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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.16 Bogotá Jan./June 2012

 

Hacer estudios etnográficos en archivos sobre hechos sociales del pasado. La reconstrucción de la trayectoria académica y religiosa de monseñor pablo cabrera a través de los archivos de la ciudad de Córdoba1

Doing ethnographical studies over records on past social facts. Rebuilding monsignor pablo cabrera's academic and religious trajectory through the records of the city of Cordoba

Fazer estudos etnográficos em arquivos sobre fatos sociais do passado. A reconstrução da trajetória acadêmica e religiosa de monsenHor pablo cabrera por meio dos arquivos da cidade de Córdoba

Mariela Eleonora Zabala2
Museo de Antropología FFYH-UNC, Argentina
mariela_eleonora@yahoo.com.ar

1Este artículo se inscribe en el marco del proyecto Pict 1728/04 «Antropología social e historia del campo antropológico en la Argentina, 1940-1980» dirigido por la Dra. Rosana Guber y es parte de mi tesis de Maestría en Antropología «Las verdades etnológicas de Monseñor Pablo Cabrera. Una etnografía de archivos en la ciudad de Córdoba» dirigida por la Dra. Guber y la Mrg. Mirta Bonnin, y defendida el 11 de noviembre de 2010.
2Doctoranda en Ciencias Antropológicas, Becaria de la Secyt-UNC. Magíster en Antropología.

Recibido: 22 de marzo de 2012 - Aceptado: 28 de abril de 2012


Resumen:

Históricamente se ha considerado que la antropología estudia pueblos sin escritura y alejados del lugar de residencia del investigador. Además, donde investigador e investigados son contemporáneos. Aunque hubo y hay antropólogos que han utilizados los documentos históricos escritos como parte de sus investigaciones no han reflexionado acerca de los espacios sociales donde son resguardados. En las últimas décadas, algunos antropólogos hemos comenzado a hacer etnografías a partir de los documentos escritos sobre hechos sociales pasados. En este caso reflexiono acerca de qué significa un abordaje antropológico de los hechos sociales pasados y el quehacer del oficio del antropólogo «en» los archivos. Hice trabajo de campo en los archivos de la ciudad de Córdoba a partir de querer interpretar el estudio y enseñanza de la etnografía en dicha ciudad a comienzo del siglo XX por parte de Monseñor Pablo Cabrera. A lo largo de este artículo muestro como fue mi descubrimiento y resignificación de los archivos que pasaron de ser reservorios de documentos a espacios sociales.

Palabras claves: etnografía- archivos- historia- antropología- Monseñor Pablo Cabrera


Abstract:

Historically, anthropology has been considered a discipline dealing with illiterate peoples far away from the researcher's place of residence. Also, it is a feld where both the inquirer and the inquired were contemporary. Even though there were and are anthropologists who have used historic written records in their inquiries, they have not reflected upon the social spaces where they are kept and protected. In the last few decades, several anthropologists, including myself, have begun doing ethnographies based on written records on past social events. In this case, I am reflecting upon the meaning of an anthropological approach to past social events and the anthropologist's task «on» archives. I made my feldwork in the archives of the city of Córdoba, because I wanted to interpret the study and teaching of ethnography in that city in the early 20th century by Monsignor Pablo Cabrera. Throughout this paper, i will show how i discovered and resignifed the archives, which turned from record reservoirs into social spaces.

Keywords: ethnography, records, history, anthropology, monsignor Pablo Cabrera.


Resumo:

Considera-se, historicamente, que a antropologia estuda os povos sem escrita, afastados do lugar de residência do pesquisador. Além disso, pensa-se que o pesquisador e os pesquisados são contemporâneos. Alguns antropólogos têm usado, e outros já usaram, os documentos históricos escritos como parte de suas pesquisas, mas não têm refetido acerca dos espaços sociais nos quais esses textos são resguardados. Nas últimas décadas, alguns antropólogos temos feito etnografas a partir de documentos escritos sobre fatos sociais passados e sobre o afazer do antropólogo «nos» arquivos. No meu caso, fiz trabalho de campo nos arquivos da cidade de Córdoba buscando interpretar o estudo e o ensino da etnografa naquela cidade no começo do século XX por parte de Monsenhor Pablo Cabrera. Ao longo deste artigo demonstro como foi a minha descoberta e a resignificação dos arquivos, que se tornaram espaços sociais e não somente acervos de documentos.

Palavras chave: etnografa, arquivos, história, antropologia, Monsenhor Pablo Cabrera.


Esta duda disciplinaria-metodológica acerca de cómo sería hacer una etnografía sobre hechos sociales pasados la gesté a medida que presentaba mi tema de investigación, entre profesores, arqueólogos, antropólogos y compañeros de cohorte en la Maestría en antropología,3 sobre la construcción disciplinaria de las ciencias antropológicas en Córdoba a comienzos del siglo XX. Surgían las siguientes cuestiones: «¿vas a hacer una investigación etnohistórica?», «¿vas a poder extrañarte en un lugar tan conocido por vos como historiadora?»,4 «¿quiénes van a ser tus nativos?», «¿a quiénes vas a entrevistar?» estos interrogantes los hice parte de la investigación sumados a la dificultad que tenía para definir la unidad de estudio al momento de escribir el proyecto de investigación: no era un barrio ni un comedor ni un prostíbulo ni una familia, sino los archivos de la ciudad de Córdoba que son muchos y diversos, pero en todos se vincula el pasado y el presente dentro de un entramado social del cual había sido y era parte Monseñor Pablo Cabrera. Entonces, el «campo» era: «el archivo» que a lo largo del trabajo de investigación se transformó en «los archivos», porque la vida de Monseñor5 está fragmentada en varios de ellos como refejo de su pertenencia institucional a la vida académica-religiosa-universitaria de la ciudad de Córdoba, argentina.

Los interrogantes cobraban un significado especial, porque se estaban dando en una comunidad universitaria donde surgiern las carreras de historia y archivología en la década de 1950 (1957 y 1959, respectivamente) y la institucionalización universitaria de la antropología se dio en el año 2000.

Entonces, podía intuir que esta comunidad entendería que los archivos son para «hacer historia» y no etnografía. En resonancia con este preconcepto, Gil (2010) señala que la «ortodoxia disciplinar (de la antropología) ha excluido a los archivos y a otras fuentes escritas como espacios de búsqueda etnográfica», será que la antropología aún es considerada por algunos la ciencia que estudia a/en pueblos «sin escritura».

En este artículo retomo el capítulo uno de la tesis llamado «Uso etnográfico de los archivos», pero con el objetivo de debatir, interpretar y profundizar a la luz de investigaciones actuales cómo es hacer trabajo de campo etnográfico en archivos, a partir de buscar construir la trayectoria de una vida, en este caso la de Monseñor, siguiendo sus huellas y legados, buscando conocer las «verdades» que la sustentaban.

Con este objetivo comencé a indagar etnografías, cuyos trabajos de campo fueron realizados entre archivos; así, encontré varios sobre «memoria» (Da Silva Catela, 2002; Jelin 2002; Sarrabayrouse oliveira, 2009; Gil, 2010), y otros que problematizaban la trayectoria de vida de personas ya fallecidas, pero cuyos archivos personales- etnográficos se conservaban (Gomes da Cunha, 2004; ocampo, 2005; Sorá, inédito). Hay quienes hablan de «etnografía desde los archivos», pero trataré de mostrar que yo hice etnografía en archivos, y no es lo mismo «desde» que «en».

A medida que prospectaba estas investigaciones iba descubriendo que «el pasado» y los documentos escritos era un problema que tensionó/a el desarrollo del campo disciplinar de la antropología más que de la historia durante gran parte del siglo XX, y por ende es un tema caro a la disciplina.

Archivos para los historiadores... ¿y para los antropólogos?

La ciudad de Córdoba alberga una diversidad de archivos de materiales conservados, sobre períodos históricos y temáticas y dependencias institucionales (provinciales, municipales, universitarias y eclesiásticas). Todos están abiertos al público para la consulta, con sus respectivas normas. Se trata de espacios en continuo crecimiento por donaciones de particulares, reordenamiento de documentación pública, investigaciones científicas y rescate del patrimonio documental escrito. Es sorprendente ver cómo el número de archivos crece de década en década y se amplían sus edificios.

Los archivos de la ciudad son el archivo Histórico Provincial Monseñor Pablo Cabrera (en adelante, aHPMPC), archivo Municipal (en adelante, aM), archivo del arzobispado de Córdoba (en adelante, aaC), archivo General e Histórico de la Universidad nacional de Córdoba (en adelante, aGHUnC) y archivo de la Memoria, además de los registros institucionales, museos y bibliotecas. Con el objetivo de llegar a acuerdos sobre la formación del personal y la divulgación de la conservación del papel, desde 1994, la mayoría están organizados en el Centro regional de Preservación y Conservación del Patrimonio Cultural en obras sobre Papel.6

Estos archivos guardan miles de huellas materializadas en distintos soportes (papel, fotografías, discos compactos, discos de vinilo y rollos de flmaciones, entre otros) de personas, grupos sociales, instituciones, redes sociales, adscripciones y relaciones institucionales. Siguiendo a Catela da Silva, podríamos pensar que todos estos espacios archivísticos con sus acervos nos indicarían que estamos encausados para «la lucha contra el olvido y el silencio», «a través del resguardo de aquello que se considera historizable o recordable, lo que deviene historia o memoria» (2002: 196). Pero ¿es suficiente? esta duda ya ha sido formulada por Sorá (2009), porque con tener los documentos no alcanza para hacer historia y memoria, ya que los archivos también hablan a partir de los documentos que no están, de los apócrifos y de los fotocopiados. Entonces, especulamos que los archivos guardan historias que esperan la llegada de un historiador para ser descubiertas o de un etnógrafo para ser memoria, pero ¿dónde se fundaría la diferencia entre historia y memoria? Tal vez sea que la historia es construida por historiadores y la memoria por antropólogos, ¿la diferencia estaría dada por el agente que trabaja el documento o por el método?

Para Catela da Silva, en su caso de estudio, la propiedad de las fotografías de los Kalina, la diferencia entre memoria e historia está dada porque las fotografías para los Kalina son memoria y para los trabajadores del Musée de l'Homme son historia, entendida esta «como disciplina científica y como emprendimiento de formación de archivos y rescate de acervos» (2002: 197) acá se suma un hilo a la tensión del entramado social de los archivos, ¿cuál es la frontera entre la historia y la archivología? Si este entramado fuera solo de historiadores y archiveros que «transforman las propiedades, los usos posibles y los sentidos de aquellos objetos, al instituir conjuntos de normas, preceptos y limitaciones» (Catela da Silva, 2002: 199) entonces, ¿qué hace un/a antropólogo/a cuando trabaja, investiga o dirige un archivo?

Históricamente los antropólogos en sus trabajos de campo han recolectado objetos de sus «otros» en estudio -hasta algún «ejemplar» de ese «otro»- que han pasado a conformar los acervos de los museos y han documentado su presencia en el campo a través de libretas, fotografías y videos algo que el historiador no hace, ya que su tarea en el archivo es «copiar los textos, trozo tras trozo, sin transformar su forma ni su ortografía ni siquiera la puntuación» (Farge, 1991: 18) aquí hay una diferencia entre ambos oficios, ya que el antropólogo produce documentos en sus investigaciones, los cuales son potenciales colecciones de archivos, y cuando llegan a los archivos pueden ser utilizados por archiveros, antropólogos e historiadores.

Otra diferencia entre historia y memoria, afrma Catela de Silva (2000: 205), es que la historia examina los grupos desde afuera, con distancia y está asociada a acontecimientos; y la memoria colectiva se produce y observa desde adentro, siempre asociada a grupos. Aquí llegamos a un doble atajo, ya que la historia según la escuela de los anales ha dejado de ser solo la historia de los hechos políticos, de los grupos de elite y del estado, sino que comienza a abrevar para sus reconstrucciones en la geografía, la sociología, la economía, la sociología, la psicología y la antropología; y hace historia de la cultura, de los grupos llamados «subalternos» (pobres, mujeres, campesinos y niños, entre otros).7 entonces, la antropología como la historia son la ciencia de lo diferente, de lo distante, de los «otros». Pero ¿cómo «adentrarnos» los antropólogos en los pueblos que ya no están? lo hacemos a través de sus huellas escritas transformando este modo de registro en exótico y extraño, y el viaje etnográfico se hace «a través del tiempo», como dice Sarrabayrouse oliveira (2009:64).

Ahora bien, intuyo que la diferencia entre historiador y antropólogo está dada en cómo es transformado el hecho social en hecho etnográfico y cómo la información se transforma en dato. El hecho etnográfico es una selección observada, leída e interpretada por el antropólogo (Guber, 1991; Peirano, 1991), por lo tanto la etnografía no es una técnica, como lo formula bosa (2010), sino la integración y la puesta en diálogo entre los datos y la teoría (Guber, 1991: 62-63).

Asimismo, la antropología no estudia pueblos, sino problemas, que pueden ser comparados en el tiempo y el espacios muy distantes (Peirano, 1991). Aquí sí existe una diferencia interesante con la historia, que estudia pueblos, clases sociales y hechos acontecidos en un espacio y un tiempo determinados. Por eso el historiador antes de comenzar su investigación ya limita el cuerpo documental que va a relevar para luego analizar, y conocer qué documentos seleccionar y cuáles abandonar para argumentar y reelaborar los sistemas de relaciones a través de las representaciones, valores y normas de la comunidad estudiada. la serie seleccionada es «aislada» del resto de los documentos del archivo y en ella se busca lo «aparentemente idéntico» para, luego, hallar lo diferente, lo singular (Farge, 1991: 74- 52-53) entonces, si bien el historiador puede construir «historia-problema», los antropólogos tienen un modo distinto de construir el problema-objeto de estudio en el campo, por lo tanto no es el trabajo «desde» los archivos, sino más bien, un trabajo de campo «en» archivos lo que hace el antropólogo.

El trabajo de campo etnográfico en archivos no se diferencia del trabajo realizado en cualquier otro campo, ya que busca reconocer cómo los actores configuran el marco significativo de sus prácticas y nociones; la investigación in situ se muestra como garantía inapelable de la calidad de los datos; la recolección de datos la hace de modo tal que logre pasar desapercibido; va a la «recolección» sin un orden de prioridades preestablecidas y busca detectar las pautas informales de las prácticas sociales (Guber, 1991: 68-69). ¿Qué nos haría pensar que existan «etnógrafos del presente» y «etnógrafos del pasado», como los diferencia bosa (2010)?

Asimismo en el modo como trabaja el historiador y el antropólogo es, me parece, por donde entran las diferencias entre «hacer trabajo de campo etnográfico» y «hacer archivo». El historiador trabaja con los datos, pero no es necesario que él los recolecte y hasta puede trabajar con fotocopias de los documentos sin haber estado nunca en el archivo o en contacto directo con los documentos; en el vínculo archivero-historiador está normatizado el vínculo; el historiador sabe qué busca con solo saber cuál es el acervo del archivo, pero el antropólogo solo sabe del problema del entramado social que busca interpretar, y necesita del archivero como «nativo» del archivo, ya que con solo consultar el catálogo no alcanza. Pero también hay similitudes en el trabajo, como son la interpretación de los datos, aunque los historiadores buscan explicar lo sucedido a partir de la reconstrucción de los hechos, y los antropólogos buscan interpretar y explicar la diversidad social a partir de la perspectiva de los actores involucrados. Por eso el investigador, como persona involucrada en ese entramado social que busca explicar, es la que construye también al archivo a través de sus prácticas y representaciones. Al respecto, Sorá (2010) señala: «la lectura de una archivo nunca será idéntica entre dos investigadores», y yo agrego, aunque pertenezcan al mismo campo disciplinar.

Si bien hay trabajos como el de Farge (1991), que reflexiona sobre el «archivo» -en su caso, el judicial- como espacio de trabajo para el historiador, no se propone hacer del archivo y sus documentos parte constitutiva de su objeto de estudio, solo narra sus vivencias como investigadora en el archivo. Veremos a continuación cómo la desintegración de los documentos de Monseñor en los distintos archivos nos hablan de su vida y cómo a través de él podemos ver las tensiones pasadas y presentes para con su persona por parte de la Universidad nacional de Córdoba y la iglesia Católica apostólica y romana.

Hasta aquí nos hemos detenido a examinar e interpretar el «hacer archivo» del historiador con el trabajo de campo etnográfico. En el próximo apartado veremos qué sucede con el sistema social que constituyen los archivos.

Los archivos como espacios sociales

No son solo espacios que conservan «algo» del pasado, sino también instituciones atendidas por el personal a cargo, sus autoridades y usuarios, y están normalizados por leyes nacionales y provinciales, ordenanzas municipales, resoluciones universitarias y decretos canónicos. Por eso, son más que la suma de documentos conservados y rescatados de los avatares del tiempo, y son espacios sociales definidos por las prácticas y los intereses específicos de la conducción institucional, los archiveros y la diversidad de consultores con sus distintos intereses de búsqueda. Entonces, no son instituciones cristalizadas y no hay dos espacios archivísticos iguales.

Hacer trabajo etnográfico en archivos es tener en cuenta que el acceso al documento implica, requiere y se apoya en la interacción con las personas allí presentes entre sí y con los documentos-vestigios. En ese entramado social participa el investigador, quien puede pensar al archivo como continente de documentos, y los documentos como vestigios, huellas, ruinas y señales. Hacer trabajo de campo etnográfico con documentos en los archivos significa más bien tener en cuenta no solo las piezas documentales con los contextos sociales y simbólicos de su producción y la trayectoria de vida social e intelectual de su autor, sino pensar su integración al espacio archivístico con su historia, su organización, los criterios de selección y de clasificación, las unificaciones y dispersiones, es decir, la identidad del espacio. Así, la primera ilusión que hay que romper es considerar el documento como relato definitivo de la verdad, aunque permitan reorganizar las construcciones simbólicas e intelectuales sobre el pasado y el presente (Da Silva Catela, 2002; Gomes da Cunha, 2004).

En mi caso, hacer trabajo de campo etnográfico en archivos era imprescindible si quería comprender el «hacer» de los precursores de los estudios antropológicos a comienzos del siglo XX, en el período de la modernización cordobesa. Pero mi primera reacción como cordobesa, historiadora y trabajadora del Museo de antropología de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad nacional de Córdoba (en adelante, FFyH- UnC) fue algo clásica: iniciar la búsqueda de información sobre la vida académica y las producciones de aquellos precursores, entre ellos Cabrera, en las bibliotecas y archivos de la universidad, para llegar finalmente a su vida clerical. Sin embargo, un camino que debía ser cierto, comenzó a poblarse de interrogantes, decisiones y negociaciones, suscitados por series de documentos pero, sobre todo, por sus depositarios.

Llegando a los archivos

Los archivos, aquellos «viejos» espacios, se fueron convirtiendo en «nuevos». «Viejos» porque sabía dónde estaban ubicados en la ciudad, intuía sus horarios de atención al público, y conocía qué documentación conservaban. Solo me restaba saber qué cuerpo documental querría yo consultar para cumplir con esta investigación. Y el quehacer cotidiano estaba marcado por rutina, paciencia y calma. Saludaba al llegar, pedía el catálogo y comenzaba la consulta. Podría decir que «me molestaba», y por eso no me interesaba conversar con el archivero8 sobre sus temas preferidos: casi monólogos quejándose por el director del archivo, un compañero haragán, el gobierno, el decano o cualquier tema que «no hacía» a la consulta. Yo me limitaba a escuchar y esperaba ser atendida para que me entregaran la caja o libro que necesitaba lo más rápido posible. Al terminar la jornada, me encargaba de hacerles saber que volvería al otro día y pedía que no guardaran la caja o libro que estaba consultando. Esto era clave para no perder tiempo al día siguiente esperando nuevamente la búsqueda. Solo me quedaba llegar temprano para conseguir un buen lugar con luz natural o cerca del ventilador en verano o del calefactor en invierno. Por lo general, las salas de lectura no son muy grandes y carecen de luz natural. llegar temprano también aseguraba horas de silencio que se iban perdiendo a medida que avanzaba el día.

Por otra parte, algunos archiveros y bibliotecarios me conocían porque me adscribían al Museo de antropología y a los trabajos históricos, lo cual me permitía gozar de un trato diferencial. En tiempos en que hacía trabajos históricos solía revisar series completas de documentos del siglo XiX y XX con una ficha que confeccionaba después de la primera visita al archivo. Luego de unos días de trabajo podía calcular con bastante certeza el tiempo que tardaría en el relevamiento total de la serie. Para la consulta llevaba fichas rayadas, cuaderno, lápiz y documento nacional de identidad. Esta era la idea práctica de los archivos que había ido construyendo a lo largo de mis años como historiadora.

Este modo «naturalizado» de actuar fue cambiando en esta investigación, porque ya no solo iba a consultar, sino también a interactuar con los archiveros, los visitantes y los vestigios. Me interesaba la historia del archivo y el tratamiento que recibían los documentos, porque me interesaba la figura de Monseñor en el desarrollo de las ciencias antropológicas en Córdoba. Conocer la historia del archivo revelaba quién había recibido en herencia los documentos y papeles personales de Monseñor, cómo habían llegado a los distintos archivos de la ciudad de Córdoba, cómo organizó cada archivo esos documentos y papeles para convertirlos en una colección, las políticas de conservación, los usos y préstamos diferenciados de los documentos. Averiguar sobre estas prácticas me permitiría descubrir el valor que se asignaba a la persona de Monseñor, ya que fue él quien produjo y seleccionó esos documentos a lo largo de su vida, y luego de su muerte archiveros, bibliotecarios e investigadores los transformaron en documentos-vestigios.

Mi primera sorpresa fue presentarle a los archiveros el tema de investigación en vez de apelar a alguno de los criterios usuales con que se clasifica la documentación en los archivos cordobeses, sea por años, espacio geográfico, acto jurídico (p.ej. ordenanza, ley, decreto, litigio, herencia, censos, libros de sacramentos) o institución emisora o receptora. Por eso, el diálogo cotidiano con cada archivero era imprescindible, y esto en varios sentidos. Eran ellos quienes sabían de la vida de Monseñor por lo que habían escuchado y leído; conocían sus documentos y los libros de sus respectivos fondos documentales; podían vincularme con las personas que habían estudiado o estaban aún investigando a Monseñor o su colección de documentos; y conseguían contactarme con familiares y contemporáneos del religioso. Así, comencé identificando a los que «hacían antropología» en Córdoba a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, buscando en los ficheros y catálogos a través de ciertas palabras clave -Monseñor Pablo Cabrera, antropología, arqueología, lingüística, folklore o folclore, etnografía y etnología- delimitando, de paso, los contenidos posibles de la antropología de entonces.

Los buenos resultados en esta búsqueda modificaron mi actitud en aquellos espacios: salía con más preguntas, pistas y datos para seguir indagando en ese o en otro lugar. Así fue cuando, un día en que alejandra, archivera encargada de atención de la sala de lectura del archivo Histórico y General de la Universidad nacional de Córdoba, me invitó a probar suerte en el archivo del Museo de antropología porque: «ahí se guardan los documentos del instituto de arqueología, lingüística y Folklore Monseñor Pablo Cabrera. Algo tiene que haber de la historia previa del instituto». Pero así como ella abría el juego a esta red de archivos, otro personal mostraba su ignorancia. Una mañana conversando con Marcela, quien atiende la sala de lectura del archivo arquidiocesano de Córdoba (aaC), le pregunté dónde podía encontrar información sobre la formación académica de Monseñor. Ante su cara de sorpresa, intenté una pista: «¿en el archivo de la universidad?», y respondió: -«¡ah! la verdad es que no conozco». El desconocimiento de los miembros del aaC sobre los demás archivos es sorprendente, sobre todo porque no es recíproco, pues los archiveros de otras instituciones sí saben lo que hay en el aaC. Pero para trabajar en ese archivo no es necesario ser archivero de formación o estudiante de archivología, sino que alcanza con «Ser una persona de confanza» para el obispo. Entonces me surgió la duda: ¿fingía ignorancia? Acaso esta relación de información desigual mostraba un ensimismamiento de los fondos documentales religiosos en la ciudad de Córdoba, una desconexión con otras series documentales. Pero, ¿es que las vidas de las personas allí «guardadas» -supuestamente vinculadas con la iglesia Católica- estaban tan desconectadas de las demás como lo harían suponer sus documentos?

Con esta actitud de búsqueda traté de comprender la respuesta de Daniel, encargado de la sala de lectura del aaC y reconocido por sus compañeras como «el memorioso», cuando le pregunté sobre los legajos personales de los sacerdotes. Me respondió muy serio: «-bueno, te estás metiendo en la vida privada de la iglesia». Para no dar lugar a conflusiones o malas interpretaciones, me justifiqué explicando que solo buscaba conocer sobre la vida religiosa de Monseñor y que no estaba en mi espíritu dañar su memoria ni la de la institución. Era evidente su desconfanza, una suspicacia con la cual levantaba barreras al mismo tiempo institucionales, informativas y documentales, que incidían clara y directamente en mi investigación. Y digo «desconfanza», porque con el tiempo fue el mismo Daniel quien me acercó a la sala de documentos de gran valor para mí, además de susurrarme al oído información sobre Monseñor y pasarme el teléfono del sacerdote nelson Dellaferrera, que se encontraba estudiando la historia de la iglesia en Córdoba, tema nada desdeñable en la sede de obispado desde tiempos coloniales, y cuna de la instrucción formal (y necesariamente religiosa) en territorio argentino.

En efecto, Daniel me enseñó que debía esperar a generar confanza en los archiveros, y que para ello debía observar permanencia y constancia en la consulta; lo mismo que el etnógrafo recién llegado no aspira a obtener de inmediato los secretos de una comunidad. «No tomar atajos» sigue siendo una máxima malinowskiana (1922/1987) vigente también para trabajar en archivos.

En ese «estar ahí», descubrí que los archiveros tienen un estereotipo acerca de los consultores y sus conductas: «Cuando termines con esta caja, te traigo la otra que me pediste», me dijo Celina, directora del aaC, cuando consultaba las cajas de Monseñor. Celina me mostraba cómo consultan los historiadores y quizás los antropólogos que fungen como historiadores. Ella esperaba que yo consultara la serie completa de documentos y no que buscara a partir de algún dato que me llevara de caja en caja y, peor aún, de archivo en archivo -en esta comunidad aún no hay antropólogos de carrera de grado formados en la UnC, ya que en el año 2010 comenzó a dictarse-; algunos antropólogos se fundan en una carrera de grado en cualquier disciplina, fundamentalmente social y un posgrado en el exterior, principalmente Brasil, en antropología. Esto cambió desde el año 2000 con la creación de la Maestría en antropología.

En la Sección de estudios americanistas charlando con otro usuario, contándole que estaba haciendo mi tesis para la maestría, interrumpió la bibliotecaria, «-¿Dónde estás estudiando antropología?», aun cuando la Maestría y la Sección son parte de la misma facultad.

Por eso, la tradición académica de investigación de la UnC en las ciencias sociales está muy marcada por las prácticas de los historiadores como cultores, desde distintas corrientes, de la trayectoria de esta vieja provincia desde el período colonial, jesuítico, independentista y nacional. Toda la provincia está jalonada por construcciones que obran como testigo de forecientes épocas pasadas. La ciudad de Córdoba fue sede de hechos políticos de gran envergadura en el siglo XX, en los que la universidad fue protagonista a veces central (como en la reforma de 1918). Consiguientemente, la escuela de Historia fue creada en 1968 pero su historia institucional se remonta a la fundación del instituto de americanistas en 1936, como antesala del departamento de historia en 1957. En suma, los archiveros conocen, atienden, conversan y trabajan para los consultores-historiadores.

Para permanecer en los archivos debí mostrar actitud de «visitante» pidiendo una caja como excusa para «estar ahí», y desde ese puesto observar su funcionamiento, conversar con los visitantes y con los encargados de atender en sala. Muchas veces mientras esperaba u observaba, usé las salas de lectura para transcribir entrevistas o releer los cuadernos de campo.

En resonancia con las prácticas y los estereotipos que penden sobre los investigadores, alguien me dio la clave de una tensión que divide su campo del de los visitantes: «los investigadores son los peores enemigos de la conservación. no cuidan los documentos», señaló en la sala de lectura del archivo Municipal un visitante de formación licenciado en historia, que se había jubilado como director del AM. Esta afrmación me develó una prevención generalizada que existía sobre los investigadores en el ámbito de los archivos, sumada a otras cuestiones.

En todas las salas de lectura existían carteles con distintas normativas, pero en su mayoría con prohibiciones. En el archivo General e Histórico de la UnC (aGHUnC) decía: «Prohibido dejar carteras o bolsos sobre la mesa de investigación»; «en la sala no se permite el uso de celular. ¡Gracias! ». bajo el vidrio de la mesa de consulta una hoja indicaba: «Proteger y respetar nuestro patrimonio documental, es un deber de todos». Empecé a entretenerme pensándolos en positivo. Por ejemplo: «Deje aquí su bolso o cartera» o «la campana de su celular en volumen alto distrae» y cosas por el estilo.

Otro tema fueron «los guantes de látex» que son utilizados como política de conservación preventiva. los guantes separan el papel de la mano «sudada o sucia» del visitante evitando que queden huellas. En algunos casos los debía llevar el visitante y en otros los entregaban en forma gratuita o por el pago de una pequeña suma. En el caso del aGHUnC esto se aclaraba el primer día de consulta: «Son baratos, se compran en la farmacia de la esquina», me dijo alejandra (mucho antes de la irrupción de la gripe a1H1 en el 2009. Pero pasados los meses un día los olvidé y ella muy amablemente me los dio advirtiéndome casi en secreto: «-esto no lo puedo hacer. no se lo digas a nadie. Hace tanto que venís que te hago la deferencia. Mañana no te los olvides». Así, y pese a que se reiteraba el tono admonitorio para con los visitantes habituales, me hacía la deferencia por mi prolongado y constante «estar ahí».

Por su parte, en el archivo de la academia nacional de Ciencias (anC) a los guantes le sumaron el barbijo y una nota dirigida al director pidiendo la consulta del material y una copia del proyecto de tesis. Cumplimentado el trámite debía esperar la respuesta. Una mañana, la directora de la biblioteca, Sandra, me hizo pasar a su despacho entre grandes y tupidas estanterías con libros. Con este paso a un lugar semi público presumí que ya tenía el sí para la consulta. Me senté en su escritorio rodeada de libros y papeles, me hizo un racconto de las tareas que tenía pendientes, entre ellas la nota que yo debía frmar en conformidad a la consulta. Pero como no disponía de una copia impresa, me la relató: «Solo podrás entrar con hojas blancas y lápiz. no podés entrar con ningún objeto, ni bolso, cartera, mochila ni cartuchera». Ante tantas condiciones pregunté sí debía traer guantes de latex: «-¿A ver las manos?», pidió. Cómo debe haber sido mi expresión, porque agregó: «No te asustes, es solo para ver la medida. Son medianas. Nosotros te damos guantes y barbijo. Eso sí: al finalizar la investigación debes traernos un artículo inédito para que nosotros publiquemos». nos despedimos y salí abrumada, mirándome las manos y esperando no olvidarme de nada. Un esfuerzo intelectual que ya había abarcado a todo el cuerpo.

Así fue cómo comencé a sorprenderme de espacios que eran tan cotidianos y familiares a mi vida académica pasada como graduada de historia. Estas charlas reiteradas posibilitaron un entendimiento mutuo y que fue derivando a una mejor comprensión sobre el oficio de antropólogo, cuya permanencia prolongada en el campo le permitirá, algún día, acceder a espacios calificados del edificio, como el lugar de depósito y las normas de conservación. Con mis prácticas que sorprendían a los archiveros/as, logré que se interesaran en mi trabajo y se convirtieran en verdaderos colaboradores, buscándome documentos o sosteniendo recuerdos hasta mi próxima visita. Gracias a este vínculo empecé a sentir que debía avisar cuándo volvía, dejar mi correo electrónico o teléfono por si había alguna novedad. Me había transformado en parte de la escena, quizás algo más que un visitante, pero nunca un archivero.

Estos encuentros azarosos de documentos y personas me ayudaron a extrañarme de mis propios hábitos académicos. Para mí era toda una novedad leer solo un documento de un gran libro de 300 folios, y unos meses más tarde regresar al mismo libro, incluso al mismo documento, debido a la información surgida en otro archivo o a alguna duda planteada. Y a menudo cuando volvía a consultar el mismo documento en el mismo libro, echaba una mirada a los documentos vecinos, el anterior y el posterior al menos. Toda la diferencia entre un cuestionario o encuesta hecha a un informante ocasional, y las visitas recurrentes en que la relación etnógrafo-informantes se va profundizando y diversificando.

Pero este modo de consulta me incomodaba porque los documentos de todos los archivos no eran fácilmente accesibles, además de que cada movimiento derramaba una cantidad ingente de polvo que caía, necesaria e inmediatamente, sobre el empleado de turno. Además pedir más de un libro o caja por día aprendí que era interpretado por el archivo como una persona que no está haciendo una investigación «seria» o que «no sabe lo que busca por novato». Con un poco de suerte y la anuencia de algunos empleados transformé esta incomodidad en la posibilidad de abandonar el lugar fjo del visitante «común» y empezar a ayudar, llevando el libro, caja o documento hasta el lugar más cercano que me fuera permitido acceder y no dejarlo simplemente sobre la mesa de consulta. También sostuve escaleras y bajé cajas empolvadas, movilidad la mía que se encontraba siempre limitada por el archivero que me indicaba hasta dónde llegar. Pero los límites se fueron haciendo más franqueables hasta que un día logré procurarme sola la Revista de la Universidad en la Sección de estudio americanistas de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba (en adelante SEA); al finalizar la consulta procedí a la conocida rutina: acomodar el volumen en el carro, de donde lo tomaría el bibliotecario para devolverlo al estante en el punto establecido por ubicación bibliotecológica. Cuando logramos los/as archiveros/as y yo correr los límites espaciales, el cambio también se refejó en nuestras conversaciones, que se tornaron más fuidas y cotidianas sobre Monseñor y su legado.

En esta misma sala de lectura de la Sea tuve la presentación y primera entrevista con Delia Cabrera, reconocida como su sobrina, aunque en el cuadro genealógico resulta ser la nieta de un hermano de Monseñor. Miguel, el bibliotecario más antiguo que pasó de la biblioteca del instituto de estudios americanistas a la Sección de estudios americanistas cuando se reorganizaron las bibliotecas de la Facultad de Filosofía y Humanidades, fue quien nos presentó. Él sabía de mi búsqueda, y aquella tarde ingresé a la biblioteca, saludé como siempre, y vi a una mujer mayor sentada en la mesa de consulta. intuí que era ella. Con una sonrisa cómplice Miguel se dirigió a mí: «-Mariela, te presento a Delia Cabrera, sobrina de Monseñor». Y mirándola a Delia: ella -me señaló- está investigando a Monseñor». Volviendo la mirada hacia mí añadió: «-Delia no es una usuaria más, ella goza de privilegios por su constancia», y fue ella quien agregó el dato de fliación: «-Y por ser sobrina de Monseñor». Así, Delia me informaba de la relevancia de su parentesco consanguíneo, de la relevancia de su pariente en el lugar del saber académico -por eso su acceso diferenciado a los legajos de su tío abuelo- al tiempo que Miguel destacaba la «constancia».

Así comenzaron nuestros intercambios. Ella tenía una carpeta tamaño n°3 «rivadavia» de color rojo con un hilo que sujetaba sus hojas, y donde transcribía datos sobre la historia de su tío abuelo o de su familia. Delia me explicó que:

«Quiero escribir la vida de Monseñor tal cual fue y no como esas que hacen los chantas de mucho bla bla pero sin buscar la verdad. Esta fue la enseñanza de Monseñor: hablar de la verdad con los documentos que lo demuestren. Él trabajó mucho, ¿sabés? y muchos ahora que se dicen investigadores usan los trabajos de Monseñor y no lo citan».

Más allá que ella solía hacerme sentir que había mantenido largas conversaciones con su tío-abuelo, el punto es que Monseñor ocupaba un lugar en el saber, en busca de la verdad, y con documentos como evidencia. la verdad (el pasado «tal cual fue»), la autenticidad (del documento) y la autoría de los trabajos (contra los que usan pero no citan la fuente) reencarnaban en Delia, y yo como su última discípula, recibiendo nuevas admoniciones -no plagiar, no hablar en vano, no vanagloriarme, no ser una historiadora que rapiña documentos encontrados por otros-. Pero además, yo también investigaba la obra de Monseñor. Si ella, que era familia suya, lo estaba haciendo, ¿para qué yo?

Conclusiones

Haber realizado esta refexión sobre el trabajo en archivos me posibilitó hacer este paso de «hacer archivo» al «trabajo de campo etnográfico en archivos», y pensar el «oficio» del antropólogo imbricado con mi tema de investigación sobre la trayectoria académico-universitaria-religiosa de Monseñor en la Universidad y la iglesia en tiempos de la modernización cordobesa, cuando las verdades de la racionalidad parecían desplazar a las verdades reveladas.

Agradezco profundamente aquellas preguntas de mis compañeros de cohorte y docentes que me permitieron aludir continuamente a la refexión desde un enfoque relacional aunque no me sentía una etnógrafa «del pasado», que tenía más libertad para hablar de Monseñor porque no tiene la necesidad de protegerlo, ya que como he demostrado el legado de Monseñor aún genera tensión entre los archiveros del archivo arquidiocesano y de la Sección de estudios americanistas. Entonces, los archivos en el presente me están hablando de ese vínculo en el pasado generado por Monseñor en la Universidad y la iglesia, así como ese pasado es constitutivo de los vínculos en el presente entre los archivos de ambas instituciones.

Los archivos son el producto histórico del hacer de las personas y las instituciones que se convierten por el interés del investigador en una poderosa fuente de información. Como vimos, muchos archivos de la capital de Córdoba «algo guardan» de Monseñor. Pero ese «guardado» es distinto. Hay cosas que se exhiben, otras que se dan en consulta y otras que permanecen arrumbadas e ignoradas. De Monseñor se destaca su vida intelectual (en la Universidad), y poco de su trayectoria eclesiástica (en el arzobispado). Sabiendo que sus documentos personales son exiguos, lo personal en un hombre de la Iglesia reviste un carácter más controlado por la institución. Entonces los documentos eclesiales de Monseñor Son sus documentos personales.

El AAC es el gran enigma. Si bien cuenta con cajas específicas, no son los archiveros quienes las construyen; los documentos oficiales de la curia a los que tuve acceso dicen demasiado poco de su vida eclesial. Poco pueden ayudarme los diligentes «memoriosos» en «la vida privada» de Monseñor, ¡qué es «la vida privada de la iglesia»!

Hacer trabajo de campo etnográfico en archivo me implicó dar cuenta de mis prácticas etnográficas desde «el estar ahí», y leer antropológicamente los documentos que produjo Monseñor, así como sus escritos, fotografías, publicaciones bibliográficas y artículos periodísticos, y los documentos donde las instituciones (Universidad- iglesia) tratan sobre él, buscando reconstruir su red de vínculos sociales que le posibilitaron ser un hombre de la iglesia, de la academia y la universidad en tiempos de modernización, y por ende de hiatos entre ambas instituciones. lo sorprendente es que los estudios etnológicos los realizó con los documentos que conservaban dichas instituciones, y los difundió en los espacios editoriales de cada una de estas (revista de la Universidad y el diario los Principios). Además, en el espacio eclesiástico utilizó sus estudios académicos en el desempeño de su cargo en el Cabildo eclesiástico. Claramente, descubrí cómo el microcosmo social, que es el «campo científico», y el «campo religioso» están imbricados y son parte del macrocosmos social (bourdieu, 2000).

Trabajar sobre la conformación del campo disciplinar del cual yo quería pasar a ser parte «legalmente», y que me lo posibilitaría esta investigación, requirió de una vigilancia epistemológica permanente y estar alerta a mis presupuestos, ya que por unos momentos era parte de los estudiados y por otros era quien los estudiaba. Como advierte Krotz (1988), esta es una de las características de hacer antropología en américa latina además de ser parte del mismo proceso social.

Para hacer antropología de la historia como para hacer historia de la antropología, los archivos son espacios sociales ineludibles de trabajo que demanda de los etnógrafos una refexión crítica para no caer en el error de considerar a los documentos como «vestigios objetivos» de ese pasado o a los archivos como simples reservorios sin entramado social, presente y pasado, ya que los archivos en el presente también nos hablan de su pasado. En este caso, una parte del archivo muestra los criterios de clasificación y orden de los escritos producidos por Monseñor.

Historizar el archivo de Monseñor permitió reconocer las distintas valoraciones que han tenido y tienen sus documentos, a lo largo de la historia y a partir de su institucionalización en 1933 cuando pasó del ámbito privado al público, al ser comprado por la UnC. Pero a pesar de llevar más de 70 años en el ámbito público eso no significa que todo el archivo pueda ser consultado, por lo tanto investigado, ya que los documentos han recibido distinta valoración y no todos han sido catalogados. Es significativo que el material trabajado por la archivística y la historia no sean los documentos relacionados con su vida y su quehacer, sino solo la colección de documentos que Monseñor formó y los resultados de sus investigaciones que llegaron al formato de libro. Esto impide llegar profundamente a la vida académica-religiosa-universitaria de Monseñor, porque no está disponible en la universidad, por no haber sido tratados los documentos archivísticamente y en la curia, por formar parte de la vida privada de la iglesia, es decir, del sacerdote.

El archivo, tanto para los archiveros como para los antropólogos, es un producto cultural del conocimiento, pero es tarea inherente del antropólogo analizar e interpretar el vínculo entre el productor del conocimiento -los documentos producidos y la colección- el archivo en un contexto social y simbólico (Gomez da Cunha, 2004).

Agradecimientos

agradezco los comentarios críticos formulados a versiones previas de este artículo por rosana Guber, Gustavo Sorá y Gastón Gil, así como a los colegas del PiCT/r 1728 por sus sugerencias y escucha atenta. De ninguna manera son responsables de mis interpretaciones erróneas.


Pie de página

3Cursada en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba.
4A diferencia de los antropólogos que cuando hacen trabajo etnográfico en archivos se justifican o «disculpan» por no ser historiadores, yo era una historiadora deseosa de hacer una etnografía para graduarme en antropología.
5Vale aclarar que lo llamo «Monseñor» Pablo Cabrera porque en el presente, cuando la gente hace refierencia a su persona y su obra, en el ámbito religioso y secular anteponen a su nombre su cargo eclesiástico. También los espacios de la ciudad que lo conmemoran lo hacen con la misma denominación.
6Sobre el tema ver: http://www.centropreservacionpapel.com/
7Sobre el tema ver: Aguirre Rojas (2006).
8Utilizo la palabra archivero para designar a las personas que atienden en los archivos sin tener en cuenta si han obtenido el título académico que así lo certifique. En la mayoría de los archivos que trabajé, estos espacios no están atendidos por profesionales de la archivología, sino por empleados o gente de otra profesión.

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