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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.29 Bogotá July/Dec. 2018

https://doi.org/10.25058/20112742.n29.05 

Desde el Ático

COLONIALIDAD, COLONIALISMO Y ESTUDIOS COLONIALES: UN ENFOQUE COMPARATIVO DE INFLEXIÓN SUBALTERNISTA1

COLONIALITY, COLONIALISM, AND COLONIAL STUDIES: TOWARDS A SUBALTERNIST-INFLECTED COMPARATIVE APPROACH

Colonialidade, colonialismo e estudos coloniais: rumo a uma abordagem comparativa da inflexão subalterna

Gustavo Verdesio2  3 

2 Ph.D., Northwestern University, 1992.

3 Associate Professor of Native American Studies and Romance Languages and Literatures. University of Michigan, USA. verdesio@umich.edu


Resumen:

La teoría poscolonial y la opción decolonial están, desde hace ya unos años, encontrando cada día más adeptos en América Latina. En ambos casos, la idea de lo colonial, la colonialidad y el colonialismo parece tomar diferentes formas. A pesar de esa fluctuación proteica de los vocablos que tienen como base semántica a la palabra «colonia», su circulación es significativa tanto en círculos académicos como en el mundo de los movimientos sociales. Sin ánimo de despreciar este fenómeno, sino más bien con la intención de tratar de enriquecer el diálogo entre marcos teóricos con vocación descolonizadora, voy a proponer, primero, analizar los distintos tipos de colonialismo de los que hablan esas corrientes y, segundo, revisitar críticamente un par de marcos teóricos y prácticas académicas que hoy no gozan de la misma acogida que las dos antes mencionadas. Una de ellas es el modo de producción intelectual que fue hegemónico en los estudios coloniales de los años ochenta originados en los departamentos de lengua y literatura de las universidades de Estados Unidos, cuyos nombres más representativos fueron Walter Mignolo y Rolena Adorno. La otra es la propuesta teórica y práctica del Latin American Sublatern Studies Group, un colectivo mayormente integrado por estudiosos de la literatura latinoamericana residentes en Estados Unidos (John Beverley, Ileana Rodríguez y otros), cuya relativamente breve vida (aproximadamente una década) abrió caminos todavía no del todo explorados. Sobre el final, voy a dedicarme a esbozar una propuesta para profundizar las vías de abordaje que proponían esas dos corrientes académicas.

Palabras clave: estudios coloniales- estudios subalternos-opción decolonial- teoría poscolonial

Abstract:

Post-colonial theory and the decolonial option have been getting more and more followers throughout Latin America in the last few years. In both cases, the idea of the colonial, coloniality, and colonialism seems to adopt several ways. Despite that protean fluctuation of utterances, with “colony” as a semantic root, its flowing is significant both in scholarly circles, as in the sphere of social movements. Without wanting to underestimate that phenomenon, but rather intending to try to enrich the dialogue between decolonizing-oriented theoretical frameworks, I will put forward, firstly, to analyze the different types of colonialism addressed by those currents, and secondly, to critically revisit a couple of theoretical frameworks and scholarly practices that are not welcomed today like the former ones are. One of them is the way of scholarly production that was hegemonic in colonial studies in the 80s, which originated in the departments of Language and Literature at universities in the United States, whose most representative referents were Walter Mignolo and Rolena Adorno. The other one is the theoretical and pragmatic proposal of the Latin American Subaltern Studies Group, a collective for the most part made up by scholars of Latin American literature based in the United States (John Beverley, Ileana Rodríguez, and others), whose relatively short lifespan (about a decade) opened paths not completely explored yet. Toward the end, I will devote some space to outline a proposal to deepen the approaches set forth by those two scholarly currents.

Keywords: colonial studies; subaltern studies; decolonial option; post-colonial theory

Resumo:

A teoria pós-colonial e a opção descolonial estão, há alguns anos, encontrando cada vez mais adeptos na América Latina. Em ambos os casos, a ideia do colonial, da colonialidade e do colonialismo parece assumir diferentes formas. Apesar dessa flutuação protéica das acepções que têm a palavra «colônia» como base semântica, sua circulação é significativa tanto nos círculos acadêmicos quanto no mundo dos movimentos sociais. Sem querer desprezar esse fenômeno, mas sim com a intenção de tentar enriquecer o diálogo entre quadros teóricos com vocação para a descolonização, vou propor, em primeiro lugar, analisar os diferentes tipos de colonialismo dos quais falam essas correntes e, em segundo, revisitar criticamente um par de quadros teóricos e práticas acadêmicas que hoje não têm a mesma recepção que os dois mencionados anteriormente. Uma dessas práticas é o modo de produção intelectual que foi hegemônico nos estudos coloniais dos anos 80 e que surgiram nos departamentos de línguas e literatura em universidades nos Estados Unidos, cujos nomes mais representativos foram Walter Mignolo e Rolena Adorno. A outra é a proposta teórica e prática do Latin American Sublatern Studies Group, um coletivo composto em grande parte de estudiosos da literatura latino-americana residentes nos Estados Unidos (John Beverley, Ileana Rodríguez e outros), cuja vida relativamente curta (aproximadamente uma década) abriu caminhos ainda não totalmente explorados. No final, dedico-me a delinear uma proposta para aprofundar as abordagens sugeridas por estas duas correntes acadêmicas.

Palavras-chave: estudos coloniais; estudos subalternos; opção decolonial; teoria pós-colonial

La teoría poscolonial y la opción decolonial están, desde hace ya unos años, encontrando cada día más adeptos en América Latina. Sin ánimo de despreciar este fenómeno, sino más bien con la intención de tratar de enriquecer el diálogo entre marcos teóricos con vocación descolonizadora, hoy quiero volver a considerar seriamente un par de prácticas académicas que aún no gozan de la misma acogida que las dos antes mencionadas. Una de ellas es el modo de producción intelectual que fue hegemónico en los estudios coloniales de los años ochenta originados en los departamentos de lengua y literatura de las universidades de Estados Unidos. La otra es la propuesta del Latin American Subaltern Studies Group, un colectivo cuya relativamente breve vida (aproximadamente una década) abrió caminos todavía no del todo explorados1.

Varias veces he dicho que lo que Rolena Adorno llamó, allá por los años ochenta, el nuevo paradigma de los estudios coloniales latinoamericanos (Adorno, 1988), fue lo primero, pero no lo segundo. Es decir, fue algo nuevo, pero no fue un paradigma. De hecho, ni siquiera en su mejor momento, cuando su influencia se extendió incluso más allá de los estudios sobre ese periodo histórico (influyendo sobre investigadores dedicados al estudio de otros momentos históricos-como los siglos XIX y XX-de la literatura latinoamericana), se puede afirmar que se haya producido un verdadero cambio de paradigma. Si lo hubiera habido, un estudio de las publicaciones de la época debería mostrar un número importante de trabajos enmarcados en esa nueva forma de entender el campo. Como señalé hace ya muchos años, ese no fue el caso: incluso durante la hegemonía teórica de los nuevos estudios coloniales, el trabajo de la mayoría de los investigadores en ese campo respondía a concepciones anteriores a esa fecha (Verdesio, 1997). Además, si la nueva agenda académica promovida por Walter Mignolo y secundada por Adorno hubiera provocado un verdadero cambio de paradigma, hoy tendríamos un campo de estudios coloniales muy diferente al actual, en el que predomina, por un lado, una mirada historicista que parece ignorar los aportes de historiadores que, como Michel de Certeau, cuestionaron el quehacer historiográfico y propusieron una práctica de la disciplina menos ingenua que la que los precedió (Verdesio, 2012); y por el otro, un enfoque al que me cuesta encontrarle mayores diferencias con el que llevaba adelante la filología española tradicional. Digo más: si hubiera habido un verdadero cambio de paradigma en la dirección que propuso Mignolo y apoyó Adorno, hoy tendríamos un campo mucho más interesado en producir investigaciones donde lo político tuviera un papel más importante que el que tiene.

Lo que sí hubo fue, como he afirmado en otras ocasiones, un nuevo modo de producción intelectual (Verdesio, 1997, p.125; 2002, p. 4-5) que postulaba la necesidad de prestar atención a las voces subalternas ignoradas no solo por las autoridades coloniales y los letrados criollos y españoles, sino también por los investigadores especializados en la época colonial, algunos de los cuales se limitaban a celebrar una empresa, liderada por conquistadores y misioneros, que habría traído el beneficio de la cultura occidental a los indígenas americanos. Hubo también, en esa línea, autores que no provenían de la academia, como Carlos Fuentes, que se dedicaron (por ejemplo, en El espejo enterrado) a celebrar las supuestas virtudes del mestizaje generado por el encuentro de europeos e indígenas, invisibilizando así la presencia de los indígenas, los africanos y sus descendientes. Un retrato de las prácticas académicas de los estudios coloniales previos al nuevo modo de producción no estaría completo si no se mencionara una operación que las caracterizaba y que Alvaro Félix Bolaños llamaba textual cleansing: el borrado de la violencia que está en la base de las situaciones coloniales de las que surge el texto, a fin de permitir que la belleza literaria del texto y su representatividad histórica brillen de manera inmaculada (Bolaños, 2002, p. 25).

Esta operación está relacionada con la búsqueda, por parte de algunos de esos estudiosos tradicionales, de las cualidades literarias de los textos coloniales, a fin de poder encontrar en ellos los antecedentes de la literatura latinoamericana del boom. Como bien señaló Mignolo en un artículo que podría considerarse como el puntapié inicial de la nueva agenda, esa operación, que postulaba un carácter literario para textos como cartas de relación, diarios de viaje, o tratados de historia natural, perdía de vista la especificidad de los discursos analizados (Mignolo, 1982). Se trataba de una operación que les permitía, por un lado, conseguirle, retroactivamente, una tradición y una historia de mayor profundidad a la literatura latinoamericana de aquel presente glorioso, en tanto que, por el otro, desempolvar esos antiguos textos y darles un status literario que los prestigiara.

Una de las propuestas que renovaron el campo se la debemos a Mignolo, quien vio la necesidad de estudiar la totalidad de los textos emanados del encuentro colonial, a fin de trascender los límites que impone la investigación de unos pocos textos canónicos (Mignolo 1992, p. 810; 1991). En opinión de Mignolo, para entender una situación colonial es necesario el estudio del corpus, es decir, de la totalidad de textos producidos en y por ella (Mignolo, 1989b). Esto lo lleva a hablar de semiosis colonial (que comprende a todos los mensajes e intercambios simbólicos que se producen en situaciones coloniales) en vez de discurso colonial -expresión esta que reduce el corpus a los mensajes de tipo verbal, tanto orales como escritos (Mignolo, 1989b). Esta nueva forma de ver los intercambios de signos en sociedades coloniales tuvo varias consecuencias, entre ellas, la entrada de mapas de origen europeo, representaciones territoriales indígenas, khipus y otros portadores de signos, al corpus de los estudios coloniales producidos en el marco de los departamentos de lengua y literatura en universidades norteamericanas (Mignolo, 1989 a, 1992). El panorama no estaría completo si no se expresara que, además de la incorporación de nuevos objetos de estudio, esos investigadores estaban proponiendo nuevas formas de leer el canon ya establecido, dialogando con distintas corrientes teóricas de la crítica literaria.

La incorporación de sistemas de signos no discursivos fue acompañada por un interés en la obra de autores indígenas -como Guamán Poma, Santa Cruz Pachacuti Yamqui y Titu Cusi Yupanqui en la región andina, Fernando Alva Ixtlilxochitl, Domingo Francisco Chimalpahin, los escribas indígenas que redactaron el Popol Vuh, los que colaboraron en la elaboración de las Relaciones Geográficas, y los informantes de la Historia general de Bernardino de Sahagún, en Mesoamérica- y en la de escritoras, otrora representadas casi exclusivamente por Sor Juana Inés de la Cruz. Nuevamente, corresponde recordar que se intentó leer a esas incorporaciones al canon desde perspectivas más sensibles a su especificidad cultural y de género, de modo que en sus análisis no privara, como antes, la mirada occidental y masculina. De esta manera, los estudiosos de la época colonial se pusieron a la vanguardia, casi sin darse cuenta, de los debates que, en la academia norteamericana de los años ochenta, fueran conocidos como las guerras del canon (canon wars).

Esas guerras enfrentaron a dos bandos bien definidos: los que apoyaban agendas académicas conservadoras contra los que intentaban introducir cambios en los estudios universitarios de literatura. Los primeros sostenían la importancia fundamental de lo que algunos llamaron “the big books”, que son los libros que la sociedad occidental clasifica como obras maestras y que, por lo tanto, deben ser parte de la educación de toda persona que aspire a la ciudadanía en esa cultura. Para poder funcionar eficazmente en esa sociedad, para reclamar, legítimamente, pertenencia a ella, hay que estar familiarizado con una serie de obras que encarnan los valores, tanto pasados como vigentes, en esa cultura. Los segundos buscaban ampliar los límites de esa lista de libros conocida como canon, a fin de facilitar la entrada de autores excluidos del marco de los estudios universitarios. En el caso más sonado, el del curriculum del curso de Historia de las ideas de la Universidad de Stanford, la piedra del escándalo fue la incorporación de autores como Rigoberta Menchú y Guamán Poma a esa lista otrora constituida por autores que, como se dijo en aquella época, eran hombres, eran blancos, y estaban muertos. El argumento de los que proponían este tipo de cambios era que, en un mundo cada vez más diverso y multicultural, la sesgada lista de libros requerida por el canon tradicional excluía un número importante de tradiciones culturales. Es decir, vastos sectores de la ciudadanía norteamericana, conocidos como minorías, así como sus tradiciones culturales, quedaban, injustamente, sin representación en las listas de lectura.

Llegados a este punto, parece necesario recordar algunas de las características del momento histórico (mediados de los ochenta) en que se comenzaron a producir algunos cambios en las universidades norteamericanas, especialmente en las de élite, en medio del auge del neoliberalismo tanto en Inglaterra como en Estados Unidos. En ese contexto, la universidad se vio obligada a responder a las demandas de esas minorías que habían producido, según Lawrence W. Levine, cambios demográficos tales que la volvieron más culturalmente diversa que nunca (Levine, 1999, p. xix, 43, 52). Después de ese proceso, las casas de estudios superiores norteamericanas ya no fueron tan homogéneas: en 1994, el estudiantado de la Universidad de California-Berkeley estaba compuesto de 32.4% de estudiantes blancos, 39.4% de asiáticos, 5.5% de afroamericanos y 1.1% de indígenas (Levine, 1999, pp. XVII, XVIII). En esa universidad emergente, la noción de “cultural literacy” (una especie de alfabetismo cultural: lo que uno debe saber para no ser un ignorante en una cultura dada) ha cambiado drásticamente y la idea de lo que es útil y lo que no lo es ha, también, mutado. Ya no puede seguir respondiendo a los criterios de conservadores como Allan Bloom (autor del best seller The Closing of the American Mind), quien defendió un curriculum académico inspirado por la creencia de que la civilización occidental es superior a todas las otras. Esto último, como se comprenderá, era difícil de tragar para los contingentes tan diversos como los que componían y componen el estudiantado de Berkeley (Levine, 1999, p. 20).

Levine celebra los cambios que se produjeron en la segunda mitad de los ochenta, pero la verdad es que ese tipo de modificaciones del curriculum no siempre son, necesariamente, progresistas. Por el contrario, es muy probable que buena parte de los cambios que se comenzaron a registrar por aquellos tiempos tengan motivaciones más conservadoras. Aquí conviene que nos detengamos a considerar lo que se preguntaba John Beverley hace unos años: ¿por qué los estudios culturales, una agenda que venía de la izquierda (tanto en Inglaterra, representada por la escuela de Birmingham, como en Estados Unidos, por los viejos activistas de los sesenta que buscaron una nueva forma de entender los artefactos culturales), tuvieron su momento de auge, hasta el punto de volverse hegemónicos en los programas de lengua y literatura de las universidades norteamericanas, precisamente durante el apogeo de los gobiernos neoliberales de Ronald Reagan y Margaret Thatcher? (Beverley, 1996, p. 47; 1999, p. 108). Su respuesta es que los administradores de las universidades norteamericanas pueden haber pensado que los cambios en la agenda académica de las humanidades podrían llegar a ser más útiles que la vieja filología y la tradición de los “big books” al momento de tener que resolver problemas en una universidad y una sociedad más diversas (Beverley, 1999, p. 108), tanto a nivel local como internacional. Agrego lo de internacional porque, como bien ha señalado Idelber Avelar, los administradores de las universidades norteamericanas han buscado una alfabetización cultural en el marco de la globalización neoliberal que pueda ser medida de acuerdo a estándares capitalistas: es decir, con base en cómo y cuánto contribuya a la expansión del capital, o sea, a la conquista de nuevos mercados (Avelar, 1999, p. 50). Es comprensible que a las universidades del norte, que se conciben a sí mismas como instituciones de alcance y misión global, las nuevas agendas y marcos teóricos emergidos en los ochenta les hayan parecido más aptos para ofrecer, a los futuros agentes norteamericanos de la globalización (es decir, a los estudiantes), una mejor alfabetización cultural que les permita actuar más inteligentemente y de manera menos irritante que la del estereotipo del “ugly American”, quien no solo no entiende nada de las sociedades con las que hace negocios, sino que además las desprecia.

De más está decir que esta mirada multiculturalista, que hizo posible el florecimiento tanto de los estudios culturales como del nuevo modo de producción de los estudios coloniales, distaba (y dista) mucho de ser, per se, no ya radical (que acaso sería demasiado pedir), sino progresista. Para empezar, no basta, para forjar una agenda radical o progresista, con ampliar el número de autores y textos-por ejemplo, agregar autores como los ya mencionados Guamán Poma y Rigoberta Menchú a la lista de lecturas obligatorias. Eso podría constituir, sin perjuicio de reconocer la enorme polvareda que medidas de ese tipo causaron entre los más conservadores, a lo sumo un primer paso para la elaboración de dicho tipo de agenda. Tampoco parece suficiente, para una agenda liberadora, el mero dialogar con diversas corrientes teóricas, sobre todo si tenemos en cuenta que en su mayoría provenían de Europa. Por otro lado, como es sabido, ese contexto multiculturalista fue una forma de responder a las demandas de los grupos tradicionalmente oprimidos que, poco a poco, iban llegando a la universidad. En otras palabras, fue un intento de frenar una posible revuelta dentro de los templos del saber. Todo esto ha de tener, seguramente, algún efecto limitante en relación a la posibilidad de los estudios coloniales de convertirse en una agenda radical.

Como no estoy presentando una visión idílica de ellos, voy a señalar otra de las limitaciones que, en mi opinión, los afectaba: su incapacidad para, o falta de interés por, generar trabajos que privilegiaran un análisis de los aspectos económicos de la conquista y colonización de América Latina. Esto, tratándose de un fenómeno como el colonialismo, que tiene un origen y un impulso profundamente económicos, es una carencia importante. Si no se tiene en cuenta ese componente fundamental de la empresa colonial, se corre el riesgo de no entender unas cuantas cosas, como por ejemplo, la violencia originaria del despojo que sufrieron los indígenas del continente.2

Aun luego de todas estas críticas, y de no olvidarme del contexto social y cultural, el zeitgeist que le sirvió de marco, dominado por el muticultulturalismo como respuesta a la diversidad en el marco del neoliberalismo global, ni de las probablemente aviesas intenciones de los administradores de las universidades de élite, sigo reivindicando ese modo de producción intelectual a pesar de sus problemas y limitaciones. Pero que se entienda bien: no estoy proponiendo volver a la práctica de ese modo de producción intelectual como si fuera una especie de desiderátum o panacea para todos los males disciplinarios. Por el contrario, visto hoy a la distancia, se nos presenta como lo que es: el producto de una época en un lugar determinado. A pesar de reconocer la diferencia que existe entre el contexto de producción académica y el producto propiamente dicho, lo cierto es que el segundo nombrado no puede separarse del todo de ese caldo de cultivo del que surgió, y la falta de énfasis en lo económico también empobrece el potencial radical de aquella agenda académica. De modo que no creo que sea posible hacer de cuenta como que seguimos en los años ochenta y abocarnos a un retorno acrítico al tipo de trabajo intelectual que pusieron en circulación Mignolo, Adorno, y sus seguidores.

Pero antes de explicitar las razones por las cuales pienso que algunos aportes de ese corpus de estudios coloniales pueden seguir teniendo vigencia en estos días, parece útil repasar, aunque sea someramente, la trayectoria y aportes de una serie de corrientes teóricas que contienen en su denominación la palabra «colonial» o sus derivados. Desde los ochenta, muchos son los marcos teóricos que se han explorado por parte de los practicantes de las disciplinas humanísticas. Uno de ellos es la teoría poscolonial, que algunos investigadores consideraron como posible fundamento para los estudios sobre la época colonial en América Latina. Como era esperable, esa tendencia no dejó un legado perdurable, pues el colonialismo estudiado por los investigadores enmarcados en esa corriente pertenece a un momento histórico que coincide con el apogeo del imperialismo británico. Varios autores, entre ellos Jorge Klor de Alva, tempranamente señalaron la inadecuación de modelos y desarrollos teóricos pensados para dar cuenta de situaciones coloniales que ocurrieron siglos más tarde que el colonialismo español y lusitano sufridos por los países latinoamericanos (Klor de Alva, 1992, p. 17). Esto no es un asunto menor, porque las formas económicas, sociales y culturales de dominación difirieron dramáticamente y los pueblos y los territorios a los que se les aplicaron eran, también, muy diferentes.

Pero me interesa más discutir la trayectoria de otra corriente teórica que tuvo su impacto en los estudios de literatura y cultura latinoamericanas, también proveniente de la India (y sus intelectuales de élite, que hablan y escriben fluidamente la lengua del imperio) y emparentada con lo poscolonial: los estudios subalternos. De hecho, dependiendo de cómo se mire el proceso de desarrollo de estas dos corrientes teóricas, se puede ver a los estudios subalternos como el punto de arranque. En los años setenta, algunos historiadores, liderados por Ranajit Guha, comenzaron a manifestar su descontento e insatisfacción con los trabajos sobre la India producidos por la historiografía inglesa más prestigiosa, animada por investigadores de inspiración marxista como Eric Hobsbawm. Según Guha, esos historiadores no entendían del todo bien la realidad india, debido en parte a las limitaciones culturales de sus aproximaciones. Guha creía que esos historiadores ingleses, al criticar (y, de algún modo, despreciar) los movimientos campesinos en la india por considerarlos espontaneístas, perdían de vista las motivaciones y las lógicas locales que los inspiraban (Guha, 2002b, pp. 84, 88; 2002c, pp. 99-100). Esto ocurría por varias razones. La primera, por la distancia cultural que existía entre la mirada de los ingleses y lo que pasaba en la India. La segunda, porque los archivos que los historiadores consultaban estaban escritos y producidos cuidadosamente por las élites del país y no por los campesinos. El archivo sobre la historia de los subalternos estaba escrito por otros y era un producto del bloque hegemónico. Guha propone, como alternativa a esa forma de hacer historiografía, una que privilegie la lectura de los archivos a contrapelo (against the grain), a fin de ver un poco más allá de lo que dicen los textos producidos por las élites. Es decir, señala la necesidad de escuchar a las que él llama «voces bajas,» esas que, por lo general, no tienen lugar en el archivo (Guha, 2002a, p. 30). Ante la pregunta razonable sobre cómo rescatar esas voces bajas o subalternas, cuando el archivo nos cierra el acceso a ellas, Guha responde que la visión contrainsurgente no solo está determinada por la insurgencia (pues es una respuesta a ella), sino que además habla todo el tiempo de ella:

los informes, despachos, actas, juicios, leyes, cartas, etc., en que, policías, soldados, burócratas, terratenientes, usureros y otros, igualmente hostiles a la insurgencia, reflejan sus sentimientos, equivalen a una representación de su voluntad. Pero estos documentos no derivan su contenido tan sólo de esta voluntad, dado que ésta se afirma en otra voluntad, la del insurgente. Debiera ser posible, en consecuencia, leer la presencia de una conciencia rebelde como un elemento necesario que está difundido dentro de este cuerpo de evidencia (Guha, 2002c, p. 110).

De este modo, tomando el concepto de Antonio Gramsci de «clases subalternas» (usado por el italiano porque desde las mazmorras fascistas no podía escribir «proletariado» o «campesinado,» así como tampoco «marxismo» -que él rebautizó como «teoría de la praxis»), se dispuso a escribir una historiografía que las representara un poco mejor que la producida hasta ese momento. Pero la historia teórica del concepto de subalternidad no termina allí, debido a que ese concepto pasó, en manos de los teóricos poscoloniales como Gayatri Spivak, de designar a clases sociales o colectivos a referirse a sujetos. Es en este marco que surge la idea de sujeto subalterno, que se va desarrollando en el trabajo de Spivak como concepto o categoría más filosófica que histórica, pero que también, según la autora, es un sujeto cuyo desarrollo «es complejizado por la interferencia del proyecto imperialista» (Spivak, 1998 [1986], p. 16). Con esta estudiosa de la literatura, ese concepto acuñado por un historiador se convierte en algo así como una palanca de Arquímedes con la cual se intenta deconstruir (recordemos que Spivak tiene una fuerte influencia derrideana) el aparato cognitivo occidental. De este modo, para teóricos como Spivak, el subalterno es un límite, un obstáculo infranqueable, para el sujeto cognoscente occidental. El subalterno pasa así de ser un sujeto histórico colectivo a ser una categoría mediante la cual poner en tela de juicio la forma occidental de entender el mundo.

Estas dos aproximaciones teóricas tuvieron la virtud de poner de relieve la importancia de la división del trabajo internacional, la desigualdad entre las naciones (cosa que, según Spivak, ni Michel Foucault ni Gilles Deleuze fueron capaces de hacer: Spivak, 1998 [1986], pp. 2, 22), y la relevancia de los aspectos imperiales y coloniales en los estudios historiográficos dedicados a explicar procesos históricos ocurridos en los países de la periferia de occidente. Sería injusto, sin embargo, no recordar que, por su parte, un número nada desdeñable de estudiosos latinoamericanos provenientes de diferentes disciplinas hacían esfuerzos por entender su condición periférica y neocolonial desde diferentes perspectivas teóricas. De eso me voy a ocupar un poco más tarde, pero antes creo oportuno hablar de un fruto impensado que se inspiró en el subalternismo y surgió en un lugar bastante improbable: los departamentos de lengua y literatura española y latinoamericana en universidades de los Estados Unidos.

Allí surgió, a principios de los años noventa, el Latin American Subaltern Studies Group, que se dedicó a desarrollar las ideas tanto de los historiadores del subalternismo como de Spivak. Se trató de un grupo de intelectuales que, ante la caída del socialismo real, los avances del capitalismo en todo el mundo, el surgimiento de los nuevos movimientos sociales, y el supuesto debilitamiento de los Estados-nación causado por el poder económico transnacional, tuvieron la necesidad de repensar su posición en la sociedad. Una de las cosas que se abocaron a reconsiderar fue la necesidad de erosionar la centralidad del papel de los intelectuales en las luchas sociales en América Latina, a fin de hacer lugar para la participación protagónica de los sujetos y colectivos en situación de subalternidad (Latin American Subaltern Studies Group, 1996 [1994]). El grupo se posicionaba, entonces, como heredero de las tradiciones progresistas de la región, pero buscaba inspiración en una matriz teórica que provenía de otras latitudes-lo cual, como se verá, generó todo tipo de reacciones adversas entre los intelectuales latinoamericanos. Es por ello que se puede decir, citando a John Beverley (uno de los fundadores del grupo), que, si bien el subalternismo (tanto el latinoamericano como el de la India) no es un proyecto marxista, sí es un proyecto del marxismo (Beverley, 1999, p. 21).

En ese grupo coexistían subgrupos que sería un poco largo enumerar y explicar aquí, pero que se reducían a por lo menos dos actitudes antagónicas: la de aquellos que, provenientes del marxismo y de las luchas políticas de los años sesenta y setenta (y que consideraban a la subalternidad como una condición real y palpable de subordinación), se planteaban, en el descorazonante marco de la globalización neoliberal, hacer lo posible, y la de aquellos otros que, provenientes no ya del activismo sino de la deconstrucción derrideana, se planteaban la tarea de pensar lo impensable (Rodríguez, “A New Debate”, p. 14). Más allá de estas divisiones internas, puede decirse que algunos de los textos del subalternismo latinoamericano en EEUU han sido inspiradores para más de un estudioso del presente. Y algunos de sus integrantes, como el ya fallecido Fernando Coronil, sostuvieron, luego de la desaparición del grupo, que la influencia que ejerció en su momento y la plétora de trabajos que inspiró, hicieron, quizá debido a esa misma riqueza, que los estudios subalternos rebalsaran el marco de su Manifiesto fundacional: el proyecto fue la promesa que el grupo generó, pero no pudo contener (Coronil, 2005, p. 341).

Es acaso de interés, se debe recordar que Mignolo estuvo vinculado al grupo de estudios subalternos latinoamericanos y que se reunió un par de veces, junto a Sara Castro-Klaren y el ya mencionado Coronil, con algunos de sus pares indios para intentar iniciar un diálogo teórico sur-sur en un plano que se esperaba fuera de igualdad. Lamentablemente, esa iniciativa no prosperó, acaso debido al desinterés casi absoluto por ese tipo de diálogo demostrado por los investigadores de la India. El contacto entre los intelectuales latinoamericanos y los de la India se dio también a través de invitaciones de subalternistas latinoamericanos a sus pares indios a participar en libros: Ileana Rodríguez invitó a Guha y a Dipesh Chakrabarty a participar en dos compilaciones sobre estudios subalternos latinoamericanos (Rodríguez, 2001a; 2001b). En sus contribuciones, los historiadores indios no hicieron el más elemental gesto para abordar la cuestión del posible diálogo sur-sur ni para decir, aunque más no fuera algo mínimo y superficial sobre los trabajos subalternistas dedicados al estudio de Latinoamérica. Algunos pensamos que esa actitud tiene mucho que ver con aquello que siempre ha dicho Mignolo sobre las lenguas en las que están inscriptos los diferentes legados coloniales que enmarcan nuestra experiencia: una de ellas, el español, tiene un escaso o nulo prestigio en el mundo de la producción de conocimiento, en tanto que el inglés es, desde hace ya un tiempo, la lingua franca de ese mundo (Mignolo 1993; Verdesio, 2002, 7). Desde esa lengua y ese mundo académico hegemónicos es que se aproximaron los intelectuales indios al diálogo con los latinoamericanos.

El surgimiento de ese colectivo suscitó cierta molestia en algunos de los nombres más importantes de la crítica literaria y cultural de América Latina, desde donde se lo vio, en el peor de los casos, como una especie de colonialismo teórico similar al del panamericanismo en el ámbito de lo político. Esta acusación concreta fue lanzada por Hugo Achugar (1997, p. 381), quien luego de haber coqueteado durante años con los estudios culturales, les dio la espalda a su retorno a Uruguay, redescubriendo el valor de los estudios literarios tradicionales y sumándose a las huestes de críticos como Beatriz Sarlo, quienes también veían con desconfianza las elaboraciones teóricas subalternistas promovidas por colegas que trabajaban en universidades del norte (Sarlo, 1997). Lo interesante de este tipo de nacionalismo o criollismo crítico es que se parapetó, especialmente en el caso de Sarlo, en una posición de defensa a ultranza de las bellas letras y los valores estéticos. Es decir, se abroqueló en un lugar que ya Angel Rama había criticado con fuerza y convicción: la ciudad letrada, el núcleo urbano desde el cual se propagaban por el territorio americano no solo la ley y la letra, sino también el proyecto colonial (Rama, 1984). De este modo se echaba por tierra todo avance hecho por los estudios culturales en la dirección de privar de privilegio epistémico a una formación discursiva como la literatura para dar lugar al estudio de otros fenómenos. Es en parte por ello que los críticos nombrados no fueron capaces de oponer una alternativa teórica novedosa o creativa a esas corrientes de pensamiento provenientes del norte y sospechosas de imperialismo o colonialismo cultural.

La respuesta latinoamericana a las corrientes poscoloniales y subalternistas que sí tuvo la fuerza teórica suficiente como para discutir con ellas en un plano de igualdad fue producto de una combinación compleja: la de un conjunto de intelectuales latinoamericanos que vivían y viven en sus países de origen y un intelectual que habita desde hace años en EEUU y trabaja, desde los años setenta, en universidades de élite de ese país, quien ha fungido de catalizador, de las ideas de todos ellos. Obviamente, me refiero a Mignolo, quien, gracias a ese relativamente reciente protagonismo, ha logrado dar charlas con frecuencia en la Argentina luego de una larga ausencia en materia de influencia intelectual -de hecho, debe de haber pocos intelectuales de su país tan ignorados, al menos hasta hace siete u ocho años, en los círculos académicos de su lugar de origen.

Ese grupo que hoy lidera Mignolo incluye a filósofos de larga trayectoria como Enrique Dussel, a investigadores procedentes de las ciencias sociales como Aníbal Quijano, a críticos literarios como Javier Sanjinés, a antropólogos como el ya fallecido Fernando Coronil y Catherine Walsh, y a una larga lista de intelectuales de las más diversas disciplinas a lo largo y a lo ancho de Latinoamérica. Su genealogía, empero, se remonta mucho más atrás en el tiempo, incluyendo a pensadores tan distintos entre sí como Rodolfo Kusch, José Carlos Mariátegui o Guamán Poma. En el primero de los casos, estamos ante uno de los filósofos latinoamericanos que más tempranamente se interesó en los posibles aportes que podían hacer a la humanidad en general, y a Latinoamérica en particular, los saberes otros que Occidente no respeta como tales. En varios libros, Kusch se dedicó a repensar la identidad latinoamericana, concluyendo que no podíamos entendernos a nosotros mismos como europeos ni como exclusivamente occidentales, ni entender el ser autóctono latinoamericano en términos del dasein heideggeriano (Kusch, 1970 [2007], p. 268-269). El Ser y tiempo de los latinoamericanos, la obra magna que explicaría su forma de ser en el mundo, no podía ni debía ser como el de los occidentales representados en aquel libro de Heidegger. Debía, en cambio, reconocer que éramos diferentes, y que esa diferencia estaba en la heterogénea composición de nuestras poblaciones y en lo conflictivo de nuestra historia colonial y neocolonial.

Pero el paradigma u opción decolonial (que también se llamó, en previas encarnaciones, posoccidentalismo, o modernidad/colonialidad) tiene un par de fuentes teóricas más recientes y fundamentales: las ideas de Immanuel Wallerstein sobre el sistema/mundo y las de Quijano sobre la colonialidad del poder. Esas dos fuentes de inspiración fueron reelaboradas Mignolo a lo largo de los años y hoy forman parte de los pilares teóricos del pensamiento decolonial. La idea de que el mundo moderno fue posible gracias al establecimiento de la explotación del ser humano por el ser humano puesta en funcionamiento por el colonialismo, es un presupuesto básico de este marco teórico (Mignolo, 1995). Es decir que no puede concebirse la modernidad y sus narrativas de emancipación sin tener en cuenta que ellas fueron posibles gracias a que el sistema colonial estaba sentando las bases para la aparición del capitalismo. Marx mismo fue claro al respecto: la acumulación primitiva que hizo posible el capitalismo tuvo origen en la conquista de América y en la extracción de metales que se hizo mediante la separación del trabajador de los medios de producción (Marx, 1992, pp. 873-875, 915).

La colonialidad del poder, según Quijano, vendría a ser algo así como una matriz de poder que tiene su origen en la época colonial pero que continúa existiendo a pesar de la desaparición de ese sistema político después del advenimiento de otros sistemas, el republicano, en los países latinoamericanos. En esa matriz colonial del poder, la explotación económica de la tierra se llevó a cabo por parte de una minoría étnica compuesta por europeos, bajo cuya custodia y tutelaje trabajaban grandes números de indígenas, quienes generaban una gran plusvalía. En el contexto latinoamericano, su enfoque tuvo la virtud y la originalidad de poner de relieve la importancia de lo étnico en el proceso histórico de la explotación de la riqueza americana, tanto en tiempos coloniales como en el periodo republicano. El problema, creo, es que este elemento étnico ha venido aumentando tanto su protagonismo en las elaboraciones del grupo que, en mi opinión, ha llevado en ocasiones a olvidar que, si se lo separa de los aspectos económicos tanto del sistema colonial como de la matriz de poder, pierde gran parte de su poder explicativo. De modo que si hay un déficit detectable en este marco teórico es esa tendencia a dejar de lado la consideración de los elementos económicos de la explotación de la tierra americana y el trabajo de sus habitantes. Esto es una pena, pues la primera versión del concepto «colonialidad del poder» incluía un fuerte componente económico (Quijano, 1992 [1991]).

Sea como fuere, lo cierto es que en el pensamiento actual de Mignolo y de varios de sus seguidores hay una sorprendente falta de interés por los factores económicos de la dominación colonial -factores sin los cuales es muy difícil entender los mecanismos de poder que subyacen a esa dominación. Lo que parece faltar en los estudios del colectivo, entonces, es un estudio sistemático de las formas en que el capitalismo fue impuesto en las distintas regiones del planeta. Lo cual es una gran carencia, pues como bien recuerda Chakrabarty que nos enseñara Guha, el capitalismo, en el marco global, no repite la misma historia de poder en todas partes (Chakrabarty, 2010, p. 37). De hecho, el capital intenta imponer el mismo modelo en todo el planeta, pero el poder que surge de cada intento de colonización toma una forma diferente en cada lugar, porque las resistencias locales que encuentra son idiosincrásicas de cada uno de ellos: la densidad de población, las historias locales, la geografía, las diferentes maneras en que los locales se resistieron o se adaptaron al capitalismo, son tan solo algunos de los factores que explican las diferentes formas en las que el capitalismo se desarrolló en los territorios colonizados. Es por ello que en otros trabajos me he atrevido a recomendar que el pensamiento decolonial desarrolle una sensibilidad mayor ante las diferentes matrices coloniales que surgieron y se desarrollaron en los territorios colonizados (Verdesio, 2017; 2012).

Para explicar mejor mi sugerencia, pasemos primero a señalar otro de los puntos débiles de buena parte de los trabajos de la opción decolonial: a pesar de que lo colonial aparece en el propio nombre de esa corriente de pensamiento, rara vez es parte importante de los trabajos que se producen en su marco. Es paradójico que una corriente fundada y liderada por uno de los grandes promotores del modo de producción conocido como estudios coloniales casi nunca ofrezca estudios concretos donde lo colonial propiamente dicho sea parte de la investigación. Parecería que ese pasado colonial se diera por supuesto, que fuera visto como algo dado, como algo que todo el mundo conoce y sobre lo cual ya no es necesario hablar. Pero esa actitud puede llevar a una serie de errores de apreciación de los legados coloniales que siguen vigentes hoy, pues no todos provienen de las mismas situaciones coloniales. Como ya he señalado en otros trabajos, cuando se trata de entender la vigencia de la matriz colonial en países como Uruguay (y en lugares como la Patagonia, que ocupa buena parte de los territorios de Chile y de la Argentina) a la luz de la versión inicial de la colonialidad del poder, fuertemente inspirada en el colonialismo que tuvo lugar en la zona andina, es muy probable que surjan cortocircuitos interpretativos, pues lo que ocurrió en esos otros territorios tiene mucho más que ver con el colonialismo de settlers que con la explotación a través de instituciones como la encomienda y el repartimiento (Verdesio, 2017, 2012). Es decir, tiene mucho más que ver con estrategias que privilegiaron el desplazamiento, exterminio y/o asimilación de los indígenas que con la explotación de vastas masas de indígenas que generan plusvalía para unos pocos europeos (Verdesio 2017, 2012).

Hechas estas salvedades, me apresuro a aclarar que si la idea es centrarse más en el presente y tratar de ver de dónde vienen algunos de los mecanismos de opresión que sufren los subalternos de nuestros tiempos, no tengo grandes objeciones. Solo digo que esa tarea se podría realizar mucho más eficientemente si se estudiaran con más atención las situaciones coloniales del pasado de las que surgen las injusticias del presente. Hace ya más de quince años, el ya citado Bolaños y el que esto escribe propusimos un ejercicio intelectual a los autores que formaron parte del volumen que editamos (Bolaños & Verdesio, 2002): intentar establecer relaciones entre alguna situación colonial de los siglos XVI, XVII o XVIII y el presente, a fin de detectar los legados o herencias coloniales que aún nos afectan. Si bien el libro no terminó siendo una colección de artículos en los que se hiciera exactamente eso, la idea era poder entender la genealogía y los procesos que culminan en situaciones de opresión o desigualdad en el presente que nos toca vivir. En este sentido es que reivindico una agenda de investigación que se dedique de manera seria y rigurosa al estudio sistemático del largo periodo colonial en América Latina.

En otras palabras, lo que en realidad quiero recuperar de aquellos estudios coloniales de los ochenta es su fuerte compromiso con el estudio crítico de una época que marcó el desarrollo posterior de la vida, no solo en las Américas, sino también en el planeta todo. La conquista y la colonización de América es, a nadie le puede caber duda, un parte aguas en la historia de la especie humana, gracias al cual todas las partes del mundo y, detalle no menor, todas las economías que ellas cobijaban, quedaron conectadas. Pero además de ello, es el momento en el que se inicia un sistema colonial que, como ya vimos, dará origen (no lo digo yo sino Marx) a la acumulación primitiva que hará posible el surgimiento del capitalismo.

Es solo desde una agenda de investigación que ponga el énfasis en el estudio de las situaciones coloniales del pasado que podremos dar respuesta a algunas de las excelentes preguntas que plantea Laura Catelli:

¿Cómo es afectado nuestro imaginario sobre lo colonial cuando nos posicionamos en una perspectiva poscolonial o decolonial que supone no un después sino una continui dad de dinámicas de poder (epistémicas, políticas, subjeti vas) más allá del fin nominal del colonialismo? ¿Qué es lo que continúa? ¿Qué es lo colonial que marca el presente? Podríamos preguntar por persistencias materiales de lo colonial. (2017, p. 37)

Para saber qué es lo que continúa del sistema colonial en el presente es necesario, aunque parezca de perogrullo, saber de qué hablamos cuando hablamos del pasado colonial. Por eso insisto en la necesidad de producir estudios rigurosos y críticos que se centren en la especificidad de las situaciones coloniales de los siglos XVI a XVIII. El modo de producción intelectual liderado por Mignolo y Adorno en los ochenta hizo eso, pero ya vimos más arriba que tiene limitaciones propias del lugar y de la época en las que surgió. Por ello, creo que es importante fortalecer su potencial crítico y superar esas limitaciones radicalizando su sesgo teórico.

En otros trabajos ya había propuesto aceptar la herencia del modo de producción de los estudios coloniales inyectándole una fuerte inflexión subalternista que permita no sólo abrir las puertas a las voces y subjetividades subalternas en el marco colonial, sino que además les dé privilegio epistemológico. Hoy me gustaría explicar por qué aun me interesa la matriz subalternista y por qué, dentro de ese marco teórico, me inclino más hacia la mirada de algunos integrantes del colectivo latinoamericano que hacia las ideas de los que formaban parte del grupo indio que los inspirara. Creo que lo que sostuvieron Javier Sanjinés, José Rabasa y Robert Carr en la introducción al número 46 de la revista Dispositio/n resume lo que quiero resaltar: para ellos, hay que intentar trascender las fronteras físicas e ideológicas de la universidad a fin de poder entrar en una relación de diálogo y solidaridad con el subalterno (Rabasa et al., 1994, pp. VI, VII, X). No es fácil, sin embargo, elaborar estrategias para incidir en la sociedad y para escapar de la prisión de la máquina de enseñar que es la universidad. A pesar de ello, creo que hay casos de estrategias de colaboración con el subalterno dentro y fuera de la universidad que permiten augurar algún tipo de incidencia de los académicos solidarios en el resto de la sociedad.

Estoy pensando aquí en los aportes de dos disciplinas que, históricamente, se han desarrollado en contacto con los pueblos indígenas del planeta y que han tenido con ellos, muchas veces, una relación conflictiva: la antropología y la arqueología. Si bien la historia de esas disciplinas, como es sabido, tiene aspectos verdaderamente condenables (como haber sido el brazo académico del imperialismo, en algunos casos, y del Estado-nación moderno, en otros), también es cierto que en las últimas dos o tres décadas se vienen desarrollando formas de entender y practicar la disciplina que intentan revertir esa historia de opresión y colonialismo. Algunas de sus elaboraciones teóricas recientes, como la antropología social más progresista (en cualquiera de sus vertientes: militante, comprometida, en colaboración, y un creciente etcétera), indican que la ausencia de participación indígena en sus investigaciones, que la caracterizara desde sus comienzos, está comenzando a ser subsanada con una serie de propuestas, medidas y prácticas de tipo colaborativo (ver un breve pero muy completo panorama de esas corrientes en el trabajo de Mariela Eva Rodríguez, 2010, pp. 41-54).

La arqueología latinoamericana más progresista (que si bien se mantiene en diálogo con corrientes de pensamiento arqueológico como el posprocesualismo, que provienen del primer mundo, no siempre se inspira en sus conceptos y prácticas), cuyos teóricos y practicantes se encuentran vinculados, por lo general, al congreso conocido como TAAS (Teoría Arqueológica de América del Sur), presenta en sus filas a algunos arqueólogos que se proponen integrar al sujeto subalterno al proceso de producción de conocimiento desde el momento de su concepción hasta el momento de su publicación (ver, por ejemplo, el trabajo y las reflexiones de Rafael Curtoni y María Luz Endere, 2006). Pero es cierto que, si bien el número de practicantes de la disciplina que adhieren a este tipo de planteamientos va creciendo (en especial, por el lado de los más jóvenes), todavía quedan muchos (muchísimos) arqueólogos que no ven con agrado ese tipo de conceptualización de la disciplina.

Por último, estoy pensando también en un tipo de arqueología desarrollada sobre todo en Estados Unidos por los propios individuos y grupos indígenas (los navajos, por ejemplo), quienes han desarrollado sus propios programas de formación de arqueólogos. En América Latina no ha cundido aun este tipo de práctica, para llevar adelante la cual los indígenas ya no necesitan del tutelaje de los arqueólogos no-indígenas, debido a que en ese marco son ellos mismos los que se ocupan de desarrollar los proyectos de investigación de principio a fin. Hoy ya se puede hablar de arqueólogos indígenas de reconocida trayectoria, como Joe Watkins y Sonya Atalay, por poner los ejemplos más conocidos (Watkins, 2000, Atalay, 2006). Pero no sería justo dejar de consignar que arqueólogos latinoamericanos de gran prestigio e influencia, como Cristóbal Gnecco, desconfían del potencial liberador de ese tipo de práctica disciplinaria. Basándose en declaraciones de la propia Atalay, quien dice explícitamente que la arqueología indígena no pretende reemplazar a la tradicional,3 Gnecco sostiene que, al no presentarse como una arqueología otra, sustancialmente diferente a la vigente, se limita a agregarle un sesgo nativo a las prácticas y protocolos tradicionales, sin modificarlos ni subvertirlos (Gnecco, 2012; 2015, p. 37). Sin perjuicio de la legitimidad de esta advertencia, conviene recordar que la propia Atalay afirma que no hay una sola arqueología indígena, pues los diferentes grupos tienen relaciones distintas con esa disciplina, con la historia y con las cuestiones patrimoniales (Atalay, 2000, p. 30), razón por la cual no veo por qué no se puede concebir la posibilidad de que surja, en algún momento, una versión más radical. Aparte de esto, soy de los que cree que el tipo de conocimiento que se viene produciendo desde el ámbito de la arqueología indígena ha tenido consecuencias favorables, en más de un rubro, para los pueblos originarios: por ejemplo, en la forma en que se entiende y representa el pasado de sus sociedades, en sus luchas por reclamos de tierra, o en sus pedidos de restitución de restos humanos en posesión de museos. Esas consecuencias la diferencian claramente de la que se desarrolla habitualmente bajo las condiciones de producción tradicionales. Es por eso que me animo a pensar que, a pesar de que en su desarrollo actual no se presenta como una praxis tan radical ni subversiva como quisiera Gnecco, la arqueología indígena, al igual que las distintas cepas de la antropología y la arqueología en colaboración, tiene el potencial de convertirse en una herramienta útil para vehicular con provecho las luchas de los grupos subalternos que tienen lugar dentro y fuera de los recintos universitarios.

En otros trabajos (Verdesio, 2011; 2017), propuse reflexionar sobre la relación entre el subalterno y la investigación académica desde una perspectiva exterior a los marcos constrictores de las disciplinas. Allí aclaraba que no me estaba refiriendo a un enfoque interdisciplinario, pues ello dejaría incólumes los cimientos iluministas y burgueses de las diversas disciplinas. Pensaba, más bien, en la producción de un tipo de trabajo intelectual que haga posible el cuestionamiento tanto de la disciplina en la que uno trabaja como de la propia idea de disciplina. Pero mientras sigamos produciendo desde esa máquina de enseñar que llamamos universidad, nuestro margen de acción estará limitado por sus principios y reglas. Por ahora, entonces, es en este marco cognitivo y productivo que debemos pensar cómo operar. Por eso es necesario que aquellos que nos dedicamos a temas coloniales sigamos perfeccionando y descolonizando los modos de producción en los que estamos insertos y les demos una inflexión subalternista. La forma que tome esa inflexión puede ser parecida o diferente a la de las prácticas disciplinarias que acabo de comentar. No hay recetas. Pero si no lo intentamos, es improbable que podamos avanzar en la lucha por la descolonización del conocimiento que producimos.

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1Este artículo es producto del trabajo realizado por el autor sobre cómo se realiza la investigación en los estudios coloniales.

1Para una discusión de los aportes y contribuciones de ese colectivo al estudio de Latinoamérica, ver mi introducción al número 52 de la revista Dispositio/n, dedicado por completo a la trayectoria del grupo: “Latin American Subaltern Studies Revisited” 5-42.

2Por supuesto, sería injusto criticarle esta ausencia de enfoques económicos a los estudios coloniales solamente, cuando, como veremos más adelante, tanto la teoría poscolonial y la opción decolonial adolecen de la misma carencia.

3Las palabras exactas de Atalay son estas: “the attempt is to incorporate Indigenous experiences and epistemologies into current mainstream archaeological practices. The goal is not to replace Western concepts with Indigenous ones, but to create a multivocal archaeological practice that benefits and speaks to society more broadly” (Atalay, 2008, pp. 33-34).

Cómo citar este artículo: Verdesio, Gustavo. (2018). Colonialidad, colonialismo y estudios coloniales: un enfoque comparativo de inflexión subalternista. Tabula Rasa, (29), 85.106. Doi: https://doi.org/10.25058/20112742.n29.05

Recibido: 21 de Marzo de 2018; Aprobado: 30 de Junio de 2018

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