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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.39 Bogotá July/Sept. 2021  Epub Apr 01, 2022

https://doi.org/10.25058/20112742.n39.15 

Artículo de investigación

REGÍMENES DE MEMORIA Y USOS POLÍTICOS Y SOCIALES DEL TIEMPO PASADO. CONVERSACIÓN CON MARIO RUFER

Regimes of Memory and Political and Social Uses of the Past. A Conversation With Mario Rufer

Regimes da memória e usos politicos e sociais do tempo passado. Conversa com Mario Rufer


Mario Rufer es profesor-investigador en la Universidad Autónoma Metropolitana - Xochimilco, México, donde fundó y coordinó hasta 2020 el Doctorado en Humanidades. Sus investigaciones versan sobre los estudios culturales y poscoloniales en América Latina; sobre patrimonio, memoria y archivo; y sobre usos públicos del pasado y del tiempo en México, Suráfrica y Argentina. En ese marco ha escrito también sobre museos, exhibiciones y narrativas de nación (mariorufer@gmail.com).

Cristóbal Gnecco es profesor del departamento de Antropología de la Universidad del Cauca, donde coordina el Doctorado en Antropología (cgnecco@unicauca.edu.co).

Iniciamos esta conversación en Popayán (Colombia) en abril de 2019, cuando Mario fue profesor visitante en el Doctorado en Antropología de la Universidad del Cauca, y la continuamos a lo largo de varios meses por medios remotos. La versión en video, aunque muy diferente, puede verse en https://wwwyoutube.com/watch?v=e3Jv1nm9GAc

Cristóbal Gnecco, marzo de 2021.

Cristóbal Gnecco. Tú eres historiador de formación en pregrado y tu doctorado lo hiciste en estudios de Asia y África, aunque con especialidad en historia y antropología. Tu trabajo de investigación, ya prolífico, te ha llevado de Argentina a México y a Sudáfrica, siempre indagando por las relaciones entre distintos regímenes de memoria, por los usos políticos y sociales del tiempo pasado. Me parece, pues, que eres un historiador en la casa de la antropología, pero, también, un antropólogo en la casa de la historia. Leyendo tus textos encuentro que pasas de la una a la otra, cómodamente, pero como quien busca caminos de conexión. ¿Estarías de acuerdo? Si es así, ¿hay deliberación en esa búsqueda?

Mario Rufer. Me siento de algún modo huésped en cada casa. Resulta interesante pensar qué es lo que se juega en cada nombre. Esa forma de nombrar tiene que ver con tradiciones nacionales me parece. En Argentina funciona mucho lo que yo llamaría un pecado de origen: si estudiaste historia en la licenciatura, aunque hagas el doctorado en ingeniería, es difícil que esa marca original deje de identificarte. Por tradiciones universitarias públicas muy sólidas, donde la licenciatura te marcaba como oficio en investigación, creo que eso se modeló así. En México y, por lo que sé, en Brasil, por ejemplo, es muy diferente. Es el posgrado el que te da una identidad de campo, por decirlo de algún modo, y marca las predilecciones de escritura. Figura 1

Foto de Laura Elena Ledezma.

El tono de tu pregunta es interesante porque he ido descubriendo con el tiempo esa «conexión». En realidad, más que la historia, mi obsesión ha sido la temporalidad, más específicamente las gestiones de la temporalidad. Michel de Certeau dice una cosa maravillosa en La escritura de la historia, a la que creo que no se ha prestado la atención que ameritaría. Decía algo así: «Como la historia no ha podido pensar detenidamente el tiempo, se dedica a pensar en lo que ella cree que está en el tiempo». Y ahí hay una distinción clave. Nada «está en el tiempo», como si el tiempo fuera el fondo inamovible, la gramática espesa sobre la que se sucede la historia. Eso es absurdo. El debate tremendo entre Einstein y Bergson lo demostró (pero, curiosamente, la historia casi ni se mosqueó y ni se lo apropió).

El tiempo es un signo, una matriz significante, y lo que conocemos como «tiempo histórico» es un signo clásico de la entronización del Estado moderno colonial (todo Estado moderno es, en mayor o menor medida, colonial, hacia fuera o hacia adentro), de su noción épica de pasado y de la idea redentora de destino. Pero el tiempo secuencial, el tiempo episódico de años, décadas y demás, como todo signo, es capaz de ocultar dimensiones y, sobre todo, nace valorado. La noción de tiempo histórico no es objetiva ni neutral, ni obvia: es convencional. Sospechar de esa convención me parece central y, para hacerlo, estar de invitado en la casa de la historia (y no de anfitrión) me resulta clave.

Tuve que salir de esa casa alguna vez para poder retornar a ella de otro modo. Mi relación con la historia es bastante parecida a mi relación con mi casa, con mi país: la errancia. Claro, hay algo agónico ahí, algo trágico en el sentido clásico: es más difícil entrar en comunidades de pensamiento, estar cómodo en toda casa es complicado, te cobran el sostén del pasaporte en cada texto, en cada congreso. Pero nutre un principio clave que a mí me alimenta: sostener la sospecha. Jean Améry decía que la extranjería es perder la ingenuidad sobre el paisaje. Quizás eso me pasa con la disciplina de la que proviene mi diploma inicial y a cualquiera que visite: una pérdida irresoluble de ingenuidad. Todo terreno es inseguro, toda matriz es cuestionable.

CG. Si te sientes bien con tu doble caracterización como antropólogo-historiador o como historiador-antropólogo, ¿qué significa vivir en dos casas a la vez? ¿Qué retos comporta esa vida, acaso extraña, pero tremendamente productiva?

MR. En política la agonía es lo más productivo (más que la revolución que, como la historia, también sostiene un pathos y un telos). Sí mantengo una idea algo clásica aquí: soy de los que cree que uno debe sostenerse en un lugar, afirmarse en un lenguaje, para luego desmantelarlo. Hay que tener un origen para migrar. Por eso afirmo mi origen en la historia. No porque tenga un «diploma» que lo dice, sino porque en ese lenguaje afinco mis preguntas. Curiosamente, no tengo ningún «certificado» como antropólogo. Leí años de antropología en mi posgrado, tuve enormes maestros antropólogos. Y eso me gusta, me da cierta libertad: no tengo asignación rubricada ni residencia permanente en la antropología. Por ende, tampoco tengo ley. Pero durante mucho tiempo hice etnografía, sobre todo en el doctorado si tomamos el «tiempo en campo» como variante clave. La etnografía me abrió la posibilidad de las preguntas difíciles con la enorme lección de la desnaturalización de toda práctica y, sobre todo, lo que le agradezco (más bien, a grandes etnógrafos y, aquí debería decir enfáticamente, a etnógrafas) es la posibilidad de sostener la contradicción como principio analítico: la etnografía me proporcionó no sólo un registro de pensamiento para pensar que, como dirían en psicoanálisis, A y no A coexisten, sino también para poder escribirlo: me dio un lenguaje, una forma, una poética. Sólo en la contradicción y en la coexistencia de opuestos logramos ciertas claves para seguir interrogando. Vos sabés que en mi correo electrónico tengo de firma epígrafe una frase de Fitzgerald que dice: «La verdadera prueba de una inteligencia superior es poder conservar simultáneamente en la cabeza dos ideas opuestas y seguir funcionando. Admitir por ejemplo que las cosas no tienen remedio y mantenerse, sin embargo, decidido a cambiarlas». Creo que es el principio epistemológico básico al que suscribo.

Pero también algo sustantivo me separa de la antropología clásica y es que no tengo mucha «fe» en la copresencia como condición analítica ni en la observación como epistemología. Bastante menos fe tengo en la idea híper centrada en el «sujeto que observa profundamente», lectura atrofiada del mejor Malinowski, con el postulado de que «mientras más tiempo ahí, más conozco». Esa premisa es poderosa pero parcial y cualquier extranjero la desbarata en dos segundos. Es una fe imperial antes que epistémica y es, probablemente, el reducto último de la complicidad entre antropología e imperio sobre el que tanto se escribió (y tan poco se resolvió). Desde Writing Culture esto se discute, asiduamente, y se le da vueltas para un lado y para el otro. En eso soy fiel a los reclamos de Michael Taussig: hagamos una antropología capaz de atravesar la opacidad de las élites, de las corporaciones, de los conglomerados cibernéticos, de las derechas intelectuales, de las multinacionales extractivas y del Estado de derecho que es igualmente desaparecedor. Problematicemos si eso también es «observable». Y contextualicemos nuestras prácticas. Si los observables son, en mayor medida, los débiles y si el contexto es el de ellos (no el del campo de saber y sus prácticas), hay un problema epistémico en el centro y hay en medio un elefante que nadie se atreve a nombrar. En todo caso, me parece que lo que Claudia Briones llama «mantener agendas de autonomía relativa» entre investigadores e investigados es sustantivo. Autonomía relativa tomada seriamente: para decirlo simple, nunca más sin los otros. Y eso implica algo desafiante de verdad. Nunca más sin ellos implica que ese trabajo disputa y socava los términos mismos sobre los que la disciplina de la antropología se erigió: diferencia, distancia, comprensión e interpretación. Ninguno de esos términos es ya dominio exclusivo del etnógrafo (algo que, entre otros, Rita Segato trabajó con inusitada lucidez). Pero criticar el alcance de la noción de interpretación implica cuestiones más temerarias que no es fácil disputar: una crítica seria al pensamiento secularizado como «pureza», al racionalismo como hábito y al «acto interpretativo» como ultima ratio. Porque recién hablé de lo importante de sospechar, sí. Pero sospechar para mantener abierto el hábito de pensar y no sospechar para descubrir. Porque la sospecha interpretativa también guarda una fe ilustrada de que atrás del significante, atrás, en su reverso, está oculto el significado último, el estructurante. Y yo, antropólogo o historiador, voy a descifrarlo. Nada más reconfortante para cerrar el círculo de Occidente como Razón.

Sin embargo, en vez de este pensamiento reflexivo y arriesgado tenemos la proliferación ad nauseam de comités de ética, consentimientos informados y buenas prácticas. Como muchos nombres, suenan bien. Nadie duda de la importancia de frenar abusos en las investigaciones y de la exposición imprudente de quienes son más débiles. El problema es que, como estamos viendo, se nos seduce a confundir la responsabilidad investigativa con la burocratización de los procedimientos y eso suele ser más funcional al status quo de los campos académicos que al cuidado de las y los sujetos con los que se trabaja. En realidad, lo que sucede es que con tanto comité vigilante somos orillados a arriesgar cada vez menos en lo que hacemos, a formalizar las preguntas, a la corrección política, al silencio cómplice. Una investigación aséptica, tolerable, tolerante. Y empobrecida. Sin riesgo no hay pensamiento que valga la pena. En ese sentido, diría que a esta altura sólo me interesa leer una antropología capaz de culminar su reporte etnográfico con interrogantes y, sobre todo, los que van dirigidos a los puntos ciegos del propio campo de pensamiento. Figura 2

CG. ¿Qué esperas de una vida como la tuya, ya no en términos disciplinares, sino indisciplinados?

Foto de Laura Elena Ledezma.

MR. Creo que todo indisciplinado (en términos metafóricos, porque soy absurda y tozudamente disciplinado en la vida cotidiana), busca encontrarse. Crear complicidades. Será por eso que estamos conversando nosotros dos, ¿no? Todas las instituciones son perversas en mayor o menor medida. Pero sirven para encontrarse y eso es capital. Justifica toda mi vida institucionalizada desde los cinco años. Encontrarme con interlocutores, pensar en amistad. Diría que espero eso: más encuentros. Porque hay dos cosas que creo que hemos perdido en eso que llamamos la academia: la conversación y el tiempo del pensar. Ya es un lugar común decir que si Norbert Elias o Fernand Braudel o Radcliffe-Brown vivieran hoy no podrían entrar a Colciencias o al Sistema Nacional de Investigadores de México. No tendrían una ristra anual de papers indizados. Se cultivaba un tempo de la reflexión. Tener algo para decir no es cualquier cosa y madurar una idea seriamente lleva años. Y aquí conversar es clave. El formato de los papers es aterrador, esos papers de algunas revistas «rankeadas» del Norte que tienen todos la misma recetita de cómo empiezan, tres anécdotas empíricas, una patente teórica para rubricar y vender como autoría, y el análisis de resolución para demostrar lo que uno ya sabe desde antes. No lo soporto, me aburre infinitamente y me da un poco de risa borgiana la solemnidad con que se las trata, aun sabiendo que hay una industria en sus universidades para «enseñar a escribir» esos papers y lograr con éxito sortear los peer reviews. Y por supuesto lo imitamos porque, como nos enseñó Homi Bhabha, está más en la mímesis que en la invasión la tragedia colonial.

De todos modos, hay maneras de burlarse, también de ese brutal colonialismo epistémico. Y ahí sí pinto mi raya. Para retomar el acento de tu pregunta sobre lo indisciplinado prefiero, enormemente, el buen ensayo latinoamericano (el buen ensayo digo, el que problematiza con rigor y solvencia), su tradición provocadora, su pregunta sostenida sobre la sospecha en toda evidencia, en todo archivo, y el trabajo siempre abierto: sostener el misterio sobre analizado, no disecarlo. La analogía entre la interpretación y la taxidermia es algo que deberíamos pensar más en serio, y detonarla.

Hace poco me invitaron a coordinar un debate en una revista estupenda, Corpus. Tiene una sección de dos o tres rondas de debate entre colegas: escritura a mano alzada, con referencias, pero manteniendo el tono de la conversación cruzada y no de los argumentos propios. Sé que no es la única que lo sostiene, pero creo que fue de las experiencias de mayor aprendizaje que tuve últimamente. Un planteo y un debate con otres. Largo, serio, cavilado y por escrito. Seguro eso no entrará entre mis «artículos arbitrados e indizados con factor de impacto». Todo sensato sabe lo que esto último significa: muchas veces sólo revistas que hacen bien sus tareas de burocratización académica para aparecer con regularidad matemática, compitiendo en un mercado voraz de visibilidad algorítmica y citación programada. ¿Pensar? Eso para mí es otra cosa.

En algún artículo tuyo encontré una distinción entre la «fantasía sincrónica de la estructura vista (la antropología)» y «la promesa diacrónica de la interpretación orientada hacia las causas y el origen (la historia)». No todos los antropólogos (y seguramente tampoco muchos historiadores) estarían de acuerdo con esa distinción. Pregunto: ¿suscribes a ella o más bien, y en otro sentido, es una caracterización disciplinar, juiciosamente irónica?

Es una ironía, sí, pero seamos oximorónicos y tomemos en serio la ironía, ja: ¿cuánto de esa distinción sigue produciendo identidades en mayor o menor medida? Creo que hablé en alguna parte de esa distinción porque me la dijo un antropólogo en El Colegio de México mientras hacía mi doctorado, y no hace una eternidad. Quizás once años. Me dijo algo como que los historiadores no lograban «ver estructuras funcionando» porque siempre estaban pendientes del cambio, del proceso. Era una provocación, obvio, sobre algo ya bastante clásico: la historia centrada en el tiempo y la antropología despreocupada por él. Sabemos de sobra que no es exactamente así, por supuesto. Pero algo me permitió entender esa provocación. Por un lado, la persistencia de ciertas fantasías disciplinares. Por otro, una necesidad concreta de que el pensamiento histórico abreve en la noción de estructura (más allá de la braudeliana), la someta conociéndola. Desde esa provocación escribí sobre la raza como estructura de conquista, intentando plantear que el pensamiento episódico del tiempo histórico impide una cuestión básica para mí a estas alturas, que es pensar la repetición. La noción de pasado histórico moderno produce algo poderoso que tenemos naturalizado: la analogía entre pasado y distancia, pasado e irreversibilidad. La historia no trabaja con lo muerto sólo porque aborde, literalmente, a «los que están muertos». Trabaja más bien con lo que hace morir. La producción de esa distancia es altamente funcional al telos moderno: todo es nuevo e irrepetible según el tiempo homogéneo de la historia (que es el del Estado y el del capital). Yo desconfío cuando alguien empieza diciendo «estamos ante un cambio de época».«Esto es inédito». Hay pocas cosas inéditas en la historia, sólo que la repetición es un tabú de la historiografía. No estoy hablando de ciclos ni del eterno retorno ni de que vivimos en marcos de identidad y no de innovación. No es eso. Estoy hablando de la repetición diferida. De la repetición «en» la diferencia. Pero pensar que la repetición anula la historicidad es un error. La historia debería tomar más seriamente ese conjuro. Y quizás comprender que los tiempos históricos no sólo se miden en la duración braudeliana (acontecimiento, coyuntura, estructura), sino también en la que postula Bergson desde la filosofía y muchos de los pueblos indígenas en sus producciones de historia, y que exigen encontrar una poética para lo que no deja de suceder y en cuya recurrencia diferida la historia-disciplina sólo mira la diferencia, el «proceso».

Estoy convencido de que la conquista no es un acontecimiento, es una duración. Reconocerlo y reconocer el estatuto de historia a una narrativa de ese tipo podría despejar más de una pregunta acerca de por qué, por ejemplo, coexiste de manera tan brutal y evidente el Estado de derecho con la esclavitud. O las prácticas contemporáneas de saqueo y exterminio a pueblos indígenas con su inocua patrimonialización. Esas no son excepciones o «fallidos» del modelo. Al contrario. La historia necesita poder explicarlo sin esquivarle el bulto al asunto, enviando al ámbito de la etnología ese razonamiento. En Infancia e historia, Agamben lo dijo clarito: la historia debería hacerse cargo más plenamente de la íntima relación entre proceso y progreso. Y desnudar su complicidad. Esa complicidad trabada en un concepto de tiempo que niega la repetición en duración es, para mí, el rasgo que sella el pacto entre historia y colonialidad.

CG. Tus investigaciones giran en torno a una relación problemática: la de las memorias locales (subalternas, híbridas, desde abajo), digamos, con la historia de la nación (que ahora, en la postnación, sigue porfiando, impermeable a los cambios que bullen a su alrededor); la de los tiempos no tan modernos con el tiempo teleológico, direccional y monológico de lo moderno. Si la gran tragedia latinoamericana es que estos países fueron construidos por elites violentas y liminares (que no eran indios ni europeos, según la fórmula de Bolívar, pero que buscaron su lugar ontológico, el mestizo, excluyendo «a los legítimos propietarios del país»), ¿qué podemos esperar de las postnaciones latinoamericanas, herederas maltrechas de una mala herencia? ¿Qué consecuencias encuentras de tu tesis de «como un significante borroso la nación sigue operando como espacio silencioso de referencia aun en aquellos espacios donde se pretende que se ha hallado una “salida” a los relatos asfixiantes de la historia nacional»?

MR. Lo peor que nos ha pasado es seguir anclados en los imaginarios binarios de la exterioridad y la identidad. Enseño mucho sobre poscolonialismo y decolonialidad y escribo sobre eso. Pero hay algo que sobrevuela estas corrientes de pensamiento y que no tiene nada que ver con lo que pienso e imagino y es la pulsión axiológica (más que fenomenológica) sobre el mundo que se estudia: «hay que pensar por fuera del Estado», «hay que pensar por fuera de la nación», «hay que pensar por fuera del capital». Pensar, podemos pensar lo que sea, pero el mundo que tenemos en frente se suele parecer poco a nuestros deseos. Plantear «revivamos lo que quedó fuera de la nación», es volver a poner fuera de la historia a los pueblos, los que sean, que se quiere reivindicar. Es despejar el cardo molesto de la ecuación y enaltecer la pureza, lo que no fue tocado por la modernidad, el sistema, el nacionalismo. Pero, por ejemplo, mi trabajo sobre memoria indica lo contrario: los movimientos, las comunidades, usan los deseos postulados por el Estado, conocen su sintaxis, la parodian a veces, la mimetizan otras, pero siempre y, sobre todo, la habitan. En los 90, cuando yo comenzaba a estudiar, parecía absurdo pensar en la nación. Todo giraba en torno a una crítica del imperio desterritorializado. Gran error. La nación sigue teniendo un poder fatal en la producción de sentidos. Más bien pensemos en la contradicción y en la ambigüedad que es lo que sostiene la apertura del tiempo y de futuro. En ese sentido no me interesa pensar en una «salida» a la nación, sino trabajar en todo lo que ensucia su significante, en lo que lo embarra, en lo que impide retener la autoridad en un mismo centro.

CG. ¿Qué piensas de la separación entre memoria e historia? ¿Es, apenas, una sofisticación académica? ¿Es difícil separarlas, como dices que dice François Hartog, o, mejor, es legítimo hacerlo?

MR. Sí creo que es legítimo separarlas, pero no como están separadas. Cuando dirijo tesis sobre memoria, por ejemplo, no falta el lector historiador que dice «Está bien. Esa es la memoria. Pero a eso le falta contexto, contexto histórico». Aunque lo digan quizás más elegantemente, lo que ese enunciado plantea de forma implícita es que la memoria es complemento de la historia. Y no podría estar más en desacuerdo con esto. Mi tesis central sería esta: es la historia la que necesita una teoría de la memoria y no viceversa. La historia necesita entender que el trabajo de la memoria es un trabajo de conexión. Conectar lo que la historia secuencial, episódica y homogénea impide conectar. La memoria hace del anacronismo una poética del tiempo, una irrupción política. Ese, el mayor tabú de la historia, es clave para el trabajo de la memoria. Una teoría de la conexión es algo que la historia necesita. Porque si algunos grupos indígenas argentinos pidieron tener una sala o una mención en el excentro clandestino de detención y tortura de la ESMA en Buenos Aires para hablar de una «violencia de Estado en larga duración», no lo hicieron porque son ridículos e incurren en «anacronismos». No. Es al revés: el tiempo vacío impide conectar la experiencia histórica, fagocita el archivo, tranquiliza la ultima ratio regum de la República y dice: no hay nada que hurgar ahí. Y sí hay que hurgar algo. Nada menos que la matriz genética desaparecedora de ese Estado moderno y su fundación de pillaje, de saqueo.

También creo que el problema de pensar históricamente hoy no es para mí el presentismo. Quizás sí en París. En México o en Colombia, lo dudo. Nuestras sociedades y nuestras disciplinas y, sobre todo, nuestros Estados no viven ni ponderan ni endiosan el presente. El presente es un accidente mal habido; en cambio, habitan imaginarios enteramente transicionales. En Colombia me parece agobiante la fuerza del imaginario transicional. En la justicia, en la memoria, en la paz… «Vamos hacia». El problema es que vamos hacia donde el arribo nos es negado de antemano. Esa trágica condición del pensamiento histórico latinoamericano sólo puede ser fisurada con una teoría de la memoria que sea capaz de mostrar las yuxtaposiciones de tiempo, las repeticiones brutales, los expolios constantes, la conquista como estructura. Para mí ahí radica la separación entre historia y memoria y también ahí la potencia de su encuentro.

CG. Me intriga algo que leí en uno de tus artículos, en el que te refieres al «rol ambiguo que el discurso antropológico jugó en América Latina y, sobre todo, en México como discurso nacional». Si el indigenismo mexicano fue la retórica antropológica nacional por excelencia, ¿a qué ambigüedad te refieres, entonces?

MR. La ambigüedad que instala la relación entre los saberes y la gubernamentalidad. Creo que esa relación no es lineal, no es unívoca. Puedo decir con certeza que «para crear nación» la Argentina se abrazó (y se abrasó) en la historia; México lo hizo en la antropología. Había una épica temporal que erigir en el primer caso y un mito cultural en el segundo. No estoy diciendo nada nuevo; todo eso está suficientemente escrito y debatido. Pero en el caso de México esa ambigüedad juega un rol interesante.

Claramente es una argamasa discursiva que va cumpliendo los deseos de estatalidad. Pero, a su vez, la antropología se recompone en la autonomía relativa del campo y eso obliga a las acciones de estatalidad a expandir su relato, a revisar su narrativa. Es un juego político que no está cerrado y que hay que seguir disputando.

CG. La influencia de la antropología mexicana sobre las de los otros países de la región ha sido notoria. ¿En realidad existe un después del indigenismo en la antropología mexicana?

MR. Existe un después del indigenismo, claro que sí, pero aún incipiente. En alguna medida la antropología mexicana sigue sumida en el síntoma de origen que representa la Conquista (con estupendas excepciones por supuesto). García Canclini, quizás el primero que patea de verdad el tablero de la disciplina y desde la propia antropología, dirá «hagamos otra cosa». Él plantea eso tempranamente en Culturas híbridas. Algo tan simple como esto: hay un Museo Nacional de Antropología que sólo habla de indígenas y, para peor, principalmente de arqueología. ¿Por qué en las salas de etnografía del Museo Nacional no encuentran representación los judíos chilangos, los migrantes chinos del norte, los musulmanes de Chiapas, los afromexicanos de la costa? Aún hoy en 2021 se expande la «colección etnográfica» centrada en la ampliación de la visión integracionista de los pueblos indígenas. Quizás porque un síntoma oculta otro: el pavoroso racismo que no encuentra relato todavía. En todo caso, sí ponderaría los trabajos histórico-antropológicos recientes que revisan los indigenismos y los muestran en su parroquialidad, en su contingencia (y no en su aparente poder de bloque) y eso es muy provocador desde mi punto de vista. Figura 3

Foto de Laura Elena Ledezma

CG. También has investigado sobre las formas de exhibición del pasado, sobre eso que llaman patrimonio. Si a eso vamos, el régimen histórico de la modernidad creó un patrimonio identificable, relativamente preciso, que debía ser compartido por todos los miembros de la sociedad nacional. Muerta la nación, por lo menos retóricamente, ¿qué queda del patrimonio?, ¿qué es un patrimonio postnacional, acaso multicultural?, ¿cómo se define, cómo se constituye, en fin, cómo se exhibe?

MR. Creo que el patrimonio debe ser una narrativa más disputada, más desobediente con la gubernamentalidad. Me preocupa que el patrimonio sea casi únicamente identificado con la solemnidad, con un relato épico o con restos relicarios que deben «cuidarse de la profanación». Se tornan entonces narrativas pacificadas, bellezas inocuas. ¿Hemos pensado por qué el Estado está tan interesado, cada vez más, en gestionar la cultura? Creo que hay algo fuerte ahí: los patrimonios han devenido veneración y contemplación en la tensión constitutiva que éstas guardan con la mercancía. Y lo que requiere cualquier objeto, cualquier práctica, cualquier ritual, para sostener su politicidad es ser capaz de contradecir y de mutar su sentido. Sustraerse a la lectura del poder, ser ambiguo. El patrimonio impide ese juego político: porque con el legado, por supuesto, no se juega. Trabajé mucho sobre patrimonio no porque me interese en lo personal la conservación de nada, en absoluto, sino porque me preocupó que justo cuando ciertas comunidades mexicanas, por ejemplo, querían hablar de memoria y de pérdidas constantes, querían disputar el sentido de la temporalidad y la propiedad de objetos y de prácticas, el Estado dijo: mejor hablemos de patrimonio. Y creó un gran programa sobre patrimonios comunitarios. Ahí tienes al regalo envenenado. Patrimonio comunitario, patrimonio local. Y como el patrimonio oculta la enunciación (es, en definitiva, de nadie y de todos) se vuelve una narrativa conservadora. Pacifica lo político de la cultura. Le encuentra una sola narrativa estatizada (por estatal y por estática).

Museificar es, generalmente, anclar el sentido y pacificar la potencia. Nada político puede ser venerable. La veneración, como cualquier acto de contemplación que emana del dogma, bloquea el argumento e impide la profanación. Así que más que patrimonio prefiero a la memoria; más que objeto de contemplación prefiero los actos de significación del pasado para el cambio. Cuando el patrimonio es pensado como reliquia, cuidado. La reliquia bloquea la posibilidad de pensar históricamente. Decimos de un ritual exhibido o de una máscara o de un textil: «Se reconoce el sustantivo aporte que hace a la cultura». Como si la cultura fuera un saco al que tributamos y no un discurso maleable y organizado del que hay que desconfiar. Porque el problema aquí es que al mismo tiempo que se «reconoce el aporte» se fija al reconocido: se impide que ese sujeto exhibido desobedezca lo que fue llamado a ser. Además, toda reliquia existe cuando una voz exterior a ella es capaz de autorizar el vínculo de lo venerable. No hay reliquia sin autoridad.

Y este lugar de autoridad es, generalmente, ocupado por el Estado. El Estado señala qué reconoce, qué objeto exhibe, qué práctica «conserva». Por eso descreo del patrimonio. Hay que dislocar estas complicidades, mostrarlas, evidenciar sus procedimientos de autorización y sus procederes.

CG. Lo que investigas desde hace ya un buen tiempo, ¿podría ser llamado etnografía de la memoria? ¿Eres etnógrafo, más que cualquier otra cosa?

MR. No me identifico desde ahí, con ese nombre. La etnografía es para mí una herramienta maravillosa, una de las cartas del juego. Pero es una. Me gustaría responder como Foucault en El orden del discurso, cuando decía no me pidan que me defina, no me pidan coherencia, pero sería de una soberbia soez en mi caso. Usando tus palabras, «más que cualquier otra cosa», te diría que soy profesor. Casi todo lo que pienso sale de un aula o de alguna conversación con mis estudiantes o de alguna pregunta de ellos. De hecho, soy profesor en un posgrado en estudios culturales que fundamos con otros colegas y el poder de esa etiqueta, estudios culturales, me agrada justo porque evoca el sentido político de pensar lateralmente, «entre» las obsesiones disciplinares, y exige una crítica disciplinar en cada objeto que se piensa y sobre el que se escribe. Y, sobre todo, hacer estudios culturales impide identificar el lugar de enunciación con el enunciador. No puedo decir «soy culturólogo, soy estudioso de la culturidad», es ridículo. Y esa cancelación lingüística me gusta. Uno no es lo que escribe. Soy otro, y punto. Los estudios culturales que me interpelan, y para mí son los que nacen en Birmingham, sostienen sus objetos justamente en la necesidad de hacer una crítica al orden (sociopolítico y de campo de pensamiento). No soy eso, pero ahí me gusta estar. Alguna vez, un profesor del doctorado comentando mis avances de tesis, me dijo: «Tienes la sensibilidad de un etnógrafo y la cabeza de un historiador». Me gustó esa especie de teratología en la que me ubicó, una monstruosidad productiva. Como diría Susy Shock, la performer trans argentina, «que otros sean lo normal». Hacer etnografías de los mundos del pasado y de los usos del tiempo es lo que me gusta y honestamente es lo que sé. Creo que soy un jugador entre la etnografía y la historiografía. En ese «entre» me gusta errar. Y en ninguno quedarme mucho rato.

CG. En tu trabajo hay un protagonista, que quizás ligue tus dos ocupaciones (las de historiador y antropólogo). Me refiero al archivo, del que has mostrado su casi omnipresente papel de autoridad, a pesar de que quienes acuden a él advierten sobre su carácter construido, histórico (lo que no es un oxímoron, desde luego, porque hay pocas cosas menos históricas que un archivo naturalizado). Sin embargo, también has mostrado que las advertencias sobre la historicidad del archivo son, apenas, concesiones al uso, puramente insustanciales. Quizás podríamos extender ese argumento más allá del archivo. Pienso en dos grandes objetos discursivos de la antropología, ligados, que podrían entrar en esa extensión: el campo (y el trabajo de campo, claro) y la etnografía. Hablemos del campo, primero.

MR. Claro. Es productiva la analogía. Cualquier antropólogo dirá y escribirá que no se debe reproducir el punto cero de observación en el texto ni hablar por los otros ni glosar la palabra de lxs nativxs. Hay bibliografía para tirar para arriba en esos puntos. Y, sin embargo, proliferan las voluntades de clausura en las escrituras sobre campo: las interminables metáforas que aluden a la traducción y a la equivalencia. Cuando los sujetos investigados hacen esto, en realidad están haciendo esto otro. Opera muchas veces una alegoría del develamiento que es profundamente ilustrada. Las antropologías más creativas, creo, son, justamente, las que detonan preguntas y abren caminos insospechados. Las que toman al campo no como la «unidad de análisis», sino como un constante desplazamiento, un terreno movedizo y de fricciones. Sobre eso se está escribiendo mucho, afortunadamente.

CG. ¿Qué sería ya no una etnografía histórica, sino una etnografía historizada?

MR. Una que permita disputar el sentido de la cultura. Mostrar, por ejemplo, la relación entre cultura y soberanía, entre cultura y pacificación. En gran medida la narrativa cultural pacifica identidades, borra voluntades de soberanía, oculta la potencia violenta en todo acto de «captación de alteridad». Una etnografía historizada debería poder ser desobediente con el mandato de objetivar la cultura (en un cacharro, en un baile, en un huipil). Debería poder mostrar el pacto metonímico que ahí existe: el que facilita el cierre cómodo y el estereotipo conveniente. Cuando trabajé en museos comunitarios, un cronista del norte de México me dijo algo estupendo: necesitamos encontrar una manera de que mostrar nuestra cultura pueda ser también hablar nuestra pérdida. Me pareció maravilloso y sigo escribiendo sobre eso, dándole vueltas. Entre la reliquia y la pérdida, me quedo con la última.

CG. Si la forma también es el contenido, como nos han enseñado varios antropólogos desde hace unas décadas, ¿cuál es el lugar de la escritura en tu trabajo? Te hago esta pregunta no sólo porque escribes como los ángeles (si es que los ángeles alguna vez llegaron a escribir), sino porque en la solapa de tu libro de relatos tu semblanza biográfica dice «Sabe que, de algún modo, todo lo que escribe es literatura».

MR. Sobre cuál es el lugar de la escritura en mi trabajo, lo respondería al revés: la escritura es el lugar. Mi casa es el lenguaje. Leo obsesivamente lo que escribo. Corrijo mil veces los textos antes de entregarlos. Lo que más leo es literatura y sé bien que todo lo que escribo, todo lo que cualquiera escribe, es ficción. Cuidado, no una mentira ni una fantasía, sino una ficción seriamente entendida: una estructura significante incapaz de reproducir al mundo, pero capaz de intervenirlo. En El hacedor, Borges rio con maestría de la voluntad excesiva de la ciencia. No podemos seguir pensando que escribir «ciencia social» es lograr una aséptica descripción para hacer presente al hecho en el texto (ya sea el campo, el acontecimiento, la fábrica, cualquier cosa). O, como diría De Certeau, ¿hay una ficción más poderosa que la estadística? Poderosa: ayuda a entender. Pero ni el gráfico ni la tablita son el mundo porque la representación es siempre desbordada por él. El problema de cierta ciencia social es la necesidad de crear un dispositivo textual para capturar al mundo, hacer de la representación una manera de disecarlo en cautiverio. Para mí, la única labor que tenemos por delante es volver a encantarlo, proponer un misterio y su apertura. La novela latinoamericana nos enseñó que la escritura no adquiere sentido en el punto, sino en impedir que la cita acabe. Impedir la cancelación del texto. Esa es la responsabilidad que tenemos, creo yo, como investigadores y como maestros, y por eso es cabal cultivar la escritura. Activar la política es también punzar con el lenguaje, usar analogías, comprender el poder de la alegoría o de la metáfora. No hay peor tortura que leer una etnografía mal escrita. La cierro en la página cuatro. Pensemos que hace ochenta años que estamos dándole vueltas a un texto cortísimo como las tesis sobre la historia de Walter Benjamin. ¿Porque describen miméticamente al mundo y con exactitud? No. Porque juegan con el lenguaje de modo tal que siempre dicen algo más, abren caminos de lectura. ¿Y por qué pueden hacerlo? Porque están maravillosamente escritas.

CG. De uno de los personajes de tus relatos dices: «Mateo coleccionaba, que es la forma más discreta de postergar». ¿Qué coleccionas, Mario?

MR. Una sola cosa: mis cuadernos de notas. Archivo poquísimo y creo que ese es el único archivo que tengo. Lo hago porque en eso soy totalmente manual: para entender lo que leo y para pensar, necesito escribir, con mi mano. En el trazo de la mano, en el dibujo, comprendo y armo argumentos. Para mí, pensar es un trabajo de modelación, no lineal. Todos mis textos y absolutamente todas mis clases nacen en algún dibujo con palabras y flechas y globos en algún cuaderno. Ante todo, soy profesor y sonará a nostalgia extenuante, pero en este tiempo de pandemia me he sentido cercenado sin el pizarrón. El pizarrón enorme, con mucho lugar. Detesto las aplicaciones como el power point. No me dejan «ir pensando» mientras explico o hablo. Son enemigas de la creación. Cuando empezó la pandemia recordé una frase de Lacan en uno de sus seminarios: «Se me reprocha utilizar el pizarrón, pero es todo lo que nos queda como cielo». Y la verdad no colecciono otro objeto más que mis cuadernos. En eso, como en los temas que trabajo, soy un tipo de niño. Ese que pierde rápidamente interés en las cosas: las vi, las tuve, las entendí, next. Eso me pesa, no creas que me ufano. Porque sé que yo nunca podría ser de esos especialistas que toda la vida trabajan un solo autor o un solo acontecimiento o un solo pueblo. Me parece impactante y lo respeto muchísimo. Pero no sé hacerlo, no me sale. Soy curioso naturalmente. Me relaciono de la misma manera con los libros. No tengo ningún fetiche ahí: no me interesa ordenarlos obsesivamente ni catalogarlos ni tenerlos para mí o guardarlos eternamente. Como todo migrante, me gusta poner dos cosas en una maleta y salir. Y saber que salgo «con todo». Amo los libros digitales, no tengo problema alguno con ellos. Me encanta subrayar los libros en el celular cuando voy viajando (bueno, cuando iba) y saber que al otro día encontraré ese subrayado en la computadora de mi casa mexicana. Saber que ese acto de lectura como huella, personalísimo, es reproducible en simultaneidad. Pero eso sí: al lado, mi cuaderno y mi pluma. Las ideas mías ahí, dibujadas, palpables, a mano y con mi caligrafía.

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