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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.12 Bogotá Jan./June 2010

 

Fronteras raciales, culturales y académicas: notas sobre los estudios culturales en América Latina. Un breve comentario sobre las ponencias de Gisela Cánepa y Jose Manuel Valenzuela

Racial, cultural and academic boundaries: notes on cultural studies in Latin America. A review of Gisela Cánepa and José Manuel Valenzuela's lectures

Fronteiras raciais, culturais e acadêmicas: notas sobre os estudos culturais na América Latina. Um breve comentário sobre as palestras de Gisela Cánepa e Jose Manuel Valenzuela

Juan Ricardo Aparicio1
Universidad de los Andes, Colombia
aparicio.juanricardo2@gmail.com


1PhD. Antropología Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, M.A en Antropología, Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill. Especialista en Estudios Culturales, Pontificia Universidad Javeriana. Antropólogo Universidad de Los Andes.

Introducción

En un artículo clave para comprender la especificidad de algunas de las trayectorias intelectuales del campo de los estudios culturales, Lawrence Grossberg (1997) inicia su argumentación con una paradójica enunciación: la falta de una definición exacta de los estudios culturales es clave para su mismo entendimiento. En buena medida, dicha paradoja que a muchos efectivamente pueda amedrentar o parecerle trivial, se desprende de la misma opción defendida por el autor en sus prescripciones y no definiciones absolutas del mismo proyecto intelectual de los estudios culturales: la necesidad de siempre contextualizar las prácticas intelectuales de acuerdo a sus preguntas, problemas, metodologías y también deseos de transformación de complejas y diversas jerarquías sociales y siempre culturales. En este sentido, para Grossberg (1997), la definición del proyecto intelectual y político de unos estudios culturales necesariamente móviles pero caracterizados por una serie de preguntas y problemáticas así como de estilo de trabajo intelectual necesariamente importa. No es un asunto de etiquetar un producto ya acabado y altamente comercializable, como efectivamente puede plantearse a partir del aparente boom de los estudios culturales en Colombia, donde en pocos años han florecido varios programas de pregrado y posgrado en las principales Universidades del país poniendo en duda su grado de efectividad política bajo las nuevas exigencias de competencia, publicaciones y resultados. Sin querer escapar de estas lógicas del mercado, como bien nos lo recordaron varios ponentes en el Simposio Estudios culturales en las Américas: compromiso, colaboración, transformación, se trata más bien de interrogarnos por la posibilidad de plantear que lo que hacemos importa dentro de las formaciones, contextos, coyunturas y contingencias culturales, políticas y económicas propias de América Latina.

Como muchas de las ponencias del Simposio lo anotaron, es clara la existencia de una tradición de pensamiento crítico latinoamericano que ya ha articulado varias de estas dimensiones en su análisis, denuncias y deseos de transformación en América Latina. Figuras y aportes claves como los de Mariátegui (1973) y su análisis gramsciano del problema indígena en Perú, el trabajo de la raza de Mariátegui (1992), los trabajos del colonialismo interno de Gonzales Casanova (1969) en México y Ortiz (1963) en Cuba, la misma tradición de la filosofía de la liberación cifrada en los trabajos de Dussel (1994), los trabajos sobre la dependencia de Cardoso y Faleto (1978), el valiosísimo aporte de Quijano alrededor de la colonialidad del poder 2000), la tradición de crítica cultural del Cono Sur representada en los trabajos de Richard (2007) y Sarlo (1988), la pedagogía crítica de Freire (1972) y las metodologías de Participación y Acción Participativa de Fals Borda (1979), entre muchos otras fuentes, son claros ejemplos de la existencia de una tradición crítica de pensamiento latinoamericano que justamente ha analizado formaciones históricas pero también ha cartografiados sus puntos de fuga y de liberación. Sin lugar a dudas, a esta tradición la acompañan no sólo académicos ubicados en la Ciudad Letrada (Rama 1984), sino también, otro tipo de productores de conocimiento como lo son intelectuales indígenas, afros y campesinos de organizaciones sociales y populares, artistas y productores culturales en general.

Para los participantes del evento, dicha tradición de fuentes muy heterogéneas que haría incluso que muchos/as no se reconocieran como partícipes de la misma, precisamente debe ser una fuente de diálogo crítico con otras tradiciones (e.g., Birmingham) para movilizar una agenda investigativa propia para los estudios culturales en América Latina y el Caribe. Efectivamente, como lo recordaba afortunadamente Ricardo Kaliman en el Simposio, hay dimensiones de la tradición marxista de Birmingham tales como la de los análisis concretos y materiales que no queremos desechar en nuestras agendas investigativas sino justamente poner en diálogo con estas tradiciones. Si hubo alguna conclusión evidente dentro del Simposio fue la de que el tipo de estudios culturales que se realizarán en América Latina debe dialogar con estas tradiciones (marxistas, posestructurales, etc.) pero también «hundirse» en el entramado de contextos y contingencias concretas y materiales urgentes de analizar e intervenir.

Efectivamente tanto las ponencias de Gisela Cánepa y José Manuel Valenzuela, a mi modo de ver, nos ubican en dos dimensiones claras sobre las agendas investigativas y metodológicas de estos análisis. Son dimensiones que justamente convergen en dialogar con esta tradición anterior y ubican sus preocupaciones en actuales coyunturas materiales y concretas. Quiero llamar la atención sobre dos caminos a los cuales nos conducen las ponencias. En primer lugar, la de ubicar los procesos materiales que actualmente se desarrollan y constituyen el proceso de formación del Estado-Nación en sus fronteras y márgenes culturales, raciales, económicos y políticos. En segundo lugar, la de iniciar etnografías de nuestras propias prácticas académicas y tomar en serio las metodologías de investigación que utilizamos como parte integral de todo pensamiento crítico de acción social. Se trata entonces de por un lado analizar la misma materialidad del despliegue de la formación del Estado-Nación en su actual larga coyuntura y transformación bajo los preceptos del neoliberalismo2. Y por el otro lado, la de reflexionar sobre los nuevas exigencias del mercado dentro de las Universidades latinoamericanas para entender cómo aún podríamos articular y defender distintas iniciativas como espacios estratégicos de campos de argumentación cultural.

Fronteras culturales y la(s) culturas de la frontera

Ya sea el caso de la frontera de Tijuana con Estados Unidos, la Triple Frontera entre Paraguay, Argentina y Brasil o la frontera de Urabá entre Colombia y Panamá, entre muchas otras, la ponencia de Valenzuela nos abre los ojos a seguir los procesos por los cuales el mismo Estado o los muy variados estados allí presentes disputan el control de los flujos económicos, políticos y culturales. Se trata justamente de un nuevo tipo poder de codificar, axiomatizar, normalizar y regular tanto la materia como la velocidad en estas zonas marginales pero aún centrales para la misma formación de espacios para el desarrollo y puestas en marcha de reconfiguradas técnicas del gubernamentalidad. Es justamente aquí donde nos recuerda Valenzuela que el Estado entra a operar bajo su singular expresión de los «estados de excepción» de las maquilas, las cuales, siguiendo a Agamben (1998), se han convertida verdaderas zonas de suspensión de la vida política de los habitantes (i.e., los condenados de la tierra) bajo el poder de un soberano absoluto. En el caso colombiano, bien podríamos pensar también en cómo estos mismos márgenes son también blanco de operaciones humanitarias movilizadas dentro de la dupla de buen gobierno y derechos humanos que parece haber desplazado a la del desarrollo (Aparicio, 2009). Las cifras aterradoras de masacres, asesinatos y desplazamientos sufridos en estos márgenes actualizan contundentemente la materialización de una necropolítica (Mbembe, 2003) articulada a su vez a las nuevas exigencias de las economías legales e ilegales.

Para Das (T. de 2007:183), precisamente por que la «firma del Estado» siempre indica un proyecto inacabado, «se observa de una mejor manera en los márgenes, pero estos márgenes no son sólo lugares periféricos- recorren el cuerpo de lo político como los ríos por un territorio». El potencial de este argumento es precisamente el de rastrear estas prácticas de Estado en estas periferias y capilaridades para convertir y gobernar un problema o no. Sean las fronteras internacionales o las fronteras que separan las distintas zonas dentro de las ciudades latinoamericanas (i.e., Zibechi, 2008), es claro que aquí vemos con claridad lo que Cánepa también anotaba sobre «la cultura» como constitutiva de relaciones de poder, ideologías, performancias, corporalidades y procesos de subjetivación. Los mismos procesos de civilización o encuentros coloniales justamente han sido experimentados y movilizados a partir de estos encuentros (Serje, 2005). Son en estos márgenes, como lo recuerda Valenzuela, donde la persecución y la estereotipación de las juventudes como amenazas terroristas al mismo soberano se convierten entonces en el nuevo enemigo interno para combatir en un contexto donde ya no existen garantías constitucionales ni debidos procesos. Serían entonces estas mismas fronteras actualmente caracterizadas por su maquilización o por convertirse en territorios de nadie bajo el comando de viejos y nuevos soberanos, o inclusive blancos de operaciones humanitarias, donde las juventudes y las mujeres (ver el film Señorita Extraviada, de Lourdes Portillo) pueden convertirse en víctimas sacrificables dejadas al abandono.

Para el caso colombiano, bien podríamos pensar en la construcción de otros «enemigos internos» en estas zonas de frontera como efectivamente lo fueron las bases de los partidos y organizaciones de izquierda en Urabá a mediados de los noventa (Aparicio, 2009a). Igual que las juventudes de frontera, fueron precisamente las prevenciones que tenían los grandes inversionistas en esta región frente a éstas las que legitimaron la famosa operación contrasubversiva Génesis que sembró el terror a lo largo de la región «para frenar la avanzada comunista de Centroamérica» como se escuchó en varios foros de industriales para esa época. Así, en contra de la idea de la «ausencia del Estado» utilizada para explicar el escalamiento de la violencia en las áreas marginales de Colombia (Gonzales, Bolívar y Velásquez, 2005; Serje, 2005) o posiblemente también en Tijuana actualmente, la exigencia para unos estudios culturales materiales y coyunturales sería precisamente la de analizar los mismos procesos de formación del Estado y sus correlaciones con la diseminación de la violencia en estas regiones Son pues precisamente en estas materialidades periféricas donde el Estado se repite, se performa, se desea, se irrumpe y se actualiza resultando en la misma construcción, imaginación y reproducción de la idea del Estado con «E» mayúscula para muchos de sus habitantes (Abrams, 1988; Taussig, 1992). Sería pues a partir de estas problemáticas donde desde los estudios culturales deberíamos preguntarnos por cómo opera el Estado, a través de qué canales, locaciones, discursos y relevos; y sobretodo, cuáles son sus funciones y efectos finales, y específicamente, cómo crea nuevos espacios para el despliegue del poder (Foucault, 2000; 2000a; 2000b; 2000c; Das y Poole, 2004).

Pero justamente, la particularidad del aparato teórico de los estudios Culturales en su versión marxista nos hace alertas también a entender «las interrelaciones dinámicas, en cada punto del proceso que presentan ciertos elementos variables e históricamente variados» (Williams, 1980:143). Desde este punto de vista, como bien lo recuerda Williams (1980:Ibid.) no podemos quedarnos únicamente en nuestros análisis con presentar las relaciones dominantes en este caso de los procesos de formación del Estado como si «verdaderamente incluye o agota toda la práctica humana, toda la energía humana y toda la intención humana». Justamente, nuestro análisis de estas materialidades debe también entenderlas no como productos unívocos y aislables sino también como procesos hegemónicos siempre en disputa incluso generando efectos secundarios o impredecibles en su actuar. En contravía de quedarnos en un determinismo unilineal, también es necesario rastrear las tensiones, divergencias y conflictos que emergen cuando estas técnicas, discursos y objetos se forman, organizan y actualizan. Como el brillante análisis realizado Das (2007:163) de las prácticas textuales del Estado lo anuncia: «una vez el Estado instituye las formas de gobierno a través de la tecnología de la escritura, simultáneamente instituye la posibilidad de la copia, la imitación y la perfomancia mimética del poder». Para cualquier investigación, tal exigencia remite a la necesidad de estar alertas en cómo estos objetos, discursos y prácticas se movilizan a través de los registros cotidianos y ordinarios. Precisamente, este énfasis en prácticas y su compleja articulación y no en determinaciones unilineales, es la que debe alertarnos precisamente a entender fuera de los registros dominantes en estas fronteras, los registros residuales y emergentes. Por otro lado, al tener en cuenta estos registros logramos problematizar muchos de los sentidos comunes que tenemos frente a lo que consideramos como «resistencia» o incluso, como también lo recordaba Cánepa, frente al contexto complejo entre lo hegemónico y lo subalterno.

Es entonces en estos registros emergentes donde Valenzuela observa la emergencia de una identidad no esencialista sino contingente y cotidiana alrededor del cholo como una identidad transfronteriza. Analiza el rock tijuanense, la estética pachuka, la música y el mismo slang como nuevos referentes de una resistencia que redefine también lo que se entiende por «lo político» de cara a la desposesión y acumulación del capital en estas áreas marginales. De la misma manera, el autor continua describiendo los movimientos feministas y de estudiantes como precisamente movilizando miradas (y deseos) plurales en estas regiones. En mi propio trabajo, he también analizado otras formaciones emergentes en medio de la crudeza de la guerra y la necropolítica tales como la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, localizada en la región de Urabá, límite con Panamá. En este último caso, se trata de una formación que no pueden pensarse como «afuera» de esos mismos proyectos hegemónicos pues incluso utilizan muchos de los lenguajes propios del Estado-Nación moderno como lo son los derechos humanos y el derecho internacional humanitario pero en una compleja articulación con los libretos de una vocación cristiana y campesina radical (Aparicio 2009a). Se trata justamente de una articulación novedosa aún cuando llena de tensiones mejor cifradas en su autodenominación como una «población campesina no combatiente». Sin lugar a dudas, como ya varios autores lo han señalado para analizar la emergencia de un nuevo régimen de alteridad que creó las condiciones de posibilidad para la emergencia de «lo indígena» y «lo afro» en América Latina durante los 1990s, se trata de emergencias y articulaciones contingentes, estratégicas y también afectivas y productivas de nuevos territorios de adscripción y pertenencia (entre otros, ver Nelson, 2008; Restrepo, 2007).

Es pues en estas complejas articulaciones donde encontramos la diversidad de formas de significar mundos fronterizos raciales, sexuales, económicos, políticos y sociales. Y acá no sobra mencionar a Anzaldúa (1987) y su énfasis en esas identidades fronterizas y deslocalizadas disputándole a los mismos aparatos de captura su poder de codificación y axiomatización. Pero también, de esos cuerpos marcados por la violencia y expuestos a la vulnerabilidad y a la humillación histórica y reciente que pueden y en efecto constituyen nuevas comunidades políticas, afectivas y antagónicas a los deseos hegemónicos. Para nuestros esfuerzos y deseos como académicos en estudios culturales, buscamos entonces enfatizar una política y teoría de la diferencia en contravía de una política y teoría de la identidad y la mismidad (Deleuze, 1994). Y lo hacemos no por asumir una salida romántica y utópica a los estados de excepción, la necropolítica y la maquilización de estos márgenes. Lo hacemos justamente porque nuestros marcos teóricos y nuestros registros cotidianos nos llevan a concentrarnos en el plano de las articulaciones, las tensiones y distintas productividades que emergen en estos territorios atravesados por múltiples determinaciones.

A manera de conclusión

Por último, quisiera destacar que cualquier tipo de investigación en estudios culturales que busque aproximarse a las problemáticas arriba señaladas u otras cualesquiera, debe situar su actividad de producción de conocimiento dentro de un contexto relacional con otros actores. Efectivamente, nuestras mismas investigaciones y deseos se ubican en contextos relacionales con otros actores políticos y también epistemológicos, sean colegas en la Universidad, políticos, productores culturales, líderes sociales, artistas, funcionarios del Estado, etc. Como lo afirmaba Axel Rojas debatiendo con un panelista, la misma academia no puede separarse de los problemas y deseos de transformación pues no existe tampoco por fuera de la sociedad. De esta manera, los diálogos y relaciones claves por construir están en muchos ámbitos y por supuesto que incluyen también al académico. El mismo evento simultáneo en la Pontificia Universidad Javeriana y en la Universidad de Davis precisamente apuntó hacia esta dirección. En este contexto, valdría la pena preguntarse siguiendo a Valenzuela, ¿cómo podemos mejorar la plataforma de discusión en Estudios Culturales? ¿Cómo re-definimos la tan famosa expresión de la «construcción dialógica»? O, siguiendo a Cánepa, ¿cómo podríamos articular distintas iniciativas? Y diría yo, en el espíritu del evento, ¿de distintos saberes? Es claro que ya el rol de los intelectuales como portadores de saberes y prescripciones verdaderas ha sido cuestionado desde muchos ámbitos por distintas aproximaciones por distintos actores sociales. Pero aquí no quiero referirme a esta discusión sin desconocer la enorme validez epistemológica y política del argumento.

Más bien, me refiero a lo que Cánepa tanto recordó en su ponencia sobre la necesidad de repensar la metodología en nuestras investigaciones en Estudios Culturales. Lejos de pensar la metodología como un paso secundario de nuestras investigaciones, la ponente justamente identificó la metodología como uno de los componentes fundamentes del pensamiento crítico de acción social. Así, la metodología que utilicemos importa tanto por su posibilidad de mejorar mejores diagnósticos de una situación para encaminar acciones hacia su transformación; pero también, como se repitió en su ponencia, importa por inscribirnos en campos de argumentación cultural que deben ser entendidos como espacios estratégicos de nuestro accionar intelectual. De esta manera, el reto al cual nos invita Cánepa es la de introducir esta relacionalidad no sólo en nuestros compromisos políticos sino también en nuestras mismas metodologías de investigación. En cierta manera, ya lo sabemos, la misma manera como entendemos «la metodología» parte de consideraciones teóricas particulares lo que hace imposible separar «lo teórico» de «lo metodológico». Hay un peligro enorme de desprestigiar y jerarquizar una vez más las diferentes metodologías que escogemos o que rechazamos de plano dejando a un lado uno de los legados más cruciales de la dimensión critica y pedagógica tanto del legado de la educación popular latinoamericana como de la pertinencia pedagógica del legado de Birmingham: la de pensar y dirigir nuestra misma práctica intelectual junto con otros. Y aunque la respuesta predecible a este tipo de argumentos de varios auditorios donde se ha esbozado resulta ser el de la posibilidad de que ese otro sea justamente el racista, sexista, clasista y machista, dejo este ingenioso comentario a ser evaluado y resuelto por cada practicante de estudios culturales en su propia práctica y proyecto cultural. Y por el otro lado, si estamos justamente hablando de diálogos de saberes y de distintas epistemologías, como lo anunciaba De La Cadena desde Davis, qué pasa si ese otro ya no es un ser humano sino un animal, un ser sobre(trans)natural o un espectro? En definitiva, igual que el comentario anterior, son debates que deben ser enfrentados en nuestro mismo quehacer intelectual desde que formulamos nuestros mismos proyectos de investigación. En buena medida, como quedó planteado en varios comentarios durante la Conferencia, en tanto que afrontemos estos problemas ineludibles de nuestra actividad, no sólo estaríamos en la capacidad de hacer la diferencia al construir colectivamente estos espacios estratégicos sino también de expandir nuestros mismos campos de argumentación cultural.


Pie de página

2Y afirmo larga coyuntura pues es claro que desde hace tres décadas América Latina se convirtió en el primer laboratorio para la implantación de políticas neoliberales que reconfiguró el mismo diseño de los Estados (Harvey, 2005).

Filmografía

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