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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.11 Bogotá July/Dec. 2009

 

Hegel en América1

Hegel in America

Hegel na América

Bruno Bosteels2

Cornell University, Itaca, New York,3 USA bb228@cornell.edu

Recibido: 18 de marzo de 2009 Aceptado: 26 de agosto de 2009


Resumen:

Este artículo reinterpreta a Hegel y su visión de la historia desde el sur global. El escrito sitúa las Lecciones de Filosofía de la Historia de Hegel en el contexto de la expansión colonial europea a las Américas en 1492 y el surgimiento del imperio estadounidense desde 1898 hasta hoy. El artículo desarrolla una crítica a la visión hegeliana del futuro y provincializa el hegelianismo sacándolo de la narrativa de la historia universal y situándolo en la historia de los imperialismos occidentales El artículo hace una lectura de Hegel contra Hegel mismo como pensador de la no-identidad, de la alteridad. La singularidad como categoría que niega tanto lo general como lo particular es defendida frente a cierta lectura sobre Hegel que piensa el concepto como la subsunción de lo particular en lo general. El artículo hace una lectura de la novela de José Revueltas Los Errores como antecedente de las preguntas que Alain Badiou se hizo 40 años después. Finaliza defendiendo un comunismo de izquierda.

Palabras clave: Hegel, subalterno, singular, Jose Revueltas, Alain Badiou


Abstract:

This paper reinterprets Hegel and his vision of history from the global South. The paper locates Hegel's Lectures on the Philosophy of History in the context of the European colonial expansion to the Americas in 1492 and the U.S. empire emergence from 1898 up to present. It develops a criticism about the Hegelian vision of the future and provincializes Hegelianism by taking out of the universal history narrative and placing it in the history of Western imperialisms. Hegel is read against himself as a thinker of nonidentity, of alterity. Singularity as a category denying both the general and the particular is defended against a certain reading on Hegel, that conceives concept as a subsumption of the particular into the general. It analyses José Revueltas' novel Los Errores, as preceding the questions Alain Badiou would ask himself 40 years later. It finishes advocating for a Left-wing comunism.

Key words: Hegel, subaltern, singular, Jose Revueltas, Alain Badiou.


Resumo:

Este ensaio reinterpreta Hegel e sua visão da história a partir do sul global. O ensaio situa as «Lições de Filosofia da Historia» de Hegel no contexto da expansão colonial européia nas Américas, em 1492, e do surgimento do império americano, de 1898 até nossos dias. O artigo tece uma crítica à visão hegeliana de futuro, concebendo o hegelianismo como algo local, sem o caráter de narrativa da história universal, de modo a situá-lo na história dos imperialismos ocidentais. O artigo realiza uma leitura de Hegel contra ele próprio como pensador da não-identidade, da alteridade. A singularidade, como categoria que nega tanto o geral quanto o particular, é defendida frente a uma leitura de Hegel que entende o conceito como a subsunção do particular no geral. O artigo faz uma leitura do romance Los Errores, de José Revueltas, como antecessor das perguntas que Alain Badiou faria quarenta anos depois. Por fim, defende um comunismo de esquerda.

Palavras-chave: Hegel, subalterno, singular, José Revueltas, Alain Badiou.


Introducción: Hegel con Hergé

Hegel debe leerse a contra corriente, y de forma tal que cada operación lógica, por formal que parezca, se reduzca a su núcleo experiencial.

- Theodor W. Adorno, Hegel: Tres estudios

Sólo puede leerse contra la corriente si los desajustes presentes en el texto señalan el camino. - Gayatri Chakravorty Spivak, «Estudios subalternos»

La expresión «Hegel en América» debería resonar con algo de la incongruencia cómica asociada -desde el extremo opuesto del espectro ideológico- con títulos como Tintín en América, sin mencionar Tintín en el Congo, que permitió a su autor Hergé, en la época de la infame iniciativa belga en África, dar rienda suelta a su inconsciente colonial (Cf. Met, 1996).4 El elemento de incongruencia debe ser aún más impactante si con «América» nos referimos a «Latinoamérica», que no debemos olvidar que incluye una gran parte de «Norteamérica», es decir, el México moderno. Iluminando sus palabras en una silueta vacía de los Estados Unidos sobre una gigantesca valla computarizada, el artista Alfredo Jaar, de origen chileno, aún sintió la necesidad no hace mucho de recordarle a los transeúntes en el Time Square de la ciudad de Nueva York, en un divertimiento o détournement geopolítico ese juego de palabras verbal-visual de otro fumador de pipa belga, el surrealista René Magritte: «Esto no es América».5 La pregunta real, sin embargo, es si tales efectos burlescos aún tienen el poder de sacudirnos del nuevo letargo dogmático que, con los temas de la finitud, el desasosiego y la plasticidad amorosamente tejidos en sus cobijitas favoritas, ahora parece haber conquistado muchas de las más ilustres cabezas en la familia de los académicos hegelianos -una familia que aún tiende a percibirse a sí misma como asentada predominantemente, si no exclusivamente, en Europa occidental y en los Estados Unidos de América.

De hecho, un planteamiento casi idéntico, «Hegel y América», ya existe como título de un ensayo de José Ortega y Gasset, sin duda el filósofo más destacado de los que surgieron en la «generación del 981», llamada así por el presunto «desastre» que supusiera la pérdida sufrida por España de sus últimas colonias: Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, al ser derrotados en la Guerra Hispano-estadounidense de 1898 (Ortega y Gasset, 1995).6 Ortega y Gasset, quien también hará gala de una buena sensibilidad hacia los efectos cómicos, prepara con destreza y mucho cuidado su texto para tomarle el pelo a su lector a lo largo de varias páginas hasta el gran final en el que cita el ahora bien conocido pasaje del comienzo de las Lecciones sobre la filosofía de la historia de Hegel, donde el filósofo alemán excluye a América de la esfera de la historia y la filosofía, al tiempo que designa el continente como «la tierra del futuro» en lo que no puede más que llamarse una frívola sobrecompensación, con efectos colaterales inadvertidos de patear, por el cargo de conciencia en el que incurrió con esta exclusión. Ortega y Gasset cita lacónicamente las siguientes palabras de Hegel, sin más comentarios, como líneas finales de su ensayo:

América es por consiguiente el país del porvenir, donde, en épocas que yacen ante nosotros, el fardo de la Historia Mundial se revelará -tal vez en contienda entre Norte y Sur América. Es una tierra del deseo para todos los que están cansados de la covacha histórica de la vieja Europa. Se asegura que Napoleón dijo: «Cette vieille Europa m'ennuie». Le corresponde a América apartarse del suelo en que hasta hoy se ha desarrollado la Historia Universal. Lo que ha tenido lugar en el Nuevo Mundo hasta el presente es sólo un eco del Viejo Mundo -la expresión de una Vida ajena; y un país del porvenir no tiene interés para nosotros aquí, pues, en lo que respecta a la Historia, nuestro interés debe ser con lo que ha sido y lo que es. En lo que respecta a la Filosofía, empero, tenemos que vérnosla con lo que (en sentido estricto) no es pasado ni futuro, sino con lo que es, lo que tiene una existencia eterna-con la Razón; y eso es suficiente para ocuparnos (Cf. Hegel, 1991).

En realidad, como Enrique Dussel, entre otros, insistiría muchos años después de Ortega y Gasset, Hegel no descarta tanto como esconde el rol determinante del descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo en el surgimiento histórico de esa Vieja Europa que hoy en día parece aburrir e irritar a tipos como Donald Rumsfeld o Francis Fukuyama, casi tanto como antaño lo hiciera con el de otro modo incomparable Napoleón. América, entonces, no es la tierra del porvenir tanto como el pasado necesario de un presente geopolítico, el cifrado en la notación abreviada de «1492», cuya subsiguiente eliminación de la memoria histórica -después de la consolidación del capitalismo como sistema o totalidad mundo histórica- es en últimas lo que permite la autoafirmación de Europa, desde entonces dotada de «una existencia eterna» que por sí sola sería digna de especulación filosófica.

Ortega y Gasset sostiene además, de manera particularmente provocadora, que este tratamiento de América revela una paradoja fundamental en toda la filosofía de la historia de Hegel. En el último, simplemente no hay lugar donde poner a América -excepto, precisamente, en y como lugar: no en la historia sino en la geografía. Así, sin desear entrar en la amarga discusión de si tal tratamiento es en realidad mejor o peor que el dado a Asia, que al menos cuenta en algo como la etapa primitiva de inmadurez y niñez en la historia del mundo-espíritu, es decir, como «Historia ahistórica», no debemos olvidar que Hegel relega a América junto con África a una sección anterior en su Filosofía de la historia, bajo el encabezado «Base geográfica de la historia» (Hegel, 1991). Aún más importante, la ambigüedad de la expresión misma de «la tierra del futuro» para designar a América concreta una vacilación crucial de parte de Hegel, como si no estuviera en absoluto seguro de que, aunque inscrita en el simple espacio o la geografía desprovista de espíritu, el continente en cuestión no podría abrir también una perspectiva en el futuro del espíritu, incluyendo no solo la lucha predecible entre Norte y Sur América, sino también un futuro que acecharía a la misma Vieja Europa. Esta última dimensión de la futuridad, que anticiparía la posibilidad no tanto del fin de la historia tanto como de un fin de la historia tal como está previsto en la apología que hace Hegel del Estado Prusiano, por esa misma razón no puede ni debe llegar a formar parte de la estructura principal de La filosofía de la historia. Cuando Hegel dice de los Estados Unidos, por ejemplo, que no están lo suficientemente avanzados para sentir la necesidad de una monarquía, parece incapaz de avizorar para ellos cualquier futuro diferente de una repetición de la trayectoria ya seguida en Europa: «La idea de que Prusia podría, con el tiempo, llegar a sacudirse de su monarquía como uno se sacude de un mal sueño no debe habérsele pasado a Hegel por la cabeza» (Ortega y Gasset, 1995:23). Si una idea de ese tipo en realidad se hubiera permitido pasar por su cabeza, América cancelaría, quizá aún sin superación, el eterno presente de la Europa de Hegel. En cuanto marcara un real más allá de la realidad de la razón, debe haberse mantenido de algún modo a raya, puesta en el lugar que le corresponde -como parte de la geografía.

América, en otras palabras, bien podría contener una vasta extensión de tierra, pero seguiría siendo eso: una tierra, un espacio o un continente, y uno cuyo contenido, además, no podría permitirse que se desbordara, o se escapara, al Viejo Mundo. Esa es entonces la paradoja que se revela en el tratamiento que hace Hegel de América:

Aquí tocamos un punto concreto sobre la enorme limitación del pensamiento hegeliano: su ceguera sobre el futuro. El futuro que llega lo perturba porque es lo que es verdaderamente irracional y, por ende, lo que más estima un filósofo cuando pone el frenético apetito por la verdad por delante del impulso imperialista de un sistema. Hegel se hace hermético al mañana, se agita y se inquieta cuando descubre algo del alba, pierde la serenidad y cierra dogmáticamente las ventanas para que no entren volando objeciones con nuevas y luminosas posibilidades (Ortega y Gasset, 1995:23).

Hegel por supuesto no habla de América como tierra, sino como la tierra del futuro, por lo que no puede decírsele que descarte totalmente la dimensión de la futuridad, ni siquiera en La filosofía de la historia. Al hacer retroceder el futuro a una sección en la geografía antes que en la historia, sin embargo, de golpe y mediante el mismo toque genial limita el alcance de toda su tarea del pasado (la historia) y del presente (la filosofía) -sin un futuro lo suficientemente relevante del que hablar en la estructura principal del texto. «El caso de Hegel revela claramente el error que consiste en igualar lo histórico con el pasado», escribe Ortega y Gasset: «Así sucede que esta filosofía de la historia no tiene futuro, no tiene escape. Allí radica el peculiar interés de estudiar la manera como Hegel aborda a América, que, si es algo, es indudablemente algo futuro» (Ortega y Gasset, 1995:15). Absolutamente inimaginable desde la perspectiva de Hegel y quizá por esta misma razón cómica, la alternativa habría sido terminar sus lecciones sobre la filosofía de la historia no con la sección existente sobre «El principio de la libertad espiritual» como se cristalizó en «El mundo alemán» sino, digamos, con una sección adicional llamada «¿Qué sigue?» que podría haber llevado el subtítulo de: «El mundo americano».

Anticipando ese escepticismo, puede leerse a Ortega y Gasset como quien marcó la pauta para posteriores cuestionamientos de los límites y puntos ciegos en la filosofía de la historia de Hegel, en particular vista desde el Sur global -incluyendo, en este caso, el privilegiado lugar estratégico de la España post- 1898. Las razones tras este envidiable privilegio epistémico deben ser bastante obvias. Lo que está cifrado en el presunto desastre de «1898» nos da un vistazo retrospectivo de la verdad de «1492» que afecta directamente con una venganza, pues España pierde definitivamente su condición de potencia colonial mundial: «En el último cuarto de siglo, mientras que las potencias capitalistas de Europa y de los Estados Unidos ya se han afirmado e incluso están en el proceso de expansión imperialista, se hace evidente que no sólo los países latinoamericanos, sino incluso la misma España no pueden contarse entre esas potencias: han sido marginadas de la línea principal de la historia, y constituyen lo que se llamará, entrando al siglo XX, países subdesarrollados» (Fernández Retamar, 1984:76). No es de extrañar que debiera ser Ortega y Gasset quien, poco antes de tener que escapar de la España fascista hacia Suramérica, muestra que no puede elogiarse la filosofía de la historia de Hegel sin también tener en cuenta sus más disparatadas cegueras. «Hegel y América», en este sentido, no es sino premonitoria de los tipos de lecturas que se producirían en la última mitad del siglo XX. En efecto, el escepticismo se convertirá en total sarcasmo una vez se compare la providencial historia del mundo-espíritu en función de la teodicea desde la perspectiva de los dilemas del colonialismo, la dependencia y el desarrollo del subdesarrollo que desde entonces se han hecho ineludibles aun para los más devotos y dignos de devoción lectores de Hegel en el sur global.

Es entonces quizá no muy cómico pero sí irónico que Catherine Malabou, en su de otro modo estupendo libro sobre El futuro de Hegel, no considere ni por un momento lo que para Hegel mismo constituye la tierra del futuro, i.e., América. Pero de nuevo entonces, Malabou presta sólo escasa atención a La filosofía de la historia. Aparte de una breve mención sobre la posibilidad de que hubiera algo «torpe» en la perspectiva de Hegel, que «corta abruptamente siglos enteros y momentos especulativos», se apresura a añadir que «la historia y la filosofía se intersecan, una intersección que justifica inmediatamente este enfoque» (Malabou, 2005:79). De hecho, ella no parece sentir necesidad de distanciarse de la estructura predominante del estudio que hace Hegel de la historia del mundo-espíritu: «El surgimiento de la subjetividad moderna está, para Hegel, fundamental y profundamente conectado con la llegada del Cristianismo. En las Lecciones sobre la filosofía de la historia, Hegel traza la evolución desde el mundo griego al romano, donde aparece el principio de la"introspección espiritual" -si bien sólo como la condición de la"personalidad" abstracta o ego», mientras que este principio alcanzará «la condición de libertad, el"principio superior" y el contenido revelado en la Religión Revelada» sólo de manera retrospectiva, en la filosofía, cuando se eleve al concepto absoluto como subjetividad: «Dada su forma por Descartes, radicalizada en su significado por Kant, la materia aparecerá de aquí en adelante como un principio independiente y como la autonomía absoluta del pensamiento» (Malabou, 2005:79). De manera similar, al analizar la luminosa posibilidad de una «historia del tiempo» y, más específicamente, de una «historia del futuro», que Jacques Derrida recibe con entusiasta aprobación en el prefacio a la traducción inglesa de El futuro de Hegel, Malabou reduce las opciones disponibles a dos momentos fundamentales, lo griego y lo moderno, sin detenerse por un momento a considerar el rol de Asia, África o América -sin mencionar el intervalo temporal de siglos de acumulación primitiva durante las Edades Medias- en el movimiento de una a la otra:

«Ver (lo que va a) venir», la estructura de la anticipación subjetiva, que es la posibilidad original de todo encuentro, no es la misma en cada momento de su historia, no «ve (lo que va a) venir» en la misma forma, no tiene el mismo futuro. La subjetividad viene ella misma (adviene) en dos momentos fundamentales: el momento griego y el momento moderno, que demuestran ser, ambas en su unidad lógica y en su sucesión cronológica, «sujeto como sustancia» y «sustancia como sujeto» (Malabou, 2005:16).

De ese modo, aun cuando Malabou -así como lo hicieron Alexandre Kojève y Jean Hyppolite antes que ella pero por razones distintas- sostiene que la dimensión de la futuridad no sólo no está excluida, sino que es en realidad un componente crucial de la filosofía de Hegel, esta interpretación no altera de manera importante la visión que plantea este último de la historia mundial o del papel de América en ella, o, como resulta una vez más, por fuera de ella. En contraste, centrarse en América o en el sur global, como lo veremos con mayor detalle en la siguiente parte, transforma de manera radical nuestra interpretación de todo Hegel.

En lo que concierne al elemento de la comedia, podríamos decir que entra en juego cuando lo que a primera vista podría parecer simplemente torpe o extraño al final resulta ser parte esencial del movimiento especulativo más abstracto del concepto mismo, al que por ende entorpece y eleva al mismo tiempo. Ortega y Gasset entiende esto extremadamente bien, por ejemplo, cuando cita la siguiente descripción de La filosofía de la historia en la que Hegel, en alusión a las fuentes no identificadas de los relatos de viajes de su tiempo, subraya la inferioridad no sólo de los habitantes humanos sino también de la fauna del Nuevo Mundo:

En los mismos animales se nota una inferioridad igual a la de la gente. La vida animal incluye leones, tigres, cocodrilos, etc., pero estas criaturas salvajes, si bien son notablemente similares a algunos tipos del viejo mundo, son, no obstante, en todos los sentidos más pequeñas, más débiles, más impotentes. Testifican que los animales comestibles del Nuevo Mundo no son tan nutritivos como los del viejo mundo. En América hay grandes rebaños de ganado vacuno; pero la carne de reses europeas se considera un bocado exquisito allá (Ortega y Gasset, 1995:20).

Con base en este tipo de observación, Ortega y Gasset sigue infiriendo un principio interpretativo general para la lectura de Hegel. En efecto, inmediatamente después de explicar cómo «vemos que los grandes errores en su obra no se desprenden de su método especulativo sino más bien de las limitaciones de las que adolece todo conocimiento empírico», continúa con un supremo sentido del humor como para rescatar el elemento del error no como limitación, sino como el principal encanto de la filosofía de la historia de Hegel:

Pero, como esto no tiene nada que ver con conferir a Hegel un certificado académico de competencia, sino más bien con abordar con interés su enorme espíritu para avistar la refracción momentánea del universo en ese medio ejemplar, estas limitaciones nos producen placer porque dan autenticidad histórica y esencial al espectáculo. Las gaucheries de las fotografías viejas son, al mismo tiempo, su mayor encanto. Estas, y no los elementos que parecen correctos y modernos, nos desligan del presente y nos transportan con voluptuosa magia histórica a ese tiempo ahora pasado. Parece que ahora respetamos de manera similar a Hegel, en su magnífica boina moscovita, leyendo en su oficina una historia de viajes a través de América, donde se señala que el beefsteak europeo goza de preferencia en América frente al bifé del lugar (Ortega y Gasset, 1995:20).7

La verdad de Hegel, así, radicaría en los detalles torpes e incongruentes de su falsedad. Como escribe Ortega y Gasset: «Su filosofía es imperial, cesaresca, gengiskanesca. Y tanto así fue que, finalmente, dominó políticamente al estado prusiano, dictatorialmente, desde su cátedra universitaria», pero eso no quiere decir que no haya también un momento de verdad en los errores de esta ambición imperial: «Y aun así, aun así... Hegel nunca termina completamente vacío. En sus errores, como el león con sus bocados de carne, siempre lleva entre los dientes un buen pedazo de verdad palpitante» (Ortega y Gasset, 1995:11,23).

Provincializar a Hegel

La tesis de Hegel de que ningún hombre puede «pasar por encima el espíritu de su pueblo, no más de lo que puede pasar por encima del globo», es un provincialismo en la era de los conflictos globales y de una potencial constitución global del mundo.

- Theodor W. Adorno, Dialéctica negativa

Cuando se miran desde la posición estratégica de Latinoamérica, el lugar común o las manidas objeciones absolutas contra Hegel -contra su panlogicismo, contra su visión de la historia como teodicea, contra su apología por el orden ético inherente al Estado- se complican aún más y se les da su correcto escenario mundo-histórico, por así decir, donde parecen tener que representar el mismo papel una y otra vez, ya como tragedia ya como farsa. La crítica que con mayor frecuencia se repite sobre el pensamiento de Hegel en los círculos latinoamericanos no se aplica sin duda a su método dialéctico o a su inveterado idealismo, sino más bien e inseparablemente a su filosofía de la historia con su concepto esencial del mundo espíritu que subraya la identidad de lo real y lo racional. Aun comentarios sobre la Lógica de Hegel o de su Fenomenología del espíritu siempre deben sufrir los efectos retroactivos de una mirada incapaz de apartarse de esas notables páginas iniciales de La filosofía de la historia. Al decir esto no me refiero a la vasta estructura de introducciones académicas y tratados exegéticos sobre Hegel que también pueden encontrarse en Latinoamérica.8 En lugar de eso, me ocuparé simplemente de unos cuantos momentos notables en la historia de los usos políticos e ideológicos del pensamiento de Hegel en Latinoamérica como parte de un proyecto colectivo en la autodefinición de la Izquierda. Por supuesto soy conciente de que, en su mayor parte, esta historia aún está por escribirse.

José Pablo Feinmann, escribiendo a raíz de la teoría de la dependencia y las luchas antiimperialistas en todo el continente, dedica varias páginas de su Filosofía y nación a una «Breve (muy breve) historia política y social de la filosofía europea: de Descartes a Hegel» (Feinmann, 1996:149-164). Feinmann audazmente se mueve a través de esta parte específica de la historia de la moderna filosofía europea leyéndola como la expresión, en el pensamiento, de la historia del imperialismo occidental. Así, mientras con Descartes la res cogitans necesariamente aún confronta la inercia de la res extensa, para Kant la razón comienza a fijar sus leyes a la naturaleza siguiendo las ideas de su revolución copernicana. Aun para este pensador de la Iluminación, sin embargo, la cosa en sí misma sigue confrontando los poderes de la razón como incognoscibles: «Con Kant, por consiguiente, la racionalidad europea sigue sin atreverse a constituirse en el terreno del todo real» (Feinmann, 1996:153). No es sino hasta Hegel que el en sí se superará y se pasará al para sí de la razón: «Ya no hay más en sí ni hay regiones del ser vedadas a la razón. La razón ahora posee el ser y ha tallado su teleología en ella: el ser, de este modo, se ha transformado en la razón», escribe Feinmann: «En Hegel, sin duda, el proceso del avasallamiento del en sí por el sujeto alcanza su culminación» (Feinmann, 1996:155). Ya no hay entonces oposición o escisión absoluta entre el ser y el pensamiento, o entre la sustancia y el sujeto.

Feinmann, muy consciente de las objeciones que no pueden dejar de elevarse en respuesta a todo esto, afirma categóricamente que no hay nada de mecánico o reductor en leer la historia del expansionismo europeo en la historia de la filosofía y viceversa. «La transformación de la sustancia en el sujeto expresa, filosóficamente, la apropiación de la historia en nombre de la humanidad europea. No hay reduccionismo al afirmar eso; en la filosofía hegeliana, el desarrollo del espíritu se identifica con el de la historia europea», en la medida en que Europa designa este proceso mismo de apropiación o imposición: «Ahora ya no hay en sí. Ahora puede desplegarse el magnífico andamiaje de la lógica hegeliana: las leyes del pensamiento son las leyes del ser, existe una profunda unidad entre la lógica y la ontología, el método no es externo al objeto, pues si se concibe el conocimiento como algo diferente de su objeto, entonces ni el conocimiento puede conocer lo absoluto ni lo absoluto puede conocerse» (Feinmann, 1996:157). Por consiguiente, esto no separará simplemente el método de Hegel de su sistema o de su política, como si uno -el método dialéctico- pudiera emerger incólume de su separación del otro -desde las reaccionarias premisas políticas que subyacen el sistema identificado, en los tiempos de Hegel, con el estado prusiano. Ambos están irreparablemente ligados al proceso de colonización que al mismo tiempo constituye una de sus condiciones históricas de existencia.

Visto desde Latinoamérica, el método dialéctico de Hegel y su sistema mundo histórico aparecerían así por lo que son, a saber, autolegitimaciones provinciales de las ambiciones coloniales europeas:

Porque debe decirse: lo dialéctico, desde la perspectiva teórico-política de la periferia, lejos de ser una herramienta revolucionaria, ha sido una herramienta de colonización (bien sea en las manos de Hegel o de Marx) en la medida en que siempre se ha concebido los territorios periféricos como un momento particular del proceso de universalización iniciado por las burguesías europeas. Y este proceso, para nosotros los latinoamericanos, sin importar cómo se mire, santificado por el monarquismo del viejo Hegel por el socialismo de Marx, era reaccionario (Feinmann, 1996:180).

No importa qué tan vulgar y burdamente simplificado pueda parecer a las sutiles mentes de los eruditos, esa sería la conclusión extraída desde la tristemente privilegiada perspectiva de la periferia.

Formado en la misma escuela de la teoría de la dependencia hecha más evidente, pero con la perspectiva adicional que le dio la teología de la liberación, Enrique Dussel parece reiterar varios de los puntos expuestos por Feinmann. Más recientemente, en su Política de la liberación, por ejemplo, se refiere también a la manera como Hegel, en un fragmento de La filosofía del derecho (parágrafos 246-247) ya citado en extenso por Ortega y Gasset, legitima la experiencia del colonialismo apuntando, sin siquiera la semblanza de una cortina de humo ideológica, a la necesidad de que la sociedad civil europea (en realidad alemana y anglosajona) se extendiera y expandiera a los territorios periféricos:

Como en ningún otro filósofo, y esto no podría haber pasado antes, la hegemonía global de la modernidad madura, gracias al impacto de la revolución industrial, le permitió a Europa experimentar por primera vez que era el «centro» de la historia planetaria. ¡Lo que nunca había sido! Hegel tenía un agudo instinto histórico-filosófico y capturó esta reciente experiencia -de tan solo unas décadas de antigüedad- de la supremacía europea. Él es el primer filósofo eurocéntrico que celebra con optimismo la hipótesis de que «la historia del mundo viaje de Este a Oeste, pues Europa es absolutamente el fin de la historia» y, de nuevo, «Europa es absolutamente el centro y fin de la historia universal». Más aún, el «sur de Europa» ha dejado de ser la «portadora» (Träger) del Espíritu, una función que en esta etapa final de la historia le corresponde exclusivamente al «corazón de Europa», la Europa Germano-Anglosajona del Norte. Estas «invenciones» pseudocientíficas en la historia le permiten a Hegel reconstruir la historia mundial proyectando la Europa hegemónica, después de la revolución industrial (un evento que no tiene ni quince años), al origen de la cultura griega y el judeo cristianismo (ambos fenómenos desplazados de su contexto puramente «oriental») con pretensiones de explicación mundo-histórica. De la misma manera, su ontología política es la expresión madura de la «Iluminación» y también hasta cierto punto del «Romanticismo» (síntesis de una ilimitada confianza en la Razón- contra el Kant de los «límites de la razón»- que Søren Kierkegaard juzgaría irónicamente como la infinita ilimitud en una «incursión a lo cómico») (Dussel, 2007:380).9

Esta proyección regresiva de la hegemonía europea en sus supuestos orígenes, griegos y judeocristianos es precisamente lo que lleva a la oclusión del factor quizás más decisivo para la historia del tan cacareado discurso de la modernidad, a saber, el descubrimiento del Nuevo Mundo.

En sus famosas Lecciones de Frankfurt, originalmente pronunciadas en 1992 (una ocasión que obviamente no podía dejar pasar), Dussel había expuesto un argumento muy similar jugando con las palabras descubrimiento y encubrimiento:

Según mi tesis central, 1492 es la fecha del «nacimiento» de la modernidad, aunque su gestación implica un proceso de crecimiento «intrauterino» precedente. La posibilidad de la modernidad se originó en las ciudades libres de la Europa medieval, que eran centros de enorme creatividad. Pero la modernidad como tal «nació» cuando Europa estaba en posición de colocarse contra un otro, cuando, en otras palabras, Europa podía constituirse como un ego unificado que exploraba, conquistaba y colonizaba una alteridad que le devolvió su imagen de sí misma. Este otro, en otras palabras, no fue «des-cubierto» o admitido, como tal, sino escondido, o «encubierto», como lo mismo que Europa asumió que siempre había sido. Entonces, si 1492 es el momento del «nacimiento» de la modernidad como concepto, el momento del origen de un mito muy particular de violencia sacrificial, también marca el origen de un proceso de ocultamiento o falta de reconocimiento de lo no europeo (Dussel, 1995:66).

De Hegel a Habermas, la mayoría de los filósofos europeos participan indudablemente en esta tendencia que consiste en definir la modernidad con base en la Iluminación o la Revolución Francesa -o ambas-pero, en cualquier caso, desde los parámetros de la autopercepción de Europa. Sin importar si la última se muestra gloriosa o con sentimientos de culpa, lo que queda oculto o cubierto en todos esos relatos, con sus acostumbrados saltos de la antigua Grecia a la Cristiandad moderna, sigue siendo el violento proceso de acumulación primitiva y expansión imperial sin las cuales el llamado movimiento de la historia mundial de Este a Oeste no habría alcanzado su punto final en Europa.

Dussel y Feinmann parecen querer tirarles a Hegel y a sus seguidores europeos una culpa o mala conciencia. La cuestión entonces deviene si no hay elementos en el método y el sistema de Hegel, comenzando sin duda con la noción misma de la mala conciencia o una conciencia desventurada, que permitiría el reconocimiento, o desencubrimiento, de lo no europeo -o el reconocimiento de lo que en una jerga un poco diferente se llama la perspectiva del informante nativo. En ese caso, aun el proyecto de una historia universal podría no estar fuera de recuperarse. «Si pueden arrancarse los hechos históricos sobre la libertad pueden de las narrativas contadas por los vencedores y los rescatados para nuestro tiempo, entonces el proyecto de la libertad universal no tiene que descartarse, sino, en su lugar, redimirse y reconstituirse en una base distinta», como lo sugiere Susan Buck-Morss en su original ensayo «Hegel y Haití», antes de concluir con una pregunta abierta: «¿Qué pasaría si cada vez que la conciencia de los individuos superara los confines de las actuales constelaciones del poder en la percepción del significado concreto de la libertad, esto se valorara como un momento, por transitorio que fuera, de la realización del espíritu absoluto? ¿Qué otros silencios habría que romper? ¿Qué historias indisciplinadas se contarían?» (Buck-Morss, 2000:865)10 Si la filosofía de la historia de Hegel permitirá alguna vez que se cuenten estas historias ocultas, entonces la tarea no puede consistir únicamente en suministrar más evidencia empírica de esas revueltas de esclavos e insurgencias de subalternos, cuyo rumor puede oírse -por todos aquellos dispuestos a poner el oído en la tierra- bajo las fuertes trompetas de la teodicea, pero la cuestión es también de principio teórico y metodológico, incluso al nivel de lo correcto lógico filosófico.

Con mayor razón, si la culminación de la historia universal revela la necesaria proyección regresiva de la identidad del ser y del pensamiento, la historia y la lógica, o la sustancia y el sujeto, entonces ¿no debemos buscar tales elementos de verdad y libertad en los vestigios de no identidad, o en instancias donde hay una falta de adecuación, una falta de ajuste o un desajuste, entre los dos? ¿No requeriría esto que eleváramos la irreductibilidad del error, de la falla, y de la alienación a un nuevo principio especulativo -no menos importante porque su opuesto, la infalible autenticidad de una línea correcta, es inaccesible a nosotros excepto como ficción de una ilusión vana o profecía culpable? Como observa Gayatri Chakravorty Spivak como materia de principio en su lectura de Hegel en la India: «En efecto, no puede haber un modelo académico correcto para este tipo de lectura. Es, estrictamente hablando,"errada", pues intenta transformar en una lectura-posición el lugar del"informante nativo" en la antropología, un lugar que sólo puede ser leído, por definición, para la producción de descripciones definitivas. Es una perspectiva (im)posible» (Spivak, 1999:49; Cf. Guha, 2002). Quien busque incorporar lo indio, lo haitiano, lo africano o lo amerindio como un correctivo moralizador a la lógica hegeliana de la historia primero debe aceptar el hecho de que estas figuras no sólo no siempre aparecen como sujetos en dicha lógica, sino aun como objetos para una mirada antropológica, siempre se pierden originalmente. Si alguna vez se va a refigurar o reinscribir el subalterno en una historia universal alternativa, esta última tendrá que comenzar desde el límite en el que se resiste a adecuarse a la lógica según la gran manera de Hegel. Como anota Spivak en otra parte de uno de sus textos más programáticos: «El historiador debe persistir en sus esfuerzos por alcanzar esta conciencia, que el subalterno es necesariamente el límite absoluto del lugar donde la historia se narrativiza en la lógica. Es una lección difícil de aprender, pero no aprenderla es simplemente designar soluciones elegantes como si fueran práctica teórica correcta» (Spivak, 1988:16).11

Entonces de nuevo, ¿no es esta precisamente la lección elegante que hay que extraer del nuevo consenso respecto al legado de Hegel, en especial del otro lado del Atlántico, a saber, que lejos de confirmar la identidad del pensamiento y del ser en un panlogicismo supremamente metafísico, en realidad Hegel es un pensador de la no identidad, o incluso de la alteridad, aun a pesar de sí mismo; que en lugar de subsumir lo particular bajo un universal vacío, su pensamiento es en realidad de pura singularidad, del evento, y del encuentro; y que lejos de afirmar el status quo de lo que es con la legitimidad de la razón especulativa y la positividad de lo infinito, su dialéctica en realidad nos invita a todos y cada uno de nosotros a arrojarnos a la experiencia más extrema de auto-despojo, abandono y el desasosiego de lo negativo? En resumen, si fuéramos a actualizar La jerga de la autenticidad de Theodor W. Adorno, que se enfocaba mayormente en Heidegger y sus imitadores menores, ¿no podríamos capturar la esencia del nuevo consenso que concierne al legado de Hegel hoy refiriéndonos a la jerga de la finitud? (Adorno, 1973).

Desde una perspectiva filosófica, esto significa un sentido de ir detrás de Hegel y leerlo contra la corriente para recuperar un principio que Heidegger fue uno de los primeros en atribuir sistemáticamente a Kant pero que otros podrían asociar ya con Descartes:

La razón cartesiana y la razón kantiana plantean innumerables diferentes e incluso marcadas oposiciones entre ellas, pero coinciden en un punto: la finitud de la razón. De allí su imposibilidad de resolver el problema del en sí. Pero Hegel en su idealismo filosófico no puede postular un conocimiento absoluto excepto postulando un sujeto absoluto. Esta tarea era imposible de lograr excepto por medio de la transformación de la sustancia en el sujeto, es decir, mediante la identificación del sujeto con el objeto y del objeto con el sujeto (Feinmann, 1996:180).

Hoy en día, contrario a la opinión de Feinmann, nada parece haberse vuelto más común que leer a Hegel con Kant, o incluso con Descartes -al menos en la medida en que esto significaría leerlo a través del lente de la finitud.

La jerga de la finitud

No hay existencia humana (conciente, articulada, libre) sin Lucha que implica el riesgo de la vida -i.e., sin la muerte, sin la finitud esencial. «El hombre inmortal» es un «círculo cuadrado».

- Alexandre Kojève, Introducción a la lectura de Hegel

En otras palabras, el infinito es las profundidades de lo finito; es el principio de su desarrollo y de su vida.

- Jean Hyppolite, Introducción a la filosofía de la historia de Hegel

La plasticidad es el lugar donde se constituye la idea de la finitud de Hegel.

- Catherine Malabou, El futuro de Hegel

Qué tanto espíritu es el finito que se descubre infinito en la ex-posición de su finitud, eso es lo que debe pensarse -que es decir, eso es lo que es «pensar». - Jean-Luc Nancy, Hegel: el desasosiego de lo negativo

A través de las estrechas puertas de una dialéctica orientada a lo finito, lo negativo y lo no idéntico, sin duda podríamos avistar la presencia vacía de la problemática traída a la superficie en nuestra búsqueda de Hegel en América. Aun si al final argumentaré que esta reiteración de todas las cosas finitas se está convirtiendo en un nuevo dogma que en realidad podría llegar a ser más pernicioso que beneficioso desde un punto de vista político, no es exageración afirmar que desde Kojève hasta Zizek y desde Hyppolite hasta Malabou existe un consenso de poner la preocupación por la finitud directamente en el centro del pensamiento de Hegel.

Adorno, no importa qué tan tentado pudiera estar bajo otras circunstancias a unirse a las filas del finitismo, por varias razones constituye algo así como una excepción en este aspecto. No sólo La jerga de la autenticidad nos pone en el camino correcto hacia una crítica de la jerga de la finitud pero, lo que es más, aun donde Adorno llama la atención sobre la verdad que yace revelada en los errores, defectos o puntos débiles de Hegel, como lo hace repetidamente en Hegel: tres estudios, nunca deja de añadir que esta dimensión titubeante y corpórea de la mortalidad siempre aparece a regañadientes y como a pesar de Hegel mismo. «La dialéctica hegeliana encuentra su verdad última, la de su imposibilidad, en su cualidad irresuelta y vulnerable, aun si, como la teodicea de la autoconciencia, no se percata de esto», así que mientras puede decirse con toda certeza que «aun en Hegel las expresiones más empáticas, como el espíritu y la autoconciencia, se derivada de la experiencia de sí del sujeto finito y verdaderamente no se derivan del descuido lingüístico», no debemos presionar nuestro celo hasta malinterpretar esta dimensión de la aspiración última del sistema mismo: «Por todo su énfasis en la negatividad, la división y la no identidad, Hegel en realidad tiene en cuenta esa dimensión únicamente en aras de la identidad, únicamente como instrumento de identidad. Las no identidades se destacan con demasía, pero no se reconocen, precisamente por estar tan cargadas de especulación» (Adorno, 1994:13, 16). En otras palabras, si Hegel realmente necesitara ser rescatado, entonces esto es precisamente porque no hace por sí mismo el trabajo del autodespojo, al menos no de buena gana.

Al contrario de muchos otros académicos contemporáneos sobre Hegel en Europa, Adorno es también agudamente conciente del lastre que presenta la filosofía de la historia universal de este pensador. De hecho, poner en práctica su principio de leer a contra corriente comenzando desde los puntos ciegos de Hegel, Adorno es uno de los poco que realmente se concentra en la noción del «mundo espíritu», particularmente en «Una excursión hacia Hegel» que constituye uno de los «Modelos» de su Dialéctica negativa, aunque esto ya fue un soporte importante en Hegel: tres estudios. Aquí, la historia del mundo-espíritu en una crítica inmanente demuestra ser verdadera después de todo: «Satánicamente, el mundo como lo captó el sistema hegeliano sólo se ha mostrado, ciento cincuenta años después, como un sistema en sentido literal, a saber el de una sociedad radicalmente socializada» (Adorno, 1994:27). La integración global del mundo bajo el capitalismo verifica así aun las exigencias más extravagantes sobre la identidad de lo real y lo racional cuya no identidad no puede dejar de mostrarse al mismo tiempo a través de las grietas: «Por consiguiente el objeto de la verdad de Hegel no está por fuera del sistema; más bien, es tan inherente al sistema como su falsedad. Pues esta es nada menos que la falsedad del sistema de la sociedad que constituye el sustrato de su filosofía» (Adorno, 1994:31-32).12 En otras palabras, mientras que pensadores como Feinmann o Dussel sostendrían que la verdad de esta falsedad subyace revelada sintomáticamente sólo cuando se ve desde la periferia, la lectura de Adorno sugiere que los síntomas ya aparecen súbitamente en Hegel desde dentro del sistema como totalidad antagonista del último. Pero al final, quizá no de manera sorprendente, tal crítica inmanente en el mismo gesto también permite un reconocimiento de otro modo muy raro de la importancia de la conquista de América: «Aun las conquistas españolas del antiguo México y Perú, que se han sentido allí como invasiones de otro planeta -aun esas, irracionalmente para los Aztecas y los Incas, le prestaron una cruenta ayuda a la difusión de la sociedad racional burguesa, hasta la concepción de"un mundo" teleológicamente inherente en el principio de esa sociedad» (Adorno, 1990:302). Sin duda alguna, poco si algo de esta lectura del mundo espíritu sobrevivirá una vez la dialéctica, purgado su sustrato histórico, se equipare con un análisis de la finitud que es en últimas tan antidialéctica como orgullosa en proclamarse radicalmente antitotalitaria.

Slavoj Zizek, pese a sus impresionantes credenciales como el gigante de Ljubljana, tampoco puede -al menos ya no- considerarse el epítome del argumento a favor de una lectura finitista de Hegel con Kant por medio de Lacan.13 Es cierto: durante años Zizek ha defendido la lógica de Hegel como el total opuesto del panlogicismo banal, pero también y al mismo tiempo como idéntico a la lógica de la marca y el comentario con los que Jacques Derrida, entre otros, buscaron aventajar a Hegel.

Más recientemente, sin embargo, tanto Zizek como sus colegas en Ljubljana, especialmente Alenka Zupancic, han estado bastante activos -incluyendo este mismo volumen- en el seguimiento de lo infinito como parte de una crítica del argumento finitista, aun cuando Zizek de tiempo en tiempo sacará la vieja vara de su armario para golpear a Badiou en la cabeza por su ceguera en cuanto al lugar adecuado de la finitud y del impulso tanático en cualquier teoría del sujeto. Finalmente y tal vez no sea coincidencia que tanto Zizek como Zupancic hacen estas tan necesarias críticas a la finitud -que bien pueden equivaler a autocríticas- mediante una apreciación renovada de la comedia, en oposición al tipo de visión pantrágica asociada a Hegel por personas como Hyppolite. Zupancic, en su brillante libro The Odd One In: On Comedy, de hecho dedica una sección fundamental al argumento a favor de la «físico de lo infinito» sobre y contra la «metafísica de lo finito» (Zupancic, 2008:43-60).

Así, en lugar de insertarse en la tradición que cubre todo el espectro de Adorno a Zizek, quizá el compendio más didáctico y elocuente sobre Hegel como pensador de la finitud pueda encontrarse en Hegel: The Restlessness of the Negative, de Jean- Luc Nancy. Sin duda, cada subtítulo en esta pequeña maravilla de libro -desde «desasosiego» y «devenir» hasta «lógica» y «estremecimiento» hasta «libertad» y «nosotros»- podría servir como entrada aparte en un diccionario de la finitud que sería útil compilar. Sobre todo, lo que emerge de esta lectura es una renovada apreciación del espíritu, del sujeto y de la actividad de la filosofía misma en términos de la realización de la negatividad autovinculante. El sujeto hegeliano, de ese modo, está lejos de ser el amo absoluto del proceso de salir de sí mismo y regresar a sí mismo. En lugar de ello, es lo que rompe con cada determinación y expone cada posición. «En una palabra: el sujeto hegeliano no es en forma alguna el ser completamente para sí. Es, al contrario, y en esencia, lo que (o el que) disuelve toda sustancia -cada instancia ya dada, supuesto primero o último, fundador o final, capaz de llegar a descansar en sí y extraer un goce indiviso de su dominio y propiedad» (Nancy, 2002:5). El escenario para la actividad del sujeto sigue siendo el escenario de la historia universal. Pero contrario a lo que se dijo anteriormente, ahora la relación entre el sujeto y la sustancia no es, o no exclusivamente, una relación de apropiación o supremacía (overpowerment) sino que en lugar de ello, o también y de manera indisociable, una relación de expropiación y deceso: «El sujeto es lo que hace, es su acto, y su hacer es la experiencia de la conciencia de la negatividad de la sustancia, como la experiencia y la experiencia concreta de la historia moderna del mundo -es decir, además, del paso del mundo a través de su negatividad» (Nancy, 2002:5). De hecho, incluso la historia del espíritu universal puede aparecer en este contexto como la manifestación del absoluto como auto-liberación, ahora entendida como la liberación o absolución de cualquier ser determinado.

Contrario a lo que se supone que es la explicación común de libros de texto incluso o especialmente en las refutaciones contra Hegel, la filosofía aquí no completa el círculo terminando con un retorno especulativo al comienzo, ahora elevado a un nivel superior. En lugar de ello, no hace nada más, pero tampoco nada menos, que exponer el desasosiego del ser mismo en su pura inmanencia. Si hay un infinito, es sólo la exposición infinita de la finitud de sí misma -sin un comienzo estable o un final trascendente:

Hegel no empieza ni termina; es el primer filósofo para quien no hay, explícitamente, ni comienzo ni final, sino sólo la plena y completa realidad de lo infinito que atraviesa, trabaja y transforma lo finito. Lo cual significa: negatividad, oquedad, vacío, la diferencia del ser que se relaciona consigo mismo a través de esta misma diferencia, y que es así, en toda su esencia y toda su energía, el acto infinito de relacionarse consigo mismo, y así con el poder de lo negativo (Nancy, 2002:9).

En el plano de la lógica, esto significa que se supone que nos encontremos, aun por primera vez, en el extremo opuesto de cualquier presuposición de identidad. «Hegel es el primero que saca el pensamiento del reino de la identidad y la subjetividad», escribe Nancy, en marcado contraste con la opinión reacia y dividida que aún sostiene Adorno, para quien Hegel hace énfasis en lo particular y lo contingente sólo a pesar de sí mismo: «El mundo hegeliano es el mundo en el que no subsiste generalidad, sólo infinitas singularidades» (Nancy, 2002:55,22). El pensamiento, en otras palabras, no funciona en lo absoluto según la empobrecida dialéctica de la particularidad y la generalidad, y sin duda no disuelve una en favor de la otra. En lugar de ello, es la noción de la singularidad la que, negando estos dos polos, se dice que surge como el epítome del «concepto» especulativo o «comprensión», el Begriff de Hegel:

Concepción o comprensión no es subsunción de lo particular bajo una generalidad; es precisamente el movimiento que niega lo general al igual que lo particular (movimiento que por ende niega también la relación abstracta), con el fin de afirmar lo que se afirma solo en sí mismo y para sí mismo: lo singular concreto, aquí y ahora, lo existente como tal, en la relación concreta de la separación. La comprensión es así el discernimiento de lo singular en su singularidad, es decir, en lo que es único e incambiable sobre él, y por consiguiente en el punto donde esta unicidad es la unicidad de un deseo y un reconocimiento del otro, en todos los otros. Los unos y los otros -los unos que son todos otros para cada otro- son entre ellos mismos iguales en deseo (Nancy, 2002:66).

Sin embargo, pese a la innegable elocuencia de esta afirmación del igual reconocimiento del otro, de todos los otros, de inmediato surge la pregunta de si esta opinión de la lógica hegeliana está en realidad mejor equipada para reconocer no sólo la alteridad en general, sino también el otro concreto que es lo no europeo. Está muy bien sostener la negatividad esencial del ser según Hegel.

«El ser se revela como nada más que la negatividad para sí mismo», como escribe Nancy: «“El ser" no es nada que preexista"por sí mismo", y ser"por sí mismo" es ser"por" esta absoluta no preexistencia» (Nancy, 2002:36-37).14 Pero al final, para todo el énfasis en el trabajo del concepto como el poder de desligar el ser de todos los apegos dados a la vez que permanece con lo negativo, esta perspectiva aun no deja de corroborar el gesto fundamental que equipara el movimiento de la historia con la manifestación de la libertad absoluta: «Hegel llama esta manifestación"el espíritu del mundo"» (Nancy, 2002:37). ¿Es esto realmente libertado para todos esos otros cuya incambiable singularidad se supone que debe exponer el movimiento del espíritu? Aún más importante, ¿el énfasis renovado en la alteridad, la finitud y la no identidad no está limitado a introducir un punto particularmente a-hegeliano de bloqueo en cualquier intento contemporáneo de dar a este filósofo un buen uso político en una reconstitución global y colectiva de la Izquierda? ¿No deberíamos buscar una alternativa a esta lectura de Hegel profundamente kantiana? «Que se hará, si es posible, con el difuso Kant de límites, de derechos y de inescrutables», no es esta la manera como Alain Badiou, para empezar, propone contrarrestar nuestras tendencias más íntimas: «¿Quién no se suscribe en los hechos, en la pragmática del deseo, en la evidencia del comercio, al dogma de nuestra finitud, a nuestra exposición carnal al placer, al sufrimiento y a la muerte?» (Badiou, 2006:9,16). Finalmente, ¿no debemos cuando menos reconocer las circunstancias históricas que podrían explicar porqué hay un deseo tan fuerte en los círculos filosóficos actuales para rescatar a Hegel de su imagen mancillada como pensador «reaccionario» o como «dogmático» y quizás incluso «proto-totalitario» filósofo del Estado, presentado por su Filosofía del derecho o su Filosofía de la historia?

Después de todo, no hace mucho tiempo, por ejemplo en su polémica con Jacques Derrida y Rodolphe Gasché en For They Know Not What They Do, Slavoj Zizek aún podía apuntar de manera bastante convincente al retrato «deconstructivista típico» de Hegel como pensador de un Absoluto totalmente absorbente como Uno-Todo, al cual luego se opone, con alguna ayuda generosa de la lógica del significante de Lacan, la «elemental» dialéctica hegeliana del no-Todo y de la falta en el Otro. Incluso la noción de cierto inevitable exceso o remanente no podría evitar el profundo malentendido implicado en tal lectura con su intento absolutamente comprensible de liberar la heterogeneidad de la identidad. Para Zizek, la única alternativa cierta es experimentar cómo nunca existió efectivamente la diferencia que se suponía que se había sublevado, pero ya era siempre una causa perdida: «La"sublevación" dialéctica es así siempre una especie de"desmantelamiento" retroactivo [Ungeschehen-machen]; el punto es no superar el obstáculo a la Unidad sino experimentar cómo el obstáculo nunca fue uno; cómo la aparición de un"obstáculo" se debió únicamente a nuestra errada perspectiva"finita"» (Zizek, 2002:62-63).15 Hoy en día, como derrideanos y heideggerianos como Nancy o Malabou volviéndose hacia Hegel en busca de inspiración positiva y no simplemente una falacia de hombre de paja, la misma refutación ya no es posible pues las oposiciones subyacentes ya no siguen tampoco las mismas líneas de demarcación. El hombre de paja de ayer se ha convertido en el espantapájaros de hoy; nada ha cambiado y sin embargo todo es diferente: Hegel, quien alguna vez representó las banalidades de libro de texto de la razón absoluta, ahora plantea la alteridad como tal -y no aun como una concesión a pesar de sí mismo, sino como su primera y última contribución al filosofar o al pensamiento correcto.

Nancy, sin embargo, a duras penas alude a las circunstancias históricas detrás de esta extraña anamorfosis o cambio de perspectiva en una tradición deconstructiva en términos amplios, prefiriendo en lugar de ello -casi como un simple hecho pero no sin la repercusión autoritaria que siempre resulta de adoptar ese tono- liberar a Hegel de las imputaciones de pensador circular, fundacional o metafísico, pues ni comienza ni termina ni fundamenta ni completa nada: «En estas dos vías -la ausencia de comienzo y la ausencia de final, la ausencia de fundación y la ausencia de consumación- Hegel es lo contrario de un"pensador totalitario"» (Nancy, 2002:8 cf. también 26). Entonces, ¿qué ha sucedido exactamente entretanto? ¿Cómo puede haber cambiado tan radicalmente el horizonte de expectativa, hasta el punto en que incluso el Aufhebung de Hegel en manos de alguien como Nancy comienza a leerse como un casi sinónimo para un Ereignis inspirado por Heidegger como el evento de apropiación sin el cual no habría historicidad y, por consiguiente, no habría historia, para comenzar?16 En resumen, ¿cuáles son las precondiciones políticas que permiten que la lectura de Hegel como primer pensador de pleno derecho de una ontología finitista surja como componente crucial en la reciente historia y teoría de la Izquierda? Sólo si podemos empezar a formular respuestas a estas preguntas sabremos también si el lenguaje de la finitud constituye realmente una jerga, fascinante sin duda pero una jerga sin embargo, cuyo diccionario aún está por escribirse, o si no es quizás, a la manera misma de la actitud fenomenológica de Hegel de pura observación, la exposición de lo real que es también, desde el comienzo y euforia con lo real, nuestra exposición a la verdad genuina de la materia misma.

¿Alguien dijo comunismo de izquierda?

Para limpiarse de la sospecha de ideología, ahora es más seguro para un hombre llamar a Marx metafísico que llamarlo enemigo de clase. - Theodor W. Adorno, Dialéctica negativa

A la velocidad a la que van las cosas, será estalinista cualquiera que trate en algún punto importante de la doctrina o la ética de no ceder. - Alain Badiou, Théorie du sujet

Quisiera responder algunas de estas preguntas cruzanto el Atlántico una vez más y recurriendo a la obra del novelista, dramaturgo y filósofo autodidacta mexicano José Revueltas. En su novela de 1964 Los errores, en particular, este autor nos da importantes perspectivas sobre el destino posible de toda la jerga de la finitud cuando se combina con una lectura de Hegel revisionista, de izquierda, antitotalitaria o antidogmática. De hecho, su novela puede servir como transición fundamental entre la visión ortodoxa de Lenin, en La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo, y la visión de la Nueva Izquierda, quizás mejor ejemplificada en Leftism as the Remedy for the Senile Disease of Communism, de Daniel y Gabriel Cohn-Bendit (Cf. Cohn-Bendit, 1968). Un lugar central en esta transición se reserva, como lo veremos, para el error de Hegel -nuestra finitud- reconcebido como su verdad esencial.

Aparte de su melodramática trama que contrapone el lumpen-proletariado de prostitutas y proxenetas contra los anticomunistas fascistoides, Los errores en una segunda historia paralela presenta un juicio narrativizado sobre los excesos dogmáticos del estalinismo y sus nefastos efectos en el resto del mundo, incluyendo los surtidos en el Partido Comunista Mexicano. En este sentido, la novela participa en una auto evaluación del siglo XX mucho mayor en la que podríamos incluir además The Century, de Alain Badiou, o más cerca a la casa de Revueltas, Vuelta de siglo, de Bolívar Echeverría (Badiou, 2007; Echeverría, 2007).17 De hecho, Badiou me comentó alguna vez cómo había planeado originalmente incluir un capítulo sobre México en The Century. No estoy seguro de qué eventos (textos, obras de arte, secuencias políticas) se habrían recogido en este capítulo, que para bien o para mal se quedó en la gaveta de las buenas intenciones. Lo que sé es que Los errores ya plantea, cuarenta años antes, algunas de las mismas preguntas que conducen el proyecto de Badiou en The Century.

Revueltas, como Bertolt Brecht en su obra The Decision a quien Badiou dedica un capítulo en The Century, se interesa sobre todo en la interpretación que la historia tiene reservada para los grandes eventos en la expansión y perversión internacionales del comunismo. Su mayor problema se aborda en un extraño paréntesis, en el que el narrador parece por una vez indiferenciable de la voz del autor:

(No se puede escapar a la necesidad de una reflexión libre y heterodoxa sobre el significado de los «juicios de Moscú» y al lugar que ocupan en la definición de nuestra era, de nuestro siglo XX, porque nosotros, verdaderos comunistas -seamos o no miembros del partido- estamos llevando en hombros la terrible y abrumadora tarea de ser quienes traen la historia cara a cara con la disyuntiva de tener que decidir si esta época, este intrigante siglo, será designado como el siglo de los juicios de Moscú o como el sigo de la revolución de Octubre) (Revueltas, 1979:222-223).18

Revueltas no nos deja un veredicto claro en este aspecto. ¿Fue criminal o revolucionario el siglo XX? La disyuntiva sigue abierta a lo largo de Los errores, pues no hay un solo personaje capaz de ocupar el centro organizador de la conciencia que pudiéramos atribuir a su autor. Críticos como Christopher Domínguez Michael, después de expresar su consternación ante la «ilógica e inmoral» hipótesis de Revueltas en lo que respecta a los juicios, añaden rápidamente cuánto lamentan el hecho de que Revueltas pudiera haber sugerido algún tipo de justificación dialéctica de sacrificio y terror: «Revueltas se toma las libertades de un novelista en lo que respecta a la historia y, en su entusiasmo por las tríadas hegelianas, convierte la torturada mente de Bujarin en una síntesis dialéctica precisa y escalofriante» (Domínguez Michael, 1999:65).19 En realidad, el texto es mucho más ambiguo, e incluso representa dicha ambigüedad poniendo varios personajes con una conciencia dividida.

Así, encontramos ejemplos de un análisis el problema en términos de la naturaleza corruptora del poder en relación con la verdad histórica. Es el caso de Olegario:

Los juicios de Moscú en este sentido -se había dicho Olegario desde ese momento en adelante- presentan un problema completamente nuevo para la conciencia de los comunistas: el problema del poder y la verdad histórica dividida y distante, hasta el punto en que se hacen opuestos y se excluyen violentamente entre sí en la arena de la lucha abierta. Entre tanto, la verdad histórica, al margen del poder, se invalida, sin apoyo, y sin recurso alguno diferente del poder de la verdad, en oposición a todo lo que representa la verdad del poder en términos de fuerza compulsiva, instrumentos de represión, medios de propaganda y demás. Es aquí cuando Es ahí cuando debe desenmascararse y demostrarse en cualquier forma posible el hecho de que el poder ha entrado en un proceso de descomposición que terminará envenenando y corrompiendo la sociedad en su conjunto (Revueltas, 1979:223-224).

Otros argumentos dejan abierta la posibilidad de que también puede ser demasiado pronto para juzgar la situación en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Esa humanidad, estando demasiado alienada o demás -metafísicamente hablando- siendo meramente mortal, no puede excluir la futura reivindicación del sacrificio. Precisamente en la medida en que la verdad debe inscribirse concretamente en el tiempo y el espacio de una situación específica, no existe punto de ventaja absoluto desde el cual pueda juzgársela de una vez y por todas:

Obviamente debe repetirse: la verdad es concreta en el tiempo y el espacio. Debe mantenerse en silencio o expresarse en conformidad con las estrictas relaciones pero nunca, por ningún concepto o razón cualquiera, fuera de estas relaciones. Debemos ver los hechos con el desolado e intrépido coraje de los seres humanos, pues es por esto que somos comunistas. Los errores, las injusticias e incluso los crímenes en que nuestra causa ha incurrido son crímenes, injusticias y errores que nuestra causa comete -no importa lo pura e intocada por el mal la concibamos- cuando se convierte en una verdad concreta para los seres humanos de una época y un tiempo alienados. Es el hombre mutilado y prefabricado de nuestra era, los mismos hombres, y entre ellos los mejores, que se convierten en asesinos por virtud de llevar entre sus manos la llama ardiente de esa otra verdad concreta pero más real -o en cualquier caso la única real- que es de hecho transmisible. Ellos también serán castigados, por supuesto, serán castigados incluso después de su muerte. Pero entretanto, la historia -y ese es el caso, querámoslo o no, de una manera objetiva- no nos permite hablar o denunciar todo durante todo el tiempo: el hombre no se encuentra en la altura que le permitiría resistir el desencanto de sí mismo, digámoslo así, la autocrítica radical con la cual finalmente se humanizaría a sí mismo (Revueltas, 1979:198).

Finalmente, parece llegar realmente un momento para la justificación de un panorama heroico y sacrificial en la historia:

A la luz de esta afirmación, no puede aparecer nada por ejemplo más impresionante, más distorsionadamente tremendo y bello que el sacrificio sin precedentes de los hombres que fueron sentenciados a muerte en los juicios de Moscú, en su condición como víctimas conscientemente exhibidas para cubrir sus nombres de ignominia, aparentemente un sacrificio incomprensible, pero para el cual será difícil hallar una comparación siquiera aproximada en cualquier otro de los más grandes momentos del heroísmo humano del pasado. La historia de mañana reivindicará a estos héroes, pese a los errores, vacilaciones y debilidades de sus vidas; estos seres humanos que fueron capaces y supieron cómo aceptar el estigma difamador ante el mundo entero, cuyos nombres son Bujarin, Piatakov, Rykov, Krestinski, Ter-Vaganyan, Smirnov, Sokolnikov, Zinoviev, Kamenev, Muralov y tantos otros (Revueltas, 1979:198).

Todas estas interpretaciones, sin embargo, no se excluyen mutuamente ni presentan una imagen en blanco y negro del debate ideológico que rodeó los juicios de Moscú. En ocasiones invaden la mente de un solo personaje, dividiendo su sentido interno con una pavorosa incertidumbre. Es el caso del intelectual comunista Jacobo Ponce, quien está a punto de ser expulsado del PCM, al igual que lo que sucedió, repetidamente, con su probable alter ego Revueltas:

La otra parte de su ser, la otra parte de su espíritu atrozmente dividido, le replicó: no, estas verdades concretas son sólo mentiras insignificantes y aisladas en el proceso de una realidad general que seguirá su curso, a pesar y por encima de todo. Las miserias, las malas jugadas y los crímenes de Stalin y sus secuaces serán vistos por la sociedad comunista de mañana como una oscura y siniestra enfermedad de la humanidad de nuestro tiempo, desde el tormentoso y delirante siglo XX que, de modo general, habrá sido el siglo de las más grandes e inconcebibles premoniciones históricas de la humanidad (Revueltas, 1979:197-198).

De estas cavilaciones, con su combinación de premonición siniestra y heroísmo sublime, es difícil extraer la conclusión simplista de que la historia, dialécticamente entendida, justificaría cada medio posible en nombre del fin comunista -o en nombre de Stalin, como sostienen algunos de los detractores de Revueltas. Más aún, sólo una imaginación melodramática definiría el comunismo como una causa que es «pura e intocada por el mal», para hablar en el idioma de Los errores, pero eso no significa que deberíamos pasarnos al extremo opuesto del espectro ideológico para interpretar el mal como la verdad profunda de cualquier militancia, que es la manera más segura si es que hubo una para refutar de antemano cualquier futuro para el proyecto comunista.

En el caso final, como en el fragmento citado anteriormente que parece haber dado el título a la novela, todo gira en torno a la categoría de los errores: ¿no hay sublevación de los errores (desaciertos, crímenes, infamias) cometidos por la historia, en el sentido de un Aufhebung dialéctico? Para quienes le reprochan a Revueltas su fe ciega en la dialéctica hegeliana, parecería que la completa idea de encontrar algún sentido o relevancia en tales errores lo único que hace es agravar su naturaleza criminal hasta el punto de la abominación de justificar el terror y el totalitarismo. El problema con este indignado rechazo a la posibilidad de sublevar el error, sin embargo, es que conduce a una posición por fuera o más allá de la historia del comunismo. Interpreta los errores como una refutación definitiva del comunismo como tal, con el fin de dedicarse de ahí en adelante a la causa del post-comunismo, o incluso del anticomunismo puro t simple. Los juicios de Moscú, en este sentido, juegan un rol comparable al Gulag* (el Sistema de Campos Forzados de la antigua Unión Soviética) como los describió para Occidente Solzhenitsyn, llevando a una defensa del liberalismo democrático como único remedio contra la repetición del Mal radical -es decir, contra la amenaza del llamado «totalitarismo» con sus caras gemelas del nazismo y el comunismo: Hitler y Stalin.

Para Revueltas, así como para Badiou, la tarea consiste en pensar los delitos desde dentro de la política del comunismo, y no del otro modo. No para ratificar los hechos con el sello de la inevitabilidad histórica, sino para formular una crítica inmanente que al mismo tiempo evitaría el simple abandono del comunismo como tal. «No querría que usted tomara estas de algún modo amargas reflexiones como más avena para el molino de la débil moralización que tipifica la crítica contemporánea de la política absoluta o"totalitarismo"», advierte Badiou en su lectura hegeliana de la función de la violencia y la apariencia en los juicios de Moscú: «estoy emprendiendo la exégesis de una singularidad y de la grandeza que le pertenece, aun si el otro lado de su grandeza, cuando se capta en términos de su concepción de lo real, abarca actos de extraordinaria violencia» (Badiou, 2007:53). Lo que parece estar pasando hoy, sin embargo, es una tendencia a interrumpir o, peor, a impedir por anticipado cualquier proyecto emancipatorio radical en nombre de un nuevo imperativo moral -clave para el «giro ético» que define globalmente la época contemporánea desde los ochenta en adelante incluyendo en la llamada Izquierda- que nos obliga sobre todo, si no exclusivamente, a evitar la repetición del crimen.

Con Los errores, Revueltas puede haberse convertido en el cómplice involuntario del nihilismo contemporáneo, que consiste precisamente en definir lo Bueno sólo de manera negativa por medio de la necesidad de evitar el Mal. «El mal es aquello de lo que se deriva el Bien, no al contrario», como escribe Badiou en su diagnóstico del giro ético: «Nietzsche demostró bien que la humanidad prefiere desear la nada antes que desear nada en absoluto. Reservaré el nombre nihilismo para esta voluntad de la nada, que es como una contraparte de una necesidad ciega» (Badiou, 2001:9,30, traducción modificada). En particular, hay dos aspectos en el debate que tiene que ver con el dogmatismo en Los errores que corre el riesgo de contribuir con esta complicidad: el tema del rol ético atribuido al partido y la especulación metafísica o más apropiadamente la especulación postmetafísica sobre el «hombre» como un ser erróneo. Estos dos temas se presentan evidentemente con la esperanza de servir como posibles correctivos al dogmatismo reinante, pero fácilmente podrían llevar al lector al punto de adoptar una posición ideológica que yace en el extremo opuesto del que su autor defendió hasta su muerto hace solo un poco más de treinta años.

Revueltas, por un lado, deja a Jacobo Ponce, el personaje más cercano a su corazón de intelectual, dedicar el máximo de su energía a la tarea de una reflexión ética sobre la autoridad del partido. «El partido como noción ética», ese es el tópico de las clases de Jacobo, contra la ortodoxia del partido como vanguardia del proletariado: «El partido como noción moral superior, no sólo en su rol de instrumento político, sino también como conciencia humana, como la reapropiación de la conciencia» (Revueltas, 1979:88). Así, más allá del deseo de la reapropiación, o quizás gracias a ese deseo, la crítica de la razón dogmática ya implica la tentación de un curioso sentido de superioridad moral.

Al final de la novela, en el «Nudo ciego» que sirve como epílogo, Ismael llega a la misma conclusión que Jacobo: «La conclusión que debe derivarse de esto, si introducimos en nuestro estudio del problema los conceptos de una ética humanista, los conceptos que se derivan de un desarrollo ético del marxismo, no pueden ser más que la más terrible y aplastante conclusión, especialmente considerando los partidos que llegan al poder» (Revueltas, 1979:271). La conclusión en cuestión sostiene que el ejercicio del dogmatismo en nombre de los «cerebros líderes» del movimiento comunista, en México tanto como en otros lugares del mundo, con su «tautología consoladora» de que «el partido es el partido», en realidad implica «el nihilismo ético más absoluto, la negación de toda ética, cifrada en el concepto: a nosotros todo se nos permite» (Revueltas, 1979:272).

Si, del otro lado, «pensamiento y práctica… se identifica como hermanos gemelos en la metafísica y el dogma», entonces es comprensible que Jacobo, además de una inflexión ética del partido, propusiera una reflexión filosófico-antropológica sobre «el hombre como ser erróneo» (Revueltas, 1979:67). Esta reflexión hace parte del «ensayo» en el que Jacobo ha invertido «cerca de tres meses de trabajo consciente y paciente», sin duda similar al trabajo que le tomaría a Revueltas escribir su propio ensayo póstumo e inconcluso, Dialéctica de la conciencia, unos pocos años después. Jacobo lee de su texto, que vale la pena citar en toda su extensión para tener un sabor de la fina complejidad sintáctica, que en el original al menos no es incompatible con la fluidez, de la expresión dialéctica:

El hombre es un ser erróneo -comenzó a leer con la mirada, en silencio; un ser que nunca terminará por establecerse del todo en ninguna parte; aquí radica precisamente su condición revolucionaria y trágica, inapacible. No aspira a realizarse en otro punto -y es decir, en esto encuentra ya su realización suprema- en otro punto-se repitió-que pueda tener una magnitud mayor al grueso de un cabello, osea, ese espacio que para la eterna eternidad, y sin que exista poder alguno capaz de remediarlo, dejará siempre sin cubrir la coincidencia máxima del concepto con lo concebido, de la idea con su objeto: reducir el error al grueso de un cabello constituye así, cuando mucho, la más alta victoria que puede obtener; nada ni nadie podrá concederle la exactitud. Sin embargo, el punto que ocupa en el espacio y en el tiempo, en el cosmos, la delgadez de un cabello, es un abismo sin medida, más profundo, más extenso, más tangible, menos reducido, aunque quizá más solitario, que la galaxia a que pertenece el planeta donde habita esta extraña y alucinante conciencia que somos los seres humanos (Revueltas, 1979:67-68).

Lo que Jacobo propone en este ensayo puede leerse como una nueva metafísica -o mejor una antimetafísica- del error y la equivocidad, sobre y contra el dogma y la exactitud. Indudablemente, si la identidad del ser y el pensamiento define la premisa básica de todo dogmatismo metafísico, entonces la conciencia moral humana o la conciencia como percepción de sí puede evitar el dogmatismo tan solo aceptando una distancia infinitesimal, o brecha mínima, entre el concepto y la cosa concebida.

Podríamos decir que en Los errores, Revueltas acepta la necesidad de hacer una revisión de la dialéctica hegeliana en formas similares a lo que propone Adorno por la misma época con su dialéctica negativa, según la cual ningún concepto cubre nunca por completo su contenido sin dejar atrás algún remanente, al algún remanente de no identidad: «El nombre de la dialéctica no dice más, para empezar, que los objetos no penetran en sus conceptos, sin dejar un remanente, que vienen a contradecir la norma tradicional de la adecuación» (Adorno, 1990:5). O, para usar las palabras casi perfectamente comparables de Badiou: «Para empezar, un modo de pensamiento dialéctico se reconocerá por su conflicto con la representación. Un pensamiento de este tipo apunta a algún punto irrepresentable en su medio, lo que revela que se aborda lo real» (Badiou, 1985:86). Mucha parte de la obra intelectual de Revueltas como teórico y novelista durante los sesenta y setenta está dedicado a esa reformulación de lo dialéctico, como la concepción de lo no conceptual o la representación de lo irrepresentable.

En el caso de Los errores, sin embargo, no es difícil adivinar dónde terminarán la ética del partido y la metafísica del error. Ambos argumentos podrían invocarse de hecho -no sin asumir aires de superioridad moral- con el ánimo de detener, interrumpir o prohibir cualquier intento de organizar la política así como cualquier proyecto de acercamiento a la verdad de la consciencia. No sólo se desplazarían todos los asuntos organizacionales convirtiéndolos en problemas morales, que pueden enmarcarse en términos de la honestidad y la traición, o el bien o el mal, antes que disciplina de grupo, pero lo que es más, esto podría llevar incluso a una posición para la cual el conocimiento de nuestra finitud, es decir, nuestra naturaleza esencial como «seres erróneos», sería siempre moralmente superior y teóricamente más radical que cualquier acción dada, lo que en comparación no puede más que parecer «dogmático», «totalitario», «voluntarista», y así sucesivamente. De modo completamente melodramático, terminaríamos con la actitud de la «bella alma» de la Fenomenología de Hegel:

Carece del poder de externalizarse, del poder de convertirse en una Cosa, y de sobrellevar [el mero] ser. Vive en el temor de mancillar el esplendor de su ser interno por acción y existencia; y, con el fin de preservar la pureza de su corazón, huye del contacto con el mundo real, y persiste en su obstinada impotencia renunciar a su ser que se reduce al extremo de la abstracción última, y de darse una existencia sustancial, o transformar su pensamiento en ser y poner su confianza en la absoluta diferencia [entre pensamiento y ser]. El objeto vacío que ha producido para sí misma ahora la llena, por consiguiente, con un sentido de vacío. Su actividad es un anhelo que simplemente se pierde en la medida en que la consciencia se convierte en un objeto desprovisto de sustancia, y, elevándose sobre esta pérdida, y recurriendo a sí misma, se encuentra sólo como alma perdida. En esta transparente pureza de sus momentos, una desdichada llamada «bella alma», su luz se desvanece con ella, y se disipa como un vapor informe que se disuelve sin dejar rastro (Hegel, 1977:399-400).

Esta vía hacia la belleza transparente de la buena consciencia desdichada basada en la sabiduría de nuestra finitud esencial, ahora abiertamente post-comunista si no efectivamente anti-comunista, bien puede haberse prefigurado, desconocido al autor, en la doble propuesta de una ética humanista del partido y una metafísica del error irreducible. La historia de los setenta y los ochenta, con sus perentorias declaraciones del «fin de la ideología», la «muerte» del marxismo, o el «giro ético», terminaría confirmando la medida para la cual la defensa de la democracia liberal con su absoluto rechazo del comunismo como totalitarismo también adoptó algunos de los rasgos de esa misma «bella alma» quien al menos sabe que su inactividad la protege del Mal en que incurra el propósito de cualquiera al imponer, aquí y ahora, algún bien.

De hecho, en las décadas posteriores a la publicación de Los errores los roles entre la ética y la política parecen haberse invertido. Cuando Revueltas, por medio de Jacobo e Ismael, habla de una «ética del partido» o de una «ética del marxismo», la ética sigue subordinada a la política, manteniendo a raya a esta última. Al mismo tiempo, parece haber una insinuación de que no existe ética por fuera del pensamiento-práctica concreto de un partido, liga o grupo: «No hay ética en general. Sólo hay -eventualmente- ética de los procesos mediante los cuales tratamos las posibilidades de una situación» (Badiou, 2001:16). Tales consideraciones éticas, sin embargo, pueden apartarse de los procesos políticos en cuestión, aun al punto de dominar toda la política como tal. Aquí entramos en el terreno de una «moralización de la política» que ya no depende específicamente de cualquier procedimiento militante sino que en lugar de ello comienza a socavar la total posibilidad de tales formas de práctica en general. Esto se debe a que el nuevo imperativo categórico y el juicio moral dominante, sea de respeto por el otro o de compasión hacia la víctima, nos enseña que el valor supremo de nuestra época consiste en evitar a toda costa la producción de más víctimas sacrificiales. «La política está subordinada a la ética, a la sola perspectiva que realmente importa en esta concepción de las cosas: el juicio solidario e indignante del espectador de las circunstancias», escribe Badiou: «Tal es la acusación tan a menudo repetida durante los últimos quince años: cada proyecto revolucionario estigmatizado como"utópico" se convierte, así se nos dice, en una pesadilla totalitaria. Cada deseo de inscribir una idea de justicia o igualdad se convierte en malo. Cada voluntad colectiva hacia el Bien se convierte en Mal» (Badiou, 2001:9,13).

Revueltas, con su incansable crítica al dogmatismo comunista, puede haber abierto la puerta para esos discursos moralizantes que aun en las variaciones de izquierda difícilmente pueden disimular su fuerte trasfondo de anti-comunismo vulgar. El desafío que nos lega consiste de ese modo en pensar los crímenes del comunismo sin convertir la inevitabilidad del error en la premisa melodramática para un complejo de superioridad moral que negaría que algo bueno aún pudiera surgir del marxismo -y mucho menos del marxismo hegeliano.

La finitud de Hegel debe revisitarse desde el punto de vista de este resultado histórico. La premisa de la irreductibilidad del error, de la insuperable naturaleza de la alienación, y de la necesaria insuficiencia entre el concepto y el ser pasa por supuesto rápidamente por la completa tradición finitista de la lectura de Hegel. De ese modo, central a la tesis de Kojève de que Hegel es el primero que intenta una filosofía atea y finitista completa, ya encontramos la idea de que en los planos fenomenológico y antropológico tal intento requiere una visión del «hombre» como un ser en esencia erróneo para quien el ser y el pensamiento nunca son lo bastante adecuados entre sí, o al menos aún no:

El Ser que es (en el Presente) puede ser «concebido» o revelado por el Concepto. O, más exactamente, el Ser es concebido en «cada instante» de su ser. O bien, de nuevo: el Ser no es solo el Ser, sino también la Verdad -es decir, la adecuación del Concepto y el Ser. Eso es simple. La pregunta completa es saber de dónde viene el error. Para que ese error sea posible, debe desligarse el Concepto del Ser y oponerse a él. Es el Hombre el que lo hace; y más exactamente, el Hombre es el Concepto desligado del Ser; o mejor aún, es el acto de desligar el Concepto del Ser. Eso lo hace negando la Negatividad -es decir, por la Acción, y es ahí que entra el Futuro (el Pro-yecto). Ese desligarse es equivalente a una inadecuación (el significado profundo de errare humanum est), y es necesario negar o actuar de nuevo para lograr la conformidad entre el Concepto (=Proyecto) y el Ser (hecho para ajustarse al Proyecto mediante la Acción). Para el Hombre, por consiguiente, la adecuación del Ser y el Concepto es un proceso (Bewegung), y la verdad (Wahrheit) es un resultado. Y únicamente este «resultado del proceso» amerita el nombre de «verdad» (discursiva), pues sólo este proceso es Logos o Discurso (Kojève, 1969:144 n. 34).20

La capacidad de supervivencia de los errores humanos es, de hecho, lo que diferencia al hombre de la naturaleza según Kojève:

Si la Naturaleza llega a cometer un error (la malformación de un animal, por ejemplo), lo elimina de inmediato (el animal muere, o al menos no se reproduce). Sólo los errores cometidos por el hombre se prolongan indefinidamente y se reproducen a la distancia, gracias al lenguaje. Y el hombre podría definirse como un error que es preservado en la existencia, que se prolonga en la realidad. Ahora, dado que el error significa discordancia con lo real; dado que es otro diferente de lo que es, es falso, no se puede decir que el hombre que yerra es una Nada que se nihiliza en el Ser, o un «ideal» que está presente en lo real (Kojève, 1969:187).

Más aún, es únicamente gracias a nuestra tendencia esencialmente humana a errar, y no a pesar de ella, que también es posible la verdad. De lo contrario, sin la posibilidad el error humano, el ser sería facticidad muda. Como agrega Kojève: «Por consiguiente, hay realmente una verdad sólo donde ha habido un error. Pero el error existe en realidad únicamente en la forma del discurso humano» (Kojève, 1969:188).21 O para usar las palabras de Hegel de la Enciclopedia, en uno de los planteamientos favoritos de Adorno: «Sólo de este error surge la verdad. En este hecho radica la reconciliación con el error y con la finitud. El error o el otro-ser, cuando se sustituye, sigue siendo un elemento dinámico necesario de la verdad: pues la verdad sólo puede ser donde se hace su propio resultado» (Hegel citado en Adorno, 1994:93).22

Para Kojève, contrario al caso de Adorno o de Revueltas, la verdadera sabiduría traerá consigo de manera excepcional la perfecta adecuación del ser y el concepto en la figura del sabio al final de la historia. Esto también significa que la finitud, consciente de sí misma, salta hacia el infinito; cualquier acto o acción adicional, entonces, es superfluo. En contraste, en ausencia de cualquier reconciliación final, parecería que la filosofía sobrevive únicamente en y a través del error, a través de la brecha entre el concepto y su objeto o entre la representación y lo real, una brecha que es por esto no meramente provisional o accidental sino constitutiva de la posibilidad de saber cualquier cosa en absoluto. Y sin embargo, si es este el caso de que la finitud constituya hoy en día un nuevo dogma que -más que hacer superfluo el acto- bloquea toda acción para evitar los señuelos de mal radical, ¿no deberíamos también invertir esta conclusión en lo que respecta a la irreductibilidad del error reafirmando la identidad del ser y el pensamiento a la buena manera de Parménides? Quizá como en ningún otro lugar, Revueltas explora esta posibilidad a través de su noción del acto profundo, en «Hegel y yo».

«Hegel y yo» o El futuro de Parménides

Esta íntima conexión del pensamiento y el ser - desde Parménides, la más antigua preocupación de la filosofía, y su solo programa -esta absoluta conjunción de libertad y necesidad llevan todo el peso de la empresa hegeliana, y toda su gravedad y dificultad. En el análisis final, esta empresa puede ser un asunto de nada más que disolver esas categorías de «pensamiento» y «ser», o de hacer y dejarlas disolverse. Pero esta disolución es en sí misma nada más que la operación de cada una hacia la otra. Cada una depone a la otra de su consistencia y subsistencia. - Jean-Luc Nancy, Hegel: La inquietud de lo negativo Parménides había dicho, «No se puede pensar lo que no es»; -nosotros estamos en el otro extremo, y decimos «lo que es pensado debe ser seguramente una ficción». - Friedrich Nietzsche, La voluntad de poder

La afirmación de Parménides: «El Ser y el Pensamiento son la misma cosa», puede en el mejor de los casos aplicarse únicamente al verdadero pensamiento, pero decididamente no al falso pensamiento. Lo falso es con certeza algo más que el Ser es algo distinto del Ser. Y sin embargo, no se puede decir que lo falso «es nada», que «no hay» error. El error «existe» a su manera: idealmente, por así decirlo. - Alexandre Kojève, Introducción a la lectura de Hegel

Un relato corto notablemente enigmático, «Hegel y yo» se publicó por primera vez en 1973 como el principio planeado para una futura novela sobre el mismo tema que nunca vería la luz. Pese a su naturaleza inconclusa, el texto representa un momento culminante en la larga trayectoria de Revueltas como narrador y pensador. Ambos aspectos, narración y pensamiento, son inseparables aquí quizás mucho más que cualquier otra historia y la mayoría de sus ya bastante intelectualizadas novelas. «Hegel y yo», de hecho, parece retomar y tratar de resolver algunos de los callejones sin salidas de los escritos estrictamente teóricos de Revueltas del mismo periodo, hacia el final de los sesenta y comienzos de los setenta, la mayoría de los cuales han sido publicados de manera póstuma por Andrea Revueltas y Philippe Cheron en libros como la Dialéctica de la conciencia y México 68: juventud y revolución.

En Dialéctica de la consciencia, Revueltas se había propuesto diferentes proyectos a la vez: una crítica de la desorientación contemporánea de la Izquierda, o su «locura brujular», expresó de manera sintomática en la proliferación de grupúsculos de todo tipo; una reconstrucción genealógica para entender las verdaderas causas de la «crisis» del marxismo, mediante un retorno al momento histórico, justo después de los Manuscritos de 1844 que Revueltas fue uno de las primeras personas en el mundo en estudiar en detalle, cuando el pensamiento de Marx se divide de la doble tradición de Kant y Hegel; y, finalmente, por medio de una serie de ingeniosas «anécdotas cognitivas», la elaboración de su propia y peculiar posición teórica en relación con una dialéctica subjetiva, o una dialéctica de la consciencia, en oposición a los excesos de la dialéctica de la naturaleza. Acogida por Henri Lefebvre en su prefacio a la colección póstuma como un esfuerzo comparable al de figuras contemporáneas como Adorno, sin embargo, el proyecto de Revueltas no nos da mucho más que un atisbo de lo que significaría rescatar y reapropiarse, mediante el acto de la consciencia, la monumental memoria de la rebelión humana y la derrota contra la alienación.

Revueltas, en un estilo casi benjaminiano más que adorniano, desarrolla la noción de una «iluminación profana» que tiene lugar siempre que una consciencia emergente esté a un paso de atravesar la obliteración monumental de la memoria y el trabajo genérico humano. Más específicamente, describe tales momentos en términos de «actos», es decir, verdaderos «actos profundos», que cambian completamente los paradigmas aparentemente eternos del conocimiento existente a la luz de una verdad que es a la vez histórica y sin embargo parte de un pasado inmemorial que atraviesa, y en ocasiones interrumpe, el continuo de la historia humana.

La historia, considerada en este sentido dialéctico, no es una acumulación de riquezas culturales tanto como la desaparición a gran escala de la miseria en el inconsciente de la prehistoria constitutiva, genérica y originaria de la humanidad. Como escribe Revueltas:

De esta forma, como auto historización sin reposo (que nunca alcanza la quietud), la historia es una constante repetición de sí misma en la mente continua de los seres humanos, en su mente genérica y su memoria inconsciente -el inconsciente que es primero ahistórico y luego histórico y social- (no en el sentido vulgar en que se dice «la historia se repite», sino como presencia producida, y produciéndose, en los límites de la eternidad humana), la historia natural del hombre que retorna eternamente sobre sí misma (Revueltas, 1982:24-25).

¿Cómo, entonces, escapa la humanidad del letargo casi místico de su intelecto general y su memoria inconsciente? Aquí, Revueltas y Benjamin, como tantos otros marxistas occidentales, parecen haber sido inspirados por una declaración de principios que aparece en una carta de Marx a Arnold Ruge. «Nuestro lema deberá ser: la reforma de la consciencia no por medio de dogmas, sino a través del análisis de la consciencia mística ininteligible para sí misma, bien sea que se manifieste en su forma religiosa o política», Marx le había escrito a su amigo y compañero de los jóvenes hegelianos: «Entonces el pueblo verá que el mundo ha poseído por mucho tiempo el sueño de una cosa -y que sólo necesita poseer la consciencia de esta cosa para realmente poseerla» (Marx, citado por Benjamin, 1999:467). Benjamin convertiría este lema en la base de su método dialéctico como historiador materialista. «La realización de los elementos del sueño en el transcurso del despertar es el canon de la dialéctica. Es paradigmático para el pensador y vinculante para el historiador», escribe en uno de sus cuadernos de apuntes para El proyecto de los pasajes en el que también se pregunta: «¿Es el despertar quizás la síntesis de la consciencia onírica (como tesis) y la consciencia de la vigilia (como antítesis)? Entonces el momento del despertar será idéntico al"ahora de la reconocibilidad", en la que las cosas asumen su verdadero rostro -surrealista-» (Benjamin, 1999:464,364). Esta visión del despertar, este «ahora de la reconocibilidad» como «un punto de ruptura supremamente dialéctico» o «instantánea» surrealista, evoca el momento en que la consciencia de repente está «a un paso» de formarse, «a un paso» de irrumpir en nuestro campo de visibilidad, según Revueltas.

Lo que Revueltas persigue en las «anécdotas cognitivas» de su Dialéctica de la Consciencia sería entonces una experiencia similar a la formación de «imágenes dialécticas» para Benjamin:

En la imagen dialéctica, lo que ha sido en una época particular es siempre, de manera simultánea, «lo que ha sido desde tiempos inmemoriales». Como tal, sin embargo, se manifiesta, en cada ocasión, solo hasta una época muy específica -a saber, la época en la que la humanidad, frotándose los ojos, reconoce solo esta imagen onírica particular como tal. En ese momento el historiador retoma, respecto a esa imagen, la tarea de la interpretación onírica (Benjamin, 1999:462).

La tarea del pensamiento crítico está así mucho más cerca de la interpretación de sueños que de un simple ejercicio de la presencia de mente del cogito y la auto-consciencia casi divina. Revueltas, finalmente, propone ver la actividad del pensamiento como secular, o iluminación profana: «Consciencia, libre y despojada de toda divinidad -tanto en virtud como en vicio- pone las cosas a sus pies que estaban parados en la cabeza, los ilumina y los profana» (Revueltas, 1987:48). Es este tipo de iluminación la que brilla a través de «Hegel y yo».

Hegel, en el relato, es el alias de un prisionero, un parapléjico que desde su silla de ruedas intercambia anécdotas y divagaciones filosóficas con su compañero de celda, un alter ego apenas disimulado del mismo Revueltas. «Es un cuestionamiento de la filosofía hegeliana, referido a la prisión», explica el autor en una entrevista: «Un personaje que llega a prisión es un ladrón de bancos llamado Hegel porque robó un banco en las calles de Hegel. Todos lo llaman Hegel. Desde allí el narrador asume las posiciones de Hegel con el fin de demostrar que la prisión es el Estado» (Revueltas, 2001:77). De este personaje, de hecho, obtenemos no sólo una teoría del Estado como un panóptico similar a una prisión, sino también el esbozo de una provocadora teoría del acto o, para ser más precisos, una teoría del acto teórico -de lo que significa alcanzar la consciencia en el acto de la teoría.

Los verdaderos actos no tienen testigos en la historia; en otras palabras, no hay testimonios de los actos de consciencia verdaderamente profundos. En lugar de ello, pertenecen a la reserva silenciosa de una recolección inconsciente e inmemorial, la memoria de lo que no ha tenido lugar. «El acto profundo yace dentro de uno, al acecho y preparado para saltar desde el fondo de la memoria: desde esa memoria de esa memoria de lo no-ocurrido», dice Hegel, y el narrador anónimo aprueba: «Tiene razón: nuestros actos, los actos profundos dice él, son esa parte de la memoria que no acepta el recuerdo, sin que importe el que haya habido testigos o no. Nadie es testigo de nadie ni de nada, cada quien lleva encima su propio recuerdo no visto, no oído, sin testimonios» (Revueltas, 1979:20,13). Sin memoria, sin testimonio, sin testigos y aun así registrado en las páginas en blanco de un inconsciente colectivo, los actos profundos son los actos que definen no sólo la consciencia emergente de un sujeto sino también a ese mismo sujeto. Los sujetos son instancias locales de tales actos.

«Usted», o «yo», en esta versión de «Hegel y yo», no son otra cosa que el resultado de los actos profundos de la historia, bien sea en 1968 o en 1917, en 1905 o en 1871, actos que por siempre habrán cambiado las condiciones de la política en la historia. Esto no es un ciego recuento voluntarista de la capacidad del sujeto para la acción y la intervención, pues no es el sujeto sino el acto lo que es primero. El acto no es nuestro hacer tanto como nosotros que somos el resultado, o la instancia local, del acto. En palabras de Hegel:

Entonces, por cuanto estás aquí (digo, aquí en la cárcel o donde estés, no importa), por cuanto estás y eres en algún sitio, algo tienes que ver con ese acto. Está inscrito en tu memoria antigua, en lo más extraño de tu memoria, en tu memoria extraña, no dicha, no escrita, no pensada, apenas sentida, y que es la que te mueve hacia tal acto. Tan extraña que es una memoria sin lenguaje, carente en absoluto de signos propios, y ha de abrirse camino en virtud de los recursos más inesperados. Así, esta memoria repite, sin que nos demos cuenta, todas las frustraciones anteriores a su data, hasta que no acierta de nuevo con el acto profundo original que, ya por eso solamente, es tuyo. Pero solamente por esto, pues es tuyo sin que te pertenezca. Lo contrario es la verdad: tú eres quien le pertenece, con lo que, por ende, dejas de pertenecerte a ti mismo (Revueltas, 1979:20).

El acto no sólo constituye la fugaz ocurrencia de una identidad de pensamiento y de ser, sino que también parecería que redime de manera retroactiva los errores pasados y las fallas de la historia. Yo iría aún más allá hasta sugerir que mediante la noción de una repetición de la memoria de lo no-ocurrido, es decir, literalmente «lo que no ha sucedido», Revueltas invierte la lógica de la sublevación de Hegel que, como nos recuerda con frecuencia Zizek, equivale a una especie de Ungeschehenmachen, incidentalmente el mismo término alemán que usa Freud al comprender la negación. Mientras que Hegel genialmente situó esta capacidad de deshacer la historia en la noción del perdón cristiano, Zizek extiende su campo de aplicación para incluir el núcleo de la lógica de Hegel como un todo:

Se es así capaz de concebir la Ungeschehenmachen, la más elevada manifestación de la negatividad, como la versión hegeliana del «impulso tanático»: no es un elemento accidental o marginal en el edificio hegeliano, sino que más bien designa el momento crucial de un proceso dialéctico, el llamado momento de la «negación de la negación», la inversión de la «antítesis» en la «síntesis»: la «reconciliación» adecuada para la síntesis no es una superación suspensión (sea «dialéctica») de la escisión en algún plano superior, sino una inversión retroactiva que significa que nunca hubo escisión alguna para empezar -la «síntesis» de manera retroactiva anula esta escisión (Zizek, 2007:34).23

Para Revueltas, sin embargo, el propósito de los actos profundos de la historia no es simbólicamente o en el plano del espíritu deshacer lo que sucedió en el pasado sino más bien permitir que lo que no sucedió en el pasado se haga suceder. Aquí radica no la aniquilación retroactiva de la escisión tanto como la introducción redentora de una escisión allí donde no existía previamente.

En tanto que repite no los eventos reales del pasado, sino la repetición de su halo de ausencia, el acto correcto no tiene comienzo ni final. «¿Dónde diablos fue que comenzó todo esto?», se pregunta el narrador en «Hegel y yo»: «No son las cosas mismas lo que recuerdo sino su halo, su periferia, lo que está más allá de aquello que las circunscribe y define» (Revueltas, 1979:103). Es solo posteriormente que los historiadores -y quizás los filósofos de la historia como Hegel- pueden nombrar, datar e interpretar los eventos que se repiten pero no se registran o se presencian en un acto tan inmemorial:

Es un acto que acepta todas las formas: comprometiéndolo, perpetrándolo, consumándolo, realizándolo. Está simplemente más allá de toda calificación moral. Su calificación se deja a quienes lo comentan y datan, es decir, a los periodistas y a los historiadores, que entonces deben necesariamente ajustarlo a una norma crítica determinada que está vigente, por la cual ellos solo borran sus huellas y lo falsifican, erigiéndolo en un Mito que es más o menos válido y aceptable durante un cierto periodo de tiempo: Landrú, Gengis Kan, Galileo, Napoleón, el Marqués de Sade, o Jesucristo o Lenin, da lo mismo (Revueltas, 1979:108).

Revueltas mismo responde así a los actos y acontecimientos de 1968 al demandar una teoría del acto que pudiera justificar el proceso mediante el cual los actos frustrados de las revoluciones e insurrecciones pasadas -actos de rebelión como la huelga de los ferrocarrileros en 1958, en México-despiertan de su letargo y, de recolecciones inconscientes de lo no ocurrido, rompen el cascarón del conocimiento disponible para producir las categorías de una verdad no oída.

Como actos teóricos prolongados, sin embargo, los acontecimientos no pueden aprehenderse sin sacrificar su naturaleza, a menos que el marco interpretativo mismo esté en sintonía para reflejar esta naturaleza muy eventual en sí misma.

A sus amigos y militantes camaradas de mayo del 68 en Francia, envía Revueltas una carta abierta con el siguiente mensaje: «Su acción masiva, que de inmediato se convierte en praxis histórica, desde el primer momento, posee la peculiar naturaleza de ser al mismo tiempo una gran brecha teórica, una subversión radical de la teoría mediada, deformada, fetichizada por los epígonos de Stalin» (Revueltas, 1978:26). Esta subversión radical a su vez debe teorizarse sin perder su subversividad en la tierra de nadie de una teoría sin práctica. Escribiendo desde su celda en la cárcel Lecumberri, donde estaba encerrado por su supuesto papel como intelectual instigador de la revuelta de 1968, Revueltas no les pregunta nada menos a sus camaradas mexicanos. «Creo», escribe contra toda posibilidad en 1976 en una recopilación de ensayos sobre la masacre de Tlatelolco, «que la experiencia de 1968 es muy positiva, tanto que traerá enormes beneficios, siempre que sepamos cómo teorizar el fenómeno» (Revueltas,1978:21). Es este conato de teoría, que es cualquier cosa menos gris, o que es gris en un sentido peculiar que no excluye el rejuvenecimiento de una verdad más allá de todo conocimiento disponible de lo que es, lo que nos urge a volver a una cierta presencia enigmática de Hegel en América.

 


1 Este artículo es producto de la investigación realizada por el autor sobre la filosofía de Hegel y la expansión colonial europea desde 1492 hasta el surgimiento del imperialismo estadounidense en 1898.

2 (Nota del Editor) Bruno Bosteels es PhD. en literatura y lenguas romances de la Universidad de Pensilvania (1995; MA 1992), AB en filología romántica del Katholieke Universiteit Lovaina, Bélgica (1989). Fue profesor adjunto en la Universidad de Harvard y en la Universidad de Columbia. Es autor de obras como Badiou o el recomienzo del materialismo dialéctico (2007), Badiou and Politics(2009) y Marx and Freud in Latin America (2010). Es autor de docenas de artículos sobre la literatura y la cultura latinoamericanas modernas, y sobre la filosofía europea contemporánea y la teoría política. Sus intereses de la investigación incluyen los cruces entre el arte, la literatura, la teoría, y la cartografía; los movimientos radicales de los años 60 y de los años 70; decadencia, dandismo, y anarquía en el giro entre los siglos XIX y XX. La hipótesis comunista; los estudios culturales y la teoría crítica, así como la recepción de Marx y de Freud en América latina. Actualmente es el Editor General de diacritics.

3 Profesor Asociado.

4 No creo que sea un error asegurar que el ímpetu que hay detrás del ejemplar estudio de"Hegel and Haiti", de Susan Buck-Morss (2000), comenzando por el título, corresponda en parte al tipo de efecto descolonizador capturado en las yuxtaposiciones de Hegel y Hergé, o de Tintín y el Congo belga.

5 Alfredo Jaar, A Logo for America, presentado en 1987 en el Times Square de la ciudad de Nueva York.

6 Ortega y Gasset formula su propia teoría de la historia en Historical Reason, trad. Philip W. Silver (Nueva York: W.W. Norton, 1984) y Toward a Philosophy of History (Nueva York: W.W. Norton, 2002).

7 Desde que comencé a mencionar"This Is Not A Pipe", René Magritte, podría añadir el extraño detalle, ignorado por Hegel, de que según Buffon no hay cocodrilos, sino únicamente caimanes y aligátores en Latinoamérica. Este error empírico ha llevado al artista colombiano contemporáneo José Alejandro Restrepo a retratar a Hegel y a uno de sus más rencorosos archienemigos, Alexander von Humboldt, en la instalación titulada"El cocodrilo de Humboldt no es el de Hegel" (presentado originalmente en 1994). Para ver una discusión fascinante, véase Erna von der Walde,"'Ceci n'est pas un crocodile': Variations on the Theme of American Nature and the Writing of History", Journal of Latin American Cultural Studies 15.2 (2006): 231-249. Sobre la diferencia entre el beefsteak europeo y, digamos, el bifé argentino, hoy en día las papilas gustativas de cualquiera deberían estar mejor entrenadas para tomar esta decisión -si bien el argumento quizá no cumpla a cabalidad los criterios de desinterés sublime para incluirse en la Crítica del juicio- que los del kantiana-hegeliano-lacaniano Slavoj Zizek.

8 Sin pretender exhaustividad, remito al lector a autores como Leopoldo Zea, de México, Carlos Astrada y Alejandro Korn, de Argentina, Carlos Másmela, de Colombia, o, más recientemente, Carlos Pérez Soto, de Chile. El desequilibrio de género en esta mínima lista sigue siendo profundamente preocupante.

9 Para ver un excelente comentario, veáse Pedro Enrique García Ruiz, Filosofía de la liberación: Una aproximación al pensamiento de Enrique Dussel (Ciudad de México: Dríada, 2003), 111-131.

10 Compárese con el imperativo de Theodor W. Adorno: «La historia universal debe construirse y negarse» (1990:320).

11 Gareth Williams le ha sacado el mayor provecho a este principio para una lectura de lo subalterno en Latinoamérica. Véase de él: The Other Side of the Popular: Neoliberalism and Subalternity in Latin America (Durham: Duke University Press, 2002).

12 Fredric Jameson (1990), ha hecho un gran trabajo para expandir la importancia de este argumento para la totalidad en el contexto del capitalismo tardío.

13 Con excepción de Tarrying with the Negative: Kant, Hegel, and the Critique of Ideology de Slavoj Zizek (Durham: Duke University Press, 1993), la mejor introducción esta triangulación filosófica de Kant, Hegel y Lacan puede encontrarse en Adrian Johnston, Zizek's Ontology: A Transcendental Materialist Theory of Subjectivity (Evanston: Northwestern University Press, 2008).

14 Véase también Jean Hyppolite: «“El ser es esencia absoluta", pero este ser debe descubrir su inconsistencia; cuando declara que se ha conseguido, se encuentra alienado de sí mismo. Finito por su propia naturaleza, es humano, demasiado humano» (1974:557).

15 Véase también la detallada polémica con Rodolphe Gasché más adelante en el mismo volumen (72-91).

16 Véase, por ejemplo, el pasaje en el que Nancy define «sentido» como «el evento apropiador de todas las cosas en la penetración del pensamiento y en el paso efectivo» (50). He mencionado la idea de un diccionario de la finitud, pero un día podríamos también tener que escribir su gramática. En el original francés, aparte de la conocida frase heideggeriana «siempre ya» (toujours déjà), hay dos giros de la frase que añaden una resonancia deleuziana, completamente sorprendente al Hegel de Nancy, en otras palabras, «repleto» (à même, traducido de manera algo torpe por Smith y Miller como"right at" o «justo en»), que es también una de las jugadas sintácticas obsesivas de Félix Guattari, y «de una vez» o «desde el comienzo» (d'emblée -enseguida-), que Gilles Deleuze sostiene que es fundamental en el método de intuición supuestamente antidialéctico de Henri Bergson (Cf. Deleuze, 1991; Nancy, 1997:27,105).

17 Para entender la proximidad y la distancia entre los proyectos de Badiou y Revueltas, compárense los dos siguientes comentarios, respectivamente, de The Century: «El siglo XIX anunció, soñó y prometió; el siglo XX declaró que haría al hombre, aquí y ahora» (32) y de la Dialéctica de la conciencia (Revueltas y Cheron, 1982): «El siglo XX no existió. La humanidad dio un gran salto al vacío desde las presuposiciones teóricas del siglo XIX, mediante la falla del siglo XX, hasta el oscuro inicio del siglo XX en agosto de 1945, con las explosiones atómicas de Hiroshima y Nagasaki» (82).

18 En las siguientes dos secciones, tomaré amplios fragmentos de los dos estudios anteriormente publicados, «Una arqueología del porvenir: acto, memoria, dialéctica» La Palabra y el Hombre 134 (2005): 161-171; y «Marxismo y melodrama: reflexiones sobre Los errores de José Revueltas», El terreno de los días: Homenaje a José Revueltas, ed. Francisco Ramírez Santacruz y Martín Oyata (Ciudad de México/Puebla: Miguel Angel Porrúa/Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2007), 121-146. No es preciso decir que las ideas de estos estudios previos se reconstruyen en profundidad aquí en el contexto del panorama contemporáneo de Hegel.

19 ¿Debemos aún añadir que estas «tríadas» hegelianas son una invención póstuma en la que ni Hegel ni Revueltas creyeron por un segundo, y que tales «síntesis dialécticas» existen únicamente en la mente de Domínguez Michael? Como correctivo, siempre es útil recurrir a las lecturas de Evodio Escalante sobre la relación entre Revueltas y Hegel, por ejemplo, en «El asunto de la inversión ideológica en las novelas de José Revueltas» El terreno de los días, 177-189.

20 También he consultado la edición francesa en Introduction à la lecture de Hegel (París: Gallimard, 1947). Estoy en gran deuda con Evodio Escalante por ser el primero que me puso en la pista del Hegel de Kojève en el contexto de mi lectura de Los errores. Para la interpretación de la filosofía de Hegel como atea y finitista que hace Kojève, véase la extensa nota a pie en la que también compara a Hegel con Heidegger, en la última página de la edición en inglés (259 n. 41).

21 Debemos notar que hay en realidad dos tipos de error en Hegel, según Kojève: El yerro inevitable que hace parte de nuestra condición humana, pero también el error como equivocación o defecto superable, como cuando Hegel asume la dialecticidad no sólo de la Historia, sino también de la Naturaleza: «Hegel comete, en mi opinión, un grave error. Desde el hecho de que la Totalidad real es dialéctica concluye él que sus dos elementos constitutivos fundamentales, que son la Naturaleza y el Hombre (=la Historia), son dialécticos» (212-213, n. 15). Por supuesto, el intento de Kojève por corregir el error de Hegel con la referencia a la ontología de Heidegger es precisamente el gesto que prepara la dominación actual de la matriz de la finitud.

22 Adorno posteriormente ofrece su propia versión de este principio: «Dentro del sistema, y en términos de las leyes del sistema, la verdad de lo no idéntico se manifiesta como error, como algo no resuelto, en el otro sentido de lo que no se domina, como la falsedad del sistema, y nada que sea falso puede comprenderse. Así, lo incomprensible destruye el sistema» (147).

23 Sobre la noción de Freud de das Ungeschehenmachen como compulsión neurótica, véase también Rottenberg, 2005:78-79.


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