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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.16 Bogotá Jan./June 2012

 

Foucault, el liberalismo y la crítica de la filosofía política1

Foucault -liberalism and criticism to political philosophy

Foucault, o liberalismo e a crítica da filosofia política

Mario Domínguez Sánchez2
Universidad Complutense de Madrid,3 España
mario2963@gmail.com

1Este artículo forma parte de la investigación realizada por el autor en la Universidad Complutense de Madrid (España), sobre la caracterización de las políticas neoliberales y la aportación al respecto que podemos encontrar en la obra de Michel Foucault. El artículo forma parte de la sección de crítica epistemológica, pero la investigación incluye aspectos del análisis de las políticas ante las mutaciones del capitalismo actual.
2Doctor en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid.
3Profesor Titular de Universidad en el departamento de Teoría Sociológica de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología.

Recibido: 06 de marzo de 2012 - Aceptado: 08 de mayo de 2012


Resumen:

Evitando las abstracciones dicotomizadas, de la filosofía política moderna y contemporánea, Michel Foucault no ha tratado de reconstruir una totalidad trascendental, racional y normativa, ni de legitimar racionalmente los valores, sino de estudiar las prácticas de sí en una sociedad dada y las transformaciones que generan. Poner el acento sobre las prácticas autoformadoras del individuo nos dibuja toda una visión dinámica del sujeto y de la libertad que componen una cara inversa de «los cuerpos dóciles», o del sujeto producido por el entramado poder/saber. La genealogía de Foucault se puede ampliar para demostrar que el liberalismo es un conjunto de prácticas para la constitución de los sujetos. un liberalismo, que luego de formar el programa policial para producir categorías de personas, es capaz de aportar condiciones para el juego de la libertad y regular la conducta en términos de empresarialidad.

Palabras clave: filosofía política, gubernamentalidad, liberalismo, poder, subjetividad.


Abstract:

In avoiding modern and contemporary political philosophy's dicomotized abstractions, Michel Foucault has not intended to rebuild a transcendental, rational and normative whole, or rationally legitimate values, but to study the practices themselves in a given society, and the changes they generate. Stressing the individual's self-shaping practices displays in front of us a whole dynamic view of subject and freedom, which make up an inverse face of «docile bodies», or those of the subject emerged from the grid power/ knowledge. Foucault's genealogy may be broadened to demonstrate liberalism is a set of practices for subject constitution. it is a liberalism, which -after creating the police program to produce person categories-, is able to provide the conditions necessary for the game of freedom and to regulate behavior in terms of corporativity.

Keywords: political philosophy, governmentality, liberalism, power, subjectivity.


Resumo:

Evitando abstrações dicotomizadas da flosofa política moderna e contemporânea, Michel Foucault não tentou de reconstruir uma totalidade transcendental, racional e normativa, e também não buscou legitimar racionalmente os valores; busco estudar as práticas de uma sociedade determinada e as transformações que tais práticas geram. A ênfase nas práticas autoformadoras do indivíduo envolve uma visão dinâmica do sujeito e da liberdade, a qual compõe uma cara inversa dos «corpos dóceis», ou do sujeito produzido pela rede poder/ saber. A genealogia de Foucault pode se ampliar para demonstrar que o liberalismo é um conjunto de práticas para a construção dos sujeitos. um liberalismo que, depois de formar o programa para produzir categorias de pessoas, é capaz de proporcionar condições para o jogo da liberdade e para a regulação da conduta em termos de empresarialidade.

Palavras chave: Filosofa política, governamentalidade, liberalismo, poder, subjetividade.

Foucault tenía razón. (cartel anónimo, cristaleras de autobuses de la Puerta del Sol, mayo 2011).


Introducción

La proyección política de Michel Foucault, como la de todo autor, está necesariamente enmarcada en las condiciones de su clase de origen y destino, en el techo irrompible de las realizaciones políticas de su época, en las contradicciones estructurales que llevan a fliaciones al parecer contradictorias cuando no caprichosas4. Independientemente de las críticas más agrias (Mandosio, 2007) que puedan hacerse a su «extravagancia», a su «arbitrariedad», a sus oscuras refierencias, e incluso a su ignorancia de la literatura académica referida a los temas que abordó, no cabe duda de que, por encima de la «infación verbal» que en ocasiones dificulta sus textos, Foucault continúa siendo un referente obligado al que no se puede «olvidar».

Se trata, en principio, de evitar la imagen de un autor vinculado exclusivamente a la French Theory (Cusset, 2005) por la influencia que algunos autores franceses postestructuralistas han tenido en la academia universitaria estadounidense en particular y anglosajona en general, y que, debido a la hegemonía de éstas, ha tendido a expandirse al resto del mundo. Según tal concepción, la originalidad de Foucault sigue estando depositada en la novedad de sus intereses y entusiasmos intelectuales que permean una obra consagrada a un ejercicio de vanguardismo permanente, subversivo siempre con las convenciones de la opinión intelectual recibida, con el habitus disciplinario y la rigidez política. Pero hay un Foucault que poco a poco ha ido saliendo a la luz de las lecturas de los cursos en el Collège o de la compilación de intervenciones y escritos (Foucault 1997a, 1997b, 1997c, 1997d), dedicado a cuestiones aparentemente menores y sin tanto atractivo intelectual: el que se dedica a los problemas de ética derivados de la relación del sujeto consigo mismo, o a la emergencia de los discursos occidentales modernos en torno a la política y al gobierno, y su relación con las prácticas mundanas y las técnicas de las instituciones administrativas y burocráticas, y bastante ajeno al glamour totalitario del panoptismo de Vigilar y castigar (1977). Hablamos en efecto de una serie de análisis que nunca aparecieron en formato de libro definitivo, sino a partir del ejercicio desplegado en artículos y cursos, sobre conceptos como el cuidado de sí, o el de gobernabilidad, donde se encuentran, entre otros, los esquemas de una genealogía del liberalismo desde el siglo XVIII y al que se caracteriza como el arte de definir las reglas de la democracia y la política representativa occidental. Este planteamiento supone a la vez una saludable amonestación a algunas de las preocupaciones de la teoría política contemporánea, y al mismo tiempo da cuenta de forma quizá insuficiente de los contornos de lo que, por aquello de la simplicidad, podía describirse como el primer liberalismo moderno.

Ocurre además que es difícil caracterizar políticamente a Foucault, precisamente debido a que intentó pensar de formas distintas a las que heredamos del siglo XIX; de ahí que se sintiera encantado con las dificultades que críticos y comentaristas tenían para definir su posición política. Además, estudió áreas de nuestra cultura, tales como la locura, la cárcel y la sexualidad que desafían el ámbito supuestamente comprensivo de esas políticas heredadas. Tales dificultades son las que también hacen de su trabajo algo interesante y original. A diferencia del determinismo tan extendido en las ciencias sociales, Foucault pisa un terreno interesante que es el de la filosofía, y en este caso el de la política, que le va a permitir conectar el estudio del poder con la idea de subjetividad como palanca imprescindible de resistencia.

Del poder institucional al poder como relación

Dado que el propósito de Foucault es establecer una genealogía de cómo el poder se ejerce en nuestra sociedad, basando su estudio en una arqueología de las formaciones discursivas, su análisis trata de identificar los modos de funcionamiento del poder, de establecer sus direcciones tácticas. Su criterio además es práctico: nuestra dificultad para encontrar formas adecuadas de lucha provienen de que todavía ignoramos qué es el poder. La teoría del estado, el análisis tradicional de los aparatos del estado no agota el campo de ejercicio y de funcionamiento del poder. Además, el poder que retrata se localiza fuera de la conciencia o de la decisión intencional. De ahí que no pregunte qué es el poder, o quién lo ocupa, sino cómo funciona, cómo se instala y produce efectos materiales (Foucault, 1980a: 97) negando su condición ideológica en el sentido de estar vinculado a una conciencia individual o colectiva. En suma, la cuestión fundamental trata de nuestra constitución en cuanto sujetos (ambivalencia del término: sujetado y subjetivo), lo que nos obliga a rastrear qué significa, qué sentido tienen esas luchas, cuáles son sus utilidades.

La crítica del poder de Foucault además le localiza en sus extremidades, allí donde los discursos oficiales sobreactúan en su autoridad, lo que hace que el poder aparezca en su debilidad local, material, menos legítima y legalizada. Según sus criterios reconocidos:

1.  el poder no se tiene, se ejerce a partir de puntos en principio innumerables.

2.  Las relaciones de poder no son exteriores a otras (económicas, sexuales), sino inmanentes. El poder es productor y no superestructural.

3.  el poder viene de abajo: las grandes dominaciones son efectos hegemónicos sostenidos por múltiples enfrentamientos.

4.  Las relaciones de poder son, a la vez, intencionales y no subjetivas.

5.  no hay poder sin resistencias (que son inmanentes a las relaciones de poder, no exteriores)5.

Foucault en este sentido es el autor más relevante en plantear la cuestión del poder y su relación con el discurso, al tratar a diferencia de los métodos estructuralistas y semióticos, de ubicar los discursos más allá de la oposición entre el espacio del texto objetivo y la masa de la subjetividad lectora. Ni reside en lo dado del texto ni en las infinitas posibilidades interpretativas abiertas a la lectura, eliminando la distinción entre objeto y sujeto del discurso a una deuda intelectual con el estructuralismo -así como la inocencia del discurso en su formulación de noble salvaje (el texto puro) o logro civilizado (la pura creatividad humana)-. El discurso se mueve en y como un fujo de poder.

Pero sobre todo, su definición relacional del poder es del todo opuesta a la hipótesis humanista, ya sea en su versión radical o moderada, según la cual hay una razón trascendental que puede ejercerse con independencia de cualquier relación de poder, y precisamente porque es universal poder reclamar un carácter igualmente universal. Foucault plantea la genealogía de esta hipótesis a partir de dos razones. En principio, lo que denomina el beneficio del portavoz, el mero hecho de que apelando a tal hipótesis, el portavoz se sitúa fuera del poder y dentro de la verdad. Además, porque el poder moderno solo es tolerable con la condición de que se enmascare a sí mismo. Si la verdad y el sistema no son ajenos entre sí, entonces el beneficio del portavoz y los intérpretes asociados están entre las formas esenciales en que el poder opera: se enmascara produciendo un discurso aparentemente opuesto a él, pero que en realidad es parte de un mayor despliegue de poder. Además, hablar de una razón trascendental más allá del poder supone caer de nuevo en las contradicciones de la modernidad.

En esto no es además único: la analítica del poder desarrollada por Foucault entraña una perspectiva teórica y crítica que se parece a otros intentos paralelos llevados a cabo en los últimos tiempos dentro de la teoría marxista. Cabe citar algunos ejemplos. En primer lugar, el concepto de gubernamentalidad podría vincularse con ciertas teorías del estado que se inscriben en una corriente neogramsciana, las cuales utilizan la noción de hegemonía pero desplazan la distinción política entre el estado y la sociedad civil (Jessop, 1990). En segundo lugar, hay algunas similitudes sorprendentes entre la elaboración que hace Foucault sobre la disciplina y las tecnologías de sí, y los comentarios de althusser sobre el proceso de interpelación, el concepto de ideología y la formación de la subjetividad (Montag, 1999; Butler, 1990). Por último, la idea foucaultiana de la economía como práctica gubernamental no está muy lejos de las concepciones de quienes trabajan en la línea de un «descentramiento de la economía» y un «materialismo posmoderno» (gibson-graham: 2006, callari y ruccio: 1995)6.

Sin embargo, a diferencia de estos y otros ejemplos, en Foucault todos los elementos que expone no pueden constituir un sistema de poder. Debido a su misma naturaleza se organizan más bien como una economía de poder. Las cuestiones con las que lidia no son por tanto: ¿qué es el poder?, ¿cuál es el sistema general de poder?, ni siquiera ¿cómo se ejerce el poder en una determinada institución?, sino más bien otras: ¿cuáles son las principales características de las relaciones de poder en nuestra sociedad?, ¿cómo aparecieron?, ¿qué racionalidad las sostiene? Quizá por esto mismo haya sido criticado por sus detractores debido al supuesto determinismo oculto inherente a su concepción del poder (alvesson, 1996; giddens, 1985; reed, 1998). Como giddens escribe:

Foucault se equivoca en la medida en que considera el poder disciplinario «maximizado» de este tipo por cuanto expresa la naturaleza general del poder administrativo dentro del estado. Las prisiones, los manicomios y otras instituciones en que se secuestra y aísla por completo a los individuos del exterior [...] Se acepta que tienen características especiales que lo separan de forma distintiva de otras organizaciones. [...] La imposición del poder disciplinario más allá de los contextos del secuestro forzoso tiende a ser desafada por el mismo y consecuentemente contradictorio poder real que aquellos sujetos pueden desplegar, y de hecho lo hacen (giddens, 1985: 185-6).

Tal crítica insiste en que Foucault ha perdido por entero de vista la perspectiva que reclamaba estudiar: si su análisis del poder es determinista y no se puede extrapolar más allá de las instituciones que analiza, entonces todo su proyecto de aportar direcciones estratégicas sería un fracaso. Así que hay que resolver dos cuestiones subyacentes: primero, si su análisis del poder lleva a conclusiones deterministas, y segundo, hasta qué punto es relevante su elección de estudiar instituciones especiales como las cárceles o los manicomios.

Responder a la primera cuestión significa no solo examinar los aspectos retóricos de la escritura foucaultiana, y eso aun admitiendo que su estilo denso y nervioso pueda llevarnos a entender que no hay espacio para la libertad del actor. Sin embargo, si atendemos a su definición de las relaciones de poder en «el sujeto y el poder» (1988)7 establece que tales relaciones tienen dos límites. Su límite superior procede del hecho que esa relación de poder no es una acción directa sobre una persona, sino un modo de acción sobre otras acciones, y ello significa dos cosas: en primer lugar «que las relaciones de poder están profundamente enraizadas en el nexo social, no reconstituido 'sobre' la sociedad como una estructura suplementaria de la que podamos imaginar su desaparición radical», y en segundo lugar que el ejercicio del poder «consiste en guiar la posibilidad de conducta y poner en orden sus efectos posibles» por lo que el poder es más una cuestión de gobierno que una confrontación entre dos adversarios. Aunque el ejercicio de poder pueda necesitar violencia o consentimiento, no son inherentes a una relación de poder. Es más, una de las consecuencias de este límite del poder es que la resistencia aparece como la condición sine qua non del poder; y de hecho una relación de poder no constituye una acción que determina otra acción, sino una acción que influye en otra acción al determinarle un campo de posibilidades. En dicho campo, las formas de resistencia están siempre presentes por definición.

El segundo límite impuesto a la relación de poder es la guerra o la confrontación. Según Foucault, el objetivo de la confrontación tiende o bien forzar al oponente a abandonar el juego, y por tanto alcanzar una victoria que disuelva la relación de poder, o bien a establecer una nueva relación de poder. En otras palabras, existe una circularidad entre las relaciones de poder abiertas en la lucha y la confrontación como objetivo de las relaciones de poder. Hay por tanto una inestabilidad constatable en toda relación de poder que excluye por definición cualquier forma de determinismo. Al subrayar la relación ontológica entre el poder y la resistencia, nos invita a una lectura no determinista de las relaciones de poder; incluso hay que entender el poder panóptico como una relación de poder inquisitorial y totalizante pero que se encuentra enfrentada de modo perpetuo a una resistencia potencial y en ocasiones real.

Esto nos lleva a la siguiente cuestión sobre los tipos de institución que Foucault estudia. Durante los años 1960 y 1970 había centrado su punto de vista en hospitales, manicomios y prisiones porque asume que el poder legal moderno puede estudiarse mejor allí donde genera más resistencia. De ahí la metáfora (Foucault, 1988: 12-13) de utilizar la resistencia «como un catalizador químico, de forma de traer a la luz las relaciones de poder, ubicar su posición, encontrar sus puntos de aplicaciones y los métodos usados. Más que analizar el poder desde el punto de vista de su racionalidad interna, consiste en analizar relaciones de poder a través del antagonismo de las estrategias». Algo así como estudiar lo que significa la legalidad en el campo de la ilegalidad, o considerar lo que la sociedad entiende por sanidad en el terreno de la enfermedad. Pues bien, en esa curiosa relectura en parte justificadora encontramos que, al desplegar una genealogía de la prisión, Foucault había entonces caracterizado alguno de los atributos de las relaciones modernas de poder que son disciplinarias, económicas, individualizadas, inquisitoriales, normalizadoras y curativas, en una palabra, subjetivizadoras. Esto no significa que su análisis se reduzca tan solo a estos atributos del poder, pues en su caracterización genealógica de las prácticas punitivas, por ejemplo, describe otras formas de relaciones de poder especialmente las relativas al exceso de poder que ejerce el monarca.

Aunque Foucault reconoce que es perfectamente legítimo analizar las relaciones de poder centrándose en instituciones específicas, ya a finales de la década de 1970 prefiere no realizar este tipo de estudios por tres motivos. En primer lugar, por el riesgo de contemplar solo los mecanismos de reproducción, en especial en la interacción entre distintas instituciones. En segundo lugar, debido también al riesgo de buscar los orígenes del poder en las instituciones estudiadas, lo cual conllevaría una explicación tautológica del poder por el poder. Por último, debido a que las instituciones aportan dos elementos: un conjunto de reglas tácitas o explícitas, y un aparato: al estudiar directamente las instituciones se corre el riesgo de explicar el aparato en función de las reglas, lo cual obviaría que esas reglas también están generadas por el aparato. Así pues, adopta una posición contraria a la mantenida hasta entonces y trata de entender las instituciones al estudiar las relaciones de poder, y no al revés, lo cual significa analizar los siguientes cinco puntos:

1.  el sistema de diferenciaciones que permiten actuar sobre las acciones de los otros: diferenciaciones determinadas por la ley o por las tradiciones de estatus y privilegio, diferencias económicas en la apropiación de riquezas y mercancías [...] cada relación de poder pone en funcionamiento diferenciaciones que son al mismo tiempo sus condiciones y sus resultados.

2.  Los tipos de objetivos impulsados por aquellos que actúan sobre las acciones de los demás [...].

3.  Los medios de hacer existir las relaciones de poder: acorde a como sea ejercido el poder, por la amenaza de las armas, por los efectos de la palabra, por medio de las disparidades económicas, por medios más o menos complejos de control, por sistemas de vigilancia [...]

4.  Formas de institucionalización: estas pueden combinar predisposiciones tradicionales, estructuras legales, fenómenos relacionados a la costumbre o a la moda [...], también pueden adoptar la forma de un aparato cerrado en sí mismo [...], también pueden formar complejos sistemas provistos de múltiples aparatos, como en el caso del estado [...]

5.  Los grados de racionalización: la puesta en juego de las relaciones de poder como acciones en un campo de posibilidades puede ser más o menos elaborada en relación a la efectividad de los instrumentos y la certeza de los resultados [...] o incluso en proporción al posible costo (Foucault, 1998: 17-18).

La conclusión es categórica y aparece al final de esta extensa cita: «El ejercicio del poder no es un hecho desnudo, un derecho institucional o una estructura que se mantiene o se destruye: es elaborado, transformado, organizado, se asume con procesos que están más o menos ajustados a una situación» (Foucault, 1998: 19). Al definir su estrategia de investigación de este modo, se logra integrar a las instituciones en su medio social e histórico para identificar su punto fundamental de anclaje que por lo común se sitúa fuera de ellas. Por consiguiente, las instituciones tienen una realidad que no es independiente respecto al patrón de los efectos que generan, sino más bien ha de entenderse como una estabilización de las relaciones de poder según los cinco puntos antes expuestos.

Con ello cabe concluir que las típicas expresiones de este autor tal vez no ofrezcan ese vector tan determinista como sus detractores han querido ver, y así por ejemplo la expresión «economía de poder» no es tanto un sistema cerrado de poder a extraer y a abstraer de una realidad en la que está incrustado y que a su vez determinaría, más bien es el conjunto de relaciones de poder que pueden reconstruirse mediante una genealogía en un lugar y tiempo determinados. La economía de poder no es, pues, determinista ni tampoco refeja toda la realidad en la que anclan sus raíces, sino que despliega una serie de líneas de fuerza que iluminan las posibilidades de acción en dichas relaciones de poder. En otras palabras, su esencia es ante todo táctica, de modo que concretamente el término «economía de poder» vendría a describir las instituciones al analizar el sistema de diferenciación, los tipos de objetivos, los medios para el despliegue de las relaciones de poder, las formas de institucionalización y el grado de racionalización que le acompaña.

El proyecto político de la Ilustración como guía

Foucault caracteriza la forma del pensamiento antropológico moderno que Kant inicia con su revolución copernicana como una analítica de la finitud8. La figura de la humanidad aparece en el centro de la escena filosófica, como conglomerado a partir de un ser finito gobernado por los procesos de la vida, las exigencias del trabajo y las estructuras del lenguaje. Y aunque es muy crítico con dicha analítica de la finitud, aprende una importante lección de la refexión kantiana sobre las condiciones de posibilidad del pensamiento científico. Las personas pueden estar implicadas en las restricciones que permiten a la vez los límites o las condiciones de posibilidad. Tal es su mayor originalidad, la pregunta por el presente: «La refexión sobre el hoy como diferencia en la historia y como motivo para una tarea filosófica particular» (Foucault, 1994).

Más que luchar por trascender todos los límites, la cuestión crítica se plantea de otro modo: a qué límites del conocimiento y de la vida hay que resistirse y cuáles hay que construir. Como acabamos de indicar, el trabajo arqueológico de Foucault describe lo que denomina las condiciones históricas a priori de algunas ciencias, tales como la medicina y la psiquiatría (Foucault, 2005), ilustrando cómo han cambiado dramáticamente. Demuestra además que si las condiciones son contingentes, el conocimiento no debe necesariamente adoptar la forma que tiene. Así que podemos pensar de modo diferente sobre, por ejemplo, la salud o la enfermedad, o lo normal y lo patológico. un error sería reclamar un conocimiento objetivo de algún tipo de sustancia o unidad denominada self (sí mismo) sobre la base de una mera deducción de que debe haber un sujeto de conocimiento.

Al igual que el flósofo ilustrado, Foucault se compromete con una crítica del presente al preguntarse ¿qué ocurre en la actualidad?, ¿qué pasa ahora?, ¿qué significa este «ahora» en el cual habitamos? Refexionando sobre nuestro presente quizá estaba indagando en dos líneas de discusión. En primer lugar, a pesar de todos sus dramáticos cambios, muy poco se ha alterado respecto a su época, pues aún estamos ligados a identidades que lidian con conflictos étnicos, nacionales y raciales. Las mismas formas de poder que nos ligan a tales identidades a través de un proceso de subjetivación siguen actuando. En segundo lugar, dado que seguimos atados a los mismos tipos de identidad, también lo estamos a un pensamiento perteneciente a las filosofías políticas desarrolladas antes de la Primera Guerra Mundial, a pesar de su fracaso a la hora de evitar los excesos de esas políticas que seguían tales aspectos identitarios.

Unir estas dos premisas heredadas (la presencia de un sujeto de conocimiento, las filosofías políticas que persiguen identidades) es problemática, y a su elucidación se dedica Foucault cuando insiste en la cuestión del sujeto y la subjetividad. En principio concibe la presencia de tres ejes de subjetivación: verdad, poder y ética (1980b). Estamos sujetos a las verdades de las ciencias humanas que nos constituyen como objetos de estudio, y definen las normas a través de las cuales nos identificamos. Así, y de manera quizá sorprendente, tras dedicar un obvio esfuerzo al análisis de las relaciones de saber y de poder, en un momento dado Foucault afrma que no está interesado en el poder como tal, sino en los diferentes modos en que las relaciones de poder convierten a los seres humanos en sujetos (1998). En este sentido, distingue formas en las que la gente participa en su propia subjetivación al ejercer un poder sobre sí mismas, ligándose a definiciones científicas o morales que indican quiénes son. Esta relación con el self es la que define como ética. Pues bien, la clave de la crítica foucaultiana de la era moderna estriba en que los tres ejes de subjetivación están tan estrechamente involucrados que las meras subjetividades o los modos de ser (sujetos) disponibles para nosotros son a la vez tanto opresivos como liberadores. En principio, bajo estas condiciones, debemos rechazar las filosofías humanistas del sujeto, y la renuncia de lo que somos conlleva resistir a las verdades que las ciencias humanas dictaminan, a las formas de gobierno que nos subjetivizan e incluso a nuestras aparentemente autónomas autodefiniciones. La mayor parte de esta forma afrmativa se expresa en el trabajo tardío de Foucault, allí donde más se preocupó por nociones tales como la relación ética con uno mismo, el cuidado de sí y la «parresía» (verdad de uno mismo).

Según algunos críticos (Walzer, 1988; Taylor, 1989; alvesson, 1996), para describir nuestro presente como algo que nos comprime completamente, Foucault aparece como un profeta de la desesperación ante la ausencia de toda salida de esta sujeción que supone toda subjetividad. Generaliza las circunstancias presentes afrmando que solo podemos reemplazar una dominación por otra, lo cual constituye por así decirlo un polo de ignominia (Simons, 1995). Por otra parte, también se ve atraído por el modo estético y afrmativo al polo de la libertad ilimitada y la huida de todas las limitaciones. Frente a los críticos cabría decir que por lo común, pero no siempre, Foucault resiste el magnetismo de ambas polaridades, eludiendo la tensión al adoptar posiciones inestables entre aquellas. La manera más obvia de llevarlo a cabo se aprecia en la tensión existente entre las limitaciones restrictivas y la libertad sin límites; entre ambas existe una actuación posible que permite los límites. Por una parte, puede superarse el resentimiento de las limitaciones al reconocer que nos debemos a nuestras restricciones. Las vidas, las obras de arte y las comunidades políticas adoptan formas debido a sus restricciones; las limitaciones constituyen también las condiciones de posibilidad. Sin embargo, aceptar limitaciones dadas como tal es lo que determina que todo lo posible se nos convierta en insoportablemente pesado. Los límites son capacitantes en tanto, habiendo conferido a algo su forma (como el self), dicha forma se involucra en sus propios límites para modelar su propio estilo. La noción de transgresión significa el arte de permitir los límites.

Así, paradójicamente las capacidades subjetivas incluyen aquellas y de resistir al poder que nos ha hecho tal y como somos. Sin embargo, únicamente bajo ciertas circunstancias puede el sujeto resistir con éxito al poder de un modo que no solo lo refuerza o lo reinstala en otro plano. Si las capacidades de resistencia del sujeto se combinan con circunstancias contingentes, si el sujeto funciona en los límites con los que parcialmente se ve comprometido, y modela nuevas formas de subjetividad, entonces comienza a obtener una libertad inestable e indefinida. El poder es así a la vez una restricción y el estímulo para adquirir una capacidad de liberación, no habría poderes incondicionales, ni tampoco existiría un ámbito de capacidades enteramente libres. Aun con todo, la interacción de los poderes implicados en la lucha estratégica puede ser más o menos abierta.

En consecuencia, el propósito del análisis político de Foucault no es para un mundo carente de poder, sino para prevenir la solidificación de relaciones estratégicas en modelos de dominación al mantener la apertura de las relaciones agonísticas que suponen utilizar la propia subjetividad construida como elemento fundamental de resistencia y antagonismo frente al poder que la ha creado.

El cuestionamiento de la filosofía política y la soberanía

La imagen del propio Foucault como un oponente desleal a la par que permanente del humanismo parece creíble a la luz de su «fracaso» en desarrollar una visión de un mundo no humanista o de elucidar las nuevas formas de subjetividad a las que se ve arrastrado. Sin embargo, en todo ello Foucault anticipa las características generales de una política y de unas formas de subjetividad que habitarían aquella. Es difícil distinguir este potencial afrmativo debido a que por lo común se despliega en el contexto de la oposición al humanismo y por ello ofrece un carácter antagonista de difícil aceptación. Y no obstante, cabe reconocer que proporciona una ética de resistencia permanente. La cuestión no es que el humanismo nunca pueda ser superado, o que solo se le pueda reemplazar por otro sistema de dominación, sino que cualquier modo de gobierno implica límites que son proclives a endurecerse, que tienden a convertirse en permanentes y rígidos. Esta tendencia reduce la franqueza de las relaciones agonísticas en las que prosperan las «nuevas subjetividades». De ello se infere que las políticas preferidas serán aquellas que institucionalizan las posibilidades de la agonía; sin embargo, incluso en los más optimizados modos de gobierno y subjetivación, la práctica de la libertad apela a la resistencia.

Antes hemos comprobado el curioso uso del proyecto ilustrado kantiano como guía del análisis político. Las tres críticas kantianas de la razón pura, la razón práctica y el juicio establecen los límites para el uso apropiado de esas tres facultades, su tarea filosófica es prevenir los excesos de la razón y el juicio. Foucault concibe toda filosofía política moderna y contemporánea según estos ejes kantianos como un proyecto filosófico que determina los límites adecuados del poder político. La filosofía política es por tanto un discurso que distingue los excesos de los regímenes humanistas respecto de sus límites legítimos y por ello se ve interpelada para «justificar el modo o modos correctos e identificar los incorrectos en que se va a ejercer el poder político» (Plant, 1991: 2). La filosofía política también cuestiona los límites del poder en su papel de discurso de legitimación. Por ejemplo, habermas (1987) sostiene que una teoría política contemporánea legitima los regímenes políticos al demostrar que son justos o que tienen razón; así los órdenes políticos pueden considerarse legítimos porque constituyen una refexión auténtica de una autocomprensión social de sus motivos morales. También pueden estar justificados ontológicamente, esto es, como sistemas adaptados al conocimiento teórico o creencias sobre la naturaleza humana y la realidad mundana. Cualquiera que sea la forma que la teoría política de legitimación adopte, ofrece afrmaciones que se supone son reales, objetivas e intersubjetivamente válidas (Plant, 1991: 2-3).

Sin cuestionar del todo el criterio de legitimación que toda filosofía política moderna añade, Foucault en cambio parte de otra constatación: la teoría política se entiende como un tipo especial de conocimiento que regula el poder. Afirma así que es el término «derecho» el que define los límites justos del poder (Foucault, 1980c) y no tanto la moral. Las cuestiones tradicionalmente planteadas inciden en si el poder soberano tiene derecho a hacer lo que hace o si los sujetos poseen derechos que el poder soberano no puede violar. La teoría política permanece atada, pues, a la noción de soberanía; aunque se convierta en democrática y colectiva al transferirse del monarca al pueblo9 sigue enfrentándonos a los mismos dilemas de si debemos obedecer la ley y la legitimidad del uso del poder.

Como estas cuestiones además siempre se plantean en términos legales, Foucault considera que este tipo de formulación política se ha convertido en una teoría jurídico-discursiva del poder que debe ser rechazada para reafirmar la necesidad de una filosofía política no erigida en torno al problema de la soberanía. Para los detractores, quizá la cuestión es que tal crítica sirva ante todo para un modelo como el francés, donde la soberanía del estado republicano desplazó al estado monárquico, pero no sirva para otros modelos donde la soberanía se fragmenta y el problema tiene que ver no tanto con la soberanía ilimitada sino con las formas de interferencia gubernamental respecto a los derechos individuales. Agamben (1998) llama la atención sobre la rigidez de la cronología establecida por Foucault, lo que hace que su concepto de soberanía parezca a veces ambiguo: en ocasiones se identifica la propia noción con la forma de ejercer el poder que instruye el suplicio en las sociedades premodernas o de «soberanía» (tal y como se describe al principio de Vigilar y castigar, 1977); en cambio, la soberanía no desaparece en las sociedades disciplinarias o de normalización, sino que se transforma. El resultado es que todas las sociedades son de «soberanía», aunque la forma de su ejercicio se haya ido transformando históricamente. no obstante, la necesidad de un nuevo modelo de análisis del poder que supere el ámbito explicativo del derecho positivo y las reglas de funcionamiento de las instituciones, le permite a Foucault distinguir de manera acertada entre el modelo jurídico-institucional y el modelo estratégico. Frente a ello, lo que agamben llama modelo biopolítico, en cuanto el poder toma a su cargo la nuda vida para disponer de ella en el preciso instante en que la soberanía deja de definirse como capacidad de suprimir la vida y se transforma en potestad de mantenerla, no es un modo de análisis, sino una forma de poder establecido cuya descripción es resultado de la aplicación del modelo estratégico de análisis a una determinada tecnología de poder.

El ejemplo que retoma Foucault en esta disputa es concluyente, aunque se corresponda por entero, como decíamos, al caso francés. Al asumir el manto de la soberanía, la filosofía política sostiene su privilegio como si fuera un discurso por encima de la refriega y de la disputa política, con la autoridad para juzgar si el poder se utiliza ilegítimamente. En cualquier caso, toda teoría política que trate de delimitar el orden político ha de describirse a sí misma como externa al sistema que juzga; pero en realidad ni el poder soberano ni la filosofía política pueden ser árbitros neutrales. En este sentido toda filosofía política es funcionalista en un sentido débil del término, esto es, si se define el funcionalismo como la creencia según la cual «cualquier justificación política que merezca ese nombre debe basarse en principios que son: 1) incuestionables e inmunes a la revisión, y 2) [está] localizada fuera de la sociedad y la política» (herzog, 1985: 20). Quizá ninguna teoría política pueda cumplir el primer criterio, pero lo habitual es que descansen al menos en parte sobre bases y principios extrapolíticos; por ejemplo, cuando apelan a la naturaleza humana o a la razón. Al igual que la autoridad de la verdad de las ciencias humanas descansa en el ocultamiento de su inserción en el poder, también lo hace la filosofía política. Foucault considera la integración de estos dos tipos de discursos de verdad como un efecto de normalización; como resultado, incluso cuando creemos que estamos respaldando nuestros derechos soberanos contra el estado o frente a los abusos del poder disciplinario, lo hacemos en nombre de un derecho y a través de un sistema jurídico que él mismo ha generado su despliegue disciplinario. Eso le lleva a cuestionar con cierta virulencia toda filosofía política: al seguir las normas de la discusión como su fueran derechos, la filosofía política enmascara ocultamientos y obvia las operaciones de dominación y los efectos del poder normalizador moderno. La sobreimposición de un sistema de derechos sobre los mecanismos disciplinarios hace que el poder sea tolerable.

La conclusión parece obvia: la teoría de la soberanía ha funcionado a lo largo de la era moderna como una ideología (Foucault, 1980c). El discurso político-jurídico es, pues, engañoso, pues nos da la impresión de que nuestra vida política está realmente gobernada por leyes de derecho, mientras que las reglas que nos gobiernan son de hecho normas de comportamiento humano. una consecuencia de ello estriba en que la teoría político-discursiva es irresponsable porque descansa en un modelo de poder negativo, que prohíbe los excesos del poder o las violaciones de derechos para protegerse del poder. Foucault asegura que aunque es banal señalar que la filosofía sea incapaz de restringir los excesos del poder, tal banalidad indica la relación problemática entre el poder y la racionalidad. ni la razón en general, ni un concepto global de racionalización se pueden esgrimir frente a los excesos políticos. Así, la razón como crítica es incapaz de desempeñar su tarea asignada de definir los límites justos del poder.

Semejante conclusión conlleva para los detractores que la concepción de Foucault de la política sea inadecuada, porque no proporciona ningún medio de generar una política radical o transformadora o de mirar al futuro (¿cuál podría ser?, ¿cómo podría conseguirse?). En realidad se debe al sesgo especial que arroga su preocupación por la dominación y el gobierno. En efecto, la problemática de la dominación adopta como perspectiva propia la del dominante y contempla las estrategias y técnicas mediante las cuales dicha dominación se asegura y convierte a los otros en sujetos-sujetados a ello. Es significativo que este rasgo haya infectado los estudios de la gubernamentalidad, la corriente principal del trabajo foucaultiano en lengua inglesa, por cuanto se ha preocupado casi exclusivamente por lo relativo de las racionalidades de la regla de aquellas instituciones y ha considerado a los gobernantes en tanto que agentes de aplicación de dicha regla. Foucault intenta reparar esta parcialidad insertando el concepto de resistencia, pero es un concepto frágil que carece de sustancia en cuanto no se explicitan las condiciones que dan ocasión a la posibilidad de resistencia. Por otra parte, también se ha cuestionado el acento analítico establecido por Foucault sobre la dominación, lo cual conlleva una pérdida de dimensiones que ofrece la interacción de formas múltiples de dominación, hasta el punto que Foucault parece manifestar cierta indiferencia sobre el uso de la fuerza por cuanto considera que esto no implica ninguna relación entre el dominante y el dominado.

Además de inadecuación, los teóricos que cuestionan a Foucault le acusan de incoherencia, y afrman que su antagonismo es injustificado y además no ofrece razones para la resistencia. Walzer (1989: 191) lo plantea directamente: ¿resistencia en nombre de qué?, ¿a favor de quién?, ¿con qué fines? Al negar la existencia de una esencia humana o de un auténtico self, Foucault dictamina la imposibilidad de una política emancipatoria cuyo objetivo sea liberar al sujeto. Pero con ello lo que también está haciendo es cuestionar toda una tradición del pensamiento occidental que considera el interior del self como un ámbito de libertad, intocable en última instancia por el poder. El interior del self sería así el centro de la subjetividad de cada cual, su identidad más auténtica, en la que radica su autonomía y que se experimenta como una elección más que como una imposición sobre uno a través de presiones externas y heterónomas. Foucault subvierte esta distinción al negar que exista una interioridad segura respecto al poder, de modo que pueda emanciparse revirtiendo las fuerzas que lo confinan. Solo que, al discutir las bases convencionales de la política emancipatoria occidental, para algunos críticos se niega la posibilidad de liberación e incluso avance alguno en el terreno de la libertad.

Otra cuestión radica en el fundamento de la crítica misma del poder. La verdad, los valores y el sujeto suministran fundamentos supuestamente extrapolíticos al pensamiento que trascienden las relaciones de poder. Son puntos de partida que permiten a la filosofía política presentarse como soberana, un árbitro neutral que determina los verdaderos límites del poder. Proporciona además los estándares sobre los que es posible o legítimo declarar que un poder se ha excedido de sus límites y debe por tanto generar una resistencia. Pero la postura de Foucault al respecto es clara: entiende que esos estándares supuestamente neutrales, no estructurados y que establecen sus propias reglas, no respetan ninguno de esos criterios sino que más bien se basan en limitaciones políticas irreconocibles y costosas.

La teoría política humanista crítica, dice Taylor (1984: 152, 172), desenmascara la dominación del poder solo en tanto se oculta ella misma. Y cita aquí a Foucault para apoyar esta afrmación: el poder es tolerable solo a condición de que enmascare una parte sustancial de sí mismo (Foucault, 198b: 86). Según Taylor, el punto débil estriba en que el autor francés debe basarse en una relación estándar que haga de la verdad la condición de la liberación. Si el poder se oculta, entonces debe haber una correspondiente noción de verdad o de lo que de libre e indomable deberían poseer los seres humanos. un paso adelante en la libertad debería serlo también en la verdad de nuestra identidad, de lo que somos. Taylor considera entonces que Foucault desorienta a sus lectores, porque parece repudiar la idea de una verdad liberadora que a su vez le hace falta en su explicación, y ello se debe a que considera que toda verdad es relativa a su régimen particular. El relativismo foucaultiano -sigue Taylor- le convierte en neutral, o mejor en indiferente ante los cambios de régimen, porque si toda vedad es una imposición, ningún cambio puede suponer un avance. Cualquier nuevo régimen se identifica por entero con su verdad impuesta, desenmascararlo solo lo puede desestabilizar para no poder ofrecer una nueva forma más estable o verdadera. Por su parte Taylor ejecuta la posibilidad de juzgar desde la perspectiva del humanismo occidental, pero con ello comprobamos que su interpretación sobre la verdad entendida como límite le lleva a una posición singular de juicio, puesto que queda obligado a aceptar la narrativa de la progresiva humanización occidental que Foucault cuestiona.

Taylor sostiene que el concepto de poder de Foucault es incoherente, pues mantiene la convicción de que las víctimas están dominadas. Esto requiere una comprensión de lo que constituye una imposición significativa en aquellos que han sido victimizados, y que solo puede determinarse sobre el contraste de una significación compartida (Taylor, 1989: 279-80). La dificultad que encuentra Taylor respecto a Foucault es que este último siempre se sitúa fuera de todos los horizontes compartidos de significación. Si el autor francés no estuviera tan alejado de este fondo -se queja Taylor- se daría cuenta de que las formas modernas de poder pueden reforzarse sin, simultáneamente, imponerse o victimizar. Estaría abierto a la tradición cívica humanista, según la cual la genuina autodisciplina hace posibles nuevas formas de acción colectiva caracterizadas por formas más igualitarias de participación (Taylor, 1984: 164). En otras palabras, contemplaría los límites del moderno gobierno humanista más como capacitadores que como restrictivos.

La respuesta de Foucault es otra: describe el poder humanista como un reforzamiento que es a la vez victimización. El coste de sostenerse sobre tales críticas filosóficas del poder se revela cuando se ha perdido la confanza en la filosofía, quizá debido a que su neutralidad extrapolítica ya no es creíble. Las críticas de Foucault se rescatan a sí mismas del abismo nihilista al apuntalar sus defensas filosóficas. Pero, ¿qué ocurriría si el exceso de poder en el siglo XX se hubiera debido no solo a que las defensas filosóficas del humanismo eran demasiado débiles, sino a que están implicadas en tales excesos? ¿no nos preguntaríamos entonces si lo que debemos hacer es evitar la anticipación de juicios políticos que descansen en principios humanistas regulados y más bien comenzar a plantearnos cómo hacer tales juicios? ¿no hay otra forma de pensar en términos políticos que no sea en aquellos prescritos por el humanismo? estas son las direcciones a las que conduce el pensamiento político de Foucault, quien definitivamente no ofrece una prescripción de lo que hay que hacer, pero sí guías teóricas para la formación de nuevas subjetividades y comunidades en torno a conceptos y prácticas como el cuidado de sí, el desligamiento de la formación ética procedente de códigos morales y conocimientos científicos. En otras palabras, lo que reclama con ello que uno se desprenda de su identidad y se convierta en otro sin llegar a abrumarse por la insoportable pesadez del presente humanista; y de este presente lo que se postula es que cada uno busque sus desarticulaciones, los puntos en los que queda fuera de juego y provoca excesos que se le resisten; por último, no sentirse tentado de buscar una vida sin límites, una subjetividad sin identidad o una sociedad sin poder. En suma, se trata de abdicar del sueño de un mundo perfecto en el que todo está hecho y es seguro, y valorar sin embargo la agonía de los juegos estratégicos abiertos en los que cada cosa está aún por hacer.

Otra arma para la crítica reside en la relación entre moral y poder político. En efecto, el valor moral también puede constituir un límite en tanto un teórico pueda discernir si un régimen ha ofendido tales valores, por lo común encarnados en derechos, y así determinar los límites adecuados del poder. Walzer (1989: 9) afrma que toda crítica social siempre tiene un carácter moral el cual desafía las prácticas que no encajan con los estándares morales. De ahí que la crítica de Foucault se base en su supuesta ineficacia moral, en su carencia de principios morales sin los cuales no se pueden hacer las distinciones apropiadas entre culpabilidad e inocencia (Walzer, 1989: 181, 202); por ejemplo, al no realizar una distinción moral entre los regímenes autoritarios o totalitarios y los liberales o socialdemócratas. La principal distinción es que los dos últimos establecen los límites adecuados del poder disciplinario, y eso es lo que demanda Walzer del autor francés: «algún tipo de evaluación positiva del estado liberal o socialdemócrata» (Walzer, 1989: 203). La respuesta de Foucault con sus críticos es que reducen sus políticas progresistas a una visión del futuro que en cierto sentido es la misma que la del presente. Además, sus teorías conllevan una concepción estática del futuro, entendido este como un estado al que se llega con señales del fin de la historia, y en este sentido le preocupaban las posibilidades que quedarían excluidas por una historia global de las totalidades. Así, aunque para los críticos no hay reparo en aceptar que las políticas configuradas por la historia teleológica legitiman o condenan toda revolución dependiendo de si es buena o mala para la marcha de la historia, no obstante con ello se denigraban las luchas inmediatas con las que Foucault identifica su trabajo, aunque estas ya no contengan liberación futura alguna. En consecuencia, por lo común rehúsa discutir las reformas o políticas progresistas que buscan alcanzar un futuro humanista por cuanto las considera una mezcla de propósitos tendentes hacia una política antagonista en la que rehusamos ser quiénes somos desplazando este propósito por una política en la que nos urgen a ser quienes «verdaderamente» somos. Mientras nuestras «esperanzas y horizontes futuros» se definan bajo la trayectoria del humanismo, Foucault no va a percibir una imagen amable de dicho futuro: no existe ninguna visión de una individualización enriquecida que no suponga también un incremento de la totalización.

Filosofía política liberal

La crítica foucaultiana del pensamiento político reside en la asunción de que el pensamiento tiene un efecto material sobre el gobierno. La racionalización del ser humano no significa que se fije una fachada lógica para desconsiderar las prácticas de cara a justificarlo. Según su punto de vista, la filosofía política tradicional, con sus términos de soberanía y derechos, nos oculta el pensamiento político que subyace al gobierno. Mientras que flósofos y juristas tenían el sueño de una sociedad perfecta basada en un contrato social original, también había un sueño militar de la sociedad basado en la disciplina nacional. No basta, pues, con la filosofía política; los discursos tales como el mercantilismo, el cameralismo, las ciencias policiales y la economía política contienen una mayor cantidad de tales racionalidades políticas de lo que encontramos en la filosofía política. Solo con la suma de estos discursos tendremos un panorama completo sobre lo que dirige nuestra política.

La única filosofía política que Foucault analiza como racionalidad política es el liberalismo y su actualización neoliberal. Esto puede deberse a que, a su juicio, el liberalismo constituye en sus inicios una crítica del poder y se convierte por ello en la filosofía política paradigmática. Define el liberalismo como una práctica, esto es, una forma de hacer que se dirige hacia objetos y que se autorregula mediante una continua refexión. Comienza por un respeto básico de los derechos individualistas y la libertad de acción, alcanza pronto la conclusión de que siempre hay demasiado gobierno y establece el problema de por qué hay que gobernar y, si debe haberlos, cuáles son los límites legítimos de la actividad gubernamental. Para percibir el problema, el liberalismo debe asumir la existencia de la sociedad, una entidad con sus propios fines y regularidades que existen con independencia del estado, tal y como lo asevera el discurso científico de la economía política. En vez de preguntarse cuál es la mejor forma de gobierno estatal para alcanzar sus objetivos, el liberalismo se pregunta cómo debe limitarse el gobierno si la sociedad ha de alcanzar sus objetivos. Así, el liberalismo sirve tanto como justificación de un gobierno minimalista que permite a la economía la máxima libertad de actuación, como una crítica del exceso de gobierno que podría calibrarse de acuerdo con su efecto destructivo sobre el mercado. En su conjunto, la tecnología más apropiada para el gobierno liberal es la legalidad que defina los límites de la acción de gobierno y la intervención legislativa cuando los representantes de los gobernados sientan que es necesario.

En su resumen del curso de 1979 El nacimiento de la biopolítica (Foucault, 2007), anticipa la imagen que anima sus especulaciones: considerar el pensamiento liberal «ni como una teoría ni como una ideología», sino como una práctica, es decir, «como una 'manera de actuar' orientada hacia objetivos y regulada por una refexión continua» que supone «un principio y método de racionalización del ejercicio del gobierno» que obedece a la «regla de la economía máxima» (Foucault, 2007: 360). Otra forma de expresarlo es entender que la racionalización liberal del ejercicio de gobierno, no tanto de la institución como tal sino de la actividad que consiste en regir la conducta humana en un marco y con instrumentos estatales, no puede tener en sí su razón de ser, no debe buscar su propio fin. Eso implica que el liberalismo está atravesado por un principio en apariencia contradictorio y por lo menos inusitado en ciencia política: la conciencia de que siempre se gobierna demasiado, o al menos es preciso suponer que ocurre así. Ello obliga a que toda gobernabilidad liberal se ejerza con una autocrítica explícita. Se trata entonces de una relación dual que para Foucault es constitutiva del carácter gubernamental ambiguo del liberalismo, el cual se presenta a veces como un esquema para la resolución de la práctica de gobierno, y en ocasiones como una oposición radical a dicha práctica (Foucault, 2007: 361).

La clave de esta crítica liberal de la arquitectura gubernamental y del arte de gobierno absoluto es su noción de economía. La «economía liberal» clásica supone un gobierno económico en los dos sentidos del término: un gobierno que informa por los preceptos de la economía política, pero también un gobierno que economiza sus propios costes y que dispendia un gran esfuerzo técnico por lograr más con una menor ejecución de fuerza y autoridad. En este sentido, Foucault va a considerar el liberalismo clásico de adam Smith y los economistas políticos del siglo XVIII como el origen de un estilo moderno de racionalidad gubernamental, diferente a lo conocido hasta el momento, pues llevan a que el mismo gobierno se haya convertido en un problema analítico en el que las limitaciones de los logros que el gobierno sea capaz de alcanzar, sus objetivos declarados mediante la política que sigue, sean percibidos como meros datos. Sin embargo, esto también indica que las ideas y doctrinas del liberalismo son necesariamente discontinuas respecto al arte liberal del gobierno: uno representa una forma de problematización, mientras que el otro constituye un agregado de técnicas y prácticas gubernamentales. También se está indicando que el liberalismo debe contemplarse como un conjunto de categorías operativas y conceptos que carecen de representación ideal en principios políticos, e insiste en la estrecha conexión existente entre la refexión liberal y la función mundana del dominio político a través de la agencia de expertos burócratas. Todo ello en claro contraste con la definición de los propios liberales para quienes la política liberal se caracteriza ante todo por una serie de formas institucionales paradigmáticas basadas en los principios fundamentales de la filosofía política liberal, como son la justicia, la igualdad y la democracia.

De modo simultáneo, Foucault intenta soslayar la preocupación dominante en la filosofía política moderna respecto a la figura del estado, contemplado como locus de la expresión de una soberanía unitaria y fundacional. Allí donde Schmitt (1985) consideraba la obsesión occidental por la soberanía el legado de una teología política secularizada, Foucault plantea que la filosofía política occidental sigue atravesada por la figura del monarca soberano, a quien aún no se le ha cortado del todo la cabeza. Así que frente a la perspectiva propia de la filosofía política que sigue contemplando al estado como un monstruo frío que siempre amenaza alguna de las versiones de la sociedad civil, afrma que el movimiento característico de la refexión política tiende más bien a la gubernamentalidad del estado, por lo que el liberalismo no representaría sino un elaborado movimiento para desplazar la teoría de la soberanía de su lugar privilegiado en el pensamiento político occidental. Pero estas afrmaciones son problemáticas también en otro aspecto más específico, sobre todo por cuanto describe el carácter del liberalismo procedente en exclusiva de su identificación y alineamiento con la esfera de lo «económico» que sirve como principio a la vez para la crítica y para la acción de gobierno. De este modo, parece descartar una parte esencial de la historia del liberalismo, sobre todo la referida a sus orígenes en las tradiciones contractualistas establecidas de modo diverso por autores como hobbes y Locke en el siglo XVii. Y no parece haber duda que estos aspectos van unidos, de ahí la necesidad de Foucault de evitar centrarse en los supuestos «orígenes» contractuales o jurídicos del liberalismo, subordinándolos siempre a un arte de gobernar. Sin embargo, su deliberado rechazo de la tradición contractualista se ha venido cuestionando por otros historiadores del pensamiento, incluso aquellos influenciados por las aportaciones del mismo Foucault (ivison, 1993: 27, 43-5). James Tully y otros han insistido en la aplicación gubernamental del estilo del «liberalismo original» que aparece en Locke a finales del siglo XVII (Tully, 1993a; Tully, 1993b). Al mismo tiempo subraya el papel del aparato jurídico de gobierno en este modo de conducta: «su producto es una forma muy específica de subjetividad: un sujeto que calcula y es calculable [...] y el portador de la soberanía de los derechos y las obligaciones» (Tully, 1993b: 179).

En cierto modo la versión foucaultiana de la genealogía del primer liberalismo encaja bien con los planteamientos recientes del pensamiento político del siglo XVIII que han tendido a subrayar las discontinuidades existentes entre el corpus escrito -y en particular Locke- y el denominado «liberalismo clásico» de autores como Montesquieu y Smith en el siglo XVIII. Parece evidente que el liberalismo de Locke, aunque muy representativo en ciertos aspectos respecto al momento político en que se había concebido, tuvo poca resonancia entre los pensadores liberales posteriores (Pocock, 1985: 59-68), y fue marginal en debates importantes de este modelo de pensamiento político relativos a la virtud cívica, a la representación política y otros. Siguiendo el método foucaultiano, quizá sea más fácil comprender la discontinuidad entre ambas esferas, no en términos de los respectivos cuerpos de principios políticos, sino más bien de los problemas políticos y gubernamentales específicos que se esfuerzan por identificar. El pensamiento lockeano es un producto del periodo absolutista en el que el problema central de la vida política era la cuestión de la estabilidad: cómo y por qué medios un orden político dominado por la guerra y las crisis políticas recurrentes se transformaba en una condición de consenso civil y paz relativos. En este sentido, tal y como grahame Thompson lo ha planteado, el liberalismo del siglo XVIII fue el beneficiario no intencionado de la estabilidad política creada por el despotismo ilustrado del periodo anterior (Thompson, 1988). Lo que quizá sea más problemático es la cantidad de «libertad» y de «constitucionalidad libre» que se podían permitir antes de caer en el caos. Muchos de los problemas cruciales de la refexión gubernamental liberal del siglo XVIII eran problemas en torno a la paz civil (si no internacional) y la prosperidad, así como los relativos a la compatibilidad de los modelos clásicos de las virtudes cívicas y de la sociedad comercial que los «liberales» habían convertido en sinónimos de la «buena» sociedad. De hecho, el verdadero problema de la «economía» tal y como lo planteó Smith, era en cierto modo un problema de un tiempo de paz civil, cuando se precisaba una lógica interna más sutil de la limitación en el arte de gobernar en vez de las disciplinas más brutales del hambre y la guerra civil. En esto, Foucault llevaba razón al insistir en la esencial discontinuidad de ambas esferas y en los diferentes problemas de lo que suponía el «gobierno jurídico» frente al «gobierno económico». Pero esto no resuelve la cuestión de si Foucault acierta al subrayar el corpus de pensamiento de lo que denomina «gobierno económico» en tanto que punto crucial de emergencia del liberalismo moderno, y si tiene razón al relegar el «liberalismo jurídico» a un papel incidental en dicha emergencia. Al soslayar la filosofía política liberal que considera el liberalismo como expresión de principios políticos fundamentales, obvia los orígenes putativos de esta línea en el gobierno jurídico del siglo XVii, en especial los referidos a los temas contractualistas.

El análisis de Foucault se centra en los tipos de racionalidad que se operacionalizan en los procedimientos a través de los cuales una administración estatal dirige la conducta de los seres humanos. Así, explica el cambio de la ciencia policial al liberalismo al comprender que en los periodos anteriores y en las sociedades menos cohesivas, se precisaba una policía disciplinaria para constituir el cuerpo socio-político, pero una vez que una sociedad se ha constituido como una máquina autorreguladora, las disciplinas parecen convertirse en una forma de poder incómoda. Foucault no afrma que los liberales simplemente den por hecho la cohesión social, pero se centra en aquellos liberales que no aceptan la supuesta cohesión de un contrato social. El punto crucial en su análisis estriba, pues, en que el liberalismo debe conceptualizar el tipo de orden que sea compatible con el individualismo, no solo definir los límites adecuados del poder soberano. Por consiguiente, la sociedad civil ni es un acto natural ni una ilusión ideológica, sino el correlato de una tecnología política de gobierno. La amplia intervención jurídica aporta las condiciones correctas para ello como una esfera en la que es posible el juego de la libertad, y la conducta se percibe como producto de una empresarialidad. Así pues, todos los principios liberales o son inconscientes no solo de las condiciones de posibilidad de la sociedad, o bien, como elementos constituyentes esenciales del pensamiento político moderno, los principios liberales también se muestran inconscientes de la subjetividad.

El mercado ha sido un lugar privilegiado para probar la racionalidad política propia del liberalismo, es decir, la necesidad de limitar la acción del gobierno. En efecto, la economía muestra una incompatibilidad de principio entre el desarrollo óptimo del proceso económico y la maximización de los procesos gubernamentales. Por otro lado, la idea de una sociedad política fundada en el nexo contractual entre los individuos ha servido como instrumento apropiado para moderar o limitar la acción del gobierno. Pero la relación entre liberalismo y estado de derecho no es una relación natural y de principio; «la democracia y el estado de derecho no han sido necesariamente liberales, ni el liberalismo es necesariamente democrático o está vinculado con las formas del derecho» (Foucault, 1994c: 822)10.

El neoliberalismo escoge la racionalidad de la empresa económica como un modelo tanto para gobernar, y una concepción ampliamente difundida de la individualidad como una empresa, de la persona como un empresario de sí mismo. Al contemplar toda conducta pretendidamente racional como económica y atribuir a los sujetos la capacidad fundamental de la elección, la autorregulación se convierte en la clave empresarial del productor-consumidor individual. La insistencia del liberalismo en la individuación refeja su compromiso con el polo individualizador de la paradoja humanista. Así, la filosofía política liberal obscurece el precio pagado sobre la totalización de una parte.

El análisis de Foucault sobre la gubernamentalidad neoliberal muestra que el llamado «repliegue del estado» es en realidad una prolongación del gobierno; el neoliberalismo no es el fin de la política, sino una transformación de ella que reestructura las relaciones de poder en la sociedad. Lo que contemplamos hoy en día no es una reducción ni una disminución de la soberanía y la capacidad de planificación del estado, sino un desplazamiento de técnicas formales de gobierno a otras informales, así como el nacimiento de actores nuevos en el escenario del gobierno (por ejemplo, las ong), todo lo cual indica transformaciones fundamentales en la categoría del estado y una nueva relación entre el estado y los actores de la sociedad civil. El proceso abarca por un lado el desplazamiento a niveles supranacionales de prácticas que antes se definían en términos del estado-nación y, por el otro, el desarrollo de formas subpolíticas «por debajo» de la política en su sentido tradicional. En otras palabras, la diferencia entre el estado y la sociedad, entre la política y la economía, no funciona ya como fundamento ni como frontera, sino como elemento y efecto de específicas tecnologías de gobierno neoliberales.

Foucault entendía las tecnologías neoliberales de gobierno más como una transformación de la soberanía que como su fin. El concepto de gubernamentalidad permite llamar la atención sobre la constitución de nuevas formas y niveles políticos del estado, como la incorporación de sistemas de negociación, mecanismos de auto organización y estrategias para adquirir o conferir poder. Al mismo tiempo, esa perspectiva teórica permite captar la rearticulación de identidades y subjetividades: no solo contempla el vínculo integral entre los niveles micro y macro políticos (por ejemplo, el llamamiento a la formación de cuerpos colectivos e instituciones austeras, y los imperativos personales relativos a la belleza o la dieta regimentada), sino que también destaca la íntima relación existente entre los agenciamientos «ideológicos» y «político-económicos» (por ejemplo, la semántica de la fexibilidad y la incorporación de nuevas estructuras de producción). Así, aparecen con contornos más nítidos los efectos que la gubernamentalidad neoliberal tiene en términos de (auto) regulación y dominación. Tales efectos no implican simplemente la mera reproducción de asimetrías sociales existentes ni su obnubilación ideológica, sino que son producto de una recodificación de los mecanismos sociales de explotación y dominio basada en una nueva topografía del ámbito social.

Tomando como fundamento el concepto de gubernamentalidad, se puede mostrar también que la privatización y la desregulación típicas del neoliberalismo responden más a estrategias políticas que a imperativos económicos. Paradójicamente, la propia crítica del neoliberalismo cae también ella en modelos de argumentación económica. La noción de gubernamentalidad es útil para corregir el diagnóstico que concibe el neoliberalismo como una extensión de la economía al campo político, y que da por sentada la separación entre el estado y el mercado. Conforme a esa argumentación, existe algo que «es una economía 'pura' o 'anárquica', a la cual hay que 'regular' o 'civilizar' mediante una reacción política de la sociedad». En su crítica a la economía política, Marx ya demostró que semejante posición es insostenible y los trabajos de Foucault sobre la gubernamentalidad se inscriben en la misma tradición. Por consiguiente, no se investiga la transformación de las relaciones de la economía y la política como resultado de leyes económicas objetivas sino que se la encara como una transformación de las relaciones sociales de poder. Foucault muestra que el «arte del gobierno» no está limitado al campo de la política como algo independiente de la economía; por el contrario, la constitución de un espacio demarcado conceptual y prácticamente, gobernado por leyes autónomas y sujeto a una racionalidad que le es propia, es un elemento del gobierno «económico».


Pie de página

4Encontrar en el análisis del poder pastoral un trasunto de su joven militancia en el Partido Comunista Francés no tiene por qué ser sorprendente para el lector un tanto advertido en su obra y su trayectoria, pero tampoco cabe hallar en ello una explicación de todos y cada uno de los requiebros de sus escritos posteriores (Moreno Pestaña, 2011). Para muchos jóvenes de origen burgués como él mismo, la entrada en una organización estalinista suponía, en buena medida, renunciar a sí mismos para absolverse de los pecados de su origen de clase.
5De este modo sería posible redefinir los conceptos capitales de «estado» y «revolución». Estado: integración institucional de las relaciones de poder. Revolución: codificación estratégica de puntos de resistencia.
6En una ocasión, Foucault comentó que hay una «fidelidad» teórica que es «la más patética de las traiciones», pues se limita a resguardar una teoría sin hacer hincapié en el interrogante que plantea ni en los problemas que encara. En este sentido, Foucault es «fiel» a las intuiciones originales de Marx complementando y ampliando la crítica de la economía política con «una crítica de la razón política».
7Se trata del postfacio de la segunda edición del libro de Hubert L. Drayfus y Paul Rabinow (1983) y en el que Michel Foucault hace un repaso de su propia obra. Aquí citamos a través de la traducción de la Revista Mexicana de Sociología. 50, 3, 1988.
8Texto escrito en 1984 y que permaneció inédito en la versión original hasta abril de 1993, cuando fue publicado por la revista Magazine Littéraire en su número 309. Una traducción al inglés, posiblemente revisada por el autor del texto, se publicó en 1994 en el libro Foucault Reader, editado por Paul Rabinow.
9En realidad el pueblo es un colectivo trasunto del estado y con una acusada implicación territorial, lo que se puede comprobar dado que uno de sus atributos es la nacionalidad.
10En el Nacimiento de la biopolítica, Foucault (2007) analiza el liberalismo como racionalidad política en el ordoliberalismo, el liberalismo alemán de 1948 a 1962, y el neoliberalismo americano de la Escuela de Chicago. En el primer caso, se trataba de una elaboración del liberalismo dentro de un cuadro institucional y jurídico que ofrecía las garantías y limitaciones de la ley manteniendo la libertad del mercado, pero sin producir distorsiones sociales. En el segundo caso el movimiento es opuesto: el neoliberalismo busca extender la racionalidad del mercado como criterio, más allá del dominio de la economía (a la familia, la natalidad, la política penal, etc.).


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