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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.12 Bogotá Jan./June 2010

 

Siglo XVIII: El nacimiento de la biopolítica1

18th Century: The emergence of biopolitics

Século XVIII: O nascimento da biopolítica

Santiago Castro-Gómez2
Pontificia Universidad Javeriana, Colombia3
scastro@javeriana.edu.co


1Este artículo es el resultado de las investigaciones del autor sobre poder, biopolítica y gubernamentalidad realizadas en el Instituto Pensar. Algunas de estas ideas fueron presentadas en Bogotá el 6 de mayo de 2009 en las Jornadas Internacionales «Siglo XVIII: rupturas y continuidades», organizadas por el Ministerio de Cultura, el Museo Iglesia de Santa Clara y el Museo de Arte Colonial.
2Licenciado en filosofía por la Universidad Santo Tomás de Bogotá, Master en Filosofía por la Universidad de Tübingen (Alemania) y Doctorado con honores por la Johann Wolfgang Goethe-Universität de Frankfurt. Entre sus libros se destacan: Crítica de la razón latinoamericana (1996), La hybris del punto cero (2005), Tejidos Oníricos (2009) y Historia de la gubernamentalidad. Razón de Estado, liberalismo y neoliberalismo en Michel Foucault (2010).
3Profesor e investigador del Instituto de Estudios Sociales y Culturales PENSAR.


Resumen

El artículo aborda el problema de la biopolítica en el siglo XVIII en España y sus colonias americanas, tomando como referencia el cambio de dinastía de los Austrias a los Borbones. La hipótesis es que este cambio de dinastía supuso no solo un cambio de gobierno sino un cambio de gubernamentalidad. Se implementan una serie de medidas de carácter médico, sanitario y demográfico que tienen como objetivo potenciar la vida de la población, justo en el momento en que España luchaba por recuperar su hegemonía geopolítica en el sistema-mundo. El artículo explora, entonces, los vínculos entre la biopolítica y la geopolítica.

Palabras clave: biopolítica, reformas borbónicas, discurso colonial, geopolítica.


Abstract

This paper addresses the problem of biopolitics in the 18th century in Spain and its colonies in America, having as a reference the change of Austria's to Bourbon dynasty. It is argued that this change of dynasties involved not only a change in government, but also a change in governmentality. A set of medical, health and demographic steps were applied in order to enhance the quality of life among its population, while at the same time Spain was fighting to recover its geopolitical hegemony in the world-system. Hence, this paper explores the links between biopolitics and geopolitics.

Key words: biopolitics, Bourbon reforms, colonial discourse, geopolitics.


Resumo

O artigo aborda o problema da biopolítica durante século XVIII na Espanha e suas colônias americanas, tomando como referencial a sucessão de dinastias dos Austrias aos Borbones. Assume-se a hipótese de que a sucessão de dinastias supõe não somente uma mudança de governo, mas uma mudança na governamentalidade. Foi implementada uma série de medidas de caráter médico, sanitário e demográfico cujo objetivo era potenciar a vida da população, justamente no momento em que a Espanha lutava pela recuperação de sua hegemonia geopolítica no sistema-mundo. O artigo explora, portanto, os vínculos entre a biopolítica e a geopolítica.

Palavras chave: biopolítica, reformas borbónicas, discurso colonial, geopolítica.


En La hybris del punto cero me ocupé de cartografiar la emergencia de dos tecnologías de poder que, entre el siglo XVI y comienzos del XIX, coexistieron en el territorio de la Nueva Granada. El primer conjunto tecnológico corresponde a lo que Aníbal Quijano y otros autores han denominado la «colonialidad del poder», y hace referencia al modo en que las poblaciones coloniales son gobernadas conforme a una distribución jerárquica basada en su grado de «limpieza de sangre». Se trata, pues, de una tecnología de gobierno soberano cuya operatividad requiere la implementación de lo que podríamos denominar un dispositivo de blancura. El segundo conjunto corresponde, en cambio, a lo que Foucault denominó la «gran mutación tecnológica» de las relaciones de poder operada durante el siglo XVIII, y hace referencia a la emergencia de un gobierno económico sobre la vida de las poblaciones. A este segundo conjunto tecnológico, cuya operatividad requirió la implementación de unos dispositivos de seguridad, me referiré a continuación.

Si hubo alguna «mutación» en el siglo XVIII, si se produjo allí la irrupción de algo realmente novedoso, fue la aparición de la vida en el escenario de la política. Por vez primera la vida humana dejó de ser vista como un don de Dios, o como el polo opuesto de la muerte, sobre la cual el soberano extiende su autoridad, para convertirse en un efecto de la acción política. La vida como algo que puede ser producido, administrado y gestionado por el Estado; en suma, la vida como resultado de la intervención y planificación humana sobre un «medio ambiente».

No quiero centrarme en los interesantísimos debates contemporáneos alrededor del concepto de biopolítica, tampoco repetir los argumentos ya presentados en La hybris del punto cero. Sin embargo, quisiera volver una vez más al siglo XVIII para identificar allí el nacimiento del segundo conjunto tecnológico mencionado en el libro, aprovechando en esta ocasión la publicación de nueva literatura sobre ese tema y sobre esa época. Me refiero, sobre todo, a la publicación de las lecciones ofrecidas por Michel Foucault en el College de France durante los ciclos lectivos de 1977-1978 («Seguridad, Territorio, Población») y 1978-1979 («Nacimiento de la Biopolítica»); también a los trabajos adelantados por el filósofo Francisco Vásquez García, quien ha reflexionado sobre la historia de la biopolítica en España, siguiendo de cerca las investigaciones llevadas a cabo en Inglaterra por la red History of the Present bajo el liderazgo del sociólogo Nikolas Rose. No sobra decir que mi aproximación al siglo XVIII no es la de un historiador que sopesa la evidencia de las fuentes, sino la de un filósofo que busca pistas para entender el tipo de relaciones de poder históricamente decantadas en Colombia y que aún constituyen nuestro presente.

Organizaré mi presentación de la siguiente forma: primero me concentraré en el modo en que el Imperio español desplegó un gobierno biopolítico sobre la población colonial, en su afán de recuperar las ventajas comerciales perdidas ante el auge de nuevas potencias mundiales como Inglaterra, Francia y Holanda. Después mostraré la importancia que tuvo en el siglo XVIII la economía política, tanto para el gobierno ilustrado de los borbones como para los criollos neogranadinos.

1. Biopolítica y reformas borbónicas

La clave para entender el surgimiento de la biopolítica en el Imperio español es sin duda el cambio de dinastía que se produjo hacia comienzos del siglo XVIII. La dinastía francesa de los Borbones sube al trono en España con el reinado de Felipe V (1700-1746), después de una guerra de sucesión, reemplazando a la dinastía de los Habsburgo, que terminó con la muerte de Carlos II. Lo importante aquí es entender que no se trató únicamente de un cambio de gobierno, sino de un cambio de gubernamentalidad. A diferencia de los Habsburgo, los Borbones no favorecían un gobierno de tipo imperial-territorial, sino uno de tipo económico. Esto quiere decir que lo importante para ellos no era la adquisición de nuevas tierras y nuevos súbditos, sino la eficaz gestión económica sobre los territorios y poblaciones que ya eran suyos. Los Borbones vieron con horror el modo en que España estaba siendo desplazada de su antigua influencia mundial por otros Estados europeos y se dieron cuenta de que el problema de tal decadencia se encontraba en sus propias entrañas. No solo las viejas estructuras burocráticas y administrativas de los Habsburgo debían ser reformadas, sino también los hábitos de la población y el gobierno sobre las colonias. La única forma de lograr esto era centralizar todo el poder en manos del Estado a expensas de los poderes locales. Por eso el mayor interés de los Borbones fue convertir al Estado en una máquina que no buscaba establecer alianzas con los poderes territoriales establecidos (la Iglesia, la nobleza, las cortes y cabildos municipales, etc.), sino despojar estos poderes de sus codificaciones tradicionales4 en nombre de una única y absoluta «razón de Estado».

Debo decir, a propósito de esto, que en el capítulo dos de La hybris del punto cero se hace referencia al dispositivo de blancura como vinculado a un particular sistema de alianzas entre las élites criollas, que buscaban de este modo perpetuar su dominio sobre el espacio social neogranadino y evitar la centralización del poder. Se trata, pues, de un dispositivo orientado hacia la «expulsión del Estado» mediante la constitución de poderes de carácter familiar y patrimonial. Por el contrario, el dispositivo biopolítico que emerge en el siglo XVIII se orienta, precisamente, a desmontar ese sistema de alianzas para favorecer la construcción del Estado central. Tenemos, entonces, dos tecnologías de poder enfrentadas en la segunda mitad del siglo XVIII: una que propugna por la expulsión del Estado en nombre de intereses particulares (codificación etnoracial), otra que propugna por la expulsión de esos intereses en nombre de un único centro de poder (sobrecodificación estatal). Una pugna tecnológica que, asumiendo diferentes formas, ya no abandonaría más la historia de este país.

Quisiera repasar brevemente y de forma esquemática el modo en que se quiso implementar la biopolítica absolutista de los Borbones, tomando como ejemplo tres áreas de intervención: demografía, pobreza y enfermedad. Se mencionará cómo tales políticas fueron implementadas en España y replicadas en el Nuevo Reino de Granada. Debo aclarar que las reflexiones que vienen no buscan sugerir una ruptura completa, una discontinuidad radical entre la política de los Habsburgo y la de los Borbones, sino tan sólo visibilizar conceptualmente las diferencias de acento entre las dos dinastías con respecto a las áreas de intervención ya mencionadas.5

Digamos primero que el gobierno de la población empezó a ser visto por el Estado español del siglo XVIII como un elemento clave para incrementar la potencia del soberano. Con ello me refiero al descubrimiento de que la vida de la población es una instancia inmanente al Estado, cuyos procesos biológicos pueden ser intervenidos y regulados a partir del conocimiento científico-técnico. Cuánta gente hay en un territorio, qué tipo de enfermedades les aquejan, su tasa de mortalidad y natalidad, etc., ya no son simples «datos de la naturaleza» sino variables que pueden ser alteradas por el Estado en su propio beneficio. Son recursos que el soberano debe administrar y gestionar con ayuda del conocimiento científico.

Con todo, ya desde el siglo XVII, aún bajo el gobierno de los Habsburgo, se habían escuchado voces que identificaban la despoblación como uno de los principales problemas del Imperio español. Se creía que las causas principales de esta despoblación eran la corrupción de las costumbres morales, sobre todo la prostitución, que alejaba a los jóvenes del lecho conyugal; la alta cantidad de curas y monjas, que reducía el número de procreaciones; además de la elevada tasa de emigración hacia las Indias. Una Pragmática de 1623 sancionada por Felipe IV quiso contener estos problemas y elevar el número de vasallos creando nuevos estímulos para el matrimonio, prohibiendo la prostitución, liberando de impuestos a quienes tuvieran seis o más hijos varones y elevando la edad de acceso al sacerdocio (Vásquez García 2009: 27-30). Sin embargo, la biopolítica de los Borbones funcionaba de un modo completamente diferente. Pensadores ilustrados de mediados del siglo XVIII, como Ward, Jovellanos, Olavide y Camponanes, señalaron que la «población» no hace referencia tanto al número de súbditos cuanto a su calidad. Lo que se buscaba no era necesariamente que hubiera más gente, sino gente más cualificada, capaz de hacerse cargo de las labores agrícolas e industriales que requería el Estado. Por eso, no se trataba solo de incrementar el número de nacimientos sino de «hacer útiles» a los vasallos existentes. Con otras palabras, podríamos decir que el proyecto biopolítico borbón no tenía como meta el incremento numérico de la población sino la producción de nuevas subjetividades.

Con este objetivo el Imperio español llevó adelante algunos «experimentos demográficos», siendo la colonización de la Sierra Morena quizás el más importante de ellos. Se trató de un proyecto concebido por Olavide y Campomanes durante el gobierno de Carlos III, que buscaba poblar esta región de España con sujetos capaces de hacer suyo el hábito del trabajo productivo y de operar con las técnicas agrícolas más avanzadas del momento. Esta sociedad de colonos debía estar vigilada muy de cerca por inspectores encargados de controlar minuciosamente la producción diaria de cada familia, asegurando así el cumplimiento de las metas trazadas por el Estado (Vásquez García 2009:44-45). Sujetos que se forman mediante la desterritorilización de sus hábitos previos y la reterritorialización en ambientes controlados. Y aunque no tenemos noticia de que en la Nueva Granada se hayan producido experimentos semejantes, sí sabemos que la despoblación del reino fue uno de los temas preferidos por virreyes, hombres de letras y miembros de la comunidad ilustrada. En el año de 1791 el editor del Papel Periódico de la Ciudad de Santafé de Bogotá, Manuel del Socorro Rodríguez, anuncia un premio de cincuenta pesos para el trabajo que proponga una mejor solución al despoblamiento de la Nueva Granada. El pensador criollo Diego Martín Tanco, administrador de Correos de Bogotá y ganador del mencionado concurso, empieza su Discurso afirmando que «un reyno no se debe llamar bien poblado aunque rebose de habitantes, si estos no son laboriosos y se emplean útilmente en aquellas tareas que producen para el hombre el alimento, el vestido, el adorno y otras cosas propias para la conveniencia de la vida» (Tanco, 1978 [1792]:132). Calidad y no cantidad de población. Tanco recurre a los trabajos de Ward y Campomanes para mostrar que la calidad de la población es un asunto de control y planificación que debe ser abordado por una nueva ciencia: la economía política. De este tema me ocuparé más adelante.

Digamos por lo pronto que el Discurso de Tanco aborda otro de los problemas que en ese momento era percibido como una de las causas principales de despoblación: la pobreza. Si se quiere asegurar la calidad de la población, entonces habrá que asegurarse de que el trabajo productivo reemplace al ocio y la «vagamundería», pues «un país de vagamundos lo será siempre de pobres» (Tanco, 1978 [1782]:185). Aquí Tanco se hace eco de la biopolítica imperial de los Borbones, empeñada en el control de la mendicidad y el encierro correccional de los pobres. Y aunque este no era un problema nuevo en la España del siglo XVIII, sí lo era su solución. Ya desde el siglo XVI, autores erasmistas como José Luis Vives habían impugnado la idea cristiana de que la pobreza era en sí misma una prueba de santidad (el pobre como símbolo de Cristo) y distinguió claramente entre el pauper verecundus («pobre vergonzante») y el pauper superbus («pobre fingido»).6 Estos últimos eran vistos por Vives como un peligro moral para el Estado, por lo cual propone la creación de una policía de mendigos encargada de separar los vergonzantes de los fingidos, obligando a estos últimos a trabajar o, en su defecto, encerrarlos (Vásquez García 2009:56-57). Estas reflexiones sobre el gobierno de la pobreza quedaron enmarcadas en la teopolítica de los Habsburgo – reforzada por el Concilio de Trento– que asociaba la mendicidad con la inmoralidad. Si se quería encerrar o encauzar al «pobre fingido» era para evitar la generalización del pecado y promover la recristianización de los descarriados.

Una cosa muy diferente es la que proponen los Borbones del siglo XVIII. Los reformadores ilustrados vinculados a la Corona ya no dan al problema de la pobreza un enfoque teológico sino económico. Los pobres y mendigos no son vistos como un obstáculo para la salvación –problema que debe ser atendido por la Iglesia– sino como un obstáculo para la «felicidad pública» cuya resolución está en manos del Estado. Pero no se trataba simplemente de que trabajaran en cualquier cosa, o en las mismas cosas que ya sabían antes, sino de ocuparlos en aquellas labores susceptibles de aumentar las riquezas del Estado, utilizando para ello nuevas técnicas y modos de hacer. Sacarlos de la calle para internarlos en talleres y hospicios donde se convertirían en «sujetos nuevos». Tenemos, de nuevo, dos movimientos simultáneos, ambos coordinados por el Estado: desterritorialización con respecto a las «viejas» formas de vivir y trabajar, reterritorialización en nuevos ambientes laborales. Así, la legislación de pobres dictada en 1775 por Carlos III establecía que los «pobres útiles» debían ser internados en hospicios donde aprenderían un oficio bajo la supervisión del Estado, mientras que los «pobres inútiles» (enfermos, por ejemplo) serían internados en casas de misericordia administradas también por el Estado y ya no por la Iglesia. Desacralización de la pobreza y estatalización de su gobierno.

En la Nueva Granada del siglo XVIII se quiso implementar el encierro disciplinario como medio para combatir la holgazanería y la pobreza. Con la fundación del Real Hospicio de Santafé se implementaron finalmente las medidas esperadas por la Corona para el destierro definitivo de la ociosidad. Manuel del Socorro Rodríguez decía en 1791 que todas las personas internadas en el hospicio, incluyendo mujeres y niños, debían aprender a trabajar en aquellos ramos útiles para el comercio: hilado, lencería, desmote de algodón, labrado de velas de cera, etc. (Rodríguez 1978 [1791]:142). Clasificar y resocializar a los mendigos, transformándolos en mano de obra barata, potenciar los sectores productivos de la economía y aumentar el número de la población «útil» al Estado. Tales eran las funciones del Real Hospicio, que en opinión de José Ignacio de Pombo debía convertirse en una escuela-taller equipada con modernos instrumentos y maquinaria, de tal modo que de allí salieran maestros capaces de establecer nuevos hospicios en otras regiones de la Nueva Granada (Pombo 1965 [1810]:188).

La enfermedad también se convirtió un área de intervención clave para la biopolítica de los Borbones, estrechamente relacionada con las dos consideradas anteriormente, la demografía y la pobreza. Si la riqueza de un Estado no consistía solamente en el número de sus moradores sino en su utilidad como fuerza laboral, entonces era claro que esa población trabajadora debía ser protegida del peligro representado por las enfermedades. Si la población no se mantenía sana, difícilmente podría estar capacitada para trabajar. De ahí que las autoridades españolas favorecieran la implementación de una serie de medidas destinadas a evitar el contagio por epidemias, la propagación de enfermedades y el aumento de la mortalidad infantil.

Desde luego, antes del siglo XVIII en el Imperio español ya se combatían las enfermedades, pero el cuidado de los enfermos estaba a cargo de la Iglesia, principalmente. Los hospitales administrados por la Iglesia eran lugares donde la gente llegaba para morir. Allí no se buscaba tanto curar el cuerpo como curar el alma. Consuelo espiritual de la mano del sacerdote, antes que bienestar corporal de la mano del médico. Por eso durante el gobierno de los Habsburgo el hospital fue visto como una institución de «socorro», enmarcada en la función evangelizadora de la Iglesia. Pero con la llegada de los Borbones en el siglo XVIII las cosas empezaron a cambiar. En primer lugar, la medicina ya no es vista como una práctica vinculada al socorro, sino como una tecnología poblacional administrada única y exclusivamente por el Estado. En este contexto, la medicina del siglo XVIII adquiere una nueva función: coadyuvar a la organización de la sociedad como un medio de bienestar físico y económico para la población. De este modo, la cuestión específica de la enfermedad queda inscrita en un asunto más general: la salud física de la población trabajadora. Y en la medida en que la salud y el bienestar físico de la población se convierten en objetivo clave del poder estatal, la institución hospitalaria también cambia su estatuto: el hospital ya no es un lugar donde se va para morir, sino donde se va para vivir. A los ojos de los reformadores españoles, los hospitales debían convertirse en máquinas para curar.

A partir del reinado de Carlos III, la medicina se convierte en un medio para aumentar la calidad de la población en el Imperio español. El médico empieza a ser visto como un «funcionario del Estado» y su misión no es sólo luchar contra la enfermedad que aqueja a individuos particulares, sino contribuir a mejorar la «salud pública». La enfermedad no es algo que aqueja solo al cuerpo individual sino también al «cuerpo social», al conjunto de la población. Por eso los Borbones implementaron una serie de medidas tendientes a proteger la vida de esa población. Mencionaré dos ejemplos de tales medidas, resaltando su estrecha vinculación a la medicina del siglo XVIII: la lucha contra la viruela y la higiene urbana; los dos paradigmáticos para ilustrar la emergencia de nuevas tecnologías de poder sobre la vida.

La inoculación, procedimiento utilizado a partir de 1720 para combatir la viruela, consistía en insertar directamente la materia purulenta sobre un individuo sano, haciendo resistente su cuerpo frente a posibles epidemias futuras. Es decir, en lugar de esperar a que la epidemia llegase para luego tratar a los contagiados, lo que vemos aquí es una intervención preventiva sobre la enfermedad. Se combate la viruela antes de su aparición. En manos del Estado, la inoculación y posteriormente la vacuna contra la viruela quedaron emplazadas en aquello que Foucault denominó «dispositivos de seguridad», una tecnología de gobierno que busca gestionar el riesgo sobre la vida. Los dispositivos de seguridad ejercen control sobre eventos aparentemente incontrolables como hambrunas y epidemias mediante el cálculo y la reducción del riesgo, protegiendo así las finanzas del Estado y la muerte de la población útil. De este modo, cuando el monarca borbón Carlos IV puso en marcha la «Real Expedición Filantrópica de la Vacuna» en el año de 1803, también conocida como la Expedición Salvani, destinada a llevar la vacuna de Jenner a las colonias americanas, su objetivo era reducir las altas tasas de mortalidad por contagio de viruela, sobre todo entre la población infantil, pues ello equivaldría a proteger la futura mano de obra imprescindible para la preservación del Estado. Tal maridaje biopolítico entre cálculo de riesgos y medicina preventiva era también bastante claro para médicos neogranadinos como José Celestino Mutis y Eugenio Espejo, quienes apoyaron decididamente la inoculación, aun cuando tal práctica era objeto de agrias polémicas en España con los Protomedicatos y la Iglesia. Y es que lo que estaba en juego no era poca cosa: en el siglo XVIII asistimos a la batalla entre una racionalidad biopolítica, que veía la vida como un objeto manipulable y gestionable en manos del Estado, y una racionalidad teopolítica, que defendía la inviolabilidad de un orden natural creado por Dios y protegido por el soberano cristiano. Por un lado la desterritorialización de la vida, arrebatada ya de sus codificaciones cosmológicas; por el otro, su territorialidad iusnaturalista y sagrada.

El segundo ejemplo, relacionado con la higiene urbana, apunta exactamente en la misma dirección que el anterior. Hacia finales del siglo XVIII, cien años antes de los descubrimientos de Pasteur, prevalecía entre los médicos la doctrina miasmática, esto es, la tesis de que muchas enfermedades contagiosas se transmitían a través del aire. Proteger la vida de la población exigía la implementación de dispositivos de seguridad capaces de prevenir el contagio de enfermedades, sobre todo en aquellos lugares donde la gente se aglomeraba y la circulación del aire se hacía difícil: las ciudades. La higiene urbana se perfila entonces como una tecnología para controlar la circulación del agua, el aire, las personas y los excrementos. ¿Cómo garantizar la ventilación de casas y calles, de tal manera que puedan evitarse las epidemias futuras? ¿Cómo construir racionalmente las ciudades, garantizando al mismo tiempo la salubridad pública?7 ¿Cuál es el mejor sitio para construir los hospitales, los cementerios y los mataderos, permitiendo que el «aire mefítico» circule libremente? Estas eran las preguntas que los reformadores ilustrados del siglo XVIII buscaron resolver y que conducirían al desarrollo de una biopolítica concreta: el urbanismo.

La historiadora Adriana María Alzate (2007) ha escrito un bello libro donde muestra cómo las autoridades virreinales de finales de siglo convirtieron la higiene de Bogotá en un asunto de política pública: la limpieza y empedramiento de las calles, el tratamiento de basuras, la construcción de andenes, el traslado de cementerios, la desinfección de hospitales, el control sobre animales errantes y la canalización del agua. Todas estas medidas, como decimos, tenían un carácter preventivo: eran tecnologías que buscaban gestionar y administrar el riesgo de contagios mediante el cálculo de probabilidades. El gobierno sobre la vida de la población, la biopolítica, queda ligado en este caso a la implementación de dispositivos de seguridad.

2. La economía política como tecnología de gobierno

No es posible hablar del siglo XVIII sin mencionar la importancia que adquirió en esta época el conocimiento científico, no solo como instrumento para la generación de una visión del mundo emancipada casi por entero de la teología, sino también como instrumento para el gobierno inmanente de ese mundo. Los científicos naturales suelen hablar de los impresionantes avances registrados por la física y la astronomía, mientras que los historiadores y sociólogos prefieren hablar de ciencias como la botánica, la medicina y la geografía. Este fue el camino que yo mismo seguí en La hybris del punto cero. Sin embargo, quisiera concentrarme ahora en una ciencia que tuvo tremenda importancia para la formulación de políticas de gobierno en aquella época: la economía política. No entenderemos en qué consiste la entrada de la vida en el escenario de la política durante el siglo XVIII sin tomar en cuenta el modo en que los discursos de la economía política contribuyeron a generar la «razón gubernamental» que tomó precisamente como objetivo la gestión de esa vida.8 A continuación reconstruiré brevemente el transcurrir de la economía política durante el siglo XVIII, concentrándome sólo en el mercantilismo y la fisiocracia, dejando por fuera de consideración el liberalismo por tratarse de una escuela de pensamiento económico que en España y en América tuvo su mayor impacto apenas en el siglo XIX.

El mercantilismo, entendido como un conjunto de doctrinas, técnicas de gobierno y gestión de la economía, dominó en Europa desde comienzos del siglo XVII hasta mediados del siglo XVIII. Los mercantilistas creían que para aumentar las riquezas de la nación, el Estado debía asumir el control absoluto de todas las actividades económicas, particularmente del comercio. Al comercio internacional se le signó un papel central en el enriquecimiento de las naciones y se consideró que la balanza comercial favorable –es decir, la exportación de la mayor cantidad de mercancías a cambio de la mayor cantidad de metales preciosos– era el termómetro que permitía medir la prosperidad del reino. Para lograr ese objetivo se hacía necesario incentivar la exportación de manufacturas y restringir las importaciones de bienes de consumo, implementando severas medidas de control.9 El Estado debía controlar el comercio (interno y externo) mediante leyes, monopolios, restricción de precios, formulación de estándares de calidad, tasas de interés y prohibiciones al cultivo y exportación de bienes de consumo. En suma, el mercantilismo propone una economía regulada enteramente a través de aquello que Foucault denominase «mecanismos disciplinarios».10 La omnipresencia del Estado era requerida para controlar el comercio y para fortalecer un ejercicio de una soberanía monopolizada por la figura del monarca.

En la España borbónica, y a pesar de algunas reformas que se dieron al comercio a partir del gobierno de Carlos III, el mercantilismo fue la doctrina prevaleciente durante todo el siglo XVIII. Los principales economistas españoles de la época estuvieron influenciados por el mercantilismo. Así, por ejemplo, el navarro Jerónimo de Uztáriz,11 ferviente admirador de Colbert, creía que era necesario aumentar la exportación de bienes manufacturados con el fin de estimular la producción interna y reducir al máximo la importación de bienes de consumo. Y como de lo que se trataba era de incrementar la exportación de manufacturas, se hacía necesario incrementar también el número de la población trabajadora. Los mercantilistas españoles de comienzos del siglo XVIII establecían una ecuación directamente proporcional entre la población y las riquezas: a mayor población, más riquezas para el Estado. La población no es vista como un conjunto de procesos naturales, sino como una «riqueza» a plena disposición del soberano. Este se comporta frente a ella del mismo modo que un padre lo hace con su familia. De hecho, la metáfora de la familia era muy apetecida por los mercantilistas: el rey es el padre y las manufacturas son la fuente principal de la riqueza familiar. Para gobernar bien su casa, el rey debe velar para que la familia produzca los bienes que ella misma consume, en lugar de importarlos. Y es que en últimas los borbones españoles del siglo XVIII, siempre vieron a la economía como el gobierno de la casa.

Por otro lado, la existencia de colonias era parte fundamental de la concepción mercantilista española, pues permitía la obtención de recursos baratos a través del monopolio. Las economías coloniales fueron obligadas a trabajar directamente para España y el Gobierno obligó a que estas consumieran los productos importados de la metrópoli. Ya el asturiano Pedro Rodríguez Campomanes, en sus Reflexiones sobre el comercio español a Indias (1762), había establecido que las posesiones españolas en América debían someterse al «pacto colonial», tan extendido en el pensamiento mercantilista, que las colocaba en una situación de dependencia económica frente a España. Ello supone, según Campomanes, la necesidad de evitar que las colonias fuesen productoras de bienes de consumo y también la prohibición de que comerciasen directamente con países extranjeros, es decir, que todo el comercio debía ser realizado exclusivamente por la metrópoli y en sus barcos. Además de eso, y para incrementar los ingresos imperiales, el Gobierno cobraba un impuesto sobre todas las ventas –las muy odiadas alcabalas– que no era reinvertido en las economías locales sino enviado directamente a España. En resumen, y para decirlo en una sola frase, el mercantilismo hizo del colonialismo un factor clave para la acumulación de capital en los centros imperiales europeos.

Sin embargo, hacia mediados del siglo XVIII apareció en Francia un nuevo tipo de pensamiento económico: la fisiocracia. Pensadores como Quesnay señalaron que el mercantilismo no era la clave para incrementar la riqueza de las naciones. El problema del mercantilismo era su excesiva concentración en el comercio, descuidando lo que para los fisiócratas era el ramo fundamental de toda economía: la agricultura. Los verdaderos agentes del crecimiento económico no eran los comerciantes sino los granjeros (fermiers), es decir, la nobleza feudal, los propietarios de tierras, pues la agricultura era vista como la fuente única de todas las riquezas. El comercio y la industria tan solo transforman la riqueza generada con la agricultura, pero no producen riqueza nueva. Por tanto, el buen gobierno consistirá en favorecer la prosperidad de los granjeros, ya que un país será tanto más rico cuanto mayor sea su producción agrícola. Para lograr esto, el soberano debe eliminar todo tipo de medidas de control sobre los precios, dejando que sean los ciclos agrarios mismos los que determinen la cantidad y calidad tanto de la producción como del consumo. De hecho, una de las diferencias básicas entre los fisiócratas y los mercantilistas es que mientras para estos la economía depende directamente de la intervención del Estado, para aquellos la economía se ancla en un «orden natural» que el Estado no puede ni debe perturbar. Cualquier intervención estatal sobre las leyes naturales no hará más que alterar el orden social, generando peligrosos desórdenes, de modo que, en términos de gobierno, el Estado debe simplemente dejar que las cosas pasen, no hacer nada: «laissez faire, laissez passer». Con razón dice Foucault que la fisiocracia del siglo XVIII inaugura una nueva tecnología de gobierno que sirve para limitar desde adentro la acción del Estado. Desde ese momento la práctica gubernamental ya no consistirá en extender los tentáculos de la «razón de Estado» hacia todos lados, sino en decidir qué debe gobernarse y qué debe ser dejado sin gobernar. Los límites de la acción gubernamental se trazan entonces entre lo que debe y lo que no debe hacerse: agenda y non agenda (Foucault, 2009:28).

En la España borbónica, las doctrinas fisiocráticas gozaron de una tímida recepción y se mantuvieron en todo caso dentro de los límites de la razón de Estado. Puede decirse que la fisiocracia sirvió para pulir algunos elementos del mercantilismo, que continuó siendo la doctrina económica «oficial» del Imperio español. Quizá lo más relevante de esta recepción haya sido, como se mencionó antes, la idea de que la población no es solo un asunto de números, sino de calidad. Es decir, la tesis de que la población no es un dato básico, una materia «bruta» sobre la cual ejerce su poder el soberano, y tampoco es la simple suma de individuos que habitan un territorio. La población es una variable que depende de factores naturales: el clima, la riqueza de la tierra, el entorno geográfico, la raza, etc. Y estos factores no se pueden cambiar solo por decreto, por voluntad absoluta del soberano. Hay cosas pertinentes a la población que escapan al control imperial del Estado y que exigen un tipo diferente de acción gubernamental.

Este punto es justo una de las razones que explica el recibimiento entusiasta de la fisiocracia por parte de los criollos neogranadinos. Personajes como Caldas, Lozano, Tanco y Salazar hicieron énfasis en la particular riqueza del suelo americano y en la calidad diferencial de sus pobladores. Desde de su perspectiva, la riqueza del Estado no se aumentará gravando los intereses de los criollos –como hasta entonces había hecho el gobierno imperial bajo la influencia del mercantilismo– sino potenciando sus actividades agrarias y comerciales, ya que solo ellos, por las superiores calidades de su raza, eran el sector más productivo de la población (por encima de negros, indios y mestizos). Además eran esclavistas y dueños de grandes latifundios, de modo que las tesis fisiocráticas venían como anillo al dedo para sus intereses económicos. Algunos de ellos, como Pedro Fermín Vargas, José Ignacio de Pombo y Antonio de Narváez, fueron más allá de la fisiocracia e incursionaron en el naciente pensamiento liberal, demandando la supresión de los estancos y la liberación absoluta del comercio. Para todos ellos, la riqueza de un país ya no dependía de la extensión o fertilidad del territorio, tampoco de la diversidad de sus productos agrícolas, sino del trabajo productivo de sus habitantes (Silva 2005:189).

Digamos, en suma, que la biopolítica absolutista de los Borbones quiso desterritorializar los códigos tradicionales que regían la urdimbre social americana, y en algunos casos lo logró, pero se mostró incapaz de reterritorializarlos. El argumento presentado en La hybris del punto cero es, precisamente, que el dispositivo de blancura consiguió articularse con el dispositivo biopolítico pero colocándolo siempre bajo su hegemonía. Lo que prevaleció en la Nueva Granada, aún después de las guerras de la independencia, fue la lucha entre una multiplicidad de intereses regionales y patrimoniales que buscaban hacerse del control del Estado. Pero también prevaleció durante mucho tiempo la racionalidad básica del dispositivo de blancura: el ordenamiento social de la población conforme a una jerarquía fundada en la limpieza de sangre. Entre más intentos se hicieron por someter los flujos sociales bajo el control único del Estado, más se reveló la increíble dificultad de esta empresa. Todo el siglo XIX será testigo de la lucha entre la estatalización de los poderes patrimoniales y la patrimonialización del poder estatal. La biopolítica se reveló de este modo como un espejismo, como un sueño de la razón capaz de producir monstruos.


Pie de página

4En La hybris del punto cero me referí al fenómeno de la desterritorialización de los códigos utilizando el concepto «expropiación de capitales» acuñado por Pierre Bourdieu.
5En realidad, el gobierno de los borbones se encontraba atravesado por múltiples «juegos de verdad» que algunas veces colisionaban y otras veces se articulaban de forma precaria: 1) Tensión entre el principio trascendente de la «República cristiana» (teopolítica) y el principio inmanente de la «Razón de Estado» (biopolítica); 2) Tensión entre el gobierno de las almas (poder pastoral) y el gobierno de los hombres (poder gubernamental); 3) Tensión entre la economía-mundo territorial (estatismo) y la economía-mundo no territorial (capitalismo); 4) Tensión entre las tecnologías disciplinarias (mercantilismo) y las tecnologías securitarias (fisiocracia y liberalismo).
6Consúltese el tratado de Vives De Subventione Pauperum de 1526.
7Recordemos aquí que Foucault establece una diferencia entre salud y salubridad. La salud hace referencia al estado del cuerpo individual, mientras que la salubridad es un asunto biopolítico que debe manejarse a través de una técnica específica: la higiene (Foucault 1999:379).
8Aquí vale la pena recordar que el propio Foucault reconoció que el concepto de biopolítica permanecía oscuro mientras no se considerase que el «marco general» en el que esta se inscribe es lo que él denominaba la «razón gubernamental». Fue precisamente la economía política, el saber experto, que más contribuyó a delinear los límites de esa «razón gubernamental» (Foucault, 2007:40-41).
9Esta política se conocerá luego en economía como el modelo de «sustitución de importaciones».
10Debe hacerse una distinción conceptual entre los «mecanismos disciplinarios» mencionados por Foucault en relación con el ejercicio político-económico de la «razón de Estado» y las «disciplinas» sobre las que reflexiona la segunda parte de Vigilar y castigar.
11Véase su texto Theórica y Práctica de Comercio y de Marina (1724).

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