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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.9 Bogotá July/Dec. 2008

 

Revisando fragmentos del «archivo» conceptual latinoamericano a fines del siglo XX1

Reviewing Fragments of the Latin American Conceptual "Archive" at the End of the 20th Century

Revisando fragmentos do «arquivo» conceitual latino-americano no final do século XX

 

ZULMA PALERMO2

Universidad Nacional de Salta, Argentina palermo@unsa.edu.ar

Recibido: enero 30 de 2008 Aceptado: junio 23 de 2008


Resumen

La propuesta de un pensamiento decolonial reclama la generación crítica de una genealogía des-prendida del poder colonial. En esa búsqueda, el artículo propone un recorrido por algunas de las categorías explicativas circulantes en el discurso académico latinoamericano en el momento de la emergencia de los cambios paradigmáticos con deuda posmoderna. La discusión con ellos no queda cerrada, sino que se abre a su posible productividad en la generación de una epistemología otra.

Palabras clave: decolonialidad, transculturación, hibridez, posoccidentaslismo, heterogeneidad.


Abstract

The proposal of decolonial thought requires the critical generation of a genealogy detached from colonial power. In this search, the article proposes an excursion through some of the circulating explanatory categories of the Latin American academic discourse at the moment of the emergence of paradigmatic changes with postmodern debt. This discussion does not remain closed, but instead opens up to a possible productivity for the generation of a different epistemology.

Key words: decoloniality, transculturation, hybridity, post-occidentalism, heterogeneity


Resumo

A proposta de um pensamento descolonial propõe a formação crítica de uma genealogia desprendida do poder colonial. Nessa busca, o artigo propõe um percurso por algumas das categorias explicativas circulantes no discurso acadêmico latino-americano e no momento da emergência das mudanças paradigmáticas com dívida pós-moderna. A discussão com eles não fica encerrada, mas sim se abre a uma possível produtividade na criação de outra epistemologia.

Palavras chave: descolonização, transculturação, hibridez, pós-ocidentalismo, heterogeneidade.


Quizá estemos en una reedición del panamericanismo que intentaba obliterar el «nuestro americanismo» de Martí, pues se trata de la propuesta de una integración regional más preocupada del fortalecimiento de bloques económicos en Europa y Asia que de los intereses latinoamericanos. El debate sigue abierto.

Hugo Achúgar (1998:284)

En los últimos tramos del siglo XX se han puesto en circulación en el discurso académico un número importante de categorías explicativas en el amplio campo de las disciplinas sociales y de las humanidades, todas ellas orientadas a abrir perspectivas nuevas para la comprensión de los fenómenos sociales. Las seleccionadas para este recorrido tienen en común su finalidad alternativa y su radicación en distintos discursos disciplinares; al transitar por ellas se hace visible el esfuerzo, no siempre exitoso, de alcanzarla. Propongo seguir el giro de estas reflexiones partiendo del enunciado del epígrafe con el que el crítico uruguayo cierra un artículo marcadamente polémico ante los postulados poscoloniales emergentes desde fines del siglo XX con el propósito de dar continuidad a un debate necesario para la desarticulación de la colonialidad, sin dejarse atrapar por las posibles trampas de nuevas formas de colonización intelectual y en el que se hacen escuchar múltiples voces.

En efecto, una de las cuestiones que produjo mayores debates en los últimos años es la puesta en duda, por parte de muchos estudiosos latinoamericanos radicados en sus lugares de origen, acerca de la legitimidad de las teorías que se proponen desde las academias centrales –y muy en particular en los discursos de la posmodernidad en sus amplias constelaciones– sobre el funcionamiento de las culturas en Sudamérica. Tal posición se sostiene en la desconfianza hacia posibles nuevas estrategias de colonización intelectual que se considera que acompañan –conscientemente o no– a las políticas de globalización desarrolladas por las formas actuales del poder al transferir una vez más sus paradigmas a la academia latinoamericana, cuyas posibilidades no sólo son distintas, sino que ya habían generado este tipo de problematizaciones similares desde tiempos muy anteriores al de este cambio de paradigma.

Un rápido recorrido a través de la producción efectuada por el pensamiento crítico de Sudamérica se pone en el lugar de enunciación que busca pensarse a sí mismo desde la alteridad, generando discursos de resistencia al hegemónico y buscando su identidad más allá del sujeto construido por la modernidad. Antonio Cornejo Polar (1994: 21) lo destaca:

[...] no sé si la afirmación del sujeto heterogéneo implica una predicación pre o posmoderna, pero en cualquier caso no deja de ser curioso, y ciertamente incómodo, que se entrecruce tan a destiempo una experiencia que viene de siglos, que tiene su origen en la opresión colonizadora y que lenta, lentísimamente, hemos venido procesando hasta dar con la imagen de un sujeto que no le teme a su pluralidad multivalente, que se entrecruce –digo– con las inquietudes más o menos sofisticadas de intelectuales metropolitanos también dispuestos a acabar con la ilustrada superstición del sujeto homogéneo.

Por ello, y contra el olvido de la génesis como amenaza planteada por el discurso y las prácticas críticas que se han sostenido en América Latina desde los aparatos académicos, el trabajo del intelectual latinoamericano –si quiere ser ético– se ve impelido a centrarse en la reconstrucción de la historia olvidada o censurada que se perpetúa en las formas de pensamiento ahistóricas. Es éste un camino para pensar más allá de la cultura cosificada, armada para el consumo; un proyecto para entenderla como una construcción de las sociedades, todas ellas marcadas por diferentes recorridos, es decir, por sus diferencias. Se trata del intento de pensar en la diversa formación de sus subjetividades por oposición a la proclamación de la «muerte del sujeto».

Venimos insistiendo en que la crítica cultural latinoamericana se encuentra en este camino desde hace casi un siglo y que para ello recurrió a los desarrollos realizados por filósofos e historiadores de las ideas de su mismo espacio cultural buscando reescribir, volver a interpretar, su propia memoria. En este movimiento de búsqueda de autonomía, marcada por los pioneros de la primera década del siglo XX, es válido preguntarse si es productivo asumir el discurso que anuncia la muerte de la historia, de los relatos, de las ideologías, cuando el encuentro crítico con el pasado es capital para la formación de las culturas en los procesos de reproducción y transformación que las mantiene activas.

Es en este contexto que el aserto de Cornejo Polar sobre la pre o posmodernidad de las conceptualizaciones y categorizaciones con las que se inviste a las prácticas culturales de América Latina se vuelve significativo, ya que se hace necesario «des-cubrir» la heterogeneidad latinoamericana enmascarada por la episteme única detrás de un simulacro de homogeneidad pues no es una instancia que viene a descubrirnos la propuesta posmoderna, posestrusturalista, posmarxista, poscolonial sino que es inveteradamente la preocupación del pensamiento crítico de ese espacio.

Las variaciones que a continuación se proponen emergen desde esta localización y pretenden, a la vez que discutir con algunos de los principios y categorías fuertes de alto impacto en los espacios académicos –hibridación, subalternidad, multiculturalidad, polifonía– proponer algunas alternativas.

1. Los mismos rostros, distintas máscaras

Plantear en nuestros días la especificidad latinoamericana de las prácticas teóricas que giran alrededor del pensamiento de la diferencia implica poder realizar una adecuada crítica a la modernidad y a su proyecto –como venimos insistiendo– para poner en el centro mismo de los estudios literarios y culturales las cuestiones propias de la heterogeneidad, de la heteroglosia constitutiva del sujeto que las hace posibles (Cornejo Polar, 1994). Esta visión de los estudios latinoamericanos se constituyó en una crítica de la cultura de carácter interdisciplinario que modela una concepción de la sociedad y sus sistemas reguladores manteniendo una posición crítica ante los cultural studies.

Tal actitud crítica posibilita pensar que los cultural studies que se vienen concretando sobre/en el área latinoamericana pueden significar, otra vez, la adopción y reproducción de un modelo colonizador. Los estudios culturales ofrecen a los investigadores de las producciones sociales un importante abanico de transformaciones que van desde la ampliación de los objetos de estudio hasta la transformación metodológica con abordajes transdisciplinarios: desde la adscripción a nuevas confrontaciones epistemológicas –constructivismo vs conductismo tal como piensa García Canclini–, hasta la desnacionalización, la desterritorialización de la cultura como objeto de estudio. Es el forzoso desplazamiento desde las humanidades hacia las ciencias sociales ocurrido en el siglo XX y, al mismo tiempo, un retorno a las opciones hermenéuticas que caracterizan a las humanidades. Pero, y en no menor medida, es el lugar de enunciación que hace posible la supervivencia de los académicos que ven, una vez más, amenazado su espacio por la «devaluación» de estas disciplinas en el mercado institucional.

Son precisamente sus aportes, uno de cuyos pilares de sostén es el relativismo cultural, los que incitan a pensar en las condiciones de producción crítica y teórica en América Latina en su proyección histórica. En efecto, los «hallazgos» del culturalismo ofrecen respuestas para la conflictividad de las culturas dependientes; sin embargo, para la academia central y sus intelectuales, es posible que se trate de la asunción más bien reciente de las contradicciones devenidas de la complejidad social metropolitana y de la postergada aceptación de que las prácticas académicas funcionan también como actos políticos. En cambio, para el pensamiento crítico latinoamericano el factor político fue rector desde el siglo XIX.

La cuestión central para los cultural studies resulta ser la búsqueda de redefinición de los nuevos modos de representación, dando origen a una celebración de la hibridez, el nomadismo y la diferencia. Por esta vía, unos pocos estudiosos latinoamericanos de la cultura –convalidados por la academia internacional– intervienen con la formulación analítico-interpretativa de un campo de producción de objetos culturales «híbridos» para lo cual operan bajo el supuesto según el cual la globalización cultural es un hecho irreversible que sólo puede controlarse por procesos de reapropiación local y de «mezcla» de objetos, prácticas y tecnologías.

De hibridaciones y subalternidades

Una de las preocupaciones centrales del trabajo académico en nuestros días es la búsqueda de redefinición de los actuales modos de representación social moldeados por la imagen estructurada y canalizada a través de los medios, en particular el televisivo y el cibernético. «Se trata de formas de incorporación de las representaciones del mundo y del sí mismo mediatizadas fundamentalmente por dos dispositivos: la fragmentación y el flujo» (Martín-Barbero y Herlinghaus, 2000:69-75). El primero refiere a la privatización de la experiencia y a la reorganización de la esfera pública, a la vez que propone una significativa modificación de la relación entre lo privado y lo íntimo3. El segundo articula con aquél, desde las rupturas narrativas, por un radical cambio de las organizaciones de percepción: no las imágenes en sucesión sino el flujo inarticulado de espacios yuxtapuestos; no el tiempo del relato sino la superposición de «figuras»; no las relaciones sintagmáticas, sino las series paradigmáticas in praesentia. El análisis de estas formas de expresiones y de autorepresentación social son el resultado de esas nuevas formas de representación que responden a la condición paradójica y potencialmente productiva de estar situado entre dos o más terrenos, lo que borraría separaciones jerárquicas, como un síntoma de la tendencia histórica hacia la hibridación de las culturas.

Esta construcción se ha tornado tal vez lábil en exceso, afectado por las «migraciones» entre disciplinas, tal como lo señala acertadamente Cornejo Polar: «No hace mucho Fernández Retamar alertó contra los peligros implícitos en la utilización de categorías provenientes de otros ámbitos a los campos culturales y literarios. El préstamo metafórico y/o metonímico puede conducir a confusiones sin cuento [...]» (1998:7). Entiendo que ésta es la situación en la que la categoría ha terminado por fijarse casi como mera nomenclatura que designa fenómenos de muy diverso tipo4. Se trata de un campo tan amplio que parecería pueden incluirse en él, aunque diferenciándose, otras categorías explicativas en circulación: «mestizaje», «transculturación», «sincretismo», «antropofagia»...:

Se encontrarán ocasionales menciones de los términos sincretismo, mestizaje y otros, empleados para designar procesos de hibridación. Prefiero este último porque abarca diversas mezclas interculturales –no sólo a las raciales a las que suele limitarse «mestizaje» – y porque permite incluir las formas modernas de hibridación mejor que «sincretismo», fórmula referida casi siempre a fusiones religiosas o de movimientos simbólicos tradicionales (García Canclini, 1989:15).5

En su acepción biológica –campo del que se toma el préstamo– se trata del resultado de un cruce genético de dos líneas «puras» que «supera» a ambas en algún sentido. A su vez, el híbrido al reproducirse genera productos «normales», es decir, sin el rasgo de «novedad superadora», de la «diferencia» que lo caracteriza. Al pasar al campo de la disciplinas sociales se producen una serie de mutaciones que, a su vez, «hibridizan» la misma categoría. Podría pensarse que toda la crítica cultural latinoamericana es un «producto híbrido» y que toda cultura lo es por antonomasia. Tal como lo propone García Canclini siguiendo esta línea de sentido, la mezcla de lo viejo y lo nuevo, de la producción tradicional con la supertecnología produciría la superación de las viejas dicotomías, la borradura de todas las contradicciones sociales de América Latina. Sin embargo se advierte –como observa Larsen con perspicacia– la imposibilidad para concretar tal superación pues, debajo de la seducción del discurso posmoderno, se plantea una nueva «verdad», otro «superparadigma» como aquellos con los que discute y a los que descalifica porque no tienen en cuenta «[...] en las descripciones procesos ambigüos de interpenetración y mezcla, en que los movimientos simbólicos de diversas clases engendran otros procesos que no se dejan ordenar bajo las clasificaciones de hegemónico y subalterno, de moderno y tradicional» (G. Canclini, 1989:255).

Acá se plantean algunas cuestiones insoslayables desde el punto de vista teórico para la comprensión de las prácticas: queda claro que lo que la categoría propone es una caracterización del producto y su consumo, más que el proceso de producción social concretado en objetos culturales. Que lo fundamental es la adecuación de la sociedad a los designios de la economía capitalista para salvar los baches de la modernidad, más que la búsqueda de mecanismos para la construcción de una sociedad más equilibrada. Esto parece sustancial pues es precisamente lo que diferencia más específicamente a esta categoría de la crítica cultural emergente de la teoría de la dependencia.

Estamos así en la encrucijada que me interesa profundizar: la articulación de la historia y la sociedad en la producción cultural; dicho de otro modo, las distintas mediaciones por las que la sociedad se entrama en los textos de la cultura. Y, al mismo tiempo, comprobar si la re-estructuración global, la transnacionalización de los productos culturales no sólo no es «universal» sino que en muchos espacios del continente (y seguramente del planeta) se siguen consolidando afirmaciones identitarias a pesar de las imposiciones del mercado internacional.

Existen abismales diferencias entre las comunidades culturales de espacios no inscriptos plenamente en el sistema-mundo, y aquellas desde las cuales el «modelo» de los estudios culturales se ha gestado. En las culturas centrales la cuestión pasa por las transformaciones que produce el rápido flujo de signos e imágenes a la textura de la vida cotidiana, por la incidencia de los medios de comunicación y de la tecnocultura en la que son canales imprescindibles el computador y, a través de él, los contactos interactivos, los sistemas virtuales, es decir, todo aquello que hace del medio, el mensaje y los usuarios una unidad cuasi cultural. Es más, tales tecnoculturas asociadas a las nuevas tecnologías generan sus propios patrones estéticos, sus héroes, nuevas formas de subjetividad, generalmente sin recurso a la memoria y sin diseño de porvenir.

La «hibridación» como resultado de estas manipulaciones puede ser plausible en situaciones metropolitanas atravesadas por alta tecnología –o en las del área que describe García Canclini por la fuerte incidencia de sus muy poderosos vecinos– pero no en capitales fronterizas con Bolivia o el norte de Chile como Salta o Jujuy en Argentina. Por otra parte, los espacios rurales (la Puna o los Valles Calchaquíes en esa misma circunscripción) se proponen como complejos abiertamente distintos y distantes, donde las subjetividades pueden articularse en la investigación a través de la indagación de los discursos y de la memoria social allí entramada, más que por el impacto en ellos de la tecnología y sus posibilidades de ingresar al mercado. Por lo tanto, los relatos, las prácticas de la vida cotidiana, los usos, las formas de intercambio y producción, los rituales y su significación en la vida social, son significantes de formas particulares (diferenciales) de habitar el mundo.

La incorporación de la diferencia implicaría que el conocimiento que el otro produce es valorado tanto como el propio; que no es percibido sólo como «distinto» y, por ende, como «interesante» desde una especie de «turismo» intelectual que se ve atraído por lo extraño, sino como una alternativa que puede llegar a producir «formas híbridas» de saber. Sin embargo es fácil constatar en los espacios académicos que tales procesos resultan utópicos ya que la cultura fuerte –por más de una obvia razón– tiende a imponerse sobre las débiles en este intercambio articulado sobre la base de fuertes desequilibrios históricos.

De allí, entonces, que las estrategias de hibridación se constituirían en aquellas por las que el contacto entre culturas, producido por efectos de la globalización de la información, generaría transformaciones recíprocas y, teóricamente, equitativas. Sin embargo, cabe preguntarse, una vez más con Cornejo Polar (1998), si la extendida y exitosa estrategia no se constituye en una nueva forma de enmascarar la mimesis intelectual, por un lado, y la conflictividad social por otro, tanto como lo fue el analgésico «mestizaje» aplicado como paños tibios sobre las heridas dejadas por la conquista, en manos de los «curadores» de la vapuleada modernidad sudcontinental6.

Los «subalternistas» por su parte, alineados en lo que se ha dado en llamar «postmarxismo» y partiendo de premisas similares, se encargan de establecer las diferencias que los separan con aquellos, fundándose particularmente en su propia responsabilidad política para la construcción del conocimiento, responsabilidad perdida por aquellos a causa de su institucionalización, de su conversión a una especie de «costumbrismo postmoderno» (Beberley, 1996:469). Mientras éstos articulan las humanidades y las ciencias sociales a las exigencias del capitalismo tardío, los estudios subalternos en cambio, como proyecto político, interpelan a los aparatos ideológicos de estado desde un socialismo ya desvinculado de la teleología moderna, buscando desorganizarla.

Como sabemos a partir del Manifiesto del grupo (1998), éste funda su propuesta en la línea abierta por Ranayit Guha (es decir, en la versión «sudasiática» con deuda gramsciana) y la amoldan para «estudiar» de otra manera la cultura latinoamericana:

Nuestro proyecto, conformado por un equipo de investigadores (pertenecientes universidades norteamericanas de elite) que quieren extraer de ciertos documentos y prácticas hegemónicas el mundo oral de los subalternos, es decir, la presencia estructural de un sujeto que los letrados no habíamos reconocido y que nos interpela para mostrarnos qué tanto estábamos equivocados, debe confrontarse con la resistencia del subalterno frente a las conceptualizaciones de le elite. No se trata, por lo tanto, de desarrollar nuevos métodos para estudiar al subalterno, nuevas y más eficaces formas de obtener información, sino de construir nuevas relaciones entre nosotros y aquellos seres humanos que tomamos como objeto de estudio. (Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, 1998: 98; énfasis agregado).

La extensión de la cita se justifica porque su formación discursiva da cuenta, casi sin mediaciones interpretativas, de la formación ideológica en la que se constituye: desde la asunción clara del propio lugar frente a la otredad irreductible, el «subalterno» es mirado desde fuera y desde una diferencia con la que se quiere dialogar –y no como un objeto al que se quiere «investigar»–7. No obstante, y a pesar de las buenas intenciones, para los que formamos parte de esta otra orilla, podría tratase de una forma más amistosa de «intervencionismo» desde las nuevas izquierdas. Por eso resulta válido preguntarse, desde el lugar del pensamiento de la sospecha que comparte el subalternismo, hasta qué punto no es una estrategia «naturalizada» por la cultura fuerte –más enmascarada, menos abiertamente «agresiva»– de generación de colonialismo intelectual pues el Otro (nosotros) vuelve a configurarse como «un objeto fosilizado de experimentación clínica» (Figueira, 2000).

Sin embargo, estas alternativas no pueden ser sin más rechazadas sino, al contrario, consideradas en su espesor y su potencialidad porque incitan a pensar en las condiciones de producción crítica y teórica desde América Latina en su proyección futura. Los estudios subalternos han sido la toma de posición más clara sobre el rol de la academia y de los intelectuales –como Aparato Ideológico de Estado– en el proyecto neoliberal, capaces de una auténtica actitud autocrítica. Han sido, por eso mismo, una línea de clara resistencia a la globalización y a la universalización del mercado, formas éstas «que han hecho un mejor trabajo que nosotros con respecto a la desjerarquización cultural» (Beberley, 2003:340), finalidad compartida por el Grupo de Estudios Subalternos y los Estudios Poscoloniales en la academia norteamericana.

Multiculturalidad / interculturalidad

Otro de los campos priviligiados por los cultural studies es el estudio la multiculturalidad. «La bibliografía especializada orienta ampliamente sobre este funcionamiento explicitando que, en los procesos de migración propios del escenario global, designa la articulación de diversas políticas identitarias con relativa independencia entre ellas como signo de democratización cultural» (Martín-Barbero y Herlinghaus, 2000). Del mismo modo, refiere al reconocimiento del flujo ininterrumpido de varias culturas en un mismo espacio, dando lugar a políticas poblacionales; se trata, por lo tanto, de la definición de formas relacionales entre grupos distintos que convergen simultáneamente en un mismo espacio. García Canclini (1989), por su parte, lleva su señalamiento al punto de identificar dos tipos de multiculturalismo: uno negativo, de corte esencialista nacionalista y fundamentalista vinculado a movimientos sociopolíticos y que define las identidades a partir de rasgos «biológicos y telúricos», y otro positivo, proveniente de la teorización académica producida por las ciencias sociales que las conciben desde los procesos de hibridación y transnacionalización. Esta posición extrema es invertida por otros estudiosos como Eduardo Grüner (2002:130) quien señala:

[...] el multiculturalismo promovido a veces por los estudios culturales [...] no es necesariamente una solución: en todo caso es el fetichismo inverso, o sea, la otra cara de lo Mismo que, de una manera ultrarrelativista, produce la bondad intrínseca del fragmento, sin referencia alguna a su lugar (no siempre «contingente») en la totalidad-modo de producción.

Es posible advertir hasta qué punto esta categoría viene en gran medida a recubrir los históricos conflictos interétnicos, particularmente en espacios metropolitanos con características poblacionales complejas, generando un espacio representacional del «otro» que intenta borrar la conflictividad propia de esos procesos sociales. Es decir, el dónde, para quién y para qué de la instauración de la categoría queda geopolíticamente localizado. Se trata de las «condiciones de producción» de los discursos teórico-explicativos, del «lugar de enunciación» de sus construcciones, del «dentro» o «fuera» de las sociedades y subjetividades en las que se opera o con las que se participa. Cuando se estudian las formas de interacción en las sociedades contemporáneas aparecen estos ordenamientos orientados a comprender la coexistencia y el flujo de varias culturas en un mismo lugar físico y se orientan a generar políticas que regulen esa complejidad. Es para estas formaciones hechas de entrecruzamientos y convergencias diversas que se acuña la noción de multiculturalismo. El término por sí mismo instala y hace visible una geopolítica del conocimiento que tiende a hacer desaparecer y a oscurecer las historias locales y autoriza un sentido «universal» de las sociedades multiculturales y del mundo multicultural

Otro es el campo que recubre la noción de interculturalidad, cuya circulación surge como localización de políticas alternativas y de resistencia en el seno de comunidades que buscan la constitución de sus subjetividades. En efecto, interculturalidad tiene una doble significación en América Latina; por un lado, designa los procesos de educación bilingüe, entendida ésta como

Un proceso social permanente, participativo, flexible, y dinámico que parte del derecho que tienen los pueblos indígenas a una identidad propia, a la libre expresión y al ejercicio de su pensamiento en el contexto de una sociedad plurinacional que respeta la identidad cultural de las diferentes nacionalidades y de sus genuinas expresiones. [...] es indígena porque parte de los intereses, necesidades y aspiraciones de las diversas nacionalidades indígenas...

[...] es intercultural en cuanto promueve la afirmación del educando en su propio universo social y conceptual y en tanto propugna la apropiación selectiva, crítica y reflexiva de elementos culturales de otras sociedades... [...] es bilingüe porque considera que en una sociedad multilingüe [...] se debe tener en cuenta las diversas formas de expresión existentes y en igualdad de condiciones [...] (Krainer, 1996:25-26).

Esta forma de plantear la cuestión se asimila a las que se promueven desde las políticas de los estados andinos que asumen la educación bilingüe como una de las formas más eficaces de inclusión y de absorción de las comunidades no blancas o no criollas pero sin modificar sus proyectos políticos y económicos8. Pareciera que se trata de la ejecución de reformas dentro del mismo aparato del proyecto global cuyos efectos sólo quedan atenuados, ya que la «igualdad de condiciones» que se propone como objetivo queda muy lejos de alcanzarse. Se trata, del mismo modo que el multiculturalismo, de un proyecto externo a las comunidades mismas.

Circula –con menos amplitud– otra concepción de interculturalidad que obedece, en cambio, a la emergencia desde el interior mismo de las comunidades de formas de articulación que incorporan la cuestión de la lengua sólo como una variable dentro de otras con las que configuran una profunda transformación estructural. Dicha transformación va mucho más allá del solo reconocimiento por el Estado de los derechos de las llamadas minorías, sino que busca intervenir en las decisiones políticas, económicas y jurídicas como integrantes responsables en paridad con todos los que hasta ahora lo integran. Se trata de dar forma legítima a la resistencia actual de los indígenas –y de los negros– y a sus construcciones de un proyecto social, cultural, político, ético y epistémico orientado a la descolonización y a la transformación. Más que el simple concepto de interrelación (o comunicación como generalmente se lo entiende) la interculturalidad señala y significa procesos de construcción de un conocimiento otro, de una práctica política otra, de un poder social (y estatal) otro, y de una sociedad otra.

Es por ello que, en contraste con las construcciones teóricas propuestas por la academia para ser aplicados a ciertos objetos o «casos» para el análisis, la interculturalidad9 es un concepto formulado y cargado de sentido principalmente por el movimiento indígena ecuatoriano, concepto al que este movimiento se refiere como «un principio ideológico». Como tal, esta configuración conceptual es por sí misma «otra», en primer lugar porque proviene de un movimiento étnico-social más que de una institución académica, luego porque refleja un pensamiento que no se basa en los legados coloniales eurocéntricos ni en las perspectivas de la modernidad y, finalmente, porque no se origina en los centros geopolíticos de producción del conocimiento académico, es decir, del norte global.

Por lo tanto, la interculturalidad forma parte de ese pensamiento «otro» que es construido desde el particular lugar político de enunciación del movimiento indígena pero también de otros grupos subalternos; un pensamiento que contrasta con aquel que encierra el concepto de multiculturalidad, la lógica y la significación de aquello que tiende a sostener los intereses hegemónicos. Además, esto es así precisamente porque es la dominancia de este último pensamiento la que lleva a que la interculturalidad y la multiculturalidad sean empleadas a menudo por el Estado y por los sectores blancos y criollos como términos sinónimos, que derivan más de las concepciones globales occidentales que de los movimientos sociohistóricos y de las demandas y propuestas de los grupos marginados.

2. De polifonías y heterogeneidades

Giramos ahora hacia otra de las nociones que, por su nivel de productividad, resulta altamente frecuentada por los análisis de las prácticas discursivas, la de «polifonía». Al incorporar en ella el funcionamiento discursivo de la alteridad, permite en gran medida dar validez a las formulaciones que serían propias de la «diferencia latinoamericana». Articularé su análisis a partir de algunos señalamientos de Antonio Cornejo Polar para quien las culturas latinoamericanas, entramadas en distintas textualidades, difícilmente puedan ser explicadas con suficiente pertinencia por el principio bajtiniano de la polifonía. La aserción del crítico peruano se sostiene en la ya reconocida complejidad de tales culturas como resultado de la conflictiva intersección de las formaciones discursivas de grandes conjuntos sociales ágrafos junto a los letrados, con relaciones inestables entre ellos, dando como resultado múltiples formas de interlocución inaprensibles desde una concepción letrada. Se buscará, entonces, comprender el fundamento que impulsa a Cornejo Polar para afirmar que el nivel de conflictividad de las formaciones sociales latinoamericanas «puede fragmentar la dicción y generar un dialogismo tan exacerbado que deja atrás, aunque la realice, la polifonía bajtiniana y toda suerte de impredecibles y volubles intertextualidades» (1994:17; énfasis agregado).

El estudio del funcionamiento de la categoría bajtiniana y su contraste con la de heterogeneidad postulada por Cornejo se realiza acá teniendo en cuenta que tanto las especulaciones de Bajtin como las del crítico peruano se efectúan a partir del funcionamiento del lenguaje en el corpus textual letrado con valor estético y que, para ambos, estos textos se definen como «actos lingüísticos» que mediatizan estéticamente la realidad desde una perspectiva socioideológica, con valor social10. Este lugar de enunciación compartido por ambos teóricos es el que lleva también a indagar en la participación directa o indirecta de la «cultura popular» entramada en particulares formas discursivas dentro de textos canonizados y –en el caso de Cornejo Polar– más allá de ellos.

La utilización extendida –después de Bajtin– de la noción de «polifonía» no suele tener en cuenta su procedencia disciplinar. Se descuida así una cuestión de relevancia: la relativa a los desplazamientos semánticos que se producen indefectiblemente con este tipo de circulación transdisciplinar. Una primera aproximación a la categoría acá puesta en análisis, desde esta perspectiva, obliga a retomar el derrotero del préstamo semántico y de sus avatares en las disímiles apropiaciones que el discurso crítico realizara a partir de la metáfora bajtiniana, con la necesaria consecuencia que implica el riesgo de la apropiación. El préstamo proveniente del universo del discurso musical –ya estudiado en sus particularidades por otras indagaciones (Malkusynski, 2002; López, 2004) – hace evidente los desplazamientos que se han venido produciendo y las resemantizaciones que generó. En el territorio de la música

Se entiende por polifonía la existencia de varias melodías superpuestas o simultáneas llevadas a cabo, cada una, por una "voz" o parte. En este sentido, se contrapone a la "monodia", es decir, al canto de una sola voz y, más específicamente, a la existencia de una sola melodía. En las composiciones polifónicas estas melodías intervienen con la misma importancia, sin jerarquías, y en eso se diferencia también de la melodía sostenida por acompañamiento armónico. Por lo tanto, los rasgos característicos de este tipo de composición musical son la existencia de voces –o melodías– en juego, superpuestas, simultáneas e interdependientes y sin predominio de la una sobre la otra (López, 2004:48-49).

El primer desplazamiento acontece, por lo tanto, en la escritura de Bajtin quien tiene absoluta conciencia de este procedimiento11 desde el momento en el que opera por una transposición de códigos; tal desplazamiento abre un nuevo territorio de significación dentro del funcionamiento del sistema literario pues permite, por un lado, señalar la diferencia sustancial entre dialogismo y monologismo en el funcionamiento de la enunciación lingüística a la vez que el principio de equilibrio, simetría e interdependencia discursiva entre los «varios yos íntegros en situación dialógica»12. Más aún, esos «yos íntegros» lo son en la medida en que forman parte de un mundo, una «realidad», una «materialidad histórica» que provee a cada discurso de un particular «valor social», de una formación social que entra en relación conflictiva con las otras, en un juego interdiscursivo.

Es precisamente el principio de dialogismo el que dio lugar a las elaboraciones kristevianas en dirección a la categoría de intertextualidad propuesta por ella y altamente difundida y utilizada, al punto de casi obliterar la de polifonía. Es este segundo desplazamiento de la metáfora lo que parece estar justificando la lectura de Cornejo Polar cuando establece una relación estrecha entre polifonía y «toda esa suerte de impredecibles y volubles intertextualidades». Malkusynski opina que en Bajtin

[...] donde la noción de intertextualidad no aparece jamás, la polifonía marca la particularidad de una producción de la narrativa novelesca, es decir de la interacción socio-estética de la producción literaria en condiciones sociales, económicas e históricas específicas. En Kristeva, por el contrario, lo polifónico designa la productividad del texto, es decir [...] los modos operatorios de las formas textuales en tanto éstas condensan, desplazan y/o sustituyen, desfasan, modifican y transforman otras textualidades/sujetos [...] (1984:4).

De este modo, la noción de polifonía queda ligada al funcionamiento dialógico del intercambio social, es decir, a la relación entre la palabra del sujeto que enuncia y la palabra del «otro» que, sin embargo, se encuentra siempre incluida en el propio discurso; se trata de la «bivocalidad», es decir, del cruce de dos voces, de dos «acentos» en un mismo enunciado. Más aún, este funcionamiento «entre» dos sujetos –yo y el otro plurales, sociales– se constituye con voces no necesariamente conciliadoras sino, al contrario, antagónicas, «contrapuntísticas», noción traslapada –una vez más– desde el territorio musicológico pero desplazada hacia el campo de sentido ideológico de la «lucha de clases», por lo que la noción de polifonía, en tanto diálogo social, deviene en una «lucha de voces discordantes» (Bubnova y Malkusynski, 1997).

Cornejo Polar (1994:17), a su vez, destaca que:

la construcción de estos discursos [andinos] delata su ubicación en mundos opuestos [o, simultáneamente] la existencia de zonas de alianzas, contactos y contaminaciones»; por ello es posible leer los textos «como espacios lingüísticos en los que se complementan, solapan, intersecan o contienden discursos de muy variada procedencia [...] de filiación socio-cultural disímil.

Nos encontramos así en el centro mismo de la noción de heterogeneidad acerca de la cual explicitan Bubnova y Malkusynski a propósito de Bajtin:

La polifonía remite a una concepción de la heterogeneidad en la producción cultural, en términos que hacen destacar la cohabitación y la circulación, no menos tensa, de múltiples conciencias/sujetos diversos, pero «equipolentes», en interacción dialógica entre ellos (1997:255).

Esta aserción abre, precisamente, el contacto fuerte entre el posicionamiento que se afirma a lo largo de la búsqueda crítica de Cornejo Polar y la metáfora bajtiniana. La noción de heterogeneidad en Cornejo se dirige tanto a la constitución de las subjetividades como a la de los discursos porque, precisamente, éstos mediatizan a aquellas. La heterogeneidad discursiva señala la puesta en funcionamiento de la conflictividad, emergente ésta de la contradicción nunca resuelta dentro de las formaciones sociales en el espacio cultural andino y, por extensión, latinoamericano13. La diferencia específica entre estas formas de heterogeneidad así localizadas de las que son propias de todas las culturas, se define por la oposición radical entre dos mundos -el occidental y el nativo- y por la perennidad de la resistencia del segundo a pesar de la histórica situación de colonialidad que lo estigmatiza:

La construcción de estos discursos (que se mueven contradictoriamente entre las culturas ágrafas y letradas) que por igual delatan su ubicación en mundos opuestos como la existencia de azarosas zonas de alianzas, contactos y contaminaciones, puede ser sometida a homogenizaciones monologantes que intentan englobar esa perturbadora variedad dentro de una voz autorial cerrada y poderosa (Cornejo Polar, 1994:17).

Si hay una identificación que se constata entre los desarrollos de ambas postulaciones es aquella que se sostiene en el principio de «la "socialidad" de la materia cultural» instalada en todo acto de comunicación, acto que excede el mero hecho de contacto para transformarse en la forma casi excluyente de vínculo vital entre las personas y entre los grupos y que se mediatiza en la comunicación estética. Simultáneamente, la asunción del acto de la enunciación como un acto ético que incluye siempre al referente, al «tercero», incorporado en la trama dialógica del intercambio, descarta toda posibilidad de asimilación de estos posicionamientos con las teorías más o menos textualistas devenidas de las nociones kristevianas. Para Kristeva, la complejidad conflictiva de lo social (construcciones polémicas de las subjetividades) queda reducida a la dimensión de contactos entre textos de diversas procedencias y localizados en distintas temporalidades, desplazando el funcionamiento interdiscursivo hacia el intertextual, para terminar en un simulacro de socialidad.

A ello se orienta otra de las advertencias de Cornejo Polar, esta vez acerca de los riesgos de la estetización (neutralización) de los problemas que aquejan a «lo real»: «[...] nada es tan burdamente pérfido como estetizar –o literarizar– una realidad minuciosa y radicalmente inhumana» (1994:22-23). Retornamos así, una vez más, a la cuestión de la socialidad de la palabra y a su funcionamiento discursivo en la totalidad del enunciado dentro y fuera de la producción artística y a ésta como una de las múltiples formas de su manifestación. Estamos planteando la cuestión de las «políticas de representación» como función lingüística de fuerte valor ético, cuestión clave para los estudios sociocríticos desde el momento en que –en términos bajtinianos– la palabra siempre recuerda o evoca la esfera de la praxis social donde fue acuñada.

Al concebir el funcionamiento textual como pluridiscursivo y al señalar la pluriacentuación o diversidad valorativa que ellos entrañan, ambos estudiosos van en contravía del monologismo de la voz autorial como verdad única14 y, al mismo tiempo, postulan la centralidad de la imagen de mundo que circula –aún contradictoriamente– en los discursos. De allí que se vuelva a plantear la cuestión de la representación (mimesis) por el juego mediador del lenguaje. Bajtin entiende que «la imitación [...] toma en serio lo imitado, se apropia de él, asimilando inmediatamente la palabra ajena» (Diccionario léxico de la teoría de Mijail Bajtin, 1996: 265), a la vez que insiste en que cada enunciador, cuya voz se re-produce en el texto, lleva consigo la esfera social de la que forma parte en su complejidad. En el caso de Cornejo Polar

[...] la mimesis no se enclaustra en su función re-presentativa de la realidad del mundo [...] en cuanto construcción discursiva de lo real; en la mimesis el sujeto se define en la misma medida en que propone como mundo objetivo un orden de cosas que evoca en términos de realidad independiente del sujeto y que, sin embargo, no existe más que como el sujeto la dice [...] No hay mimesis sin sujeto, pero no hay sujeto que se constituya al margen de los límites del mundo (1994:22).

Se trata de dos perspectivas complementarias: por un lado, la re-presentación textual discursiva de la palabra del otro sin la que el yo no es posible, apropiación que el texto estético realiza a través de distintos procedimientos; por otro, de la multiplicidad de re-presentaciones de mundo que cada voz incorpora a la pluridiscursividad textual. En ambos casos giramos alrededor de una concepción de lo social en los textos entendidos como

formas articuladas de pluralidad literaria latinoamericana, que en gran parte procede del desarrollo desigual de nuestra sociedades [...] En efecto, la perspectiva histórica obliga a considerar que, pese a la pluralidad real de nuestras literaturas, existe un nivel integrador concreto: el que deriva de la inserción de todos los sistemas y subsistemas en un solo curso histórico global (Cornejo Polar, 1982:48).

3. Lenguas del saber, migrancias, liminalidades

Las relaciones entre las distintas formaciones socioculturales son complejas, dispares; sin embargo, el discurso del conocimiento difícilmente sale de la esfera de las lenguas «de cultura» heredadas y hechas convenciones pues –como explicita Rama para instancias coloniales– forman parte de «un proyecto pensado» al cual debe plegarse la realidad, en este caso, el de la cultura posmoderna, el proyecto global del capitalismo tardío15. Tal proyecto que, en lo económico, implica una total centralización de la producción, la oferta y la demanda (los «mercados comunes» son la práctica de esta teoría), en lo cultural orienta una vez más a la homogeneización de la oferta de producción, sobre todo en el espacio de los medios masivos, intensificándose al mismo tiempo en el ámbito académico las formas de reproducción del conocimiento que le son inveteradas. Unas y otras formas de transacción social se realizan en la lengua que ejerce hegemonía, el inglés16. Los señalamientos sobre este orden del problema son ya insistentes en el contexto de América Latina y coinciden en vincular la cuestión de la hegemonía lingüística con un sistema de valores y supuestos éticos, políticos y epistemológicos que genera criterios de inclusión o exclusión académica construyendo, así, un único canon legitimado institucionalmente (Mato, 2003).

Por lo tanto, y por lo que hace a la discusión entre teóricos de la cultura «poscoloniales» que escriben y trabajan en EEUU y los investigadores radicados en América Latina, «parece haber más bien una distancia epistemológica e ideológica» (Kaliman, 1998); la resistencia lingüística sería, en todo caso, una de las variables de aquella. La cuestión radica en la importancia que para los estudiosos que producen in situ revisten las prácticas sociales de las comunidades cuyas producciones culturales se indagan en tanto prácticas concretas, aquellas que afectan a la vida cotidiana. No se trata solamente de desmontar los «discursos» de dominación y poder en la circulación actual de la sociedad en su conjunto o de la comunidad académica en particular, sino de desmantelar, también, la ilusión de la existencia de culturas «virtuales», construidas sólo con discursos; se va en contra de la idea según la cual los aparatos explicativos del funcionamiento cultural se constituyen en moldes a los que las producciones deben responder, una falacia que tiene ya larga tradición en nuestra cultura académica.

Es, por lo tanto, difícil separar el orden del deseo de construir epistemologías y aparatos explicativos emergentes de y adecuados para las culturas locales en estudio, de sus condiciones de posibilidad y de las características de los aparatos institucionales que regulan las prácticas académicas de los docentes-investigadores del sudcontinente. Las transformaciones en el orden epistemológico se vienen generando desde hace ya algunas décadas, pero en el orden institucional la resistencia a estas propuestas es de tal magnitud que anula toda esa trama de búsquedas y hallazgos en beneficio de la mimesis de los desarrollos que se realizan en las academias consideradas de «avanzada». Y es aquí donde entra el orden lingüístico que informa acerca de muchos malos entendidos. Cornejo Polar, incorporando su voz a los discursos circulantes no deja de señalar la condición de alerta:

El ingreso y salida de la modernidad y, al mismo tiempo, de la hibridez, tiene una ruta especialmente transitada en los estudios culturales y literarios. No adhiero ahora al viejo reclamo de autonomía téorico-metodológica.; me refiero, más escuetamente, a la difícil convivencia de textos y discursos en español y portugués (y en especial en lenguas amerindias) con la incontenible diseminación de textos en inglés (o en otros idiomas europeos). Por supuesto que no intento ni remotamente postular un fundamentalismo lingüístico que sólo permitirá hablar de una literatura en el mismo idioma que le es propio, pero sí alerto contra el excesivo desnivel de la producción crítica en inglés que parece –bajo viejos modelos industriales –tomar como materia prima la literatura hispanoamericana y devolverla en artefactos críticos sofisticados (1998:10; énfasis agregado).

Sin duda no se trata de que la circulación y producción del conocimiento deba realizarse en la sola lengua de la cultura objeto sino de lo que implica tal circulación bajo el predominio de una lengua dominante, por un lado y, por otro, de las dificultades de «traducción» del lenguaje especializado cuando éste se codifica desde el análisis de formas culturales particulares.

En lo que respecta a la primera cuestión, la del predominio de unas lenguas sobre otras, cabe una pregunta fundamental: si lo que la crítica cultural latinoamericana se propone es construir aparatos explicativos válidos para informar de la alteridad de su funcionamiento semiótico, ¿por qué la preponderancia de la producción teórico-crítica en la lengua de la cultura económicamente dominante? Se trata de preponderancia y no de exclusividad. Sin duda, la producción de saberes no es excluyente de ninguna cultura –o no debería serlo– y su supuesta «universalidad» haría posible un reconocimiento simétrico de dicha producción en cualquier idioma del mundo. Sin embargo, la fuerza del discurso hegemónico ha impreso en las culturas latinoamericanas la huella de su desvalorización: lo que se dice (escribe) en español o portugués no reviste valor de «verdad» científica; el pensamiento latinoamericano (pensamiento «salvaje») no puede pensarse a sí mismo: requiere del patrocinio del pensamiento validado, de la «razón» occidental en sus lenguas y en sus discursos especializados.

Tal tradición académica obliga a los universitarios latinoamericanos a escribir y hablar en otras lenguas para acceder al derecho de ser escuchados en los foros internacionales, para que sus escritos se incluyan en los órganos de circulación más representativos, en síntesis, para tener «voz», una voz que ya perdió, así, su más radical diferencia. Si la gran apuesta de la oferta posmoderna es la aceptación de esa «diferencia», el reconocimiento de la «otredad», la relativización del saber, y si estas particularidades se inscriben en cada lengua, el que las propuestas dominantes se construyan y circulen en otra se transforma en una de sus contradicciones17.

Todo ello acarrea otras limitaciones: muchas veces se encuentra en publicaciones provenientes de centros académicos privilegiados o se escucha exposiciones en reuniones científicas, en las que cuestiones que se vienen problematizando en estas latitudes desde mucho tiempo atrás sin eco ni gravitación alguna, resultan allí convalidadas como novedades en nuestro campo de estudio. Sigue funcionando la ideología de la dependencia intelectual según la cual sólo merece ser reconocida la propuesta que viene de los países «de cultura», sobre todo si está impresa18.

Por otro lado, la imposibilidad de traducción literal del universo de sentido, produce importantes malentendidos en el nivel epistemológico. Si el desplazamiento de un término de una disciplina a otra19 implica «metaforizaciones», sustituciones y hasta perversiones –según ya se señalara–, el paso de un sistema lingüístico a otro produce similares transformaciones, con las consecuentes desinteligencias en el orden de las categorías y, muchas veces, en el metodológico. Finalmente, el aspecto lingüístico resulta para algunos de nosotros radical por lo que implica en la formulación del conocimiento. Se trata, en última instancia, de la imposibilidad de separar el orden del sujeto cognoscente del orden del discurso, como afirma Carlos Pacheco (1989:27):

[...] el poder, desde los ejes o centros hegemónicos hacia las marginalidades o periferias, no se ejerce únicamente a partir de una supremacía de carácter político, social o étnico, no se funda sólo en razón de sexo, edad o condición profesional, sino que implica sobre todo y abarcando en alguna medida las variables apenas mencionadas, una soberanía cultural, es decir epistémica, axiológica, lingüística, tecnológica, comunicacional, estética, teórica.

Desde este ángulo de enfoque es necesario replantear la propuesta de una teoría fronteriza producida –escrita– «entre» español y portugués, español e inglés americano, entre usuario de lengua aborigen y de lengua nacional para «romper con la tiranía de la lengua objeto [...] para desestabilizar la creencia natural en la natural pureza de la lengua [en consecuencia] mezcla irreverente, agramatical y juguetona de dos o más lenguas[...]» (Mignolo, comunicación personal, 13 de febrero de 1999)20. Como insiste en proponerlo, se trata de teorizar desde la complejidad de los mapas lingüísticos entre América Latina, el Caribe y Angloamérica. Desde esta actualización del «panamericanismo» surgiría una práctica teórica construida no en una sino en varias lenguas, no como una teoría regional sino como la posibilidad de sobrepasar sus límites.

Nos encontramos así en el eje argumentativo de los desarrollos propuestos desde la geopolítica para la consolidación de epistemologías de frontera. En este orden de desarrollos, Mignolo (1991) parte de una búsqueda de superación de los límites entre culturas, literaturas, sujetos cognoscentes desde una posición que se asuma funcionando «a través de fronteras culturales» en un proceso especulativo que parte de la experiencia del intelectual migrado desde la imposibilidad de separar, en última instancia, el sujeto existencial del hermenéutico y del científico. Es clarificador citar in extenso, el párrafo final de su exposición:

Se comprenderá también que tanto por la naturaleza plurilingüe y multicultural de América Latina, que es nuestro común punto de referencia, tanto como por la diversidad étnica de Estados Unidos, que es (para muchos) nuestro lugar de existencia, la explicación de productos y conductas comunicativas a través de fronteras culturales sea no sólo un programa académico sino también una necesidad vital. El examen crítico de los objetivos de los estudios literarios latinoamericanos y el papel que nos toca jugar en ellos, y en el futuro, no sólo están siendo revisados (directa o indirectamente) en varios de los libros publicados últimamente, sino que también –como este congreso lo sugiere– es un tópico que merece la incentivación del diálogo y la discusión abierta (1991:110).

Hay acá algunas claves que resulta importante explorar: en primer lugar, la insistencia en la heterogeneidad cultural y en el plurilingüísmo del área objeto, puesta en relación de equiparación con la complejidad de Estados Unidos. El conflicto no radicaría precisamente en la adecuación o no de esos paradigmas a la especificidad cultural del objeto «América Latina», sino a la «necesidad vital» del académico «extraterritorial» de explicarse a sí mismo buscando explicar su cultura de origen. Es, lo que en otras variaciones del mismo tema, lo lleva a optar por las definiciones poscoloniales (posoccidentales) en tanto estudioso que «ha pasado por experiencias coloniales» (o de occidentalización). En esa línea, precisamente, una de las búsquedas centrales consiste en la apropiación de los postulados de la modernidad para proceder a su «desmontaje» y resemantización, tal como ocurre en este caso con el proyecto de teorías autonómicas y con el paso del «pos-colonialismo» al «posoccidentalismo» como autodefinición del lugar de enunciación según veíamos más arriba.

La cuestión relativa a las epistemologías fronterizas como forma de funcionamiento de la resemantización de «occidentalismo» se vuelve aún más problemática cuando se la piensa en relación con la cuestión de la lengua dominante y a ésta, como la forma más visible de otras muchas sujeciones.

4. Para desandar la modernidad

Lo que se ha dado en llamar «condición colonial» señala la «distinción»21 desde la que los sujetos latinoamericanos se piensan a sí mismos, en general sin advertirlo, ya que es la consecuencia de la «colonialidad del poder» propia de la modernidad que modeló el imaginario latinoamericano tipificándolo con estereotipos que, en realidad, les eran ajenos. La construcción de la subjetividad, entonces, se transformó en una negación de sí mismo pues el problema radica en que

[...] todos hemos sido conducidos, sabiéndolo o no, queriéndolo o no, a ver y aceptar aquella imagen como nuestra y como perteneciente a nosotros solamente. De esa manera seguimos siendo lo que no somos. Y como resultado no podemos nunca identificar nuestros verdaderos problemas, mucho menos resolverlos, a no ser de una manera parcial y distorsionada (Quijano, 2000:226).

Por eso es necesario volver a pensar el espacio latinoamericano para no concebirlo más como una referencia fija equivalente a una experiencia física de lugar, a la vez que reconsiderar la perspectiva temporal para no entenderlo más como un desarrollo único y lineal, sino como un complejo de relaciones de carácter cronotópico –como querría Bajtin–. Revertir, de este modo, la autoimagen que fuera demarcada por esa condición colonial y que consiste, como postula Cornejo Polar (1994:19–20).

[...] en negarle al colonizado su identidad como sujeto, en trozar todos los vínculos que le conferían esa identidad y en imponerle otros que lo disturban y desarticulan, con especial crudeza en el momento de la conquista . . . [Se trata de] la índole abigarrada de un sujeto que [...] resulta excepcionalmente cambiante y fluido, pero también -o mejor al mismo tiempo- el carácter de una realidad hecha de fisuras y superposiciones, que acumula varios tiempos en un tiempo, y que no se deja decir más que asumiendo el riesgo de la fragmentación del discurso que la representa y a la vez la constituye.

Esta construcción enajenada no se reduce, entonces, al llamado «período colonial» sino que lo sobrepasa y continúa; activa en la «colonialidad global», en esta nueva «universalidad» de todo tipo que pone a estas culturas en una especie de «tierra de nadie» sin derechos en la era de los derechos, con democracias ficticias en la era de la expansión armada de la democracia, sin decisiones sobre el propio presente, sin proyectos para el porvenir. En relación complementaria, el conocimiento cautivo repite los mecanismos inveterados de la mimesis: reproducción en lugar de producción, imitación en vez de generación de respuestas intelectuales a los fenómenos diferenciales propios de la heterogeneidad de América Latina22. Por ello se insiste en la doble motivación de estas orientaciones: centrar la atención en los riesgos que implica el discurso «deconstructivo» de la posmodernidad y su consecuencia, el poscolonialismo, para no caer en las trampas de la globalización epistémica, lo que lleva implícita la exigencia de generar un lugar ético para la producción de conocimiento en el espacio académico23.

Es éste, sin duda, el territorio y el campo del objeto de análisis que se expande para quienes estudiamos la producción cultural y discursiva –ya no entendida como «literatura» a la manera letrada renacentista– con la inclusión de códigos de diverso tipo (desde la iconografía precolombina hasta los mass-media y el ciberespacio, pasando por las distintas formas de la canción, la danza, las fiestas, el ritual).

Nada me parece más explicativo que el campo de la literatura, su concepción de la escritura y su clasificación, para visualizar con clara perspectiva lo que entendemos por «diferencia colonial». En efecto, los estudios sobre el período colonial abrieron espacios insospechados para comprender el proceso «extendido» de colonialidad pues es allí donde se pudo efectivamente constatar lo que Cornejo Polar consideró –para un campo paralelo en los tramos más actuales de esa «extensión»– «los riesgos de las metáforas» (1998): los gestos de adopción acrítica conllevan procesos de traducción con la exigencia de asimilaciones imposibles y perversas (trastornadas24), que intentan reunir disparidades (diferencias) inconmensurables del orden de la cultura25. Es esto lo que ocurrió con la noción de «libro» –intraducible a las lenguas amerindias- y su traslación como instrumento de control y de poder sobre las sociedades de este lado de los mares. Esta disparidad instala la diferencia colonial y es desde ésta que se hace éticamente imprescindible una construcción distintiva –y «positivizada»– del conocimiento de sí del sujeto heterogéneo que integramos.

Veamos más detenidamente esta noción que describe con claridad la asimetría rectora de las relaciones entre los dos mundos. Parte ésta de la experiencia directa de habitar una lengua, un espacio de sentido, unas prácticas de la vida cotidiana distintas de las aceptadas como valiosas y deseables por Occidente. Estas, paradigmáticas, se constituyen en modelo a imitar a fin de encontrar reconocimiento como «persona», cuestión que está puesta en evidencia por la historia y por la literatura canonizada del sudcontinente. Su momento inicial queda definido para América Latina por la inaugural pregunta acerca de si los nativos poseerían alma26 y se consolida, sin solución de continuidad, en el transcurso de la historia del pensamiento cristiano occidental cuya hegemonía cristaliza en la medida en que la diferencia entre Europa, Asia, África y América se construye desde Europa con la linealidad que caracteriza a su concepción de la historia. Esa matriz signa y atraviesa los discursos que, primero, se imponen para los otros tres continentes y que luego se transforman paulatina pero firmemente en su aceptación, para culminar en su naturalización.

La moderna dicotomía entre civilización y barbarie, expandida en toda la extensión sudcontinental como común patrimonio, es su propuesta intelectual más sólida y perdurable, la misma que –planteada por algunos de los filósofos occidentales más recurridos– no duda en seguir afirmando la inferioridad humana de los no-europeos27. Esta condición, naturalizada por los mismos sujetos subalternizados, emerge cotidianamente en las prácticas sociales, en la valoración de todos aquellos que no pertenecen a la etnia blanca ya sean indios, negros o, en menor medida, orientales28. Esta diferencia que en el terreno académico se consolida en el plano epistemológico, es la que define el tipo de conocimiento difundido inveteradamente; es por eso que el pensamiento emergente o los discursos alternativos no propiamente «estéticos», no pueden ser legitimados en esos espacios. En síntesis, y como sostiene el sociólogo venezolano Fernando Coronil (2000:104):

Desde la conquista de las Américas, los proyectos de cristianización, colonización, civilización, modernización y desarrollo han configurado las relaciones entre Europa y sus colonias en términos de una oposición nítida entre un Occidente superior y sus otros inferiores.

A los efectos de revertir esta diferencia epistémica de signo negativo es necesario operar ya no desde una historia del pensamiento occidental, desde una historiografía o desde una concepción de la literatura que responde al legado de Occidente, sino desde la afirmación de que todo conocimiento encuentra su legitimidad en las propias condiciones de producción y, desde allí, interactúa dialógicamente con otras formas de conocer.

Si aceptamos como premisa la cronología propuesta por Mignolo (2005), según la que la noción de América Latina se construye en tres grandes etapas –el imaginario del período colonial, el del período nacional y el correspondiente a nuestro tiempo, el posnacional, a pesar de los supuestos principios «superadores» del coloniaje que este último comporta– es imprescindible analizar críticamente sus alcances. En efecto, la globalización en tanto proyecto del neoliberalismo que generaliza un sistema económico sostenido en los alcances de la tecnología cibernética, produce el efecto de un proceso que borra la asimetría, que no exhibe agentes geopolíticos definidos ni espacios del planeta que se vean subordinados por su localización geográfica o sus rasgos culturales. En este presente no es posible reconocer las fuentes reales de un poder que sí se percibe en alto grado de concentración con fuerte impacto en los espacios en los que actúa. Como aseveraba más arriba, la perversión radica, precisamente, en su capacidad para ocultar la innegable presencia de la asimetría, de las diferencias de toda índole, acudiendo incluso en defensa de los «otros» cuando esos «otros» pretenden escapar a sus designios.

Si el sometimiento emergente de las condiciones propuestas por la modernidad se sostenía en la generalización de la automarginalidad por naturalización de los aspectos negativos de la diferencia –según veíamos– las que sostiene el proyecto global aparecen como un efecto del mercado y no de un proyecto político preestablecido.

Dado que el mercado se presenta como una estructura de posibilidades en vez de como un régimen de dominación, éste crea la ilusión de que la acción humana es libre y no limitada. Resultados como la marginalización, el desempleo y la pobreza aparecen como fallas individuales o colectivas, en vez de cómo efectos inevitables de una violencia estructural (Coronil, 2000:105).

En el campo de estudio que acá interesa, los efectos de la globalización llevan a atenuar los conflictos culturales con mecanismos que producen la apariencia de integración entre culturas distantes y distintas y que encuentran en la circulación académica sus correlatos conceptuales; es acá el caso –entre otros– de la noción de «multiculturalismo» antes analizado. Al borrarse la presencia del «otro» conflictivo, insurgente, aparece como «subalterno», categoría imbuida de una nueva forma de paternalismo, de distintas a la vez que idénticas formas de dependencia y marginalidad. Por otra parte, la diferencia cultural –en esta etapa posnacional– ya no se asienta en fronteras territoriales, en el orden de las «culturas nacionales» que atraviesan gran parte del imaginario del s. XX, sino en la profundización de aquellas –ahora expandidas fuera del tiempo y del espacio– por su diferencia con el orden occidental y transformadas en objeto de consumo para un mercado altamente expansivo, el del turismo internacional.

Colofón

Al finalizar este excurso traigo, otra vez, la voz de Fernando Coronil (2000:106) como corolario:

La globalización debe verse como un proceso contradictorio que incluye nuevos campos de lucha teórica y práctica. A diferencia de otras estrategias de representación occidentalistas que resaltan la diferencia entre Occidente y sus otros, la globalización neoliberal evoca la igualdad potencial y la uniformidad de todas las gentes y culturas. En la medida en que la globalización funciona reinscribiendo las jerarquías sociales y estandarizando las cultas y los hábitos, ésta funciona como una modalidad particularmente perniciosa de dominación imperial.

Esta discusión con las políticas de la globalización en el orden epistémico no implica, sin embargo, una negativa a tomar en consideración las prácticas intelectuales que circulan y se radican en la academia; al contrario, lo que se pretende es alcanzar un equilibro, una simetría entre la macroteoría y las que emergen de estas otras localizaciones. Reconocer –como se reitera con insistencia en estas páginas– que lo que se busca desde un posicionamiento ético del pensamiento crítico, es prestar atención a las experiencias locales que se gestan en los intersticios de los sistemas culturales. El conocimiento se produce en lugares concretos pues se trata de una forma específica de dar sentido a un mundo que se rige por su propia historia y que se proyecta desde la especificidad de su diferencia.

Dicho de otro modo, si se acepta que toda forma de conocimiento es «local», las prácticas culturales propias de las distintas situaciones geohistóricas latinoamericanas requieren ser analizadas atendiendo a sus particularidades; al localizarlas en cada situación específica se hará posible construir un «sistema de sistemas» que, yendo más allá de las declaraciones latinoamericanistas, geste paradigmas pertinentes para explicar y comprender las formaciones sociales que las atraviesan. El lugar –lo local– puede así entenderse como lo distinto de la globalización en tanto no se subordina a ella sino que redefine sus articulaciones.

Esta perspectiva, que relativiza las generalizaciones de todo tipo, permite articular un posicionamiento no globocéntrico de la globalización orientado a responder los requerimientos de las particularidades. El resultado no parece ser la opción por categorías como la de multiculturalidad y sus complementarias (hibridación, subalternidad,) sino, más bien, la puesta en limpio de las tensiones y contradicciones que mueven a las sociedades y que atraviesan los productos culturales que estudiamos.

Nuestros estudios de la cultura han estado signados por la práctica de la mimesis, de la repetición de historias y paradigmas incorporados a través de una única episteme. Para pensar desde otro lugar y «para evitar caer en versiones de la teoría post-moderna o post-colonial que en sí, y muy paradójicamente, se convierten en homogeneizaciones del remedo, la hibridez, la subversión, los entrecruzamientos culturales, necesitamos meternos en genealogías específicas, a nuestros archivos locales» (Castro-Klaren, 1997:232).

Esa entrada en las propias genealogías conlleva fuertes cambios en los criterios de validación vigentes pues lo que aceptamos –y diseminamos en las prácticas académicas– es un tipo de práctica discursiva «universalizada» que, al imponerse, niega o ignora la existencia de otras, las que son propias de los ámbitos colonizados (y pienso acá –una vez más– no sólo en las diferencias étnicas, sociales y de «nivel cultural», sino también en sectores como el de las mujeres y de los niños).

Se hace entonces también clara la necesidad de producir –fuera de la mimesis y dentro de la tradición que ofrece «el lado oculto» de la historia del pensamiento americano- una teoría explicativa que asuma su propia genealogía para pensar las diversas, múltiples y heteróclitas formas de expresión de sus culturas, reunidas en un nuevo y complejo relato que hable desde sí para el mundo.


1 Este artículo es producto de la investigación realizada por la autora sobre pensamiento decolonial, colonialidad y transculturación, en la Universidad de Salta (Argentina). Apartes de este trabajo se habían presentado en el capítulo 3 del libro Desde la otra orilla. Pensamiento crítico y políticas sociales en América Latina, en el que, a su vez, se recogen ideas dispersas en diversos artículos publicados con anterioridad.

2 Zulma Palermo es Profesora Emérita de la Universidad Nacional de Salta (Argentina) donde se desempeña como profesora Titular de Teoría Literaria. Es Directora del Proyectos de Investigación (CIUNSa) Directora de Becarios de Investigación (CIUNSa) Directora de Tesis de Licenciatura y de Doctorado. Es miembro de la Comisión del Doctorado de la Facultad de Humanidades, UNSA. Es evaluadora del Sistema de Incentivos (Salta, Tucumán, Santiago del Estero, Catamarca, Jujuy, Córdoba, Comahue). Directora fundadora del Instituto de Investigaciones sociocríticas y Comparadas, Facultad de Humanidades, UNSA.

3 Los reality shows a los que nos introduce cotidianamente el medio televisivo son una sensible muestra de estas fuertes transformaciones, escenarios que repiten las también cotidianas «representaciones» públicas de la vida privada de las figuras políticas en las sociedades «posmodernas». Así, todo gesto público de los representantes del Estado se banaliza y queda homologado al entretenimiento que ofrece todo espectáculo. Es, tal vez, esta «mirada» mediática sobre la figura del Estado moderno la expresión de su devaluación social.

4 Para una síntesis de la historia del término, consultar De Grandis (1997).

5 Por su parte, Cornejo Polar (1994:12-13) refiriéndose exclusivamente al campo literario apunta: «[...] es el momento [...] del afinamiento de categorías críticas que intentan dar razón de ese enredado corpus: "literatura transcultural" (Rama), "literatura otra" (Bendezú), "literatura diglósica" (Ballon), "literatura alternativa" (Lienhard), "literatura heterogénea" (que es como yo prefiero llamarla), opciones que en parte podrían subsumirse en los macro-conceptos de "cultura híbrida" (García Canclini) o de "sociedad abigarrada" (Zavaleta), y que –por otro lado– explican la discusión no sólo del "cambio de noción de literatura" (Rincón), sino del cuestionamiento radical, al menos para ciertos períodos, del concepto mismo de literatura (Mignolo, Adorno, Lienhard)». Y en 1998 agrega: «[...] las categorías mencionadas [mestizaje e hibridez], cuyo anclaje corresponde a otras disciplinas, no dejan de ser tan conflictivas como aquellas otras categorías que parecen sustentarse en el ejercicio crítico [...] ninguna categoría crítica devela la totalidad de la materia que estudia y –sobre todo– corresponde a un orden de distinta índole con relación a esa materia. Para seguir con lo evidente, ninguna de las categorías mencionadas resuelve la totalidad de la problemática que suscita y todas ellas se instalan en el espacio epistemológico que –evidentemente– es distinto» (Cornejo Polar, 1998:8).

6 Coincido ampliamente con Mabel Moraña (1998:236) quien, después de revisar la genealogía del concepto, asevera: «la hibridez ha pasado a convertirse en uno de los ideologemas del pensamiento poscolonial, marcando el espacio de la periferia con la perspectiva de un neoexotismo crítico que mantiene a América Latina en el lugar del otro, un lugar preteórico, canibalesco y marginal, con respecto a los discursos metropolitanos. La hibridez facilita, de esta manera, una seudointegración de lo latinoamericano a un aparato teórico creado para otras realidades histórico-culturales [...]».

7 Por otra parte, los intelectuales «subalternos» de la actualidad no hemos modificado sustancialmente nuestra percepción sobre la «élite» académica del norte, según la posición de este artículo y todos los en él referidos.

8 «Cuando el movimiento indígena boliviano utiliza el término, lo hizo más en el contexto de la educación bilingüe y no generalmente en sentido mayor de las esferas económica, política y social o en la forma en que se refiere más directamente a la estructura del estado y a las transformaciones institucionales» (Walsh, en prensa).

9 Lo que sigue responde a las fundamentales problematizaciones realizadas por Catherine Walsh (en prensa).

10 Vale recordar que Bajtín dice en El marximo y la filosofía del lenguaje que el estudio de las ideologías debe comprender el análisis de «la vida social del signo verbal» [Todas las citas de Bajtin se harán según la versión del Diccionario léxico de la teoría de Mijail Bajtin (1996)].

11 En Problemas de la poética de Dostoyewsky «Los materiales de la música y la novela son demasiado diferentes para que el discurso llegue a ser algo más que una imagen analógica, que una simple metáfora. Esta metáfora la convertimos en el término ‘novela polifónica’ puesto que no hemos hallado una denominación más adecuada» (Diccionario léxico de la teoría de Mijail Bajtin, 1996:39).

12 «En su visión de la palabra como réplica, Bajtin distingue entre el diálogo formal, que encontramos en cualquier práctica cotidiana, el diálogo retórico, con sus preguntas y respuestas explícitas o latentes, y el dialogismo inherente a cualquier palabra emitida en vista de un receptor hipotético, hecho que modifica esencialmente su sentido, aunque las marcas de esa orientación no estén presentes en el discurso en el nivel sintáctico o morfológico; su presencia en el nivel semántico [...] implica una comprensión necesaria para que haya un proceso de intercambio comunicativo» (Bubnova, 1979:95-96).

13 En la ya conocida polémica entre Roberto Paoli y Cornejo Polar éste aclara: «El concepto de heterogeneidad da razón de estos hechos [la apropiación por el autor de la voz del indígena , del otro, distinto, ajeno] y no de otros. Mediante él se trata de definir una producción literaria compleja cuyo carácter básico está dado por la convergencia, inclusive dentro de un solo espacio textual, de dos sistemas socioculturales diversos [...] En suma, expresa la índole plural, heteróclita y conflictiva de esta literatura plural, a caballo entre dos universos distintos» (Cornejo Porlar, 1982:88).

14 De allí también que ambos releven el funcionamiento de las voces otras en las rupturas canónicas y rastreen en ellas las estrategias por las que la escritura se propone ficcionalizar la heteroglosia presente en la oralidad.

15 El crítico uruguayo expresa en La ciudad letrada: «De todo el continente fue el segmento que mucho más tarde terminaría llamándose latino, que se identificó con la función prioritaria de los signos, asociados y encubiertos bajo el absoluto llamado Espíritu. Fue una voluntad que desdeñaba las constricciones objetivas de la realidad y asumía un puesto superior y autolegitimado; diseñaba un proyecto pensado al cual debía plegarse la realidad» (Rama, 1992:574-575). Referido a la ciudad barroca, es posible adjudicarla a la del presente.

16 Mignolo (1998) ofrece un adecuado análisis del proceso de los cambios en el poder hegemónico de las lenguas europeas y una cartografía que merece ser atentamente considerada.

17 «Así se ha configurado un canon que aunque se exprese en varios idiomas, resulta que básicamente se escribe en inglés, o que, se escriba en el idioma que se escriba, de todos modos se produce en el contexto de las instituciones académicas de Estados Unidos, Inglaterra y Australia y que se legitima, disemina y reproduce a través de las respectivas industrias editoriales y mercados de estudios de posgrado» (Mato, 2003:391).

18 Se reproduce en el campo de la producción intelectual el modelo de la producción material: se exporta materia prima que se reimporta elaborada a alto precio porque trae el plus del sello made in... garantía de estatus para las clases en búsqueda de ascenso. Mucha de esa mercancía es de segunda clase o aún de desecho pero sigue siendo sobrevaluada (económicamente) porque es sobrevalorada (culturalmente).

19 Agrego al de «hibridación» algunos otros términos en carácter meramente ilustrativo. «isotopía», «genotexto», «fenotexto»...

20 Reproduzco acá algunas líneas que me hiciera llegar Mignolo sobre la abarcación de su neologismo bilanguaging-love a propósito de su artículo sobre el tema (Mignolo, 1996).

21 Dussel (1976: 102) realiza en sus primeros escritos una importante distinción entre «di-ferencia» y «dis-tinto»: mientras lo primero designa lo otro en lo Mismo, los distinto comprende lo otro ante lo mismo.

22 Pienso acá en el sustancioso artículo de Sara Castro-Klaren (1997) en el que retoma la categoría «remedo» –acuñada por Lacan y asumida por el poscolonialista Hommi Bhabha– desde la perspectiva crítica latinoamericana.

23 Obviamente no se trata de negar la importancia de la perspectiva abierta por Derrida y la impronta que señala el discurso que atraviesa al posestructuralismo de las academias centrales, sino de aceptar que se trata de ejercicios de reposicionamiento y que no pueden ser canonizados como nuevos «libros sagrados» que portan «verdades reveladas».

24 Del latín per-vertire, alrededor del siglo XV, según el Diccionario Etimológico de Corominas.

25 Existe, sin embargo, una forma inversa de considerar la función metafórica del lenguaje de larga tradición en Occidente. Destaco acá la noción de «orden metafórico» como un mecanismo retórico de mediación representacional entre el «yo» y el mundo en el que se inscriben los modos sociales y las identificaciones individuales y grupales constituyendo formas de conocimiento, tal como lo desarrollan las investigaciones de Silvia Barei y su grupo de trabajo en un libro de próxima publicación dentro del Proyecto Lenguaje y cultura: el orden metafórico (vida cotidiana, medios de comunicación y textos artísticos) auspiciado por la Secretaría de Ciencia y Técnica de la Universidad Nacional de Córdoba.

26 Cf. el insoslayable artículo de Rolena Adorno (1997) sobre la condición no-humana adjudicada al indio en los documentos de la época y sostenida en el principio aristotélico del dominio de lo más perfecto sobre lo más simple.

27 Kant y Hegel marcan derroteros ciertos en este terreno [Cf. Eze (2001), Serequeberhan (2001) y Casalla (1992)].

28 Para todos sin distinción, aún para aquellos en los que recae la calificación, se trata de individuos o grupos humanos «ociosos», «sucios», «incapaces de conocimiento». En la actualidad se extrema hasta llegar a la criminalización de la pobreza.

 


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