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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.13 Bogotá July/Dec. 2010

 

La senda biocéntrica: valores intrínsecos, derechos de la naturaleza y justicia ecológica1

The biocentric path: intrinsic values, nature rights and ecological justice

O percurso biocêntrico: valores intrínsecos, direitos da natureza e justiça ecológica

Eduardo Gudynas2
Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES), Uruguay
egudynas@ambiental.net


1Este artículo es resultado de la investigación del autor en ecología política comparada en América Latina, realizada desde CLAES en cooperación con distintos centros y movimientos sociales en América del Sur. El presente texto resulta de una revisión realizada para el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de Ecuador.
2MSc Ecología Social, Multiversidad Franciscana América Latina y Pontificia Facultad Teológica San Buenaventura de Roma. Investigador principal en CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social), Montevideo, Uruguay (http://www.ambiental.net).


Resumen

En este artículo se revisan las principales perspectivas conceptuales y prácticas sociales y políticas que defienden a la Naturaleza como sujeto de derechos, en contraste con las posturas convencionales que la entienden únicamente como objeto de valoración por los seres humanos. Se analizan los aportes sobre los valores intrínsecos en el ambiente, su expresión en posturas biocéntricas y los contrastes con el antropocentrismo propio de la Modernidad. Se consideran sus expresiones concretas en América Latina, especialmente en la nueva Constitución de Ecuador. Seguidamente se distinguen dos perspectivas en la justicia: una ambiental, que se fundamente en los derechos humanos a un ambiente sano y a una mejor calidad de vida, y otra ecológica para los derechos que le corresponden a la Naturaleza. Se repasan sus implicancias en distintas redefiniciones de una comunidad de la justicia ampliada a los seres vivos no-humanos. Se advierte que estos son distintos ensayos en romper el cerco del antropocentrismo característico de la Modernidad.

Palabras clave: derechos de la Naturaleza, valores intrínsecos, biocentrismo, antropocentrismo, Modernidad, justicia ambiental, justicia ecológica.


Abstract

The main conceptual approaches and social and political practices advocating for Nature as a subject of rights are reviewed here, in opposition to conventional approaches understanding Nature as a mere human-being-dependent object of appraisal. Contributions on environment intrinsic values are analysed here, as well as its expression on biocentric postures and the contrasts with the anthropocentrism inherent to Modernity. Its concrete expressions in Latin America, particularly in the new Ecuador's Constitution, are considered. Further, two approaches to justice are distinguished: an environmental one, based on human rights to a safe environment and a better quality of life, and an ecological one, for the rights corresponding to Nature. Involvements in different redefinitions of a community of justice are reviewed, as applied to non-human living beings. A warning -these are different attempts to overcome the fence built by the anthropocentrism characteristic of Modernity.

Key words: Nature rights, intrinsic values, biocentrism, anthropocentrism, Modernity, environmental justice, ecological justice.


Resumo

Revisam-se as principais perspectivas conceituais, além das práticas sociais e políticas que defendem a Natureza como sujeito de direitos, em contraposição às posturas convencionais que a entendem unicamente como objeto a ser valorizado pelos seres humanos. Analisamse as contribuições acerca dos valores intrínsecos sobre o ambiente, sua expressão em posturas biocêntricas e os contrastes com o antropocentrismo próprio da Modernidade. Levam-se em consideração as expressões concretas na América Latina, especialmente na nova Constituição do Equador. A seguir, diferenciam-se duas perspectivas na justiça: uma ambiental, fundamentada nos direitos humanos em um ambiente saudável e na qualidade de vida, e outra ecológica, relacionada com os direitos da natureza. Investigam-se suas implicações nas diferentes redefinições de uma comunidade da justiça que passa a abarcar os seres vivos não-humanos. Por fim, observa-se que estes são ensaios diferentes que buscam romper com o antropocentrismo característico da Modernidade.

Palavras chave: direitos da natureza, valores intrínsecos, biocentrismo, antropocentrismo, Modernidade, justiça ambiental, justiça ecológica.


Introducción

Uno de los frentes de análisis y debates más activos en el amplio campo del ambiente y el desarrollo se ha enfocado en el reconocimiento de valores intrínsecos en la Naturaleza, donde ésta pasa a ser sujeto de derechos. Como la postura tradicional ha sido entender al ambiente como objeto al servicio del ser humano, ese reconocimiento conlleva rupturas en varios terrenos, involucrando novedades como el reconocimiento de derechos propios de la Naturaleza, redefiniciones del concepto de ciudadanía, hasta llegar a las concepciones sobre la justicia. Ese debate a su vez refleja tensiones más profundas, que podrían calificarse como incomodidades, críticas o rupturas con la Modernidad, en tanto allí están las raíces de las valoraciones antropocéntricas.

En los espacios académicos estas cuestiones asoman de muy diversas maneras en la ecología política, la ética ambiental, pero también aparecen desde la antropología, geografía, estudios culturales e incluso los análisis sobre la justicia. Algunos de esos aportes han nutrido movimientos sociales, destacándose el caso de las organizaciones que trabajan en justicia ambiental, y en ciertos casos han impactado en la política y la legislación.

Por otro lado, en América Latina, en los últimos años, en una rápida sucesión de hechos, la preocupación por la justicia ambiental creció en distintos países al calor de diversos movimientos ciudadanos, surgieron nuevas concepciones sobre ciudadanía y ambiente, hasta llegar al reconocimiento de los derechos de la Naturaleza en la nueva Constitución de Ecuador. Mientras que los intentos académicos reflexionan sobre posibles condiciones alternas a la modernidad, muchas de las experiencias del sur expresan ensayos concretos en alternativas de ese tipo.

En el presente texto se revisan los aspectos destacados en este proceso, y en especial desde una perspectiva sudamericana. El recorrido comienza por el reconocimiento de los valores intrínsecos en la Naturaleza, en oposición a las posturas convencionales antropocéntricas que rechazan esa posibilidad. Se sigue con el surgimiento de los derechos de la Naturaleza, ilustrado en su expresión concreta en Ecuador, para enseguida fundamentar la necesidad de distinguir dos abordajes en la justicia enfocada en temas ambientales: una justicia ambiental que parte de los derechos humanos ampliados a los aspectos ambientales, y una justicia ecológica enfocada específicamente en los derechos de la Naturaleza.

La Naturaleza como objeto en la Modernidad

Las posturas convencionales sobre la Naturaleza la conciben como un conjunto de objetos que son reconocidos o valorados en función de las personas. Los valores son brindados por el ser humano, y sus expresiones más comunes son, por ejemplo, la asignación de un valor económico a algunos recursos naturales o la adjudicación de derechos de propiedad sobre espacios verdes. Esta es la postura antropocéntrica donde la Naturaleza no tiene derechos propios, sino que éstos residen únicamente en las personas. Únicamente los seres humanos, en tanto cognoscentes y sintientes, son los agentes morales que pueden otorgar esos valores, y discutir en los escenarios políticos sobre la administración del entorno.

Esta ha sido la postura propia de la Modernidad. En ese camino, los temas ambientales han surgido especialmente como reacciones ante la desaparición de especies o ecosistemas, por entender la necesidad de asegurarse recursos naturales que son indispensables para los procesos productivos, o cuando ponen en riesgo la salud humana o la sobrevivencia de la especie. Pero desde el antropocentrismo moderno, esa problemática se expresa en unos casos como compasión ante el daño ambiental o el sufrimiento de otros seres vivos, o por el simple utilitarismo de asegurarse recursos naturales de relevancia económica, o como componentes de la calidad de vida y salud de las personas. En otras palabras, casi todas estas manifestaciones regresan y se basan en las valoraciones y utilidades humanas.

Un aspecto clave en estas posturas es su visión dualista, donde el ser humano se separa y es distinto de la Naturaleza, y en tanto es medida, origen y destino de todos los valores, se apropia de los recursos naturales al entenderlos únicamente como medios para nutrir los procesos productivos contemporáneos.

De esta manera la Naturaleza es fragmentada, donde algunos elementos son ignorados mientras otros se visibilizan en tanto son útiles o afectan a las personas. La postura más corriente descansa en una perspectiva instrumental, expresada en los valores de uso o de cambio, como pueden ser los «bienes» y «servicios» ambientales para los cuales se intenta calcular un precio. Una y otra vez se insiste en opciones de gestión ambiental basadas en el «capital natural», donde la protección de los seres vivos no es un asunto de derechos, sino que debería ser fundamentada por su relevancia económica. Un buen ejemplo de los extremos en los que se ha caído es la reciente revisión de Justus et al. (2009), donde se rechazan los valores propios de la Naturaleza, y sólo se aceptan los valores instrumentales en relación al ser humano y, por lo tanto, se debe «comprar» en la conservación ("buying into conservation").

Bajo este estrecho contexto, en los últimos años se han generado distintos intentos para incorporar los temas ambientales, usualmente bajo los llamados derechos de tercera generación, junto a los económicos y culturales. Son conquistas importantes, y en muchos casos han fundamentado avances destacados en materia ambiental. Pero es necesario advertir que estos nuevos derechos ambientales como extensión de los derechos humanos siguen girando alrededor de las personas, y por lo tanto son funcionales a una Naturaleza objeto. En casi todos los casos son herederos de la conceptualización contemporánea y occidental de ciudadanía, y su acervo de derechos frente al Estado. La apelación a los llamados «derechos difusos» en el caso ambiental no modifica esa perspectiva, ya que de todas maneras descansa en que el ambiente debe ser protegido en tanto puede afectar directa o indirectamente el bienestar personal o colectivo, manteniéndose la mirada antropocéntrica propia de la Modernidad.

Valores intrínsecos: la Naturaleza como sujeto

La perspectiva antropocéntrica de una Naturaleza como objeto y mercantilizada siempre resultó incómoda para muchos ambientalistas. Desde fines de la década de 1960 se sumaron intentos por romper con esa postura y reconocer que la Naturaleza tiene ciertos valores que le son propios, independientes de la utilidad para el ser humano, y que por lo tanto se la debe reconocer como un sujeto. En algunos casos esos intentos discurrieron por reclamos de derechos propios de la Naturaleza (como sucedió con el conocido caso de Stone, 1972). El debate académico proliferó en la década de 1970, y especialmente en los años ochenta, con diversas vinculaciones con movimientos sociales, y en particular en el hemisferio norte.

Los distintos aportes giran alrededor de la defensa de valores intrínsecos en la Naturaleza, entendidos como valores que son independientes de su utilidad o beneficio, real o potencial, para el ser humano. Las fundamentaciones y los acentos han sido variados, y a su vez, las reacciones de reformulación para atender las críticas también son diversas. Un buen ejemplo del debate se encuentra en los ensayos de J. O'Neill, H. Rolston III, K. Lee, B.G. Norton y E. Hargrove recopilados en Light y Rolston III (2003); pero también véase a Callicott (1984, 1989), O'Neill (1993) y Plumwood (2002).

Se pueden identificar al menos tres corrientes involucradas en reconocer valores intrínsecos en el ambiente (O'Neill, 1993): a) Como sinónimo de valor noinstrumental en contraposición al valor instrumental, cuyas expresiones más conocidas son los valores de uso y de cambio. b) Como valor que expresa únicamente las propiedades y virtudes intrínsecas y que no depende de atributos relacionados con otros objetos o procesos. c) Como valor objetivo, en el sentido de ser independiente de las valuaciones que realizan otros valuadores.

La primera opción es la que ha sido utilizada con más frecuencia, particularmente para romper con el antropocentrismo convencional de corte utilitarista. Pero también han sido invocadas interpretaciones asociadas al valor objetivo de las especies y de los ecosistemas. De estas y otras maneras, la idea de valor intrínseco sostiene que existen atributos que son independientes de los seres humanos y permanecen aún en ausencia de éstos. En un mundo sin personas, las plantas y animales continuarán con su marcha evolutiva y estarán inmersos en sus contextos ecológicos, y esa manifestación de la vida es un valor en sí mismo. Esta perspectiva es denominada biocentrismo, en atención a su énfasis en valorar todas las formas de vida, tanto humanas como no-humanas.

Una de las expresiones más conocidas del biocentrismo es la corriente de la ecología profunda, que es tanto una postura académica como una corriente dentro de los movimientos sociales ambientalistas. Surgida a fines de la década de 1970, su representante más conocido es el filósofo noruego Arne Naess, quien sostiene que «la vida en la Tierra tiene valores en sí misma (sinónimos: valor intrínseco, valor inherente)», y que esos valores son «independientes de la utilidad del mundo no-humano para los propósitos humanos» (Naess y Sessions, 1985; véase además Low y Gleeson, 1998, por un resumen de los debates en esa corriente).

De esta manera, el biocentrismo al reconocer los valores intrínsecos, especialmente como no-instrumentales, expresa una ruptura con las posturas occidentales tradicionales que son antropocéntricas. Es importante advertir que el biocentrismo no niega que las valoraciones parten del ser humano, sino que insiste en que hay una pluralidad de valores que incluye los valores intrínsecos. Otros aspectos se esta situación se discuten más adelante, pero aquí ya es necesario señalar que esta postura rompe con la pretensión de concebir la valoración económica como la más importante al lidiar con el ambiente, o que ésta refleja la esencia de los valores en todo lo que nos rodea. Por el contrario, el biocentrismo alerta que existen muchos otros valores de origen humano, tales como aquellos que son estéticos, religiosos, culturales, etc., les suma valores ecológicos (tales como la riqueza en especies endémicas que existe en un ecosistema), e incorpora los valores intrínsecos. Al reconocer que los seres vivos y su soporte ambiental tienen valores propios más allá de la posible utilidad para los seres humanos, la Naturaleza se vuelve sujeto. Las implicaciones de ese cambio son muy amplias, y van desde el reconocimiento de la Naturaleza como sujeto de derecho en los marcos legales, a la generación de nuevas obligaciones hacia ella (o por lo menos, nuevas fundamentaciones para los deberes con el entorno).

Biocentrismo sudamericano: derechos de la Naturaleza en Ecuador

Las discusiones y propuestas sobre los valores propios y los derechos de la Naturaleza conocieron sus momentos de avance y retroceso, aunque es adecuado admitir que su influencia incluso dentro del movimiento ambientalista fue acotada. A pesar de esto, en una forma casi sorpresiva, muchas de esas ideas cristalizaron en la nueva Constitución de Ecuador, aprobada en 2008, donde se reconocen los derechos de la Naturaleza por primera vez. Desde el punto de vista de la ecología política, sus formulaciones implican reconocer valores propios o valores intrínsecos de la Naturaleza, independientes de los beneficios o valores otorgados por el ser humano.

En efecto, ese cambio tuvo lugar en el contexto del vertiginoso proceso de renovación política que ha vivido Ecuador. Este incluyó un recambio sustancial de los actores político - partidarios, movilizaciones sociales con activa presencia indígena, la instalación de un gobierno que se define como progresista y el lanzamiento de un proceso constituyente. El país cuenta con una larga historia de discusiones, movilizaciones y demandas por temas ambientales, existe una cierta conciencia de sus riquezas ecológicas y amplias áreas silvestres, y los impactos de las actividades (especialmente en hidrocarburos), generan protestas y demandas ciudadanas. La confluencia de estos y otros componentes, desembocó en los novedosos postulados de la nueva Constitución de Ecuador (véase Gudynas, 2009a por una revisión de ese proceso desde la ecología política).

La nueva Constitución reconoció por primera vez los derechos de la Naturaleza, definidos como el «derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos» (artículo 71)3. Es la primera vez que se incluye esta perspectiva en un texto constitucional, al menos en el hemisferio occidental.

Se mantuvieron, en paralelo, los clásicos derechos a un ambiente sano y la calidad de vida, en una formulación que es muy similar a la que se encuentra en casi todas las demás constituciones de América Latina. En otras palabras, la postura biocéntrica de los derechos propios de la Naturaleza no invalida, sino que acompaña y refuerza, la perspectiva antropocéntrica clásica de los derechos humanos que se extienden sobre el ambiente. Estos incluyen, por ejemplo, el derecho a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado (art. 14) o el derecho a un ambiente sano y no contaminado (art. 66).

Expresando otra innovación en el mismo sentido, también se reconoció la restauración integral de la Naturaleza como derecho de ésta (art. 72). Este se expresa en el mismo nivel de jerarquía que el anterior, y que es independiente y distinto de medidas de reparación con las personas (que son tratadas por separado en la Constitución). Esta es otra novedad, ya que la restauración ambiental ha sido sobre todo defendida en el campo de las ciencias ambientales (en especial en la biología de la conservación, e incluso como disciplina en sí misma), pero rara vez aparecía como un componente clave entre los defensores de los derechos de la Naturaleza. Este aspecto debe ser entendido como innovación propia del debate ecuatoriano.

Finalmente, la formulación ecuatoriana se refiere tanto a la Naturaleza, en el sentido occidental del término, como a la Pachamama, una idea invocada por diversos pueblos indígenas. Se define que la Naturaleza o Pachamama es «donde se reproduce y realiza la vida» (art. 71). Esta formulación no es un simple matiz, ya que conceptos como «ambiente» o «Naturaleza» tienen claramente una ascendencia en el saber occidental. Por lo tanto, al establecerse una correspondencia con el término Pachamama se amplía la mirada cultural y se abren las puertas a una incorporación efectiva de otras concepciones, percepciones y valoraciones del entorno.

El reconocimiento ecuatoriano de los derechos de la Naturaleza mantuvo conexiones intermitentes con los aportes académicos, en especial aquel en el hemisferio norte (el proceso se resume en Gudynas, 2009a). Sin embargo, varios de los promotores de los derechos de la Naturaleza (incluyendo miembros de la Asamblea Constituyente) no se identificaban a sí mismos como biocéntricos o participantes del movimiento de la ecología profunda, ni estaban al tanto de las publicaciones en distintos «journals». En ellos prevalecía una sensibilidad ambiental, en unos casos proveniente de sus propias historias de vida y herencias culturales (como sucedió con Mónica Chuji, presidenta de la comisión sobre recursos naturales y biodiversidad en la Asamblea Constituyente, e indígena de ascendencia shuar y kichwa), mientras que en otros casos fue el resultado de prácticas políticas, militancia social y reflexión intelectual (representado por Alberto Acosta, un economista que acompañó a los movimientos sociales ecuatorianos y que fue el presidente de la Asamblea Constituyente). Allí tuvo lugar una feliz mezcla de liderazgo político, presión desde los movimientos sociales, y antecedentes históricos sustantivos en materia ambiental.

Un proceso de este tipo no ocurrió en los otros dos países donde se aprobaron nuevas Constituciones bajo gobiernos progresistas (Bolivia con Evo Morales, y Venezuela con Hugo Chávez). Es más, en el caso de Bolivia, la nueva Constitución no sólo no reconoce los derechos de la Naturaleza, sino que en cierta medida es un paso hacia atrás, en tanto postula que uno de los mandatos del Estado es la industrialización de los recursos naturales. En estos países, y de manera similar en otros (como Argentina, Brasil, Chile y Uruguay), los gobiernos progresistas aumentaron la presión sobre los recursos naturales y los emprendimientos extractivistas. No existieron actores sociales o políticos de peso que defendieran una postura biocéntrica que adquiriera un vigor suficiente como para incidir de manera sustantiva en el debate público.

El debate sobre los valores intrínsecos

A partir de las secciones anteriores queda en claro, por un lado, que la discusión sobre los valores propios de la Naturaleza tiene una historia sustantiva, y por el otro, que entre los diversos intentos de cristalización política, el reconocimiento de los derechos de la Naturaleza en Ecuador es el hecho reciente de más importancia. Corresponde entonces analizar la actual configuración del debate, pero intentando señalar los nexos entre las discusiones del espacio académico y las prácticas sociales, entre los anhelos de aquellos que están en los países industrializados y las expresiones concretas en América del Sur. En la presente sección se da un primer paso al considerar los debates sobre los valores intrínsecos y los derechos de la Naturaleza; más adelante se abordará la discusión acerca de las consecuencias del reconocimiento de los derechos de la Naturaleza en el campo de la justicia ambiental y ecológica.

La defensa de valores propios en la Naturaleza ha recibido duras críticas. Incluso hoy en día, en Ecuador, se repiten los cuestionamientos al texto constitucional, mientras que los gobiernos de los demás países sudamericanos miran esas novedades con desconfianza o condescendencia. Buena parte de las críticas, tanto académicas como políticas, insisten en que no pueden existir valores propios en la Naturaleza ya que únicamente los seres humanos pueden otorgar valoraciones. En tanto las personas son seres conscientes, sensibles y racionales, sólo ellos pueden ser agentes morales, y por lo tanto todas las valoraciones siempre serán antropocéntricas.

En sentido estricto, casi todas las posturas biocéntricas admiten que la discusión de los valores que ocurre entre las personas siempre se basa en mediaciones humanas, y en este sentido son antropocéntricas. En otras palabras, la localización epistémica de la valoración siempre es humana. En ética ambiental, algunos han distinguido entre el locus del valor, que puede estar en objetos, plantas, animales, o las personas, y la fuente de la valoración que está en el ser humano (por ejemplo Callicott, 1989). En otros casos, también se ha defendido que los seres vivos se valoran a sí mismos, aunque esto se define no en el sentido convencional humano, sino que es asumido dentro de las capacidades sintientes o cognitivas propias de cada especie, o en su ausencia, por los papeles ecológicos y evolutivos desempeñados.

En realidad, el biocentrismo busca romper con el antropocentrismo, pero éste último es entendido en un sentido más amplio, como un modo de ser en el mundo, una cosmovisión que expresa un tipo de relacionalidad que sustenta la dualidad Naturaleza - Sociedad. Las valoraciones se hacen esencialmente de acuerdo al beneficio o ventaja humana, convirtiendo al ambiente en objetos, para instrumentalizarlos y manipularlos.

Estos son los cimientos sobre los que se apoyan las concepciones actuales que van desde el desarrollo entendido como crecimiento económico basado en exportar recursos naturales, al papel de la ciencia occidental para una gestión eficiente del ambiente. Más allá de los matices y énfasis, este tipo de elementos son las expresiones contemporáneas bajo las cuales se manifiesta el viejo programa de la Modernidad occidental. Por lo tanto, el debate sobre los derechos de la Naturaleza al enfocarse en las formas de valoración y relacionalidad no es un mero ejercicio en políticas ambientales o jurisprudencia verde, sino que pone en discusión uno de los pilares de la Modernidad. Ello explica las continuadas reacciones de resistencia y denuncia frente a estos emprendimientos.

No tiene sentido buscar un listado de valores supuestamente objetivos que sean intrínsecos a la Naturaleza, en tanto esa tarea siempre estará mediada por los humanos. Basta con saber que allí están esos valores propios, con lo cual el asunto que realmente importa es determinar cuáles son las implicancias, obligaciones y responsabilidades que generan entre nosotros como humanos. La aceptación de los derechos de la Naturaleza regresa así al ser humano, demandándole otro tipo de política y gestión ambiental. No es un rechazo a las mediaciones convencionales, ni siquiera a la asignación de precio a los recursos naturales, sino que esta es solamente un tipo de valoración entre varias, todas las cuales deben ser tenidas en consideración. De esta manera, muchas cuestiones claves alrededor de los valores intrínsecos tienen consecuencias directas en el campo de la justicia y la política, tal como se explora más adelante.

El paso a una postura biocéntrica es perfectamente posible. Si bien es cierto que las personas en los debates morales y políticos en muchos casos son intensamente antropocéntricas, y sólo piensan en su beneficio personal, son también comunes las ocasiones en las que defienden el «bien común», más allá de los beneficios o perjuicios personales que esas decisiones involucren, o sin esperar una reciprocidad. Es más, en algunos casos ese «bien común» rompe con el dualismo convencional e incluye a los seres vivos en la Naturaleza (un punto que se analiza con más detalle abajo). Por lo tanto, si los humanos logran dar el paso de pensar y defender derechos, aspiraciones y valoraciones de otros humanos, ¿por qué no pueden hacerlo con la Naturaleza? Los críticos de los derechos de la Naturaleza dan por sentado que esa transición es imposible, cuando en realidad no existen argumentos convincentes para rechazarla.

Existe el temor, o se ha denunciado, que el reconocimiento de los valores propios puede llevar a una Naturaleza intocada. Este tipo de críticas se expresa de variadas maneras. Por ejemplo, se ha alertado sobre un igualitarismo biosférico, de tipo radical, donde todas las formas de vida tendrían los mismos derechos (bajo esa postura valdría lo mismo un virus que una persona), y se generarían evidentes problemas con las estrategias de desarrollo de cualquier tipo (por ejemplo, impedir la apropiación de recursos naturales para aliviar la pobreza). Sin embargo, en sentido estricto, la ecología profunda en realidad defiende una igualdad biocéntrica, donde todas las cosas de la biosfera tienen un igual derecho a vivir y prosperar, a alcanzar sus propias realizaciones, en el marco de una realización mayor, a escala biosférica.

Este reconocimiento de valores propios en todas las formas de vida, no significa olvidar que las dinámicas ecológicas implican relaciones que también son tróficas, competencia, depredación, etc. Siguiendo ese razonamiento, no se postula dejar la cría de ganados o abandonar los cultivos, o mantener una Naturaleza intocada. Por el contrario, se reconoce y defiende la necesidad de intervenir en el entorno para aprovechar los recursos necesario para satisfacer las «necesidades vitales» pero sirviendo a la «calidad de la vida» (según sus formulaciones originales). Tampoco impide defendernos de virus o bacterias. Por lo tanto, el reconocimiento de los valores intrínsecos no desemboca en la imposición de una Naturaleza intocada.

Llegados a este punto, nos encontramos frente a dos cuestiones distintas: por un lado, aceptar los valores intrínsecos, y por otro lado las implicancias de éstos para la justicia, política y gestión humana. Como se indicó arriba, los valores propios son uno más en un amplio conjunto de valoraciones a considerar. Es así que se abren las puertas para otro tipo de discusión en la política y la gestión, donde ya no es necesario demostrar que preservar montañas o selvas es útil para el ser humano, o es rentable para las empresas, sino que las fundamentaciones por su valoración intrínseca serán tan importantes como los análisis costobeneficio de los economistas. Las fundamentaciones necesarias para abordar la problemática ambiental cambian radicalmente y se imponen otros contextos sobre las estrategias de desarrollo. Las consecuencias de este reconocimiento en la arena política se comentan más abajo.

Finalmente, el reconocimiento de los valores intrínsecos y los derechos de la Naturaleza tampoco implican negar ni anular los derechos ciudadanos a un ambiente sano. De hecho, en la nueva Constitución de Ecuador se mantienen esos derechos convencionales en paralelo, y articulados, con los derechos de la Naturaleza. El derecho a un ambiente sano está enfocado en las personas, y por lo tanto su postura es antropocéntrica. Se protege el ambiente en tanto éste es importante para la salud de las personas, o es entendido como una propiedad humana. Buena parte de la institucionalidad y normativa ambiental de los países latinoamericanos se basa en esa perspectiva.

Justicia ambiental

El reconocimiento de los valores intrínsecos de la Naturaleza también tiene repercusiones en el terreno de la justicia. Esa vinculación ha estado muy clara desde hace tiempo, y en una de los primeros abordajes sobre la Naturaleza como sujeto de derechos justamente se dirimió en el terreno de la justicia (Stone, 1972). Bajo el abordaje clásico, las cuestiones sobre lo justo o lo injusto en materia ambiental se dirimen en relación a los derechos de los humanos, o a las implicancias para las personas. Es una justicia que se corresponde con una Naturaleza objeto, y por lo tanto su perspectiva es antropocéntrica. Su expresión convencional es la inclusión del ambiente en los derechos humanos de tercera generación.

Esta perspectiva, en su expresión contemporánea en América Latina, se basa en un cierto tipo de concepción de ciudadanos, con derechos secuenciales, y que se articula con un Estado (inspiradas especialmente en Marshall, 1965; véase la revisión en Gudynas, 2009b), y por lo tanto propias de la tradición de la Modernidad.

Pero este sistema de derechos, al menos desde el punto de vista ambiental, encuentra limitaciones. Por un lado, la cobertura de los derechos a un ambiente sano sigue siendo insuficiente y precaria. Por otro lado, en aquellos casos donde se logra avanzar, existe una tendencia en caer en un entramado de compensaciones económicas frente al daño ambiental. Más allá de la efectividad de esos instrumentos, el punto a señalar en la presente revisión es que incluso cuando esto es exitoso, se está compensando a las personas pero no necesariamente a la Naturaleza.

Actualmente un importante cúmulo de iniciativas utilizan el rótulo justicia ambiental para referirse a la efectividad normativa y judicial en temas ambientales, el acceso ciudadano a la justicia, la performance de los juzgados, etc. (por ejemplo, los ensayos en Leff, 2001). Existen expresiones de este tipo en varios países latinoamericanos, y en particular asociadas a centros o grupos académicos en derecho ambiental, y la cuestión aparece una y otra vez en los conflictos sociales por impactos ambientales. En muchos de esos casos, las personas reaccionan al considerar que sus derechos han sido violados, su salud puede estar afectada, o se destruye su patrimonio. Situaciones comunes son las protestas ciudadanas frente al extractivismo minero o petrolero (tan solo a manera de ejemplo, ver los casos para Perú recopilados por Scurrah, 2008, o sobre derechos ambientales frente a la explotación petrolera en Ecuador por Kimerling, 1996).

Un acento especial en esta dinámica surgió años atrás en movilizaciones ciudadanas, iniciadas en particular en Estados Unidos, bajo el rótulo de «justicia ambiental», o como reacción al «racismo ambiental». En sentido estricto este movimiento expresa una superposición entre cuestiones clásicas de la justicia social y sus aspectos ambientales (véase por ejemplo, los recientes aportes de Scholosberg, 1999; Shrader-Frechette, 2002 o los ensayos en Sandler y Pezzullo, 2007). El acento está en las coincidencias entre la pobreza, marginación y segregación racial, con una mala calidad ambiental. Sus prácticas surgen desde sitios donde las comunidades más pobres o minorías raciales están asentadas en localidades contaminadas, o trabajan en sitios de baja calidad ambiental o riesgosos, con afectación de su salud. Es así que en muchas de sus expresiones denunciaran un «racismo ambiental».

En América Latina esta temática ha logrado mayor visibilidad en los últimos años, y en especial en Brasil. En efecto, en ese país es invocada por un amplio conjunto de académicos, organizaciones sociales, muchas de ellas ambientalistas, y en el pasado reciente incluso los sindicatos. Las iniciativas brasileñas mantuvieron contactos con el movimiento de la justicia ambiental de los Estados Unidos por lo menos desde 1998; poco después se lanzó una recopilación en portugués de textos clásicos de la vertiente anglosajona de esa corriente junto a estudios de caso en Brasil (Acselrad et al., 2003). Al poco tiempo se creó una Red Brasileña en Justicia Ambiental, y una red similar también existe en Chile (Red de Acción por la Justicia Ambiental y Social4).

Tomando el caso brasileño como ejemplo, el acento está en situaciones donde se impone una desproporcionada afectación de los riesgos ambientales en poblaciones menos dotadas de recursos financieros, políticos e informacionales (Acselrad et al., 2008). La Red Brasileña en Justicia Ambiental define a la justicia ambiental como el «tratamiento justo y el involucramiento pleno de todos los grupos sociales, independientemente de su origen o renta, en las decisiones sobre el acceso, ocupación y uso de los recursos naturales en sus territorios». Entre varios puntos, reclaman los derechos de las poblaciones a una protección ambiental equitativa contra la discriminación socio-territorial y la desigualdad ambiental, exigen garantías sobre salud, el combate de la contaminación y degradación ambiental, y a partir de ese tipo de postulados plantea una alteración radical de los patrones de producción y consumo, aunque es un punto que no elabora en detalle5.

El reclamo de justicia ambiental por cualquiera de estas vertientes tiene varios aspectos positivos, tales como potenciar la temática ambiental, vincular las condiciones sociales con sus contextos ecológicos, reforzar el reconocimiento ciudadano, el andamiaje de derechos y un sistema judicial, abre las puertas a algunas formas de regulación social sobre el Estado y el mercado, y permite combatir situaciones concretas apremiantes.

Pero también es cierto que enfrenta algunas limitaciones. Unas son prácticas, tales como la debilidad de los sistemas judiciales en casi todos los países, donde los procesos son lentos y costosos; otras están en su diseño y estructura, en tanto tienen escasa amplitud frente a otras culturas u otras concepciones alternas a la ciudadanía. En el contexto de la presente revisión se debe advertir que este tipo de justicia ambiental se desenvuelve dentro de las concepciones clásicas de ciudadanía y derechos, y por lo tanto en casi todos los casos se mantiene dentro de una ética convencional antropocéntrica. Por ejemplo, no existe una discusión sustantiva sobre los valores intrínsecos en las principales reflexiones en Brasil, tal como se desprende de los aportes de Acselrad et al. (2004, 2008). Los énfasis apuntan a problemas como las asimetrías de poder que desembocan en injusticias ambientales entre los grupos más pobres o minorías raciales, manteniéndose en particular dentro del campo de los derechos políticos, sociales y económicos. Pero no se exploran, por ejemplo, los valores intrínsecos o los derechos de la Naturaleza.

También es común llegar a la justicia ambiental desde los conflictos ambientales. Una visión muy difundida en América Latina, promovida por Joan Martínez Alier (por ejemplo, 2010) entiende que esas protestas expresan conflictos ambientales de tipo distributivo. A su modo de ver el énfasis está en los conflictos sobre los recursos o servicios ambientales, comercializados o no, y sus patrones sociales, especiales y temporales. Como esos conflictos expresarían distribuciones desiguales, su énfasis distribucional deja a estas posturas dentro del campo de la justicia ambiental, y como veremos enseguida también quedan bajo la sombra de Rawls, independientemente de las simpatías de ese autor por diversos movimientos populares. Ese abordaje teórico no ofrece espacios sustantivos para una ética del valor propio, alejándose así de una justicia ecológica, y más allá de las invocaciones a las luchas ambientales de los pobres, la porosidad hacia una pluralidad cultural es angosta (alertas similares a estas por ejemplo en Riechmann, 2005). En otras palabras, así como se pueden usar correcciones ecológicas de los precios, esta postura expresaría una justicia distributiva ecológicamente corregida, pero que de todas maneras es antropocéntrica.

De esta manera, sea desde quienes rechazan la justicia ambiental, como entre muchos de sus promotores, casi siempre se acepta la premisa que la justicia se restringe a la comunidad de seres humanos. Ellos son los agentes morales que pueden articular sus preferencias e ideales, aspirar a la reciprocidad y la cooperación bajo un sistema imparcial, y desde allí construir la justicia. En su abordaje se enfoca en los derechos de los seres humanos, y por lo tanto, por estas y otras vías, es una expresión de la Modernidad.

Establecida esta situación, cualquier abordaje sobre justicia en general, y justicia ambiental en particular, necesariamente deberá atender las posturas de John Rawls (referidos a su obra de 1979), expresada en puntos como la neutralidad de los valores donde los procedimientos y el énfasis está en cómo lidiar con una mala distribución de los bienes (o perjuicios) ambientales. Bajo su perspectiva, la justicia sería siempre un asunto de humanos, como ciudadanos dentro de un Estado-nación, lidiando con inequidades distribucionales que afectan a las personas. Las posturas rawlsianas no son insensibles, y entienden que se puede ser compasivo con plantas y animales, o atender a la Naturaleza cuando los daños afectan a las personas o sus propiedades, pero esos problemas no son expresiones de injusticias. Las personas pueden acordar que es moralmente incorrecto llevar a la extinción a una especie, pero su exterminio no sería un caso de «injusticia» para esa especie. Obsérvese que la postura liberal puede generar una gestión ambiental, de tipo administrativa, y de base antropocéntrica, donde la justicia se expresa en reacciones de defensa de los recursos naturales, en tanto son propiedades de personas, o afectan a la salud o calidad de vida de los individuos.

El anhelo de una justicia distributiva es tan fuerte que algunas de sus ideas incluso aparecen en posturas de quienes no se presentan como liberales, ni rawlsianos. Esto es entendible en tanto encierra muchos aspectos positivos, varios de los cuales se indicaron arriba. Además, la aspiración de una redistribución económica tiene un fuerte apego en América Latina. Pero de todos modos, la justicia que genera es una que se desenvuelve exclusivamente entre humanos, donde la Naturaleza es un conjunto de objetos. Se defiende la calidad de vida de las personas o el ambiente en función de las personas, alejados del reconocimiento de los derechos propios de la Naturaleza. La justicia ambiental es ajena a los valores intrínsecos del ambiente ya que es parte de la perspectiva antropocéntrica.

Pero además, esta perspectiva encierra un problema práctico que es la creciente mercantilización de la idea de la justicia en el campo económico. En efecto, en varios países se comienza a abusar de bonos y otras compensaciones en dinero para lidiar con la justicia, especialmente en el campo social (en situaciones de extrema pobreza), y en algunas circunstancias también en el terreno ambiental. La destrucción de la Naturaleza no puede ser justificada apelando a medidas de compensación económica, ni ello genera soluciones reales para los ecosistemas dañados o las especies amenazadas. Una justicia distributiva económica entre humanos no es una solución real para los problemas ambientales. De manera análoga, tampoco ofrece verdaderas soluciones en un contexto multicultural donde otras culturas definen su comunidad de agentes morales y políticos de manera más amplia, integrando a lo no-humano.

Por este tipo de razones es necesario otro tipo de justicia, que rompa con el antropocentrismo de la Modernidad, que se complemente con la justicia ambiental, pero que permita incorporar los valores intrínsecos y los derechos de la Naturaleza.

Una justicia otra: justicia ecológica

Atendiendo a la necesidad de reconocer a la Naturaleza como sujeto de derechos es necesario promover otra perspectiva, que aquí se denomina justicia ecológica. Esta es una justicia que parte de reconocer a la Naturaleza desde sus valores propios. Es una consecuencia inevitable y necesaria del reconocimiento de la secuencia que comienza con los valores intrínsecos y sigue con los derechos de la Naturaleza. Por otro lado, se mantendrá el rótulo de justicia ambiental para aquella que se basa en los derechos a un ambiente sano o la calidad de vida, descansando en las concepciones clásicas de los derechos ciudadanos.

El transito hacia una justicia ecológica es necesario ya que la destrucción de plantas y animales no es solo un asunto de compasión, sino también de la justicia; la desaparición de ecosistemas no arroja solamente problemas económicos, sino que también encierra cuestiones de justicia, y así sucesivamente con buena parte de la problemática ambiental.

Esta distinción entre dos justicias, una ambiental y otra ecológica, es reciente. En ese recorrido se deben destacar los aportes de Low y Gleeson (1998), Baxter (2005) y Scholsberg (2009). Por ejemplo, Low y Gleeson (1998) afirman que esta justicia se debe enfocar en la distribución del espacio ambiental entre las personas, y la justicia ecológica debería abordar las relaciones entre los humanos y el resto del mundo natural. Estos autores defienden dos puntos de partida básicos: (1) Todos los seres vivos tienen derechos a disfrutar de su desarrollo como tales, a completar sus propias vidas. (2) Todas las formas de vida son mutuamente interdependientes, y a su vez, éstas dependen del soporte físico. La penetración de estas ideas en los debates latinoamericanos es limitada, ya que prevalecen la perspectiva de la justicia ambiental (y como se vio arriba, la justicia ecológica no es un tema central en las discusiones dentro de muchas redes ciudadanas, al menos por ahora). A su vez, en casos como el de Ecuador, existía en muchos actores claves una sensibilidad que apuntó hacia una justicia ecológica, pero que se desarrolló en buena medida en forma independiente.

La idea de justicia ecológica no se opone a la de justicia ambiental, sino que se complementa, incluyéndola para ir más allá de ella. En tanto es un campo en construcción, sus fuentes de fundamentación son diversas. Las argumentaciones son variadas, en unos casos tímidas, pero en otros más radicales, expresando intentos diversos, no siempre conectados entre ellos, incluso a veces contradictorios, en ir más allá de las miradas Modernas sobre la justicia y el entorno.

Las múltiples fundamentaciones de la justicia ecológica

Un primer grupo de argumentos a favor de una justicia que pueda ir más allá del campo de afectación de los humanos puede derivarse incluso desde las ideas rawlsianas. Dentro de este conjunto es necesario comenzar por aquellos que mantienen su énfasis en el ser humano, pero expanden su horizonte temporal bajo un compromiso con las generaciones futuras. Sostienen que esto es necesario en tanto el despilfarro y destrucción ambiental actuales están limitando las opciones de nuestros descendientes para poder alcanzar una adecuada calidad de vida o disfrutar de la diversidad biológica. Este componente ya está reconocido en la nueva Constitución ecuatoriana (en el art. 395, entre los «principios ambientales» se postula un desarrollo ambientalmente sustentable que «asegure la satisfacción de las necesidades de las generaciones presentes y futuras»).

Seguidamente, otros abordajes avanzan más, perforando las ideas clásicas de comunidad de la justicia. En efecto, una de las críticas más comunes a la idea de una justicia ecológica insisten en que las determinaciones sobre la justicia o la injusticia, sólo puede ser expresada por agentes conscientes que articulan sus preferencias en una escala de valores y morales. Actualmente buena parte de estos cuestionamientos son rawlsianos, concluyéndose que no puede existir una justicia ecológica ya que no es posible una inteligibilidad de ese tipo con los seres vivos no humanos, y que la Naturaleza no es un agente moral. Las plantas o los animales no pueden expresar sus escalas de valor ni debatir públicamente sobre sus preferencias morales.

Pero aún bajo la mirada rawlsiana esa exclusión puede ser rebatida. En efecto, esta postura acepta incluir en el campo de la justicia los individuos que por sus circunstancias de vida o discapacidades no son agentes morales conscientes (como fetos, aquellos afectados por limitaciones mentales, etc.). Abordajes de este tipo son defendidos por ejemplo por Bell (2006). El punto clave es que así como se hacen esas ampliaciones, otro tanto se podría hacer con otros seres vivos.

Esa senda en unos casos considera que la separación entre los humanos y las especies superiores de mamíferos y aves, es difusa a la luz del conocimiento actual sobre sus atributos cognitivos y efectivos. Las pretendidas particularidades que hacen única a la especie humana en realidad son cuestiones de grado. A partir de algunas posturas de Amartya Sen, Martha Nussbaum (2006) indica que los problemas de asimetrías en la justicia involucran a los animales, y que éstos poseen un status moral y deben ser incluidos en las cuestiones sobre la justicia. Esto ya implica un tránsito que está más allá de las posturas rawlsianas clásicas. Incluso, existen redefiniciones de los conceptos de conciencia de sí mismo, o de agencia moral, donde se sostiene que éstos están presentes en otros seres vivos.

En la misma senda, otros defienden en particular el bienestar animal, o incluso sus derechos, tales como evitar su sufrimiento, asegurarles adecuadas condiciones de vida, etc. Un buen ejemplo son los aportes de P. Singer (por ejemplo 1975), y más recientemente, en castellano, Riechmann (2005). Siguiendo ese camino, los derechos de los animales pueden ser interpretados como un subconjunto de los derechos de la Naturaleza o bien se parte de considerarlos como fines en sí mismos, y por lo tanto con status moral (Riechmann, 2005).

Algunos parten de la ecología feminista, en particular aquellos conocidos como ética del cuidado (por ejemplo, Virginia Held, 2006 o Nel Noddings, 2002). En América Latina se encuentran muchas similitudes con las posiciones de Leonardo Boff (por ejemplo 2002), aunque no existen vinculaciones explicitas entre ellos. Más allá de las diferencias, estos aportes giran alrededor de la sensibilidad y empatía como motor de la justicia, complementándose con visiones estéticas y afectivas. De esta manera se rechaza el utilitarismo convencional y no se exige una reciprocidad como factor clave en las relaciones contractuales. En forma independiente, los regímenes alternos a la justicia planteados por Boltanski (2000), cimentados en un vínculo muy fuerte con lo que nos rodea, donde no se espera nada a cambio ni se ambiciona una reciprocidad, ofrecen otros argumentos adicionales para una justicia ecológica. Estas posiciones encuentran similitudes con los llamados de atención de la antropología ecológica sobre el papel del don, como interacción no mercantil que incluye aspectos ambientales, y para los cuales hay muchos ejemplos en el espacio andino.

Otras sendas se desenvuelven ampliando las ideas de justicia distributiva en otras dimensiones, tal como plantea lúcidamente Nancy Fraser (por ejemplo, 2008). Su abordaje reconoce que la justicia se desenvuelve en varias dimensiones, tipificando una redistributiva, otra enfocada en el reconocimiento, y una tercera que apunta a la representación. A juicio de Fraser cada una de esas dimensiones se corresponde a distintos tipos de injusticia, cada una con su especificidad, y donde no es posible reducirlos a un único aspecto. La propuesta de Fraser no trabaja la cuestión ambiental, pero tal como adelanta Scholsberg (2009), encierra muchas potencialidades. Por ejemplo, permite abordar cómodamente otras expresiones culturales, incluyendo la incorporación de las demandas sobre los derechos de la Naturaleza esgrimidas por grupos ecologistas, organizaciones indígenas o comunidades campesinas, e incluso ofrece vías concretas para sumar una dimensión ecológica a ese conglomerado (tal como se discute más abajo).

Aunque no ligada directamente con las anteriores posiciones, otros autores también exploran una justicia multidimensional. En ese sentido, Walzer (1993) sostiene que existirían «esferas de la justicia», donde los criterios para una de ellas no necesariamente se pueden transferir o extrapolarse a otras. Esta posición tiene algunas limitaciones desde el punto de vista ambiental, y en especial cuando debe lidiar con los valores intrínsecos (véase por ejemplo a Baxter, 2005), pero arroja lecciones importantes al advertir que los abordajes, por ejemplo rawlsianos de una distribución equitativa, pueden funcionar en algunos planos sociales o económicos, pero no necesariamente en el campo ambiental, ya que se requiere atender otras condiciones, tales como la sobrevida de especies y protección de ecosistemas.

Algunos autores entienden que si bien los no-humanos no son agentes morales, reciben, son receptores o destinatarios de los juicios de valor y moral desde los humanos, y por lo tanto son sujetos de la justicia (veáse por ejemplo la discusión en Baxter, 2005). Siguiendo esta postura, la comunidad de la justicia no se puede restringir únicamente a aquellos que expresan valores o morales, sino que también debe incorporar a sus destinatarios. En este caso el criterio de pertenencia descansa en la cualidad de ser receptores de las acciones, valuaciones y hasta de los intereses de los seres humanos. El problema en este camino es que puede salirse de la perspectiva biocéntrica para regresar a un antropocentrismo fundado en una redefinición de la justicia distributiva rawlsiana. Eso es lo que le ocurre a Baxter (2005), quien entiende que cada ser vivo debe recibir una justa porción de los recursos ambientales, sea tanto a nivel individual como poblacional, y el ser humano es uno más en ese conjunto. De esta manera, una especie tiene el derecho a utilizar una «cuota» de recursos, y ello se alcanzaría por una justicia distributiva a gran escala, tanto humana como nohumana, pero no es necesariamente protegida por sus valores intrínsecos.

Finalmente, otra fuente de argumentación reside en los mandatos derivados del reconocimiento de los valores intrínsecos. Las corrientes biocéntricas presentan como uno de sus primeros exponentes a la llamada «ética de la Tierra» postulada a mediados del siglo XX por Aldo Leopold. Su posición era sencilla, pero elegante: «Algo es correcto cuando tiende a preservar la integridad, la estabilidad y la belleza de la comunidad biótica; es incorrecto cuando tiende a lo contrario» (véase por ejemplo Leopold, 1966). A lo largo de los años siguientes esta corriente cristalizó en la ecología profunda y otras posturas que defienden los valores intrínsecos, donde los seres vivos tienen derecho a desarrollar sus propios programas de vida. El biocentrismo alienta diversos abordajes bajo las cuales la comunidad de la justicia se amplia hasta abarcar a los seres vivos, e incluso en algunos casos a toda la Naturaleza. De esta manera el dualismo convencional desaparece y en el campo de la justicia quedan incluidos los seres no-humanos.

Dados estos pasos, el biocentrismo rompe el cerco clásico de delimitación de las comunidades de justicia, y pasa a concebirlas de forma mucho más amplia. Existen varías líneas de pensamiento en esta dirección. Desde una perspectiva occidental, aunque intentando romper con la Modernidad, la ecología profunda apunta a la identificación y empatía con la Naturaleza como forma de ser en ella, y entiende ese entramado como un sistema relacional abierto. Es más, la ecología profunda defiende una «realización» personal pero que va más allá del sí mismo individual, basada en una identificación con el entorno no humano. De esta manera, el sí mismo personal se realiza dentro de un «sí-mismo» expandido a la totalidad de la vida (Devall y Sessions, 1985). Siguiendo el mismo camino se postula una «ecología transpersonal» con el entorno (especialmente Fox, 1990). Paralelamente, y de forma más o menos independiente, en América Latina cobraron fuerte protagonismo las posturas de algunos pueblos indígenas, donde el dualismo del antropocentrismo es suplantado por redes relacionales que integran en igual jerarquía a distintos seres vivos u otros componentes del ambiente. Esta perspectiva de relacionalidad y continuidad se nutre de ejemplos que provienen de distintos pueblos indígenas (véase por ejemplo Pacari, 2009).

Estas posturas han sido denominadas ontologías relacionales, para distinguirlas de las perspectivas antropocéntricas que corresponderían a una ontología dualista (véase por ejemplo a Castree, 2003, o Blaser y de la Cadena, 2009). Siguiendo el camino de las ontologías relacionales, las distinciones clásicas de la Modernidad desaparecen, ya que los humanos y los no-humanos pueden ser todos ellos agentes morales, con capacidades análogas, todo integrantes de una misma comunidad expandida, sujetos de derechos y por lo tanto demandantes de justicia. Se conforman comunidades que son tanto sociales como ecológicas. Estas mallas de relacionalidades pueden tener diferentes configuraciones de acuerdo si incorporan a algunos o todos los seres vivos, a los elementos inanimados, o al mundo de los muertos; a su vez, cambian de acuerdo a cómo se objetivan las capacidades cognitivas, afectivas y hasta físicas para cada uno de ellos (véase por ejemplo a Descola, 2000).

Otra consecuencia de la relacionalidad es la necesidad de revisar las concepciones clásicas de ciudadanía derivadas de Marshall. Estas se vuelven insuficientes, ya que la configuración de los sujetos políticos requiere también un componente ambiental, al sumarse otros elementos de la Naturaleza como sujetos. Esta ampliación se logra apelando al concepto de meta-ciudadanías ecológicas, las que dependen y se ajustan a contextos culturales como ambientales (véase Gudynas, 2009b).

Más allá de estas complejidades, elementos de este tipo son presentados por grupos indígenas, en sus prácticas políticas, para demandar otro tipo de relación con la Naturaleza; otro tanto hacen quienes acompañan o apoyan a esos grupos (incluido el autor del presente artículo). El debate político cambia sustancialmente desde un flanco que puede calificarse como multicultural, donde sus demandas de representación y reconocimiento obligan a incluir una dimensión ecológica.

La política del ambiente

El reconocimiento de los valores intrínsecos, los derechos de la Naturaleza y un campo de la justicia ecológica, tienen muy diversas repercusiones en el campo de la política, y cómo se construyen los estilos de desarrollo. Comencemos por evaluar las cuestiones de representación y tutela de los derechos de la Naturaleza.

Una crítica usual parte de denunciar que los seres vivos no-humanos no pueden elevar sus reclamaciones ni ejercer acciones dentro de los actuales sistemas judiciales. Entonces, ¿quiénes representarían a los árboles o las aves?

En el plano conceptual es evidente que la representación de los derechos de la Naturaleza no será ejercida por las plantas o animales, sino por individuos que actúan en representación de éstos, o en defensa de sus derechos. Los antecedentes conceptuales de esta cuestión se remontan a los argumentos de Stone (1972) sobre los derechos propios de los árboles y su representación legal en el sistema judicial de Estados Unidos. Por lo tanto, la problemática no radica tanto en la representación ejercida por los humanos, sino en las condiciones bajo las cuales ésta puede ser invocada, los requisitos para ejercerla y las formas de administrarla.

La posibilidad de invocar una cobertura difusa de los derechos a un ambiente sano ya permitiría ejercer representaciones que no están limitadas por una cercanía geográfica o una propiedad. Otro paso sustancial se ha dado en el caso ecuatoriano, ya que la nueva Constitución indica que la defensa e invocación de los derechos de la Naturaleza puede partir de personas o colectivos de distinto tipo, e incluso mandata al Estado para alentar ese procedimiento (art. 72).

Otras críticas referidas a la aplicabilidad sostienen que la justicia ecológica invalidaría la imparcialidad esperada de la justicia, en tanto un grupo está imponiendo sus valores y morales sobre el resto de la sociedad. La respuesta a estos cuestionamientos recuerda que bajo la justicia ecológica no se imponen unos valores, sino que se amplía su conjunto; tampoco se predeterminan las medidas que se deberán tomar, cuáles son las acciones prohibidas o sancionables, sino que se abre una discusión pública para lidiar con esto. Por cierto que el debate será distinto, y esa es precisamente una de las ventajas de la justicia ecológica.

Invocar una violación de la imparcialidad para rechazar la justicia ecológica tampoco es muy realista en América Latina. El problema actual es que el Estado en muchos casos peca de parcialidad a favor de prácticas de alto impacto ambiental. Existen repetidas denuncias y una larga lista de casos donde el Estado se convierte en promotor de emprendimientos ambientalmente negativos, y niega o minimiza esos efectos, sea por una aplicación defectuosa de la normativa ambiental, débiles controles, y distintas formas de subsidios y apoyos económicos, explícitos u ocultos, a ese tipo de emprendimientos (tanto en gobiernos conservadores como progresistas).

Por otro lado, el caso ecuatoriano vuelve a ser particularmente relevante en tanto es la primera vez donde la «polis» aceptó un nuevo contrato social que reconoce los derechos de la Naturaleza. En este caso, la mayoría ciudadana aprobó el texto constitucional que incluye otra visión sobre el ambiente. Esto no implica desconocer o rechazar a quienes descreen de la Naturaleza como sujeto de derechos, pero obliga a considerar esos derechos junto a otros en los debates y la administración de la justicia. Además, como los derechos de la Naturaleza actúan en paralelo y potencian las visiones clásicas de la justicia ambiental y los derechos humanos a un ambiente sano, se pueden llegar a compromisos en la conservación y el desarrollo desde muy diferentes puntos de origen éticos, religiosos y morales, que algunos pueden ser biocéntricos mientras que en otros casos seguirán siendo antropocéntricos. Por lo tanto, con esta ampliación de las discusiones sobre los derechos lo que en realidad sucede es una democratización más radical de las políticas ambientales.

Estrategias de desarrollo y buen vivir

Como ya se indicó arriba, el reconocimiento de los derechos de la Naturaleza no impide el uso y aprovechamiento de los recursos naturales, sino que impone condiciones y responsabilidades que deberán ser discutidas. Los valores intrínsecos y derechos de la Naturaleza conllevan una crítica radical a las demandas de crecimiento económico y expansión productivista que solo son posibles cuando el ambiente es apenas una canasta de recursos.

En cambio, la protección de todas las formas de vida, reclamada por el biocentrismo, no puede aceptar el uso exacerbado de materia y energía para sostener estilos de vida opulentos, sino que la Naturaleza debe ser juiciosamente aprovechada para erradicar la pobreza y asegurar una buena calidad de vida. Es una visión de un desarrollo otro, más austero y enfocado en las personas, y no en el crecimiento económico. Este abordaje se superpone ampliamente con las discusiones actuales sobre alternativas al desarrollo, en especial con corrientes tales como la sustentabilidad superfuerte o las propuestas que invocan la idea del «buen vivir». Estas cuestiones escapan al objeto de la presente revisión, aunque son necesarias algunas puntualizaciones.

La defensa de los derechos de la Naturaleza no implica renunciar por ejemplo a la agricultura, ganadería o cualquier otra actividad humana inserta en los ecosistemas, y mucho menos significa un pacto que llevará a la pobreza a toda una nación. Pero sí indica que serán necesarios cambios sustanciales en los estilos de desarrollo. Son los humanos los que tienen la capacidad de adaptarse a los contextos ecológicos, y no se puede esperar que las plantas y animales se adapten a las necesidades de consumo de las personas. Consecuentemente, tendremos «otra» agricultura y «otra» ganadería, para seguir con el ejemplo de arriba, bajo balances que por un lado aseguren la calidad de vida y por el otro la conservación de los conjuntos de especies y ecosistemas.

La crítica de los efectos del desarrollo contemporáneo es a veces más sencilla que lidiar con sus fundamentaciones éticas, o que elaborar alternativas biocéntricas. Esto se debe a las resistencias que enfrentan los intentos de salir de la Modernidad, ya que esas ideas están profundamente arraigadas en todos nosotros. En muchos casos la denuncia sintomática se mezcla con listados de cambios instrumentales, se crítica el capitalismo presente pero se vuelve a defender el extractivismo, se alerta sobre la manipulación de la Naturaleza pero se insiste en el optimismo científico-técnico, y así sucesivamente. En esos esfuerzos por lo general no hay un abordaje detallado de los aspectos éticos y sus consecuencias políticas. Son aportes bienintencionados pero limitados; un buen ejemplo para Brasil son los ensayos recopilados por Pádua (2009).

Las mismas contradicciones aparecen todavía más intensamente en el caso de Bolivia. En ese país, el gobierno mantiene un fuerte discurso sobre los «derechos de la Madre Tierra», que en una primera lectura muestra muchas similitudes con los derechos de la Naturaleza y su valoración intrínseca. Ese discurso es liderado por el presidente Evo Morales, y en particular por su canciller, David Choquehuanca, y se enfoca casi en su totalidad en el cambio climático global. Pero simultáneamente, dentro de fronteras, esos mismos actores defienden un programa fuertemente extractivista (promoviendo explotaciones de hidrocarburos y minerales), limitando la participación ciudadana, y desestimando los reclamos ambientales al entenderlos como trabas al progreso. Es una situación paradojal: se invocan ciertos derechos ambientales a nivel planetario, pero se los deja de lado a nivel local.

Este ejemplo boliviano es probablemente el caso extremo en las contradicciones que se viven en el seno de los gobiernos de la nueva izquierda, que intentan algunos abordajes ambientales, aunque siguen inmersos en la tradición Moderna del extractivismo como motor del progreso. Los derechos de la Naturaleza terminan siendo un slogan que sirve para denuncias en las tribunas internacionales, pero se disuelven en la cotidianidad nacional. Es más, un intenso extractivismo pasa a ser justificado como indispensable para financiar programas de justicia social redistributiva por medio de compensaciones económicas. Apelando a los bonos y otras compensaciones económicas se construye una imagen de sensibilidad social, pero que deja sin lugar a la justicia ecológica, e incluso limita la justicia ambiental.

Conclusiones: caminos abiertos

La temática ambiental se ha convertido en una de las principales canteras de renovación de un pensamiento crítico frente a la Modernidad, y de ensayos sociales y políticos con una enorme diversidad y potencial. Es evidente que el sendero del desarrollo actual, con su mercantilización de bienes y servicios ambientales, no genera un desarrollo genuino, no resuelve los problemas de pobreza, ni alivia el deterioro sobre el ambiente. Por lo tanto, cuando se demanda la protección de algún sitio silvestre o se invocan los derechos de la Naturaleza, no sólo se expresan cuestionamiento sobre la gestión y sus instrumentos de acción, no sólo se advierte la incompetencia de buena parte de los elencos políticos para lidiar con estos temas, sino que se cuestionan los cimientos culturales sobre los que descansan todas estas manifestaciones.

De esta manera, el reconocimiento de los derechos de la Naturaleza o la necesidad de construir una justicia ecológica, aparecen de diversa manera y con distintas justificaciones, ya que expresen ensayos para romper con el cerco de la Modernidad. Estos intentos son muy variados. Además, tal como resulta de la presente revisión, muchos debates sudamericanos ocurren en buena medida con contactos intermitentes, o son independientes de las discusiones académicas, especialmente aquellas del hemisferio norte. A su vez, los aportes académicos son muy variados, y no necesariamente están vinculados unos con otros. Finalmente, en algunos casos, los ensayos y la innovación que emergen desde las prácticas sociales y políticas han superado a las elaboraciones teóricas (como ha sido presentar la restauración ambiental como un derecho). Estos intentos tienen en parte carácter provisorio, son experimentaciones, en unos casos teóricos y en otros resultantes de prácticas sociales, pero todos expresan un mismo sentido: abandonar el antropocentrismo dualista, superar la visión de la Naturaleza como un objeto de valor, y ampliar la justica y la ciudadanía en una dimensión ambiental.

La cadena de vínculos que comienza con los valores intrínsecos en la Naturaleza termina en la arena política. En este caso es oportuno regresar a Fraser (2008), recordando que como la justicia se expresa en múltiples dimensiones, no es aceptable un monismo que imponga únicamente una de ellas, o que reduce algunas de ellas a otra. Nada impide que a su esquema de tres dimensiones (redistribución, reconocimiento y representación) se sumen otras, y entre ellas una ecológica. El ingreso de nuevas dimensiones podría ocurrir, a juicio de Fraser, cuando los movimientos sociales logran visualizar y hacer plausibles reivindicaciones que no estaban siendo contempladas debido a la marginalización de los actores sociales que las proponen. Esta afirmación coincide con muchos de los acontecimientos actuales en América del Sur, donde diversos grupos sociales, particularmente indígenas, reclaman en todas esas dimensiones de la justicia, y al hacerlo desde sus propias culturas, también expresan otra dimensión de la justicia, de tipo ambiental. Sus expresiones pueden ser muy variadas (a veces son demandas territoriales, otras sobre recursos naturales o contra la contaminación, etc.), pero lo importante es que todas ellas expresan nuevas reivindicaciones y denuncian injusticias que ya no pueden ser atendidas de manera efectiva bajo las facetas actuales de la justicia, sino que es necesario reconocerles sus aristas ecológicas. Otro tanto sucede con actores sociales que no son indígenas, pero que igualmente han generado culturas híbridas con un fuerte apego a su entorno natural (como los serengueiros de la Amazonia de Brasil y su autodefinición de «ciudadanos de la floresta», florestanos; Gudynas, 2009b). Finalmente, algo similar también acontece con ONGs urbanas y académicos que han evolucionado hacia posturas biocéntricas con fuertes lazos de identificación y empatía con el medio natural. Es así que ni el tema ambiental, ni la construcción de ontologías relacionales, es únicamente cuestión de reivindicaciones indígenas, sino que expresa inconformidades culturales que cruzan transversalmente muchos agrupamientos en nuestras sociedades.

En este proceso la Naturaleza también logra cierta agencia en expresar su deterioro que enfrenta, como pueden ser los ejemplos de la deforestación tropical o la caza furtiva del oso andino. Podría argumentarse una vez más que estos son asuntos exclusivamente humanos, donde ni los árboles ni el oso andino pueden movilizarse para agregar nuevas dimensiones a la justicia. Son los ambientalistas mostrando fotografías de selvas taladas u osos muertos los que alimentan el sentido de justicia, pero eso sólo es posible porque realmente se han perdido esos bosques o el oso de anteojos está efectivamente amenazado en los Andes. En esas fotos, como por otros medios, se expresa la Naturaleza.

Estos y otros empujes comentados a lo largo de la presente revisión, de una u otra manera son cuestionamientos a la Modernidad. Muchos de ellos generan distintas perforaciones, como pueden ser el reconocimiento de los valores intrínsecos o el cuestionamiento de la dualidad Naturaleza - sociedad. La construcción política cumple un papel clave en esta dinámica, y amplía las dimensiones de la justicia tal como se indicó arriba, pero en todo esto están en juego concepciones profundamente arraigadas que subyacen a los debates políticos corrientes. Es por esta razón que uno de los principales atributos del biocentrismo es obligar a valorar y pensar desde otros puntos de partida para adentrarnos en caminos que salen de la Modernidad.


Pie de página

3Referencias a la Constitución de Ecuador basadas en la versión publicada por la Gaceta Constituyente, Asamblea Constituyente, 2008.
4Véase su sitio web http://www.justiciambiental.cl
5Basado en la declaración de principios de la Rede Brasileira de Justiça Ambiental, en http://www.justicaambiental.org.br

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