamente Hungtinton dice que él no usa el concepto de cultura en el sentido de «producción cultural», ni como arte, ni como cultura popular. «En el presente libro, "cultura" significa algo diferente. Hace referencia a la lengua, las creencias religiosas y a los valores sociales y políticos de un pueblo, así como a sus concepciones de lo que está bien y lo que está mal, de lo apropiado y lo inapropiado, y a las instituciones objetivas y pautas de comportamiento que reflejan esos elementos subjetivos» (2004b:55). Ciertamente, para Hungtinton cada «pueblo» tiene una cultura y, en el contexto actual, este nuevo lenguaje nos lleva a plantear que estamos ante una dialéctica del culturalismo.

El culturalismo como cultura política

A partir del 11 de septiembre y más aún con los últimos acontecimientos diversos escenarios internacionales se encuentran atravesados por fundamentalismos culturales. Sin embargo, esto viene desarrollándose desde mucho tiempo antes. Así como la conceptualización de los conflictos contemporáneos como conflictos entre «culturas» o, en otras variantes, entre «religiones» o «estilos de vida» no es completamente nueva, la reflexión antropológica acompañó con preocupación ese proceso reconsiderando y abriendo el debate sobre el más característico de sus conceptos. Cuando se analizan las formas de la discriminación hacia los inmigrantes en Europa se percibe que, desacreditado el discurso racista tradicional, desde los años setenta ha surgido una retórica de la inclusión y de la exclusión que subraya la diferencia de identidad cultural, tradiciones y herencia entre los grupos, y acepta la delimitación cultural en base al territorio. A fines de los años setenta los conservadores británicos sostenían que las personas, por naturaleza, prefieren vivir entre sus semejantes, más que en una sociedad multicultural. Grandes cantidades de inmigrantes destruirían la «homogeneidad de la nación», pondrían en peligro los valores y la cultura de la mayoría, y desatarían un conflicto social. En ese sentido, la paradoja es que «el fundamentalismo cultural invoca una concepción de la cultura inspirada tanto en la tradición universalista de la Ilustración, como en el romanticismo alemán que caracterizó casi todo el debate nacionalista del siglo XIX». Y es a través de esa concepción de cultura que «la opinión ciudadana europea culpa cada vez más a los inmigrantes, que no tienen "nuestra" moral y "nuestros" valores culturales, de todas las desgracias socio-económicas producto de la recesión y de los reajustes capitalistas. (...) En otras palabras, el "problema" no somos "nosotros", sino "ellos". "Nosotros" simbolizamos la buena vida que "ellos" amenazan con socavar, y esto se debe a que "ellos" son extranjeros y culturalmente "diferentes"». Este vínculo, señalado por Stolcke, entre cultura y economía, implica que es cada vez más común que allí donde existen malestares vinculados a los intereses aparezca un discurso culturalista.

Por eso, cuando el concepto de «cultura» constituye otra forma de determinismo se plantean problemas similares a los que implicaba la «raza». Si se supone que una persona adopta necesariamente valores y prácticas compartidos homogéneamente por la comunidad en la que crece, tiende a suponerse la uniformidad psíquica, intelectual, moral y conductual de una persona y una comunidad. A veces, incluso, esta visión está sustentada en posiciones ético-políticas a favor de pueblos discriminados. De hecho, la mayoría de la antropólogos culturalistas eran tolerantes con «los otros» e, incluso, en algunos casos tendieron a idealizar patrones culturales no occidentales como un modo de desarrollar una crítica a la propia sociedad. Sin embargo, incluso con esa actitud más generosa, el potencial ético-político de los estereotipos que producían escapaban a su propio control. En las últimas décadas, acompañando el desarrollo de nuevos movimientos sociales y en contraposición a las políticas de discriminación, asimilación y homogeneización, las políticas multiculturalistas comenzaron a imponerse en el mundo académico y en áreas de la gestión pública. Se trata de establecer, en contraposición a las políticas de exclusión, políticas de reconocimiento de grupos o colectividades subordinadas o despreciadas como los pueblos originarios, los afro, los inmigrantes excluidos, entre muchos otros. La pretensión del multiculturalismo es invertir o modificar la valoración que se realiza de estos grupos y reivindicar, entre sus derechos civiles, su derecho a la diferencia. Pero puede plantearse una paradoja si esta pretensión de invertir la valoración se inscribe, como a veces sucede, en una extensión de la lógica de la discriminación. Es decir, si la diferencia cultural se concibe como un dato objetivo, claro, con fronteras fijas que separan a ciertos grupos de otros. En esos casos, tanto quienes discriminan como quienes pretenden reconocer a esos grupos, comparten el supuesto de que el mundo está dividido en culturas con identidades relativamente inmutables. Mientras tanto, las personas, grupos y símbolos atraviesan fronteras. Desde las artesanías hasta los productos de la industria cultural viajan por diferentes zonas del mundo. Se generan, así, paisajes de tránsitos híbridos, más que mapas con colores delimitados e incontaminados. La diferencia cultural, entonces, puede ser utilizada a la vez para intentar subordinar y dominar a grupos subalternos, como para reivindicar los derechos colectivos de esos grupos. Por ello, el reconocimiento de diferencias culturales no tiene un valor ético-político esencial, sino que su sentido depende de la situación social. El problema surge cuando distintos sectores entablan una disputa sobre las valoraciones y consecuencias de unas diferencias que se consideran autoevidentes. Sin embargo, la diversidad no debe comprenderse como un mapa esencializado y trascendente de diferencias, sino como un proceso abierto y dinámico, un proceso relacional vinculado a relaciones de poder. En estas luchas por establecer el valor ético-político de la diversidad, los distintos sectores pueden tender a enfatizar sus diferencias (supuestas o no) de manera creciente, perdiendo de vista la importancia de las luchas por la igualdad o la justicia. Las diferencias construidas en situaciones de contraste específicas y en contextos políticos concretos pueden reificarse hasta el punto de que terminemos convencidos de lo radicalmente distintos que somos «nosotros» de «los otros». Ante estos dilemas, algunos intelectuales especialmente sensibles a registrar y comprender a los movimientos del tercer y cuarto mundo, han planteado que actualmente la aceptación de las diferencias culturales tiene un valor político positivo ya que varios pueblos del planeta están oponiendo su «cultura» a las fuerzas de la dominación occidental que los viene afectando hace tanto tiempo. Cuando los pueblos utilizan la «cultura» como herramienta para retomar el control de su propio destino sería positivo su valor político.

Si el respeto por la diversidad es un patrimonio ideológico que debe ser defendido ante todas las variantes del etnocentrismo, comprender el carácter histórico y político de esa diversidad puede permitirnos adquirir una visión más compleja. La construcción de homogeneidad cultural en países periféricos es sumamente ambivalente. Como no se trata realmente de sociedades homogéneas, puede suceder que detrás de la idea justa y necesaria de que los pueblos retomen «el control de su propio destino» un grupo nativo tome en sus propias manos el destino de miles de hombres y mujeres que continúan viviendo situaciones de explotación, exclusión o discriminación. En nuestro continente, en contextos de incremento cualitativo de la desigualdad social ha habido propuestas de constituir el mapa de la sociedad como un mapa de culturas, de grupos diversos, cada uno de los cuales tenía derechos particulares, antes que cualquier idea de igualdad de derechos, incluyendo el derecho a la diferencia. La cultura como una nueva narrativa de legitimación. Por eso, como plantea Yúdice es necesario ser prudente respecto de la celebración de la «agencia cultural» (2003:14-15) porque, si se analiza desapasionadamente, es claro que «la expresión cultural per se no basta», más bien «ayuda a participar en la lucha cuando uno conoce cabalmente las complejas maquinaciones implícitas en apoyar una agenda a través de una variedad de instancias intermedias». En ese marco, diversos autores han desarrollado una crítica ético-política del multiculturalismo en su pretensión de universalidad. Por una parte, se ha planteado que esa pretensión se vincula a una globalización impuesta del modelo de sociedad de un país (Segato, 1998). Por otro, se ha planteado que las luchas por el reconocimiento cultural llevan a un callejón sin salida si no se combinan con luchas por una mayor distribución económica y social. Las políticas de reconocimiento deben combinarse con políticas de redistribución (Fraser, 1998).

El fundamentalismo cultural

Cuando los escenarios del conflicto social se constituyen, en el discurso de sus protagonistas, como escenarios de conflicto cultural, la antropología toma distancia del discurso de esos actores sociales. Reconoce, cuando corresponde, que hay diferencias culturales. Pero sostiene que: 1) Esas diferencias no son naturales; 2) son parte de la diversidad humana; 3) si fueran estudiadas y comprendidas, quizá podríamos visualizar que son menos «abismales» de lo que parecen a primera vista; 4) muchas veces son diferencias entre actores que pertenecen al mismo mundo, que se insertan dentro de lógicas relativamente compartidas. Los culturalismos políticos, como dispositivos retóricos y bélicos de demarcación de diferencias, pertenecen a la misma cultura política. En el mundo actual se multiplican conflictos enunciados por los actores como provocados por identidades que reflejarían abismos culturales. contrincantes tienden a afirmar que la comunicación entre ellos es imposible. Sin embargo, el énfasis notable en las diferencias entre «culturas» justamente se plantea de manera compartida y, por lo tanto, las fronteras entre culturas parecen difuminarse al tiempo que se exacerban las fronteras entre identidades. El absolutismo resulta así una forma de comunicación que caracteriza a ambos interlocutores.

Hacia un nuevo concepto de cultura

Frente a este debate, algunos antropólogos han planteado la conveniencia de descartar el concepto de cultura en la medida en que implica la existencia de fronteras fijas, de coherencia, estabilidad y estructura, mientras que las investigaciones muestran que la realidad social se caracteriza por variabilidad, inconsistencia, conflicto, cambio y agencia. Así, Friedman (1994) afirma que «cultura consiste en transformar diferencias en esencias. Cultura genera una esencialización del mundo». Por su parte, Abu-Lughod planteó que «a pesar de sus pretensiones antiesencialistas, el concepto de cultura retiene algunas de las tendencias de congelamiento de las diferencias que posee el concepto de raza». Y continuaba diciendo que cultura establece distinciones -que siempre conllevan jerarquías- entre «nosotros» y «ellos». El interrogante es si el problema se encuentra en el concepto de «cultura» o, más bien, en los marcos conceptuales dentro de los cuales ese concepto funciona de un modo peculiar. Frente a esa pregunta han surgido dos posturas que esquemáticamente, siguiendo a Hannerz (1999), podrían etiquetarse como «abolicionistas» y «reformistas». Es decir, además de aquellos que sostienen que lo más conveniente es dejar de utilizar el concepto, otros antropólogos proponen sofisticar y redefinir «cultura», conservando la productividad del término. Hannerz (1996) afirma que, a pesar de la diversidad de conceptos de cultura, hay tres supuestos que la antropología intentó combinar: 1) la cultura se aprende en la vida social; 2) la cultura está integrada de alguna manera; 3) la cultura es un sistema de significados diferente en cada grupo y esos grupos pertenecen a un territorio. Sin embargo, dice Hannerz, ¿podemos considerar hoy a la cultura como algo integrado y coherente? ¿podemos considerarla como un fenómeno territorial? El segundo supuesto, vinculado a la integración que implica la cultura, hace muchos años fue cuestionado por antropólogos como Turner, Barth e incluso Geertz. tercer supuesto es cada vez más afectado «por la creciente interconexión espacial». En definitiva, aunque existe un amplio acuerdo acerca de que los seres humanos somos seres culturales, resulta problemático considerar que cada uno pertenece a una cultura específica, distinguible de modo claro y tajante de todas las demás. Esa suposición, muchas veces, se vincula más con la intención política de producir una identidad o una alteridad cristalizada que con una descripción de la compleja y cambiante realidad.

La reconstrucción del proyecto de comprensión de la diversidad

Esto es clave para el proyecto antropológico. Se trata del proyecto de explicar y comprender la naturaleza de la diversidad cultural o de las diferencias culturales, advirtiendo que el contraste como medio de conocimiento —tal como dice Sahlins (1997)— no debe convertirse en conocimiento como medio de contraste. Y ese contraste es relativo justamente porque en un mundo interconectado es claro que las sociedades no son homogéneas. Al mismo tiempo, tiene vigencia en la medida en que si bien todos los miembros de un grupo social no tienen costumbres o prácticas cotidianas idénticas, también es cierto que las reglas matrimoniales, los relatos míticos, los rituales alimenticios, las formas de vestimenta, las lenguas, las reglas comunicativas y cualquier otro elemento cultural no están aleatoriamente distribuidos entre los seres humanos. ¿Cómo redefinir «cultura»? Primero, debe ubicarse el problema no en el concepto, sino en los marcos conceptuales de la historia de la antropología. En realidad, como señala Wimmer (1999), los problemas de sustancialización y reificación que señalan los críticos se refieren más a concepciones teóricas que a un concepto específico. El significado de un concepto en sí mismo interesa poco si no se conocen los marcos generales en el cual éste opera. En ese sentido, un paso necesario es que un concepto redefinido de cultura pueda problematizar justamente aquello que algunos conceptos anteriores daban por supuesto, como la homogeneidad y la territorialidad. Como dice Hannerz (1996), enfatizar la dimensión de «cultura» como los significados y las prácticas adquiridas en la vida social muestra el potencial de la diversidad humana y sirve para comprender cómo condiciones diferentes pueden conducir a cambios mayores o menores en el tiempo, a fronteras más o menos borrosas, y a distintas variaciones en mayor o menor grado de cualquier cosa que consideremos una unidad de población. Por ello, dice Hannerz, «cultura» debe servir no para afirmar, sino para problematizar precisamente las cuestiones de fronteras y mixturas, de variaciones internas, de cambio y estabilidad en el tiempo. Esta presuposición de complejidad vinculada a la heterogeneidad de todo grupo que presupone que las distinciones no funcionan como absolutas, es la primera condición para que un concepto redefinido de cultura se distinga claramente de todos los usos políticos que se hagan con la finalidad de fundamentar diferencias irreductibles o «naturales». Así, la naturaleza social de la cultura se traduce, en el mundo contemporáneo, en que se haga evidente –como hace tiempo lo afirmó Barth (1976)- que las retóricas y acciones de identidad no son un derivado de ningún conjunto de creencias y prácticas que permitan distinguir objetivamente grupos humanos. Junto a esto, resulta imprescindible reintroducir en el centro de la cuestión de la «cultura» la cuestión del poder. El análisis cultural debe entrelazarse con el análisis de eventos y procesos sociales y políticos. Cuando el análisis cultural se vincula a las dimensiones históricas y sociopolíticas, es siempre un análisis de lucha y de cambio, un análisis en el cual los agentes se sitúan de maneras diferentes respecto al poder y tienen intenciones distintas. En ese marco conceptual, dice Ortner, «cultura» significa la comprensión del «mundo imaginativo» dentro del cual estos actores operan, las formas de poder y agencia que son capaces de construir, los tipos de deseos que son capaces de crear, etcétera. Cultura, dice es tanto la base de la acción como aquello que la acción arriesga. Por ello, continúa argumentado, es importante enfatizar la cuestión de la construcción de significados (de Geertz y otros) en contra de la noción de sistemas culturales (también presente en Geertz). La cuestión de la fabricación de significados es central para el análisis del poder y sus efectos. Justamente, porque la identidad «integra» allí donde la cultura, más que un sistema integrado, es una combinación peculiar. Así, aunque ya no podamos (si es que alguna vez debimos) distinguir conjuntos consistentes y estáticos, la asunción fundamental es que la gente siempre busca hacer sentido de sus vidas, siempre fabrica tramas de significados y lo hace de maneras diversas.

No se trata sólo de que hay lucha cultural o que toda lucha social tiene una dimensión cultural, sino que al mismo tiempo la cultura se encuentra en la base del conflicto político en un sentido diferente. El enfrentamiento, abierto o sutil, no es entre una cultura oficial y la cultura asistemática de los grupos subalternos. Cultura se refiere más bien a los modos específicos en que los actores se enfrentan, se alían o negocian. Por lo tanto, no es sólo que haya una dimensión política en el encuentro entre agentes con formas culturales distintas, sino también que diferentes actores que participan de una disputa pueden insertar sus acciones en una lógica compartida y, de este modo, pueden pertenecer al menos parcialmente a mundos imaginativos similares. En este sentido, cultura no sólo sirve para contrastar, sino también para intentar vislumbrar si hay algo compartido entre actores aparentemente tan disímiles, que afirman diferencias ideológicas con sus contrincantes o, últimamente, que reclaman que un abismo cultural los separa de manera irreductible. ¿Cómo repensar las relaciones entre cultura y territorio en contextos de proyectos transnacionales, flujos globales de capitales y tecnologías? ¿Cómo analizar las relaciones entre territorio y diversidad cuando las personas migran y los símbolos atraviesan fronteras? Si pretendiéramos pintar un mapamundi con un color diferente para cada lengua, nos encontraríamos con que ya no hay una coincidencia entre idioma y territorio. Como hay hispanoparlantes viviendo en Estados Unidos, turcos en Alemania y coreanos en varios países latinoamericanos, prácticamente ya no existen grandes ciudades donde sólo se hable una lengua. abarcamos también la música, los rituales y la gastronomía, percibimos rápidamente que cada ciudad es Babel, que la diversidad no está distribuida en el espacio, sino que está en juego en cada espacio. Estos procesos de convivencia, de conflicto, de hibridación muchas veces no son reconocidos, especialmente cuando se pretende conservar algún tipo de «pureza» cultural, sin reconocer que la cultura no es una esencia, sino un proceso, un proceso relacional y dinámico. Por ello, al compás de procesos de desterritorialización y reterritorialización, la diversidad aparece con las dos caras de Jano. Es a la vez condición humana, requisito de democracia y pluralidad, y recurso político con signos ambiguos. Desesencializar la diversidad, recuperarla como proceso abierto y como proceso político constituye una apuesta a la imaginación social, a la capacidad de crear otras clasificaciones que permitan articular reafirmaciones y exploraciones de la diferencia con las ilusiones de la igualdad.

Terminemos entonces este texto analizando cómo ingresó la diversidad cultural en el Key Concepts in Post-Colonial Studies compilado por Ashcroft, Griffiths y Tiffin. La entrada del diccionario se titula "cultural diversity/cultural difference". Justamente, la paradoja radica en que cuando la diversidad cultural ingresó en los diccionarios teóricos, el desarrollo que se hace allí –siguiendo exclusivamente a Homi Bhabha- es invitarla a salir nuevamente. En la contraposición entre diversidad y diferencia, según esta visión, se condensa la contraposición entre pureza e impureza, entre el sistema y el proceso, entre la exotización y la ambivalencia. Nuevamente, la solución propuesta para la pervesión implicada en aquella dialéctica del culturalismo es de carácter quirúrgico y culmina en su amputación. Diversidad cultural, entonces, como no podía ser de otro modo, se encuentra atravesada por los dilemas centrales de una serie de conceptos teóricos. Allí donde la diversidad es reificada, naturalizada, se abren los postulados acerca de una plena incomensurabilidad entre las culturas, una incomunicación constitutiva, teleológica. Allí donde se presupone que la diversidad sería un mero fuego de artificio, una mise en scene, una estrategia puramente política, un disfraz que esconde una racionalidad común al alcance de la mano, una falsa conciencia, se abren los postulados de la plena conmensurabilidad entre los seres humanos, la comunicación transparente como teleología. Como todas las construcciones humanas, voluntarias e involuntarias, concientes e inconcientes, la diversidad existe. Es parte constitutiva de la naturaleza humana, siempre que se comprenda que esa naturaleza es histórica y política, es situada, conflictiva y procesual. La pretensión de «conservar» o «preservar» la diversidad no se deriva de los hechos contrastables. Constituye una política y como tal no podría derivarse de realidades empíricas, sino de valores. Los valores que sustentan políticas de intervención transforman realidades. Por ello, reconocer y respetar las diversidades culturales, paradójicamente, implican inexorablemente transformar procesos históricos y relaciones de poder. Implican, explicitémoslo, transformar las diversidades existentes e instituir otras relaciones y vínculos entre las culturas históricas.


1 Este artículo es el resultado de análisis comparados y estudios teóricos en los que derivó nuestro proyecto acerca de «Nuevas xenofobias y nuevas políticas étnicas en la Argentina» (Proyecto IM40, SECYT).

2 Doctor en Antropología. Universidad de Brasília, UB, Brasil.

3 La inicial acusación generalizada al mundo islámico después intentó revertirse. Cuando se comprobó que el llamado a las cruzadas resultaba muy poco eficaz, la propaganda se deslizó de la «justicia infinita» a la «libertad duradera». En el intento de generar un amplio consenso detrás de los Estados Unidos que incluyera países árabes y musulmanes, cualquier acusación al Islam restaba mucho más de lo que sumaba. Por eso, era el propio Osama Bin Laden el que insistía en que se trataba de una cruzada de los «infieles» en general y «judía» en particular. A su vez, afirmaba que «hay mucha gente buena e inocente en Occidente». La «gente de corazón protesta contra los ataques norteamericanos porque la naturaleza humana detesta la injusticia». Una breve alusión universalista después de la cual retomaba sus afirmaciones de que «el lobby judío tomó como rehén a EE.UU. y Occidente».


 

Referencias

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