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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.8 Bogotá Jan./June 2008

 

Aproximaciones a la problemática criolla novohispana: el ego y los Otros en Alboroto y Motín de los indios de México de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700)1

 

Approaches to the Problem of the Neo-Hispanic Creole: The Ego and the Others in Alboroto y Motín de los indios de México by de y (1645-1700)

 

Aproximações à problemática crioula neo-espanhola: o ego e os Outros em Alboroto y Motín de los indios de México de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700)

 

Catalina Restrepo G.2

Vanderbilt University3, USA Catalina.m.restrepo@vanderbilt.edu

Recibido: 26 de febrero de 2008 Aceptado: 11 de abril de 2008


 

Resumen

Alboroto y motín de los indios de México de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700), en tanto que texto representativo del imaginario criollo de la ciudad letrada, es fundamental para entender las redes discursivas mediante las cuales se expresó la paranoia de la elite criolla con respecto al Otro interno de la colonia y cómo se llevó a cabo la re-producción y legitimación ideológica del proyecto expansionista español. Este ensayo explora los recursos retóricos y los imaginarios culturales evocados e implementados por el letrado en su representación del «indio» y de sus dinámicas contra-hegemónicas. Asimismo, muestra algunos elementos a partir de los cuales el texto de Sigüenza articula un ego ambivalente que se sirve de alianzas estratégicas para consolidar su posición al interior del orden político y social de la Corte con el fin de obtener beneficios personales, y de inscribirse en el discurso hegemónico del imperio.

Palabras clave: ciudad letrada, insurrección indígena, alteridad colonial.

Palabras clave descriptores: Sigüenza y Góngora, Carlos de, 1645-1700 ― crítica e interpretación, indígenas de México, vida intelectual.


 

Abstract

Representative of the creole imaginary of the lettered city, Alboroto y motín de los indios de México, by Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700), is essential to an understanding of both the discursive webs through which the creole elite expressed its paranoia concerning the colonized Other, and the reproduction and ideological legitimization of the Spanish project of expansion. This essay explores the counter-hegemonic dynamics of the rhetorical ploys and cultural imagery evoked and implemented by the letrado in his representation of ‘Indians’. Furthermore, it examines the ways in which Sigüenza’s text articulates an ambivalent Ego that uses strategic alliances to consolidate his position within the social and political order of the Court, thereby deriving personal benefit and writing himself into the hegemonic discourse of the empire.

Key words: lettered city, indigenous insurrection, colonial alterity.

Key word plus: Sigüenza y Góngora, Carlos de, 1645-1700 ― criticism and interpretation, indians of México ― History, México ― intellectual life.


 

Resumo

Alvoroto y motín de los indios de México de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700), texto representativo do imaginário crioulo da cidade letrada, é fundamental para compreender as redes discursivas mediante as quais se expressou a paranóia da elite crioula em relação ao Outro interno da colônia, assim como se reproduziu e legitimou ideologicamente o projeto expansionista espanhol. Este ensaio explora os recursos retóricos e os imaginários culturais evocados e implementados pelo letrado em sua representação do ‘índio’ e de suas dinâmicas anti-hegemônicas. Da mesma forma, mostra alguns elementos a partir dos quais o texto de Sigüenza articula um ego ambivalente que usa alianças estratégicas para consolidar sua posição no interior da ordem política e social da Corte com o objetivo de obter benefícios pessoais e de se inscrever no discurso hegemônico do império.

Palavras-chave: cidade letrada, insurreição indígena, alteridade colonial.


 

I. Introducción

¿Quién me dará ocasión de escribir mis pláticas? ¿Quién me permitirá que se graben en el libro con un punzón férreo o se esculpan en piedra? […] Las calamidades que soporta no quiere que se oculten tras el silencio, sino que se den a conocer como ejemplo4.

Carlos de Sigüenza y Góngora, Infortunios.

Desplegado en el en el marco colonial español novohispano, Alboroto y motín5 es el texto epistolar mediante el cual Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700)—para entonces cosmógrafo del rey en la Nueva España, catedrático en la Real Universidad y Capellán Mayor del Hospital Real del Amor de Dios en la ciudad de México—informa detalladamente al Almirante Andrés de Arriola o de Pez—quien se encontraba en Madrid gestionando la ocupación y fortificación española de Pensacola—acerca de la revuelta popular ocurrida el 8 de junio de 1692 en la Ciudad de México. Mi interés principal en este trabajo es explorar la retórica ideológica expresada por Sigüenza en su Alboroto—en tanto que criollo letrado adscrito al orden colonial novohispano—sobre de la revuelta popular de indios y mestizos en el pleno corazón de la ciudad letrada. Particularmente, me centraré en los recursos retóricos y en los imaginarios culturales evocados e implementados por el escritor en su representación de estos grupos y sus dinámicas contra-hegemónicas. Dicha representación textual funciona como instrumento político de autoafirmación «criolla»—identitaria y situacional—del orden social e ideológico dominante, orientado en parte a la consecución de privilegios personales. Para ello, será necesario recurrir a algunos planteamientos expuestos por críticos de la llamada «literatura colonial», concernientes a las dinámicas sociales y políticas del «barroco de Indias» y a la situación del grupo letrado criollo, su identidad, agencialidad, y multiposicionalidad en este contexto histórico.

II. Sigüenza en el contexto colonial de la cultura barroca novohispana

Carlos de Sigüenza y Góngora nace en México en 1645; es el mayor de nueve hermanos en el seno de una familia distinguida cuyos servicios a la Corona de España fueron recompensados con títulos y altas distinciones. El escritor se incorpora a los quince años al noviciado de la Compañía de Jesús; allí estudia humanidades—filosofía, teología y literatura—pero es expulsado por escaparse una noche del convento y transgredir las reglas de comportamiento. Según refiere Irving A. Leonard en el prologo a la edición de las Seis obras (1984a), desde entonces le es negado sistemáticamente el reingreso a la Orden a pesar de sus insistentes peticiones, asunto que parece haber lamentado el escritor de por vida. En 1672 Sigüenza es elegido por mayoría para ocupar la cátedra universitaria de astrología y matemáticas. Como otros humanistas de su tiempo, exploró todos los campos de investigación pero sus mayores logros fueron en la arqueología, la historia, las matemáticas y las ciencias aplicadas. Realizó estudios sobre la civilización prehispánica de México y fue reconocido como una autoridad en esta materia; tenía dominio de algunas lenguas indígenas, por lo cual pudo reunir textos, códices, mapas y manuscritos de la cultura antigua de los «naturales», entre lo cual se destaca la adquisición en 1670 de la colección de documentos de Fernando de Alva Ixtlixochitl, cronista indio reconocido en los tiempos del Arzobispo Virrey García Guerra. El rico archivo literario del criollo sumado a sus propias exploraciones arqueológicas en las pirámides toltecas de Teotihuacan, constituyeron la base de importantes monografías e historiografías que nunca fueron publicadas a causa del desdeño de la época por textos ajenos a la disquisición teológica y de la carencia de recursos económicos, propios o filantrópicos, para su impresión. No obstante, los pocos escritos que sobrevivieron aseguraron al escritor un lugar privilegiado en los anales de la historia intelectual de Hispanoamérica. Entre las obras publicadas se destacan: Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe (1680); Glorias de Querétaro (1684); Paraíso occidental (1684); Relación de lo sucedido a la armada de barlovento (1691); Trofeo de la justicia española en el castigo de la alevosía francesa (1691); Mercurio volante (1693); y algunas obras poéticas que no tuvieron mayor trascendencia, como Primavera indiana (1668).

En su prólogo a Alboroto, Leonard presenta una caracterización dicotómica de Sigüenza como representante del humanismo renacentista tardío y encarnación misma del espíritu del barroco novohispano. Caracterización en la que se yuxtaponen una actitud devota y sumisa al dogma del catolicismo ortodoxo —expresada en su cándida admisión de milagros y asuntos sobrenaturales— y otra «heterodoxa», metódica y pragmática en cuanto a asuntos seculares, escéptica e inquisitiva frente a la sacrosanta autoridad de los textos de la sabiduría clásica y, por ello, desafiante y «prefiguradora» de debates intelectuales posteriores y de la ciencia moderna (Leonard, 1984a:XXll-XXlll). El autor nos presenta a un Sigüenza «pre-iluminista», devoto de la «verdad», la investigación científica e «ilustrada» en servicio del hombre y, al mismo tiempo, como sujeto que no logra escapar al «ambiente de ignorancia, de temor y de superstición que respiró» (Leonard, 1984a:XV). Su imagen de hombre de ciencia es articulada por Leonard, entre otras cosas, con la publicación del polémico Manifiesto filosófico contra los cometas (1681), tratado de astronomía con el cual el escritor se proponía combatir la superstición de la Nueva España y la creencia según la cual los cometas eran indicios de augurios nefastos y que lo lleva a un combate intelectual con personajes importantes como Martín de la Torre y el jesuita Eusebio Francisco Kino; y además, al gesto testamentario plenamente «moderno» de ofrecer su cuerpo a la investigación médica en una época en la que se concebía la disección de los restos humanos casi como una profanación religiosa (Leonard, 1984a:XIX –XXII, XXVIII).

La escritura de Sigüenza se enmarca en el período de plena vigencia del denominado barroco de Indias, esto es: de una cultura coincidente con la decadencia del reinado de Carlos II y asociada a un momento de aparente «estabilización virreinal» basado en la superación de conflictos territoriales; en la imposición y triunfo de un supuesto orden «civilizado» sobre la «barbarie» del Nuevo Mundo con el consiguiente apaciguamiento de desordenes internos y, finalmente; en el esplendor de la cultura novohispana frente a la de Europa (Moraña, 2000:161). Se trata de una sociedad con claro predominio aristocrático, una aparente estabilidad bajo la cual se movía una profunda crisis y un fuerte deseo de cohesión política, social y religiosa6. Los procesos de colonización y asentamiento del siglo XVI, determinados por las riquezas naturales, habrían hecho de México y Lima los dos grandes satélites de la metrópoli española, centros que reabsorben, asimilan y reelaboran la cultura proveniente de Europa. Considerar el momento en el que escribe Sigüenza como Barroco en cuanto a sus artes en general, implica pensar en la traslación de estilos desde el centro imperial hacia sus territorios de ultramar, y específicamente hacia el interior de lo que Ángel Rama habría denominado la ciudad letrada7. Mabel Moraña afirma que la importancia del barroco de Indias reside en dos asuntos centrales. Por una parte, en los problemas crítico-historiográficos que suponen la evaluación de su producción literaria, derivados de este proceso de imposición cultural y reproducción ideológica como parte del proyecto expansionista español, orientado a la homogeneización del Imperio y tres de sus principales elementos: el Rey, la lengua castellana y la religión católica; y, por otra parte, en el hecho de que es en el seno de la cultura barroca que se produce la emergencia de una «conciencia» social criolla que sentaría las bases de las posteriores identidades nacionales (Moraña, 1988:231-233)..

Frente al fenómeno del discurso criollo hispanoamericano, José Antonio Mazzotti ha planteado que las relecturas de autores como Sigüenza —particularmente de textos excluidos del canon— han sido claves para la reflexión en torno a la especificidad discursiva de las «agencias criollas», en una dinámica histórica articulada a sus procesos de negociación, alianzas y enfrentamientos con el poder ultramarino, que incluye tanto el silencio con respecto a otros grupos sociales mayoritarios como los indígenas y negros, como su directa alusión favorable o en contra (Mazzotti, 2000:7). Mazzotti resalta la dificultad de la aplicación del término «Colonia» al fenómeno de dominio español sobre el Nuevo Mundo durante los siglos XVl y XVll, toda vez que éste es propiamente usado y difundido sólo a partir del siglo XVlll.8 A comienzos del XVll, el término «Colonia» designaba enclaves sin que ello implicara necesariamente la transformación de estructuras sociales y prácticas religiosas nativas, y definía poblaciones originarias sujetas al poder imperial e inscritas por vasallaje dentro del sistema de privilegios de la metrópoli. Los territorios de ultramar o virreinatos eran considerados en esta época como provincias españolas, con los correspondientes fueros y estatutos del reino y no sólo en términos de la extracción de recursos (Mazzotti, 2000:9). El período colonial en el contexto hispanoamericano, aunque diferencial con respecto al modelo del Segundo Imperio Británico (1776-1914), entrañó relaciones de dominación y explotación propiamente coloniales que se expresaron en el opresivo trato a la población indígena (control tributario y extracción minera), a pesar de la política imperial proteccionista iniciada con las Leyes Nuevas (1542) y la intervención del clero en favor de los dominados, representada particularmente por la Brevísima de 1552, memorial jurídico en el que Las Casas denunciaba la atrocidad de conquistadores y encomenderos en el Nuevo Mundo. Desde mediados del XVl, la legislación imperial sirvió a la consolidación del poder de la Casa Real e intentó neutralizar el surgimiento de una nobleza americana que, sobre la base del mayorazgo, de alianzas matrimoniales y la acumulación ilegal de tierras, adquiriera el poder político necesario para desafiar la hegemonía de la aristocracia española y de poner en riesgo la idea de Imperio como «cuerpo unificado» (Moraña, 1988:236). Entre tanto, las condiciones de vida de la población indígena empeoraban y se incrementaba su masivo despoblamiento (Mazotti, 2000).

Estas circunstancias delinean, a grandes rasgos, la complejidad y especificidad histórica de la realidad social y cultural hispanoamericana en tiempos de la escritura de Sigüenza, a las que se suman la creciente decadencia española, y la ambigua identidad y situación de los criollos frente a las autoridades virreinales y de la metrópoli. Definidos a partir de esta categoría y, en consecuencia, percibidos y signados en función de un origen «sombrío» asociado a tendencias díscolas e idolátricas, a la codicia, al afán de ascenso social y al resentimiento, los criollos debieron enfrentarse a la discriminación de la población propiamente española y a una marginación política ejercida en la repartición de cargos y privilegios. La categoría de «criollo» se ancló en fundamentos básicamente sociales y legales e implicó, según anota Mazzotti, un sentimiento de pertenencia al territorio, una pretensión de señorío y «una aspiración dinástica basada en la conquista que distinguía a sus miembros del resto del conjunto social de los virreinatos» (Mazzotti, 2000:11). Puestos en ese lugar de inferioridad social y marginación sistemática, los criollos encontraron diversas formas de negociación con el poder imperial como parte de un proceso reivindicativo orientado siempre al reclamo de derechos. Dicho proceso incluyó su articulación con los paradigmas de la cultura del barroco y la inserción en sus sistemas burocráticos y eclesiásticos, e implicó la paulatina configuración de un andamiaje discursivo de identidad hispanoamericana diferenciada de la peninsular, que excluía en por el momento la prefiguración de una ideología independentista, así como la identificación con grupos indígenas, negros y de castas (Mazzotti, 2000:13). En este contexto, la literatura novohispana del siglo XVII, particularmente la de escritores como Carlos de Sigüenza y Góngora y Sor Juana Inés de la Cruz (1648?-1695), se inscribe y se revela como locus de enunciación que define a sus autores como «sujetos» sociales y de discurso. De acuerdo con Moraña, mediante la revitalización de los rituales metropolitanos y la inscripción de la tensa y plural realidad de la Colonia, estos intelectuales criollos se convirtieron en satélites ideológicos de las elites, con las consiguientes ganancias en cuanto a la adquisición de visibilidad, de prestigio y a la exención de censura. Los letrados «utilizan el lenguaje imperial no sólo para hablar por sí mismos sino de sí mismos, de sus proyectos, expectativas y frustraciones» (Moraña, 1988: 39). Esta ambigüedad situacional y la construcción de una identidad específica, incompleta en términos de lo español y americana aunque claramente distante y diferenciada con respecto a la de los demás grupos mayoritarios, permite a Mazotti hablar de agencias criollas —de «conciencias criollas» en el caso de Moraña— definidas a partir de sus perfiles variables en el plano político y de la persistente capacidad de diferenciarse con respecto a esas otras «nacionalidades étnicas» (Mazzotti, 2000:15).

Mazzotti advierte la dificultad de aplicar el aparato conceptual postcolonial al contexto hispanoamericano, basada en el telos religioso del poder imperial que durante los siglos XVI y XVII era inapelable a la subjetividad de los dominados y en la inoperancia de la idea de simulacro o de mímica aplicada al criollo, en tanto éste no constituye un Otro transfigurado ante la autoridad metropolitana sino más bien un individuo autodefinido simultáneamente como parte del poder imperial y como perteneciente a América. Sin embargo, el autor alude a la utilidad del concepto de ambivalencia de Homi Bhabha, en la medida que «las lealtades y los rechazos duales nos pintan un "sujeto" ontológicamente inestable en el plano de igualdad y hasta de superioridad frente a los españoles, y sin embargo en situación de inferioridad en cuanto a su representación política» (Mazzotti, 2000:20). En este sentido, según Mazotti, la relación de las agencias criollas con la metrópoli es siempre dual; relación que no las hace un Otro puesto que su autodefinición se adscribe al poder del Imperio y su identidad, a pesar de ser ambivalente, se construye a partir de la identificación —similitud— con lo español y de la diferenciación cultural y política necesaria frente a lo indígena, es decir, de la re-presentación de un Otro encarnado privilegiadamente en el indio.

La crítica ha articulado al debate intelectual entre Sigüenza y el padre Kino —respectivo a la superioridad del análisis matemático sobre el saber astrológico— la propensión al sentimiento de inferioridad criollo frente a los nacidos en Europa.

Sigüenza habría expresado con cierta molestia, según anota Leonard, que en algunas partes de Europa rondaba la idea según la cual no sólo los indios sino también «nosotros, quienes por casualidad aquí nacimos de padres españoles, caminamos sobre dos piernas por dispensa divina, o, que aún empleando microscopios ingleses, apenas podrían encontrar algo racional en nosotros» (Leonard, 1974:297). En Alboroto el escritor se encarga de poner en juego e instrumentalizar la «racionalidad» de un discurso criollo, vinculado estrechamente a la re-producción y legitimación ideológica del proyecto expansionista español y a la paranoia correspondiente a la alteración del orden interno; pero atravesado por esa ansiedad de la marginalidad criolla, por la necesidad de re-afirmar una identidad (separada de la indígena por un profundo abismo) y de reivindicar su posición al interior del contexto social, político y económico de la sociedad barroca.

III. Alboroto indiano: «gente la más ingrata, desconocida, quejumbrosa e inquieta que Dios crió»

Y exhortándose unos a otros a tener valor, supuesto que no había otro Cortés que los sujetase, se arrojaban a la plaza a acompañar a los otros y a tirar piedras.—¡Ea, señores!,—se decían las indias en su lengua unas a otras, —¡vamos con alegría a esta guerra, y comoquiera Dios que se acaben en ella los españoles, no importa que muramos sin confesión! ¿No es acaso nuestra esta tierra? Pues, ¿Qué quieren en ella los españoles?

Carlos de Sigüenza y Góngora, Alboroto.

En junio de 1692 tiene lugar en la Ciudad de México una fuerte insurrección popular, protagonizada por indios y mestizos, como resultado de una serie de lluvias, inundaciones y plagas que arruinan las cosechas de trigo y maíz, y de las abusivas medidas tomadas por el virreinato para resolver la escasez y el hambre. La protesta inicial de indias que compraban maíz en el mercado y el trato represivo que reciben de las autoridades con el propósito de controlar el potencial desorden, desencadena un motín generalizado. Como consecuencia, gran parte de la plaza del Zócalo es destruida, quemada y saqueada por los «sediciosos» durante la noche siguiente. En medio del caos, el Virrey se refugia en un monasterio, mientras sus soldados intentan reestablecer el orden disparando a la gran muchedumbre, hasta el momento en que, con la llegada de tropas auxiliares, las autoridades consiguen contener a los «rebeldes». El orden es finalmente reestablecido mediante la distribución gratuita de raciones de trigo y maíz a la población, y la posterior imposición de un sistema ejemplar de persecución y castigo que incluye el encarcelamiento, el destierro, la tortura y la ejecución pública de muchos participantes del levantamiento. Esto es, en resumen, lo que narra la obra de Sigüenza.

Alboroto comienza con una justificación que recuerda el vínculo del letrado con los círculos de poder y sugiere, además, el telos que mueve su gesto escriturario. Según Sigüenza, la escritura de esta obra, obedece a una deuda amistosa con el almirante Andrés de Pez. Es intención del autor construir una narración exenta de «vicios» y «pretensiones», cuya «veracidad» y «transparencia» se sustenten en la autoridad de Sigüenza como testigo presencial de los dramáticos eventos de 1692. La transparencia a la que apela pretende ser doble, por un lado, se refiere a la claridad de la letra —a la transparencia del significante— y por otra, a la objetividad de la narración, a la calidad testimonial de su propia escritura: «Esté muy cierto de que o tengo fundamento con que se hizo o que me hallé presente [...] y acertando el que no hay medios que me tiñan las especies de lo que cuidadosamente he visto y aquí diré, desde luego me prometo, aún de los que nada se pagan y lo censuran todo, el que dará asenso a mis palabras por muy verídicas» (Sigüenza, 1984:95-96). Sin duda, el escritor anticipa la posibilidad de que su carta se convierta eventualmente en la «versión oficial» del levantamiento de 1692 —como de hecho lo fue por mucho tiempo— y, del mismo modo, también prevé el descrédito y la censura que podría enfrentar el texto dada su condición de criollo. Es por ello que Sigüenza recurre a la cercanía e identificación con los estamentos superiores y a una retórica historiográfica que articulará, a renglón seguido, el discurso y la ideología del aparato de poder colonial.

En correspondencia con la estructura ideológico-estamental barroca que refiere José Antonio Maravall9, Sigüenza representa la división social de la colonia novohispana, estructurada sobre una pirámide cuya cima se halla ocupada por el Virrey como representación del Imperio, símbolo de perfección y garantía del orden civilizado. Esta idea es reproducida en la obra por medio de la dialéctica del elogio hiperbólico —una característica del ars dictaminis señalada por Moraña— que se expresa como enumeración de la extensa lista de obras y aciertos del Virrey, Conde de Galve, asociada a las nociones de control territorial, económico y civil, y al corpus teleológico de la evangelización. Relación que será contrapuesta de manera radical e hiperbolizada también, bajo la forma del vituperio, con su representación de la «plebe», más específicamente, de los indios como integrantes de ese gran conjunto social que se encuentra en la base estamental y que es, en lo fundamental, fuerza de trabajo.

La lista de méritos del Virrey es extensa e incluye: (1) el aseguramiento del territorio y sus riquezas mediante la expulsión de corsantes e invasores que saqueaban las embarcaciones españolas en las costas de Yucatán y amenazaban el menguado comercio del Imperio; (2) la pacificación de provincias remotas de indios que se sublevaban y desobedecían con ello a la religión católica y al Rey Carlos ll; (3) la construcción de la Iglesia Metropolitana, del Seminario de México y la fundación de misiones franciscanas como apoyo al proceso evangelizador de las naciones «bárbaras» de los tejas y cododachos; (4) la superior empresa de facilitar a los monjes dominicos la sujeción y adoctrinamiento de los chichimecas de la Sierra Gorda, indios «absolutamente bárbaros y bestiales» (Sigüenza, 1984:100) e imposibles de sujetar aún en tiempos del Imperio mexicano y; (5) la ayuda económica otorgada por la Caja Real a los jesuitas que, a riesgo de sus vidas, adoctrinaban en sus misiones de Parral, Sonora y Sinaloa a indios guacamas, pigmas, tarahumaras, baimoas, cabezas, tepehuanes, etc. A la extensa y adornada lista de méritos del Virrey previos al alboroto—plagada de elogios a los religiosos y de prejuicios sobre los indios—se añade su magnanimidad con el pueblo, su generosidad en la suntuosa celebración popular de las bodas de Carlos II: «¡Qué regocijada la plebe! ¡Qué gustosos los nobles!» (Sigüenza, 1984:101); la diligencia con que afrontó la cadena de desastres iniciada en junio de 1691, incluyendo la disposición del reconocimiento técnico de la situación de la ciudad ante nuevas inundaciones, mediante la limpieza de acequias y cauces y la implementación de otras obras de ingeniería; y finalmente, todo un discurso que pretende justificar los abusos cometidos en medio de la crisis de escasez, carestía y hambruna —como la imposición arbitraria de precios y el embargo a labradores de las provincias de Celaya, Toluca y el Chalco— y la posterior implementación de medidas represivas contra la desobediencia de los productores rurales de maíz y las manifestaciones de protesta de los directamente afectados por las disposiciones virreinales en la ciudad de México.

Después de atribuir el comienzo del desastre a un castigo providencial —un tropo recurrente en la retórica historiográfica colonial— Sigüenza se centra en la descripción detallada de las condiciones en que se hallaba la ciudad. Luego, lanza una extensa diatriba contra las quejas y el mal comportamiento de los «alborotados» en dicha situación critica, la cual se inaugura con una suerte de imagen de feroz devoramiento por parte de la «plebe»: «puedo asegurarle a vuestra merced […] que comían lo que hallaban sin escandecerse, porque les constaba […] de las muchas y extrañas diligencias que hacía el señor virrey para hallar maíz y que hubiese pan» (Sigüenza, 1984:113). El mal comportamiento está asociado en su discurso a los intereses personales de quienes integran al pueblo —ajenos a los de la «república» (Sigüenza, 1984:115)— que, no obstante, están fundados en el rumor y la irritación con respecto a las supuestas ganancias obtenidas de la crisis por el virrey; y en especial, a características «connaturales» de los indios —la articulación de la diferencia cultural—, a quienes destaca como los más quejumbrosos entre toda esa masa «rebelde» y amenazante, representándolos a partir de su extrañeza, de sus tendencias díscolas, su ingratitud, su carencia de un sentido de justicia y de razón: «la gente más ingrata, desconocida […] e inquieta que Dios crió [siendo] la más favorecida con privilegios y a cuyo abrigo se arroja a iniquidades y sinrazones, y las consigue» (Sigüenza, 1984:115). Reitera luego la ininteligibilidad de «tanto alboroto» por parte de los indios, no habiendo tenido un «mejor año que el presente» (Sigüenza, 1984:116), y ofrece como prueba el hecho de que, en un momento de tanta crisis, las indias produjeran y vendieran montones de tortillas de maíz en la plaza a muchos españoles, negros, mulatos libres y sirvientes. Según la codicia de las indias por esa ganancia extra obtenida en el mercado de la Alhóndiga y su posterior derroche en las pulquerías, son factores determinantes del levantamiento; no así la escasez del maíz, ni el hambre y mucho menos el descontento indígena con la explotación y fijación arbitraria de precios del producto.

Las pulquerías aparecen claramente señaladas en el texto de Sigüenza como espacios de reunión y conciliábulo, como índices semióticos de la rebelión, en donde se reúne «la más despreciable de nuestra infame plebe» (Sigüenza, 1984:116). En estos sitios —presume el escritor a posteriori— los indios se entregan a su viciosa bebida, se jactan del miedo que les tienen españoles y criollos, y se determinan a espantarlos, a quemar el palacio Real y a matar al virrey y al corregidor, mientras los demás plebeyos aplauden estos propósitos previendo todo lo que podían robar en medio de aquella confusión. Es claro que la narración —polarizada e hiperbólica— de Sigüenza es fuertemente tendenciosa. A las características «despreciables» e incluso «aterrorizantes» de los indios, el escritor encadena la embriaguez del pulque, esto es, la potencia de una fuerza colectiva alentada por la bebida y el resentimiento. En el texto se representa una fuerza desbordada y arrasadora que, en asociación con sus acciones posteriores, se convierte en el instrumento que ratifica un imaginario acerca del indio como amenaza y que justifica el terror español hacia ese conjunto de gente «extraña» y «turbulenta». Su llamada de atención sobre los asuntos señalados no sólo sirve a la atribución de una actitud premeditada en los indios con respecto al motín del 92 —lo que de paso evoca las numerosas insurrecciones ocurridas a lo largo del siglo XVII en la Colonia, y especialmente la de 1624, como señala Moraña (2000)—, sino también al enfático realce de un profundo odio indígena hacia los españoles —y hacia todo lo que se les parezca— desde tiempos de la Conquista. Como prueba de este odio, el escritor hace una breve referencia a la confesión de Ratón, uno de los «rebeldes» ajusticiados poco después del motín, pero luego prefiere servirse de nuevo de su autoridad como testigo y como hombre de «ciencia».

En su texto "Pre-Columbian Pasts and Indian Presents in Mexican History", José Rabasa señala cómo desde el período colonial temprano la embriaguez fue asociada con las prácticas idolátricas, y la importancia de éstas junto con la magia en el imaginario de este período respecto a la violencia (Rabasa, 1994:264-265). Sigüenza dedica dos párrafos de su relación al relato de su experiencia como ingeniero en los trabajos de las acequias de la ciudad de México y, en correspondencia con ello, describe un particular y coincidencial hallazgo de objetos —vistos y tocados por él— que evidenciaban la continuidad de antiguas «supersticiones» indígenas ofrendadas al dios mayor de la guerra —Huitzilopochtli— como conjuro en beneficio propio y contra los españoles: «Halláronse muchos cantarillos y ollitas que olían a pulque, y mayor número de muñecos o figurillas de barro y de españoles y todas atravesadas con cuchillos y lanzas que formaron del mismo barro o con señales de sangre en los cuellos, como degollados» (Sigüenza, 1984:117). Dichos objetos se encontraban enterrados justamente en el lugar marcado por la derrota de Cortés en la famosa «noche triste» de 1519. Aparentemente, en virtud de su ubicación se convierten en indudable signo del rencor indígena, reinscrito mediante la práctica ritual y el presente histórico —con el que describe por instantes éste y algunos otros episodios—, y extendido a un «nosotros» que incluye a los españoles herederos de las huestes conquistadoras y a la elite criolla. A su vez, estos objetos se instituyen como signos de una amenaza concreta que el escritor nombra como un «depravado ánimo» para acabar con todos:

respondí ser prueba real de lo que en extremo nos aborrecen los indios y muestra de lo que desean con ansia a los españoles porque, como en aquel lugar fue desbaratado el marqués del Valle cuando en la noche del día de julio del año de mil quinientos veinte se salió de México y, según consta de sus historias, se lo dedicaron a su mayor dios (que es el de las guerras) como ominosos para nosotros y para ellos feliz, no habiéndoseles olvidado aún en estos tiempos sus supersticiones antiguas, arrojan allí en su retrato a quien aborrecen para que, como pereció en aquella acequia y en aquel tiempo tanto español, le suceda también a los que allí maldicen (Sigüenza, 1984:117).

Como bien anota Rabasa al final de su texto, Sigüenza suma a la evidencia encontrada su propia interpretación como historiador y arqueólogo, e incluso, todo aquello que los indios le han contado al ser interrogados sobre su historia (Rabasa, 1994:265-266). Es decir, suma una suerte de exégesis histórica nativa, digna de los presupuestos metodológicos de la etnografía moderna. Autoridad como testigo,10 conocimiento y praxis «científica» se imponen como garantes de «verdad» de un discurso en el que los indios son representados progresivamente como encarnación de una naturaleza malvada y viciosa, como «bárbaros», «supersticiosos» e «idólatras» y, en especial, como una fuerza que ha excedido las fronteras espaciales y simbólicas que les corresponden en el ordenamiento y planificación de la ciudad letrada y, en esa medida, constituyen una amenaza social y política. Es recurrente la alusión de la crítica a la pasión del sabio mexicano por el pasado amerindio y por su historia cultural y material, por lo cual ha resultado inquietante este modo de representar a los indios mexicanos, protagonistas de la insurrección del 92 pero también sujetos de interés en varios de sus textos. Sin embargo, esta retórica de alteridad que se estructura en Alboroto a partir de oposiciones binarias y que se despliega en la consiguiente atribución de «barbarie», «trasgresión» y «caos» sobre los indios, no se limita a esta obra sino que atraviesa el discurso literario del sabio. Ejemplo de ello es la declaración hecha por el escritor en su prólogo al Paraíso occidental (1684), referenciada por el mismo Leonard a propósito de la demonización del pulque, concebido por Sigüenza como causa, no sólo de la insurrección mexicana, sino de características indígenas como «la idolatría, robos, asesinatos, sacrilegios, sodomía, incestos y otras grandes abominaciones» (Leonard, 1984b:130). Dicho en otros términos, es más acertado plantear que el interés del sabio por ese pasado amerindio se sustentaba en una concepción del indio como artefacto cultural, como objeto de curiosidad arqueológica para un científico y coleccionista y no como sujetos históricos.

Al analizar los diferentes escenarios y articulaciones discursivas en los cuales emerge la tropología caníbal durante los siglos XVl y XVll, Carlos Jáuregui señala la presencia de relaciones de continuidad y de contigüidad inscritas en la retórica de la alteridad del Nuevo Mundo:

Las relaciones de continuidad (de lo europeo cristiano) en el Nuevo Mundo implican un proceso de identificación relativa. La alteridad se marca pero se da un paso a la similitud: el otro (con minúsculas) es una particularidad de lo continuo y universal, de la humanidad, de la cristiandad, del Imperio. Las relaciones de contigüidad, por el contrario, definen al Otro (con mayúsculas) como limítrofe; su alteridad es irreductible y amenazante (Jáuregui, 2003:200).

Relaciones que, como afirma Jáuregui apoyado en los planteamientos de Hyden White (véase "The noble savage: theme as a fetish"), condujeron tanto a la praxis evangelizadora como a la del exterminio. De acuerdo con Jáuregui, hacia la mitad de la década de 1530, los claros indicios de permanencia de prácticas idolátricas encubiertas en ritos cristianos fueron causa de frustración y gran pesimismo con respecto al proceso evangelizador en la Nueva España y motivaron la escritura de textos «etnográficos» de franciscanos, dominicos y jesuitas, orientados a la traducción (translatio) de ese Otro y a su conversión mediante la erradicación de supersticiones y ceremonias. Conversión imaginada como labor esencial para librar la batalla cósmica entre Dios y el Diablo, fundada en variaciones de la concepción teológica del demonio, la idolatría o el pecado, y particularmente en la frustrante empresa evangelizadora y en la lectura contrarreformista de la diferencia religiosa11. No sólo la traducción de la alteridad fracasa entonces, según Jáuregui, debido a su «irreductibilidad» y «suplementariedad contaminante» sino que «persiste de diversas maneras que van desde la resistencia abierta hasta la ocultación, la mimesis y la mezcla sincrética» (Jáuregui, 2003:200). Según Jáuregui, la ansiedad que se expresa en los escritos de Toribio de Motolinía (1495?-1569), Bernardino de Sahagún (1499?-1590), Diego Durán (1537?-1588?) y de historiadores como José de Acosta (1540-1600) en torno a la impureza de la fe del Otro, no se funda en la percepción de una hibridez derivada de la praxis y discursos coloniales, ni en la percepción de la mismidad en el Otro (mímica). La ansiedad se engendra en la mimesis, «en la idea de que lo mexica se esconde bajo la apariencia engañosa de lo cristiano (el Otro se oculta en la semejanza)» (Jáuregui, 2003:200), en el Otro enmascarado.

Desde mi perspectiva, el episodio que narra el accidental hallazgo de las figurillas sacrificiales en el puente de la acequia, supera lo puramente anecdótico y el carácter contingente de su inclusión en el texto. La explícita asociación del lugar y el material cultural encontrado, con la derrota militar de Cortés en la célebre «noche triste» de 1519, sumadas a la descripción detallada del material y la propia exégesis del letrado criollo, revela la importancia del pasaje textual e ilumina en parte el telos de la relación escrita por Sigüenza a su superior. Kathleen Ross ha propuesto una lectura de Alboroto que articula la Segunda Carta de relación de Cortés como subtexto del escrito de Sigüenza. La autora hace referencia al episodio de excavación en la acequia y expresa sorpresa ante la explícita identificación del escritor con lo español, dado que otros textos suyos mostraban «un americanismo ya muy desarrollado» (Ross, 1988:184). Plantea entonces que la narración del alboroto mexicano tiene como propósito recrear la historia de Cortés, revitalizar al personaje como símbolo de fuerza y poder y, con ello, reescribir la historia de Sigüenza en correspondencia con la del conquistador, para instituirse, por medio de la identificación, como héroe letrado, como aquel que salva los archivos y la historia escrita de los conquistadores. Ross alude tangencialmente a la virulenta descripción de los indios contenida en la carta de Sigüenza y, sin embargo, para la crítica no parece haber relación entre el fragmento que retoma en su análisis y la representación de los indios hecha por el letrado.

El fragmento del informe sugiere, en mi opinión, una puesta en evidencia —desde una voz autorizada en el dispositivo presencial y en su privilegio epistemológico— de la continuidad de prácticas idolátricas coexistentes con el catolicismo impuesto por la praxis evangelizadora y, en últimas, de la Otredad colonial. Asunto que se expresa en diferentes momentos del texto a través de la re-producción de Sigüenza (o traducción) de las múltiples consignas con las que la «plebe» enardecida profesaba su devoción a la virgen y lealtad al rey, al tiempo que declaraba la muerte a los españoles: «No se oía otra cosa en toda la plaza sino —¡Viva el Santísimo sacramento! ¡Viva la virgen del Rosario! ¡Viva el Rey! […] Pero a cada una de estas exclamaciones (si acaso no eran contraseñas para conocerse) añadían —¡Muera el virrey! ¡Muera la virreina! ¡Muera el corregidor!» (Sigüenza, 1984:126-127). Las figurillas y trastes encontrados, que en sí mismos constituían objeto cultural de interés para Sigüenza, son interpretados por el sabio como signo ritual ancestral de los indios pero conectado con una derrota histórica fundamental para España. Y además como signo cuya práctica reciente, por una parte, evidencia la potencial amenaza que se cierne sobre españoles y criollos tanto en el presente histórico del texto como a futuro; y, por otra, se convierte en explicación a posteriori —como el pulque— de la revuelta indiana.

La inclusión de este pasaje sirve en la relación de Sigüenza como herramienta retórica que evoca y reaviva un imaginario colonial con respecto a ese Otro limítrofe al que alude Jáuregui. Imaginario anclado en la memoria histórica, construido y fijado en la letra ya por historiografías del siglo XVl, algunas de las cuales son fuentes directas citadas por el escritor criollo en su texto Teatro de las virtudes políticas (1680), como las de Joseph de Acosta (1590) y Bernal Díaz del Castillo12 (Véase las referencias en Teatro de las virtudes, en la edición Seis obras). En esa representación del Otro, que se apoya en un evento aparentemente fortuito —el hallazgo arqueológico–etnográfico de la acequia— e instituido como «prueba» de verdad, Sigüenza reinscribe los referentes historiográficos de idolatría y demonología asignados al indio americano y los articula con la idea de la permanencia de un remanente ancestral de «barbarie» y resistencia —pues el que resiste es siempre un Otro— que impide su completa sujeción y constituye una amenaza al orden colonial, a la supuesta estabilidad del virreinato. Aquella masa de gente amotinada que afirma a gritos su fe católica y una sujeción voluntaria al rey como cabeza del Imperio, es decir, aquellos «revoltosos» encubiertos en la semejanza religiosa y en el fiel vasallaje son, tras la lente de Sigüenza, los mismos que en medio de la crisis están dispuestos —y lo estarán en adelante— a cortarle la cabeza a los españoles y criollos en el corazón mismo de la ciudad letrada. Como afirma Jáuregui, «No hay espacio epistemológico más terrible que el de la semejanza. Pero si además el Otro, gracias al cual nos reconocemos, se pone nuestro rostro para resistir la reducción, estamos en el terreno del horror» (Jáuregui, 2003:201).

El horror que se expresa en el discurso de Sigüenza está estrechamente asociado al control territorial y político. Los corsarios, viejos enemigos externos del Imperio, no representan una amenaza en el momento de la escritura de Alboroto, asunto que queda inscrito en el texto con un tono victorioso y como gesto de su hiperbólica adulación al virrey. El «enemigo» del orden colonial novohispano se halla amotinado en su centro mismo —en la Alhóndiga, en el Palacio Real, en la Casa de la Moneda, en las casas del Ayuntamiento, en la plaza— listo para derrocar al virrey, quemar el palacio y, sobre todo, recuperar su territorio y restaurar su poder:

¿Quién podrá decir con toda verdad los discursos que gastarían los indios toda la noche? Creo que […] hacerse señores de la ciudad y robarlo todo […] sin tener otras armas para conseguir tan disparatada y monstruosa empresa sino las del desprecio por su propia vida que les da el pulque y la advertencia del culpabilísimo descuido con que vivimos entre tanta plebe, al mismo tiempo que presumimos de formidables. ¡Ojala no se hubiera verificado […] esta verdad, y ojala quiera Dios abrirnos los ojos o cerrarle los suyos de aquí en adelante! (Sigüenza, 1984:119-120; énfasis mío).

Sigüenza, como sujeto periférico pero vinculado a la corona y provisto del poder otorgado en la sociedad barroca a la palabra escrita, llama la atención de las autoridades coloniales, simbolizadas por el almirante Andrés de Pez, para señalar el peligro que supone dejar desprotegida a la colonia, para indicar la vulnerabilidad interna de ese orden. El texto de Sigüenza habla de la imperiosa necesidad de sujetar, de imponer el orden, de recobrar el control de ese poderoso centro urbano y mantener «encausada» —en su lugar— a esa «turbulenta» masa siempre «desconocida» y «revoltosa» que, como las lluvias del desastre, ya anda por todos lados sin que nadie lo impida. De allí las alusiones a Hernán Cortés, la nostálgica evocación del conquistador como representación del Imperio en su dimensión militar, de su capacidad de imponer el orden, de someter y sujetar a los indios mexicas. De allí la paranoia representada en las estatuillas manchadas con sangre sacrificial como signo del odio indígena hacia lo español desde tiempos del conquistador y como advertencia presente amenazante contra ese «nosotros» que comprende a españoles y criollos, justo en el momento histórico en que «no había un Cortés que los sujetase» (Sigüenza, 1984:123). De allí la descripción, casi angustiada, del avance de la «plebe», del progreso del incendio y el desastre. Tanto el gesto de invocación al conquistador como la insistencia en la diferencia del Otro interno sugieren la evocación de la imagen de lo mexica oculto en los indios.

La falsa modestia empleada por Sigüenza en Alboroto, muestra el obsesivo interés del escritor por inscribir sus propios reclamos como «agencia criolla», interpelación recurrente a las autoridades virreinales mediada por el gesto y la letra en la búsqueda de un reconocimiento en términos sociales, políticos y económicos: «excusaré desde aquí para lo de adelante referirme […] a lo que, sin hacer refleja a mi estado, hice espontánea y graciosamente, y sin mirar al premio […] por mi industria se le quitaron al fuego de entre las manos […] tribunales enteros y de la ciudad su mejor archivo» (Sigüenza, 1984:130). La auto-representación de Sigüenza como héroe letrado puede pensarse en dos direcciones. El escritor exhibe su gesto como salvador y salvaguarda del mejor archivo de la ciudad o de la ciudad letrada novohispana, esmerándose además por que quede en la memoria como un presente histórico: «Mientras se va quemando el palacio, voy yo a otra cosa» (Sigüenza, 1984:130). Su gesto implica el rescate de la palabra escrita; con el rescate de la palabra, el de la historia; y con el de la historia, el de la «civilización». No obstante, dicho gesto está rodeado de la detallada relación del amotinamiento y de una densa representación de los indios mexicanos como gestores de esta dinámica contra-hegemónica. El gesto es revelador, como sugiere Rabasa, del profundo miedo a la insurrección de los indios mexicanos, a su «irracionalidad», y del odio racial hacia ellos (Rabasa, 1994:259, 262).

Es importante recordar que los letrados, en tanto «dueños de la letra», no sólo sirven al poder sino que son dueños de un poder (Rama, 2002:30-31). En el medio de la ciudad barroca los letrados son productores de modelos culturales e ideológicos, el gesto escriturario de Sigüenza apunta en esa dirección. «Quiera Dios abrirnos los ojos» (Sigüenza, 1984:120), dice Sigüenza, apelando constantemente a la autoridad de su escrito a diferencia de otras versiones que «otros habrán escrito con no tan individuales y ciertas noticias» (Sigüenza, 1984:135) y reclamando la re-imposición del orden y de la fuerza. Su versión del amotinamiento fue leída, sirvió a las autoridades virreinales para la toma de medidas y fue dada por cierta por más de tres siglos. Irving A. Leonard —quien parece haber tenido pocas dudas sobre la «transparencia» de la lente del letrado criollo— señala que con el propósito de prevenir futuros disturbios en la ciudad de México, además de la persecución y los diversos castigos impuestos para hacer «justicia» contra las «fechorías» de los insurrectos, el virrey estimó conveniente reestablecer la antigua disposición urbano/jerárquica propuesta por Cortés. En consecuencia, el 21 de julio de 1692 el Conde de Galve expidió un decreto mediante el cual se prohibía a los indios vivir en el centro de la capital y se les obligaba a ocupar algunos barrios explícitamente asignados a ellos (Leonard, 1984b:144-145).

l orden es reestablecido entonces en la ciudad letrada novohispana no sólo mediante la distribución gratuita de trigo y maíz y los posteriores encarcelamientos, destierros, torturas y ejecuciones públicas, sino también, a través de la re-colocación de los indios en el lugar asignado por el poder virreinal. Sigüenza habla en Alboroto de un indio distinto del «indio artefacto», habla de ese Otro interno que es siempre ajeno, con el que no hay identificación alguna. Habla también de su lugar en esa sociedad barroca; de un ego ambivalente que se adhiere al telos imperial y que se sirve de alianzas estratégicas para consolidar su posición como criollo hacia el interior del orden político y social de la Corte, con el fin último de obtener beneficios personales, y de inscribir el siempre conflictivo ego en el no menos conflictivo texto hegemónico del imperio.


1 Este artículo es producto de la investigación realizada por la autora en Vanderbilt University sobre literatura colonial en el marco de sus estudios posgraduados.

2 Estudiante de Doctorado en Literatura hispanoamericana. Minor en Antropología. Department of Spanish and Portuguese, Vanderbilt University, MA en Literatura hispanoamericana. Vanderbilt University. Maestría en Literatura Colombiana. Facultad de Comunicaciones, Universidad de Antioquia. Antropóloga del Departamento de Antropología, Universidad de Antioquia.

3 Department of Spanish and Portuguese.

4 El fragmento citado hace parte de uno de los para-textos que preceden la obra Infortunios de Alonso Ramírez (1690). En él, el Licenciado Don Francisco de Ayerra Santa María—Capellán del Convento Real de Jesús María—aprueba la obra de Sigüenza y Góngora al tiempo que alaba la calidad de su escritura, afirmando su autoridad como sabio y su capacidad de convertir un testimonio (memoria puramente individual) en escritura, concebida como forma privilegiada de conservación de la historia e instrumento de enseñanza. En este sentido y como instrumento retórico, el capellán recurre a las palabras de Job reproducidas en el epígrafe (Sigüenza, 2003:18).

5 Alboroto y Motín fue escrito por Sigüenza en 1692 y publicado por Irving A. Leonard en 1932. Esta publicación incluía, según anota William G. Bryant, numerosas notas y siete documentos inéditos sobre el famoso motín de 1692. En general, la crítica atribuye a Leonard la publicación inicial de la obra, sin embargo, en una nota de la edición de Bryant se alude al planteamiento de Cayetano de Cabrera y Quintero según el cual el texto/carta/relación de Sigüenza habría sido publicado en 1693. Sin embargo, no existe una edición que lo confirme (Bryant, 1984:141).

6 La «cohesión política» en el Barroco novohispano, especialmente en las dos últimas décadas del XVII, aparece más como deseo —permanente frustración y fuente de queja— que como una realidad social, política y cultural. Los conflictos por el poder local y pugnas entre Órdenes religiosas, la desarticulación administrativa, los conflictos de intereses, el asedio de la piratería y las dificultades por controlarla, la crisis fiscal, los problemas de comunicación y la presencia amenazante del «enemigo interno» insurrecto e incontenible, son algunos de los elementos que evidencian el deseo frustrado y ponen de presente la fuerte disgregación social, política y cultural.

7 Según Rama, en el centro de cada ciudad barroca —sueño del orden— siempre hubo una ciudad letrada que rigió y condujo a aquella. La ciudad letrada estaba integrada por una pléyade de funcionarios, burócratas e intelectuales vinculados a las funciones de poder, «componía el anillo protector del poder y el ejecutor de sus órdenes» (Rama, 2002:25).

8 El eventual uso del término durante los siglos XVI y XVII se inscribe dentro del uso latino original, en el contexto romano (Mazzotti, 2000:8).

9 Si bien Maravall señala esta característica particular con relación al teatro del barroco peninsular, es pertinente aplicar su noción estamental a la obra de Siguenza y Góngora, dado que en su obra, al igual que en el teatro barroco y en relación a sus contenidos sociales e ideológicos, puede ser concebida como: «unos estratos superpuestos de abajo a arriba, al modo de la tradicional sociedad por estamentos, cada uno con función, patrimonio, saber, virtudes, que corresponden al puesto social que lo define y se trasmiten por la sangre. En la aceptación de los canales de estratificación así constituidos y en la sumisión a su ordenado movimiento interno, están las posibilidades, siempre individualmente alcanzables, de ascensión. Y en la potestad irresistible, suprema, del rey, se reconoce por todos el resorte para restablecer el orden, cuando la violenta acción singular de alguno de los a él sujetos lo quebranta» (Maravall, 1972:134).

10 En un texto titulado «Sobre la autoridad etnográfica» publicado en El surgimiento de la antropología posmoderna, James Clifford hace un rastreo genealógico del surgimiento de lo que se ha nombrado como «autoridad etnográfica» en la antropología. En dicho texto Clifford afirma que «la etnografía está, desde el principio hasta el fin, atrapada en la red de la escritura. Esta escritura incluye, mínimamente, una traducción de la experiencia a una forma textual. Este proceso está complicado por la acción de múltiples subjetividades y de constricciones políticas que se encuentran más allá del control del escritor. En respuesta a estas fuerzas, la escritura etnográfica pone en juego una estrategia de autoridad específica». Estrategia que ha involucrado, según el autor, la pretensión —no cuestionada— de verdad (Clifford, 1991:144-145).

11 Como anota Jáuregui, en el paso de una concepción medieval de los siete pecados capitales a la de los diez mandamientos se instituyó la idolatría como el pecado primordial contra Dios y su asociación con el diabolismo (Jáuregui, 2003:221). La demonología tiene su momento «estelar» en el Siglo XVI.

12 Según Walter Mignolo, la Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España fue escrita por Bernal Díaz después de 1568, pero se publica en el siglo XVll (Mignolo, 2002:105).


 

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