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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.11 Bogotá July/Dec. 2009

 

Raíces latinas: teología secular y formación imperial occidental1

Latin Roots: Secular Theology and Occidental Imperial Formation

Raízes latinas: teologia secular e formação imperial ocidental

Peter Fitzpatrick2

University of London, Birkbeck College, UK peter.fitzpatrick@clickvision.co.uk

Recibido: 07 de mayo de 2009 Aceptado: 19 de agosto de 2009


Resumen:

Este artículo concierne el olvido de las formas deíficas, o político-teológicas, del imperialismo moderno. De manera particular, localiza el marco de dicho imperialismo en el lenguaje teológico presente en los trabajos de Francisco de Vitoria acerca de la colonización de las Américas. La adopción operativa de este marco en su versión «secular» se sostiene en el olvido activo de esta teología. Se concluye que esta combinación de adopción y olvido se extiende al afecto imperial que informa la formación política occidental.

Palabras clave: olvido activo, teología política, imperialismo, secularización, afecto, formación política occidental.


Abstract:

This article discusses the falling into obscurity of godly or political-theological figures of modern imperialism. Particularly, it defines the framework of said imperialism in the present theological language in the works of Francisco de Vitoria about the colonialization of the Americas. The operational adoption of this framework in his"secular" version is based on the active forgetting of this theology. The article concludes that this combination of adoption and forgetting is extended to the imperial affection that informs Western political formation.

Key words: active forgetting, political theology, imperialism, secularization, affect, Western political formation.


Resumo:

Este artigo faz referência ao esquecimento das formas deíficas, ou político-teológicas, do imperialismo moderno. De modo particular, localiza o marco do citado imperialismo na linguagem teológica presente nos trabalhos de Francisco de Vitoria sobre a colonização das Américas. A adoção operativa deste quadro na sua versão «secular» se sustenta no esquecimento ativo dessa teologia. Conclui-se que esta combinação de adoção e esquecimento estende-se ao afeto imperial que se exprime na formação política ocidental.

Palavras chave: esquecimento ativo, teologia política, imperialismo, secularização, formação política ocidental.


No convertimos cuestiones seculares en cuestiones teológicas. Convertimos cuestiones teológicas en cuestiones seculares. (Marx, 1992:217)

Introducción

Por ominoso que esto pueda ser para el futuro de este pequeño ensayo, su interés impelente será con el olvido. Este olvido, sin embargo, está cerca de la idea de Nietzsche del «olvido activo»: «El olvido no es una mera vis inertiae [fuerza inercial] como creen los superficiales; sino más bien una activa, positiva en el más riguroso sentido del término, facultad de inhibición» (Nietzsche, 1996:39).3 Blanchot presionaría aún más este punto al encontrar un predominio generativo en el olvido: «Olvidar es el sol: la memoria reluce a través del reflejo, reflejando el olvido y extrayendo la luz de este reflejo —asombro y claridad— de olvido» (Blanchot, 1993:315). Dicho olvido, entonces, no puede simplemente ser una fuerza acabada, un mero abandono. En lugar de eso, es una fuerza continuamente generadora, constitutiva de manera sostenida de lo que se recuerda.

El olvido de época aquí tratado es un olvido —un desrecuerdo, para usar la desmañada pero precisa palabra— de las dimensiones deíficas del imperialismo moderno. Más específicamente, la plantilla de ese imperialismo se encuentra en una avanzada teológica en las enseñanzas de Francisco de Vitoria sobre la colonización español del continente americano. Se ha descubierto que la coherencia y la continuidad de esa plantilla en su presentación «secular» dependen de la adopción operativa pero olvido sostenido de eso teológico. Entonces, a modo de conclusión, esta combinación de adopción y olvido se extiende al afecto imperialista en la formación política occidental. En primer lugar, sin embargo y como requisito esencial, debe decirse algo sobre la variedad de la historia que esta empresa supone. La cualidad de esa historia se mostrará a su turno central para el argumento general.

Habla, memoria4

La orientación general de este argumento asume ímpetus de un aperçu proporcionado por Wilson Harris. En su reflexión sobre el imperialismo español y la civilización inca, Wilson Harris busca fuentes liberadoras aparentemente perdidas en los tiempos de la conquista, tiempos que verían el mundo que despojan como acabado y categóricamente contenido, una percepción hecha posible sólo por su avance «sin discernimiento, o comprensión del pasado inconcluso, del presente inacabado» (Harris, 2001:100). Una historia de tal pasado y de tal presente sería, entonces, ilimitable. Pero si, en términos más convencionales, consideramos la historia como memoria consolidada, entonces un problema perenne nos confronta cuando nos enfrentamos con lo ilimitable. Incrustando ese problema en «Funes el memorioso» de Borges, aquí el autor nos da un personaje que, de manera ilimitable, no puede olvidar nada: «Sabía de memoria las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos, y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro de pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho». Como resultado de una incapacidad miásmica para delimitar la memoria y para olvidar, Funes «no era muy capaz de pensar», y tampoco, así pareciera, muy capaz de vivir por mucho tiempo. Aun así, sorprendentemente, Borges comienza su cuento de esta manera: «Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado...)» (Borges, 1970:87,92,94).5

Recordar es sagrado. Podríamos comenzar por discernir este sacro secular (si pudiera tolerarse por ahora el oxímoron —se refinará más adelante) colocándolo contra la historiografía occidental más común de la gran narrativa supuestamente determinada. Dicha historia depende para su continuación del olvido operativo de lo que se vuelve parte integral de él, pero no puede acomodarse o subordinarse a sus propios términos perdurables. Podrían derivarse notables ejemplos de esas historias de progreso y evolución social que deben absorber el cambio a la vez que afirman su propia uniformidad esencial y continuada. Esa es «una historia cuya función es componer la diversidad finamente reducida del tiempo en una totalidad totalmente cerrada sobre sí misma»; y así, Foucault seguiría recomendando, «deben desmantelarse sistemáticamente los dispositivos tradicionales para construir una visión amplia de la historia y para evocar el pasado como un desarrollo paciente y continuo».6 La objeción de Foucault en este punto, para ser más precisos, no es sobre la historia como una comprensión generalizada o determinada. Es una objeción a la orientación formativa de su «visión amplia», una visión de la que y para la que todo debe llegar, una visión a la que debe ajustarse todo para mantener su integridad operativa. «Esto consiste», como lo diría Ricoeur, «en elevar como un absoluto este presente histórico establecido como punto de observación, aun como tribunal, para todas las formaciones... que lo han precedido» (Ricoeur, 2004:305 nota 2).

La cualidad de lo sagrado, de lo secular sagrado, en la historia y como historia radica en la fuerza formativa que es «otra» para la comprensión determinada de esa historia por el momento, la fuerza formativa que es «su» alteridad.7 Esta alteridad generativa constituye la formación histórica en cuanto, en términos de Foucault, «cruza y vuelve a cruzar sin cesar» la línea o el límite que delimita la formación (parece inevitable recurrir a lo figurativo aquí) («Un prefacio a la transgresión» en Foucault, 1997:34). Es en ese cruce y recruce que la línea o el límite formado se «hace y deshace» continuamente (Foucault, 1997:32). Todo lo cual, de este «ilimitado reino del Límite» (Foucault, 1997:32), no busca negar la necesidad y la fuerza de una determinancia perdurable en cuanto se «separa» «mediante la misma separación que la establece como forma» (Blanchot, 1993:32).8 Y tampoco busca negar el imperativo de la alteridad, del más allá, estar dentro de la variedad sensible de lo determinado de manera incipiente. Si la alteridad estuviera completamente más allá, absolutamente otra, no habría cuestión ni posibilidad de encuentro generativo con lo incipientemente determinado. Y esta variedad sensible no puede, contrario a su concepción habitual, confinarse al futuro. Tal confinamiento requeriría un punto de demarcación desde el cual podría separarse y enfrentarse el futuro. Ese punto se concibe comúnmente como el presente, como un «ahora» alcanzado; pero, regresando a Wilson Harris, el presente está siempre inacabado, siempre fundiéndose de manera indistinguible en el futuro y en el pasado, un pasado que es también «inacabado» e incontenible en su fuerza formativa.9 Así, cualquier formación histórica determinada del pasado debe incorporar en alguna forma en sí misma esta calidad inacabada junto con la apertura a la alteridad que importa esta cualidad inacabada. Aun así, si la formación determinada no es determinada en su devenir eo ipso para disolverse en la alteridad, también debe resistir «su» alteridad.

Como lo plantea Derrida en la composición del archivo, una composición que podríamos ver aquí como el registro histórico formado, el Uno, la unidad que deviene el registro, «se garde de l'autre», lo que significa que se guarda contra el otro y que guarda o mantiene al otro en sí (Derrida, 1995:78,84 y sobre esta diferenciación v. Elmer, 1998:28).10 Y así, para anticipar el resto de este ensayo, es la escena de la formación política e imperial occidental en su relación con la teología secular. Esa formación, incluyendo instancias de ella, depende para su presunta unidad en su resguardarse contra, y negar, un teológico como algo absolutamente otro a sí mismo, mas la misma supuesta unidad también depende de su guardarse o mantener lo teológico en y como sí mismo. Esa formación, entonces, se desgarra dentro de sí mismo y como sí mismo. Un tanto así en términos introductorios para la historia, lo teológico y la formación imperial. Ahora, y como se prometió, la parte generativa de Vitoria.

Profanación

¿Cuál es el recuerdo occidental de Vitoria? Si notamos la ahora común opinión de que el mundo moderno la capacidad misma de concepción de todo un mundo, se formó en el «descubrimiento» y las colonizaciones ibéricas del continente americano; y si aceptamos, tan simple como suele ser, que Vitoria demostró ser un importante apologista contemporáneo de esa colonización, entonces podríamos esperar una considerable relevancia recordada de Vitoria.11 Sin embargo, lo que aún se percibe como la relevancia de Vitoria es limitado y tenue y en su generalidad visto como si no hubiera durado mucho más allá del siglo XVII.12 Hay dos formas conexas en las que aún se lo recuerda. Con una, Vitoria se considera partidario de los intereses de las poblaciones indígenas contra una colonización depredadora. Esa adhesión sigue impulsando la otra forma en la que aún se recuerda a Vitoria —se lo recuerda como un padre remoto del derecho internacional (Para ambas formas véase por ejemplo Scott, 1934). Recientemente, sin embargo, el supuesto apoyo de Vitoria a los intereses de los pueblos indígenas tiende a verse más como una justificación refinada de la adquisición imperial (e.g. Williams, 1990:96-108; Bowden, 2005:8-13; Anghie, 2005). En cuanto a la paternidad del derecho internacional, podría vérselo como un anacronismo puesto que, para Vitoria, el ius inter gentes, la ley entre pueblos o naciones, se derivaba no, o no en exclusiva, de las diferentes gentes sino, más bien, de un esquema de cosas teológico ya integrador en el que las naciones hallaban su existencia. Sin duda, fue el soporte de Vitoria en este esquema sobre la teología y el derecho natural lo que sirvió para racionalizar la elevación de otros, en especial de Grocio en el siglo XVII, como padres más dignos de un derecho internacional que derivó su ser positivo exclusivamente de las naciones soberanas de las que emanó de manera dependiente. Esa derivación implicó, en el vehemente planteamiento de Vattel desde el siglo XVIII, que la sociedad de naciones no debía tener una colectividad predominante, y es a tal punto que ninguno de sus miembros «genere…derechos al cuerpo general», donde cada Estado soberano era «independiente de todos los demás» (Vattel, 1916).13 El tipo definitivo o fundamental de la formación política es por lo tanto el principado o el estado soberanos, y en últimas el Estado-nación.

Podríamos comenzar a cuestionar ese escenario familiar señalando, con inexcusable brevedad, lo que debe olvidarse para elevar las peticiones ancestrales, de más seguro reconocimiento, de Grocio. Sin desear, o tener necesidad, de menoscabar los aciertos de Grocio en el desarrollo de un cuerpo amplio de leyes internacionales nutridas por acumulaciones de naciones, sería aún un ejercicio en la retrospección selectiva para separar esos aciertos de la adhesión de Grocio al derecho natural, incluso a la ley divina, y a la cualidad de lo internacional coherente con su carácter cristiano y mediante su contraposición con los bárbaros y paganos, aun si Grocio extendiera también el derecho internacional en parte para incluir a tales pueblos (Grocio, 1919:1:28; Alexandrowicz, 1967:44-9, 85-6; Stein, 1999:229:30). Es bastante comprensible que sagaces comentaristas hayan discriminado un Grocio en oposición a otro pero, como lo veremos ahora, Vitoria debe incluirse ambos en este respecto y más generalmente como uno de los «precursores de Grocio» (Para ampliar la reflexión, véase e.g. Simpson, 2004:229-30; La frase citada se menciona en Schmitt, 2003:117, nota 16). Antes de emprender un vínculo con Vitoria, habrá en este punto una inversión del orden natural con una referencia de una nota al pie, la siguiente, al texto y esto se hace para explicar los números entre paréntesis que aparecerán en el texto y las notas desde ahora en adelante como referencias de las obras de Vitoria.14

Siguiendo en la literatura, la percepción más general de las obras de Vitoria tendría que ser que es difícil, si no imposible, tener una percepción unánime. Existe una impresionante disparidad en las maneras como se percibe Vitoria. Ya se han señalado las divisiones sobre su paternidad del derecho internacional y sobre protección de los pueblos indígenas. Estas escisiones son embrolladas, a su vez, con el disenso en cuanto a si Vitoria era en el fondo un teólogo medieval o, más bien, un humanista y un racionalista —e incluso, como se alega, un intelectual moderno que, entre otros, inició la filosofía política moderna y el estudio de la sociedad (v. D'Ors, 1946; Pagden y Lawrance, 1991; Collins, 1998).

Una respuesta inmediata a estas divisiones de época podría ser que no hacen diferencia alguna. Permítaseme abordar y, hay que reconocerlo, moderar esa respuesta por medio de la inadaptabilidad de caso más famoso para Vitoria como teólogo medieval, la planteada por Schmitt en Der Nomos, una obra en la que se presenta a Vitoria como la apoteosis expresiva de un derecho cuasi-internacional basado en la religión, el derecho de la república cristiana. Este derecho, para Schmitt, es reemplazado completamente por un derecho internacional radicalmente distinto, el ius publicum Europaeum, basado exclusivamente en la secularización de los Estados europeos. Por eso se les pide a los teólogos que abandonen la escena. Decir que Schmitt no es precisamente consistente sobre esta transición sería un considerable eufemismo, pero aquí la consistencia está por fuera de mi asunto. Como lo ve Schmitt, los acólitos del nuevo orden no ofrecen una base coherente para él, y él enmendaría esta deficiencia mostrando cómo ese orden subsiste en lo que puede solo ser una base sacra, un poco literalmente: un nomos de la tierra. Este nomos supone dos maravillosas consecuencias. Una es la combinación del «orden concreto» con «orientaciones» más allá de cualquier orden dado o contenido. La otra maravillosa consecuencia es la capacidad de este nomos de proporcionar un fundamento singular, un fundamento del mundo, generado en la the imperial «tierra-apropiación [imperial] de un nuevo mundo» del continente americano, un fundamente para un «derecho internacional europeo» conformado por entidades estatales completamente distintas pero relacionadas entre sí de algún modo sosteniendo este fundamente de su ser entre sí (Schmitt, 2003: 69, 70, 82-3, 121, 127, 135).15

Ambas de estas consecuencias indican lo sagrado, lo sagrado como un reconocimiento operativo del traer con-en lo existente de lo que siempre está más allá de él. Por lo tanto, el derecho, el soberano, el mito son todos considerados en muchas tradiciones como dadores de forma y de fuerza a lo sagrado. Y ahora debe, por supuesto, admitirse que hay diferencias que deben observarse «en» lo sagrado — si se admite que la religión de Vitoria no es la misma que el secularismo de Schmitt. Más adelante se retomarán las diferencias de este tipo. Por ahora, y persiguiendo la similitud de una manera perversa, podríamos desviarnos de nuevo hacia Vitoria mirando estas dimensiones de lo sagrado en una teología del monoteísmo, y avanzar desde allí para delinear una mezcla de semejanza y diferencia entre lo sagrado y lo secular que demostrará ser crucial para la formación imperial.

El monoteísmo de Vitoria era difícilmente único en su tener que reconciliar en el ser de una deidad la difícil escisión que acabamos de mencionar sobre la relación con lo sagrado. Dios debía ser para Vitoria, como lo revelaron sus conferencias sobre la ley en la tradición escolástica de Tomás de Aquino, un dios de «revelación», un dios de «la ley divina» o la ley eterna, un dios mucho más allá de nosotros si bien aún discernible como «unidad» (164). Este es un dios comparable a diversos monoteísmos donde hallaríamos un dios inconmensurable, indescriptible e inefable, un dios en cuya presencia sólo puede haber la disolución de lo existente —un dios de milagros, de gracia y de naturaleza confundida. Del otro lado de la escisión deífica hay un dios más compatible con el escolasticismo de Vitoria. Este es un dios omnipresente determinado, el dios del orden perfecto, el dios de la constancia, atrapado por «sus» propias leyes, por la «naturaleza», el mismo dios prohibido por Malebranche por «perturbar la simplicidad de sus costumbres» (véase Riley, 1986:40). En los términos tomistas de Vitoria, este dios era el origen de la ley, de la ley natural o de la ley de la naturaleza: «las normas de la ley están en Dios como en la cosa que debe gobernar» (163 — énfasis del autor). Y esa ley natural debe entenderse de una manera que era mucho más amplia que el limitado significado que la «ley» a menudo ha venido a enfrentar después: «Para Vitoria, como para Aquino, the ley natural era la causa eficiente que sustentaba la relación del hombre con el mundo a su alrededor y gobernaba cada práctica en la sociedad humana» (Pagden y Lawrence, 1991:xv).

¿Cómo entonces podría este dios inefable quedar atrapado por «su» creación? El dios de la revelación, el dios más allá de nosotros permanece. ¿Cómo entonces podemos relacionarlos epistémicamente con él y de algún modo abarcarlo? La ley natural terrenal se derivaba de la ley divina. Y aunque la ley divina seguía siendo de la deidad y más allá siempre de nuestra comprensión o incluso de nuestra manifestación, la ley de Dios para nosotros debía hacerse «externamente manifiesta» (155). La doctrina tomista atribuía una fuerza causal a la ley divina en su consecuente ley natural: «Dios no puede destruir el efecto de la causa formal mientras la última exista» (Vitoria, 1960:1100). Podría entonces proyectarse el efecto de que la ley natural está tras la ley divina y por ende detrás de Dios y, por así decirlo, ata la ley divina y la deidad con ese efecto, a la ley natural. Y así Vitoria «pensaría que Dios no podría haber hecho el fuego, que es caliente por naturaleza, frío, o que no fuera cálido por naturaleza; ni la nieve negra; la tierra, clara; ni podría Dios destruir o cambiar en general las tendencias naturales de las cosas» (Vitoria, 1960:1099). Así, incluso si todo esto aún dejara la ley natural terrena como un subproducto de una ley divina trascendente, el acceso o adhesión a esa ley divina no sería necesario ni para la integridad ni para la eficacia de la ley natural, o sin duda la capacidad para conocerla (164). Puede ser conocida ampliamente por la razón humana que la aplica en la naturaleza, y todas las personas, aun cuando no sean cristianas, tienen dicha facultad (155, 164). Claramente, puede existir una ley natural determinable sin la revelación divina, y puede existir incluso ni no existe la deidad. Por lo tanto allí está Vitoria como un supuesto humanista, un teórico político, un incipiente científico social, y demás.16

Bastante acertada, entonces, esta emanación «natural» de Dios se ocupó una constitución señaladamente terrenal. Esto se fue tratado a través del dócil ius gentium. Para Vitoria esta «ley de las naciones (ius gentium)... o es o se deriva de la ley natural, como lo definió el jurista: "Lo que la razón natural ha establecido entre todas las naciones se llama ley de las naciones" (Institutions I.2.1)» (278). La fuente de Vitoria aquí es algo así como una consolidación del derecho romano, y este ordenamiento jurídico legó dos tipos de ius gentium, los cuales fueron adaptados por Vitoria (Stein, 1999:94-5 nota 21; Ulmen, 2003; Nys, 1917). Uno era el derecho consuetudinario para todos los pueblos civilizados o compartido por ellos. El otro se derivaba de una categoría del derecho romano en la que el ius gentium era una ley aplicada a las relaciones entre los romanos y los extranjeros. Esta ley de naciones es similar a la interpretación que hace Vitoria del ius gentium como ius inter gentes, la ley aplicada a las relaciones entre los pueblos (Stein, 1999:12- 13 nota 21). Y lo que le dio contenido a ambos tipos de ius gentium no fue una consolidación de las costumbres de todos los pueblos civilizados ni un recuento exhaustivo de las leyes generadas en las relaciones reales entre los pueblos, sino, más bien, su contenido fue dotado por medio de una extraversión del derecho romano (Honoré, s.f.:3; Stein, 1999:99 nota 21). Esa fuente generadora sirvió para fusionar las dos categorías de ius gentium: las relaciones entre todos los pueblos se midieron en términos de un ius gentium que era supuestamente común a los pueblos civilizados. La predisposición de esa disposición a los usos imperiales aumenta por ser un legado del imperio romano. Esa misma fuente sirvió también para afirmar la calidad no religiosa del ius gentium, aunque la cristianización y el imperio romano tardío sin duda facilitaron esta ostensible secularización.

Formación imperial

Cómo se transpone todo esto a la formación tomada por el imperialismo occidental puede abordarse a través de la imperecedera virtud de Vitoria. Fuera o no un humanista, Vitoria era decididamente humano en la intensidad de la oposición que expresaba a la intensidad más resueltamente genocida de los invasores españoles, su oposición a su «matanza y saqueo» (331, 333). Y en la misma línea, se oponía también a la división del mundo, incluyendo una división papal, en áreas de legitimidad cristiana y en áreas sin ley, y lista para la libre adquisición (259-61).

Vitoria se basó en el ius gentium y en Aquino para afirmar que «los indios», en virtud de su calidad de seres humanos y por ende poseedores de razón, tenían dominium; es decir, tenían gobierno de la propiedad y gobierno de la ley, «pública y privada» —todo lo cual se evidenciaba en su vida en comunidades y la constitución de familias, gobiernos jerárquicos, instituciones legales y algo parecido a la religión (239-250). Y Vitoria descubrió que tal dominium estaba completamente encastado en la naturaleza humana, y no era ordenado por la «gracia» (18). El resultado fue el rechazo de muchos de los pretendidos motivos, espirituales y temporales, de título al continente americano que negarían este dominium.

Aun si esto debiera negar la adquisición monárquica manifiesta de territorios o la generosidad papal en la asignación de las tierras de otros, aún quedarían para Vitoria, y para el ius gentium, ciertos modos de adquirir «justo título». Los términos de la indagación de Vitoria en estos modos no son exactamente propicios para algunos, pues su objeto es identificar «los títulos legítimos mediante los cuales se han sometido los bárbaros al dominio cristiano», de cuyos títulos hay «siete o quizá ocho» (252). Puede ser de algún alivio señalar que a los primeros dos títulos considerados por Vitoria se les da un énfasis predominante. El primero es un derecho que generalmente se describe como el que permite comerciar, viajar y residir en los países de los bárbaros, si bien la variante del libre comercio aquí, liberum commercium, se extiende más allá del comercio en su sentido limitado e incluye el intercambio y la comunicación en general; aún más generosamente, el derecho se extendía al «disfrute» de la propiedad común, y a la ciudadanía de los hijos nacidos de un padre español (278-84).17 Hubo desde entonces una racionalidad constituyente para esto, pues el ius gentium para ser un ius singular pero general, debía haber cierta plenitud de relación y reconocimiento mutuo entre los pueblos. A este respecto, el segundo derecho que fundó un supuesto justo título tiene que considerarse aún más dudoso, el derecho a hacer proselitismo: «Los cristianos tienen derecho a predicar y anunciar el Evangelio en las tierras de los bárbaros» y ello incluso contra su voluntad, siendo la conversión «necesaria para su salvación» —y que los bárbaros fueran «obligados a aceptar la fe» si se la presentaba correctamente (271, 284-5)— heraldo de la «misión civilizadora» del imperialismo. Como lo anunció Vitoria inicialmente, entonces, estos títulos deben considerarse incoados. Esperan perfección en las guerras de conquista y en las subsiguientes adquisiciones territoriales que se producen como resultado de los barbari recalcitrantes que se resisten a la declaración de estos derechos (282-3, 285-6). Por lo tanto, «se torna legal» que los españoles «hagan todo lo necesario para el propósito de la guerra», aun si debiera haber alguna refinada reserva porque «puede suceder que la guerra resultante, con sus masacres y saqueo, obstruya la conversión de los bárbaros en lugar de fomentarla» (286). Así, al final, las objeciones de Vitoria al exceso conquistador se atenúan muchísimo: «Yo mismo no dudo de que la fuerza y las armas eran necesarias para que los españoles continuaran en esas partes; mi temor es que el asunto pueda haber traspasado los límites permisibles de la justicia y la religión» (286). Y Vitoria concluye su «De los indios americanos» con el consuelo de que, si se siguieran sus enseñanzas, la dominación imperial española podría continuar únicamente con unos ajustes marginales (291-2).

Los otros motivos son difusos y por lo general menos exagerados, pero una variedad tiene una importancia adicional e intencional. Esta sostendría un título justificado en la eliminación de las prácticas bárbaras, o en la protección los conversos o de los barbari mismos contra dichas prácticas, o en su defensa contra la «tiranía y la opresión» —una presciencia de la intervención humanitaria (225- 7, 287-8, 347) (Cf. Cavallar, 2002:77 nota 20 sobre la intervención humanitaria). Nuevamente, la guerra era el modo de mejorar títulos —dado que llevaba a la conquista y la posesión. Así, como lo indicarían estas causas de la guerra, los bárbaros no sólo eran lo mismo que los otros en la esfera del ius gentium, también eran diferentes. En términos que incluso entonces estaban lejos de los originales, se encontró que los bárbaros eran semejantes a los dementes o a los niños, caníbales, sexualmente pervertidos y de usos culinarios extravagantes, tanto que se los consideraba casi resistentes a una razón natural reformadora (e.g. 207-30, 290-1) (Véase también Pagden, 1982:86-91, 100-3). En definitiva, «el indio» de las conferencias de Vitoria era incluido en la unicidad de una humanidad universal, pero puesto aparte de ella como diferente.

No es de extrañar, entonces, que la relación entre los pueblos que fueron a conformar el ius gentium no supusiera una reciprocidad respetuosa entre los cristianos y los barbari. Por lo tanto, el comentario de Schmitt sobre la solidez de las «convicciones cristianas de Vitoria» cobra importancia al igual que obviedad: «Nunca se le ocurrió al monje español que los no creyentes debieran tener los mismos derechos de propaganda e intervención para su idolatría y sus falacias religiosas que las que tenían los cristianos españoles para sus misiones» (Schmitt, 2003:113 nota 16).18 Y no es precisamente difícil distinguir cuál perspectiva se adopta cuando los autores escriben del «descubrimiento» del continente americano en términos como que es la «época... de la historia de la humanidad» más importante, cuando había por primera vez una «inclusión del globo entero al alcance de las actividades políticas del hombre» (Nys, 1917:64 nota 31). Lo que, en el resultado, se une aquí es una plenitud de ser posible en el mundo con una exclusividad de posición en la determinación de su existencia. Desde tal posición, la ley natural y el ius gentium se convierten en portadores de un control prerrogativo en el ser que es unificado y universal, pero también determinado o determinable, un control prerrogativo que puede subsistir sin resolver la referencia a una deidad trascendiéndola. La nueva calidad supuestamente secular de esa combinación se considerará en la siguiente y última parte de este ensayo.

Antes de eso, hay otra contribución adicional que hace Vitoria a la formación imperial occidental, una contribución que viene con su proveer el lineamiento de la nación como portadora de esa formación. Podríamos, una vez más, abordar un logro de Vitoria por su atribución a Grocio. Ayudado por algún olvido constructivo, el derecho internacional grociano, como lo vimos, un derecho producido por Estados nación autónomos que se mantenían total independencia en relación unos de otros. Genealogías del comercio conservadas vincularían a Grocio con ese derecho internacional contemporáneo que surgió de la Paz de Westfalia de 1648, aun cuando esto se dio después de sus escritos. Ese cierre de la abrumadora Guerra de los Treinta Años en Europa acentuó la cualidad de separación y soberanía de los Estados nación y principados «europeos» en oposición a una autoridad religiosa generalizada. La independencia contenida del Estado nación, su autónoma compleción, se convirtió en la base para su ingreso a la sociedad de naciones.

Pese a la derivación de esta trayectoria a partir de Grocio, las afirmaciones previas de Vitoria parecerían considerables. Sus escritos, especialmente «Sobre el poder civil» (1-44) y «De la ley de la guerra» (293-327), se acomodaron acertadamente a los ya formados o en formación Estados «soberanos» de Europa que estaban, de diversas formas, subordinando el poder espiritual del papado y del Sacro Imperio Romano a sus pretensiones «temporales» sobre el poder y la autoridad. Al definir una «comunidad de naciones» de este tipo, Vitoria la vio como «una comunidad perfecta» y ofreció la siguiente «aclaración» de dicha comunidad:

¿Qué es una comunidad «perfecta»? Comencemos por señalar que una cosa «perfecta» es aquella en la que nada falta, así como una cosa «imperfecta» es aquella en la que algo falta: «perfecto» significa, entonces, «completo en sí mismo» (quod totum est, perfectum quid). Una comunidad perfecta o comunidad de naciones es por ende aquella que es completa en sí mismas; que no hace parte de otra comunidad de naciones, pero tiene sus propias leyes, su propia política independiente y sus propios magistrados (301).

Grocio no lo hizo mejor. Y, como lo vimos, Vitoria diseñó el ius gentium también como ius inter gentes, la ley que regulaba las relaciones entre pueblos o naciones. Era tal la ley que permitía el reconocimiento de sociedades de «los indios», por atenuado que dicho reconocimiento hubiera resultado ser. Y además, Vitoria rechazó las peticiones a «las Indias» hechas con base en otra cosa que no fuera el ius gentium (e.g. 253, 260, 331-3). En su conjunto, parecería, una anticipación «perfecta» del esquema grociano. Además, el maleable ius gentium de Vitoria, a la vez que se extendía a todas las personas, es sin embargo entendido, o entendido completamente, sólo por algunos, por la gama relativamente tolerante de naciones cristianas y civilizadas. Aunque es inevitable una delimitación por medio de la comprensión, un imperialismo nacional se forma cuando los miembros de esta selecta agrupación se apropian para sí mismos los términos «universales» en los que se reconocerá y entenderá lo que está por revelarse y por venir. Aquí también el ius gentium proporciona los medios en los que aún se aplicaría en los términos de Dios aun si «él» no lo aplicara.

La secularización de lo teológico

Todo lo cual aún deja el considerable asunto de cómo esta formación neodeífica puede subsistir en un mundo —cómo puede formarse sin una referencia trascendente más allá de este mundo. Existe la creencia fácil de que lo que en Occidente marca la formación política moderna aparte de lo premoderno es el apoderamiento, o un progresivo desalojo, del dominio religioso por parte de monarquías o principados absolutistas o cuasi absolutistas y luego, en sucesión de ellas por así decirlo, por parte del Estado-nación de carácter presuntamente secular.

Aunque existe cierta exactitud primordial en esto, es demasiado precipitado. La misma brusquedad de la transición como se observó está involucrada con las afirmaciones incomparables y distintas de un secularismo modernista. Dicho secularismo, sin embargo, se opone a lo religioso no sólo porque los dos son distintos, sino también porque son lo mismo, y esta semejanza les ha permitido actuar con una efectividad común. Antes de la supuesta transición a un secularismo moderno, no era en modo alguno invariable ni siquiera usual el caso de que lo político estuviera subordinado a lo religioso. Y después de esa transición, lo religioso continúa durante mucho tiempo como soporte explícito de lo político. El continuado efecto político de lo religioso se evidencia recientemente en el renacimiento religioso, así llamado —si bien los relatos de este renacimiento tienden a la exageración. Aun así si se acepta la exactitud de la exageración, la actual formación política del imperio o de la nación no asume, aparte de dos excepciones cuestionables, dimensiones explícitamente teocráticas o similares. Lo que ahora se torna crucial en esta sección de recapitulación de este ensayo es el olvido imperativo, si bien una fuerza continua, de un teológico formativo en la construcción del imperialismo occidental.

De cuando en cuando, una aconsejable consideración por los escritos del editor de uno coincide felizmente con el valor intencional de dichos escritos. Aquí, entonces, podemos basarnos en la concepción de «cuasi objetos» de Guardiola-Rivera (Oscar Guardiola-Rivera, 2009; 2007:275). Estos cuasi objetos son necesarios para, e incluso forman parte integral de, los artefactos de una modernidad que negaría tal dependencia de ellos. Un cuasi objeto clave para los actuales fines es el de la ejemplaridad (Guardiola-Rivera, 2009). Para repetir un poco, el imperio occidental debe combinar en su existencia y como parte de ella las dimensiones de la antigua deidad. Debe tener la facultad de extenderse de manera ilimitada, universal, a la vez que es capaz también de asimilar cualquier cosa así encontrada —asimilándola a su inigualable determinancia. Una ejemplaridad modal permite reconciliar estas dos dimensiones en la medida en que la particularidad de lo determinado pueda presentarse como ejemplar de lo universal. De modo general, la misma función mediadora es desempeñada por otros cuasi objetos como las demandas de una historia integral puesta como ejemplo cerca del inicio de este ensayo —una historia genéricamente indistinguible desde el mito «premoderno» del origen (Fitzpatrick, 1998).

Los cuasi objetos de este tipo no pueden compensar, sea de hecho o por efecto, la ausencia de la referencia trascendente. Dicha referencia es impulsada por la misma constitución de imperio, por su mismo proceso de formación continuada, y por su tener que afirmar la capacidad amplia para hacer cualquier cosa inmanente a sí misma. Y así, como lo estipulan Deleuze y Guattari, «siempre que se interpreta la inmanencia como inmanente a Algo, podemos estar seguros de que ese Algo reintroduce lo trascendente» (Deleuze y Guattari, 1994:45). Los cuasi objetos siguen convocándose para evitar este sino. Para evitarlo actuarían de dos maneras. Una podría denominarse la vacuidad de la referencia negativa, la otra podría denominarse el refugio de la cuasi trascendencia.

En cuanto a la vacuidad salvadora de la referencia negativa, esto supone la exclusión de ciertos otros concebidos en términos como el salvajismo y la barbarie. El imperio puede entonces arrogarse el universal porque la referencia negativa lo libera de su ipseidad delimitada, y por ende de la imposibilidad de ser positivamente universal —lo libera sin duda de la necesidad de cualquier contenido positivo en absoluto. Como constituyentemente otro a la compleción de lo universal, los excluidos sólo pueden absolutamente aparte, sin lugar en una humanidad universal. Sin embargo, lo universal como universal debe incluir también todo y extenderse a lo que está bastante excluido en su afirmación finita. De manera operativa, la conjunción de la exclusión y la inclusión es un inadmitido y constante sacrificio olvidado. Un tipo de existencia se afirma en la relegación sacrificial del otro —otro que es llamado, sin embargo, para sufrir como víctima sacrificial. Como cualquier otra víctima sacrificial, debe ser capaz de estar relacionada con el sacrificador y al mismo tiempo puesta aparte de él: ningún atributo por completo «idéntico ni totalmente diferente», para tomar las palabras de Todorov (1984:144-5).

Aun así, siguiendo con los términos de Todorov, este sacrificio inadmitido de o para el universal finito no puede dar fe «de la fuerza del tejido social», no puede proporcionar ese punto palpable de coherencia simbólica o social que sería el sacrificio efectivo; todo lo cual, de nuevo usando los términos de Todorov, «revela» lo que es ahora «la debilidad de ese mismo tejido social» (Todorov, 1984:156). Ese tejido se desgarra entre extremos de exclusión e inclusión, los rudimentos de lo cual pueden derivarse de una afamada representación en Orientalism de Said, donde el Occidente se construye en forma circular: es decir, se construye en una referencia oposicional a un Oriente también construido por él (Said, 1985). Tal circularidad es testimonio aquí no tanto de la falla de la explicación de Said, como de la usurpación de un poder superior de la auto-constitución en una forma que subordina por completo al otro. En el resultado, el tejido sigue roto. De un lado son los portadores de lo universal, aquellos cuya acción está dotada de una inmanencia cerrada, de una plenitud envuelta —aquellos cuya acción no se ve afectada por aquello en lo que tienen efecto. Del otro lado están aquellos sobre quienes se influye, los portadores de la ambivalencia en la identidad occidental, los excluidos a quienes se invita a ser los mismos, pero se les repele como diferentes, a quienes se les ordena perpetuamente que alcancen aquello que se les niega intrínsecamente.

No tienen que subrayarse las resonancias en todo esto con la plantilla imperial de Vitoria, y en forma similar difícilmente necesitan énfasis al llegar ahora a la segunda manera como los cuasi objetos sostienen la formación de imperio: esto es por medio de recurrir al refugio de la cuasi trascendencia. El considerable cuasi objeto aquí implicado es la naturaleza. Un mundo post religioso del Occidente ha sido dotado de contenido por presentación científica de la naturaleza, incluyendo la naturaleza de los tipos de personas supuestamente diferentes. Las historia casi generalizada aquí es que las restricciones aristotélicas y tomistas sobre lo que puede concebirse generativamente como naturaleza, su afirmación mántrica de una «autoridad» desarraigada, le da vía a una ciencia de la naturaleza abierta y dinámica basada en la percepción de los fenómenos naturales. Como sucede con las historias de transición política a una modernidad occidental, existe alguna continuación de la creencia en la soberanía de Dios sobre la naturaleza, o su identificación con ella. Esto, sin embargo, es ahora el notorio «Dios de los vacíos», un dios que conserva una importancia independiente sólo hasta el punto cada vez menor de que la ciencia no explique los fenómenos naturales. La expectativa inherente aquí es que esta mengua de la deidad «lo» dejará, o ya lo ha dejado, bastante superado por una explicación científica. La «asunción de dominio» de esta ciencia, entonces, es que puede sustituir la deidad sin pretender trascendencia porque es puramente demostrativa.19 Sin embargo hay una creencia trascendente en esta misma pretensión de lo demostrable, una pretensión de lo que hasta el momento no es, y de lo que puede no llegar a ser nunca. También inherente a la pretensión hay una razón trascendente última que permitiría la demostración completa y global, cuando quiera que llegue.20 Nuevamente, los paralelos con Vitoria son difícilmente remotos. Tanto Vitoria como esta ciencia se comparan con la incompletitud, contra lo intrínsecamente inacabado: «quod totum est, perfectum quid» (301).

Y así, para tomar un final de las últimas líneas de La memoria, la historia, el olvido de Ricoeur:

Bajo la historia, la memoria y el olvido.

Bajo la memoria y el olvido, la life.

Pero escribir una vida es otra historia.

Incompletitud (Ricoeur, 2004:506 El uso de itálicas es de Ricoeur).

 


1 Este artículo es producto de la investigación realizada por el autor sobre Derecho Internacional y el Nuevo Imperialismo. Muchas gracias a Pablo Ghetti por la guía en la orientación teológica de Schmitt, a María Carolina Olarte y a Sarah Ramshaw por el infatigable y revelador rastreo de fuentes, y a Georg Cavallar por la agudeza y la percepción de sus comentarios sobre una versión anterior de gran parte del presente artículo.

2 (Nota del Editor) Peter Fitzpatrick (PhD.) actualmente es Anniversary Professor of Law en Birkbeck College, en la Universidad de Londres y Honorary Professor of Law en la Universidad de Kent. En 2007 recibió el galardón James Boyd White de la Association for the Study of Law, Culture and the Humanities. Ha enseñado en universidades en Europa, América del Norte y Papua Nueva Guinea. Sus libros han estado centrados en temas como la filosofía del derecho, el derecho y la teoría social, el derecho, el racismo y el imperialismo, de los cuáles el último es Law as Resistance: Modernism, Imperialism, Legalism (Ashgate, 2008) y con Ben Golder, Foucault's Law (Routledge, 2009). Fuera de la academia, ha practicado el derecho internacional e hizo parte de la oficina del Primer Ministro de Papua New Guinea por varios años. Así como sus temas de interés son el derecho y la teoría social en especial las formas globales del imperialismo legal, el derecho internacional y el nuevo imperialismo, también trabaja sobre posestructuralismo y teoría postcolonial, soberanía y derechos indígenas y filosofía política.

3 Nietzsche escribe aquí sobre psicología del individuo pero pasa a agrupar esta dinámica en lo que podría llamarse memoria social o histórica. Para eludir la duda, como lo dicen de manera optimista los juristas, quizás deba hacerse énfasis en que el olvido aquí es una fuerza constitutiva positiva y no es simplemente un problema de una forma social existente que supone la supresión de su contrario.

4 Este encabezado se ha tomado del título de Vladimir Nabokov, Speak, Memory: An Autobiography Revisited (Nueva York: Vintage Books 1989).

5 Para un enunciado más directo del caso, véase Friedrich Nietzsche, «Sobre los usos y desventajas de la historia para la vida», (1997:62).

6 Esto viene de la maravillosa concentración que hace Foucault del pensamiento de Nietzsche sobre la historia: «Nietzsche, genealogía, historia» en Foucault, 1997:152-3.

7 Para ampliar la formación dinámica lo sagrado a nivel más general, véase Fitzpatrick, 2001:57-62.

8 Habla sobre la formación de la ley.

9 Véase Harris, 2001:100; nota 6. Y, para consultar una elaboración del punto junto con su perpetua fascinación filosófica, véase Fitzpatrick, 2001:84- 90, nota 10.

10 Hay muchos conceptos derrideanos que reconocería lo olvidado como parte constitutiva de lo recordado, pero quizá el más señalado aquí sería la «fantología» y lo espectral: veáse en general Derrida, 1994, especialmente el capítulo 3. Muchas nociones freudianas también se sientan como premisas de manera similar y este recordar y olvidar combinados se extendería a lo colectivo o a lo comunitario: véase Freud, 1985.

11 Para ampliar esta expectativa, para el mundo y para Vitoria, véase e.g. Schmitt, 2003. Y más sustancialmente en lo que al mundo se refiere, y con especial énfasis en España, véase Kamen, 2003. Más que desalentadoramente para la actual empresa, Kamen señala que «los profesores dominicos en la universidad de Salamanca» con su «"teoría del imperio"... tenían poca influencia en el mundo real» de la colonización imperial (492). Pero la influencia que él recalca es una en la cual se hizo el intento de hacer que «el imperialismo español funcionara de acuerdo a preceptos... éticos» (492). El argumento en el presente artículo será que este intento debe considerarse únicamente como parte de una «influencia» mucho más amplia en la formación imperial moderna. También es el caso de que Kamen tampoco considera la influencia de Vitoria específicamente ni la «larga tradición de la legitimación ritual del dominio real a la que contribuyó con sus "re-lecturas"»: véase Pagden y Lawrance, 1991: xvii-xviii; nota 16.

12 Esta decadencia suele relacionarse con la de la «Escuela de Salamanca» y del escolasticismo, algo que se retomará más adelante en este escrito.

13 Esa percepción ampliamente aceptada de Vattel debió ser calificada por el refinado compromiso en Georg Cavallar (2002:306-17). Las líneas generales de esa calificación atribuirían a Vattel un otorgamiento de significado a lo internacional, y como tal se incorporará la calificación en la parte posterior de este artículo.

14 Existe ahora una excelente antología de las obras de Vitoria de particular relevancia aquí, o de fragmentos importantes de ellas, editadas por Anthony Pagden y Jeremy Lawrance: Francisco de Vitoria, Political Writings, trad. Jeremy Lawrance (Cambridge: Cambridge University Press 1991). Para evitar un voluminoso número de notas a pie, las referencias a las obras de Vitoria serán de las páginas adecuadas de esta antología, y esos números de páginas se encerrarán entre paréntesis en el texto y las notas. Esto suele tener la ventaja adicional de permitir una referencia más precisa que la citación de las con frecuencia extensas secciones numeradas en las que se dividen las reproducciones de las conferencias de Vitoria. Las obras de Vitoria en esta antología en las que nos basamos en el resto de este artículo son «Del poder civil» (1-44), «De la ley» (153- 204), «De las leyes dietéticas, o la continencia» (205- 30), «De los indios americanos» (231-92), «De la ley de la guerra» (293-327), «Carta a Miguel de Arcos» (331-3), y «Conferencia sobre la evangelización de los no creyentes» (339-51). Existe una obra adicional que tendrá gran relevancia para el presente escrito, la cual no se incluyó en la antología, «Del homicidio» - véase la nota 28 infra.

15 Para un ejemplo sobresaliente de inconsistencia, véase la referencia de Schmitt a D'Ors (2003:114). De la «importancia trascendente» del orden «europeo» del derecho internacional, véase Meier, 1998:124-5. Suficientemente acertado, el secularismo de Schmitt es una cualidad impugnada. Además de relegar a los teólogos, se describió a sí mismo como «un teólogo de la ciencia jurídica»: véase Kervégan, 1999:70-1. Y en línea ahora más con el argumento que sigue en el texto, Schmitt interpretó de manera convicente lo político moderno y sus formas como una teología secularizada: Schmitt, 1985; 1996.

16 Véase la nota 14.

17 No es que las naciones europeas extendieran la panoplia a todo el resto, por supuesto.

18 Véase Pagden (1993:74) donde cita a Las Casas: «No ha dado Diosa a ningún hombre muerto o vivo (y ello sólo por Su bondad y no por mérito alguno de mi parte) tanta experiencia y comprensión de los hechos y la Ley natural, divina y humana, como las que tengo de las cosas de estos indios».

19 La frase «asunción de dominio» está tomada de Gouldner, 1971:31.

20 No toda la ciencia por supuesto: cf. Darwin, 1998:149-51, 367-9.


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