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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.39 Bogotá July/Sept. 2021  Epub Mar 30, 2022

https://doi.org/10.25058/20112742.n39.06 

Artículo de investigación

Spatial imaginaries and the politics of scale in Colombia

IMAGINARIOS ESPACIALES Y LA POLÍTICA DE LA ESCALA EN COLOMBIA

Imaginários espaciais e políticas de escala em Colômbia

Alba Griffin1 

Nick Morgan2  

1 .Profesor asistente, Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales, Universidad de Newcastle..alba.griffin@newcastle.ac.uk

2. Profesor asociado en estudios latinoamericanos, Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales, Universidad de Newcastle. nicholas.morgan@newcastle.ac.ukNewcastle University, UK


Abstract:

This article examines the relationship between spatial imaginaries and the idea of a “politics of scale”. Assuming, conventionally enough, that scale is not an empirical fact but a construction that takes place in specific material conditions, we use examples to sketch out how different imaginaries of scale are deployed in the interests of specific political projects. We suggest that the 1991 constitution represents a kind of “scalar fix” that encouraged a rethinking of scalar relationships, and that this process was marked by the emergence of the importance of territorio. Through examples taken from our ethnographic work in urban areas, we analyse some examples of a pragmatics of scale, the strategic use of scalar imaginaries to further particular political goals.

Keywords: imaginaries of scale; 1991 constitution; pragmatics of scale; ethnography.

Resumen:

Este artículo analiza la relación entre los imaginarios espaciales y la idea de una «política de escala». Partiendo del hecho comúnmente aceptado de que la escala no es un hecho empírico, sino una construcción que tiene lugar en condiciones materiales específicas, recurrimos a ejemplos puntuales para delinear cómo se despliegan diversos imaginarios sobre la escala según los intereses de proyectos políticos específicos. Planteamos que la Constitución de 1991 representa una suerte de «ajuste escalar» que fomentó el replanteamiento de las relaciones escalares, y que este proceso estuvo marcado por la aparición de la importancia del territorio. Por medio de ejemplos tomados de nuestro trabajo etnográfico en zonas urbanas, analizamos algunos casos de una pragmática de la escala, el uso estratégico de imaginarios escalares para promover determinados objetivos políticos.

Palabras clave: imaginarios de escala; constitución de 1991; pragmática de la escala; etnografía.

Resumo:

Esse artigo oferece umas observações sobre a relação entre os imaginários espaciais em Colômbia e a noção de uma “política da escala”. Com base na suposição de que a escala não é um fato empírico senão uma construção negociada com inegáveis bases materiais, usamos exemplos pontuais para esboçar a maneira como se desdobram diferentes imaginários escalares para adiantar uma série de projetos políticos. Propomos que a Constituição de 1991 representa um tipo de “scalar fix” que promoveu uma revisão das relações entre escalas. Simultaneamente, observamos que esse processo se deu em um contexto ainda marcado por modos coloniais de pensar o espaço e assediado por uma série de logicas neoliberais. Através do uso de uns exemplos escolhidos de nosso trabalho etnográfico, analisamos uns modelos de uma pragmática da escala, que dizer, do uso estratégico da noção de escala para atingir uns objetivos particulares.

Palavras chave: imaginários de escala; Constituição do 91; pragmática da escala; etnografia

Nuestro aporte a la discusión de la noción de escala en este número procede de la perspectiva de los investigadores, cuyo trabajo se centra en la etnografía, el análisis del discurso y el estudio de los imaginarios sociales. Como no geógrafos, nos sentimos en cierta medida como impostores que llegan tarde a un debate de larga data y densamente conceptualizado y no nos cabe duda de que por momentos nuestras observaciones revelan cierta ingenuidad. Al mismo tiempo, notamos que en medio de estas discusiones era posible declarar que «pese a las interpretaciones generadas por la investigación empírica y teórica sobre la escala ;…; no hay consenso sobre lo que el término significa o cómo debería operativizarse» (Marston, Jones & Woodward, 2005, p.416 ). Además, este número promete un enfoque interdisciplinario; es con este ánimo que esperamos aportar alguna claridad sobre el tema central, considerando lo que las ideas sobre la escala han significado en nuestra práctica particular, con énfasis en la manera como el conocimiento situado ilumina el significado y los intereses de luchas políticas muy específicas. Nuestra pregunta fundamental, entonces, es ¿cómo ciertas formas particulares de representación de la escala no solo enmarcan las acciones de diferentes actores sociales, sino que definen los parámetros de las acciones concebibles en cualquier situación dada?

Conceptualizar la escala

Abordamos esta cuestión explorando las nociones de escala dictadas por el sentido común que encontramos en nuestros intentos por entender las luchas políticas en la Colombia actual. Consideramos cómo los imaginarios sociales representan la escala, cómo dichas representaciones están vinculadas con otros aspectos del imaginario espacial, y cómo posibilitan el desarrollo de tipos específicos de afirmaciones en su movilización en la búsqueda de una serie de objetivos. También notamos las implicaciones de la noción de las relaciones escalares dictada por el sentido común. Adoptar este enfoque trae consigo el riesgo, identificado por Brenner, a partir de lo que podría pensarse como una forma de pensamiento propiamente escalar y perderse en los ámbitos de otros tropos espaciales, como «lugar, localidad, territorio y espacio» (Brenner, 2001, p.592). Creemos que vale la pena correr ese riesgo, pues las implicaciones de lo que podría pensarse como nociones vernáculas de la escala -esas «ficciones intuitivas», como lo plantea Richard Smith- deben explorarse en sus propios términos (Smith, 2003, p.11 ). En resumen, reconocemos el énfasis que hace Moore en la necesidad de establecer una diferencia entre la «escala como categoría de práctica y como categoría de análisis» (Moore, 2008, p.203, itálicas en el original), poniendo un énfasis no apologético en la primera. También reconocemos que es imposible estudiar los imaginarios espaciales sin tener presente cómo se relaciona la escala con otras metáforas socioespaciales.

Comenzamos con la afirmación poco polémica de que más que hechos sociales o espaciales, las escalas hacen parte de procesos continuos de significación, consagrados y reproducidos en una variedad de imaginarios sociales. Como lo señala Smith, las «escalas geográficas son mutables históricamente y son productos de la actividad social» (Smith, 1995, p.60). La escala es una forma particular de imaginar el espacio, que se presta a la exploración de las relaciones de poder establecidas entre los diferentes niveles en las jerarquías escalares. Considerar las interacciones entre instituciones y ciudadanos, entre movimientos sociales y Estados y entre espacio público y privado o entre poblaciones locales y mercados globales ya es pensar en problemas de escala. Este es también un aspecto fundamental de la forma como la gente se piensa como actores sociales y políticos. En un sentido muy práctico, pueden sentirse facultados para actuar en «niveles» particulares, intimidarse con las escalas que empequeñecen sus preocupaciones locales inmediata, o sentir un interés por luchas más amplias por el destino de comunidades imaginadas.

No cabe duda de que estas dinámicas han sido relevantes en nuestra investigación, gran parte de la cual trató con las relaciones entre instituciones locales y nacionales y una serie de actores sociales. Somos conscientes de que la etnografía, una herramienta metodológica más que una disciplina, ha sido acusada en ocasiones de fetichizar lo local (Sharp, 2018). Sin embargo, afirmamos que esta crítica se deriva de las trampas inherentes al presupuesto de que lo local existe como una realidad empírica simple y de fácil acceso. Nuestras experiencias de trabajo a través de «lo local» han dejado en claro la importancia de las nociones de escala para las luchas cotidianas de la gente común. Más aún, la naturaleza imaginada de la escala significa que esta no es una cuestión sencilla para considerar la interrelación de niveles escalares esmeradamente alojados en otros, sin importar cuán hondamente arraigada esté esa noción en el sentido común. En lugar de eso, «el significado de términos escalares como lo global, lo nacional, lo regional y lo urbano diferirán cualitativamente dependiendo de las separaciones escalares específicas histórica y contextualmente hablando del proceso socioespacial en cuestión» (Brenner, 2001, p.606 ). Además, uno de los aspectos claves del proceso de escalado es que este es una «tecnología de la delimitación» que «hace posible la división del espacio, por ejemplo, en torno a marcadores culturales y políticos» (Paasi, 2004, p.538 ). Las delimitaciones espaciales impuestas por la forma como los arreglos institucionales expresan la escala son cruciales, porque determinan la esfera de actividades de una serie de temas políticos. En otras palabras, cómo se imaginan las escalas, y los efectos materiales de esas imaginaciones, son temas intensamente políticos.

Los imaginarios espaciales en Colombia

El imaginario espacial representa cómo se dispersa y se disipa el poder al recorrer esos niveles y naturalizar estos procesos. Estos imaginarios expresan y configuran los intereses materiales y dan lugar al desarrollo de acuerdos institucionales específicos que consagran las jerarquías escalares. Históricamente, se ha imaginado a Colombia, en el plano horizontal, como una colcha de retazos de identidades culturales. Los profundos niveles de desigualdad en la sociedad colonial se conservaron en el periodo republicano, produciendo una distribución del espacio que concibió el territorio nacional como dividido fundamentalmente entre la «civilización de vertiente» de José Manuel Samper y las tierras bajas bárbaras habitadas por grupos indígenas y descendientes de los cimarrones (Múnera, 2006). Las relaciones jerárquicas entre el centro y «el revés de la nación» (Serje, 2005) atribuyeron identidades determinadas por la etnia y la clase a los habitantes de las diferentes regiones y lugares, inscribiendo la jerarquía social en una amplia gama de relaciones espaciales. Durante el siglo XX, esa periferia imaginada se hizo cada vez más presente en el llamado centro, especialmente por medio de la intensificación de los procesos de urbanización, impulsados por las oleadas de inmigrantes de zonas rurales, a pesar de que las marcadas desigualdades siempre estuvieron presentes en el centro andino.

En la práctica, las ideas de lo central y lo periférico tienen una dimensión escalar, porque dependen de la relación entre lo regional y lo nacional y de la relación entre estas categorías imaginadas y otras escalas, como lo internacional y lo global. En estas relaciones, podemos ver los mecanismos de «jerarquías geográficas relativamente estabilizadas en las que actividades organizadas en algunas escalas tienden a tener predominio sobre otras» (Collinge, 1999, citado en Brenner, 2001, pp.606-607 ). Estas «estructuras geográficas fijas que delimitan la actividad política, económica y cultural en formas específicas» (Smith, 1995, p. 63 , también en Brenner), pueden sedimentarse y naturalizarse hasta el punto en que «los ajustes escalares establecidos pueden restringir la evolución subsiguiente de las configuraciones escalares» (Brenner, 2001, p. 607). En Colombia, podría rastrearse uno de los problemas históricos más importantes de la escala a la constitución de 1886, con su demanda de que se ejerciera el poder por medio de un Estado presidencialista, altamente centralizado. Las disposiciones institucionales dispuestas por el imaginario autoritario de la constitución de 1886 influyeron en las luchas sociales por más de un siglo, pero a finales del siglo XX la crisis del capitalismo regional y la neoliberalización acelerada de la región alentaron a la administración liberal de César Gaviria a buscar un ajuste político y económico de grandes dimensiones espaciales y escalares. Esto se unió en la debatida constitución de 1991, que puso en marcha un reajuste del andamiaje institucional del Estado colombiano, en especial mediante medidas para delegar poder y autoridad. Aquí fue crucial un imaginario espacial que empezó a desbaratar la jerarquizada organización del espacio en el país con medidas, como el otorgamiento de títulos colectivos sobre la tierra a los grupos «étnicos» (si bien este término no aparece en el documento) y la descentralización progresiva de la responsabilidad administrativa y sus presupuestos concomitantes, un proceso que ya se había iniciado en la década de 1980. A la par que democratizaba el poder dispersándolo por las escalas inferiores, abría la escala nacional a las demandas del mercado global. Como resultado de ello, este documento ambiguo y ambicioso ha llegado a considerarse como el que allanó el camino para la neoliberalización de la economía colombiana, parte de una «revolución pasiva» (Gramsci, 2003 ;1971;) que permitió al Estado colombiano reconstruirse en formas que le permitían enfrentar las demandas del momento neoliberal sin amenazar los privilegios de las élites nacionales (Mejía, 2002, 2006; Morgan, 2019). En efecto, este representa un cambio parcial en lo que se mantuvo en muchos aspectos dentro del imaginario colonial de espacio y escala, sin dar lugar a ningún cambio estructural radical.

Territorio

Dicho esto, la Constitución fue el resultado de complejas negociaciones, que incluyeron demandas de participación ciudadana en la toma de decisiones y el reconocimiento de los derechos de grupos étnicos marginados a lo largo de la historia. En todo caso es poco realista suponer que la naturaleza basada en el género, la etnia y la clase que determina la desigualdad en Colombia podría cambiarse con una reorganización de acuerdos institucionales, pese a su carácter progresista. La desigualdad naturalizada por la economía política dominante y los modelos culturales asociados a ella no podían borrarse de un plumazo. Pero la Constitución cambió la conceptualización de las luchas sociales de manera significativa.

Por ejemplo, los ajustes espaciales consagrados en la Constitución de 1991 han incrementado la importancia política que se atribuye a la escala local, muchas veces con la atribución de derechos a tierras de propiedad colectiva, lo que facilita la aparición de configuraciones que no se veían en anteriores iteraciones de la autoridad escalar. Quizás lo más notable entre estas es la mayor importancia del territorio. Por otro lado, el territorio simplemente se refiere al espacio que está bajo el control de una institución particular o, en el sentido más amplio, al territorio del Estado. Pero también está ligado en la literatura institucional a las nociones de desarrollo y justicia social, como en la Ley 338 de 1997, que propende por «el uso equitativo y racional del suelo, la preservación y defensa del patrimonio ecológico y cultural localizado en su ámbito territorial». En este sentido, el territorio empieza a adquirir diferentes significados, para connotar «lugar, movilización, lucha y resistencia política y cultural» (Saquet, 2018, p.349 ). El enfoque más evidente para este significado de territorio gira en torno a la concesión de títulos colectivos sobre la tierra a los grupos étnicos de Colombia, pero, aunque la tierra está en la base de estos avances, la idea de territorio va más allá, pues describe la relación dinámica entre un entorno y sus habitantes. Aunque el territorio es un lugar donde se realizan las asambleas, consultas y otros procesos de toma colectiva de decisiones, de acuerdo con la organización dominante de la escala, también es símbolo de prácticas que solo pueden entenderse realmente mediante el tipo de descripción densa que revela los múltiples ejes de la territorialidad descritos por Milton Santos (Santos 2017).

En términos políticos, la idea del territorio tiene una larga historia en el desarrollo de las demandas de los indígenas y afrocolombianos en Colombia (Echeverri, 2004), pero ha sido posible movilizar poblaciones en torno a la idea del territorio, no solo en áreas rurales, sino también en el «territorio abigarrado» de las ciudades (Gago, 2014, p.17 ), independientemente de si estaba ligada a una serie de derechos específicos. Es cierto que hablar en términos del territorio se ha convertido en parte fundamental de la retórica de los movimientos sociales de base en Colombia hoy; permea el discurso político y hace parte del sentido común espacial. En comunidades étnicas, se valora el territorio por su íntima relación con los valores culturales del grupo. En el contexto urbano, la cultura es menos importante, pero el territorio sigue estando relacionado con la forma de vida de las personas que lo habitan. Conocer una comunidad es conocer su territorio, y solo una comprensión íntima del contexto local permite a los representantes institucionales entender y diferenciar entre las poblaciones que se supone que deben dirigir. Incluso el actual presidente Iván Duque, en un encuentro con gobernadores departamentales, declaró que «;h;asta el último día de mi gobierno, el 7 de agosto del año 2022, me tendrán a su lado en los territorios y no en los escritorios». La mística del término es evidente incluso aquí: estar en el territorio parece implicar cierta especie de autenticidad, incluso si solo se afirma mediante una visita fugaz.

Estudios de caso

La escala territorial no es simplemente un tema de tamaño y alcance, entonces, sino también de estatus y es ese estatus lo que define su relación con otras escalas. La cuestión de si lo territorial representa una escala en sí mismo es debatible. Esto se reconoce en parte dentro de las disposiciones institucionales, pero en otros aspectos, es una categoría mudable que en ocasiones refuerza y en ocasiones subvierte la jerarquía escalar hegemónica. También es un tema recurrente entre los participantes de nuestra investigación, que presentamos a continuación. Aquí ofrecemos algunas observaciones sobre el uso de las nociones de escala en contexto y analizamos las implicaciones de los imaginarios espaciales en dos estudios de caso muy distintos. A pesar de sus evidentes diferencias, ambos son urbanos y ambos revelan la transcendencia política del pensamiento escalar en las luchas sociales contemporáneas.

Quibdó

El primero de nuestros estudios de caso proviene del municipio de Quibdó, capital del departamento de Chocó. Históricamente, Chocó ha ocupado un lugar en el imaginario nacional hegemónico como parte del revés de la nación; periférico, distante, etnizado y exotizado. Representado con frecuencia como la parte «más negra» de la nación, por mucho tiempo se lo ha relacionado en los imaginarios nacionales con ideas de naturaleza abundante pero hostil, minería de oro, corrupción, pobreza y una población atípica y «étnica», rica en tradición cultural. Solía considerarse un «oasis de paz», libre de la violencia que marcó la política colombiana de la segunda mitad del siglo XX, pero en los últimos años se ha hecho sinónimo en el espacio de los medios nacionales de conflicto armado, desplazamiento forzado, paramilitarismo y narcotráfico. También es parte de una región en donde la invocación del territorio ha devenido parte central del discurso político, como resultado de la reorganización espacial implementada a partir de la constitución de 1991.

Las implicaciones políticas de las interrelaciones escalares se hacen visibles fácilmente en un municipio que se extiende por 3.000 kilómetros cuadrados, entrecruzado por las jurisdicciones de las tierras tituladas colectivamente a comunidades afrocolombianas e indígenas. A este respecto, la administración local, al menos sobre el papel, no es tanto una serie de cajas escalares, sino de mapeos superpuestos con ciertos aspectos escalares. La escala, entendida de manera más estricta, tiene una función obvia en la relación del municipio con el resto de las instituciones del Estado. Aunque tiene alrededor de 130.000 habitantes, la ciudad es actualmente un municipio de «categoría cuatro», una designación que por lo general se reserva a poblaciones pequeñas de entre veinte y treinta mil habitantes. Décadas de irregularidades financieras han sumido el presupuesto de la ciudad en deudas, que llevan a un mayor grado de control y escrutinio de los presupuestos locales por parte del gobierno central. De hecho, antes de 2018, el periodo cubierto por nuestros comentarios en este artículo, Quibdó era un municipio de categoría seis, un nivel escalar aún más bajo que implicaba mayores reducciones a la autonomía local.

La institucionalización constitucional de la noción de territorio era un punto de referencia constante en los imaginarios espaciales de quienes participaron en la investigación que realizamos en Quibdó entre 2012 y 2016. Ello no sorprende y estos procesos eran vistos correctamente como creadores de un impacto que iba más allá del tema de la titulación de tierras y tenía un efecto cultural y político de alcance nacional. Un líder de un consejo comunitario, por ejemplo, comentó que el reconocimiento constitucional implicaba que «ya ;…; reconozcan a uno ;…; como un ser humano como tal, ya lo visibiliza ;…;, porque anteriormente ;…; uno llegaba a las grandes urbes y era mirado como “ese negrito allí”». La implicación no es que la gente de las ciudades haya dejado de discriminar, sino que en el marco legal del Estado, significa que los afrocolombianos se sienten reconocidos como ciudadanos.

Como se señaló anteriormente, la reorganización espacial del Estado colombiano ha hecho parte fundamental de este proceso de reconocimiento. Sin embargo, la concesión de cerca del 30% del territorio nacional a los grupos étnicos y minoritarios no ha estado acompañada de apoyo financiero para organizaciones territoriales, cuya jurisdicción sigue siendo limitada, especialmente el caso de los derechos sobre los yacimientos minerales. Incluso, los consejos comunitarios no están articulados horizontalmente con otras instituciones locales; su integración es vertical, a través del Ministerio de Gobierno, y más allá de eso, mediante acuerdos ad hoc con intereses corporativos que deseen explotar estos territorios y cuyas actividades coincidan con las prioridades nacionales. En las zonas rurales que atraviesan el territorio municipal de Quibdó hubo algunas alertas de líderes comunitarios sobre cómo las prácticas escalares institucionalizadas con el Estado colombiano distribuyen la influencia y el alcance político de los actores sociales. Así, entre los representantes de los consejos comunitarios, entrevistados al comienzo del proyecto, encontramos críticas sobre el fracaso de las instituciones nacionales para apoyar las organizaciones beneficiarias de títulos colectivos. Como lo señaló un participante con una larga historia en los consejos comunitarios:

«no crecieron; nacieron y se quedaron como nacieron por falta de apoyo de las instituciones».

Además, la apropiación de partes de estos territorios por narcotraficantes, la agroindustria y la minería ilegal se ha hecho muchas veces usando la violencia, lo que ha generado altos índices de desplazamiento forzado, con poca o nula protección del Estado, y en ocasiones en connivencia con actores estatales. Aunque algunos participantes veían una esperanza en la inversión extranjera, la explotación de recursos naturales por parte de corporaciones multinacionales ofrece poco a las comunidades más allá de unas pocas medidas cosméticas. Ese desencanto ha llevado a que la figura de la consulta previa haya adquirido gran importancia como instrumento para las comunidades organizadas en los territorios como una manera de bloquear las formas de desarrollo basadas en la explotación. El que su principal palanca política se dé por medio de la negación muestra la naturaleza subordinada políticamente de la escala territorial en la jerarquía institucional del Estado colombiano, y las presiones aplicadas a este último por las formas explotadoras de la acumulación de capital. De esa manera, aunque el reconocimiento de las organizaciones territoriales sigue siendo crucial, siguen subordinadas a una economía política nacional y global fundamentalmente en desacuerdo con los ideales que apuntalaron su creación.

Estos problemas son bien conocidos y no es nuestra intención repasar estos argumentos aquí. El propósito principal de nuestra investigación era otro sitio en el que la promesa constitucional se haya puesto en práctica en alguna medida, la escala urbana. Aquí trabajamos con seis juntas de acción comunal (JAC) en la Comuna Dos de Quibdó. Originadas en los intentos de movilizar la participación popular en la década de 1950, las JAC se han convertido en pieza clave de la organización popular en zonas rurales y urbanas. Si bien pequeñas en escala y carentes de recursos, han realizado un trabajo infraestructural monumental en todo el país. Establecer relaciones con las JAC se ha convertido en un aspecto crucial de la gobernanza, pues ellas canalizan las demandas populares que surgen de los territorios locales, pero también dependen de instancias superiores para su financiamiento y soporte, lo que las hace maleables a la presión institucional. De hecho, las luchas de los barrios informales por el acceso a servicios como electricidad, agua y alcantarillado se han canalizado a lo largo de la historia por medio de las JAC, y la creación de una JAC se ha considerado un primer paso para obtener estatus legal. Aunque pueden crearse en cualquier lugar donde una comunidad local exprese su deseo de hacerlo, están asociadas casi exclusivamente con comunidades «vulnerables». Los barrios ricos ya tienen servicios e infraestructura, y sus habitantes tienen otras maneras de presionar a las instituciones. Así, aunque todos los municipios tienen sus planes de ordenamiento territorial, las nociones urbanas de lo que constituye el territorio surgen precisamente de la diferencia entre el espacio urbano desarrollado y los barrios marginados con sus típicos problemas sociales. Son estos últimos los que tienden a designarse territorios, un uso que hace énfasis en las luchas de quienes habitan esos lugares, y es aquí donde por lo general se sitúan las JAC.

En el caso de Quibdó, el lenguaje de la territorialidad se convirtió en parte importante de lo que podría describirse como el estilo cultural general de las recientes administraciones. En 2011, Zulia Mena García ganó por un estrecho margen las elecciones para alcaldesa, con una plataforma que prometía transformar la calidad de vida de los sectores populares de una ciudad donde más del 80% de la población tenía necesidades básicas insatisfechas.1 Muy identificado con las luchas históricas de los afrocolombianos, el plan de desarrollo de la administración Mena buscaba revolucionar la política local movilizando a la población e invitando a los quibdoseños a sentirse parte de un proyecto colectivo. Con la marca Quibdó MIA, sus intentos de promover nuevas actitudes frente a la ciudadanía son un ejemplo de las nociones distintivas de la escala derivadas de la constitución de 1991, en particular en su articulación del imaginario territorial en el contexto urbano. Al mismo tiempo, reveló los problemas inherentes a la actual distribución de la autoridad escalar.

El ofrecimiento básico de Quibdó MIA era «un gobierno con la gente» y «la participación como fundamento de las decisiones que afectan la vida de las Comunidades», una formulación que invoca la constitución nacional. Las comunidades mencionadas allí eran las que ocupaban el «territorio», la población tripartita invocada en las siglas MIA -mestizo, indígena y afrocolombiano-. La administración local se presentó como representante del gobierno central, una afirmación que reflejaba el estatus gestionado de la administración local, cuyo alcance incluía todo el territorio municipal, pero reconocía que su jurisdicción «se encuentra limitada en Consejos de las Comunidades Negras y en los Cabildos Indígenas, cuyos representantes son la máxima autoridad en sus respectivos territorios», lo que a su vez hace énfasis en que la esfera municipal se divide en un mosaico de jurisdicciones superpuestas.

Aunque Quibdó MIA es en muchos aspectos un plan de desarrollo convencional, también tiene algunas características particulares, en parte relacionadas con un enfoque territorial que era pan de cada día para activistas como Mena y el historiador Sergio Mosquera, quienes han pasado gran parte de sus vidas políticas trabajando con estos puntos de referencia. Quibdó MIA incluye una crítica histórica, basada en la noción de región, que reconoce la importancia de la relación histórica de Chocó con la economía global. Las inequidades del tráfico de esclavos son un punto de referencia fundamental, que tiene una relación muy diciente con «el modelo extractivo-ausentista predominante durante la esclavización, el cual se proyectó hasta el presente». Por consiguiente, el documento identifica un imperativo moral, que le corresponde a representantes de todas las escalas imaginadas en el documento, producir políticas de naturaleza esencialmente reparadora. De ese modo, «los objetivos de desarrollo del milenio en Quibdó, ODM-Q, imponen a la comunidad internacional, la nación, el departamento y al municipio grandes tareas creativas y sustentables, que permitan superar los increíbles y deshonrosos niveles de pobreza y las inequidades en el acceso a oportunidades de felicidad de su población».

Sin embargo, la crítica a las formas de acumulación basadas en la explotación en el centro de este análisis no se observa en la política económica del gobierno local, que está repleta de clichés neoliberales. Esto es característico de miles de programas políticos de poblaciones pequeñas en todo el globo y es un indicador de la naturalización de una visión muy convencional de la llamada economía global, en la que el apetito de las corporaciones multinacionales por maximizar sus utilidades se entiende como el horizonte final de todas las formas de producción y distribución. Por ejemplo, el documento hace referencia a «la nueva forma de educarnos, de relacionarnos y de producir en una economía globalizada, a la que se le puede aportar bienes y servicios de alto valor agregado desde las potencialidades que provee la diversidad biológica y ambiental». El hilo central de la agenda transformadora de Quibdó MIA, el deseo de transformar la ciudad en «centro mundial de biodiversidad», se articula mediante una forma de retórica neoliberal que en esencia convierte el medio ambiente en otro tipo de mercancía. En una entrevista, uno de los arquitectos del programa describió la biodiversidad como un «eje competitivo», y las formas de desarrollo alternativas propuestas brevemente por el documento apelan a este punto de referencia neoliberal estándar. Se ha dicho, por ejemplo, que «;e;l municipio debe adecuar su oferta productiva ;…; para participar en procesos de tercerización, de off shore, de maquila que han permitido que otras regiones de Colombia y América Latina crezcan económicamente a pesar de sus desventajas competitivas y comparativas». El punto, sin duda, es que esta es precisamente la oportunidad de explotar una mano de obra barata, que es el atractivo de sitios así para las corporaciones internacionales.

Nuestro propósito aquí no es atacar la administración Mena, sino hacer énfasis en cómo ciertos puntos de referencia dominantes se ajustan al imaginario escalar hegemónico y neutralizan demandas radicales. Los organizadores de los grupos de base respondieron a esta retórica contradictoria en formas distintas. El discurso de los derechos territoriales afrocolombianos sin duda tuvo una acogida especial en la ciudad, pues en ocasiones se representa a los quibdoseños como comunidad negra, es decir, con derecho a la titulación colectiva en el marco de la Ley 70, y como afrocolombianos, la definición más general de grupo «étnico». En palabras de uno de nuestros participantes, representante de un consejo comunitario, «nosotros somos las dos cosas, somos comunidad negra, tiene la definición, y la frase afrocolombiano también tiene su definición, y nosotros llenamos los dos requisitos». Esta noción doble compartida llevó a ciertas confusiones y ambivalencias entre los organizadores urbanos sobre las implicaciones de estas formas particulares del discurso. Por ejemplo, en Bosque de la Platina, el último barrio en la salida de la ciudad hacia Medellín, desplazados del Carmen del Atrato, étnicamente paisas, habían empezado a urbanizar lotes en tierras particulares, que llevaron a un proceso más general de urbanización informal. Una de las participantes claves en nuestro estudio, presidenta de la JAC, afrocolombiana de Lloró notó que algunos residentes «tenían ganas de desalojarlos de este barrio porque eran paisas», y añadió que «les cogieron bronca a los desplazados porque eran blancos». Nacida en una comunidad campesina que valoraba la solidaridad con quienes hacen el arduo trabajo de construir en sus lotes, su instinto era apoyar a los recién llegados. En sus palabras: «dentré a defender los primeros que estaban en el barrio porque yo pienso que el primero que trabaja, sea quien sea, es el que tiene derecho a la cosa», lo que llevó a que la acusaran de racismo y le pusieran el apodo de «la paisa negra». Reflexionando sobre estos acontecimientos, ella señaló que «por el hecho de haber una ley que protege ;…; esta ciudad, por ejemplo, ¿cómo es que van a llegar a quitarle a uno lo que uno ya compró y lo que uno trabajó?»

Estos comentarios, de una líder que tenía influencia en su comunidad, pero carecía de experiencia en la política local, muestran un grado importante de confusión sobre la relevancia de la Ley 70 para la zona urbana del municipio. Ella misma señaló que «la entendemos mal». Pero esas confusiones no eran raras ni sorprendente si se considera el apoyo declarado de la administración a los derechos de los afrocolombianos, lo que incluía ciertas prácticas familiares en la conformación de los consejos comunitarios, como las preguntas del censo local que indagan por la existencia de curanderos tradicionales en la comunidad. En efecto, había líderes con mayor experiencia que tenían algo que decir sobre este punto. Por ejemplo, uno de los organizadores más reconocidos de la Comuna Dos, otrora presidente de la asociación de juntas de acción comunal (JAC), tenía su propia interpretación sobre la relación entre la administración y las formas urbanas de asociación ciudadana. La actual administración, según su perspectiva, estaba «enfocando su labor hacia la Ley 70, las comunidades negras, olvidándose de que la acción comunal es la más antigua, es la más numerosa y la que más ha hecho obras a nivel comunitario». Detrás de estos reclamos había una insatisfacción con los efectos delimitadores de las prácticas de escalamiento, que otorgaban derechos políticos a ciertos tipos de territorio y no a otros.

Los objetivos económicos presentados por la administración encontraron poca respuesta. El rol propuesto de Quibdó como centro mundial de biodiversidad no estaba vinculado a proyectos de generación de empleo específicos, mientras que el modelo de tercerización no tenía nada que ofrecer a nuestros participantes. Pero las complejidades de cómo se imaginan y se viven las escalas, eran evidentes en los conflictos centrados en la construcción de una vía entre El Caraño y Bosque de la Platina, una ruta vital para la economía, pues conectaba la red vial central de la ciudad con la autopista principal hacia la ciudad de Medellín. Los casi cuatro kilómetros que separaban la red vial de la autopista no estaban pavimentados. Los servicios de autobuses no dejaban mucho dinero y por lo mismo eran poco regulares, y el costo de tomar una rapimoto (o mototaxi) desde el centro de la ciudad a La Platina era cuatro veces mayor que el precio de un viaje en el resto de la zona urbana. Llevar a los hijos a la escuela, ir a trabajar y todo tipo de otras actividades cotidianas eran difíciles para quienes vivían a lo largo de esta vía y en especial para quienes estaban en el extremo más distante de ella, quienes se contaban entre los habitantes más pobres de la comuna.

Pensar el problema de la vía implicaba representaciones del hogar, la ciudad, la región y la nación. Pavimentar la vía ofrecía obvias mejoras para la calidad de vida, incluida la instalación de infraestructura básica. Más allá de este beneficio inmediato, la fuerza impulsora en la acción comunitaria, estaban los beneficios más generales de orden municipal y regional que los participantes aplicaron para respaldar sus exigencias. En las discusiones con la administración municipal, se dio por sentado que Quibdó sufría del abandono histórico del Estado y que por lo tanto esa vía representaba no solo el progreso sino también el pago de una deuda histórica. Sin embargo, en ese marco amplio, el problema del alcance institucional era un tema recurrente en las discusiones entre las autoridades municipales y los representantes de la comunidad local. Todos coincidían en que el proyecto era importante, pero no era claro quién tenía la responsabilidad de financiarlo. La institución a cargo de la construcción de vías a escala nacional es el Instituto Nacional de Vías (INVIAS), pero este tramo quedaba en la zona municipal y por consiguiente era responsabilidad de la administración local, cuyo modesto presupuesto ya estaba comprometido para otros proyectos. No hubo avances por algún tiempo, y las reuniones entre los representantes de la administración con los líderes comunitarios se caracterizaban por la desconfianza y los malentendidos. Las relaciones se deterioraron hasta el punto en que la población local organizó un paro, que bloqueó la vía como una forma de presionar a las autoridades.

Al final, se encontró el dinero por medio de la gobernación y el sistema de regalías, un mecanismo de redistribución que ha tenido un rol importante en la reimaginación de las relaciones escalares en Colombia, en cuanto ha brindado un mayor grado de descentralización financiera para los departamentos y los municipios. Aunque se encontró el dinero para el proyecto, el proceso se vio atacado por rumores e inconsistencias. Hubo retrasos iniciales en el proceso de licitación, que motivaron denuncias locales de corrupción, según las cuales la administración estaba esperando que el licitante de su preferencia presentara una oferta apropiada. En el evento, se otorgó el contrato a un ingeniero del departamento de la Guajira, pero se rumoreaba que el contrato le «pertenecía» a un político local condenado por parapolítica. El trabajo en el proyecto tuvo avances muy lentos, mientras se desarrollaban las discusiones sobre los cambios en los planos originales entregados por la Universidad Tecnológica del Chocó, cuando quedó claro que se habían modificado detalles claves, en especial en lo que tenía que ver con el número de viviendas que debían expropiarse para abrir paso a la vía. Durante la última visita de la investigación, en 2019, se habían terminado algunos tramos, pero el proyecto en sí estaba incompleto y no cumplía a cabalidad las expectativas.

En un intento de resolver el proceso, los líderes comunitarios locales conformaron un comité de veeduría ciudadana con el respaldo de la personería del municipio. Cuando se puso en evidencia que el trabajo no estaría terminado según los estándares requeridos, los miembros de este comité recurrieron a organizaciones como la Contraloría, a nivel municipal y departamental, y a la Fiscalía nacional, pero no recibieron solución de ninguna institución, lo que generó una mayor desilusión por parte de los demandantes. Se sentían derrotados, sin apoyo de sus representantes en todas las escalas: municipal, departamental y nacional. Como lo observó un organizador comunitario: «quieren que movamos a la gente ;…; pero en el fondo seguimos siendo chiquitos para ellos ;…; todo funciona en contra de nosotros».

Los imaginarios escalares claramente afectan la manera como la gente ve su ámbito de acción y cualesquiera intenciones de los funcionarios involucrados, nuestros participantes se distanciaron de su participación con las instituciones con la impresión de que estaban ante una especie de abandono orquestado. Más aún, su esfera de actividad se vio limitada por los supuestos inherentes a la delimitación escalar. En 2016, sin embargo, los hechos sobrepasaron esta disputa, pues las comunidades se vieron envueltas en una oleada de movilizaciones motivadas por un accidente fatal en un tramo de la autopista hacia Medellín que tampoco estaba pavimentado. El paro cívico que siguió tuvo un éxito extraordinario, con la salida de 70.000 personas a las calles de Quibdó para demandar acciones del gobierno, no solo en las vías, sino también en una gran variedad de otras demandas. Quienes se negaron a participar fueron tildados de «malos chocoanos», un llamado a la solidaridad regional que se expandió el año siguiente cuando hubo en Quibdó un nuevo paro coordinado con Buenaventura, que extendió las demandas de acción de manera más amplia al litoral Pacífico. Sin profundizar mucho en la dinámica de estos paros, estos acontecimientos representaron una alteración de los acuerdos escalares dominantes, que conectaban a actores cuyo ámbito de acción en el pasado estaba separado en su mayor parte. Aunque por un instante, estos paros vencieron los límites impuestos por los procesos de escalamiento institucional, lo que derivó en reuniones entre los organizadores «locales» y delegados del gobierno nacional. No sorprende que un término clave que se hizo visible en las demandas de los huelguistas fuera la defensa del territorio.

Bogotá

En el segundo estudio de caso, nos centramos en la ciudad de Bogotá y exploramos la política escalar de los grafitis y el arte callejero, con base en una investigación etnográfica realizada entre 2015 y 2016. Aunque el interés en los grafitis sitúa la investigación en lo que normalmente se pensaría como una esfera cultural, distinta de los tipos de actividad política hasta ahora analizados, notamos que hay dinámicas similares en juego en relación con los imaginarios del espacio y la escala, especialmente en torno a los marcos institucionales de participación y reconocimiento. Como en el caso de Quibdó, por consiguiente, este estudio de caso considera la naturalización y la contestación de los imaginarios escalares y su efecto sobre lo que la gente siente que le está permitido hacer en el contexto urbano.

Aunque las diferencias entre una pequeña capital regional y una gran ciudad de más de ocho millones de habitantes son enormes, la movilización del territorio como concepto también es relevante para Bogotá, pues se une con la idea de participación, lugar y pertenencia, a la par que reconoce parcialmente la importancia de las relaciones de poder en la producción del espacio (Lopes de Souza, 2016; Schwarz & Streule, 2017). Como se señaló, el territorio está asociado con comunidades marginadas, que en el imaginario urbano se asocian con exclusión social, pobreza, violencia y criminalidad. Al mismo tiempo, en gran parte de la literatura sobre el territorio y la participación política, se destacan estos tipos de comunidad urbana como lugares donde ocurre la acción ciudadana, en colaboración o en disputa con las autoridades locales (Saquet, 2018). La delimitación territorial, entonces, escala las actividades de los actores sociales dentro de la noción más amplia de lo urbano, determinando las expectativas institucionales y populares sobre el alcance de la acción ciudadana. En esta sección, contrastamos las nociones de territorio, que están ligadas a las prácticas e historias de vida de algunas comunidades específicas, y el espacio público, algo a lo que todos los ciudadanos pueden acceder en toda la ciudad, señalando las dimensiones escalares de su impacto en una diversidad de actores sociales. En el proceso, comenzamos a ir separando las formas en las que el escalamiento institucional limita ciertos tipos de actividad y ciertos tipos de estética a esferas específicas, un proceso que es negociado constantemente por las artistas.

La administración Petro acogió el ethos incluyente y participativo de la Constitución de 1991, en particular en lo que respecta a grupos marginados históricamente, por medio de su iniciativa nuevas ciudadanías, que atrajo a afrocolombianos, comunidades indígenas, LGBTQ+ y grupos juveniles y sus culturas asociadas. En consonancia con esta estrategia, el decreto 075 de 2013 reconoce el grafiti como forma legítima de expresión cultural que debe ser apoyada por las autoridades locales. La medida se considera en términos generales una señal de empoderamiento de los artistas callejeros y grafiteros, que les permite desarrollar sus habilidades, dándoles espacio, oportunidades de financiación y protección de la policía. En lugar de una estrategia de arriba hacia abajo, la relación presumiblemente marcada como una relación de participación y diálogo por medio de una serie de mesas de grafiti que reencuadró las relaciones entre los artistas y el Estado que antes eran tensas. Aunque la ciudad ya estaba ganando reconocimiento por su muestra de grafiti y arte callejero, ahora es percibida en la escena global como un lugar donde estas muestras son aceptadas e incluso celebradas, con cada vez más visitas guiadas y cubrimiento de los medios de una serie de proyectos de grafiti a gran escala. Esta imagen indica que los artistas callejeros y del grafiti se han ganado el «derecho a la ciudad», en el sentido lefebvreano de participar como iguales en la construcción colectiva del paisaje visual (Griffin, 2019). Sin embargo, esto también implica que el grafiti se ha comodificado como un producto más dentro de la «oferta cultural» de la ciudad. Además, aunque el «espacio público» existe en toda la ciudad, en el espacio del imaginario urbano no es fácil y homogéneo, sino altamente diferenciado, y los múltiples significados asignados a él y sus diferentes territorios complican bastante el cuadro.

Aitue es una organización comunitaria creada en 2010 en San Cristóbal, al sureste de Bogotá, dedicada a la educación popular, el trabajo comunitario y al muralismo. Ellos experimentaron de primera mano el cambio de la estrategia municipal frente al grafiti. Aquí una muralista notaba el reciente cambio de la condición del grafiti, y añadía que «ya hay un movimiento alrededor de la creación y de la apropiación del espacio público, y de la creación desde lo urbano y desde una conciencia de lo urbano y revindicar el espacio urbano como un espacio que hay que democratizar». Para esta artista, la importancia del cambio tiene clara relación con la acción política, en línea con las nociones de participación manifestadas en el «derecho a la ciudad» (Lefebvre, 1996). Ella asocia la ciudadanía con el derecho de realizar su práctica en la escala urbana, democratizar el espacio público priorizando su valor de uso. Subversión Visual es otro colectivo con un ángulo sociopolítico, basado en experiencias estudiantiles en la Universidad Nacional. Aunque no tienen formación artística, también ven el grafiti como un medio de participación en la construcción colectiva de la ciudad. En las palabras de uno de sus artistas, «la ciudad es una construcción colectiva y ;…; nosotros hacemos parte de eso». Desde esta perspectiva, el grafiti es «una herramienta de decir “eso es de nosotros”». Aquí se imagina la ciudad como un espacio abierto en el que los actores legitiman sus acciones apelando a la noción de acceso público al paisaje visual. En contraste con los discursos que interpretan el grafiti como vandalismo, estos participantes reivindican su reclamación por el espacio público y reafirman su identificación con la ciudad pintándola, con el apoyo del gobierno local. La reorganización de la política municipal y la fetichización de lo territorial ha permitido a los artistas hallar nichos en el marco de la participación política. No solo se consideran las prácticas de grafiti importantes para la ciudad y se incluye a los artistas en la toma de decisiones, sino que se legitiman los significados integrados en su obra, en principio al permitir una mayor valoración de sus mensajes políticos.

Hay varias capas de complejidad en estas dinámicas, sin embargo. Por ejemplo, el énfasis en el grafiti explícitamente político en la Bogotá actual, refleja la necesidad de pensar de manera relacional entre escalas (Yates, 2012; Paasi, 2004). Las referencias y significados a las que responden estas diversas formas de grafiti y arte callejero son con frecuencia locales y específicas del contexto, pero a la vez están insertas en un imaginario que moviliza una escala más amplia de alcance nacional y, por momentos, internacional (Tickner, 2008). En el primer caso, se cuestiona el grado al que estas prácticas reescalan el espacio público urbano en línea con el derecho a la ciudad por los impedimentos que el Estado impone a los artistas. La visión de Lefebvre del derecho a la ciudad, se centra en que la gente modele el espacio desde abajo. En Bogotá, sin embargo, algunos artistas consideran que la presencia del grafiti en el espacio público está manipulada por el interés coyuntural del gobierno local en temas relacionados con la violencia, la paz y la memoria (algo que ya no tiene vigencia, podríamos añadir). Este fue un desafío para muchos artistas, cansados de la apropiación del potencial del grafiti como forma de política contenciosa, pero que aún busca una oportunidad de expresar su adhesión política (Leitner, Sheppard & Sziarto, 2008). Chirrete Golden, por ejemplo, se benefició de este tipo de colaboración, pero su preocupación es que hay cierto oportunismo en juego por parte de las instituciones y marcas que recurren al grafiti para «aprovechárselo para decir sus cosas, para vender sus productos, y para vender la idea del posconflicto y la paz y todo».

En la negociación de esta alianza, estos actores revelan el desencanto inherente en las prácticas de delimitación planeadas por el gobierno. El ideal democrático del espacio público se ve debilitado por el manejo dado por el Estado al potencial creativo de los ciudadanos (Amin, 2008). Subversión Visual critica la ubicación de los murales a gran escala, bien financiados, a los que se refieren como «los grafitis institucionales ;…; auspiciados por las instituciones del gobierno». Ellos cuestionan la concentración de estas obras en lugares específicos, principalmente en el centro y la calle 26. De hecho, la creación del espacio público, también, resulta ser otra tecnología de delimitación, y no algo que existe de manera uniforme en toda la escala urbana. La calle 26 es una de las principales avenidas del centro de la ciudad, la principal ruta de tránsito desde el aeropuerto hasta el centro histórico, pasando por sedes corporativas y de medios de comunicación, la Universidad Nacional, el Cementerio Central y varios centros culturales. Como uno de los principales lugares de sus proyectos murales a gran escala, también está muy ligada a la institucionalización del grafiti. Esto es importante, no solo porque está en el centro de la ciudad, sino porque representa la escala internacional también. Los miembros de Subversión Visual lo ven por un lado como parte de «un modelo de ciudad, que se está llenando de extranjeros, como una ciudad espectáculo donde se quiere ;…; el turismo» y del otro como un simulacro de espacio público a lo largo de una vía que es «un polo de inversión estatal y privada, ;…; que corresponden a dinámicas de capital, y no a dinámicas digamos poblacionales o populares». Las actitudes de muchos artistas entrevistados durante el trabajo de campo hacia el interés en la calle 26 muestran que esta zona ha sido naturalizada en el imaginario urbano como un espacio de la capital, las instituciones y lo internacional, con la implicación expresa de que se arrebató del control de los habitantes locales.

El énfasis en el espacio público en la política cultural de la producción de grafitis, oculta la heterogeneidad de la experiencia urbana a nivel territorial. La concentración de tales expresiones en el centro de la ciudad subraya el hecho de que hay experiencias distintas en diferentes partes de la ciudad, lo que incluye diversas posibilidades para la autoexpresión. Volviendo a Aitue, es posible prolongar las dimensiones escalares del territorio y el espacio público en relación con esta noción de gobernanza. En conversación con la artista, justo después de que Enrique Peñalosa comenzara su mandato en la alcaldía en 2016, hablamos del desplazamiento de los vendedores ambulantes del centro de la ciudad. Como lo plantea ella, su ciudad ideal era una «sin gente; o sea, sin gente pobre». En lugar de permitir que personas de diferentes procedencias socioeconómicas gozaran del espacio público, la implicación es que los pobres pertenecen a otro lugar. Fue obvio que la audiencia a la que iba dirigida el grafiti bien financiado en formas cuidadosamente curadas de espacio público, decididamente no son quienes viven en los «territorios». Esta compartimentación afecta el contenido y el estilo del arte callejero. Aitue notó la imposibilidad «en el barrio» de involucrarse en temas como la connivencia entre la policía y los microtraficantes, «porque ;…; hay un poder que vigila, controla y ordena ;…; qué se puede y qué no, y ni siquiera tiene que ser de forma tan organizada». En este imaginario espacial, el crimen y la violencia delimitan los tipos de expresión que son posibles en los territorios. En lugar de ampliar los derechos a la ciudad para todos los habitantes urbanos, la división entre la noción de espacio público y territorio reproduce la desigualdad, no solo en términos de consumo, sino también de producción. Quienes operan en el espacio público son privilegiados. Como lo dice el colectivo de arte callejero, Machete: «ya el grafiti es solo para cierta gente, para ciertos espacios, para cierto medio». Es cierto que dentro de la supuesta comunidad de artistas del grafiti hay una creciente disparidad entre quienes puede acceder a la participación y el reconocimiento, en comparación con quienes no pueden acceder a las herramientas. Como también comenta Machete:

son muy pocos los chicos que pueden pintar ;…; solo se ve a ;…; la misma gente que se patrocina casi siempre ;…; Y las personas que lo ven no son personas que viven en territorios marginales y vulnerados, sino que son personas del norte que dicen ay qué lindo este grafiti, pero. O sea, ¿qué pasa más allá de ser un color en la pared?

Con todo y el momento clave que la ley de grafiti representa en la política cultural del grafiti y el arte callejero, entonces, su compartimentación del espacio y los efectos delimitadores de lo que está en práctica en un proceso de escalamiento, restringió y compartimentó el consumo y la producción del arte callejero.

Algunos artistas del grafiti usan su autoposicionamiento como ciudadanos urbanos con libre acceso al espacio público en un intento por escapar de esas cajas escalares. BeligerArte, por ejemplo, un colectivo conformado originalmente por estudiantes de la Universidad Javeriana, recurrió al arte callejero para expresar su compromiso social y político. Su trabajo siempre se ha centrado en temas relacionados con la violencia y la memoria en Colombia, pero el creciente interés del Estado en estos temas en la alcaldía de Petro y el mandato de Santos les permitieron aprovechar mayores oportunidades. Como lo señalamos anteriormente, la oferta de recursos materiales mediante la colaboración institucional entre el gobierno local ha contribuido a la tendencia de «murales políticos o conmemorativos», que hace referencia a las colaboraciones entre artistas, movimientos sociales y, en algunas oportunidades, las autoridades locales (Rolston & Ospina, 2017), pero los proyectos de BeligerArte usan el espacio público para movilizar un encuentro con el «territorio» en un sentido más amplio. Usan su práctica para repensar y subvertir la relación convencional entre lo rural y lo urbano, el centro y la periferia, categorías que son esencialmente marcadores de la diferencia entre la escala regional y la nacional. Como señala uno de los artistas:

Después de que hicimos unos trabajos de memoria en territorio, en la región del Urabá, surge como una idea de que los hechos en Colombia también tienen de la relación centro-periferia. Entonces en la ciudad, en los centros donde se produce la opinión pública, no se conoce lo que ha pasado, ¿sí?

El imaginario escalar implícito aquí es nacional, lo que sin embargo reconoce las experiencias diferenciadas del conflicto armado a nivel local. Es cierto que su preocupación central es que esas experiencias deben ser de interés nacional. Una respuesta a este dilema es llevar el problema rural («territorial») localizado a un público urbano y usar el espacio público, entendido como un lugar de participación y diálogo para ello. Esto se confirma aún más cuando describe el rol del grafiti en relación con la necesidad de que las memorias de la violencia pasen de la escala individual, de la escala del cuerpo, a la escala nacional:

En esa lógica de, los daños están en lo privado, acá vamos a desprivatizar los daños, los impactos. Queremos que esto no lo cargan solo las familias, sino queremos generar escenarios ya prácticos y concretos, o sea, no en abstracto. ¿Sí? Porque a veces el tema del papel de la sociedad civil es algo abstracto.

El objetivo de facilitar esta interacción, por medio de la producción colectiva de murales localizados en lugares destacados del espacio público, es reencuadrar la escala en la que tiene impacto la violencia. No es solo cuestión del padecimiento individual, sino la comprensión colectiva de lo que ha sucedido y una forma para que quienes viven en «la burbujita donde no los ha tocado la guerra» sean invitados o incluso obligados a entender estas memorias. Este ejemplo final depende de la división rural-urbana, un aspecto banal de los imaginarios espaciales en Colombia que sin embargo ha desempeñado un rol importante en las nociones del conflicto. Se considera un problema nacional, pero no afecta a todos los ciudadanos por igual y más bien se considera como confinado a los territorios, estos lugares de autenticidad, pero también de despojo. Al desplegar la escala como categoría de práctica (Moore, 2008), BeligerArte intenta cambiar la perspectiva de un espacio limitado, asegurado de privilegio y protección de la violencia a un reconocimiento de su impacto cotidiano para otros miembros de la sociedad. Aun así, como señala Yates, saltar la escala no es emancipatorio por sí solo. También puede mostrar la resiliencia de las estructuras de poder (Yates, 2012, p.539). En este sentido, el aspecto escalar de los imaginarios espaciales es un recordatorio de las jerarquías que siguen configurando las relaciones sociales.

Conclusión

Como señalamos en la introducción, al centrarnos en cómo se imagina la escala evitamos la tendencia a ver las escalas como realidades empíricas, y, en lugar de ello, exploramos cómo y para qué el pensamiento escalar se moviliza en la práctica. Una interacción plena con la pragmática de la escala en Colombia, sin embargo, requeriría un análisis de la relación entre los imaginarios espaciales y los efectos delimitadores de los procesos institucionales de escalamiento que supera las posibilidades de un breve artículo como este. Lo que esperamos haber esbozado, sin embargo, es que el escalamiento es un proceso intensamente político, especialmente cuando se reencuadra desde la perspectiva pseudo-objetiva de la gobernanza. Las delimitaciones escalares, con su claridad falaz, tienen mucho peso en las formas como las personas reales entienden su propia agencia. Por ello hemos tratado de hacer énfasis en cómo se moviliza la escala como categoría de práctica. Los estudios de caso esbozados brevemente aquí, tomados de nuestra investigación etnográfica, no son excepcionales en este aspecto, pero aun así sugieren que constituyen una forma valiosa para subrayar la importancia del pensamiento escalar en las luchas cotidianas. Por medio de ellos, vislumbramos cómo las personas intentan saltar escalas, forjar alianzas a través de las escalas y alterar la dinámica de poder percibida entre las escalas grandes y pequeñas, como en el caso de los movimientos sociales y los grupos de activistas que no solo piden reivindicaciones al Estado, sino que también cuestionan la relación entre las instituciones locales, regionales y nacionales, y, ciertamente, entre redes de poder más amplias. Estos estudios de caso muestran cómo se entrecruzan y superponen las escalas, mientras la gente recurre a una variedad de metáforas comunes sobre la escala, desde el cuerpo hasta lo global. Escogimos a propósito ejemplos de lo que podría pensarse -erróneamente, afirmamos- como prácticas más propiamente «políticas» y las situamos junto a prácticas supuestamente «culturales». Nuestro objetivo al hacer esto es separar las estrategias, tácticas y teorías vernáculas desplegadas por diferentes grupos sociales en su engranaje con un mundo social que sigue marcado por las formas coloniales y neoliberales de sentido común. Más aún, queremos plantear formas de expansión de la interpretación inicial sobre la naturaleza precisas de los imaginarios escalares como contextual y a la vez parte de lo que podría considerarse una pragmática de la escala, ya que tales nociones se despliegan en una variedad de luchas políticas. Un análisis de este tipo, afirmamos, arroja luz sobre la forma cómo la gente en diferentes contextos negocia con las nociones hegemónicas de escala para promover intereses específicos, y en el proceso revela la naturaleza coyuntural de las nociones institucionales de escala y la lógica convencional que subyace a la distribución del poder entre ellos. Al mismo tiempo, sin embargo, notamos el tremendo impacto que tienen los procesos estatales de escalamiento sobre las nociones cotidianas de la agencia política.

Referencias

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1 La noción de las necesidades básicas insatisfechas es un indicador desarrollado por la Cepal para medir el acceso a servicios públicos e infraestructura básica.

Received: November 28, 2020; Accepted: April 20, 2021

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