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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.15 Bogotá July/Dec. 2011

 

Antropología y estudios culturales en colombia. Emergencias, localizaciones, desafíos.1

Anthropology and cultural studies in colombia. Emergencies, emplacements, challenges

Antropologia e estudos culturais na colômbia. Emergências, localizações, desafios.

Axel Rojas2
Universidad del Cauca, Colombia
axelrojasm@unicauca.edu.co

1Este artículo es resultado de la investigación titulada «Interculturalidad: el problema de las relaciones entre culturas», realizada para optar al título de magíster en la maestría de Estudios Culturales de la Universidad Javeriana. Una versión preliminar de este texto fue escrita para el seminario «Antropología y estudios culturales: confluencias y tensiones». ICESI y Universidad Javeriana, Cali, 13 y 14 de agosto de 2009.
2Maestría en estudios culturales, Universidad Javeriana. Profesor del Departamento de Estudios Interculturales de la Universidad del Cauca, Facultad de Ciencias Humanas y Sociales.

Recibido: 13 de agosto de 2011 Aceptado: 07 de noviembre de 2011


Resumen:

El propósito de este artículo es esbozar una cartografía acerca de los origenes y procesos de localización de la antropología y los estudios culturales en el país. Para ello mencionaré los respectivos contextos históricos de emergencia, cuyas particularidades y diferencias resultan relevantes para comprender los objetos de estudio, opciones políticas, teóricas y de método, de ambos proyectos. Mencionaré cómo, a lo largo de sus trayectorias particulares, estos proyectos han logrado distintos niveles de institucionalización, constitución de comunidad académica, consolidación de corpus de producción escrita y reconocimiento académico en los niveles locales y globales. Más que identificar su sentido «verdadero» o último, estas trayectorias buscan ayudar a pensar en el sentido de estos proyectos intelectuales y trazar caminos posibles a partir de la pregunta por su sentido en el presente.

Palabras clave: antropología, estudios culturales.


Abstract:

This paper aims to sketch a map on the origins and localization processes undergone by anthropology and cultural studies in Colombia. To accomplish this, I will refer to their respective historical contexts of emergence, whose particularities and differences are found relevant to understand both projects' objects of study, and political, theoretical and methodological choices. I will tell how, along their particular trajectories, these projects have achieved different levels of institutionalization, establishment of academic communities, consolidation of corpora and scholarly recognition on the local and global levels. Rather than identifying its «true» or ultimate meaning, these trajectories aim to think the meaning of these intellectual projects and to map possible paths beginning by asking for their meaning at present.

Keywords: Anthropology, cultural studies.


Resumo:

O propósito deste artigo é esboçar uma cartografia das origens e dos processos de localização da Antropologia e dos Estudos Culturais na Colômbia. Para isso, mencionamse os respectivos contextos históricos de seu surgimento, cujas particularidades e diferenças são relevantes para a compreensão dos objetos de estudo e das opções políticas e de método de ambos os projetos. Explora-se a forma como, ao longo de suas trajetórias particulares, esses projetos têm alcançado distintos níveis de institucionalização, constituição de comunidades acadêmicas, consolidação de corpus de produção escrita e reconhecimento acadêmico em planos locais e globais. Mais do que identificar seu sentido «verdadeiro» ou último, tais trajetórias contribuem para a reflexão sobre os sentidos Desses projetos intelectuais e para o desenho de possíveis percursos a partir da indagação por seu sentido no presente.

Palavras chave: Antropologia, Estudos Culturais.


El sentido de trazar trayectorias

En algunos espacios en los que se ha discutido sobre la relación entre estudios culturales y antropología, pareciera que hay ciertas claridades que ofician como punto de partida; el planteamiento implícito sería más o menos el siguiente: «ya sabemos lo que es la antropología y sabemos lo que son los estudios culturales, es tiempo de que defendamos posiciones». Considero que este tipo de posturas es una de las flaquezas del debate; posiblemente en aras de apuntalar sus propios argumentos, algunos de los participantes en las discusiones recurren a lo que podría considerarse los rasgos más evidentes o visibles de ciertas prácticas intelectuales realizadas bajo los respectivos rótulos de «antropología» y «estudios culturales». Sin embargo, la mutua ignorancia parece conducir a puntos ciegos o a batallas entre enemigos de papel.

A pesar de lo problemática que resulta esta división del conocimiento o del trabajo académico en campos o disciplinas, es un hecho que antropología y estudios culturales son campos diferenciados, tanto en la academia Colombiana como a nivel internacional; cada uno cuenta con trayectorias diferenciadas, en ambos casos amplios y heterogéneos. El propósito de este artículo no es el de trazar una taxonomía que deje claros los límites y especificidades de estos dos proyectos de manera definitiva; más bien busco esbozar una cartografía que permita conocer algunos aspectos de los origenes y procesos de localización de la antropología y los estudios culturales en el país. Lo que me parece relevante es que, más que identificar su sentido «verdadero» o último, las trayectorias que se tracen permitan pensar en el sentido de estos proyectos intelectuales; es decir, trazar caminos posibles a partir de la pregunta por su sentido en el presente.

Vale decir que una cartografía es en cierta manera una prescripción, un intento por trazar horizontes posibles, por delimitar un proyecto, más que la descripción objetiva o neutral de un campo de conocimiento claramente establecido. Como en el caso de cualquier genealogía, esto supone tomar y dejar de lado ciertos elementos, reconocer unas trayectorias, autores y problemáticas, dejando de lado algunos que quizá en otro caso podrían ocupar lugares destacados. Implica tomar una postura, lo que a su vez nos enfrenta al riesgo de producir ciertos cerramientos, participando de alguna manera del disciplinamiento de campos de conocimiento cuyo objeto de estudio parece resistirse a ser aprehendido de manera fácil y definitiva. Frente a estos posibles riesgos, considero valiosos los planteamientos de Grossberg en relación con los estudios culturales:

Aquellos de nosotros que trabajamos en «estudios culturales» nos encontramos atrapados entre la necesidad de definir y defender la especificidad de estos, y el deseo de rehusarnos a cerrar la historia aun en curso de los estudios culturales por medio de una definición. [...] No se trata de «cuidar» los límites sino de reconocer que hay una historia de prácticas intelectuales y políticas por la que vale la pena luchar (Grossberg, 1997:235).

Es decir, que participar en el debate implica, más que la defensa de una tradición, involucrarse en la política de la academia. El campo académico, al igual que otros en la vida social, está atravesado por múltiples intereses, proyectos políticos, tradiciones administrativas, políticas institucionales, interpretaciones y posturas frente a las demandas del mercado laboral, con frecuencia contradictorios entre sí y a su interior. Por lo tanto, confio en que trazar un mapa para comprender las trayectorias históricas que han posicionado a la antropología y a los estudios culturales en el país, sea útil al momento de entablar debates como los que he mencionado antes.

Comenzaré por mencionar los contextos históricos de emergencia, cuyas particularidades y diferencias resultan relevantes para comprender los objetos de estudio, opciones políticas, teóricas y de método, de ambos proyectos. A lo largo de sus trayectorias particulares, estos proyectos han logrado distintos niveles de institucionalización, constitución de comunidad académica, consolidación de corpus de producción escrita y reconocimiento académico en los niveles locales y globales. Tanto para un caso como para el otro, estos y otros rasgos se manifiestan de diferente manera, por lo que cualquier tipo de generalización puede resultar problemática; sin embargo, dado que la relación entre la dimensión programática y la práctica de los proyectos intelectuales no suele darse en armoniosa correspondencia, vale la pena tener una mirada panorámica acerca de su quehacer, con el propósito de conocer los alcances y limitaciones de los dos proyectos desde una mirada «etnográfica».

Emergencias

Según una de las cartografías posibles, la antropología es una disciplina cuyos antecedentes pueden ubicarse hacia finales del siglo XIX; los estudios culturales por su parte nacen en la segunda mitad del siglo XX. La antropología surge teniendo como contexto el proceso de expansión colonial de la europa del norte sobre los territorios de África y Asia, principalmente; esta situación ha sido objeto de diversas reflexiones en las que se pone de manifiesto su carácter funcional al proyecto colonial (cf. Leclerc, 1973). La relación colonial instaura no sólo un régimen de poder administrativo y militar, sino un régimen de verdad que sustenta las prácticas de subordinación de espacios, poblaciones y saberes, en el que el conocimiento experto opera como legitimador de prácticas de gobierno (Inda, 2011). En este sentido sigue siendo relevante reflexionar críticamente sobre el carácter colonial de la práctica antropológica en los tiempos actuales de capitalismo tardío, al igual que la relación entre conocimiento experto y prácticas de gobierno; ambos, aspectos cruciales a la hora de pensar en el sentido de la antropología en el mundo contemporáneo.

En sus comienzos, las primeras elaboraciones teóricas de la antropología sobre su objeto de estudio se dieron desde un enfoque evolucionista, que retomaba de las ciencias naturales el método comparativo (Boivin, Rosato y Arribas, 2007: 8-9); según Paul Mercier, «este concepto [de evolución] estuvo presente por todas partes entre 1830 y 1840, animando las investigaciones y las reflexiones en los dominios más diversos, biología, sociología, filosofía, y dando el primer impulso a la antropología y unidad al periodo que va casi hasta fin de siglo» (1969: 35). La institucionalización de la práctica antropológica y la formación de los primeros profesionales en el campo, se dió a finales del siglo y comienzos del XX, cuando se produjo de manera más decidida su disciplinamiento (Hatch, 1975: 11). El predominio del evolucionismo empieza a ser disputado a finales de siglo XIX, cuando Boas publica «Limitaciones del metodo comparativo en antropología» (Mercier, 1969:35), no obstante su influencia perduró hasta bien entrado el siglo XX.

A comienzos del siglo XX, las críticas al evolucionismo no sólo se manifiestan en cuestionamientos al método comparativo, también se produce un profundo cuestionamiento de sus técnicas, lo que da un fuerte impulso a la aparición de la observación participante (Boivin, Rosato y Arribas, 2007: 10). Durante este primer periodo la mayoría de los trabajos de los antropólogos se basaban en el análisis de textos producidos en terreno por funcionarios, misioneros o viajeros, antes que por un trabajo de campo realizado directamente por ellos. En palabras de Clifford, «lo que surgió durante la primera mitad del siglo XX junto al éxito del trabajo de campo profesional fue una fusión nueva de teoría general e investigación empírica, de análisis cultural con descripción etnográfica» (1996: 145-146). Se trata pues de un momento crucial en que se producen los criterios de autoridad que definen quién y mediante el uso de qué herramientas podrá ser considerado como un antropólogo; se elimina la separación entre el trabajo de campo y el análisis de los datos a la luz de una teoría más general, que fue lo predominante hasta fines del siglo XIX: «Para decirlo esquemáticamente, antes de fines del siglo XIX, el etnógrafo y el antropólogo, el descriptor-traductor de costumbres y el constructor de teorías generales sobre la humanidad, eran distintas personas» (Clifford, 1996:147).

Durante la primera mitad del siglo XX, las críticas al método comparativo tienen entre sus efectos la aparición del relativismo cultural. Si las culturas no pueden ser comparadas con base en una patrón que se traza desde el lugar (espacial y temporal) del investigador, cada una de ellas habría de ser analizada en sus propios términos; la crítica a la idea evolucionista de culturas distintas, según la cual algunas de ellas son además inferiores y están en proceso de civilización, condujo a la idea de culturas de igual valor (ni superiores ni inferiores) que sólo podrían ser analizadas en sus propios términos, dada su radical diferencia.

Estos debates tuvieron una fuerte influencia en la manera cómo se institucionalizaría la antropología en América latina; el indigenismo de la primera mitad del siglo XX tuvo una fuerte influencia del evolucionismo. Se entendía que la defensa de los indígenas debía estar articulada a un proyecto de integración nacional, cuyo modelo era el de la «civilización occidental». Más adelante, este proyecto de la antropología sería duramente cuestionado por un nuevo indigenismo en el que las diferencias entre culturas eran entendidas como expresiones de las desigualdades entre los grupos humanos.

En América latina, el indigenismo crítico asociado al Grupo de Barbados (Grunberg, 1972), estuvo estrechamente ligado a la emergencia de organizaciones sociales indígenas y al replanteamiento de la labor de los antropólogos; si bien es cierto, ello no condujo a que la práctica de todos se orientara en la misma dirección vale la pena mencionar que, a pesar de los compromisos coloniales, el saber antropológico también ha encarnado proyectos liberadores o democratizantes cuyo valor no ha sido únicamente hermenéutico y que han tenido importantes consecuencias en la esfera política nacional, regional y mundial.

Por sólo poner unos pocos ejemplos, los planteamientos teóricos de Boas en cuanto a la noción de cultura fueron y han sido cruciales a la hora de pensar alternativas a la categoría de raza (Trouillot, 2011; Grimson, 2008). Así mismo, el heterogéneo proyecto político del indigenismo ha sido clave para pensar el «problema indígena» en América Latina (Cf. Bonfil, 1972; Ribeiro, 1971) y en Colombia (Caviedes, 2002; Vasco, 1994). Más recientemente, las críticas al indigenismo han sido relevantes para analizar las prácticas antropológicas contemporáneas en el contexto del multiculturalismo (Restrepo, 2007; Ramos 2004). Todo ello nos habla de la multiplicidad de enfoques teóricos, opciones políticas y procesos de institucionalización de la antropología, que deberían ser analizados en sus respectivos contextos si es que queremos comprender los alcances y limitaciones de sus prácticas en momentos específicos.

De otra parte, los estudios culturales surgen en la década de los sesenta, en el contexto de los debates anticolonialistas, la emergencia y expansión de las industrias culturales y en un momento de auge de la teoría crítica (Hall, 2010b; Grossberg, 2009; Mattelart, 2004). Se plantean como un proyecto intelectual orientado hacia el cuestionamiento de las visiones elitistas de la cultura, presentes aun entonces en los análisis sobre la cultura obrera, así como hacia el replanteamiento del marxismo convencional en su análisis de lo cultural. Aun cuando nacen en Inglaterra, se dispersan rápidamente alcanzado un relativo auge en estados Unidos, Australia y América latina, en el transcurso de tres décadas aproximadamente.

Aunque no existe una única genealogía, existe algún consenso acerca de su origen ligado al trabajo realizado por los intelectuales que dieron vida al Centro para los estudios Culturales Contemporáneos (CCCs), en Birmingham. Desde allí, se generó todo un trabajo ligado al análisis industrias culturales y sus efectos sobre la vida de los sectores obreros y las clases populares; los primeros estudios fueron realizados por un pequeño grupo entre quienes estuvieron Richard Hoggart, Raymond Williams y edward P. Thompson, como cabezas visibles. Los problemas analizados durante la primera etapa del Centro han marcado en gran medida el trabajo posterior de los estudios culturales, tanto en Inglaterra como en otras partes del mundo. Investigaciones sobre medios de comunicación, subculturas, resistencia, identidades juveniles y étnicas, fueron algunos de ellos (Mattelart y Neveau, 2004; During, 1993; Agger, 1992).

Los estudios de Hoggart y Williams tuvieron una fuerte influencia y se produjeron como reacción a cierto tipo de análisis literario y autores como Matthew Arnold ([1882] 1971), Frank R. Leavis y William Morris, importantes en la tradición de los llamados English Studies ; en gran medida los nuevos trabajos eran una reacción a las visiones predominantes de la cultura, frente a las cuales se produjeron muchos de estos desarrollos. Uno de los elementos que marcó las trayectorias de Williams y de Thompson fue su relación con el marxismo, lo que le imprimió una fuerte impronta a esta primera camada de estudios culturales. El trabajo de Thompson ([1980] 2001), marcado por su labor de historiador, se ve reflejado en su análisis sobre la constitución de la clase obrera inglesa a finales del siglo xVIII y comienzos del XIX. Hoggart y Williams orientaron sus estudios hacia temas como la incidencia de la televisión en la cultura obrera de la época y otras transformaciones efecto de las nacientes industrias culturales (Mattelart y Neveau, 2004). La vinculación de stuart Hall al grupo y su trabajo en la dirección del Centro luego de la renuncia de Hoggart, su primer director, serían determinantes para la consolidación, no solo del Centro sino de los estudios culturales como tal, al menos en lo que hoy se conoce como la «tradición británica».

Para Hall, el trabajo intelectual es fundamentalmente una labor política fuertemente arraigada en la teoría, o quizá mejor, la teoría como intervención política (2007). Más que definirse como un académico, Hall asume su papel como el de un intelectual en el sentido gramsciano. Su trabajo ha sido fundamental para trazar el horizonte teórico y político de una de las vertientes más interesantes dentro de los estudios culturales. Su revisión de la obra de autores como Marx, Gramsci y Fanon, así como de autores más contemporáneos como laclau, Derrida y Foucault, ha sido clave para la construcción de categorías centrales para los estudios culturales. Tal es el caso de conceptos como articulación (2010c) y representación (2010d), y sus análisis acerca de los medios de comunicación (Hall, 2010e), el multiculturalismo (Hall, 2010f), la ideología (2010g) y la diáspora (2010h), entre otros.

A partir de los años ochenta, los estudios culturales migraron rápidamente en diferentes direcciones y adquirieron múltiples formas, algunas de las cuales distan sustancialmente del proyecto iniciado en Birmingham (Grossberg, 1997; Hall, 2010a). La migración hacía los estados Unidos ha sido una de las de mayor relevancia e implicó el nacimiento de nuevas tradiciones que afectaron tanto las problemáticas estudiadas como las formas de institucionalización. Un aspecto que sería decisivo para su posterior arribo a América latina sería el de su adscripción a departamentos de lenguas y estudios de área, en estados Unidos. En cuanto al primer asunto, éste sería determinante para la proliferación de estudios literarios nutridos por el análisis del discurso, que derivaría hacia una vertiente textualista de gran incidencia en la forma que tomarían los que han sido llamados estudios culturales latinoAmericanos (Mignolo, 2003; Moraña, 2008; Richard, 2001).

Posiblemente una de las razones para que los estudios culturales sean entendidos en la forma en que son entendidos por muchos en Colombia, tiene que ver con el hecho de que una de las tradiciones que más ha circulado en el país es la estadounidense, fuertemente marcada por las corrientes teóricas del deconstruccionismo y los trabajos de análisis literario. Algunos autores han argumentado que la apropiación de los estudios culturales en América latina corresponde a una nueva forma de colonialismo intelectual proveniente de la academia gringa, favorecida por la vinculación de estudiantes de posgrado a los programas y departamentos de estudios de área y lenguas extranjeras, español y portugués (Vega, 2007; Mignolo, 2003; Mato, 2002). De otro lado, este tipo de análisis habría encontrado un fértil campo de trabajo en la tradición latinoAmericana de ensayo crítico y estudios literarios, que era objeto privilegiado en los estudios de área sobre América latina (Richard, 2001).

La incursión de los estudios culturales en estados Unidos ha repercutido en la priorización de ciertos temas, muchos de los cuales llegaron a adquirir el lugar de cliché (resistencia, identidad, subcultura, etc). Además, tanto por sus orígenes como por las características que adquirieron en algunos de los lugares a los que migraron, la relación de los estudios culturales con la antropología no parece haber sido la más fuerte ni la única. Otras disciplinas y proyectos académicos parecen haber tenido lugares de mayor visibilidad, tales como la literatura, la comunicación social e incluso la filosofía. Ello no quiere decir que la relación con la antropología no haya tenido un lugar importante; ya en 1993 la revista mexicana de antropología Alteridades , dedicaba un número a esta discusión, en cuya introducción García Canclini planteaba que, «[...] así como la globalización no sustituye a las culturas locales ni clausura los estados-naciones, los estudios culturales no suprimen la variedad de tradiciones disciplinarias con que los hombres hemos venido tratando de entender cómo interactuamos con los otros» (García Canclini, 1993: 8).

Desde una perspectiva menos tranquila, el antropólogo Carlos Reynoso produjo su libro Apogeo y decadencia de los estudios culturales (2000), que ha llegado a ser uno de los textos de referencia sobre estudios culturales en América latina. El trabajo de Reynoso ha tenido una fuerte influencia en el posicionamiento de algunos intelectuales latinoAmericanos, para quienes los estudios culturales son un proyecto irrelevante y cargado de jerga que no aporta nada sustantivo; podría decirse que a pesar de su exajerado tono apocaliptico, Reynoso tiene razón en algunos de sus planteamientos: ciertos estudios culturales en estados Unidos y América latina se caracterizan por el uso desmedido de lenguajes y términos exajeradamente rebuscados y hasta crípticos. Es probable que ello se deba a la adopción acrítica de estilos y jergas propios de algunas corrientes de los estudios literarios y la filosofía, así como al afán de posicionar un proyecto novedoso al que sería necesario garantizarle unas credenciales de autoridad académica en su proceso de institucionalización.

A lo largo de este proceso de institucionalización, tanto la antropología como los estudios culturales se han hecho acreedores a unos estigmas y prejuicios que impiden ver con claridad cuáles han sido sus aportes y, aun más, considerar las posibilidades de diálogo entre ellos. Adicionalmente, las disputas al interior de las academias nacionales y entre ellas, han favorecido la radicalización de ciertos posicionamientos en detrimento de posibles conversaciones. Uno de los asuntos objeto de los más candentes debates tiene que ver con la disputa sobre la cultura, aunque para otros el problema se refiere a sus compromisos con la geopolítica académica y la invisibilización de trayectorias y proyectos intelectuales locales (Richard, 2001; Mato, 2002; Martin Barbero, 1996).

Localizaciones

Hoy en día pareciera haber un cierto consenso en algunos sectores de la academia acerca de la emergencia en Colombia de un «nuevo» campo de trabajo intelectual al que se conoce como estudios culturales. Aunque la discusión es relativamente restringida y de ella participan sólo un pequeño número de intelectuales, ha dado lugar a planteamientos bastante interesantes. Uno de ellos se refiere a su relación con la antropología. Posiblemente esta veta de la discusión tiene su origen en la preocupación por la aparente (quizá real) coincidencia en los objetos de estudio de ambos proyectos: la cultura. Sin embargo, la disputa con los estudios culturales no ha sido planteada sólo desde la antropología; intelectuales vinculados a otros proyectos han entrado al debate para plantear la discusión en nuevos términos: aquello que hoy es llamado estudios culturales ya habría sido hecho en Colombia y en América latina desde hace tiempo, aunque se hiciera con otro nombre (Martín Barbero, 1996).

Quienes adhieren a esta segunda línea de argumentación no le disputan a los estudios culturales el estar usurpando su tradicional objeto de estudio (la cultura), sino el venir a fundar tradición donde ya había tradición fundada. se refieren estos críticos a una amplia tradición que incluye, según quien lo argumente, desde el ensayo crítico latinoAmericano, cuyas raíces podrían encontrarse en los trabajos de filósofos y escritores como José Carlos Mariátegui, José Martí o leopoldo Zea, entre otros; hasta quienes hablan de una generación propiamente latinoAmericana de estudios culturales, cuyos principales exponentes serían académicos como Néstor García Canclini y jesús Martín Barbero, quienes, aunque no le dieron este nombre a sus trabajos, vendrían a ser la evidencia de que eso que hoy se llama estudios culturales no sería más que una novedad -una etiqueta- académica venida del norte para colonizar los verdes campos de la tradición intelectual criolla.

A este panorama, esquemáticamente planteado, podría sumarse las voces de aquellos que homologan los estudios culturales con proyectos intelectuales como los de los estudios subalternos, la teoría poscolonial, el posmodernismo y la crítica literaria, de tal forma que la etiqueta de estudios culturales podría terminar siendo una especie de paraguas bajo el cual muchas gentes y productos académicos vendrían a encontrar una nueva forma de legitimación e institucionalización. Al ser el nombre bajo el cual caben proyectos que pueden ser tan diferentes, en Colombia e incluso en América latina, la especificidad de los estudios culturales es difícil de definir por el tipo de referentes teóricos, momentos de emergencia, elecciones temáticas o problemáticas, orientaciones políticas o formas institucionales que adquieren. Es decir, hay muchas cosas que se hacen en nombre de los estudios culturales o que son identificadas como tales.

Recientemente se suma a estas disputas por el rótulo de estudios culturales el Programa de investigación latinoAmericano Modernidad/colonialidad (Escobar, 2003), que tiene uno de sus epicentros en el programa de doctorado en estudios Culturales de la Universidad Andina simón Bolívar con sede en Quito (ecuador), en el cual ha recibido formación de postgrado un amplio número de profesionales de la región y que, con frecuencia, identifica su formación y producción académica como de estudios culturales. No obstante, en este caso, la adscripción al proyecto de modernidad/colonialidad parece haber logrado mayor visibilidad y estatus político y académico, al menos en el contexto colombiano.

A pesar de que también podría decirse que hay muchas cosas que se hacen en nombre de la antropología o que se identifican como tales, es posible afirmar que la antropología goza de una tradición mejor definida e institucionalizada. Con ello no quiero afirmar que se trate de una disciplina exenta de disputas por la definición de sus límites o que una mayor claridad en sus límites corresponda con una mayor calidad o pertinencia en sus productos. Todavía hoy en día es posible encontrar discusiones acerca del origen, trayectorias y objetos de la antropología, así como de sus horizontes. El marcado indigenismo, localismo y provincialismo de la antropología Colombiana, hacen parte de los rasgos que ha de enfrentar quien quiera trazar las trayectorias de la disciplina en el país. Hace menos de tres décadas, por ejemplo, Nina s. De Friedemann tildaba a la disciplina de racista por haber invisibilizado los estudios sobre negros (1984) y en tiempos más recientes otros antropólogos han propuesto debatir los compromisos políticos de la práctica antropológica, a la que consideran, entre otras cosas, caracterizada por su colonialidad (Restrepo, 2007).

Así mismo, las prácticas de los antropólogos han estado ligadas a múltiples proyectos académicos, políticos e institucionales, que van desde la antropología de urgencia (Dussan, 1965) y el indigenismo (Friede, Friedemann y Fajardo, 1975), hasta la antropología propia (Arocha, 1984), y los debates acerca del compromiso político de la antropología con las poblaciones objeto de su trabajo (Vasco, 1994) o propuestas como la de una antropología de la modernidad (Restrepo y Uribe, 1997). Todo ello para no mencionar los frágiles límites entre el trabajo de la naciente antropología de mediados del siglo XX y la sociología, cuyos vínculos fueron bastante estrechos al menos hasta la década de los sesenta,3 o la pregunta acerca de si la llamada antropología biológica, la antropología forense o la arqueología, hacen parte del campo de la disciplina antropológica.

Nos encontramos ante unos orígenes, trayectorias y problemas bastante disímiles. Como se vió, se trata de proyectos provenientes de las metrópolis del norte, aunque con diferentes procesos de apropiación en el medio local para cada caso. Desde sus inicios, la práctica antropológica guarda una estrecha relación con los contextos institucionales -en gran parte estatales- de su desenvolvimiento, al menos durante los primeros momentos de su historia. Es así que, a pesar de que se hubiera realizado investigaciones que podría considerarse como propiamente antropológicas, la creación del Instituto etnológico Nacional marca un momento decisivo para la institucionalización de la disciplina; tanto por la promoción de estudios etnográficos, como por la creación de programas de enseñanza de la misma (Correa, 2007). Estos programas, aunque inicialmente inscritos dentro de una línea general de estudios en ciencias sociales y sociología, marcarían el inicio de lo que posteriormente serían los programas de formación profesional de los antropólogos del país dentro del país, dado que muchos de los que se formaron inicialmente y lo seguirían haciendo, lo harían en universidades europeas y estadounidenses.

La formación en escuelas extranjeras, fue otro de los factores que incidió en la creación de los programas nacionales; tanto por el tipo de influencias teóricas, como por las relaciones que se establecieron con académicos de otros países, algunos de los cuales llegarían incluso a realizar investigaciones en el país o a ocupar cargos de docencia y dirección institucional, como en el caso de Rivet y su gran influencia sobre el trabajo del Instituto etnológico Nacional y las corrientes antropológicas que se consolidarían luego de su estancia en el país (Correa, 2007; Rueda, s.f.). La consolidación de una antropología «nacional», adquiriría un perfil más definido hacia la década de los sesenta y setenta, una vez que se crearan y adquirieran cierta trayectoria los programas académicos universitarios.4 dichos programas, sus perfiles y los focos de interés de sus profesionales, fueron tomando forma con el tiempo, no sin ser objeto de amplios y hasta radicales debates, algo que aun hoy en día se refleja en las improntas de los proyectos académicos institucionales y las identidades profesionales de sus egresados. Dentro de las discusiones que marcaron a estos programas académicos en algunos momentos Estuvieron aquellas referidas a su compromiso político.5

Los objetos de estudio son otro de los aspectos a considerar si se quiere perfilar mínimamente la práctica antropológica en el país. De manera similar a lo que ocurrió con las antropologías metropolitanas, la antropología Colombiana se ocupó durante mucho tiempo del que sería su objeto de estudio por excelencia: la alteridad, encarnada en la figura del indio. Desde los tiempos del etnológico y hasta bien entrados los años noventa, los antropólogos centraron su interés en el estudio de grupos rurales, especialmente indígenas; sin embargo, sería inexacto afirmar que la antropología sólo se ocupó de estas poblaciones, pues desde su inicio encontramos estudios sobre otras poblaciones campesinas e incluso preocupaciones relativamente tempranas por temas no necesariamente adscritos a la indigenidad. Los estudios sobre familia, campesinos e incluso sobre pobladores urbanos, fueron paulatinamente ocupando un lugar en los trabajos de los antropólogos, aunque sin llegar a disputar seriamente el predominio de la antropología sobre grupos indígenas.6 Posteriormente, diversos factores han dado lugar a ciertos desplazamientos en los objetos y temas de estudio; lo indígena pierde su centralidad y empieza a ser analizado desde nuevas preguntas y enfoques. Temas como la etnización, los procesos de reindianización, su presencia en las ciudades, además de estudios sobre culturas juveniles, ciberculturas, poblaciones afrodescendientes, desplazamiento forzado, entre otros, marcan los nuevos horizontes a la disciplina y sus profesionales.7

Hoy en día, la antropología cuenta con una larga trayectoria en su proceso de institucionalización que se refleja en la existencia de una comunidad de interlocución más o menos definida, una producción académica relativamente constante, con publicaciones periódicas establecidas y de bastante regularidad, además de unos ciertos nichos profesionales; todo ello articulado en redes nacionales e internacionales de programas de formación, eventos académicos y publicaciones, acompañados de cierto mercado laboral que podría considerarse transnacional, como es el caso de las agencias y programas de cooperación y otras entidades que demandan su desempeño profesional. Este panorama permite insistir en que, a pesar de la facilidad con que se nombra la antropología Colombiana, ésta está lejos de ser una unidad claramente definida e identificable.

En cuanto a los estudios culturales, el panorama evidencia significativas diferencias. Además de haberse institucionalizado sólo hasta comienzos del presente siglo, adolescen de la falta de una comunidad académica identificable, no disponen de una producción escrita claramente reconocible y apenas si cuentan con programas de formación en proceso de consolidación. A la fecha son un proyecto intelectual adelantado por un escaso número de profesionales, pocos de ellos con formación específica en estudios culturales y en el caso de serlo, formados en programas de posgrado (maestrías y doctorados) ofrecidos por universidades extranjeras. Hasta el momento no existen publicaciones periódicas especializadas y los artículos publicados que se inscriben dentro del campo circulan en publicaciones de ciencias sociales o humanidades, en libros colectivos publicados en el exterior y en unos pocos libros colectivos publicados en el país (cf. Castro-Gómez y Restrepo, 2008). De los tres programas de maestría, abiertos todos ellos en la última década, sólo se cuenta con un puñado de egresados.8

En cuanto a su comunidad académica, ella es difícilmente identificable, aunque existe un relativo consenso en cuanto a la labor pionera de algunos profesionales que podrían contarse con los dedos de una mano. Estos profesionales, algunos de los cuales se encuentran vinculados a los programas de posgrado mencionados, han sido en su mayoría los que han jalonado la creación de los programas y quienes también mayoritariamente publican ubicando su producción específicamente dentro del campo.9

Vale precisar que la carencia de visibilidad y trayectoria institucional no son indicadores suficientes para evaluar la existencia de un proyecto intelectual, no obstante permiten hacerse a una idea de su estado actual en términos de su formalización. De otro lado, es diciente que en un periodo tan corto de tiempo existan en el país tres programas de maestría establecidos con sus respectivas cohortes en formación, de cuyo trabajo sólo se podrá dar cuenta dentro de unos años, quizá décadas.

Es obvio que esta lectura sobre su estado actual, no es suficiente para completar el diagnóstico. A pesar de su corta edad, los estudios culturales han dado lugar a no pocas disputas; aun sin contar con los indicadores estándar que pudieran hacer visible su lugar en el campo del trabajo académico, no son pocas las discusiones que han sido convocadas por esta propuesta intelectual y política. En un evento realizado a finales de 2007, se afirmaba simultáneamente por parte de dos de sus participantes, que Colombia era uno de los epicentros latinoAmericanos de los estudios culturales y que en el país y en América latina los estudios culturales hacen parte de una larga tradición de producción intelectual.

Dadas las asimetrías entre los dos proyectos, vale la pena volver sobre la pregunta acerca de las tensiones y confluencias entre estudios culturales y antropología. Las diferencias notorias entre los dos proyectos muestran lo dificultoso que resulta recurrir a la experiencia para identificar disputas y confluencias. ¿Cómo comprender entonces panoramas tan disímiles? Tanto en el caso de la antropología como en el de los estudios culturales estamos frente a proyectos cuyas trayectorias, límites y horizontes son y han sido objeto de disputas y disensos.

La antropología, con unos contornos en apariencia más definidos, puede encontrar en ellos mismos buena parte de sus propias limitaciones. Luego de más de un siglo de existencia en el ámbito internacional y de una trayectoria que suma por lo menos seis décadas en el país, se enfrenta a su propia consolidación como un límite a sus posibilidades. No obstante, dicha consolidación debería ser analizada en contextos específicos. Son muchos los temas y problemáticas que hacen parte de la producción antropológica Colombiana, algunos de los cuales han ido adquiriendo el lugar del canon profesional y de la opción políticamente correcta.

Los estudios sobre problemas contemporáneos como el multiculturalismo, las políticas de la identidad y los movimientos sociales, parecen hacer parte de las verdades incuestionables de la antropología. En ellos, prevalecen enfoques celebratorios de la pluralidad epistémica y política, que suponen y esencializan privilegios para ciertos sujetos y colectivos. Las conceptualizaciones sobre la cultura que orientan este tipo de trabajos son con frecuencia herederas de corrientes teóricas que posiblemente permitieron llamar la atención sobre problemas novedosos en su momento, pero insuficientes ante la complejidad de las nuevas expresiones de los mismos problemas y ante aportes teóricos para el análisis de la relación entre cultura y poder.

En campos como éste, antropología y estudios culturales podrían encontrar puntos significativos de convergencia y enriquecimiento mutuo. Más aun cuando algunas de las formas de entender y practicar estudios culturales en el país han llegado de la mano de la sobrevaloración de la teoría y, peor aún, confundiendo el análisis teórico con la sobrecarga de jerga seudoteórica y la insistente cita de un pequeños número de autores y escuelas.

Políticas

¿Qué sentido tiene discutir acerca de las trayectorias, tensiones y confluencias, entre antropología y estudios culturales? Una discusión como ésta puede adquirir sentido en muy diversos contextos; por sólo mencionar algunos de ellos, podemor mencionar que ello podría responder a coyunturas de orden administrativo, al interés de reflexionar sobre cuestiones de orden teórico o metodológico en el plano académico, o a la posibilidad de poner en diálogo proyectos intelectuales y políticos.

En este orden de ideas es probable, y totalmente legítimo, que al interior de las universidades se requiera debatir acerca del mercado de su oferta académica, lo cual hace parte de sus exigencias institucionales. Está claro que es necesario considerar cuál es el mercado laboral para los profesionales que allí se forman hoy en día y hasta dónde la renovación de las estructuras y ofertas académicas institucionales permitirá mejores alternativas de trabajo para quienes se gradúen, según si optan al título en una disciplina como la antropología o por el contrario lo hacen en un campo transdisciplinar como el de estudios culturales, por ejemplo. Al tenor de estas necesidades, se podrá argüir que la formación profesional y de posgrado requiere de enfoques menos marcados por tradiciones disciplinares en el sentido convencional, lo que demostraría la pertinencia de programas que puedan considerarse como multi, inter o transdisciplinares -incluso indisciplinares- y de allí podría derivarse que los estudios culturales son una mejor opción, tanto para la institución universitaria como para sus futuros egresados.

Cosa distinta, aunque no necesariamente antagónica, sería discutir acerca de los proyectos intelectuales y políticos que orientan la práctica institucional de la academia y de los académicos. En esta dirección, la pregunta por la pertinencia de un programa académico o proyecto intelectual no estaría definida sólo en términos de mercado y se haría más pertinente pensar en el sentido político de la intervención académica. Esta segunda dirección es la que más me interesaría discutir, pues me parece que la discusión sobre confluencias y tensiones entre antropología y estudios culturales adquiere mayor relevancia si al final nos permite pensar en el sentido que tienen tanto la una como los otros, así como las posibilidades de un trabajo común.

Si observamos el proceso de institucionalización de los estudios culturales en Colombia, veremos que éste se ha concentrada en el ámbito académico capitalino y en programas de posgrado, lo que podría estar llevando a una elitización y centralización de los estudios culturales que, curiosamente, parece contradecir sus propios discursos. Visto en esta perspectiva, pareciera que se trata de una oportunidad interesante para las universidades, urgidas de consolidar su oferta de programas de posgrado y adecuar su institucionalidad, en un mercado que responde favorablemente a etiquetas importadas y de probado éxito y prestigio en otras latitudes; además, las tradiciones y correlaciones de fuerza al interior de las instituciones de educación superior también resultan determinantes. Al respecto resulta ilustrativo el caso del programa de estudios culturales en la Universidad Javeriana; uno de los fundadores y exdirector del programa recuerda así las razones que llevaron a su creación dentro de un instituto de esta universiad y no dentro de una facultad:

Porque debía ser un instituto y los institutos, según los reglamentos de la universidad, deben tener un carácter interdisciplinario para no competir con las áreas de conocimiento propias de las facultades. Así que, en parte, la estructura misma de la javeriana nos llevó a eso. Los departamentos en la universidad, como por ejemplo sociología, historia o antropología, se encargan de administrar las epistemes disciplinarias. Los institutos, en cambio, tienen un carácter interdisciplinario y nos pareció entonces que los estudios culturales serían ideales para esto. Posicionando los estudios culturales en la Universidad podríamos darle identidad académica al instituto y crear además un equipo de investigación transdisciplinario (citado en Humar, 2009: 382).

La localización de un programa académico puede obedecer a necesidades o tradiciones en la estructura o a demandas relativas al posicionamiento institucional de las universidades, que en un momento dado pueden convergir con los proyectos intelectuales de sus miembros. Así mismo pueden responder a las exigencias sociales y políticas del medio, como sucedió con la antropología Colombiana en su relación con el indigenismo; la antropología surge ligada a las demandas de proyectos institucionales de estado orientados a la modernización del país (Arocha, 1984; Correa, 2007), como lo demuestra el hecho de que la labor de los antropólogos dependió durante mucho tiempo de dos fuentes principales de empleo: la docencia y el estado (Jimeno, 1984). Así mismo, tuvo como objeto privilegiado de interés al mundo indígena.

El indigenismo de la antropología (en tanto práctica institucional estatal y en tanto orientación política y epistemológica), se encuentra hoy en circunstancias menos prosperas que las que tuvo hasta los años noventa, habiendo influido muchas circunstancias en ello: las poblaciones indígenas han adquirido mayor autonomía y demandan del investigador mayores credenciales (políticas, académicas y hasta económicas); además de habitar en regiones fuertemente marcadas por el conflicto, lo que hace más difícil la realización del trabajo del antropólogo. Estas y otras razones han llevado a la antropología en dirección a nuevos intereses, renovando sus temas de investigación y orientando su trabajo hacia otros lugares y poblaciones; todo ello permite insistir en que las circunstancias que inciden sobre la institucionalización y las derivas de las disciplinas y programas acadécmicos está mucho más allá de sus propias y supuestas coherencias epistemológicas.

Al analizar sus trayectorias, es posible observar cómo, tanto la antropología como los estudios culturales han sido objeto de cuestionamientos respecto de su compromiso político. Al fin y al cabo, ambos son proyectos intelectuales surgidos en la academia y sus prácticas han estado atravesadas por la enorme capacidad de disciplinamiento de las universidades. Es decir que, aun cuando programas como estos surjan ligados a los proyectos políticos de los académicos, la capacidad de subvertir las inercias institucionales sería poca. Sin embargo, tanto en un caso como en otro, algunos de sus practicantes se han encargado de llamar la atención acerca de la dimensión política de la práctica académica; es así cómo desde sus inicios la antropología indigenista quiso posicionarse como un proyecto político ligado a la construcción de la nación frente al cual la disciplina tenía o debía tener un claro compromiso (Gamio, 2006 [1916]; Aguirre Beltrán, 1990). Dicho proyecto fue objeto de algidos debates, dando lugar a nuevos indigenismos como el del Grupo de Barbados (Grunberg, 1972; Grupo de Barbados, 1979. Entre otros), con repercusiones en la academia Colombiana (Friedemann, 1971). En épocas más recientes, los debates acerca del compromiso político de la antropología con el nuevo proyecto de nación encarnado en el multiculturalismo, también marcaron el trabajo de campo y la producción académica de los antropólogos (Arocha, 2004; Pineda, 1997). No obstante, pareciera que resulta bastante dificil librar a la antropología de su carácter colonialista, incluso en aquellos casos en que se plantea como abiertamente comprometida con los intereses de sus objetos de estudio; debates más recientes sobre la disciplina han insistido en su carácter colonial y muestran cómo éste puede camuflarse fácilmente en las novedosas retóricas del reconocimiento (Restrepo, 2007), al tiempo que continúa inmersa en las complejas redes de la geopolítica académica (Escobar y Lins Ribeiro, 2008).

Por su parte, los estudios culturales parecieran tener unas credenciales más tranquilas en cuanto a su compromiso político. Nacidos como proyecto intelectual con un compromiso político crítico expreso, los estudios culturales se definen a sí mismos como una práctica intelectual de politización de la teoria y teorización de la política (Grossberg, 1997); para algunos autores, los estudios culturales son teoria crítica o no son estudios culturales (Agger, 1992). Sin embargo, este programa político no ha ocupado el mismo lugar en todos los lugares y momentos; ya en 1990 stuart Hall (2010a) llamaba la atención sobre el sentido político de los estudios culturales al reflexionar acerca de su proceso de dispersión e institucionalización en los estados Unidos. A pesar de que la academia estadounidense ha sido una de las de mayor responsabilidad en la popularización de los estudios culturales, también parece haberse encargado de promover en gran medida su despolitización; adicionalmente, gran parte de los estudios culturales que se hacen en y sobre América latina provienen de las universidades gringas o retoman sus líneas de trabajo y enfoques teóricos y metodológicos.

Al revisar este panorama, es posible plantear que el problema de la relación entre proyectos intelectuales y proyectos políticos no es acerca de si existe o no compromiso político de los académicos, sino, más bien, acerca de cuál es el compromiso político que ellos asumen. Es decir, los proyectos académicos, aun cuando responden a exigencias institucionales, son proyectos políticos, el asunto entonces es saber al servicio de qué intereses se llevan a cabo; para responder a esta pregunta resulta pertinente conocer las experiencias concretas, trazar los recorridos de las prácticas, tal como he intentado en el esbozo anteriormente expuesto; sin embargo ello no es suficiente.

Desafíos

Las trayectorias de un proyecto intelectual no definen inexorablemente su práctica en el presente o en el futuro. Su pertinencia está definida en estrecha relación con su capacidad de aportar elementos para la comprensión del presente, de los problemas propios del contexto en que se desarrolla la práctica. En este sentido, más que una batalla acerca de cuál proyecto es mejor o más válido, me parece pertinente que la pregunta se oriente hacia el futuro: ¿qué es lo que los estudios culturales y la antropología pueden aportar hoy en día, si es que asumimos que su práctica es en sí un proyecto político?

En este sentido, es necesario precisar qué quiero decir cuando afirmo que la práctica de la antropología y los estudios culturales es en sí un proyecto político. No se trata de promover aquí algún tipo de instrumentalización de la práctica académica, para garantizar que su trabajo ofrezca respuestas adecuadas a nuestras propias posturas políticas. Coincido con Grimson (2011: 98), en que, «[...] muchas preguntas de las ciencias sociales están determinadas por [su compromiso político], no así sus respuestas». Es decir, que no sirve trabajar desde el deseo; una intervención académica pobremente informada desde el punto de vista teórico, puede ofrecer resultados que parecen alentadores desde el punto de vista ético y político del investigador o de los sectores sociales con los cuales se compromete, pero muy probablemente sea bastante insuficiente en cuanto a su capacidad de contribuir al análisis de los problemas que orientan la investigación.

Pensar el futuro de la antropología y los estudios culturales, teniendo en cuenta la pregunta acerca de su compromiso político, implica reconocer cuál es el momento histórico en que se vive y reconocer así mismo la manera cómo ello se refleja en nuestra propia práctica. Los académicos no somos ajenos al momento histórico en que vivimos; nuestros intereses no surgen de preocupaciones asépticas e intocadas por las motivaciones institucionales, académicas y políticas de nuestro contexto. En este sentido ambos proyectos enfrentan, entre otros muchos, un desafio común: el culturalismo que caracteriza la época actual.

La existencia misma de la antropología y los estudios culturales está atada a la existencia de «la cultura»; no a la existencia del término como tal, sino a las disputas por su conceptualización y a su lugar en las formas de explicar lo social. En un primer momento, en el contexto de emergencia de la antropología, la cultura nace como anticoncepto (Trouillot, 2011: 180), tanto para expresar lo que la raza no es, como para disputar a ésta su lugar en la sociedad y en la academia. paradójicamente, en su despliegue a lo largo del siglo XX, «la cultura se convirtió en lo que no era la clase, lo que evadía el poder y lo que podía negar la historia» (Trouillot, 2011: 182).

En un segundo momento, en el de la emergencia de los estudios culturales, la cultura emerge de nuevo como anticoncepto, pero no para oponer a éste uno nuevo, sino para retomar las cuestiones del poder. Como plantea Grossberg, «Los estudios culturales se ocupan del papel de de las prácticas culturales en la construcción de los contextos de vida humana como configuraciones de poder [...]» (2009: 17). La cultura ocupa también un lugar central, pero no se la entiende como una esfera aislada de lo social, que puede ser analizada al margen de sus otras dimensiones.

Al pensar antropología y estudios culturales en relación con su contexto y su proyecto político, se hace necesario pensar tanto en el culturalismo como en las formas en que éste ha contribuido a la despolitización de lo social y sus análisis; pero ello no es algo que pueda pensarse en abstracto, los procesos de institucionalización de los campos de conocimiento también resultan determinantes a la hora de definir sus alcances y sus posibilidades de transformación. La forma en que estos proyectos han tomado forma en lo local, evidencia también las maneras en que operan las geopolíticas de la academia (Escobar y lins Ribeiro, 2008; Mato, 2002; Richard, 2001), por lo que resulta relevante pensar la manera cómo dichas relaciones pueden ser re-producidas o subvertidas; es decir, qué significa hacer antropología y estudios culturales desde los lugares institucionales y geopolíticos específicos de nuestra práctica.

De manera similar, dichos procesos de institucionalización promueven o desestiman opciones teóricas y metodológicas cuyo valor suele definirse en función de intereses burocráticos o de legitimación de intereses personales. Un cerramiento hacia las disciplinas, al igual que una celebración acrítica de lo inter, multi, trans o in-disciplinar, resultan igual de inútiles si son definidos de antemano y no en función de los problemas que se quiere comprender. La pertinencia de uno u otro abordaje no está dada de antemano, por lo que es probable que sea más conveniente echar mano de un saludable eclepticismo metodológico, antes que defender una u otra opción con disciplina de iglesia.

La discusión sobre la relación entre antropología y estudios culturales puede ser bastante extensa, incluyendo un sinnúmero de asuntos adicionales a los aquí mencionados. Quisiera cerrar planteando que dichas discusiones pueden ser entendidas de muchas maneras; ya sea cerrando posiciones para defender los límites «disciplinares» o la legítima propiedad sobre la «joya de la corona», la cultura. O más bien, habriendo nuevos campos de interlocución para trazar horizontes compartidos, en los que, más que defender los respectivos feudos, se avance en la consolidación de proyectos intelectuales con un claro compromomiso político. El contexto actual en que vivimos requiere de miradas más rigurosas, políticamente comprometidas y teóricamente informadas, acerca de lo que podríamos llamar, parafraseando, el «sentido común de nuestra época».


Pie de página

3Entre 1963 y 1966, en la Universidad Nacional el programa de Sociología ofreció la antropología como especialización con una duración de cuatro semestres (Jimeno, 1984: 178).
4Para 1970 existían programas académicos de antropología establecidos en cuatro universidades del país: Andes (1963), Nacional (1966), Cauca (1970) y Antioquia (1970); ello sin contar con los Programas de formación previos a los universitarios, que se impartieron en cursos de la Escuela Normal Superior y como formación profesional en El Instituto Colombiano de Antropología (Correa, 2007; Chaves, 1986; Arocha, 1984).
5El influjo del marxismo en la década de los setenta tuvo una impronta decisiva en universidades como la Nacional de Bogotá e incluso en cierto momento , y de manera más restringida dentro de una universidad privada como la de los Andes (Miranda, 1984).
6Ver por ejemplo la revista Maguaré de la Universidad Nacional: número 4 de 1986, en la que se introduce diversidad de temas como cultura popular y di- versidad cultural y la número 9 de 1993, en las que se introduce un monográfico sobre temas de antropología urbana. Otras publicaciones son evidencia de estos desplazamientos temáticos en la antropología.
7La colección Antropología en la modernidad, publicada por el Icanh, es una evidencia de ello.
8Vale precisar que la Javeriana cuenta con un pequeño número de graduados del programa de cuanto a la labor pionera de algunos Especialización en Estudios Culturales que dio origen a la maestría que ofrece actualmente.
9En este sentido podría mencionarse los nombres De Jaime Eduardo Jaramillo, Jesús Martín-Barbero, Santiago Castro y Eduardo Restrepo, entre los más destacados por su labor de docencia y publicaciones.


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