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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.33 Bogotá Jan./Mar. 2020

https://doi.org/10.25058/20112742.n33.10 

Contra el Olvido

COSMOPOLÍTICA INDÍGENA EN LOS ANDES: REFLEXIONES CONCEPTUALES MÁS ALLÁ DE LA «POLÍTICA»*

Indigenous Cosmopolitics in the Andes: Conceptual Reflections beyond “Politics”

Cosmopolítica indígena nos Andes: reflexões conceituais além da “política”

MARISOL DE LA CADENAa  b 

a Ph.D. Anthropology, University of Wisconsin-Madison. USA.

b Professor Department of Anthropology. University of California, Davis, USA. mdelac@ucdavis.edu


Resumen:

En América Latina la política indígena ha sido calificada como "política étnica". Su activismo es interpretado como una búsqueda para hacer prevalecer los derechos culturales. Sin embargo, ¿qué pasa si la "cultura" es insuficiente, incluso inadecuada como noción, para pensar el desafío que representa la política indígena? Este ensayo se inspira en recientes acontecimientos políticos en Perú -y, en menor medida, en Ecuador y Bolivia-, donde el movimiento indígena-popular ha invocado entidades sensibles (montañas, agua y suelo, lo que llamamos "naturaleza") en la arena política pública. Su argumento es triple. Primero, la indigeneidad, como formación histórica, excede la noción de política “como de costumbre”, es decir, un espacio poblado por seres humanos racionales que disputan al Estado el poder de representar a otros. Segundo, el actual surgimiento político de la indigeneidad -en los movimientos antimineros en Perú y Ecuador, pero también en eventos de celebración en Bolivia- desafía la separación entre naturaleza y cultura que sustenta la noción predominante de la política y su correspondiente contrato social. Tercero, más allá de la "política étnica" los movimientos indígenas actuales proponen una práctica política diferente, plural no por su promulgación por organismos marcados por género, raza, etnia o sexualidad (como sostendría el multiculturalismo), sino porque invoca no humanos como actores en la arena política.

Palabras clave: naturaleza-cultura; política indígena; movimientos antimineros; pluriverso; cosmopolítica; pluriverso; Andes; Latinoamérica

Abstract:

In Latin America indigenous politics has been branded as “ethnic politics.” Its activism is interpreted as a quest to make cultural rights prevail. Yet, what if “culture” is insufficient, even an inadequate notion, to think the challenge that indigenous politics represents? Drawing inspiration from recent political events in Peru-and to a lesser extent in Ecuador and Bolivia-where the indigenous-popular movement has conjured sentient entities (mountains, water, and soil-what we call “nature”) into the public political arena, the argument in this essay is threefold. First, indigeneity, as a historical formation, exceeds the notion of politics as usual, that is, an arena populated by rational human beings disputing the power to represent others vis‐à‐vis the state. Second, indigeneity's current political emergence-in oppositional antimining movements in Peru and Ecuador, but also in celebratory events in Bolivia-challenges the separation of nature and culture that underpins the prevalent notion of politics and its according social contract. Third, beyond “ethnic politics” current indigenous movements, propose a different political practice, plural not because of its enactment by bodies marked by gender, race, ethnicity or sexuality (as multiculturalism would have it), but because they conjure nonhumans as actors in the political arena.

Keywords: Nature-culture; indigenous politics; antimining movements; cosmopolitics; pluriverse; Andes; Latin America

Resumo:

Na América Latina, a política indígena tem sido marcada como "política étnica". Seu ativismo é interpretado como uma busca para fazer prevalecer os direitos culturais. No entanto, e se a “cultura” for insuficiente, até mesmo uma noção inadequada, para se pensar no desafio que a política indígena representa? Inspirado em eventos políticos recentes no Peru - e em menor escala no Equador e na Bolívia - onde o movimento popular indígena invocou entidades sensíveis (montanhas, água e solo, aquilo que chamamos de "natureza") na arena política pública, o argumento neste ensaio é triplo. Primeiro, a indigeneidade, como formação histórica, excede a noção de política “costumeira”, ou seja, um espaço habitado por seres humanos racionais que disputam o poder de representar outros ao Estado. Segundo, o atual surgimento político da indigeneidade - nos movimentos anti-mineração no Peru e no Equador, mas também em eventos comemorativos na Bolívia - desafia a separação entre natureza e cultura que sustenta a noção predominante de política e seu contrato social. Terceiro, além da “política étnica” dos movimentos indígenas atuais, propõem uma prática política diferente, plural não por sua representação por parte de corpos marcados por gênero, raça, etnia ou sexualidade (como o multiculturalismo o faria), mas por invocar não-humanos como atores na arena política.

Palavras-chave: natureza-cultura; política indígena; movimentos anti-mineração; cosmopolítica; pluriverso; Andes; América Latina

Es inconcebible que en pleno siglo XXI todavía se crea que solo puede ser concebido como Dios un ser definido como tal en Europa… Para nosotros la vida de Jesús es una Gran Luz proveniente del Inti Yaya (Luz Paternal y Maternal que sostiene todo), que ha venido a desterrar todo aquello que no nos deja vivir con justicia y fraternidad entre los seres humanos y en armonía con la Madre naturaleza. Nosotros respetamos a sus auténticos seguidores… Cabe comunicar al Pontífice que nuestras religiones JAMAS MURIERON, aprendimos a sincretizar nuestras creencias y símbolos con los de los invasores y opresores.

-Humberto Cholango, mayo de 20071

¿Cómo podemos presentar una propuesta destinada, no a decir qué es o qué debería ser, sino a provocar el pensamiento, una propuesta que no requiera otra verificación que la forma en que es capaz de «desacelerar» el razonamiento y crear una oportunidad para despertar una conciencia ligeramente diferente de los problemas y situaciones que nos movilizan?

-Isabelle Stengers, 2005

La reconfiguración política que tiene lugar actualmente en América Latina puede marcar cambios fundamentales en el continente. Los resultados electorales en Bolivia y Ecuador han llevado a los analistas internacionales y nacionales a interpretar estos cambios como un re-torno (sub)continental hacia la izquierda, pero lo que no tiene precedentes es la presencia de movimientos sociales indígenas regionales como elemento constitutivo de estas transformaciones. Sus demandas tienden a perturbar las agendas políticas y los arreglos conceptuales, tanto progresistas como conservadores2.

Veamos la primera cita, tomada de una carta que Humberto Cholango, presidente de Ecuarunari -una organización política indígena de Ecuador-, escribió al Papa Benedicto XVI en mayo de 2007. En una reunión en Brasil, el papa había dicho que al momento de la conquista los indios ya habían anhelado su conversión, que no había sido violenta. La carta de Cholango, que protestaba contra esas declaraciones, es un documento político complejo que denunciaba, hacía alianzas y también proponía una agenda diferente. Cholango denunció los más de 500 años de colonización de la iglesia católica dominante, así como la posición neoimperialista de George W. Bush, entonces presidente de Estados Unidos. La carta señaló que ambos, la iglesia y Bush, coincidían en sus consecuencias genocidas con respecto a las formas de vida indígenas en América Latina. Contra estas consecuencias, Ecuarunari hizo alianzas con teólogos de la liberación ecuménica y los llamados presidentes de izquierda en la región. Significativamente, el documento alertó a todos de que, contra la voluntad de los colonizadores, las prácticas indígenas siempre han estado allí; siguen siendo fuertes y actualmente guían el proyecto político en Abya Yala, el nombre que los movimientos sociales indígenas usan para referirse a América Latina.

Las prácticas mencionadas por Cholango pueden identificarse como religiosas (de hecho, él así lo hace); sin embargo, la carta además separa las prácticas religiosas de una preocupación exclusiva por lo sagrado o lo espiritual y las coloca como preocupaciones históricas, terrenales y políticas de convivencia entre católicos y no católicos, instituciones indígenas y no indígenas. Así, traslada la conversación sobre creencias religiosas trascendentales a un plano de inmanencia y ontología histórica lleno de política indígena organizada. Significativamente, el problema analítico que revela la carta es que la política indígena puede exceder la política «como de costumbre». Los políticos establecidos encuentran difícil aceptar, por ejemplo, que «Jesús es una Gran Luz proveniente del Inti Yaya» y que tenga conexiones tangibles tanto con la «Madre Naturaleza» como con los seres humanos. Además, Inti Yaya y la Madre Naturaleza, hasta hace poco ajenos a la política «como de costumbre», pueden ahora ser convocados e, incluso, llegar al documento más oficial de todos los Estados. Sorprendente para muchos, el Capítulo 7 de la Constitución de la República del Ecuador de 2008 dice: «La naturaleza o Pacha Mama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos»3 (cursivas añadidas). Que la naturaleza tenga derechos puede entenderse (más o menos) en la gramática ambientalista. Pero, ¿qué es Pachamama y qué sucedió que permitió que tal entidad tuviera presencia en la constitución?

Claramente molesto, Rafael Correa, presidente de Ecuador y en ocasiones antineoliberal, culpó, (y tildó de infantil) a una coalición de ambientalistas, izquierdistas e indigenistas por la intrusión de Pachamama-Naturaleza en la constitución. Para concluir su acusación agregó que la coalición era el peor peligro para el proceso político ecuatoriano (Ospina, 2008)4. La reacción no es inusual entre políticos como Correa: modernos, urbanos y autoidentificados como no indígenas, descartan el exceso como residual (o infantil, en este caso) y esperan que desaparezca gradualmente. Pero, como señaló Cholango, lo que él llamó sus «creencias y símbolos» no han desaparecido en 500 años. Convocar a esos actores extraños puede ser una estrategia política para interpelar las subjetividades indígenas. Pero, ¿puede esa estrategia tener una explicación ontológica propia? ¿Podemos pensar en estas presencias como actores políticos -o como un asunto político, como mínimo- en lugar de descartarlas como excesivas, residuales o infantiles? ¿Cómo lo hacemos? Estas preguntas parecen inusuales; interrumpen las zonas de confort conceptual. Surgen del desafío conceptual planteado por las presencias igualmente inusuales, no de los políticos indígenas, sino de las entidades (a las que llamo «seres-tierra») que convocan a la esfera política.

La aparición de seres-tierra en las protestas sociales puede evidenciar un momento de ruptura de la política moderna y una indigeneidad emergente5. No me refiero a un nuevo modo de ser indígena. Me refiero a una insurgencia de las fuerzas y prácticas indígenas con la capacidad de perturbar, significativamente, las formaciones políticas prevalecientes y reorganizar los antagonismos hegemónicos, ante todo al hacer ilegítima (y, por lo tanto, al desnaturalizar) la exclusión de las prácticas indígenas de las instituciones de los Estados nacionales. Aunque el momento actual puede reabsorberse en una nueva hegemonía política, representa una coyuntura histórica única. Al emerger a través de una crisis profunda, expansiva y simultánea del colonialismo y el neoliberalismo (Blaser, 2007) -y al converger en frentes ecológicos, económicos y políticos-, la presencia pública de actores inusuales en la política es, al menos, estimulante. Puede representar una ocasión epistémica para «desacelerar el razonamiento», como en la cita de Stengers, y, en lugar de afirmar, adoptar una actitud intelectual que propone y, por lo tanto, crea posibilidades para nuevas interpretaciones. Siguiendo el ejemplo de Stengers, pretendo que este ensayo de inspiración etnográfica sea una invitación a tomar en serio (tal vez literalmente), la presencia en la política de esos actores que no son humanos y que las disciplinas dominantes asignaron a la esfera de la naturaleza (donde debían ser conocidos por la ciencia) o a los campos metafísicos y simbólicos del conocimiento (Williams, 1977, p.125).

Pampamisayoq. Aprendí sobre las relaciones entre humanos y seres-tierra con dos amigos quechuas, Mariano Turpo y su hijo Nazario. Vivían en una aldea remota en Perú llamada Pacchanta, ubicada a más de 4.500 metros sobre el nivel del mar, al sureste de la ciudad de Cuzco. Mariano tenía cerca de 90 años cuando lo conocí en 2002; murió de vejez dos años después. Nazario y yo seguimos trabajando juntos hasta que un accidente automovilístico terminó trágicamente con su vida en julio de 2007. Ambos eran pampamisayoq6 (generalmente traducido como «especialistas en rituales») y políticos. No eran tradicionalistas aislados; más bien, ambos eran viajeros experimentados e innovadores locales. Cuando era joven el activismo de Mariano lo llevó a Lima, donde conoció a funcionarios estatales, incluso al presidente peruano de ese momento. Nazario viajó más lejos, al Museo Nacional del Indio Americano en Washington, donde fue curador de la exhibición andina. Participó en reuniones en Ecuador y Bolivia organizadas por la red regional de movimientos sociales indígenas. A través de ellos, Perú sigue siendo mi centro etnográfico, aunque, del mismo modo me inspiro en eventos sucedidos en Bolivia y Ecuador. En lugar de un evento limitado a nivel nacional, el surgimiento político actual de la indigeneidad tiene lugar a través de redes regionales de activismo y práctica cotidiana.

Las «prácticas excesivas» proliferan y perturban la política «como de costumbre»

A medida que se desenvuelve el siglo XXI, los seres-tierra y las interacciones humanas con ellos -lo que Penélope Harvey (2007) llama «prácticas-tierra»- han sido presencias cada vez más frecuentes en los escenarios políticos de los Andes. En Bolivia las «ofrendas a la Pachamama» (conocidas como pagos, despachos o misas7) se hicieron públicas durante las movilizaciones políticas conocidas como Guerra del Agua y Guerra del Gas que ocurrieron en 2000 y 2003, respectivamente, y que precipitaron la caída de dos regímenes neoliberales consecutivos. El 21 de enero de 2006, un día antes de la toma de posesión de Evo Morales como nuevo presidente de Bolivia, un grupo de mayores aymaras lo reconoció como su líder en una ceremonia pública que convocó al paisaje circundante. Desde entonces, prácticas similares -libaciones a la tierra antes de una conversación política, por ejemplo- han llegado a los principales sectores del Estado boliviano, incluso atrayendo la atención internacional. Un relato de julio de 2006 en el Wall Street Journal (Córdoba & Luhnow, 2006) titulado «Una pizca de misticismo: gobernando Bolivia a la manera aymara» informó que David Choquehuanca, ministro de Relaciones Exteriores de Bolivia, había introducido «creencias» andinas en su trabajo. Podemos estar tentados a interpretar la frecuencia de estas prácticas como una expresión de «política étnica organizada» trascendental (algunos desearían que fuera efímera) en Bolivia; sin embargo, el mismo razonamiento no se aplica en Ecuador, porque tanto la carta de Cholango al papa como la inscripción de «Naturaleza o Pachamama» en la constitución, ocurrieron a pesar de la derrota electoral de Luis Macas, el candidato indígena de 2006 a la presidencia ecuatoriana. Además, el hecho de que hayan aparecido prácticas similares en los escenarios políticos en Perú -excepcional entre los países andinos porque la política étnica tiene poca tracción política-, sugiere una composición más compleja que la política organizada (izquierdista o étnica) que articula su surgimiento. Llegué a esta conclusión después de asistir a la manifestación política que describo a continuación.

A comienzos de diciembre de 2006 más de 1.000 campesinos se reunieron en la plaza principal de Cuzco, la Plaza de Armas. Habían viajado desde sus aldeas ubicadas al pie de una montaña llamada Ausangate, conocida en Cuzco como un poderoso ser-tierra, fuente de vida y muerte, de riqueza y miseria; obtener un resultado favorable requiere mantener relaciones adecuadas con él y sus alrededores (otras montañas, entidades sensibles menores). En la Plaza de Armas, los campesinos se unieron a otros manifestantes: cientos de devotos del santuario de Coyllur Rit’i y miembros de las hermandades católicas que custodian el lugar. Todos estaban allí para protestar por la posible concesión de una mina ubicada en el Sinakara, uno de los picos en la cadena montañosa a la que pertenece Ausangate y que también alberga a Coyllur Rit’i. Visitado anualmente por miles de peregrinos de todo Cuzco, el santuario conmemora la aparición de un pastor divino y una cruz milagrosa. Como no es inusual en las manifestaciones de base en Cuzco, la plaza estaba repleta de personas que vestían los distintivos chullos (sombreros de lana multicolores) y ponchos indígenas. Asimismo, como siempre, había pancartas, algunas con lemas culturales y medioambientales apropiados para la ocasión: «Defenderemos nuestro patrimonio cultural con nuestras vidas: ¡No a la mina!» Había pancartas inusuales, del tipo que portan los abanderados en la peregrinación a Coyllur Rit'i. Me intrigó que entre los manifestantes había ukukos, bailarines rituales y personajes centrales de la peregrinación. Bailarines rituales, hermandades religiosas rurales y urbanas, participando en una manifestación política… No había visto nada similar en esta plaza, donde he asistido a innumerables y variadas manifestaciones políticas durante muchos años.

Sin embargo, mi amigo Nazario -cuyo pueblo, Pacchanta, está al pie del Ausangate- me hizo caer en cuenta de qué tan diferente era esa manifestación. Nazario estaba allí para protestar contra el proyecto minero; de hecho, me había llamado para informarme sobre el evento. Inicialmente, mientras nos manifestábamos, pensé que compartíamos una misma opinión contra la mina. Sin embargo, cuando debatimos sobre la reunión y cómo podría influir en eventos futuros, me di cuenta de que nuestra opinión compartida de igual forma era más de una. Mi razón para oponerme a la mina era que destruiría las pasturas de las que dependen las familias para ganarse la vida pastando alpacas y ovejas y vendiendo su lana y carne. Nazario estuvo de acuerdo conmigo, pero dijo que sería peor: Ausangate no permitiría la mina en Sinakara, una montaña sobre la cual reinaba. Ausangate se enojaría, incluso podría matar gente. Para evitar esa matanza no debería haber mina. No podía estar más de acuerdo, y aunque no podía pensar que Ausangate mataría, me resultó imposible considerarlo una metáfora. Prevenir la ira de Ausangate fue la motivación de Nazario para participar en la manifestación y, por lo tanto, tenía importancia política.

Días después, y de regreso en Pacchanta, el pueblo de los Turpo, me di cuenta de que, de una forma u otra, muchos compartían su punto de vista. Algunos eran campesinos, otros comerciantes; algunos se identificaron como indígenas, otros no. Los notables locales (el alcalde, el juez de paz, los maestros, los comerciantes), estaban divididos -no por la sensibilidad de Ausangate, sino, más bien, por los peligros potenciales de su reacción, incluidos deslizamientos de tierra, epidemias y sequías, y cómo negociar y lidiar con ellos-. Cuando en 2008 regresé a Pacchanta se rumoreaba que el proyecto de la mina había sido cancelado. Tal vez no hubiera sido una empresa exitosa, el rumor desapareció y Ausangate salió de la escena política regional. Durante esta visita hablé con Graciano Mandura, el nuevo alcalde electo de Ocongate -el distrito que alberga el complejo Coyllur Rit’i-Sinakara-Ausangate-. Nacido en Pacchanta, como Nazario, Graciano es quechua hablante que aprendió español en la escuela primaria, tiene un título en cría de animales de la Universidad de Cuzco y estaba trabajando para una ONG local cuando decidió postularse para alcalde. Como candidato se unió al esfuerzo contra la mina que amenazaba el santuario y la cadena montañosa. En nuestra conversación le pregunté por qué se había unido al esfuerzo anti-minero y explicó que la mina disuadiría el turismo, una actividad que estaba generando ingresos en la región. Esta fue una respuesta que esperaba. Pero luego agregó que sabía por experiencia que las montañas, a las que llamó por su nombre, exigen respeto. De lo contrario ocurren accidentes inexplicables -siempre ha sido así-. ¿No sería su responsabilidad como alcalde evitar esos accidentes, cualquiera que fuera su razón? Esta respuesta -y, más específicamente, su formulación a través de la lógica de un funcionario estatal responsable- confirmó que había más que política «como de costumbre» en esta localidad. Desacelerar el razonamiento era casi una obligación etnográfica.

Ausangate y el santuario de Coyllur Rit’i no son los únicos seres-tierra que se han hecho públicos en la arena política. En el norte de Perú una coalición de campesinos y ambientalistas hizo público el Cerro Quilish como una «montaña sagrada» y lo hizo partícipe de la lucha contra Yanacocha, la mina de oro más grande de América Latina8. Mencionaré este evento más adelante. Por ahora es suficiente decir que, aunque no todos los conflictos mineros que proliferan en el Perú articulan la presencia de seres-tierra, los pocos que se hicieron públicos fueron suficientemente influyentes para perturbar al presidente peruano Alan García. Las montañas sagradas, dijo, eran un invento de «viejos comunistas anticapitalistas del siglo XIX que se convirtieron en proteccionistas en el siglo XX y en ecologistas en el siglo XXI»9. Esos lugares, continuó, no eran más que tierras ociosas cuyos «propietarios no tienen formación ni recursos económicos; por lo tanto, su propiedad no es real». Aunque las autoridades izquierdistas han respondido a muchos de los argumentos neoliberalizantes de García, no dijeron nada sobre las montañas sagradas. Quizás piensan que el presidente tiene razón; los sitios sagrados son un sinsentido, una curiosidad que, esperan, desaparecerá pronto. Si quiero cuestionar la posición de García (y convencer, al menos, a algunos de mis amigos izquierdistas en el proceso), ¿cómo entro en una discusión que tenga alguna posibilidad de dar frutos?10.

La economía política y la política cultural ciertamente ofrecen puntos de entrada. No se puede negar que el neoliberalismo es un jugador importante en el asunto. Las políticas de libre mercado, los precios mundiales de los minerales y las actividades mineras en Perú han aumentado dramáticamente. Entre 1990 y 2000 la inversión minera se multiplicó por cinco; entre 1990 y 2003 las exportaciones de minerales aumentaron de U$ 1.447 millones a U$ 4.554 millones. En 2002 Perú fue el principal productor de oro en América Latina y el sexto productor mundial. Las concesiones mineras crecieron 77.4 % entre 2002 y 2007, de 7.045.000 a 13.224.000 de hectáreas. Se han otorgado muchas concesiones nuevas en territorios donde, históricamente, no ha habido minería, a menudo ocupados por comunidades indígenas (Bebbington & Burneo, 2008; Hilson & Haslip, 2004). Estas cifras son lo suficientemente espectaculares como para explicar la escalada de las protestas anti-mineras. Me siento tentada a interpretar estos eventos dentro de los parámetros de la economía política y el vocabulario analítico que pone a disposición. Podría, por ejemplo, pensar las manifestaciones anti-mineras como respuestas indígenas a la expropiación neoliberal de sus tierras o como el resultado de algo así como una «conciencia ambiental». Esta perspectiva sería compatible con un análisis etnográfico de la política cultural que se distancia de un registro etnográfico andino anterior que, como Orin Starn (1991) comentó hace años, ha sido habitualmente rico en análisis rituales y simbólicos y ajeno a la política (1991)11. Analizar la co-presencia de ambos -rituales andinos que confrontan la política de propiedad dominante, por ejemplo- sería una contribución académica.

Otra tentación analítica: podría ver estos eventos como desafíos indígenas a la secularización del Estado, recordándonos que «la religión del gobernante no es la religión de los sujetos» (Asad, 2005), y que más bien forjan una esfera contra-pública indígena (Fraser, 1997; para Bolivia véanse Albro, 2006 y Stephenson, 2002). Esas interpretaciones no estarían mal -podrían ser una especie de respuesta a posiciones como la de García, el presidente peruano-. Sin embargo, lo que no está mal no es necesariamente suficiente (cf. Chakrabarty, 2000) y las preguntas permanecen. ¿Qué públicos se movilizan en la esfera política y por qué la perturban? Las respuestas a estas preguntas que utilizan la ideología como herramienta analítica parecen insuficientes: la diferencia entre Rafael Correa, el presidente de Ecuador, y Humberto Cholango, el portavoz de Ecuarunari, parece ser más que ideológica; persisten diferencias importantes entre los dos, incluso cuando el presidente, al menos a veces, parece hacer gestos de izquierda. Creo que medir estas diferencias en «grados de izquierdismo» sería, si no espurio, al menos una pérdida de tiempo. Del mismo modo, la ideología no explica la diferencia entre el presidente peruano Alan García, un modernizador neoliberal, y Nazario Turpo, quien no se adscribe a una ideología política claramente. Más aún, ¿cómo explicamos la coincidencia entre el inflexible presidente neoliberal García y el (hasta ahora) presidente anti-neoliberal Correa, ambos furiosos por la presencia de, digamos, actores «excesivos» en sus escenarios políticos nacionales? Lo que sigue es un intento por desnaturalizar ese exceso proponiendo una comprensión histórica de los procesos epistémicos-políticos que lo produjeron.

La teoría política que proscribió a los seres-tierra de la política

El mundo político es un pluriverso, no un universo.

--Schmitt,1996

La política no está hecha de relaciones de poder; está hecha de relaciones entre mundos.

--Rancière,1999

Una lectura del registro etnográfico andino, a lo largo de líneas epistémicas, muestra que las prácticas-tierra son relaciones para las cuales no funciona la distinción ontológica dominante entre humanos y naturaleza12. Las prácticas-tierra promulgan el respeto y el afecto necesarios para mantener la condición relacional entre los humanos y las personas no humanas que hace la vida en (muchas partes de) los Andes. Las personas no humanas incluyen animales, plantas y muchos elementos de lo que llamaríamos «paisaje». Este último, el más frecuentemente convocado a la política en estos días, está compuesto por una constelación de entidades sensibles conocidas como tirakuna, o seres-tierra con fisonomías individuales más o menos conocidas por los individuos involucrados en interacciones con ellos13. Las «cosas» que los movimientos indígenas están actualmente «haciendo públicas» (cf. Latour, 2005) en política no son simplemente «no humanas»; son entidades sensibles cuya existencia material -y la de los mundos a los que pertenecen- está actualmente amenazada por el maridaje neoliberal entre el capital y el Estado. Así, cuando las montañas -Quilish, Ausangate- aparecen en los escenarios políticos también lo hacen como seres-tierra, «objetos contenciosos cuyo modo de presentación no es homogéneo con el modo ordinario de existencia de los objetos identificados en consecuencia» (Rancière, 1999, p.99). En el párrafo que sigue uso la historia de la ciencia para rastrear la historia de la política (puesto que esta, como la ciencia, fue inventada) y proponer que estos objetos son polémicos porque su presencia en la política desaprueba la separación entre «Naturaleza» y «Humanidad» a la que suscribe la teoría política de nuestro mundo14.

Según el orden moderno de las cosas, la ciencia y la política son como el agua y el petróleo: no se mezclan. La primera implica la representación objetiva de la naturaleza, mientras que la segunda es la negociación del poder para representar a las personas frente al Estado. Esta distinción, explican los historiadores de la ciencia Steven Shapin y Simon Schaffer (1985), fue el resultado de la disputa entre Hobbes, autor de Leviatán, y Robert Boyle, defensor del «experimento» como método científico y arquitecto del nuevo campo de la ciencia experimental y sus instituciones sociales. Según Shapin y Schaffer esta disputa (en la que Hobbes negó la verdad del experimento de Boyle debido a su naturaleza privada y Boyle insistió en que los experimentos no podían tener el aspecto público que debería caracterizar a la política), fue un momento histórico importante en la invención del lenguaje que separó la «política» de la «ciencia», y, en la consiguiente formulación de los límites entre la epistemología y las fuerzas de la sociedad. Bruno Latour (1993), se basó en este análisis para desarrollar su argumento sobre la creación de lo que llamó la constitución moderna: el régimen de vida que creó un único orden natural y lo separó de lo social, creando una distinción ontológica, pretendidamente universal. Entre las cosas y los humanos. Latour sugirió que, en lugar de crear dos esferas separadas -la ciencia de Boyle y la política de Hobbes-, lo que hicieron juntos (a través de su disputa) fue crear «nuestro mundo moderno, un mundo en el que la representación de las cosas a través de la intermediación del laboratorio está para siempre disociada de la representación de los ciudadanos a través de la intermediación del contrato social» (Latour, 1993, p.27). Hobbes y Boyle fueron, por lo tanto, «un par de Padres Fundadores, actuando en concierto para promover una misma innovación en teoría política: la representación de los no humanos pertenece a la ciencia, pero a la ciencia no se le permite apelar a la política; la representación de los ciudadanos pertenece a la política, pero no se permite a la política que tenga ninguna relación con los no humanos producidos y movilizados por la ciencia y la tecnología» (Latour, 1993. p.28).

La presencia de seres-tierra en las protestas sociales nos invita a desacelerar el razonamiento, porque puede provocar un momento excepcional de ruptura epistémica con esta teoría de la política. Su aparición pública contiende -para usar la palabra de Rancière- con la ciencia y con la política; puede albergar la capacidad de alterar el lugar de enunciación desde donde se sanciona la «política» -que decide quién puede ser un político o qué puede considerarse un problema político- y, por lo tanto, reajusta el antagonismo hegemónico que organizó el campo político en los Andes por más de 500 años y que, gradualmente articulado a través de paradigmas científicos modernos, proscribió a los seres-tierra de la política. Aquí tomo prestada la distinción de Chantal Mouffe (2000) entre política y lo político -que ella, a su vez, tomó prestada de Carl Schmitt-. El antagonismo separa «amigos» de «enemigos» de tal manera que «el adversario pretende negar la forma de vida del otro... para preservar su forma de existencia» (Schmitt, 1996, p.27). El enemigo político es «el otro, un extraño; y es suficiente por su naturaleza que sea, de una manera especialmente intensa, existencialmente algo diferente y ajeno, de modo que en el caso extremo es posible que haya conflictos con él» (Schmitt, 1996, p.27). El antagonismo no es bueno o malo, feo o bello, rentable o no rentable, ya que todas estas distinciones pertenecen a otros campos específicos -ética, estética y economía, respectivamente- a los que no se puede reducir lo político. El problema con el liberalismo y, particularmente, con la democracia liberal, dice Schmitt, es que habiendo vinculado lo político a lo ético, niega el conflicto y, por lo tanto, lo político en sí mismo. Retomando este punto, Mouffe usa la noción de hegemonía de Gramsci, para definir la política como el campo que hace habitable el antagonismo y frena o, incluso, cancela su potencial bélico, sin anular el conflicto que implica. La política es, explica, aquel conjunto de prácticas a través de las cuales las diferencias antagónicas entre amigos y enemigos son domesticadas, tratadas (ideológica e institucionalmente) y transformadas en agonismos -relaciones entre adversarios- que caracterizan los órdenes hegemónicos, con sus inclusiones y exclusiones (Mouffe, 2000)15.

Sin embargo, debo agregar a Mouffe, la hegemonía no actúa sólo en la esfera de la política. El biopoder hegemónico, manejado tanto por el socialismo como por el liberalismo, transformó lo político en un campo aceptado de batalla por la vida en el que se toman decisiones sobre quiénes son los enemigos y (lo que es más importante), sobre quiénes ni siquiera son dignos del estatus de enemigo, a pesar del antagonismo. En ocasiones ni siquiera vale la pena matarlos; se les puede dejar morir porque, aunque están incluidos en el concepto de «Humanidad», no cuentan -en absoluto, porque están demasiado cerca de la «Naturaleza»-. Si el liberalismo, como sugieren Schmitt y Mouffe, vinculó lo político con la ética y, por lo tanto, negó el conflicto, el nacimiento del campo político moderno (nos dicen los estudiosos de las ciencias) estuvo ligado a la negación del estado de «Naturaleza» de la humanidad. La noción de lo político que finalmente se volvió hegemónica, fue sostenida por la oposición ontológica entre «Humanidad» y «Naturaleza», la creación del «Hombre natural», su condena a la extinción inevitable junto con sus personas no humanas y la oclusión de este antagonismo a través de una noción de «Humanidad» única, rotundamente inclusiva y jerárquicamente organizada. Solo los completamente (y solamente) humanos involucrados en antagonismos, y sólo ellos, podían transformar sus enemistades en relaciones con adversarios, es decir, involucrarse en la política.

Inicialmente, el antagonismo entre entidades europeas y personas no humanas locales era visible en la América española. La iglesia católica las consideraba enemigos diabólicos y las prácticas de los humanos con seres-tierra eran idolatrías condenadas a la extirpación. En la América británica, Locke autorizó la guerra contra los nativos -su cercanía con la naturaleza los hacía improductivos, por lo que la tierra tuvo que incorporarse a la civilización a través del trabajo agrícola del hombre blanco-. El antagonismo fue silenciado gradualmente a medida que la razón ganó terreno y, finalmente, prevaleció sobre la fe como régimen de conocimiento/poder y monopolizó la política para aquellos que conocían a través de la ciencia. La interacción con las cosas a través de prácticas no representacionales -la ausencia de la distinción entre significante y significado que permitió la práctica científica y la política modernas- se consideró equivalente a la ausencia de razón, incluyendo la razón política.

Las reflexiones de Hegel sobre África pueden servir para ilustrar el punto. En África, escribió, «las fuerzas naturales, tales como el sol, la luna, los árboles y los animales, son reconocidas como poderes por derecho propio, no se considera que tengan una ley o providencia eterna detrás de ellos o que formen parte de un orden natural universal y permanente» (Hegel, 1997, p.130). Allí «los reyes tienen ministros y sacerdotes -y, a veces, una jerarquía de funcionarios completamente organizada-, cuya tarea es practicar la brujería, dominar los poderes de la naturaleza y determinar el clima» (Hegel, 1997, p.130). Páginas más adelante descubrimos que la falta de comprensión de las «Leyes de la naturaleza» por parte de los africanos sólo era compatible con una organización política basada en la «arbitrariedad del autócrata» que sometía a «hombres de temperamento igualmente salvaje» (Hegel, 1997, pp.137, 138). Este razonamiento no debe simplificarse como racismo -fue posible gracias a la relación antagónica que articula la distinción ontológica entre humanos y naturaleza-. La raza (como una herramienta moderna para jerarquizar a la «Humanidad» a lo largo de un continuo «Civilización»-«Naturaleza») también fue habilitada por esta distinción y, por lo tanto, ya incluía la idea general de que la representación de la «Naturaleza» en la política debía estar, necesariamente, mediada por la ciencia. Hegel compartió con sus pares modernos esta creencia -entonces y ahora; su apuntalamiento es más profundo que el racismo considerado de manera aislada-.

La discriminación que permitió la raza (y el racismo). Una noción hegemónica de lo político construida sobre el antagonismo silenciado entre la naturaleza y la humanidad legitimó u ocluyó la guerra entre el mundo de los colonizadores modernos y los de los colonizados -y en ningún caso permitió la política entre ellos-. Su visión como enemigos desplazados, el potencial de una relación de adversarios entre ellos, una lucha legítima por un proyecto hegemónico, fueron sofocados. Dio paso a una biopolítica centro-periferia de inclusión benevolente e inevitable en el progreso y la civilización. Esto produjo un régimen de visibilidad (Rancière, 1999) que evitó que apareciera lo no contado. La negación de su diferencia (que equivale a su exclusión de la posibilidad de igualdad) se tradujo en una inclusión jerarquizada en la humanidad Occidental: una oferta que «el inferior» no podía rechazar. El objetivo de las políticas de mejora implicaba que «los naturales» sólo podrían obtener un acceso activo y legítimo a la política a través de un proceso de transformación (a través del cual deberían negar las relaciones sociales que mantenían con plantas, ríos o montañas). Hasta entonces eran una amenaza (pero no un enemigo) de la que la sociedad tenía que ser defendida si quería vivir una vida sana (cf. Foucault, 2003). El campo político estaba en una proximidad discursiva con la ciencia de la raza y el Estado apenas podía funcionar sin involucrarse en el racismo (Foucault, 2003, p.255). Aunque la raza ha pasado por una desnaturalización teórica e histórica constante desde la Segunda Guerra Mundial, la discriminación entre quién puede ser considerado enemigo y quién no es digna de tal estatus, y entre quién puede gobernar y quién no sigue siendo legítima. Deshacer esta discriminación requiere deshacer lo político y la política como los conocemos -una tarea que requiere más que el multiculturalismo, incluso radical, que da la bienvenida a la política «como de costumbre» a quienes fueron previamente desalojados por la política racista-. Me gustaría sugerir que denunciar el racismo, incluso deshacerlo, puede abordar la inferioridad en cuestión, pero no aborda las raíces epistémicas del antagonismo entre los que tienen derecho a gobernar y los destinados a ser gobernados. Lo que debe abordarse es la maniobra epistémica que permitió que lo político decidiera qué podía entrar en la política y qué pertenecía a una esfera gerencial diferente. Si el silencio sobre la exclusión antagónica de los «naturales» estaba incrustado en lo político, la eliminación de la «Naturaleza» de la misma esfera completó la hegemonía.

El campo político que actualmente reconocemos, se formó no sólo al distinguir a los amigos de los enemigos entre los humanos, sino, además, por la separación antitética de «Humanidad» y «Naturaleza». Juntas, estas dos antítesis -entre humanidad y naturaleza, y entre humanos supuestamente superiores e inferiores- declararon la extinción gradual de personas no humanas y los mundos en los que existían. Así desapareció el pluriverso, los mundos múltiples que Schmitt consideró cruciales para la posibilidad de lo político16; en cambio, apareció un solo mundo, habitado por muchos pueblos (ahora los llamamos culturas) más o menos distanciados de una sola «Naturaleza» (Descola, 1996; Haraway, 1991; Latour, 1993; Viveiros de Castro, 2004). Las relaciones no científicas con personas no humanas se redujeron a creencias, muy lejos de un método para determinar la verdad, pero tal vez dignas de preservación siempre que no reclamaran el derecho a su realidad. La relación entre los mundos fue de antagonismo silencioso, con «el mundo Occidental» definiendo para la historia (y con la «Historia») su papel magníficamente hegemónico como civilizador y, en consecuencia, acumulando poder para organizar la vida homogénea que se esforzó por expandir. La política como una relación de desacuerdo entre mundos -como la «reunión de los heterogéneos», en palabras de Rancière (1999, p.32)- desapareció o rara vez ocurrió.

Las interacciones afectivas no representacionales con personas no humanas continuaron en muchos lugares, igualmente en los Andes17. La emergencia de la indigeneidad andina actual -la presencia de seres-tierra que exigen un lugar en la política-, puede implicar la insurgencia de esas prácticas proscritas que disputan el monopolio de la ciencia para definir la «Naturaleza» y, por lo tanto, provincializar su supuesta ontología universal como específica de Occidente: un mundo (incluso si es el más poderoso) en un pluriverso. Esta aparición de indigeneidades puede inaugurar políticas diferentes, plurales no porque sean promulgadas por cuerpos marcados por el género, la raza, el origen étnico o la sexualidad que exigen derechos, o por ambientalistas que representan la naturaleza, sino porque aceptan seres-tierra en la política y dan visibilidad al antagonismo que proscribió sus mundos. Más importante aún, esto puede transformar en cosmopolítica la guerra que ha gobernado hasta ahora en silencio y a través de una singular biopolítica de mejora. La cosmopolítica es una política en la que «cosmos se refiere a lo desconocido constituido por estos mundos múltiples y divergentes y a la articulación que pueden alcanzar» (Stengers, 2005, p.995). Al crear esta articulación los movimientos indígenas pueden encontrarse con aquellos -científicos, ambientalistas, feministas, igualitarios de diferentes tendencias-comprometidos con una política diferente de la naturaleza, que incluye el desacuerdo sobre su definición.

Antagonismo, multiculturalismo, multinaturalismo. En América Latina el antagonismo con la indigeneidad y los seres-tierra se encuentra en la imagen, la retórica, las instituciones y las prácticas de «la ciudad letrada», un concepto reconocido en los estudios latinoamericanos e inicialmente discutido por el crítico literario uruguayo Ángel Rama (1998). El término describe el poder de la alfabetización en las sociedades latinoamericanas y el papel central de las ciudades en su despliegue y reproducción. Específicamente, desde la sede urbana la alfabetización emergió como una tecnología benevolente de mejoramiento cuya fuerza histórica consistió en dejar morir a los indios programáticamente. «Indio leído, indio perdido», reza un adagio viejo y generalizado en la América Latina de habla hispana, que refleja la creencia de que, para bien o para mal, la alfabetización infunde razón y por lo tanto «mata al indio y salva al hombre», según la creencia del capitán Pratt -uno de los artífices de los internados indígenas estadounidenses-. Dejar morir a los indios era necesario para lograr el progreso; además, se logró a través de tecnologías culturales, a través de alfabetización y urbanización. Así presentada, la muerte de los indios fue, de hecho, su nacimiento como mestizos y, sólo en esa condición, como ciudadanos de la nación. La misma creencia es válida para la América Latina de habla portuguesa. Según Azelene Kangiang, una socióloga indígena de Brasil, en su país «el Estado le dice al indio: si eres incapaz y vives en el bosque, te protejo; si obtienes tu educación y vives en la ciudad, entonces te conviertes en brasileño y ya no tienes derecho a tu cultura o territorio» (Oliart, 2002). Lo que el punto de vista indígena expresa como la negación de su diferencia ontológica el Estado lo presenta como progreso, protección y mejora cultural. «Dejar morir a los indios» no se reconoció como antagonismo hasta hace muy poco, cuando los movimientos indígenas, utilizando las posibilidades de reconocimiento ofrecidas en los términos del Estado -es decir, los derechos a la diferencia cultural-, transformaron el antagonismo en conflicto político a negociar y reclamaron un Estado plurinacional. Según la propuesta que desarrollo en este artículo, esta pluralidad no se detiene en el multiculturalismo, sino que continúa en una propuesta cosmopolítica indicando que la naturaleza no es sólo eso18.

Movimientos indígenas: política a través de conexiones parciales

Los indios latinoamericanos (y la indigeneidad como un campo de vida) no son un «enemigo» o «adversario» usual porque, aunque, de hecho, son radicalmente diferentes, no son los «otros completos», los extraños totales que Schmitt consideró que son los enemigos. La indigeneidad como formación histórica -que surgió a través de la fricción colaborativa (Tsing, 2005) con prácticas e instituciones ajenas y, por lo tanto, que incluyó esas prácticas- está «parcialmente conectada» con y participa en instituciones de los Estados-nación andinos. Estas instituciones niegan la diferencia ontológica de la indigeneidad, aunque a través de prácticas de inclusión generalmente establecen una conexión parcial con la diferencia ontológica que están obligadas a negar. «Conexión parcial», un concepto que tomo prestado de Marilyn Strathern, se refiere a una relación que compone un agregado que «no es singular ni plural, ni uno ni muchos, un circuito de conexiones en lugar de partes juntas» (Strathern, 2004, p.54). Las conexiones parciales no crean una entidad única; la entidad que resulta es más que una, pero menos que dos.

A través de la lente de las conexiones parciales la indigeneidad en los Andes -y me aventuraría a decir que en América Latina- puede conceptualizarse como una formación compleja, una articulación histórico-política de más de uno, pero de menos de dos, mundos socionaturales. Como formación histórica, la indigeneidad andina no desapareció en el cristianismo, primero, o en la ciudadanía (a través del mestizaje), más tarde; pero (como Cholango escribió en su carta al papa) tampoco fue inmune a ellos, porque serlo habría significado ser inmune a la historia. Ni indígena ni mestizo, estamos hablando de un agregado indígena-mestizo: menos de dos, no la suma de sus partes (por lo tanto, no el «tercer» resultado de una mezcla) y, de hecho, no uno -y, mucho menos, uno puro (de la Cadena, 2000)-. Compuesta sin posibilidad de cierre, puede llamarse «mestizo-indígena» porque su composición no tiene teleología. Además, la manera de nombrar la composición puede cambiar, ya que su forma es fractal: como fragmentos sin bordes claros, los «mestizos indígenas» son siempre parte del otro; su separación es imposible. Vista así, aunque sea difícil para nuestra lógica, la indigeneidad siempre ha sido parte de la modernidad y además diferente; por lo tanto, nunca modernista19. Los indígenas-mestizos parcialmente conectados son, como los fractales, auto-similares, aunque, dependiendo de cómo se les mire, del mismo modo parecen ser diferentes (Green, 2005; Wagner, 1991).

Graciano Mandura (alcalde de Ocongate, bilingüe en quechua y español, con un título universitario) y Nazario Turpo (pampamisayoq en Ocongate, hablante monolingüe de quechua, y sin saber leer ni escribir) participan en la indigeneidad desde dos posiciones diferentes -una más capaz a través de la alfabetización, la otra más capaz de interactuar con personas no humanas, pero ambas conectadas con los mundos que sus vidas hacen menos de dos-. Y es precisamente esta conexión parcial la que ha permitido que la indigeneidad andina tenga presencia en las esferas públicas políticas regionales y nacionales: está conectada con los discursos históricos a través de los cuales aparecen (clase, etnia y la confrontación actual con el neoliberalismo, por ejemplo) y, al mismo tiempo, los excede. Lo que está sucediendo, supongo, no es un cambio paradigmático en la historia de la resistencia indígena; el exceso siempre ha estado presente. El evento extraordinario es su visibilidad pública; el cambio que puede provocar sería epistémico y, por lo tanto, abarcaría nuestro análisis.

Durante la Guerra Fría los políticos indígenas andinos articularon una voz campesina-trabajadora para manifestar el conflicto con el Estado-nación a través de las demandas que permitía el análisis de clase. Las pocas etnografías del período, producidas por académicos estadounidenses que trabajaron con la misma categoría analítica, identificaron el exceso, pero lo contuvieron en interpretaciones de solidaridad, rebelión y lucha20. Tras el colapso del Muro de Berlín -un símbolo de la caída de los Estados socialistas y del declive de las organizaciones políticas marxistas-, los líderes indígenas continuaron su búsqueda como adversarios políticos a través de demandas de derechos culturales. Los reclamos políticos de este período, expresados a través de la «etnicidad», marcaron lo que algunos han identificado como «el regreso del indio» (Albó, 1991) dirigido públicamente por activistas de ascendencia indígena que rechazaron la oferta de asimilación de la ciudad letrada; en cambio, se autoidentificaron, públicamente, como intelectuales indígenas, una etiqueta contradictoria de la década de 1970 que tenía la intención de implosionar la idea de que los indios educados no eran indios. Estos intelectuales eran bilingües (quechua y español, por ejemplo) y muchos tenían un título académico. El público nacional los consideró portavoces de la indigeneidad. A pesar de su activismo, la modernidad fundamental de la política ha hecho que esta presencia indígena sea, al menos, parcial; los políticos modernos (como los presidentes de Ecuador y Perú) interactúan con lo que entienden e ignoran (con desprecio, indiferencia, o ausencia), lo que no pueden entender. Frases como «Los ríos, los peces y el bosque piden ayuda, pero el gobierno no sabe escuchar»21, hablan tanto de la imposibilidad de la relación entre los indios y las instituciones políticas modernas como de la conexión parcial que hace posible esa relación. Para ser reconocidos como adversarios legítimos (cf. Mouffe, 2000) con frecuencia los líderes indígenas hablan en términos modernos, traducen sus prácticas en un discurso políticamente aceptable y dejan «lo inaceptable» fuera de la escena pública, sin necesariamente abandonarlo (Cruikshank, 2005; Graham, 2002) -volveré sobre este asunto más adelante-. La presencia política de la indigeneidad ha tenido como condición previa su subordinación a la ciudad letrada. «Sé otro para que no nos osifiquemos, pero selo de tal manera que no seamos deshechos, es decir, hazte factible para nosotros»: tal es, según Povinelli (2001, p.329), lo que el liberalismo exige a la indigeneidad.

En la frase anterior, lo que «no se puede deshacer» es la política moderna; entonces es imaginable que la izquierda política proponga a los políticos indígenas requisitos análogos. El indio permitido, para usar las palabras de Silvia Rivera (cf. Hale, 2004), no es sólo el que permite el nuevo Estado liberal; los políticos de izquierda a su vez imponen condiciones para aceptar a los indios (por ejemplo, para articular sus demandas con el vocabulario de la lucha de género, étnica, económica, territorial o ambiental). Manejando estos conceptos, los «indios» pueden obtener reconocimiento y acceso a recursos; con agendas izquierdistas se han llevado a cabo muchas luchas indígenas y hasta han sido ganadas. Sin embargo, la clase, el origen étnico, la raza o la cultura (las categorías que usan los políticos indígenas y los académicos para participar y examinar la política indígena, respectivamente), funcionan dentro de la división naturaleza-cultura que la presencia de Ausangate, Quilish -o cualquier otro ser-tierra, para el caso- perturba onto-epistémicamente y, por lo tanto, políticamente. Esas categorías - clase, origen étnico, raza o cultura- pueden ser insuficientes si queremos analizar la perturbación. Al contener la presencia de seres-tierra en la política como manifestaciones de «diferencia étnica» simplemente renovamos la hegemonía de la negación moderna de la diferencia indígena -aquélla que la hace imposible benévolamente, traduciéndola a sus términos-. La «política étnica» en demanda de «derechos culturales» puede abrir una discusión e, incluso, articular la necesidad de incluir a los indígenas en la política -pero esta inclusión tiene límites claros: los seres-tierra como actores en las controversias son «creencias» admitidas sólo cuando no cuestionan onto-epistémicamente los paradigmas científicos (ecológicos y económicos) y las políticas afines que trabajan hacia la producción del bien común (eficiencia productiva, crecimiento económico, incluso desarrollo sostenible) diseñado para satisfacer a una humanidad homogénea que se beneficia de una naturaleza también homogénea-. Estos son los límites no negociables de la constitución moderna (Latour, 1993) y, de hecho, del Estado moderno. No es sorprendente, entonces, que estos fueran los límites desde donde el presidente neoliberal peruano Alan García desestimó las «montañas sagradas» como una invención -y que permitieron a las autoridades izquierdistas peruanas discutir sólo discrepancias ideológicas-.

Y, sin embargo, ¿son estos los límites de los procesos que afirman individuos como Humberto Cholango o Nazario Turpo? ¿Serían los políticos indígenas tan ingenuos como para hacer demandas sólo hasta los límites de los «derechos» que les asigna una constitución que no da una oportunidad a su manera de vivir la diferencia, sino que la define dentro de sus límites? Yo diría que es en este punto donde comienza lo político (como el campo donde transpiran los antagonismos): antes de la cultura, y antes de que la política emerja como campo exclusivamente humano. La naturaleza (lo que es, lo que hace) no es una entidad «apolítica» como hemos aprendido a pensar. Más bien, su constitución como ontológicamente distinta está en el corazón del antagonismo que continúa excluyendo las «creencias indígenas» de la política convencional -la idea de «creencias» trabaja para ocluir la exclusión y establecer (o practicar) los límites desde donde la política puede ser-. La idea de que las prácticas indígenas con la tierra «son creencias» es, a su vez, una práctica que señala los límites ontológicos de la política «como de costumbre». Lo que yo llamo «indígena-mestizo» no es sólo una identidad étnica. Es una formación socionatural vital parcialmente conectada con los Estados nacionales andinos que incluye tanto a personas no humanas como su definición como naturaleza ontológicamente distinta de los humanos22. Por lo tanto, cuando los movimientos indígenas invocan la «cultura», esta noción tiene la capacidad de incluir tanto a la naturaleza (lo que nosotros llamamos naturaleza), como a los seres-tierra (que no sólo son lo que llamamos montañas, sino además ríos, rocas, lagunas, arena….) que no tienen voz en el lenguaje político establecido. La nueva constitución ecuatoriana, hecha con una sólida participación de políticos indígenas, es fascinante en este sentido: declara que la «Naturaleza» o Pachamama (Fuente de Vida) tiene derechos. Esta frase compone una entidad, cultura-naturaleza que, más compleja de lo que parece a primera vista, puede participar de más de uno y menos de dos mundos.

«Cultura» o «naturaleza», como las usan los movimientos indígenas, no sólo corresponden con nuestros significados de los términos. Cuando emergen en la política moderna pueden ser lugares propicios para «relaciones de equivocación» que ocurren en el intervalo entre dos (o más) situaciones lingüísticas diferentes. «Equivocación», en este caso, no se refiere simplemente al fracaso para comprender, sino a «un fracaso para comprender que los entendimientos no son necesariamente iguales y que no se refieren a formas imaginarias de “ver el mundo”, sino a mundos reales que están siendo vistos» (Viveiros de Castro 2004, p.11; cursivas añadidas). Las equivocaciones, como modo de comunicación, surgen cuando desde diferentes posiciones de perspectiva -miradas desde mundos diferentes, en lugar de perspectivas sobre el mismo mundo- se usan términos homónimos para referirse a cosas que no son lo mismo. Las equivocaciones no pueden ser «corregidas», mucho menos evitadas; sin embargo, pueden ser controladas. Esto requiere prestar atención al proceso de traducción -los términos y las diferencias respectivas- «para que la alteridad referencial entre las [diferentes] posiciones sea reconocida y considerada en la conversación de tal manera que en lugar de diferentes puntos de vista de un solo mundo (que sería el equivalente al relativismo cultural) se hace evidente una visión de mundos diferentes» (Viveiros de Castro, 2004, p.5; cursivas añadidas). Un ejemplo puede servir para aclarar este asunto.

En la manifestación contra la concesión minera en la cadena montañosa que preside Ausangate me llamaron la atención las pancartas que decían «Defenderemos nuestro patrimonio cultural con nuestras vidas. ¡No a la mina!» «Patrimonio cultural» se usa, con frecuencia, para referirse a Machu Picchu, un ícono del turismo internacional. Pensando que eso había influido en la decisión de los manifestantes de usarlo y refiriéndome a ambos sitios como atracciones turísticas e íconos del patrimonio cultural regional pregunté a Nazario: «¿Es Ausangate lo mismo que Machu Picchu?». Su respuesta: «No, son diferentes. Conozco Ausangate mucho mejor; sé lo que le gusta, él también me conoce. De alguna manera conozco Machu Picchu porque ahora voy allí con turistas. Estoy empezando a conocerlo. Pero no estoy seguro de lo que le gusta, así que hago todo lo posible para complacerlo». Nazario no había dejado de entender mi pregunta; yo tenía que tener en cuenta la equivocación. Estábamos hablando claramente de las mismas «cosas»: Machu Picchu y Ausangate. En mi mundo eran montañas; en el mundo de Nazario eran personas. En nuestro[s] mundo[s] parcialmente conectado[s] esas entidades eran más de una pero menos de dos. Los temas «étnicos» y «ambientales» que se incluyeron en la protesta no completaban la necesidad de defender el santuario de Coyllur Rit'i (y de Ausangate). Esta necesidad compleja emplazó un evento que convocaba más de un mundo: uno preocupado por la contaminación y la cultura, y el otro preocupado por la reacción de Ausangate. Para algunos-como Nazario- ambas preocupaciones eran inseparables, pero distintas.

Pensar en las «montañas» andinas (etiquetadas o no como «sagradas»), como sitios de equivocación que permiten circuitos entre mundos parcialmente conectados, sin crear un sistema unificado de activismo, puede crear la posibilidad de alianzas (parcialmente conectadas), entre ambientalistas y políticos indígenas que no se definan sólo como movimientos por derechos culturales o ambientales. Cuando las equivocaciones se controlan pueden ser análogas a la forma de desacuerdo que Jacques Rancière (1999, p.xi) identificó como central para su noción de la política: la ocasión en la que los interlocutores entienden y no entienden lo mismo con las mismas palabras; excediendo la economía política, este desacuerdo podría poner en primer plano asuntos de lo que Mario Blaser (2009) llama ontología política. Cuando no existe conciencia de «montañas» (o cualquier otra entidad cuyo significado no dudamos), como equivocación desaparece la conexión parcial que sostenía el evento político (e, incluso, que lo hacía posible) y el conflicto -por ejemplo, la defensa de Ausangate- pasa a ser interpretado como un «problema entre dos culturas», en vez de una controversia que habita mundos socionaturales que son más que uno y menos que muchos. Una vez que esto ocurre, el destino de las montañas se define, fácilmente, desde aquella cultura que, reclamando principios universales, puede hacer prevalecer su razón sobre la de las familias circundantes, incluso más allá de la región donde vive la montaña, incluso hasta abarcar el país. Esta cultura, cumpliendo su responsabilidad social, igualmente proporcionaría soluciones para evitar posibles muertes locales, definiéndolas como resultado de «contaminación» o «accidentes» y su causa como «negligencia». El problema se resolvería desde la perspectiva de un sólo mundo, aquél que concibe la naturaleza universal. Una vez explicado (aunque no controlado), cada peligro potencial -arrasar montañas para extraer metales ignorando el otro mundo socionatural en el que las montañas no son sólo montañas-, ya no sería un conflicto onto-político, sino el problema cultural que la modernidad «siempre» ha tolerado con complacencia hegemónica y suspiro resignado. Para pensarlo de manera diferente, el problema debe ser desplazado a otro plano: al momento político que creó la división ontológica entre los humanos y la naturaleza, extendió la división para jerarquizar otros mundos socionaturales y creó la política como un asunto humano diferente de la naturaleza, asignándola a la representación científica. Desde este plano histórico -que revela la política epistémica de la política moderna-, la interpretación del conflicto podría cambiar: en lugar de un «conflicto cultural» entre el progreso universal y las creencias locales, la decisión sobre el destino de personas no humanas (Ausangate, por ejemplo) surgiría como un conflicto político entre mundos, uno de los cuales demanda la simetría del desacuerdo. No se trataría, entonces, de una política compuesta sólo de relaciones de poder y antagonismos silenciados, sino que estos tendrían lugar a través «de relaciones entre mundos» (Rancière, 1999, p.42).

«Tierra» y «medio ambiente» como equivocaciones

Se trata de imbuir a las voces políticas con el sentimiento de que no dominan la situación que discuten, que la arena política está poblada de sombras de lo que no tiene voz política, no puede tenerla o no quiere tenerla.

-Isabelle Stengers, 2005

Participando en «más de uno y menos de dos mundos» socionaturales, los políticos indígenas son inevitablemente híbridos, por lo general sin vergüenza alguna. Las relaciones con personas no humanas tienen lugar junto con actividades como participar en procesos judiciales, organizar un sindicato de trabajadores, participar en ONG ambientalistas, incluso trabajar para una organización capitalista. Como ya he dicho, esto no es nuevo; la novedad es la visibilidad de esta hibridación que conduce a que nos percatemos que nuestras categorías analíticas pueden ser equivocaciones. Las actividades de Mariano Turpo (el padre de Nazario y, como él, monolingüe en quechua) en las décadas de 1950 y 1960 contra el dueño de la hacienda local, son un buen ejemplo: los análisis de las ciencias sociales las describirían como un «movimiento campesino local para recuperar tierras comunales»23. Sí, eran eso, pero también eran algo más.

Pacchanta, el pueblo donde vivían Mariano y Nazario, está físicamente distante de los centros nacionales y actualmente es un lugar apenas imaginado por la mayoría de los intelectuales peruanos. Las cosas eran diferentes en la década de 1960, cuando las organizaciones marxistas de izquierda se enfrentaban al sistema de hacienda, dominante en ese momento, mediante la organización exitosa de sindicatos campesinos. Mariano Turpo fue uno de los «líderes campesinos» más conocidos en Cuzco. A través de él, Pacchanta se convirtió en un epicentro político, donde los activistas urbanos modernos convergieron para discutir el apoyo de los campesinos a sus agendas políticas regionales y nacionales. Como organizador sindical, Turpo fue un activista omnipresente que se movía, incansablemente, entre la ciudad y el campo -organizaba la celebración del 1 de mayo, Día del Trabajo en Perú, recolectaba cuotas de otros campesinos a los que llamó compañeros, confrontaba físicamente a los hombres de la hacienda (escondiéndose de ellos en cuevas dentro de Ausangate y otras montañas), asistía e, incluso, hablaba en manifestaciones en la Plaza de Armas del Cuzco, el mismo lugar donde, 40 años después, Nazario y yo participamos en la manifestación para defender Ausangate-.

Mariano continuó sus prácticas como pampamisayoq junto con su activismo político, interactuando con los seres-tierra de los alrededores de Pacchanta. Más aún, ambas actividades no eran separables; ocurrían a través de relaciones que ignoraban la distinción entre lo natural y social, pues él se relacionaba con el poder, concibiéndolo tanto como fuerzas conectadas con lo que para nosotros es el paisaje socionatural circundante, y que ante él emergían como seres-tierra (montañas, lagos, vientos), y por otra parte como la fuerza de instituciones e individuos sociales: representantes estatales, campesinos, comerciantes locales y políticos. Mariano quería «recuperar tierras» para su ayllu. Pero esta frase excedía los términos de su alianza con activistas de izquierda. Ayllu es una palabra quechua; expresa relaciones entre personas humanas y personas no humanas que hacen un territorio determinado y lo marcan como lugar específico de esas relaciones24. Justo Oxa, un maestro de escuela primaria cuya lengua materna es el quechua y se autoidentifica como indígena, escribió:

La comunidad, el ayllu, no es sólo un territorio donde vive un grupo de personas; es más que eso. Es un espacio dinámico donde vive toda la comunidad de seres que existen en el mundo; esto incluye humanos, plantas, animales, las montañas, los ríos, la lluvia, etc. Todos están relacionados como una familia. Es importante recordar que este lugar [la comunidad] no es de donde somos, es lo que somos. Por ejemplo, no soy de Huantura, soy Huantura (Oxa, 2004, p.239, énfasis agregado).

La tierra que la hacienda había invadido era ayllu (no del ayllu) «desde la época de los incas» (como explicarían Mariano y otros) y esto afectaba a todos los seres que componían el lugar. «Las ovejas estaban muriendo, no teníamos pastos, no podíamos criarlas -las papas no crecerían en el suelo que nos habían dejado-. La tierra y las semillas estaban tristes. Nuestros hijos estaban tristes. Nadie podía comer, estábamos viviendo una vida agonizante. Ausangate nos ignoró porque no nos preocupamos por él ni por nuestra vida -para poder cuidar de nuevo, poder criar a los animales, a nuestros hijos y entre nosotros y también respetar a Ausangate, teníamos que ser valientes y confrontar al hacendado-», recuerda Mariano. Junto con el «movimiento campesino para recuperar tierras» había un conglomerado de relaciones entre personas humanas y diversas personas no humanas, que hacían posible la vida en el territorio que la hacienda ocupaba de una manera que imposibilitaba esas prácticas. En quechua esas prácticas tienen un nombre: uyway, una palabra que los diccionarios traducen al español como «criar hijos, hacer crecer las plantas y los animales» (Itier, 2017). En las prácticas cotidianas uyway se refiere a las relaciones mutuas de cuidado entre la gente y con las personas no humanas. Una vez más, Justo Oxa (2004, p.239) escribió:

…el respeto y el cuidado son una parte fundamental de la vida en los Andes; no son un concepto o una explicación. Cuidar y ser respetuoso significa querer ser alimentado y nutrir a otros, y esto implica no sólo a los humanos sino a todos los seres del mundo… nutrir o uyway colorea toda la vida andina. Pachamama nos nutre, los apus nos nutren, nos cuidan. Nutrimos a nuestros hijos y ellos nos nutrirán cuando envejezcamos. Nutrimos las semillas, los animales y las plantas, y ellos también nos nutren.

La posibilidad de recuperar uyway motivó la lucha de Mariano contra la hacienda. «Al alimentar al espíritu de la montaña los productores campesinos también se aseguran de que el espíritu de la montaña los alimente», escribió Michael Taussig (1980, p.144) después de leer muchas obras etnográficas sobre los Andes. Concuerdo con él, aunque sin pensar a Ausangate como espíritu. Sin embargo, los aliados de Mariano en la década de 1960 eran políticos de izquierda modernos; para ellos era impensable considerar seriamente estas ideas. El lugar de uyway era la etnografía, no la política. Mariano era consciente de los sentimientos de sus socios izquierdistas, pero colaboró ​​con ellos y sus prácticas políticas; esto hizo que el esfuerzo combinado clasista e indígena para «recuperar la tierra» fuera un éxito. Pero «tierra» era una equivocación, el término homónimo que permitió a dos mundos parcialmente conectados luchar juntos. La hazaña se conoció públicamente como el fin del sistema de hacienda y el comienzo de la reforma agraria. Que el mundo de Mariano había recuperado ayllu -en su significado relacional- siguió siendo desconocido, en las sombras desde donde ese mundo había hecho posible el evento histórico.

Bajo la guía de su padre, Nazario también se hizo pampamisayoq. En este papel fue (entre otras cosas) partidario de los esfuerzos para proteger a los seres-tierra de la posible mina. Aclaro posibles malentendidos: no digo que Nazario actuara como guardián de tradiciones primigeniamente intactas; tampoco creo que estuviera en contra de la economía de mercado, aunque nunca hablamos de eso. Trabajaba para una exitosa agencia de turismo, haciendo lo que yo podría conceptualizar como una traducción de sus prácticas al «chamanismo andino», un espacio nuevo y floreciente para el consumo de los turistas y una nueva fuente de ingresos para campesinos y pastores, como él. En todo caso, Nazario fue, como su padre, un innovador: un cosmopolita local que articuló mundos y prácticas que le eran inicialmente ajenas a su propio mundo, encontrando términos para hacerlo que podrían mejorar su vida y la de su familia. La minería no era a lo que se oponían él y el resto de las personas de Pacchanta con quienes hablé. La minería, como actividad económica, ha sido parte de la vida de los campesinos andinos desde la conquista y los del área que rodea al Ausangate están familiarizados con el barequeo de oro en Madre de Dios, una región de tierras bajas con infames condiciones de trabajo. Sin embargo, existe una diferencia importante entre las tecnologías mineras anteriores y las utilizadas por las empresas que actualmente prospectan en la región que preside Ausangate. Las primeras seguían las vetas minerales rompiendo la roca sólida con dinamita y perforando túneles dentro de las montañas. En la actualidad las corporaciones son conocidas por sus tecnologías de minería a cielo abierto que, literalmente, destruyen montañas en muy poco tiempo, a veces en menos de un año. Estas diferencias tienen consecuencias: mientras que la excavación de túneles permite la continuación de las relaciones con los seres-tierra, la minería a cielo abierto las destruye25. Nazario estaba preocupado por el tipo de relaciones que podrían desarrollarse entre Ausangate (el ser-tierra) y la mina. Las corporaciones mineras no sólo invadirían tierras campesinas contaminando el medio ambiente; igualmente destruirían las prácticas con los seres-tierra y otras personas no humanas.

En el mundo de Mariano y Nazario Turpo (que no es sólo sin el mundo moderno) las habilidades políticas incluyen relaciones con personas humanas y no humanas que, juntas, hacen lugar: montañas, ríos, cultivos, semillas, ovejas, alpacas, llamas, pastos, parcelas, rocas, incluso perros y gallinas26. Mientras que el Estado neo-liberal (incapaz de ver estas relaciones) descarta este lugar, lo abstrae como espacio y lo reterritorializa legalmente (por ejemplo, al declararlo «vacío» o «improductivo») para dar cabida a la minería y a los beneficios económicos que puede generar, personas como Nazario y Graciano, preocupados por la destrucción de su lugar, llevan su preocupación a la política. Obviamente, uyway -las relaciones mutuas de cuidado entre humanos y personas no humanas-, no es el único tipo de relaciones movilizado en la política que hace ayllu. Junto con sus preocupaciones sobre la ira de Ausangate, Graciano Mandura mencionó la contaminación como un problema y el daño potencial al turismo que la minería podría causar en el área. Nazario compartía esta preocupación, ya que el turismo era fuente importante de sus ingresos monetarios. Preocuparse por los seres-tierra y el lugar no está reñido con el deseo de bienestar económico. Además, entre los campesinos hay quienes están del lado de la mina -tal vez, incluso, hasta haya algún pampamisayoq que lo esté-. No hay articulación simple que junte movimiento alguno; ni siquiera los seres-tierra proporcionan esa articulación. Pero, igual que la «tierra» como equivocación permitió la alianza entre los políticos de izquierda y los campesinos indígenas -al mismo tiempo que ocultó las relaciones entre montañas, animales, cultivos y humanos-, cuando se trata de la lucha anti-minera en la región de Ausangate (y quizá en otros lugares), en el movimiento ambiental hay algo más que la defensa de la naturaleza. El «medio ambiente» es una equivocación que incluye seres-tierra; sin embargo, a diferencia del momento de confrontación con la hacienda, cuando sólo eran una preocupación local, actualmente aparecen en escenarios políticos nacionales e, incluso, internacionales.

La incursión de empresas mineras en áreas geográficas remotas que el Estado considera improductivas (y hasta vacías), representa una amenaza sin precedentes para los seres-tierra, provocando que la defensa campesina los haga más públicos que nunca. Esta es una consecuencia que el neoliberalismo no previó. En su libro, Fabiana Li (2015) analiza el proceso a través del cual una montaña en el norte de los Andes peruanos, el cerro Quilish, se convirtió en protagonista de una controversia que enfrentó a los campesinos y la ONG ambientalista que los respaldó contra la empresa minera transnacional que era propietaria de Yanacocha, la mina de oro más grande de América Latina y una de las más grandes del mundo. Un tema central en la controversia fue decidir lo que era el cerro Quilish. Para la compañía minera la montaña era, principalmente, un depósito de cuatro millones de onzas de oro. Para los ambientalistas y muchos agricultores que se oponían a la mina Quilish era una fuente de agua para la agricultura local. Un sacerdote local, que había vivido en el área durante mucho tiempo y era consciente de la relación de los campesinos con la montaña como un ser-tierra, lo tradujo como «montaña sagrada». Muchos de los opositores de la mina se distanciaron de esa ontología y enfatizaron la importancia de la montaña como acuífero; sin embargo, el aspecto «sagrado» de Quilish se sumó a las cualidades naturales (ya atractivas) que lo hacían merecedor de defensa. Quilish, transformado en una entidad compuesta como naturaleza- cultura, llamó la atención de los ambientalistas en Estados Unidos y Europa y fortaleció la ya fuerte oposición nacional a la compañía minera Yanacocha.

Lejos de ser un resurgimiento revivalista o milenario, la aparición de seres-tierra en la escena política es un fenómeno completamente coetáneo que se enfrenta, directamente, a las tecnologías extractivas que amenazan con destruir lugares que habían permanecido relativamente marginales al capital, hasta el actual auge tecnológico, y después de la expansión minera del siglo XIX. La presencia pública de seres-tierra en la política -enfrentando al capital corporativo, al Estado neoliberal y a sus consecuencias entrelazadas en la creación del mundo- es parte de los procesos globales que han provocado discusiones académicas sobre «formas de vida emergentes» (Fischer, 2003) y «conjuntos globales» (Ong & Collier, 2005). Deshacer una montaña para hacer una mina, perforar el subsuelo para encontrar petróleo y arrasar árboles para obtener madera pueden producir más que daño ambiental o crecimiento económico. Estas actividades se pueden traducir en, y pueden ser conceptualizadas como, la violación de redes de relación que hacen posible la vida localmente -e, incluso, como la destrucción del lugar-. Cuando eso ocurre, se han encontrado con una oposición grande y heterogénea, y, a veces, sorprendentemente exitosa que ha abierto una disputa (aún impensable para las mentes modernas) entre los seres-tierra locales y la «Naturaleza» universal y, algunas veces, ha reclutado a ambientalistas en la negociación. Los conflictos políticos actuales son fuera de lo común. En algunos casos la etiqueta «guerra» (inicialmente utilizada para referirse a las confrontaciones alrededor del agua y el gas en Bolivia en 2000), puede ser apropiada para designar algunas de las confrontaciones recientes.

Mayo de 2008. Sucre, Bolivia. Un grupo grande de ciudadanos indígenas, que había llegado en una larga marcha desde el campo para encontrarse con Evo Morales, el presidente aymara, y celebrar un aniversario nacional fue atacado por un grupo de gente de la ciudad que, ignorando las muchas cámaras que documentaron el evento, insultó a los manifestantes indígenas llamándolos animales, los despojó de sus ropas y emblemas y, una vez desnudos, los obligó a declarar su lealtad al Estado-nación no indígena (El Correo del Sur [Sucre], 25 de mayo de 2008). La violencia del episodio fue aterradora, física y conceptualmente; mostró a las clases dominantes regionales negándose a aceptar el final de la biopolítica racista que había gobernado el país hasta entonces y haciendo público su deseo de matar a los indios por usurpar el poder que las élites habían ejercido durante siglos. Pero, como he sugerido anteriormente, no fue sólo la intolerancia hacia los cuerpos de los indios lo que motivó estas acciones. Meses antes había aparecido el siguiente comentario en un periódico local:

Todos en el gobierno del MAS, sus ministros, representantes en el parlamento y en la asamblea constitucional, hablan como momias… sus sabios cortan la garganta de las llamas, queman coca y queman fuego sagrado en la sala central del Palacio Gubernativo. Luego, cuando todo es silencio, y sólo se escucha el sonido del pututo (cuerno de concha), hacen sus rituales a sus dioses para que Evo Morales se vuelva inmortal. (Manfredo Kempff Suárez, «escritor y diplomático», firmó como autor, La Razón, La Paz, 2 de octubre de 2007)

El evento expresó más que racismo; hay muchas razones políticas relevantes para la violencia que se vuelve evidente en Bolivia, pero la principal de ellas es que los mundos indígenas reclaman un lugar igualitario desde el corazón mismo del Estado, revelando el antagonismo biopolítico que gobernó Bolivia hasta 2006 y, lo que es peor, posiblemente transformándolo en relaciones de adversarios. La guerra silenciada podría, de esta manera, convertirse en política y esto es intolerable para la élites-«la guerra explícita es preferible que la política» parece ser la respuesta aparente de un grupo de élite no tan pequeño-.

Un final abierto: política plural en un pluriverso político

El punto no es que los científicos tengan que aceptar lo que esas personas empoderadas les digan; el punto es que aprender de ellas les ofrece la oportunidad de arriesgar sus ideas preconcebidas.

-Isabelle Stengers, 2005

No quiero que me malinterpreten. Viví en Perú como intelectual comprometida y eso continúa marcando mi trabajo académico. De hecho, mis redes se enredaron con las de Mariano Turpo debido a su papel en la política moderna -un activista desconocido en el movimiento de izquierda que contribuyó a producir la Reforma Agraria, una de las transformaciones más importantes en el Perú contemporáneo-. La propuesta que hago en este artículo no pretende restar del activismo comprometido, sino agregar a él. Del mismo modo, espero no ser interpretada como una defensora de la condición prístina de los «pueblos indígenas». Lo que he intentado hacer es seguir la propuesta de Isabelle Stengers de «desacelerar la razón» y pensar despacio para permitir que la composición de lo que no tiene voz política (o, en algunos casos, no quiere tenerla) afecte mi análisis y, como sugiere la cita anterior, poner en riesgo mis ideas preconcebidas para hacer que la antropología diga algo diferente -o abrirla más allá nuestro mundo, hacia una antropología de mundos-. Al trabajar con Mariano y su hijo Nazario, aprendí sobre la colonialidad de la política y sobre las muchas características de las que deriva su hegemonía. Una de ellas, muy obvia, es la calidad letrada de la política, su formación en la ciudad y el legado intelectual urbano. A todos nos parece natural que los mejor educados tengan una posición superior en la escala de la política; las excepciones -quienes no tienen un título universitario, como el presidente boliviano Evo Morales- son consideradas anomalías y «un escándalo». En el mejor de los casos, tendemos a pensar que el escándalo se puede superar, tal vez a través de alianzas con los más educados. Nuevamente pienso en Bolivia, y más precisamente en Álvaro García Linera, un sociólogo, vicepresidente de ese país, como la materia gris detrás del presidente; Linera el intelectual orgánico que trabaja en colaboración horizontal con intelectuales de cualquier origen, sin tener en cuenta jerarquías. Espero que mi ironía sea evidente en esta parodia de la práctica gramsciana en la política contemporánea de la que hasta podemos sentirnos orgullosos.

El problema de esa colaboración que he parodiado, es que olvida que la política (como categoría y práctica) ha sido incapacitada por su historia para poder trabajar en simetría con la diferencia radical, expresada por los muchos mundos que habitan el planeta y que la modernidad misma produjo. La política surgió (con la ciencia), para hacer un universo habitable, controlando el conflicto entre humanos culturalmente distintos, pero ontológicamente iguales entre sí y diferentes a la naturaleza universal y objeto de la ciencia. El evento discriminador que resulta de esta «razón histórica», no es sólo que la política es letrada; el problema es que en ella sólo caben los humanos. De manera análoga a la ciencia dominante, que no permite que sus objetos hablen, la política hegemónica dice a sus sujetos qué pueden aportar a la política y qué debe dejarse a los científicos, magos, sacerdotes o curanderos -o, como he estado argumentando, los deja ser en las sombras de la política (Latour, 1997)-. Por esa razón histórica las montañas no pueden ser llevadas a la política (excepto a través de la ciencia) y la relación de Nazario con Ausangate no es más que folklore, creencias que pertenecen a otra «cultura» y que pueden ser felizmente comercializadas como atracción turística, pero en ningún caso pueden considerarse políticamente presentes. Esta exclusión no es sólo racismo; expresa un acuerdo histórico, racional y fundamental para la política. Las exclusiones que resultan de ese acuerdo están deshabilitadas de su traducción como desacuerdo político: no cuentan porque no son. Interrumpir este acuerdo (implementado con ayuda de la Historia) para hacer que las exclusiones cuenten se nos aparece como una tarea imposible y, además, anacrónica. ¿Para qué hacerlo? Después de todo, la política moderna ofrece inclusión... en sus propios términos.

Lo que los líderes locales, como Mariano, han hecho con frecuencia y sin ser vistos, es rechazar esta inclusión como única posibilidad: intervenir en la política sin tener sólo la voz que la política les ofrece. Sin embargo, los seres-tierra aparecen en la política, y a veces en sus propios términos. Si nos tomamos el tiempo para pensar, suspendemos nuestros supuestos y las ideas a las que conducirían, quizá percibiríamos cómo esas presencias alteran los términos de lo político; interrumpen el consenso que excluía las prácticas indígenas de la política asignándolas a la religión o al ritual, y ocluyendo esta exclusión. Podríamos, incluso, aprovechar este momento como oportunidad histórica para poner en riesgo ideas preconcebidas y renovar nuestras herramientas analíticas, nuestro vocabulario y nuestros marcos conceptuales.

Sin embargo, esta oportunidad existe sólo si estamos dispuestos a renunciar a dos respuestas (y miedos) que aparecen como opuestas: (a) la política indígena es tradicional y arcaica y, por lo tanto, peligrosa porque puede convertirse en fundamentalismo antidemocrático; y (b) la política indígena es esencialmente buena y tenemos que ponernos del lado de ella.

He propuesto que el surgimiento en política de los seres-tierra podría forzar la pluralización ontológica de la política y la reconfiguración de lo político. Sin embargo, hay varias cosas que esta frase no significa27. Primero, esa pluralización no se refiere a pluralidad ideológica, de género, étnica, racial o, incluso, religiosa; tampoco se refiere a la incorporación o inclusión de diferencias marcadas para crear una sociedad multiculturalmente «mejor». Segundo, no es una estrategia para ganar hegemonía o ser una mayoría dominante -mucho menos una mayoría indígena-. Mi propuesta de pensar a través de la pluralización de la política no tiene la intención de reparar defectos dentro de la política ya existente -la política «como de costumbre»-. Más bien, apunta a transformar el concepto que concibe la política como disputas de poder dentro de un mundo singular, en otro que incluya la posibilidad de relaciones adversas entre mundos: una política pluriversal. Para pensarlo uso la noción de Carl Schmitt de lo político como pluriverso y el concepto de política de Jacques Rancière como desacuerdos entre mundos. Luego, prestando ideas de Viveiros de Castro (2004) y Strathern (2004), pienso en el pluriverso como mundos sociales heterogéneos, parcialmente conectados, que negocian sus desacuerdos ontológicos políticamente. Esto significaría un conflicto de dimensiones inimaginables, un impacto superlativo en la discusión de la dimensión política, posiblemente insoportable, pero tendría la posibilidad de reemplazar la guerra que actualmente existe sin ser reconocida. La idea de un pluriverso es utópica, no porque no tengan lugar lo que he llamado prácticas-tierra (u otras prácticas que la política moderna no pueda reconocer), sino porque hemos aprendido a ignorar su ocurrencia, considerándolas algo del pasado o un asunto de ignorancia y superstición. Por lo tanto, en vez de utópica, mi propuesta es, en palabras de Stengers (2005), un proyecto idiota. Mi objetivo no es inducir a la acción política; por el contrario, lo que me propongo es desacelerar la razón y provocar el tipo de pensamiento que nos permitiría deshacer o, más exactamente, desaprender la ontología única de la política para abrir la posibilidad de algo así como prácticas políticas pluriversales.

Esto requeriría dos pasos en la reconceptualización de (lo que Mouffe llama) lo político. El primer paso sería reconocer que «el mundo» es múltiple, es decir, más que uno y menos que muchos; el segundo sería reconocer la interconexión entre esos mundos sin hacerlos conmensurables. El proceso utópico es, por lo tanto, mover el lugar que fundamenta lo político desde aquel que decretó la política postulando la superioridad de las prácticas socionaturales Occidentales al lugar que emerge con la comprensión simétrica de mundos heterogéneos, sus formaciones socionaturales y sus prácticas. Desde el lugar al que estamos acostumbrados, la política apareció como un asunto entre humanos después de negar la co-presencia de otras formaciones socionaturales y sus prácticas, y después de convertir esta negación -que significó una declaración de guerra contra mundos considerados inferiores-, en condición necesaria para un orden mundial bueno y habitable. El nuevo fundamento de lo político es, precisamente, romper con la guerra silenciosa haciendo público el antagonismo que niega la posibilidad que esos mundos sean para hacer posible la aparición de esa negación -y sus prácticas- en un espacio público de agonismo. En vez de la biopolítica de guerra, que tanto el liberalismo como el socialismo libran convirtiendo a sus supuestos «otros» en sí mismos, la imaginación política pluriversal conectaría mundos divergentes abriendo la posibilidad de que se conviertan en adversarios legítimos, no sólo dentro de los Estados-nación, sino a través del planeta. La propuesta de una política pluriversal es similar a la cosmopolítica de Stengers en tanto sus participantes quieren ser sin que otros dejen de ser -es decir sin «ganar» almas, territorios, o mercados para un programa de expansión predicado sobre sí mismos-. La pluriversalidad política es inmanente a su proceso en lugar y tiempo; su resultado es fragmentado y difícil de conocer. Está hecha de la potencia compartida de una voluntad de ser que se sabe imposible como única y, por lo tanto, es egoístamente consciente de la necesidad de quienes participan complejamente de esa voluntad porque, siendo otros, la aceptan en negociación.

En un nivel más concreto: esa política pluriversal aceptaría lo que «nosotros» llamamos naturaleza como multiplicidad y permitiría que las opiniones en conflicto sobre esa multiplicidad se presenten en foros de discusión pública. El líder ecuatoriano Humberto Cholango hizo algo parecido en su carta al papa: primero denunció el antagonismo entre las instituciones modernistas y las relaciones indígenas con las personas no humanas y luego tradujo este antagonismo en un conflicto político con la capacidad de interpelar actores indígenas y no indígenas. De manera análoga, en el caso de la mina que amenazaba a Ausangate, un orden político pluriversal fluído en multiplicidad tomaría en serio a la montaña (y, por lo tanto, como depósito de oro) y como ser-tierra (y, por lo tanto, central en la vida de los ayllu de los alrededores). La emergencia de los diferentes mundos que son y quieren seguir siendo con Ausangate sería permitida públicamente sin que se los pusiera en equivalencia de ningún tipo: en esa emergencia comenzaría la política. Allí, y entonces, tendrían lugar las disputas y negociaciones entre discrepancias ideológicas, económicas o culturales, amargas pero reconciliables o no. Algunos se pondrían del lado del ser-tierra, otros escogerían la mina, quizá otros querrían pensar las dos posibilidades. En cualquiera de los casos, todos los participantes podrían considerar que seguir siendo lo que son es lo que está en juego. En condiciones de política pluriversal, Ausangate como ser-tierra, tendría presencia -no sería descartada como superstición ni respetada como cultura-; incluida esa presencia en el desacuerdo, podría competir (o quizás estar de acuerdo) con propuestas de crecimiento y desarrollo económico, o con temas de justicia social e igualdad propuestas por la minería y el Estado. Liberadas de su representación exclusiva como «naturaleza», las ontologías múltiples de Ausangate (incluida su posibilidad como depósito de riqueza mineral), pesarían en proyectos de mundos heterogéneos, quizá unos más fuertes que otros, pero todos conscientes del riesgo de dejar de ser si la multiplicidad en la que son se cancela.

La política pluriversal no tiene garantías de ningún tipo (Hall, 1996). Las personas -indígenas o no, y, quizás, aquéllas no etiquetadas étnicamente-, podrían ponerse del lado de la mina, eligiendo trabajos y dinero en lugar de Ausangate, ya sea porque duden o, incluso, nieguen públicamente que sea un ser-tierra o porque estén dispuestas a arriesgar su ira por una forma de vida diferente. La presencia de Ausangate como ser-tierra podría ser derrotada en el proceso político -algunos la aceptarían, otros no-, pero su ser ya no sería negado silenciosamente, ya que la práctica política pluriversal podría reconocer el conflicto entre mundos parcialmente conectados. Y aunque yo no podría traducirme a la manera de ser de Nazario, ni sentir con él el peligro de la ira de Ausangate, me pondría de su lado porque quiero lo que él quiere: ser considerado con su mundo en el «nuestro» y allí, desde el «nuestro», denunciar el abandono al que el Estado ha relegado a personas como él (al mismo tiempo que amenaza con asimilarlas), denunciar a las empresas mineras que envenenan la vida local. En pocas palabras, defender a su manera, a mi manera y a la manera que puede surgir como nuestra, el lugar donde vive Nazario.

Una posdata. Al amanecer del 5 de junio de 2009 se produjo un violento enfrentamiento entre las fuerzas policiales y un grupo de ciudadanos peruanos, autoidentificados como pertenecientes al grupo indígena awaj’un-huambisa. El objetivo de la policía era romper el bloqueo de una carretera importante, cerca de la ciudad de Bagua, en tierras amazónicas del norte de Perú. Los awaj'un-huambisa habían bloqueado la carretera como parte de una huelga general que comenzó el 9 de abril, organizada por varios grupos indígenas amazónicos. El enfrentamiento produjo muchas muertes: el recuento oficial arrojó 23 policías y 10 indígenas. Según el recuento local el número de muertes ascendió a cientos, la mayoría de ellas indígenas.

El conflicto había comenzado un año antes. Entre mayo y junio de 2008 Alan García emitió 101 decretos legales destinados a facilitar la concesión de los territorios amazónicos a empresas petroleras, madereras e hidroeléctricas. Una exitosa huelga indígena en agosto de 2008 obligó al Congreso Nacional a pedir al presidente peruano que cancelara los decretos. García ignoró la decisión y la protesta indígena comenzó, de nuevo, al año siguiente. Esta vez la protesta llegó a audiencias internacionales cuando los políticos indígenas acusaron al presidente de violar el Convenio 169 de la OIT que exige que los Estados consulten a los pueblos indígenas sobre todos los cambios que ocurren en las tierras que habitan. Como la consulta no había tenido lugar, el gobierno peruano había incumplido un acuerdo con estatuto constitucional y, por lo tanto, los decretos tendrían que ser anulados. Este grupo de awaj’un-huambisas que el presidente identificó como izquierdista hubiese rechazado los decretos si hubiera sido consultado. Sin embargo, las razones de la protesta no eran sólo ideológicas:

Hablamos de nuestros hermanos que sacian nuestra sed, que nos bañan, protegen nuestras necesidades -esto [hermano] es lo que llamamos el río-. No usamos el río como desagüe; un hermano no puede apuñalar a otro hermano. No apuñalamos a nuestros hermanos. Si las corporaciones transnacionales se preocuparan por nuestro suelo como nosotros lo hemos cuidado por milenios, con mucho gusto les daríamos espacio para que pudieran trabajar aquí -pero lo único que les importa es su beneficio económico, llenar sus arcas con riqueza-. No entendemos por qué el gobierno quiere destruir nuestras vidas con esos decretos28.

Esas son las palabras de Leni, un joven líder awaj’un con la cara pintada de rojo y negro y un pañuelo alrededor de la cabeza, pronunciadas en medio de la huelga. Su mundo, donde los ríos y los humanos son hermanos, es, sin duda, completamente coetáneo al de las corporaciones. Pero estas últimas matan ríos. Para evitar este asesinato, los políticos indígenas se movilizaron contra los decretos legislativos (aquellos que querían arrasar la vida indígena, según Leni), y convirtieron el antagonismo en un conflicto político abierto; «si el gobierno cancela los decretos hoy, nos vamos del área», dijo otro entrevistado sobre la duración de la huelga29. El gobierno rechazó el conflicto político y, en cambio, envió a las fuerzas policiales para aplastar el movimiento. El resultado fue la sangrienta confrontación del 5 de junio entre civiles y fuerzas policiales, cuya noticia viajó rápidamente por el mundo. El 19 de junio el congreso canceló los decretos, pero los líderes indígenas tuvieron que esconderse. Quizá el antagonismo ya sea abierto y el silencio de la guerra haya llegado a su fin. No se sabe si el liderazgo indígena podrá convertir la defensa de su mundo y sus seres en un tema de la política, en una relación agónica de confrontación con el mundo hegemónico. Esto sería, de hecho, un evento fundamental de desafío a la política moderna.

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* Traducido por Cristóbal Gnecco (Universidad del Cauca, cgnecco@unicauca.edu.co). Una versión anterior de este artículo fue publicada como “Indigenous Cosmopolitics in the Andes: Conceptual Reflections beyond Politics”, Cultural Anthropology, 25(2), 334-370, 2010. Se publica con la autorización de la American Anthropological Association.

1 Posición de la confederación de pueblos de la nacionalidad kichwa del Ecuador frente a las declaraciones emitidas por Benedicto XVI en la V conferencia de obispos de América Latina y el Caribe (Celam), en mayo del 2007 en Brasil. https://www.voltairenet.org/article148222.html, consultado el 31 de octubre de 2019.

2Me refiero a los procesos electorales de mediados de los años 2000 que resultaron en lo que se llamó «el retorno a la izquierda» en América del Sur, particularmente en los Andes.

4Agradezco a Eduardo Gudynas por dirigirme a este documento.

5He tomado prestada la idea de la noción de Michael Fischer (2003) de «formas de vida emergentes», que utiliza para discutir nuevos trabajos en ciencias biológicas y el realismo empírico, teórico, ético y político resultante de ellos. Mi préstamo de la noción hace un énfasis explícito en la co-presencia histórica e, incluso, en el entrelazamiento global entre las prácticas científicas actuales y las formas indígenas de habitar el mundo.

6Una traducción literal de pampamisayoq sería «el que tiene la misa o la mesa» y, por lo tanto, es capaz de interactuar con la pampa, o lo que llamamos paisaje.

7Pequeños paquetes de alimentos presentados, a través de su quema, al paisaje circundante.

8Yanacocha es propiedad de Newmont Mining Corporation (con sede en Denver, Colorado), la empresa peruana Minas Buena Ventura Company y la Corporación Financiera Internacional, el brazo financiero del Banco Mundial (Li, 2009).

9Véase El Comercio, 28 de octubre de 2007, A4.

10Años después de este comentario Alan García volvió a hablar, peyorativamente, sobre esas montañas. Esta vez Alberto Adrianzén contestó acusando al presidente de intolerancia con las religiones indígenas. En “Earth-Beings: religion but not only” (de la Cadena, 2018) comento este evento.

11Los comentarios de Starn provocaron una fuerte reacción de los andinistas que criticó. Muchos enfatizaron su comprensión limitada de la relevancia política de sus trabajos (e.g. Mayer, 1991). En mi opinión, tanto las obras que Starn criticó, como su crítica, funcionaron dentro de la división entre «naturaleza» y «cultura» que este ensayo critica. En el registro andinista y en la crítica de Starn los seres-tierra y las relaciones con ellos son «interpretaciones culturales» de la «naturaleza». Dentro de esta formulación Ausangate es una montaña -no hay espacio para la discusión onto-política sobre la posibilidad de Ausangate como ser no siendo humano-. Ambas partes, en ese entonces, habrían estado de acuerdo. Otro acuerdo entre las partes en disputa: Starn enmarcó su preocupación por la falta de estudios etnográficos de la política subalterna a través de una noción de política «como de costumbre», mientras quienes criticó defendieron la relevancia política de su trabajo (para la defensa de los derechos culturales, por ejemplo), desplegando la misma noción.

12Muchos estudiosos (e.g, Abercrombie, 1998; Allen, 2002; Earls, 1969; Flores-Ochoa, 1977; Gose, 1994; Harris, 2000; Harvey, 2007; Nash, 1993; Platt, 1997; Ricard-Lanatta, 2007; Sallnow, 1987; Taussig, 1988; Valderrama-Escalante, 1988) han escrito sobre seres-tierra, pero no los han llamado así; aunque algunos de ellos discuten su participación en la política local y las negociaciones humanas con ellos (e.g. Nash, 1993; Platt, 1997; Taussig, 1988), ninguno los considera actores potenciales en la política nacional, menos aún cómo su ontología diferente perturba el campo conceptual de la política. En esos trabajos los seres-tierra habitan el registro etnográfico como «cultura indígena» y no como posible desacuerdo ubicado en el campo de lo que Mario Blaser (2009) llama ontología política. Este artículo se basa en ese rico registro etnográfico, al tiempo que cuestiona la política ontológica que lo permitió y lo contuvo como cultura. Su hegemonía es difícil de deshacer; nuestro apego disciplinario a la cultura es profundamente afectivo -y me incluyo en el comentario-.

13Tirakuna es el plural quechuizado de tierra. Para un análisis matizado de la relación entre tirakuna y pueblo véase Allen (2002).

14Las explicaciones antropológicas de los seres-tierra a través de la metafísica Occidental o la religión (como animismo) pertenecen a la misma teoría política. En consecuencia, los seres-tierra son posibles como espíritus, pero los espíritus no pertenecen a la política.

15Así como no todas las relaciones de antagonismo encuentran expresión a través de la política, tampoco todas las sociedades organizan los antagonismos de manera política. Este es el caso de los achuar, con quienes Philippe Descola (2005) ha vivido y trabajado durante muchos años.

16Obviamente Schmitt estaba pensando a través de una noción moderna de la política; por lo tanto, no tenía en mente a actores que no son humanos. Cuando escribió «cada teoría del Estado es pluralista» (Schmitt, 1996, p.53) lo que tenía en mente era una pluralidad constitucional de Estados, entidades políticas «otras» entre sí y, por lo tanto, posibles enemigas. Asimismo, pensando en Schmitt, Latour (2004, pp.278,281) analizó la calidad enemiga de los humanos frente a los no humanos, que trató de forma bastante indistinta como «cosas». Quizás debido a su interés en los laboratorios y la representación a través de la práctica científica (y, en última instancia, la vida moderna), pasó por alto las relaciones con otros seres que no son humanos (que, aparentemente, tradujo como cosas), así como las prácticas no representacionales.

17Las disciplinas, aunque benévolamente, las segregaron de la realidad a través de categorías -superstición, creencia, animismo, mito y ritual, pensamiento salvaje o religiosidad indígena- que, al profesar su anacronismo, separaron esas prácticas de la política moderna.

18Sobre la relación antagónica entre la indigeneidad y el Estado véase Aparicio y Blaser (2008).

19Bruno Latour quizás identificaría la indigeneidad como una formación no moderna. Latour (1993, p.47) escribió: «un no moderno es cualquiera que tiene en cuenta, simultáneamente, la constitución moderna y las poblaciones de híbridos que esa constitución rechaza y permite que proliferen». Lo no moderno, sin embargo, sugiere «unicidad», discordante con la historicidad fractal de la indigeneidad.

20Por ejemplo, en su etnografía sobre las minas bolivianas June Nash (1993, p169) escribió que «las ceremonias de intimidad con la tierra preparan a las personas para un momento en que pueden dar forma a su propio destino», «mantienen vivo el sentimiento de rebelión hasta un momento históricamente apropiado [y] pueden reforzar los movimientos políticos». Del mismo modo, los rituales son momentos «para discutir problemas y las luchas de los trabajadores» (Nash, 1993, p.319). No estoy cuestionando la precisión de este análisis. Mi argumento es que el análisis de la clase, la solidaridad de los trabajadores y la rebelión social no incluye como cuestión política la diferencia ontológica que las relaciones con los seres-tierra pone en primer plano.

21En una carta del líder yanomami Davi Kopenawa «a todos los pueblos de la tierra», agosto 31 de 1989 (Graham, 2002, p.181).

22Indígena-mestizo es una categoría que puede coincidir con la noción de plurinacional, el proyecto de construcción nacional que los movimientos sociales indígenas en Ecuador y Bolivia proponen para sus respectivos países.

23Entre los primeros análisis de la «lucha campesina por la tierra» véase Reategui (1977); entre los últimos, véase Renique (2004).

24La mención de personas no humanas, aunque con otro léxico, ha estado muy presente en el registro etnográfico sobre el ayllu (e.g., Allen, 2002; Harris, 2000; Ricard-Lanatta, 2007). Sin embargo, en documentos oficiales o periódicos la palabra se traduce, generalmente, como gente emparentada o territorio y, en el mejor de los casos, como la yuxtaposición de ambos.

25Las relaciones con Ttio, ese ser parecido al demonio que habita las minas bolivianas, ilustran este argumento (véanse Nash, 1993 y Taussig, 1980).

26Siguiendo a Ingold (2000), puedo decir que estas relaciones son «habilidades para vivir»: interacciones entre humanos y no humanos en las que ambos están juntos y la vida se concibe relacionalmente (véase Feld & Basso 1996). Las habilidades para vivir de Mariano y Nazario Turpo incluyeron conexiones parciales con actividades e instituciones políticas modernas.

27Debo esta frase a Mario Blaser, uno de mis co-pensadores.

28Servindi, “Los sucesos de Bagua”, http://www.servindi.org/producciones/videos/13083, consultado el 31 de octubre de 2019.

29Servindi, “Los sucesos de Bagua”, http://www.servindi.org/producciones/videos/13083, consultado el 31 de octubre de 2019.

Cómo citar este artículo: de la Cadena, M. (2020). Cosmopolítica indígena en los Andes: reflexiones conceptuales más allá de la «política». Tabula Rasa, 33, 273-311. DOI: https://doi.org/10.25058/20112742.n33.10

Recibido: 12 de Septiembre de 2019; Aprobado: 31 de Octubre de 2019

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