Nos interesa debatir la pertinencia y operatividad de una serie de conceptos para comprender, conocer y problematizar los procesos político-ideológicos que desarrolla la clase obrera, trabajando en este caso con la historia que despliega la clase trabajadora en Argentina. Planteamos una reflexión acerca de la utilización del concepto de identidad y, más específicamente, de la categoría «identidad política», como operador clave en muchos estudios recientes sobre la clase obrera.
El artículo propone una agenda de investigación que avance en la necesidad de conocer en mayor profundidad el proceso histórico de la clase obrera en Argentina. Buscamos, para ello, superar los límites que para lograr esa tarea marcan las perspectivas que centran su abordaje en la identidad política.
Defendemos la necesidad de avanzar en el conocimiento y la investigación de los procesos de lucha concretos, ya que las clases sociales se construyen a partir de la lucha (Marx, 1987 1; Thompson, 1989). Es allí cuando se hace posible el desarrollo de la conciencia de que existe un adversario político, un conjunto de sujetos con intereses contrapuestos a los intereses que la clase oprimida pretende conquistar. Por ello entendemos que sólo es posible conocer la conciencia de una clase subalterna, y sus grados de desarrollo (Gramsci, 1997), a partir del estudio de los enfrentamientos sociales, de las acciones colectivas prácticas, donde se ponen en juego las estrategias de los diversos sujetos sociales que confrontan entre sí en lucha por sus respectivos intereses.
Gramsci divide diversos niveles que va tomando la conciencia política colectiva: el primero y más elemental es el económico-corporativo, el segundo es el de la toma de conciencia de la solidaridad de intereses entre todo el grupo social, pero aún en el plano meramente económico, y el tercero es el de la superación de los intereses corporativos y la toma de conciencia política (Gramsci, 1997, p. 57).
Estos niveles de la conciencia política colectiva no se presentan en forma evidente ante el observador, sino que deben ser comprendidos a partir de la investigación de los procesos de luchas que van desarrollando los grupos sociales. Y, a su vez, estos niveles de conciencia no pueden ser entendidos sin relacionarlos con el ámbito de las relaciones de fuerzas objetivas, ya que la conciencia de los grupos sociales se define, al menos en parte, por el grado de comprensión que llegan a desarrollar sobre su situación objetiva y por las acciones que realizan para intentar mejorar o mantener esa situación como expropiados o expropiadores.
Si la conciencia de cada grupo social apunta a defender sus intereses como grupo más restringido, o a mejorar su posición como grupo social más vasto, o a trastocar de fondo las actuales relaciones de fuerzas objetivas, es algo que solamente puede ser explicado a partir de las relaciones de fuerzas entendidas como totalidad. Esto es así ya que los grupos sociales se plantean sus metas de acuerdo a la situación objetiva que les está planteada (Marx, 1997).
No es posible analizar los objetivos, las metas y la estrategia de los grupos sociales que se conforman en clases a través de la lucha, si no entendemos el marco global de movimiento de la sociedad. El intento de comprender los fenómenos del ámbito de las fuerzas políticas aislado del ámbito de las fuerzas sociales objetivas, cercena la realidad e impide percibir un proceso social en su totalidad. Lo encubierto, lo que no se presenta de manera evidente ante la mirada del observador o del participante, no puede ser entendido globalmente más que a través de un abordaje teórico que ponga en juego ese complejo entramado dialéctico que constituye y reconstituye diariamente a la sociedad.
Pensamos que es posible hacer observable, en el conjunto de los enfrentamientos que se van desarrollando entre las clases sociales, distintos objetivos entre los sujetos que participan. La demarcación de los niveles de conciencia que se expresan, de las formas de acción, de los tipos de organización, de la relación entre lo consciente y lo espontáneo, nos posibilita encontrar un sentido general del proceso de lucha. A ese sentido lo denominamos estrategia (siguiendo aquí la propuesta de Iñigo Carrera, 2000a).
Obviamente en todo proceso habrá más de una estrategia y hasta múltiples variables dentro de una misma estrategia general. Pero lo que buscamos demostrar es, justamente, que se puede encontrar, entre esos múltiples hechos y tendencias parciales, una directriz central que explica la globalidad del proceso.
Hacia una perspectiva holística
En Sobre la Historia, Eric Hobsbawm (1998) sostiene, ya desde el título de uno de sus artículos, que «La historia de la identidad no es suficiente». Destaca allí la necesidad de una mirada universal, que supere la fragmentación a la que nos restringe el enfoque de las identidades:
Los historiadores, por microcósmicos que sean, deben estar a favor del universalismo, no por lealtad a un ideal al que seguimos apegados muchos de nosotros, sino porque es la condición necesaria para comprender la historia de la humanidad, incluida la de cualquier sección especial de la humanidad. Porque todas las colectividades son y han sido necesariamente parte de un mundo más amplio y más complejo. (Hobsbawm, 1998, p. 276)
Hemos trabajado en otros artículos (Pérez Álvarez, 2010) la relación entre dirigencias y bases obreras, destacando la importancia clave de estudiar a la clase como sujeto colectivo, y no fragmentarlo desde preconceptos que no parten del estudio concreto de la realidad, sino de la concepción previa del investigador. En la mayoría de los estudios recientes sobre la clase obrera realizados desde algunos grupos de izquierda en Argentina, se suele comenzar el análisis a partir de una imagen estereotipada que da por supuesta la pretendida existencia de bases siempre dispuestas a luchar y dirigencias permanentemente traicionando y frenando los procesos de radicalización política. Sostuvimos en dicho trabajo que el proceso social es mucho más complejo, y que solamente podemos entenderlo cuando iniciamos nuestra investigación desde una mirada que busque integrar la totalidad. Esto sucede, aún más claramente, con las investigaciones que pretenden abordar la historia de la clase obrera, pero que ingresan a investigar el proceso social desde el concepto de identidad política. Esas pesquisas intentan observar cómo se conforma y transforma un grupo particular y delimitado de la clase que, aparentemente, tiene determinados elementos distintivos con respecto al resto.
De esa manera no se consigue investigar a la clase obrera como totalidad o, aún mejor, a la sociedad como marco general de los cambios particulares y del desarrollo de esas organizaciones políticas específicas. No proponemos dejar de lado la investigación sobre identidades políticas en la clase obrera, sino plantear una propuesta metodológica que apunte a posicionarla en su justo nivel; en un lugar que contribuya al conocimiento y que no abone a encubrirlo.
Recuperando la citada idea de Hobsbawm de que «la historia de la identidad no es suficiente», vemos la necesidad de que esas investigaciones se integren en un marco más amplio que les otorgue sentido a sus indagaciones. Destacamos así la necesidad de una mirada que integre la totalidad, que piense la transformación identitaria no como una explicación a priori del proceso de cambio social, sino como una de las posibles consecuencias de los ciclos de confrontación.
Nuestra propuesta (que no pretende ser novedosa) es que la identidad, mucho más que una explicación de los procesos de cambio social, es un efecto de los mismos. Pretender explicar un proceso por la identidad es buscar comprenderlos desde lo que los sujetos participantes dicen que hacen, y no desde lo que realmente hacen.
Que lo central a evaluar sea lo que se hace, no implica que lo que se dice no tenga importancia y no deba ser valorado. Pero, justamente, ese aporte se puede apreciar a partir de tener claro lo que objetivamente sucedió, más allá de lo que los sujetos intervinientes buscaban (o decían que buscaban) realizar. Allí es cuando podrá observarse quién pudo llevar adelante sus cometidos y quién no, quién fue consecuente en sus planteos y, básicamente, quién logró imponer en mayor medida su voluntad a la resultante global del proceso2.
Recuperamos aquí la reflexión de Spivak (2003) acerca del error «romántico» de las visiones que suponen a los oprimidos como capaces de hablar, actuar y conocer plenamente por sí mismos, sin que las múltiples formas y herramientas de dominación les impidan, o les limiten, la posibilidad de desarrollar su propia agencia. En este sentido la restricción que siempre tiene una investigación que parta desde la identidad política se refuerza, y mucho, cuando la aplicamos a sujetos subalternos. Ellos están constantemente oprimidos y bombardeados por las ideas de la clase dominante que imponen, inventan, tergiversan o invisibilizan identidades. Y, a su vez, otras veces son los mismos subalternos quienes ocultan su identidad, camuflándola con aquella que les fue impuesta por los poderosos, a modo de «invisible» resistencia (Scott, 2000).
Entonces… ¿Cuánto explicamos de un proceso desarrollado por sujetos subalternos cuando decimos que aquellos que lo realizaron eran anarquistas, comunistas, peronistas, socialistas o sindicalistas? ¿Cuánto explicamos cuando nos quedamos, solamente, en el plano de las identidades políticas, de lo que los sujetos dicen que son y dicen que hacen, sin adentrarnos en la investigación rigurosa acerca de lo que esos sujetos realmente hicieron?
Recuperando debates
En forma constante se nos ha planteado como un problema el observar las relaciones entre bases obreras y dirigencias, y explicar cómo se conforman y qué expresan esas direcciones obreras. Este debate se traduce al de las estrategias que se hace posible observar a partir del estudio de los enfrentamientos sociales, las prácticas organizativas de la clase, las alianzas que se conforman y los intereses que ellas representan (Iñigo Carrera, 2000a).
Otro eje es abordar el vínculo que se establece entre las estrategias que se desarrollan, los proyectos políticos3 que en ellas están presentes y el tipo de organización necesario para llevar adelante dichos proyectos. Buscamos pensar cómo el sentido común (Gramsci, 1997)4 opera en tanto encubridor de la dominación de clase en tiempos «normales». Esa situación de dominación invisibilizada es puesta en cuestión en el momento del conflicto, en la lucha, en el enfrentamiento social. Es allí cuando cada grupo expresa en forma visible sus posturas, se alinea en una u otra alianza social y realiza sus acciones.
En la lucha las clases se constituyen como sujetos históricos y productores de la transformación social. Allí van adquiriendo conciencia de sus intereses comunes, desarrollando organizaciones que buscan defender sus intereses y luchar contra aquellos que pretenden perjudicarlos. En el enfrentamiento esos grupos sociales toman algún nivel de conciencia acerca de sus intereses comunes.
La sociedad cambia, entonces, a partir de la lucha; esa transformación se expresa en los enfrentamientos, y allí se hace especialmente observable. Estudiar la conflictividad se constituye como el punto de ingreso a la investigación más operativo para conocer el desarrollo y conformación de la clase obrera y las diversas formas organizativas que constituye, ya sea a nivel social, sindical o político; no es más que recuperar la propuesta clásica de investigar las experiencias y prácticas concretas que desarrollan los trabajadores (Thompson, 1989). En el capitalismo el sujeto fundamental de ese cambio es la clase obrera, que sufre con mayor rigor las injusticias de este sistema y se constituye en el sujeto más dinámico de la conflictividad social.
Únicamente en la lucha el sentido común dominante puede ponerse en cuestión. Varios autores reflexionaron acerca de esta temática, siendo Gramsci el más trabajado en esta línea. También George Rudé (1981) ha avanzado en esa senda, proponiendo que la cultura popular procede de dos elementos fundamentales, de los cuales uno es propio de las clases oprimidas mientras el otro es adoptado, y/o impuesto, desde la clase dominante. Del primer elemento surgen una serie de ideas a las que llama «inherentes». Este aporte se manifiesta de forma espontánea, sin conseguir desarrollarse como un sistema de ideas estructurado.
El otro afluente, al que denomina ideas «derivadas», se presenta como un sistema más estructurado, que parte de lo inherente, pero es permeado por ideas provenientes desde la clase dominante. Ese caudal estructura las visiones más conscientes sobre el proceso histórico, y da sustento a los programas que elabora e intenta desarrollar la clase obrera. Así la cultura popular está integrada por elementos propios y externos, pero, por su condición de subalternidad, son los aportes externos los que juegan un papel clave en la posibilidad de formular proyectos sistemáticos.
El poco explorado revolucionario argentino John William Cooke5 también aborda esta línea de reflexión sosteniendo que: «Los individuos que componen una clase tienen su visión del mundo y de los problemas derivados del papel que desempeñan en la sociedad; pero solamente mediante la acción, actuando como clase, es que toman conciencia de ello. En épocas en que los sucesos son normales, en el proletariado conviven su visión particularísima con la ideología impuesta por la clase dominante. Mientras aquella es inarticulada e inorgánica esta es coherente, orgánica, fijada por el machacar de las maquinarias educacionales y propagandísticas. Pero en los momentos decisivos, esa ideología extraña a sus intereses entra en colisión con las necesidades del proletariado, que pasa a actuar con autonomía y asciende así a la autoconciencia» (Cooke, 1973, p 383)6.
Estas miradas sostienen, entonces, la necesidad de no quedarnos en el plano de lo aparente, ni de lo que los sujetos dicen que son. En especial esto se refuerza para los sujetos subalternos, que cargan en todo momento con la dominación de clase sobre sus cuerpos y sus concepciones del mundo, como bien lo remarcan Rudé y Spivak. La mirada circunscripta al plano de las identidades se queda allí, sin horadar las paredes más gruesas de la dominación de clase, y sin observar muchas formas de resistencia popular, que se suelen invisibilizar tras la apariencia de la asunción «formal» de la identidad que el poder impone (Scott, 2000).
El enfrentamiento social se destaca como el indicador clave para observar los procesos de cambio. La lucha genera mutaciones y a su calor se transforman las actitudes, se modifica la perspectiva y se producen radicales alteraciones en la forma de encarar las situaciones que los mismos sujetos podían tener pocos días atrás.
Pero esos cambios no necesariamente sedimentan en una transformación perdurable de la conciencia. Para que ello pueda suceder se hace necesaria la ruptura política, la sedimentación en términos de organización política de la nueva conciencia. Allí sí la transformación puede ser un movimiento orgánico y no solamente un emergente coyuntural, una expresión del momento de auge que se disuelve al regresar a la «normalidad»7.
Un breve repaso histórico-historiográfico
En la investigación que hemos desarrollado acerca del proceso de conflictos sociales en el noreste del Chubut desde 1990 hasta 2005 (Pérez Álvarez, 2013) destacamos que, a pesar del marco de profunda conflictividad social que se vivió a nivel general en toda Argentina, no se generó un proceso de sedimentación en conciencia política alternativa, ni a nivel local ni a nivel nacional, durante ese ciclo de rebelión. Las clases subalternas no pudieron construir un proyecto social alternativo a los que se elaboraron desde las diversas fracciones de la clase dominante. Se generaron abiertas disputas contra los gobiernos, que llegaron hasta situaciones de clara crisis de dominación política (como la de diciembre de 2001); pero, cuando pasó el momento de auge del enfrentamiento en las calles, las opciones que se postularon y visibilizaron socialmente como posibles salidas de la «crisis», fueron las que se propusieron desde la burguesía más concentrada, las que se elaboraron desde el palacio, y no desde la calle8.
En el período estudiado se desarrolló una acumulación de fuerza social y experiencias, sintetizadas en el surgimiento de nuevas personificaciones sociales (como las del piquetero, ver Lenguita, 2002; Cross, Lenguita y Wilkins, 2002) y nuevas formas organizativas (fundamentalmente la asamblea, ver Klachko, 2006). A través de distintos enfrentamientos sociales, que se constituyeron en hitos9 del proceso, se construyó un profundo cambio en la correlación de fuerzas sociales, desde el momento de la realización hegemónica del capital financiero, hacia 1991, hasta el período de mayor impugnación popular al régimen de gobierno, entre fines del 2001 y hasta mediados del año 2002.
Las abruptas mutaciones observadas en ese cambio de siglo se explicaron, desde nuestra perspectiva, centralmente por la lucha desarrollada por los sujetos colectivos, y no por el cambio de «identidades políticas». Nuestro enfoque discute con el sostenido, entre otros, por Maristella Svampa y Sebastián Pereyra (2003), quiénes observaron a la caída de la «identidad peronista» como un elemento clave para explicar el cambio social en los años 90.
Sostenemos que el proceso es justamente al revés: es en la lucha cuando se puede superar o transformar una identidad; allí las antiguas representaciones (o auto representaciones) colectivas pueden ser dejadas atrás. Porque es en el conflicto abierto donde puede hacerse evidente que esas identidades, y sus propuestas, ya no son operativas para afrontar las necesidades que la realidad plantea; solamente allí pueden llegar a emerger nuevas auto representaciones, que sean expresión del surgimiento de nuevos proyectos políticos, de propuestas de otras formas de organización social.
Como ya lo dijimos, explicar los procesos sociales centralmente desde la identidad es poner la mirada en lo que los sujetos dicen que hacen, en lo que ellos dicen que son. Por el contrario, los historiadores tenemos, como tarea central, develar lo que los sujetos hacen y lo que son, por sobre aquello que creen ser. Si las dinámicas sociales que explican el decurso de la historia y el funcionamiento de la sociedad fuesen evidentes y transparentes, las ciencias sociales no tendrían razón de ser. Pero, en verdad, nunca han sido tan ocultadas las formas de dominación como bajo el capitalismo; nunca, por lo tanto, se hizo tan necesario como hoy un entramado de ciencias sociales que apunte a disolver la opacidad tras la que opera la legitimación sistémica, y que consiga hacer observable lo ocultado.
Antes de nuestro pasado-presente reciente, hay otros tres momentos claves en la historia del proceso político ideológico de la clase obrera argentina que consideramos claves para pensar y profundizar lo que planteamos. Los repasaremos esquemáticamente, debido a la extensión del artículo.
El primer hito fueron los años 20, y el marco de cambio que se suele representar como el proceso de caída del anarquismo y el surgimiento, con mayor fuerza, del sindicalismo y el comunismo. Se destaca como punto de quiebre del proceso al año 1919 y la semana trágica (Bilsky, 1984; Godio, 1985), donde, en el marco del enfrentamiento social, puede observarse que ya había una transformación en marcha.
No creemos que esa transformación se explique por el cambio de identidades políticas que supuestamente estaba en curso, donde el anarquismo, como ideología eminentemente revolucionaria y rupturista, sería reemplazada por posturas tendientes hacia la conciliación de clases (Suriano, 2005; 2001) y la integración reformista a la sociedad civil por parte de la clase obrera y/o los sectores populares (Romero, 1990; Romero y Gutiérrez, 2007).
En verdad se estaba registrando un proceso de cambio objetivo, que se expresaba, a su vez, en esas identidades y en la génesis de una nueva estrategia obrera. Comienza a evidenciarse el crecimiento de una propuesta que postula la posibilidad de obtener mejoras en las condiciones de vida de la clase obrera, sin la necesidad de pagar el alto costo que implicaba la intención de transformar revolucionariamente la sociedad.
Las investigaciones de Agustín Nieto (2018; 2009), Oscar Videla (2010), Iñigo Carrera (2000b) y López Trujillo (2009), entre otros, sobre la pervivencia de identidades anarquistas en diversos sindicatos de importancia hasta más allá de mediados del siglo XX, demuestran que la transformación fundamental no se explicaba por el supuesto cambio de identidades políticas. La clave residía en el surgimiento de una nueva estrategia que iría ganando a la mayoría de la clase para su propuesta, expresando la resultante de los procesos de confrontación que los trabajadores venían protagonizando.
Esta hipótesis se consolida cuando los autores antes citados observan que muchas de las prácticas concretas que desarrollaban esos anarquistas post1930, estaban mucho más cercanas a las típicamente identificadas con el sindicalismo o el comunismo, que a las que se suelen identificar como «clásicamente» anarquistas10.
Estos elementos pueden reforzarse con el despliegue de aportes de investigaciones regionales, más moleculares en su posibilidad de captación de los procesos. Allí podremos ver que aquello que a nivel nacional muchas veces se presentaba como homogéneo, era un mundo mucho más articulado y permeable.
La supuesta diferenciación absoluta entre diferentes identidades políticas (donde, por ejemplo, la adscripción a la corriente anarquista, socialista o sindicalista, aparecían como una pretendida divisoria de aguas), se evidencia como una realidad más compleja, donde lo que cobraba mayor peso eran las prácticas concretas que realizaba la clase, antes que la afiliación a una u otra identidad. Elementos de esta perspectiva se observan en los trabajos citados, así como en un artículo que realizamos junto a Mónica Gatica (2012) 11 sobre el surgimiento del movimiento obrero en el noreste del Chubut, entre otros aportes que complejizan la historiografía sobre la clase obrera en Argentina.
Otro momento clave fue el surgimiento del peronismo. Desde la mirada de las identidades políticas, se asumía ese proceso como un gran interrogante, por la dificultad para explicar cómo una clase obrera mayoritariamente de «izquierdas» se vinculó y apoyó activamente un proyecto social que propugnaba la «conciliación de clases».
Las últimas investigaciones sobre los años 30 han apuntado a destruir esa perspectiva simplificadora del proceso que, desde esa esquematización, era incapaz de explicar lo que había sucedido. Los trabajos de Hernán Camarero (2015; 2007) sobre el desarrollo e intervención del Partido Comunista desde los años 20, presentan rasgos claves para sustentar nuestra mirada, aun cuando el autor encara su investigación ingresando desde la identidad política. A pesar de esa diferencia, en su recorrido se hace evidente que ya durante los años 30 el Partido Comunista, como expresión política que organizaba y representaba a un sector relevante de la clase obrera en la Argentina de entonces, compartía significativos rasgos con lo que expresaría la porción mayoritaria del movimiento obrero, que impulsaría luego el surgimiento del peronismo.
La investigación de Nicolás Iñigo Carrera (2000a), sobre la huelga de la construcción de 1936, es la que consideramos marca el camino para desarrollar un enfoque más complejo que el de las identidades políticas, con el objetivo de abordar la historia de la clase obrera. Iñigo Carrera postula que el concepto clave para estudiar el desarrollo político y organizativo de la clase no es el de identidad, sino el de estrategia.
Esta perspectiva no desconoce la relevancia y operatividad del concepto de identidad política para analizar los momentos de transformación: pero la ubica más como efecto del fenómeno de mutación social, que cómo causa o explicación del cambio. Por esa misma razón la puerta de ingreso a la investigación no debe ser una identidad política en particular, sino el proceso de enfrentamiento social que a nivel general se libra en cada momento histórico.
Para entender la irrupción del peronismo, que para la mayoría se presentaba como un más o menos abrupto12 «cambio de identidades», Iñigo Carrera retrocedió varios años en el proceso histórico, buscando hacer observable el momento previo de mayor enfrentamiento social, un hecho donde las fuerzas sociales se habían puesto en acción y se alinearon de acuerdo a sus respectivas estrategias.
Demuestra que ya en 1936 puede observarse, a través del estudio de los enfrentamientos sociales que se produjeron durante esa huelga, y de las diversas propuestas y acciones de cada grupo, la existencia de una estrategia mayoritaria entre los trabajadores. Dicha estrategia era resultado del desarrollo y acumulación de una experiencia obrera de años de lucha y organización, y representaba a una amplia porción de la clase.
Lo más significativo es que la estrategia que Iñigo Carrera hizo observable, no era privativa de uno u otro grupo político: la misma se expresaba y atravesaba a las diversas identidades políticas que organizaban fracciones relevantes de la clase obrera en ese momento. Esos grupos políticos luego serían constructores de las dos grandes alianzas sociales que se conformaron hacia 1945 (las que, en términos sociales, tomarían el nombre genérico de peronismo y antiperonismo).
Desde aquellos sectores que se reivindicaban de «izquierda» (y que en su mayoría formarían parte de la Unión Democrática, la alianza «antiperonista») se levantaba una estrategia que no tenía grandes diferencias en términos prácticos con la que sostenía el sindicalismo (que se encolumnaría13 fundamentalmente en el laborismo14). Esa estrategia era la de buscar mejores condiciones de vida a través de vender a mejor precio su fuerza de trabajo, aceptando las reglas de funcionamiento del sistema y sin pretender transformarlo radicalmente.
Desde esa perspectiva la «mutación» de una identidad de izquierda hacia una identidad que sostenía la conciliación de clases, no aparecía ya como un misterio insondable, sino como la conclusión lógica del desarrollo práctico de una estrategia de integración al sistema con el objetivo (en gran medida cumplido), de obtener mejores condiciones de vida. La divergencia se planteaba alrededor de cuál era la alianza social que planteaba mejores posibilidades de llevar a la realidad los objetivos de la clase. Por ello, en esa coyuntura histórica específica, el estudio limitado a observar la identidad política poco nos decía sobre el momento de quiebre15. Mucho más nos explicó el estudio de la lucha, del conflicto.
El último momento clave que marcamos incluye la etapa final de la segunda presidencia de Perón y, especialmente, el de los años de la llamada «resistencia peronista». Nuevamente retomamos la reflexión política de Cooke (1964, 1973) cuando analiza el proceso de lucha que desarrolla la resistencia peronista16 y destaca cómo esa experiencia obrera ponía en tensión la «identidad» tradicional del peronismo. Sumamente arriesgado y polémico, Cooke sostenía que probablemente el peronismo pudiese disolverse como identidad, si es que otra fuerza pasaba a desarrollar, en el plano de la lucha, el papel revolucionario que, para él, esa propuesta política habría cumplido hasta entonces: «cuando nos disolvamos como peronistas, si es que nos disolvemos como peronismo, es porque otra fuerza representará el papel revolucionario que representa en este momento el peronismo» (Cooke, 1964).
Está clara en Cooke la poca importancia de las identidades políticas ante la preeminencia que tiene el proceso de luchas en torno a cómo se organiza y da sus combates la clase obrera. Indicadores que nutren esta línea podemos encontrar, entre otros, en las investigaciones de Louise Doyon (1977), Gustavo Contreras (2018; 2012), Omar Acha (2011; 2009) y Marcos Schiavi (2008; 2012), quienes destacaron el desarrollo de relevantes huelgas obreras y el sostenimiento de importantes niveles de autonomía obrera durante los gobiernos peronistas. Se evidenciaba así, nuevamente, la escasa posibilidad de comprender estas situaciones desde una mirada que se restringiese a observar las identidades políticas de la clase, y que no atendiese a su accionar global, a sus diversas y complejas prácticas sociales.
La esquematización de suponer que una clase obrera, de «identidad peronista», seguiría sin fisuras los mandatos de ese gobierno, aun cuando enfrentasen sus condiciones de vida, se demostraba como un obstáculo para conocer el proceso social que se estaba desarrollando. Esto queda aún más claro en los estudios sobre el congreso de la productividad17 (Bitrán, 1994; Kabat, 2007, entre otros).
Retomemos a Cooke. En el mismo texto ya citado reflexiona sobre el porqué no se conformaron milicias obreras para la defensa del gobierno peronista ante el tan anunciado golpe de Estado, finalmente llevado a cabo en septiembre de 1955. Cooke afirmaba: «Porque no se puede armar a la clase trabajadora para que defienda a su régimen y al otro día decirle: bueno m’hijo, devuelva las armas y vaya a producir plusvalía para el patrón» (1964).
Desde su perspectiva la conformación de las milicias obreras, y la defensa del régimen enfrentando a las fuerzas golpistas, hubiese llevado necesariamente a un profundo cambio social. La experiencia, entre otras, de la guerra civil española, así lo demostraba. La lucha llevaba a la autonomía obrera, y ella desataba fuerzas «peligrosas» e incontrolables para un proyecto que nunca se había planteado superar los límites del capitalismo. Una vez desarrollados esos procesos no se podría luego, simplemente, regresar a la «normalidad» y a que la clase retorne, ordenadamente, «a producir plusvalía para el patrón». Para Cooke es evidente que esa posible radicalización de la lucha hubiera generado un quiebre en la identidad política peronista, y no la identidad un quiebre en la lucha.
Para nosotros, sin embargo, hay en Cooke una sobre estimación de la lucha como productora automática de la conciencia. La práctica, por sí sola, produciría la ruptura con el sentido común dominante, y generaría la conciencia de la necesidad de un cambio revolucionario18. Ese es, en lo político, el sustrato de su concepción de que no era necesaria la conformación de un partido político de la clase obrera en Argentina, ya que la práctica de lucha y la experiencia desarrollada y expresada en la identidad peronista podía solucionar por sí sola esa carencia.
Al mismo tiempo, existe en la reflexión política e histórica de Cooke una gran claridad con respecto a lo pasajero y poco importante que en ocasiones son las identidades políticas (especialmente como base explicativa de los grandes procesos de transformación social), destacando la mayor relevancia de analizar los enfrentamientos sociales y los alineamientos que se conforman en torno a ellos.
Es en la lucha, en la confrontación con las fuerzas sociales opositoras, cuando esos límites ideológicos pueden superarse. Pero, para quebrar definitivamente esas barreras, hace falta la sedimentación del cambio de conciencia que se opera en la confrontación, en ese momento en que la dominación de clase queda al desnudo. Si no hay conciencia de la ruptura el sentido común dominante siempre, más tarde o más temprano, logra recuperar el terreno que había perdido en el plano de la lucha, y consigue reencauzar el río, ocasionalmente desbordado, a la «normalidad» de la dominación.
El cauce del río, y su fluir, presentará ahora algunos cambios menores, que quizás hasta lleven a mejorar coyunturalmente la vida de los sectores oprimidos, pero los mismos no serán definitivos ni estarán nunca garantizados, y tampoco afectarán los núcleos fundamentales de funcionamiento y perpetuación del sistema.
Un cierre provisorio y una propuesta metodológica
Este debate tiene elementos relevantes para los que pretendemos sacar conclusiones del proceso de rebelión que tuvo su hito máximo en las jornadas de diciembre de 2001 (Bonnet, 2002; Iñigo Carrera y Cotarelo, 2003; Fradkin, 2002) y del período posterior, que llevó a doce años de gobierno kirchnerista y, en 2015, al triunfo de Mauricio Macri, quizás el primer gobierno expresamente de derecha que en la historia argentina ha llegado al poder a través de los votos19.
La posibilidad de un horizonte de transformación social, que abrió la insurrección popular de comienzos de siglo, hoy parece haber sido cancelada. Se plantea una situación donde en el sentido común dominante no se vislumbran como opciones «realistas» a aquellas propuestas que plantean un horizonte más allá del capitalismo. Las únicas alternativas que hoy aparecen como viables parecen ser las de un capitalismo con algún nivel de control estatal y paliativos hacia los sectores más empobrecidos (representado por la propuesta peronista) o un capitalismo «liberado al libre mercado», que sepa aceptar los «costos» de aquellos que no sean capaces de competir (expresado por el actual gobierno).
Las alternativas que planteaba la propuesta de una nueva forma de organización social parecen haber quedado en el olvido, o estar restringidas a grupos minoritarios. Las llamaradas de los días de auge, del «que se vayan todos», de las asambleas populares, de la política ganando las calles, quedó reducida a las tibias cenizas de un «país en serio», consigna del primer gobierno kirchnerista, que no significaba más que la propuesta de retornar a un «capitalismo en serio». El macrismo, en perspectiva, parece ser hoy la continuidad orgánica de ese proyecto de restauración del orden burgués, que había sido alterado por la irrupción de las masas populares, en la política y en las calles (ver Bonnet, 2015).
Nunca puede hablarse de una conclusión taxativa en la reflexión sobre temas tan complejos. Sí podemos afirmar, parafraseando otra vez a Hobsbawm, que la historia de las identidades no es suficiente para construir una historia global de la clase obrera en Argentina. El tema es si esa historia de las identidades, sin ser suficiente, es, al mismo tiempo, necesaria para construir una historia más completa sobre la clase obrera, con el objetivo de profundizar el conocimiento sobre sus límites y potencialidades.
La propuesta que emerge de estas reflexiones y del breve repaso historiográfico aquí expresado, sustenta la perspectiva de que sí es una herramienta clave para terminar de comprender las especificidades de los momentos de quiebre, de esos hitos que pueden oficiar al modo de claves de ruptura con el sentido común dominante.
Rupturas que, para nuestra perspectiva, sólo pueden producirse al calor de los grandes enfrentamientos sociales… Y que únicamente pueden transformarse en conciencia crítica cuando surge una nueva dirección política, expresión necesaria de una mutación de fondo en la conciencia de las bases. No hay dirigencia sin bases, ni bases sin dirigencia, por más disputas que puedan observarse en esa conflictiva relación. La sintonía fina entre ambos polos de esa reciprocidad dialéctica, la expresa el proyecto político. Si no nace un nuevo proyecto político no hay conciencia de la ruptura, y la dominación de clase fatalmente consigue reconfigurarse, una y otra vez.
En este sentido creemos que el surgimiento de una nueva identidad política, consolidada y duradera en el tiempo, funciona como un indicador fundamental que demuestra la existencia de un momento de abrupta y sedimentada transformación social. Pero es, repetimos, esencialmente efecto del cambio, y no causa del mismo.
El surgimiento de una nueva identidad política en el seno de la clase obrera podría estar expresando la consolidación de una nueva forma de conciencia, de un cambio de estrategia y de la génesis de un nuevo proyecto político, con sus respectivas bases y dirigencias. Sería un indicador clave del cambio social.
Lo vemos en los tres momentos históricos que analizamos. El surgimiento de la identidad comunista y sindicalista en los años 20 y 30, el avasallador surgimiento de la identidad peronista en los años 40 y la emergencia del peronismo revolucionario y la izquierda revolucionaria en los años 60 y 70, expresaron sendos momentos de inflexión de la clase obrera en Argentina y, por lo tanto, en la historia del país. Variaron, de manera diversa según cada caso, sus formas de acción, metodologías, herramientas organizativas y personificaciones sociales. Se transformó, en definitiva, algún aspecto clave de la estrategia mayoritaria en la clase, expresión de un cambio profundo en su conciencia que sedimentó en un nuevo proyecto político, en una ruptura del sentido común dominante.
Esto fue lo que el 2001 no logró dar a luz, expresión de que el momento de ruptura no se transformó en conciencia crítica y que, por eso, no pudo destruir el sentido común dominante. La no consolidación de nuevas identidades políticas desde el campo de la clase obrera y el pueblo oprimido, que hayan podido sostenerse a lo largo de los años posteriores y que se conformasen como expresiones sólidas y socialmente viables de nuevos proyectos políticos que interpelasen al conjunto de la sociedad, serían indicadores claves de que la hegemonía ideológica de la burguesía no fue seriamente cuestionada.
Nuestra investigación sobre el proceso de conflictos sociales en los últimos años muestra que aún tenemos grandes límites y dificultades para realizar, y hasta para pensar, esta tarea. Se tratará de seguir profundizando la investigación y la reflexión para hacer de ese conocimiento acumulado fuerza material y moral que contribuya a la construcción de un proyecto alternativo de organización social.