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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.29 Bogotá July/Dec. 2018

https://doi.org/10.25058/20112742.n29.02 

Desde el Ático

LA ANALOGÍA COLONIAL1

The Colonial Analogy

A analogia colonial

Alejandro De Oto2  3 

2 Doctor en el Centro de Estudios de Asia y África de El Colegio de México. México.

3 Investigador Conicet y de la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de San Juan / Conicet, Argentina. adeoto@gmail.com


Resumen:

En el ensayo se exploran las consecuencias de pensar el colonialismo como una analogía y la manera en que ello afecta la producción de conocimiento en las ciencias sociales y las humanidades. A partir del análisis de Clifford Geertz sobre las analogías del juego, el teatro y el texto, propongo sumar la analogía colonial, la cual ha tenido un profundo impacto en el pensamiento social desde los tempranos años ochenta. La idea principal es que para mantener abierto el espacio que esta analogía ha producido es necesario contextualizar el trabajo de investigación y, a partir de allí, establecer una conversación con los dominios teóricos y discursivos que se reconocen dentro de ella, por ejemplo, la crítica poscolonial y el giro decolonial.

Palabras clave: colonialismo; analogía; colonialidad; conocimiento

Abstract:

In this essay, we will explore the consequences of thinking colonialism as an analogy, and how this affects the production of knowledge in humanities and social sciences. Relying upon Clifford Geertz’s analysis on the analogies of game, theater, and texts, I will propose to add the colonial analogy, which has had a deep impact in social thinking from the early 80s. The main idea is that in order to keep the space this analogy has produced open, we need to contextualize research work in order to have some foundation to set up a conversation with theoretical and discursive domains considered as a part of it, namely, post-colonial criticism and the decolonial turn.

Keywords: colonialism; analogy; coloniality; knowledge

Resumo:

O ensaio explora as consequências de se pensar o colonialismo como uma analogia e como isso afeta a produção de conhecimento nas ciências sociais e humanas. A partir da análise de Clifford Geertz no que tange às analogias de jogo, de teatro e de texto, proponho acrescentar a analogia colonial, que teve um profundo impacto no pensamento social desde o início dos anos 80. A ideia principal é que, para manter aberto o espaço que esta analogia produziu, é necessário contextualizar o trabalho de pesquisa e, a partir daí, estabelecer uma conversa com os domínios teóricos e discursivos que são reconhecidos nela, por exemplo, a crítica pós-colonial e o giro descolonial.

Palavras-chave: colonialismo; analogia; colonialidade; conhecimento

En la extensión, la ciencia del caos renuncia a la potente

empresa de lo lineal, concibe lo indeterminado como un

dato analizable, el accidente como algo calculable.

Edouard Glissant

Poética de la relación

La vieja costumbre de pensar por décadas y de agrupar sentidos generales en las ciencias sociales y las humanidades, con el objetivo de destacar cierta homogeneidad de las prácticas en sincronía con una suerte de densidad secreta de lo temporal, a veces describe dimensiones mensurables y otras, simplemente, es un recurso retórico adicionado del cual se podría prescindir. Este ejercicio se mueve entonces de manera ambivalente entre describir un momento, datarlo y exponer un recurso retórico que aumenta, por así decirlo, el efecto de lo que pretende narrar. Clifford Geertz (1991), a principios de la década de los años ochenta, describió tres analogías en el proceso de reconfigurar el pensamiento social: la del juego, la del teatro y la del texto, con las que puso en primer plano el efecto que ellas causaban, tanto desde la tropología que desplegaban en sugerentes figuras del lenguaje, como en una suerte de ensayo topológico que permitía estirar ciertas dimensiones al punto de volverlas explicación social sin que se percibiera un corte. En un sentido muy preciso no se trataba de metáforas sino de la equivalencia entre las propiedades de cada una de esas dimensiones o esferas y las prácticas sociales. Así, a las analogías que volvían equiparables los procedimientos del juego, de la escena y de la lectura con las prácticas sociales, propongo sumar la colonial, la cual había asomado con un formato relativamente estable a fines de los años setenta.

¿Por qué pensar con analogías?1

Las razones pueden ser muchas pero en términos de lo que Geertz proponía tiene efectos concretos en un orden general y también particular. La recurrencia a las analogías del juego, del teatro y del texto aparecían como el resultado de un movimiento que dependía menos del método, a saber, del método sociológico, histórico, etnográfico, filosófico, etc., y mucho más de la necesidad de ampliar las capacidades expresivas del pensamiento social. De hacer que éste no dependiera tanto de sus zonas plenas de certidumbres en el terreno epistemológico sino de cierta «evidencia» de las prácticas en el campo, porque ellas advertían acerca de una tendencia irreversible hacia la complejidad de los objetos de investigación. Dicho de manera simple, esos objetos, después de todos los procedimientos destinados a darle forma, parecían más heterogéneos que las predicciones que sobre ellos trazaban las reglas del método.

El recurrir a las analogías para describir los grandes movimientos en las ciencias sociales y las humanidades implica operar tanto en el orden de las equivalencias de fenómenos concretos, la escena teatral y la escena social, el texto y la sociedad, etc., como en el orden del propio pensamiento social. Es decir, no sólo prefiguran prácticas sociales y las vuelven objeto de su dominio, sino que se tornan el ambiente en el cual se define el pensamiento social mismo. Son dos movimientos, uno dirigido hacia los casos concretos, a la ampliación de las herramientas críticas para poder abordarlos, ese sería el papel de las analogías mencionadas; y otro, que vuelve la producción de conceptos y categorías en el pensamiento social dependiente de la analogía que más presencia tiene en determinado momento.

Más allá de que se puedan distinguir distintos tipos de analogías, por ejemplo, por complementariedad, cogenéricas, inclusivas, entre otras, lo que me parece valioso de pensar en el contexto concreto de esta intervención es el poder de diseminarse y de proliferar que tienen algunas de ellas, aun sabiendo de antemano que representan una suerte de conocimiento de segundo orden porque funcionan mayoritariamente en el orden de la metáfora a pesar de su cercanía a la topología2.

Así entonces, a las tres que Geertz describía en su ensayo sobre la re-figuración del pensamiento social, habría que agregarle a esta altura de los acontecimientos una cuarta, a la que llamo analogía colonial. El peso de esta última, su validez epistemológica para ser más exacto, se vuelve decisivo cuando los procesos de los colonialismos históricos dejan de ser pensados como trayectorias subsidiarias de las historias modernas y pasan a formar parte de una relación que ya no puede escindirse entre lo que llamaría genéricamente modernidades y colonialidades. Sabemos de memoria, a esta altura, el argumento sostenido por quienes se inscriben en el giro decolonial de que no hay modernidad que se explique sin una colonialidad, la cual funciona como su condición de posibilidad. De todos modos, y sólo como nota al pasar, es preciso decir que no deberíamos acostumbrarnos a imaginar que esta relación ya está exenta de análisis y de mayor complejidad frente a contextos específicos.

Ahora bien, al pensar de este modo, en lo que refiere a la analogía, sigue siendo productivo porque nos permite a la par que desandar las analíticas de la modernidad sobre sus pasos y verificar los modos concretos en que operó una exclusión, extender el régimen de equivalencias que proponía para las sociedades coloniales hacia las metropolitanas, afectando directamente las jerarquías de conceptos y categorías del pensamiento social en el terreno de sus filiaciones más sutiles y estructurales3.

Cuando emerge con relativa fuerza, a finales de los años setenta, la analogía colonial se mide en un terreno donde no solamente están aquellas evocadas por Clifford Geertz, sino también con desarrollos metodológicos y epistemológicos que trasuntan una fuerte confianza en la potencia heurística de algunos procesos de investigación disciplinarios. Podemos recordar, al solo efecto de tener un marco adecuado de presentación del problema, las intervenciones en el campo historiográfico francés y en el marxismo inglés de fines de los años sesenta y principios de los setenta. Desde Faire de l´histoire4 (1974), el prodigioso volumen que reunía en términos de herencia y de prospección de la historia las certidumbres sobre las que operaba la escuela de Annales, hasta la imaginación metodológica sobre la historia social de Eric Hobsbawm (1983), cuya superioridad cognitiva no era puesta en duda, y más que ello, era afirmada con el carácter de una agenda de trabajo. Mi énfasis en estos desarrollos tiene que ver con mi formación en el campo historiográfico, pero también con el hecho de que ese campo fue uno de los que más hizo proliferar pautas metodológicas y epistemológicas en un momento en que se ponían en tela de juicio la estabilidad de las categorías del análisis social. Si se recorre la experiencia de investigación de aquellos años, que emerge de manera lateral muchas veces en textos clave del periodo, se podrá dar crédito con relativa facilidad a este problema. Es conocido, aunque ligeramente olvidado, el hecho de que, por ejemplo, la reflexión de Michel Foucault en la Arqueología del saber (1970) estuvo estrechamente ligada a una extensa conversación con la historiografía de Annales, en particular a aquella que había volcado los instrumentos de estudio de la estadística a la elaboración de series, las cuales al ser correlacionadas dinamitaban cualquier asunción acerca de un sujeto histórico trascendente. Es decir, los movimientos que se produjeron en el pensamiento social y filosófico a fines de la década del sesenta y principios del setenta afectaron la distribución y producción de conceptos y categorías como los de sujeto, historicidad, temporalidad, entre otros, pero también el pacto con los materiales de investigación. Un orden relativamente estable para las categorías, en todos los dominios desagregados que se puedan concebir, histórico, político, filosófico, literario, sociológico, antropológico, etc., literalmente se vio afectado por el hecho de que variaron los modos de conexión en los archivos y repertorios. Las anotaciones de Geertz justamente expresaban cierta perplejidad al respecto, al ver la manera en que se mezclaban órdenes y estéticas, tropos y topos impensados poco tiempo atrás. El pacto con los materiales de investigación pasó al centro de la escena y antes bien que afirmar secuencias preestablecidas para la subjetividad, por ejemplo, se concentró en un trabajo de relación que abría los archivos, antes codificados en el interior de campos disciplinarios relativamente regulados, a una experiencia de conexión que parecía provenir intermitentemente de esferas ideológicas amplias y de tensiones en el plano epistemológico5. Este escenario no estaba desprendido de la compleja y por momentos trágica historia de los procesos de descolonización africanos y asiáticos centralmente, posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los cuales se articularon a veces de manera abierta, como es el caso de Jean Paul Sartre, con la discusión filosófica y otras, como proceso subrepticio que parecía no impactar en el núcleo de una teoría social y una filosofía que insistían en hablar de la diferencia «del sí mismo», antes que ponerse frente a una diferencia no alterizada y pensar los desafíos que representaba.

En una dirección específica creo que es ahí donde se articula una pregunta por el colonialismo, dirigida no sólo a explicar una fase de expansión de la historia europea (o del capital) a escala global sino, de manera crucial, a explicarlo como máquina de producir sentido tanto para las sociedades colonizadas como para las metropolitanas. Varios procesos convergentes se pusieron en juego, el más importante, sin duda alguna, es el mencionado anteriormente de la colonialidad como dimensión central de los procesos modernos, aunque no tuviera ese nombre y debiéramos esperar los trabajos de Aníbal Quijano y del resto de las intervenciones en el giro decolonial para desagregarla en un amplio campo conceptual e histórico.

En ese marco se volvió central precisamente aquello que parecía subsidiario. Lo que refiero como el pacto con los materiales de investigación está en la base del giro profundo en las prioridades de las investigaciones que se pensaban a sí mismas como poscoloniales. Tal pacto implicaba re-trazar los archivos, reubicando y desarmando las configuraciones canónicas que habían organizado los materiales dentro de trayectos histórico-culturales precisos para dar respuesta ahora a preguntas vinculadas a qué tipo de discursos se producía sobre los otros culturales, qué dispositivos se desplegaban con respecto a las subjetividades en contextos coloniales, qué formas de alterización estaban en juego en relación con las historias coloniales, etc. No hay una fecha precisa para decir dónde comenzó todo esto, pero sin duda los trabajos de Edward Said (a los que se sumaron con variantes disciplinarias más tarde los trabajos de Gayatri Spivak y Ranahit Guha, entre otros), pusieron en primer plano que al desanclar los textos literarios de sus registros canónicos (literatura inglesa, francesa, etc.) ellos pasaban a formar parte de una discursividad sobre los otros culturales, que desbordaba los límites disciplinarios de la crítica para convertirse en materiales de un relato de la cultura contemporánea afiliada al imperialismo y la colonización.

Tampoco es casual, en ese contexto, que las críticas a las aserciones modernas del pensamiento filosófico europeo convergieran con relativa facilidad con la biblioteca en modo poscolonial que se empezaba a organizar. Mi punto aquí es que esta actividad de retrazado de dominios y campos de investigación, asumiendo el colonialismo desde su papel instituyente de la cultura contemporánea global, produjo el fenómeno de una analogía para el pensamiento social que no provenía de otras áreas del conocimiento sino de una suerte de «descubrimiento» de las historias complejas del colonialismo pensadas en relación con la modernidad. Para decirlo de otra forma, se trataba menos de una nueva teoría que venía a disputar la interpretación o a señalar el carácter etnocéntrico de tal o cual perspectiva. Por el contrario, se trataba de un reordenamiento de vasto alcance de todo el conocimiento producido por las ciencias sociales y las humanidades. Un conocimiento interpelado ahora por la masiva «evidencia»6 de millones de personas para las cuales los conceptos y categorías que las pensaban eran, con algunas excepciones, modulaciones más o menos eficaces del «sí mismo», es decir, de diferencias alterizadas7.

Por estas razones, creo, el colonialismo puede funcionar como una extensa analogía en la que se dirime un problema complejo, que intento describir como topológico, que es el de la equivalencia entre órdenes, que en primera instancia parecen diferentes, pero en lo referido a sus propiedades, en términos cualitativos, no lo son tanto. Pensar de este modo es claro que no exime de los riesgos que involucran generalizaciones poco fundamentadas. Sin embargo, teniendo bajo vigilancia metodológica el control crítico del impulso por generalizar, es posible decir que la analogía colonial funciona porque sitúa en contexto el conocimiento concreto y desde allí interpela, más allá de las espacialidades y las temporalidades que parecen corresponderles, tanto esferas de la experiencia histórica y social como los conocimientos destinados a estudiarlas. Es decir, funciona por equivalencia, pero no una cualquiera, sino una que cualifica y cuantifica los objetos de investigación a tal punto de volverlos irreconocibles para la contabilidad usual del pensamiento moderno en casi todas sus expresiones.

Así, por ejemplo, los procesos de subjetivación que involucran sexo, raza, género y clase a veces en conjunto, otras separadamente, además de evocar categorías actuantes en los prácticas sociales generales, adquieren una particular significación al considerarlas en relación con los procesos coloniales, dado que en ellos es donde se han articulado sus formas más productivas y proliferantes8 ¿Cómo hablar, por ejemplo, de esquemas corporales o de hacer colapsar la separación cuerpo/mente sin pasar por la clave heurística que proporciona el colonialismo? ¿Cómo evitar, entonces, el problema cualitativo y cuantitativo que la dimensión colonial pone frente a cada concepto producido en el corazón de las historias modernas? ¿Cómo, en definitiva, no asumir que el espacio de lo ausente/borrado/tachado que señala la dimensión colonial en los relatos modernos es precisamente la razón del poder proliferante de la analogía colonial?

Este tipo de preguntas son las que vuelven pensable que a las analogías que Geertz describió a principios de los años ochenta se le sume la colonial, la cual afecta el terreno epistemológico y remueve de manera persistente la arena histórico cultural en la que se define el pensamiento social. Lo que hace entonces sumar de manera radical una discusión por el lugar de enunciación9 y por la reconfiguración de las «bibliotecas» de las ciencias sociales y las humanidades.

Modos de la analogía colonial

A partir del énfasis puesto en la relación entre conocimiento y colonialidad hubo una ampliación de los horizontes epistemológicos al mostrar cuán profundos y marcados eran sus límites culturales y políticos. Al mismo tiempo, dicho énfasis produjo una afectación del lenguaje teórico porque la metáfora de la colonización como dominio y producción de un espacio dispuesto para un agente externo a ese mismo espacio, se traslada a la analítica de las relaciones sociales en sus niveles de articulación más micro (Mignolo, 2016). Tal traslado implicó otorgar un papel creciente a la dimensión colonial de la experiencia social y fue la llave conceptual para determinar las limitaciones culturales e históricas de las epistemologías que informaban la teoría social en su conjunto. Es decir, fue la llave para entender que la analogía se volvía productiva en el espacio epistémico al revelar ausencias y subsunciones dentro de las narrativas que lo constituyen. Los textos acuñados bajo el adjetivo génerico «poscolonial», se vieron rápidamente desempeñando un papel que podría caracterizarse como «en exceso» con respecto a los campos de los que originariamente participaban. Ahora parecían hacer varias cosas a la vez, hablar de problemas específicos al campo de estudio, discutir los fundamentos epistemológicos de su organización, diseñar situaciones metodológicas para los materiales con los cuales pactaban y descentrarse hacia la esfera de la crítica cultural.

La diferencia más importante que se puede anotar con respecto a las otras analogías, y que desde mi perspectiva es decisiva, es que la colonial no proviene de otros espacios del conocimiento, de otras disciplinas, aunque adquiera un tenor de conocimiento especializado. La pregunta por todo aquello que involucra la relación ente prácticas culturales de diversa índole y colonialismos históricos (para distinguirlo del concepto/categoría de colonialidad y del singular «colonialismo»), irrumpe como problema de investigación en numerosos trabajos desde los tempranos años setenta, emblemáticamente, como lo señalé antes, en los textos de Edward Said (1990, 1993) y se combina con dos procesos concurrentes de la teoría social, a saber, el análisis del discurso de Michel Foucault y la teoría de la hegemonía gramsciana. Al producirse esa irrupción, que bien podría describirse como lo hacía Geertz en términos de un argumento ideológico, sin duda alguna se afecta la organización de los materiales de investigación y los vínculos que se producen entre sí. La novedad, si queremos seguir ligados al lenguaje moderno no fue tanto cómo leía Said los textos de literaturas muy asentadas y canónicas, por medio de qué técnicas lo hacía, en muchos casos no respetando las reglas que distinguían las voces narrativas y las posiciones autoriales, en otros, fuertemente afirmado en lecturas de una sociología de los textos, sino los efectos de conexión que producía la relación colonialismo y contemporaneidad en esos materiales.

Es decir, lo central del trabajo era lo que se juntaba a partir de la clave colonial, antes bien que cómo era trabajado cada material individualmente. Este no es un problema menor, porque de lo que estamos hablando es de la convivencia en una misma investigación de registros que se producen en espacios normalizados de las humanidades y las ciencias sociales, y, registros, marcadores históricos y culturales, que no provienen de esos espacios sino de la experiencia histórica contemporánea vinculada mayoritariamente con el colonialismo.

Como se puede ver, hay allí varias instancias en las que se introduce la cuestión de las mediaciones, de las traducciones entre dominios (pensando a ellos como dominios discursivos, pero también prácticos, en el sentido de prácticas sociales). En esa dirección, el ingreso de la problemática colonial en tanto tema (que es muy anterior a los trabajos de Said), y en tanto nudo epistemológico y metodológico, reconoce antecedentes en la larga y heterogénea lista de pensadores desde José Martí, W.E.B Du Bois, José Carlos Mariátegui, Aimé Césaire, Frantz Fanon, entre otros, pero considero que es recién con los trabajos de Said que se despliega como un ítem relevante dentro de las investigaciones y que disputa, por así decirlo, el espacio de la teoría social, aunque el propio Edward Said no estuviera demasiado advertido al respecto.

No obstante, no pretendo hacer un recorrido historiográfico sobre esta emergencia, en la que sin duda hay que hacer muchos trabajos de conexión, aún muy escasos, entre las experiencias asiáticas, africanas y latinoamericanas con los procesos históricos coloniales y con la colonialidad, o para decirlo en un lenguaje más provocador, con las colonialidades. Sí, por el contrario, quiero dejar anotado que con la analogía colonial lo que irrumpe es un problema político y cultural de primer orden para las ciencias sociales y las humanidades y, particularmente, para el espacio en el que se abordan los materiales de investigación y en donde se producen configuraciones con ellos.

¿Cómo caracterizar esta situación? En primer lugar, la dimensión del problema de estudio afectando la organización del saber dentro de las disciplinas es crucial. En segundo, esa afectación implica una discusión muy clara en lo que respecta al modo en que se jerarquizan conceptos y categorías dentro de un campo específico. Por último, la emergencia de una tensión entre lo que podría ser descrito como técnicas de análisis de materiales y metodologías en relación con la dimensión colonial. Veamos esto en particular, la primera resulta bastante obvia, pero incorpora una serie de matices. Se podría decir que el problema de estudio (prefiero esta denominación a la de objeto porque en realidad lo que estudiamos son problemas), impacta sobre la configuración del conocimiento y el campo del saber que lo aborda, pero la afectación colonial introduce varias dimensiones adicionales. Pone en primer plano la discusión sobre la diferencia en distintos planos de su constitución, así entonces, en una primera instancia, aparecen las diferencias en el propio discurso disciplinario vía instrumentos de la teoría, en una segunda, se produce la diferencia de los dominios discursivos y de prácticas en las que intervienen y se mueven los/as investigadore/as y en una tercera, se pone en juego la diferencia ontológica de las historias y prácticas estudiadas con respecto a la diferencia que introducen los modos jerárquicos de la colonialidad, ya sea en términos sexuales, raciales o de clase, tanto en las prácticas sociales concretas como en el instrumental analítico. Esta tercera dimensión nos conduce de vuelta directamente al segundo problema, que es el de las jerarquías de conceptos y categorías en un campo de estudio. La dimensión colonial desajusta la referencia naturalizada entre conceptos y categorías porque revela una geopolítica del conocimiento o, en términos laxos, entre las ligazones de los conceptos y categorías con dominios que los exceden más allá del campo disciplinario, el cual, por lo general oficia de espacio de regulación de esos vínculos. De nuevo se podría argumentar que son problemas comunes a cualquier formación discursiva, esté ella atravesada por la colonialidad o no. Sin embargo, eso sería soslayar el nudo de la cuestión produciendo una suerte de equivalente universal de la relación poder y conocimiento, poder y conocimientos sistemáticos. Por el contrario, el registro de lo que encarna el colonialismo en tanto conjuntos de prácticas específicas, situadas y contextuales para un grupo dado de disciplinas, es central porque ellas se despliegan en función de una doble lógica que define los contornos del conocimiento dentro de referencias y prácticas culturales concretas, al tiempo que producen una suerte de borramiento de esas mismas referencias.

Este es el plano de la tercera o última cuestión que apunta al problema metodológico. Las ciencias sociales y las humanidades están obligadas a discutir el número, una dimensión que parece dejarse de lado con una frecuencia inusitada. Por ejemplo, una cuestión muy básica que refiere a ello es acerca de cuántas son las personas involucradas en la descripción y captura que un concepto produce de una realidad compleja. En ese ejercicio de captura, vale la pena preguntarse por cuántos recortes dejan de lado la heterogeneidad de la experiencia social y, al mismo tiempo, preguntar también por qué algunos elementos o dimensiones del conocimiento especializado casi nunca entran en la zona inestable de sus asunciones culturales, donde sus rasgos etnocéntricos pueden ser evidentes.

No es una tarea fácil porque en el nivel de trabajo más acotado, cuando se están procesando los materiales, las marcas epistémicas y políticas se tornan menos visibles por el efecto gravitatorio que los mismos materiales tienen, haciendo también menos visible la relación entre los dominios conceptuales y categoriales que dan el marco general. Creo que ello ocurre porque la relación poder/conocimiento, la diferencia cultural inscripta de manera naturalizada o la geopolítica del conocimiento implícita, se traslapa en los pliegues de las actividades sociales que produjeron esos materiales y la propia investigación. Por ello se lidia con restos, restos textuales, físicos, artísticos, etc., de variada procedencia, que funcionan como metonimias de una estructura o complejo de actitudes y referencias, para usar la idea de Said de Culture and Imperialism (1993), restos que, a su vez, la mayoría de las veces muestran débiles conexiones con el mundo que los produjo y con el contexto de su emergencia, o las disposiciones de sentido que se implican a partir de su aparición en nuestras investigaciones. Así, pensar en la constitución de un archivo presenta el dato duro, incluso cuando se trabaja con sistemas de ideas altamente formalizados, de que las representaciones, en el proceso de la investigación, son cualitativamente diferentes de aquellas que aparecen implícitas o explícitas en los materiales aludidos. De manera tendencial, muchas veces se resuelven estas tensiones dirigiendo los materiales al dominio teórico que supuestamente mejor los expresa.

En ese marco, al aparecer lo que podríamos llamar la variable colonial, el archivo en construcción sufre una tensión que desestabiliza cualquier organización previa de los materiales porque su interpelación produce un doble efecto. Por un lado, llama a discutir el problema del número y de la cualidad de la representación en juego, lo que aumenta casi de manera simétrica la complejidad del problema estudiado, por otro, retorna como diferencia ineludible sobre la práctica discursiva en la cual se inscribe la investigación, obligándola a contextualizarse.

Si nos movemos entonces al escenario de lo que se denomina teoría social y las disciplinas involucradas, se vuelve evidente que la cualidad de la representación afecta el problema de la cantidad, en especial en la llamada teoría crítica. En ella, el viaje hasta encontrar alguna de las regularidades que atentan contra la heterogeneidad era relativamente corto. Muy rápido nos encontrábamos en el dominio de explicaciones ulteriores u homologaciones del tipo «naturaleza humana», «condición humana», etc. Se volvió evidente que hablaban de poca gente y de un rango de variables culturalmente estrecho e incapaz de dar cuenta de dicha heterogeneidad. Por contraste, el efecto de la analogía colonial es ampliar y modificar la densidad e intensidad de las experiencias históricas pensadas ellas en términos de prácticas. Por ejemplo, tiempo y espacio, dos variables caras al pensamiento moderno en casi todas sus expresiones, sufren un efecto de torsión que por momentos hace imposible sostener alguna estabilidad ontológica.

Podríamos incluso forzar el argumento y decir que la contabilidad que impone la analogía colonial se produce en exceso con respecto a los materiales de investigación y afecta los descriptores y los conceptos destinados a comprender la vida histórica y social. No se trata de desconocer, por otra parte, los esfuerzos destinados a ampliar los horizontes epistemológicos y metodológicos que se hicieron en distintas áreas del pensamiento social en el siglo XX10, sino de marcar que tal vez la diferencia más importante en juego aportada por la analogía colonial, es que ella permite pensar críticamente la organización del pensamiento social en términos de disciplinas. Figuras como la de «sujeto», por ejemplo, para tomar una que es moneda de circulación corriente en nuestros saberes, no salen indemnes de la prueba del número y de la cualidad. Tal figura en prácticas situadas puede llegar al punto mismo de su disolución, como bien puede leerse en textos que van desde Frantz Fanon a Homi Bhabha.

En ese contexto, lo que trajo al primer plano el colonialismo, yo diría con énfasis creciente desde mediados de siglo XX, es que no había posibilidades de ninguna transformación epistémica y política del conocimiento sin considerar los cuerpos reales y concretos (sus historias, experiencias, etc.), de más de dos tercios de la población mundial afectada por los procesos que analizaba la teoría, por ejemplo, los múltiples análisis del capitalismo. A su vez, esto trajo consigo que la producción del conocimiento para dar cuenta de tales cuerpos sin tomar en cuenta la variable colonial era, al menos, insatisfactoria.

El problema del número en el contexto de la pregunta por la analogía colonial enfatiza la dimensión cualitativa de los conceptos, la cual no se explica por una ampliación metodológica ni por la advertencia de la mayor complejidad de la vida social, como correctamente lo han demostrado desarrollos en los estudios culturales, en la antropología, la historiografía y la filosofía, por nombrar los campos disciplinarios con los que trabajo en cercanía. En realidad han sido varios procesos concurrentes los que ampliaron el problema del número en términos cualitativos, pero de todos ellos, la introducción del problema epistemológico y político que implicaba el colonialismo, en todas sus variantes, creo que sin duda ha sido el de mayor impacto porque reveló el carácter etnocentrado de gran parte de la teoría social y política (incluyo allí todos los desarrollos que perdieron su apellido, como por ejemplo la filosofía desde fines del siglo XVIII en adelante). Se trata del hecho concreto, simple y contundente de que la configuración del campo de estudios es etnocéntrico. Creo que es precisamente allí donde se potencian todas las cuestiones vinculadas al lugar de enunciación que en el giro decolonial se insiste en destacar y que se fue gestando poco a poco en los trabajos tempranos de semiótica de Mignolo, primero en proximidad con las nociones de formación discursiva de Michel Foucault y las posiciones de sujeto en ellas, y luego como una forma de comprender por qué ciertos textos, en especial los escritos en América durante el período colonial (las crónicas), no participan de una organización disciplinaria, por caso, de la literatura11. En este plano, antes que hablar del lugar de enunciación en lo que respecta a las posiciones intelectuales y su relación con los modos en que se expresan discursos disciplinarios me interesa destacar el impacto con respecto a los materiales de investigación. Señalo esto porque hay una cierta tendencia a considerar que el lugar de enunciación se anuda centralmente con una discusión filosófica y una redefinición de la hermenéutica de Hans-Georg Gadamer, a favor de una hermenéutica pluritópica (Mignolo, 2016, 2003, 2005). Estas discusiones que son centrales con respecto a la teoría, entendida ella como una forma de articulación regional contra el poder, no necesariamente simplifica las cosas a la hora de los efectos sobre los materiales de investigación, sino que vuelve esos efectos más complejos aún porque tensa abiertamente la cuerda entre la función crítica de la teoría, las posiciones de los intelectuales en ella y la emergencia de una posible multiplicidad de lugares de enunciación.

En tal contexto me interesa señalar que la dimensión colonial de la experiencia colectiva tomada como tópico crucial de muchos escritos, en especial en el siglo XX, ejerce presión sobre las regularidades discursivas disciplinarias por una doble vía. Por un lado, porque interpela las formas de representación disciplinarias, incluso aquellas que se enuncian a sí mismas trascendiendo los dominios discursivos en los que conceptos y categorías parecen remitirse unos a otros definiendo las posibilidades concretas de enunciación y sus modos, como por ejemplo los estudios interculturales, incluso el propio enfoque de una hermenéutica pluritópica, etc. Por otro, porque no son escrituras desplegadas en términos de dar cuenta de una situación de un campo concreto, pongamos por caso, la filosofía o la historiografía, sino para producir una intervención en términos de lo que sus productores consideraron lo real, aquello con lo que debían o deben lidiar, enfrentar, combatir, pensar, etc. Pienso en este nivel en el ejemplo de la escritura de Fanon, anclada entre dos mundos como lo estaba, el académico desde el cual retoma gran parte de las inspiraciones y de los conceptos, y el de las luchas contra el racismo en particular y el colonialismo en general. El ejemplo de Fanon es tal vez el más significativo a este respecto, pero no hay que descartar otras intervenciones de igual valía.

Para resumir este viaje y proponer una salida, sostengo que la analogía colonial funciona productivamente al introducir en el reino de la teoría crítica la trama de las diferencias en la cual se estabilizan las estrategias de análisis y se desestabilizan los problemas estudiados. Al mismo tiempo, ha vuelto evidente las dificultades que expresan dos asunciones corrientes en las ciencias sociales. Una que indica que, si se trabaja con perspectivas críticas, en términos epistemológicos y políticos, la metodología para el abordaje de los materiales de investigación sufrirá transformaciones radicales que la harán apartarse de prácticas más establecidas dentro de los cánones regulares con los que se desenvuelven un conjunto de disciplinas. Otra, mucho menos frecuente, pero del mismo tenor que la primera, describe un proceso con respecto a la metodología que no es sino confirmatorio de que por más que se produzcan cambios decisivos en el orden epistémico, el conjunto de materiales con los que se pacta en la investigación en ciencias sociales es acotado y por lo tanto son también relativamente pocos los cambios, en términos metodológicos, de esos materiales.

Ambas asunciones impactan en nuestros trabajos, porque desde hace varios años se registra, en los espacios académicos y de investigación12, la presencia de dos genealogías contemporáneas en las humanidades y en las ciencias sociales, la teoría poscolonial y el giro decolonial, promotoras de y en cierto sentido acuñadas en la analogía colonial. Ambas provienen de distintos contextos histórico culturales, pero se enlazan en que sus objetos reflexivos centrales se traman en y sobre los colonialismos históricos, las historias intelectuales y las políticas asociadas a ellos y en la relación con los procesos de la modernidad, ya sea que se tome como punto de referencia el siglo XVI o el siglo XVIII. Ambas también, en más de un sentido, funcionan como dominios del saber establecidos.

Considero, y esto es una tarea colectiva, que para que la vitalidad de la analogía colonial no se agote en meros recursos aditivos a un marco predeterminado de reflexión es preciso poner el acento en que el principal problema analítico, conceptual y político en juego fue y sigue siendo las diferentes maneras en que se articula esa presencia en investigaciones fuertemente situadas.

Esto último es importante a nivel metodológico porque allí se puede observar hasta qué punto se limitan las posibilidades de circulación conceptual y se afectan el tratamiento y la configuración tanto del espacio de investigación como de los materiales. El carácter productivo de la analogía, valorado positivamente en esta intervención puede, sin embargo, situarse en un cono de sombras si esa dimensión descrita como dominio del saber, tanto de los conceptos poscoloniales como decoloniales, más que ofrecer una constante ampliación de los problemas y ser afectados por investigaciones concretas y específicas devienen, como ocurre con otros dominios de la teoría, en expresiones rígidas que tributan al mencionado dominio antes bien que a la potencia heurística que la analogía pone en acto. Me preocupa en particular, en este plano, que la referencia conceptual a algunas de las dos genealogías efectúe una inscripción jerárquica sobre los materiales de trabajo, haciendo de ellos metonimias de una totalidad, en este caso cualquier concepto, incluso el propio de colonialidad, volviendo paradójicas las premisas implícitas o explícitas tanto poscoloniales o decoloniales acerca de la tarea crítica y del horizonte epistemológico. En ese sentido, habría que asumir al momento de configurar el archivo, si la categoría va a ser sostenida, tal archivo no puede sino ser en función de los compromisos a resolver en la tarea de investigación.

Todo este ensayo proviene del hecho de pensar mi propia práctica de investigación situada en el espacio general de lo que llamo analogía colonial y articulada en el espacio epistémico y político de escrituras poscoloniales. Por esa razón, creo que es crucial señalar que la tensión entre lo emergente del contexto de investigación situado, junto con los compromisos metodológicos que allí se asuman en relación con las teorías poscoloniales, entendidas como dominios, lejos está de ser un asunto resuelto.

A la par que sostengo la potencia de la analogía colonial pensada con los contornos iniciales que intenté desplegar aquí, también quiero remarcar que en el nivel general de las propias teorías ya hay suficientes tensiones en juego como para tener cierta cautela acerca de cómo operan, en tanto dominios, sobre el terreno concreto de la investigación, sobre todo en el nivel preciso de la organización de los materiales. Para hacer eso, nada mejor que invocar el apotegma de Stuart Hall de «pensar sin garantías».

Mi intención, por último, es señalar que, para mantener la fuerza crítica de la analogía colonial en los estudios de variada temática y naturaleza en nuestros espacios de actuación, lo más productivo tal vez sea convocar ese dominio teórico desde los materiales, contextos y problemáticas específicas de las experiencias de investigación. Es decir, hacer un viaje desde los compromisos concretos hacia los campos teóricos y, al llegar allí, afectarlos.

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1Este artículo es resultado del Proyecto de investigación plurianual de Conicet: Interpelaciones latinoamericanas transdisciplinares a la teoría poscolonial y al giro descolonial: artefactos, archivos y subjetivaciones

1Nancy Leys Stepan (1986, p. 261-261) tiene una interesante discusión acerca de los modos en que fue considerada la analogía en el pensamiento científico. La división que había crecido desde el siglo XVII en adelante, señalando que las ciencias podrían prescindir del uso de analogías, las cuales quedaban reservadas a la poesía y a otras formas de expresión «pre-científicas», en tiempos recientes (contemporáneos al artículo de Clifford Geertz) se revisó y por lo tanto se volvió a discutir acerca del rol activo que las analogías tienen a partir de intervenciones de Thomas Kuhn, Richard Boyd y otros, que sostienen que las analogías y metáforas son cruciales para la elaboración de teorías científicas. El trabajo de Stepan justamente se concentra en las analogías producidas entre raza y género desde el siglo XIX. Por su parte, vale la pena recorrer el uso que de estas ideas hace Laura Catelli para pensar el modo en que metáforas y alegorías pueden servir para analizar cómo la eugenesia desplegó «un discurso bifacético, biológico y político, que delineó la población como su objeto de estudio y como su problema principal», que en el caso latinoamericano se combinó con motivos provenientes de las mezclas raciales de tiempos de la conquista, dando lugar a lo que ella llama una translatio que hizo emerger en el contexto de la colonialidad la idea del mestizaje (2010, p. 35-36).

2Me pareció adecuado invocar un sentido general de la topología teniendo claro que se trata de un término que se usa en la matemática para estudiar la continuidad y los conceptos derivados de ella. En ese campo el término refiere a propiedades de los cuerpos geométricos y sus alteraciones como producto de cambios continuos que son independientes del tamaño o de la apariencia. Aquí, justamente, lo que trato de implicar es que las analogías funcionan de manera parecida con los procesos que describen. Producen imágenes y conceptos que se asumen con las mismas propiedades del proceso estudiado. En ese sentido, la analogía no interrumpe el espacio creado por las propiedades de aquello que intenta explicar, sino que describe y se presenta a sí misma como su continuidad.

3Habría una larga consecuencia de este proceso porque la analogía colonial en un punto permite el viaje en reversa de la mayoría de los conceptos, categorías y teorías que fueron acuñadas sin tener presente la diferencia colonial. Al ocurrir ello nada de lo producido desde un locus de enunciación no reflexionado sale indemne. La lista de estas afectaciones a las teorías puede ser muy extensa pero sólo a modo de muestra se pueden destacar los escritos de Frantz Fanon que transforman y descentran la fenomenología de Maurice Merleau-Ponty por efectos de la racialización (1974), los poemas de Aimé Césaire que desandan y subvierten los mandatos metropolitanos en la política y la estética (1955), el trabajo extenso y prodigioso sobre la «relación» de Edouard Glissant (2017) que se despliega en una conversación intensa entre los mundos fanonianos y deleuzianos, la lectura del modo en que la teoría viaja, que Edward Said describe entre Fanon y Lukács (1983), o la idea que transita los trabajos de Homi Bhabha pero en algunos puntos con mayor intensidad (1994) acerca de los modos en que se hibrida el discurso colonial.

4La referencia a este libro coordinado por Jacques Le Goff y Pierre Nora, que tiene una traducción al español de los años ochenta por Editorial Laia (1984), creo que es muy importante. Se trata, tal vez, de un libro icónico del espacio abierto por la historiografía francesa y en él se reúnen artículos que en los años de formación de cualquier historiador o historiadora no podrían ser soslayados. Su inclusión aquí se explica porque es un buen ejemplo de cómo la confianza epistemológica de una disciplina le permite ordenar el campo en secciones tales como «nuevos problemas», «nuevos abordajes», «nuevos objetos» que contrastan con la ausencia del problema colonial más allá de la sensibilidad concreta que muchos de los que escriben tienen al respecto, como es el caso emblemático de Michel de Certeau. Es un buen ejemplo de la falta de afectación a la que aludía en la nota anterior. Una década y media después, fines de los años ochenta, la revista Annales seguía pensando que la crisis de las ciencias sociales no era un problema de la historiografía. Roger Chartier ha analizado con perspicacia esta suerte de negación en El mundo como representación (1992, pp. 45-48).

5Hay varios escenarios para discutir este problema de los archivos cuando se expone la noción a registros más amplios que los disciplinarios. A tal efecto se puede revisar de Jacques Derrida (1997), Mal de archivo, de Mario Rufer (2016), «El archivo: de la metáfora extractiva a la ruptura poscolonial», Diana Taylor (2011), «Introducción: performance, teoría y práctica» o un texto de mi autoría (2011), «Aimé Césaire y Frantz Fanon. Variaciones sobre el archivo colonial/descolonial».

6Implico con esta noción lo mismo que Lewis Gordon sostiene al pensar que la negación de la evidencia ha producido discursos solipsistas de la subjetividad, los cuales trasladados a la tarea académica han provocado que muchas disciplinas se vean a sí mismos como el mundo, como ontológicas, antes bien que un intento por explicarlo (2013, p. 22-23).

7No pretendo extenderme en esta nota pero me refiero al problema de pensar la diferencia desde un lugar de enunciación que hace de ella una suerte de función de lo que tal lugar concibe como centrado, singular, irrepetible, etc. Se trata, en última instancia, cuando se hace referencia a una diferencia alterizada, de una descripción del poder configuracional de ese «sí mismo» con respecto al resto. En otra nota referí al problema de la evidencia con la misma razón en juego. Cuando la evidencia deja de funcionar como señal de una diferencia, las posiciones solipsistas toman la escena.

8Estoy pensando, como puede resultar obvio, en la «crítica poscolonial», que se distingue de una simple marcación cronológica llevada a cabo por el prefijo «post» y se presenta a favor, digamos, de una heurística renovada y situada de los vínculos estrechos entre colonialismo y conocimiento, entre colonialismo y poder, entre colonialismo y subjetividad. La misma idea de un giro decolonial de por sí es descriptiva de una aspiración, la de producir conocimientos a partir de un desprendimiento epistémico de las condiciones puestas por la trama profusa de la colonialidad y su relación con la matriz de poder moderna.

9En orden a esta cuestión crucial sobre el lugar de enunciación y sus consecuencias epistémicas, metodológicas y teóricas son centrales tres textos de Walter Mignolo, El lado más oscuro del renacimiento (2016), Historias locales, diseños globales. Colonialidad, conocimientos subalternos y pensamiento fronterizo (2003) y “The Geopolitics of Knowledge and the Colonial Difference” (2002).

10Estoy pensando aquí otra vez en la historiografía francesa, en especial los momentos iniciales de la escuela de los Annales, Lucien Fevbre y Marc Bloch, que detectaron con lucidez particular el estrechamiento de las representaciones del pasado atadas a archivos oficiales y a una historia eminentemente política, en el sentido de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, y el llamado potente que hicieron por la ampliación de las herramientas metodológicas como así también de los campos disciplinarios para abordar el conocimiento del pasado. A la par, y lejos de aquél contexto, por ejemplo, en el caso de la filosofía latinoamericana, se encuentra la propuesta de ampliación teórica y metodológica de Arturo Roig, quien construyó un vasto proyecto de conexión entre distintos órdenes, narrativos, ideológicos, cotidianos, simbólicos, etc.

11Laura Catelli (2012), de manera convincente, argumenta en la Introducción al dossier de Cuadernos del CILHA llamado «¿Por qué estudios coloniales latinoamericanos? Tendencias, perspectivas y desafíos actuales de la crítica colonial», que es preciso re-conectar la crítica colonial con los desarrollos críticos vinculados al problema colonial en y sobre América Latina. Para pensar y cartografiar el poder proliferante de la analogía colonial los estudios coloniales latinoamericanos tienen mucho para decir. Incluso aparecen como un terreno privilegiado para poder también trazar las relaciones complejas entre un campo de estudio y discursividades que refieren a prácticas sociales e históricas más amplias.

12Para pensar el caso argentino ver Catelli y Lucero (2014, p. 7).

Cómo citar este artículo: De Oto, Alejandro (2018). La analogía colonial. Tabula Rasa, (29), 19-36. https://doi.org/10.25058/20112742.n29.02

Recibido: 25 de Enero de 2018; Aprobado: 19 de Abril de 2018

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