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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.40 Bogotá Oct./Dec. 2021  Epub Apr 08, 2022

https://doi.org/10.25058/20112742.n40.09 

Artículo de investigación

DEVENIR DINGO: LOS LÍMITES DIFUSOS ENTRE SALVAJE, FERAL Y DOMÉSTICO. UN ABORDAJE TEÓRICO DESDE LA ETNOGRAFÍA INTERESPECIE1

Becoming a Dingo: The Blurred Boundaries Between the Wild, Feral, and Tame. A Theoretical Approach from Interspecies Ethnography

Devir dingo: os limites difusos entre selvagem, feroz e doméstico. Uma abordagem teórica desde a etnografia interespécie

Julio Alejandro Castro Moreno1 
http://orcid.org/0000-0002-5864-0954

Irma Catherine bernal Castro2 
http://orcid.org/0000-0003-1912-0312

1 .Doctora en Filosofía de la Ciencia, Universidad Nacional Autónoma de México Universidad Pedagógica Nacional, Colombia icbernalc@pedagogica.edu.co

2 .Doctor en Filosofía de la Ciencia, Universidad Nacional Autónoma de México. Universidad Pedagógica Nacional, Colombia jcastro@pedagogica.edu.co


Resumen:

Se hace un abordaje teórico desde la etnografía interespecie, la que se complementa con la noción de especies fenomenológicas. Las relaciones interespecie se ilustran con el caso de cómo el dingo ha llegado a constituirse en una especie particular, pero que requiere de la interacción con otras. Dado que hay una amplia discusión acerca de si el dingo es un animal salvaje o doméstico (y si deviene de perros ferales), en la primera sección se expone, someramente, qué se entiende por domesticidad y feralidad en los perros. En la segunda se tratan aspectos generales del dingo, mientras que en la tercera se enfatiza en los vínculos entre humanos y dingos en clave cultural. En el cuarto y último apartado se plantean las consideraciones finales, en donde se extrapola lo sostenido acerca de la relación dingo-humano a un espectro más amplio y se puntualiza que devenir dingo implica, asimismo, devenir humano.

Palabras clave: dingo-humano; etnografía interespecie; salvaje; feral; doméstico; especies fenomenológicas.

Abstract:

We address a theoretical analysis within the framework of interspecies ethnography and complete it with the notion of phenomenological species. Interspecies relationships are illustrated in the case of how dingo dogs have become a particular species but a species needing interaction with others. As there is a big debate about dingoes being a wild or a tame animal (and if it comes from feral dogs), the first section briefly defines domesticity and ferality in dogs. The second deals with general aspects of dingoes, while the third one focuses on the cultural links between humans and dingoes. The fourth and last section presents the final considerations, extrapolating dingo-human relations to a broader spectrum and pointing out that becoming dingo implies becoming human.

Keywords: dingo-human; interspecies ethnography; wild animals; feral; domestic; phenomenological species

Resumo:

Propõe-se uma abordagem teórica desde a etnografia interespécie, que se complementa com a noção de espécies fenomenológicas. As relações interespécies se ilustram com o caso de como o dingo se transformou em uma espécie particular, mas que precisa das interações com outras. Visto que existe uma ampla discussão sobre se o dingo é um animal selvagem ou doméstico (e se devém de cães ferozes), na primeira parte apresenta-se, brevemente, o que se entende por domesticidade e ferocidade nos cães. Na segunda parte, tratam-se os aspetos gerais do dingo, enquanto na terceira parte salientam-se os laços entre humanos e dingos em perspectiva cultural. Na quarta parte, propõem-se as considerações finais, onde se extrapola o argumento sobre a relação dingo-humano em um horizonte mais amplo e se afirma que devir-dingo implica, do mesmo modo, devir-humano.

Palavras-chave: dingo-humano; etnografía; interespécie; selvagem; feroz; doméstico; espécies fenomenológicas.

Leonardo Montenegro

Canela

Introducción

La etnografía multiespecie hace énfasis en la subjetividad y la agencia de organismos cuyas existencias están entrelazadas con los humanos. Al incluir el término multiespecie los antropólogos buscan descentralizar, de sus narrativas, al ser humano a través del reconocimiento de sus interconexiones e inseparabilidades con otras formas de vida, más allá de entenderlo como «dato biocultural». Asimismo, este enfoque invita a comprender la vida como un proceso de devenir por medio de ensamblajes intrincados entre múltiples especies (Ogden, Hall & Tanita, 2013; Kirksey & Helmreich, 2010; Ingold, 2013; Kohn, 2013; Locke & Muenster, 2018)4.

Este acercamiento relacional demanda una aproximación al término «especie» que trascienda el debate tradicional de clases naturales o entidades reales (ver Hull, 1976; Ghiselin, 1974, 1997; Hacking, 1990, 1991). Haraway (2008), señala que la noción de especie es «inestable», «inherentemente contradictoria», «promiscua» y constituye un tipo de método «imperativo taxonómico»; por ello invita a los biólogos a reconsiderar las maneras en que se ha entendido este término, para ampliar su comprensión más allá del contexto de la clasificación biológica. Frente a esta situación, al interior de la biología y la filosofía de la biología, se viene examinando la coherencia y los límites de la especie (ver, Godfrey-Smith, 2016; Gilbert, 2014; O’Malley & Dupré, 2007; Pigliucci, 2003; Dupré, 1992).

De acuerdo con Sterelny (1999), la diversidad de la vida no se nos presenta como un espectro o un gradiente que vaya, por ejemplo, desde las aves típicamente reconocidas como loros hasta las que normalmente identificamos como palomas. En este sentido, asevera el autor, «Los mecanismos de la vida han producido especies fenomenológicas: grupos de organismos reconocibles e identificables. Este hecho posibilita la elaboración de guías de campo de aves y mariposas, claves de identificación de invertebrados y floras regionales, etc.»5 (p.119). No necesariamente, sostiene Sterelny, las especies fenomenológicas han de coincidir con las clases naturales de la biología evolutiva.

Así las cosas, en este artículo nos comprometeremos con la idea de que las «especies» tienen un carácter fenomenológico, lo que implica que, en ciertos casos, este modo de entenderlas no tenga por qué equipararse a las formas en que los biólogos las han comprendido, principalmente desde una perspectiva taxonómica. A nuestro entender, un rasgo fundamental de las especies fenomenológicas es la manera en que interactuamos con ellas: «Las especies son empíricamente accesibles» (Maclaurin & Sterelny, 2008, p.109 ). La configuración de estas relaciones entre especies fenomenológicas hace que sus límites sean difusos. He ahí la idea de relaciones «interespecie».

Dentro de la etnografía multiespecie nos interesa enfatizar en los vínculos que se establecen entre las especies, por lo que nos enfocaremos en una perspectiva de etnografía interespecie (Locke & Muenster, 2018). Como lo afirman Livingston & Puar (2011), «Usamos el término interespecie para referirnos a las relaciones entre diferentes formas de vida biosocial y sus efectos políticos» (p.3, cursivas en el original). Estas autoras también sostienen que:

El concepto de interespecie se basa necesariamente en parte en el trabajo de la taxonomía biológica occidental, al tiempo que reconoce que hay muchas otras maneras de clasificar y categorizar las formas de vida. Acepta una distinción ontológica entre diferentes ;especies;, pero examina los límites de esta distinción, la difuminación de las fronteras entre especies y los procesos sociales y afectivos cuando se rompen las barreras, y presta especial atención a los momentos en los que el sistema clasificatorio jerárquico es subvertido o reelaborado. (p.7)

Al respecto, queremos llamar la atención acerca de que, si entendemos las especies como casillas taxonómicas rígidas, esto puede conllevar el establecimiento de fronteras inflexibles (por ejemplo, entre las categorías de doméstico, feral y salvaje). Del mismo modo, el instaurar jerarquías hace que perdamos de vista lo que para nosotros es lo más relevante: las interacciones e interdependencias.

Dar cuenta de cómo se configuran y qué implican esas conexiones es el objetivo central de este trabajo, por lo que nos basaremos en un abordaje etnográfico interespecie en torno a especies de compañía, particularmente al vínculo dingo-humano. Al igual que con los perros domésticos modernos, la relación humano-cánido en Australia es multidimensional, pero única en el sentido de que los aborígenes australianos nunca domesticaron al dingo; este cánido fue llevado a Australia por personas, ya que él no habría sido capaz de cruzar por sí mismo aguas profundas. Aunque se desconoce su papel inicial, bien pudo ser para comercialización, un pasajero ocasional, o como parte de una relación comensal compleja. Como lo explicaremos en los siguientes apartados, el dingo ha jugado, y continúa jugando, un rol fundamental en los sistemas de creencias de los aborígenes, ocupando un lugar destacado en la mitología australiana. Este cánido no era considerado fuente de alimento; al contrario, era muy apreciado, tanto que aparece en el arte rupestre y está presente en los entierros rituales, con y sin personas, y es la única especie conocida en Australia que ha sido sepultada intencionalmente por aborígenes (Gunn, Whear & Douglas, 2010; Taçon, 2008; Taçon & Pardoe, 2002; Koungoulos & Fillios, 2020).

Los dingos son vistos de diversas formas y están al tanto de una variedad casi infinita de relaciones entre los seres humanos y los otros animales, que van desde el compañero hasta el competidor. Actualmente, existe una serie de controversias enlazadas alrededor de su identidad, nominación taxonómica, evolución y procesos de conservación. El dingo tiene un estatus ontológico particular; a pesar de sus aparentes ambigüedades, no es un perro feral, ni uno doméstico, ni uno salvaje, pero al mismo tiempo puede ser todo ello; representa un devenir en otro tipo de animal, a la vez silvestre y ligado a una cultura. Sobre sus relaciones y procesos evolutivos son pocos los acuerdos que hay, situación que se refleja en el dingo como un taxón controvertido. Hoy se considera una «especie» amenazada por procesos de hibridación y disminución de la densidad demográfica, pues en algunas zonas de Australia es tratado como una plaga. Estos aspectos, entre otros, hacen que la relación entre cánidos y personas sea enmarañada y matizada.

Apoyados en los postulados de Haraway (2016) , el dingo podría constituir un «hecho» a favor de la complejidad que demanda entender el «nudo de especies» y las dificultades constitutivas de los encuentros entre humanos y perros. Desde la argumentación que desarrollamos en este trabajo, el dingo nos invita a reconocer los «bordes rebeldes» (Tsing, 2012) de aquellas que consideramos especies de compañía como los cánidos, abriendo la puerta a paisajes interespecie donde hay múltiples papeles protagónicos.

Es importante precisar que en el presente artículo no reportamos evidencia de campo fruto de nuestro propio ejercicio etnográfico, sino que nos basamos teóricamente en lo que otros autores han planteado sobre y desde una perspectiva que genéricamente se ha denominado etnografía multiespecie, particularmente en la etnografía interespecie, y a la que hemos querido sumar la noción de «especie fenomenológica», que posibilita entender la interacción dingo-humano como un proceso de devenir a través de ensamblajes intrincados, que va más allá de una mera amalgama de entidades, configurando un proceso complejo y dinámico en el que las propiedades e interrelaciones del colectivo exceden las individualidades de sus elementos constitutivos. Son las relaciones cambiantes y variables las que permiten trascender las percepciones convencionales de humano-perro, hacia una relación particular y poco común, como la de dingo- humano que refleja un panorama de co-construcción de nicho, que da cuenta de la forma como los organismos ocupamos y definimos espacios sociales y ecológicos (Fuentes & Kohn, 2012).

Por último, es preciso poner de manifiesto que estas discusiones claramente pueden incidir en los procesos de conservación biológica y en los discursos ambientales sobre las especies, ofreciendo una epistemología y una ontología valiosas que permiten comprender el mundo como materialidad que emerge a través de las relaciones contingentes entre múltiples seres.

Apuntes sobre domesticidad y feralidad en los perros

Somos conscientes de que hay una vasta y rica producción intelectual en torno a los procesos de domesticación y feralización del perro, aunque también estamos al tanto de que no es posible pronunciar la última palabra acerca de dichos procesos. En tal sentido, en esta sección no intentaremos siquiera pasar revista a un panorama amplio sobre estos temas, por lo que básicamente nos enfocaremos en definir, con base en los autores indagados, cuál es nuestra postura al respecto, lo cual es clave para situar la discusión que plantearemos en los apartados ulteriores.

En palabras de Tsing (2018), la domesticación es sólo una forma de interacción entre humanos y otras especies, que va más allá del control humano sobre los demás organismos. En contraste, la domesticación implica la mutua dependencia: es una relación multiespecie. En esta misma vía de argumentación encontramos los planteamientos de Lien, Swanson & Ween (2018), quienes destacan, entre otros aspectos, que la domesticación no siempre va en una sola vía: «salvaje y doméstico han de ser considerados como estados fluidos entre los cuales puede haber entrecruzamiento considerable, o mestizaje» (p.15).

Desde esta perspectiva, en lo atinente a la domesticación del perro, tomamos distancia de las posturas que han entendido a los canes como algo simplemente moldeable por las prácticas humanas, debido a intereses claramente definidos; por el contrario, asumimos que algunos individuos del lobo gris (Canis lupus, el ancestro del perro) no entrelazaron sus vidas con la existencia humana debido a su carácter pasivo y maleable, sino que ello implicó el despliegue de sus agencias. En otras palabras, la domesticación del lobo y el subsecuente origen del perro no fue un asunto exclusivo de la selección artificial, sino que deberíamos ver estos eventos en el contexto de relaciones ecológicas y culturales de naturaleza intrincada y compleja.

Así las cosas, y con base en lo sostenido por Coppinger & Coppinger (2018), el origen del perro se puede comprender desde un punto de vista ecológico y etológico. Estos autores enfatizan el hecho de que los primeros perros establecieron relaciones comensales con los humanos, debido a que estos crearon nuevos hábitats: los poblados, de cuyos vertederos los canes obtuvieron una fuente de alimento estable. Poco a poco los cánidos fueron disminuyendo su distancia de huida, lo que generó, con el paso de los años, organismos más tolerantes a la presencia humana. Algo similar debió ocurrir con las personas, al acostumbrarse a la compañía de los caninos. En todo caso, ese vínculo ha propiciado, al transcurrir bastante tiempo, un sinnúmero de relaciones, no sólo ecológicas, sino sobre todo culturales. En este panorama podemos situar la propuesta de Haraway (2016; 2019), específicamente respecto a lo que ella ha denominado «naturoculturas», «simbiogénesis» y «especies de compañía».

Según Haraway, las vidas humanas se han transformado sustancialmente en relación con los perros: «La flexibilidad y el oportunismo son el quid de la cuestión para ambas especies, que se dan forma la una a la otra a través del, todavía en curso, relato de la co-evolución ;…; La domesticación es un proceso emergente de cohabitación, que involucra agentes de muchos tipos ;…; La relación es multiforme, está en juego, es inacabada y significativa» (2016, p.54-56). Por su parte, «simbiogénesis» significa «unirnos completamente ;…; Lo ordinario es una danza barrosa entre múltiples compañeras, produciendo formas e involucrando especies. ;…; Son también la improvisación que le da sentido al “devenir-con” de las especies compañeras en las naturoculturas. Cum panis6, comensales, a quiénes mirar y quienes devuelven la mirada» (Haraway, 2019, p.57).

Por supuesto que Haraway reconoce que la relación entre canes y humanos «no es especialmente buena: está plagada de excrementos, crueldad, indiferencia, ignorancia y pérdida» (2016, p.25). Desde este punto de vista, el devenir-con y la alteridad significativa (perro-humano), por los que aboga Haraway, dan cuenta de una pluralidad de formas de relacionarse, y tales vínculos no tienen por qué asumirse solamente como armónicos o idílicos. Esto queda patente, principalmente, en los perros sin raza, mestizos o criollos, o, según Haraway (2016) , en los perros que pertenecen a «una categoría propia».

En ocasiones, Haraway (2016) parece confundir los perros callejeros con «silvestres» (¿«perros ferales» o «asilvestrados»?), pero no son lo mismo. Tal vez los perros callejeros, al depender menos de las personas, están a punto de volverse ferales, condición que se caracteriza, entre otros aspectos, por huir de los humanos e, incluso, atacarlos7: en este caso ¿se habrá desajustado la alteridad significativa?, ¿dejaron de ser parte de nuestras especies de compañía? En suma, ¿los perros ferales se podrían caracterizar no por el devenir-con, sino por el devenir-sin los humanos? De acuerdo con Coppinger & Coppinger (2018) «si la raza humana desapareciera lentamente, los perros domésticos evolucionarían en algo parecido a los dingos» (p.28). Pero los dingos y los perros ferales existen sin que nos hayamos extinguido. Por lo pronto, es preciso preguntarnos ¿qué es un perro feral?

No hay una sola definición de «feral». Por ejemplo, Daniels & bekoff (1989) consideran, desde una perspectiva evolutiva, que ferales son aquellos organismos que han pasado por el proceso de domesticación en sentido contrario, de modo que ahora están «des-domesticados». Esta aserción concuerda con lo planteado por Price (1984) y Gering, et al. (2019), para quienes la feralización es el proceso inverso a la domesticación, lo cual es clave para nuestros propósitos, puesto que es claro que sólo pueden devenir ferales los perros cuyos ancestros cercanos fueron domésticos. Así, es importante no perder de vista el gradiente que va desde un perro doméstico hasta uno feral. Vanak & Gompper (2009) clasifican a los perros en seis categorías: con dueños, urbanos libres, rurales libres, de aldea, ferales y salvajes. Nos interesa enfatizar que los perros ferales tienden a ser dependientes de las fuentes de alimentos de origen humano8, mientras que los perros salvajes, como los dingos y sus híbridos, dada su trayectoria evolutiva, se suelen reconocer independientes de los humanos y, por ende, no domésticos (Ritchie, et al., 2014).

En todo caso, el punto a destacar es que el proceso de feralización también depende de la agencia de los perros implicados, pues estos siguen itinerarios de vida que pueden prescindir total o parcialmente de la injerencia humana. Esta situación lleva, entre otras cosas, a que desaparezcan rasgos domésticos y emerjan cualidades ancestrales. Por ejemplo, en estudios con perros ferales se han identificado algunas características «primitivas» como la época de celo (estro) anual y la falta de ladridos, «lo que sugiere una retención (o, menos probable, una recuperación) de caracteres encontrados en perros pre-neolíticos y neolíticos tempranos, que posteriormente se han perdido en las poblaciones modernas» (boyko & boyko, 2014, p.193). Sin embargo, esto no significa que haya un «retroceso» a los modos de vida lobunos. Así como los perros no son lobos, los perros ferales no son perros domésticos: son ontológicamente especies distintas; cabe decir, especies fenomenológicas particulares9.

Desde luego que aludir a especies distintas no tiene por qué implicar que se trata de especies inmutables y herméticas, puesto que entre ellas hay vínculos, genealógicos y de otros tipos, y cuyos límites son difusos. Al respecto, Price (1984) señala que hay poblaciones libres de animales domésticos que dependen del humano para su reproducción o subsistencia, destacando el término «paria» (pariah) para referirse a las poblaciones que pueden servir como filtro o puente entre los animales domésticos y ferales (o salvajes). Un elemento central de la discusión, según Nowicki (2014), es si un animal que se clasifica como salvaje (porque actúa como tal: libre, indomable y en algunos casos peligroso), puede considerarse que ha regresado a un estado silvestre, dejando de ser un animal doméstico. Ahondaremos sobre estos temas cuando abordemos el caso del dingo.

El estatus ontológico del dingo: ¿una identidad ambigua?

El dingo es un depredador mamífero de gran tamaño ampliamente distribuido en el continente australiano. Pocos son los acuerdos sobre su origen, lo que sí se puede afirmar es que fue llevado a Australia por humanos hace entre 3.000 y 5.000 años, en donde se estableció, prosperó y ha entablado diversas relaciones con los humanos, al parecer ha vivido como un animal salvaje, aunque algunos grupos de aborígenes han convivido con él en un estado semidoméstico como animal de compañía (cuando es cachorro). Claramente, los ancestros del dingo no pudieron llegar por sus propios medios a Australia, ya que debieron atravesar entre 50 y 100 km de mar abierto (Savolainen, et al., 2004; Jackson, et al., 2017; Shipman, 2020). Si bien los perros tienden a ser buenos nadadores, no creemos que hayan recorrido esa distancia por sí solos y, además, ¿qué los motivaría a hacerlo? En efecto, no hay duda de que fueron transportados en botes pequeños y atiborrados, que en nada se parecerían al «arca de Noé». En este sentido, se han sugerido dos hipótesis; por un lado, se propone que los ancestros del dingo proceden geográficamente de Asia oriental, debido a la proximidad con Australia y el acceso relativamente fácil a través de las islas del archipiélago del sudeste asiático. Por otro lado, dada la similitud anatómica del dingo con los perros parias y lobos indios, se sugiere su posible introducción desde la India por pueblos marítimos (Savolainen, et al., 2004). El origen y el devenir evolutivo del dingo no son los únicos aspectos que se encuentran en revisión, su identidad y clasificación taxonómica también generan controversia. Justamente, Hytten (2009) propone entender al dingo desde su «ambigua identidad», misma que se expresa en dualismos enmarcados en dicotomías, que, como veremos a continuación, están muy entretejidas.

El dingo se considera una plaga porque genera disturbios y afectaciones a la agricultura y la ganadería. Diferentes estudios refieren que los perros salvajes pueden herir, matar o transmitir enfermedades al ganado, dañar cultivos y maquinaria (Ritchie, et al., 2014; Miller, Ritchie & Weston, 2014). Además, causan impactos negativos sobre la fauna y flora silvestres, dado que habitan las áreas naturales alterando los comportamientos de depredadores y de presas (bergman, breck & bender, 2009). En varias zonas de Australia los dingos son considerados una causa importante de pérdidas económicas para la industria del ganado ovino y bovino, lo que ha dado lugar a una legislación específica en algunos estados que permite a los ganaderos controlar sus propiedades utilizando medidas letales como «trampas de jaulas o trampas de mandíbula acolchada, disparos y/o envenenamiento con monofluoroacetato de sodio o cebos de estricnina» (butler, et al., 2014 p.129 ). Frente a esta situación, comunidades de pastores y mineros declaran que los dingos son simplemente perros feralizados, esto con el objetivo de tener el «permiso» para capturarlos, dispararles o envenenarlos (Australian Wool Innovation, 2020). No obstante, la historia evolutiva del dingo está lejos de ser establecida y aún se necesitan muchas investigaciones, además, etiquetar al dingo como perro feral puede provocar su extinción ya sea por las presiones políticas o por la hibridación con perros domésticos (ballard & Wilson, 2019).

Particularmente, con el dingo se plantea la siguiente cuestión: «si una población de perros salvajes que ha estado en el paisaje durante varios milenios debe considerarse nativa y, por lo tanto, tratada como un taxón protegido o incluso amenazado, o si todavía es una especie exótica y, por lo tanto, debe tratarse como una plaga» (Gompper, 2014, p.13). Sumado a lo anterior, la situación se agudiza en aquellos escenarios donde habitan dingos y perros ferales por el hecho de que es difícil separar un perro salvaje nativo, como el dingo, de un perro feral (Miller, Ritchie & Weston, 2014). En palabras de Hytten (2009, p.2 ), para algunas personas «Los dingos son una plaga declarada, percibida como simplemente una variante salvaje de perros domésticos». Es decir, que al derivar de perros domésticos y transformarse en ferales, esto los convierte en algo indeseable.

Por el contrario, Hytten (2009, p.23 ) da por hecho que el dingo nunca fue domesticado, por lo que no sería correcto categorizarlo como feral. En esa misma línea de argumentación, ballard & Wilson (2019) sostienen, siguiendo a Darwin, que la domesticación implica una selección artificial metódica, mientras que domar un animal conlleva una selección artificial inconsciente. Para ellos, el dingo no sería un perro feral, al no provenir de uno doméstico, sino un animal indómito, cuyo origen fue un cánido domado, pero, en todo caso, este retornó a un estado silvestre, al no depender de los humanos. A pesar de la falta de consenso, consideramos que una posibilidad prometedora es que los dingos sí provengan de perros domésticos (o semidomésticos) que luego, al perder el vínculo estrecho con los humanos, se transformaron en ferales. Esta opción es respaldada por varios autores (Savolainen, et al., 2004; boyko & boyko, 2014; Gompper, 2014; Ritchie, et al., 2014; Jackson, et al., 2017). Pero eso no es todo; a nuestro modo de ver, dado que los dingos han estado relativamente fuera del alcance de las injerencias humanas por miles de años, y que estuvieron aislados genéticamente de otros cánidos, ello podría llevar a considerarlos «perros salvajes» que se han adaptado muy bien al entorno, constituyéndose en parte sustancial del paisaje.

Particularmente, la discusión sobre la identidad del dingo tiene fuertes implicaciones en las políticas de conservación; por ejemplo, asumir que el dingo es una especie nativa refuerza la expectativa de que debería ser protegido. Es así como en varias investigaciones se reconoce que el dingo juega un papel importante en la estructura de las redes alimenticias y en el mantenimiento de los procesos ecológicos en beneficio de la biodiversidad en niveles tróficos inferiores (Allen, et al., 2013; Miller, Ritchie & Weston, 2014; Corbett, 1995; Claridge & Hunt, 2008). Se destacan dos aspectos en favor de su conservación; en primer lugar, los dingos pueden alterar la abundancia y función de mesodepredadores, incluido el zorro rojo introducido (Vulpes vulpes) y el gato feral (Felis catus), a través de efectos depredadores y competitivos, al limitarlos también se controla a sus presas, causando cambios sustanciales y positivos en la abundancia de especies de mamíferos nativos. En este sentido, se plantea que la actividad de los dingos elimina la utilización de mecanismo de control letales, como los cebos venenosos (Fleming, Allen & ballard, 2012; Nimmo, et al., 2015). En segundo lugar, los dingos ejercen control sobre las poblaciones de herbívoros como el conejo europeo (Oryctolagus cuniculus) que provoca la disminución de muchas especies animales oriundas de Australia, dado que reduce la biomasa de la vegetación y simplifica la estructura de las comunidades de plantas (Foster, barton & Lindenmayer, 2014; Letnic & Crowther, 2013; Glen & Dickman, 2005).

En este momento, las políticas sobre la conservación del dingo promueven la coexistencia de la vida silvestre y el éxito de las comunidades ganaderas y agrícolas en Australia. Hay un esfuerzo por conservar los dingos manteniéndolos lejos de las zonas de producción humana. Se propone incentivar programas de convivencia con técnicas y estrategias que permitan: i) la identificación y concentración del control en áreas donde la producción ganadera y agrícola están en riesgo; ii) la realización de trabajos de control en áreas de amortiguamiento inmediatamente adyacentes a las zonas pobladas; iii) la disminución del uso de perros entrenados y del sistema de recompensas de captura de los dingos; y iv) el desarrollo de actos y políticas para proteger a los dingos dentro de los parques y reservas nacionales (Smith & Appleby, 2018; Morrant, et al., 2017). En ese orden de ideas, se destaca la importancia y urgencia de obtener datos científicos precisos para avanzar en la comprensión de la función del dingo en los ecosistemas, asimismo, asegurar la implementación del conocimiento científico en soluciones prácticas que permitan la conservación de poblaciones del dingo tanto en áreas públicas como privadas (Visser, et al., 2009).

Ahora bien, las cuestiones alrededor de la conservación del dingo están atravesadas por la identificación de «razas puras» al margen de poblaciones híbridas. Varios autores coinciden en que el dingo está en peligro debido a la hibridación con perros domésticos y ferales (Dickman & Lunney, 2001, Newsome & Corbett, 1982; Glen, 2010); esta situación incentiva a incluir al dingo como una especie vulnerable y/o una especie en peligro de extinción: «La hibridación es una amenaza para la conservación de especies porque compromete la integridad de linajes evolutivos únicos y puede afectar la capacidad de los administradores de conservación para identificar taxones amenazados y lograr objetivos de conservación» (Crowther, et al., 2014, p.192 ). Indudablemente, las especies del género Canis están estrechamente relacionadas y la mayoría pueden cruzarse si se les da la oportunidad, lo que puede llevar a desarrollar un mestizaje generalizado. Frente a esta situación, las investigaciones en gestión de la conservación afirman que los perros ferales y salvajes pueden afectar la genética de la vida silvestre, específicamente de lobos y coyotes a través de la endogamia (Hughes & Macdonald, 2013; Green & Gipson, 1994), desafortunadamente, hasta el momento no se comprenden con claridad las consecuencias ecológicas de la hibridación (Claridge & Hunt, 2008).

Por otro lado, y permeada por las discusiones anteriores, se encuentra la controversia sobre la nomenclatura binomial del dingo10, su nombre científico ha cambiado con el paso del tiempo; en el siglo XVIII se propuso Canis antarcticus, Kerr, 1792; Canis dingo, Meyer, 1793, en siglo XIX Canis familiaris australasiae, Desmarest, 1820; Canis australiae, Gray, 1826; y Canis familiaris novahollandiae, Voigt, 1831 (Smith, 2015). Actualmente, y a pesar de la aceptación del nombre Canis dingo11 en honor al naturalista alemán Friedrich Meyer, 1793, el debate sobre su nominación científica continúa apoyado en las discusiones evolutivas sobre esta especie. Algunos autores proponen a los lobos como los ancestros de los dingos (Corbett, 2008), otros, a partir de la evidencia genética, plantean una estrecha relación entre dingo y perros domésticos (Jackson, et al. 2017); en este sentido, las alternativas nominales son: Canis familiaris, Canis lupus dingo y Canis familiaris dingo. Sin embargo, y como bien lo presentamos en el primer apartado de este artículo, la relación lobos, dingos y perros es compleja, todo ello hace que el dingo sea un taxón controvertido.

A todas luces, la asignación de un nombre científico para el dingo tiene implicaciones legales directamente relacionadas con la conservación y el desarrollo de estrategias de gestión. Tal y como lo plantean Coppinger & Coppinger (2018), en relación con el perro cantor de Nueva Guinea, sería más fácil protegerlo si se adopta la denominación de Canis hallstromi, pues al ser una especie reconocida, requiere de medición, descripción y protección. A diferencia de una subespecie que sería más difícil de reconocer como «especie» en peligro de extinción.

Al margen de estas discusiones, estamos de acuerdo con la afirmación de Jackson, et al. (2017) de que el dingo es el «perro rebelde». A nuestro juicio, es así debido a que él no se deja catalogar fácilmente como perro u otro cánido, como silvestre o doméstico, como domesticado o domado, como feral o salvaje, como especie amenazada o como plaga a ser erradicada, como puro o híbrido, como nativo o exótico. Siguiendo a Smith (2015, p.1 ) «Los dingos no son perros» aunque se parecen a los perros domésticos, son distintos a estos de muchas maneras. Destaca el hecho de que el dingo es el único representante de los cánidos que se encontraba en Australia antes de la llegada de los europeos. Además, cuenta con una serie de características físicas, sentidos, personalidad, inteligencia, vida social, comunicación y métodos de caza, diferentes del perro y del lobo; estas diferencias ecológicas, comportamentales y morfológicas permiten reconocer la singularidad del dingo que difícilmente puede ser enjaulado en categorías o compartimentos férreos totalmente independientes: nuestro cánido está aquí y allá, haciendo caso omiso a cómo lo clasifiquemos o dónde queramos ubicarlo. En definitiva, las dicotomías alrededor del dingo constituyen fuentes de contradicciones, que nos permiten afirmar que este es un animal único con una identidad rebelde.

Sin lugar a dudas, la cuestión sobre la clasificación y nominación del dingo está atravesada por la discusión de qué es una especie, asunto que ya habíamos enunciado en la introducción. Al respecto, Sterelny (1999) defiende que no hay una categoría única ni universal de este término, él propone caracterizar las especies como grupos identificables de organismos o «metapoblaciones vinculadas evolutivamente», corolario de procesos coligados entre evolución y ecológica. Según este autor, en lugar de hacer coincidir clasificaciones, deberíamos preocuparnos por explicar las agrupaciones fenotípicas denominadas especies fenomenológicas. En este sentido, queremos dejar enunciado, en este artículo, la posibilidad de entender al sistema dingo-humano como una unidad de fuerzas ecológicas y evolutivas complejas que ha posibilitado la configuración y adaptación de estas poblaciones en Australia. Para caracterizar la ontogenia de esta unidad apelamos a las interrelaciones evolutivas, ecológicas y culturales que se tejen entre estos organismos. Por último, esta discusión nos lleva a preguntarnos si la trayectoria cultural de la relación dingo-humano en Australia puede jugar un papel significativo para su entendimiento, asunto que desarrollaremos a continuación.

¿El dingo nos hace humanos?: relaciones dingo-humano en clave cultural

En la sección previa hemos mostrado algunas relaciones entre los dingos y los humanos (y otras especies); sin embargo, esas interacciones son aún más complejas. Por ello, en este apartado nos centraremos en cómo se han establecido y mantenido otros vínculos entre cánidos y personas, esta vez vistas desde una perspectiva de orden cultural, respecto a ciertas tradiciones de pueblos aborígenes australianos.

Smith & Litchfield (2009) sostienen que los dingos han desempeñado importantes papeles en cuestiones espirituales, como en el Indigenous Australian Dreaming o, en palabras de Rose (1992; 2011), el «Dreaming»12, el cual proporciona códigos morales acerca de cómo las personas deben comportarse con los animales y, en general, con la naturaleza. Por ejemplo, esos códigos prohibirían remover permanentemente animales de su hábitat, lo que implica ir en contra de la domesticación entendida como dominación. Aunque no es para nada una tarea fácil, intentaremos explicar brevemente en qué consiste el Dreaming. De acuerdo con McIntosh, «La espiritualidad tradicional indígena australiana se describe a menudo como El Dreaming, que se refiere a un período en el que se creó el mundo y cuando se formaron los “seres creadores responsables” y el marco de leyes que rigen el actuar de los aborígenes» (citado por Smith & Litchfield, 2009, p.124).

No obstante, el Dreaming no alude solamente a una escala temporal, sino que comprende otras dimensiones13: «El pueblo aborigen usa el término “Dreaming” para referirse a un amplio rango de conceptos y entidades» (Rose, 1992, pp.43-44 ). Para el pueblo Yarralin, Dreaming se refiere a lo siguiente: los seres originarios que nacieron de la tierra y fueron los primeros en caminar sobre ella, quienes, entre otros elementos, crearon diferentes especies y las leyes que rigen la existencia; los actos creativos de esos seres; y, lo que para los propósitos de este artículo es sumamente relevante, muchas de las relaciones entre los seres humanos y otros organismos (Rose, 1992). Conviene resaltar que los seres creadores del Dreaming generaron la Ley por la cual se sustenta la vida, misma que atañe a relaciones. Dicha ley se puede desglosar en reglas, las cuales son enunciadas por Rose (1992): 1) balance, 2) respuesta (la comunicación es recíproca), 3) simetría y 4) autonomía. La última regla «es establecida como un hecho a través de la Ley del Dreaming: ninguna especie, grupo o país es “jefe” de cualquier otro; cada uno se adhiere a su propia Ley. La autoridad y la dependencia son necesarias dentro de las partes, pero no entre las partes. Las relaciones sólo existen donde hay diferencia» (Rose, 1992, p.45).

En consecuencia, vale la pena hacer notar que en el Dreaming el dingo desempeña un rol preponderante, puesto que las culturas aborígenes asumen que, en el origen, el dingo y el humano eran uno y el mismo; fue el dingo quien nos dio nuestra forma actual, en especial con respecto a la cabeza y los genitales14, así como la postura erguida: «los dingos ;…; son lo que hubiéramos sido si no fuéramos lo que somos» (Rose, 1992, p.47 ). Entonces, debido a que nuestra especie tiene su origen en los dingos, estos nos hacen humanos. Pero, dado que el asunto es simétrico, podríamos afirmar que los humanos también hacemos del dingo lo que es (al menos en parte). Veamos otras dimensiones de esta relación.

De acuerdo con Savolainen, et al., (2004, p.12387 ), desde el arribo de los colonizadores europeos a Australia, a finales del siglo XVIII, hay registros de que los aborígenes mantienen dingos en estado semi doméstico, dándoles un lugar como animales de compañía. Estos pueblos toman cachorros de dingo de sus madrigueras y los llevan a su hogar, en donde los tratan como un miembro de la familia. Al madurar sexualmente, los cánidos vuelven a un estado silvestre y viven una vida independiente de las personas (Smith & Litchfield, 2009; Fijn, 2018; Coppinger & Coppinger, 2018; Shipman, 2020). En efecto, parece que no está en los intereses de esos pueblos domesticar animales, y menos aún al dingo que es considerado, por ejemplo, como un ser protector y guardián; es asumido como un ser espiritual y natural, que mantiene un balance entre esos dos dominios. Además, en dichas culturas predomina una forma organizativa que es seudo nómada y basada en el pastoreo, en donde los perros domésticos no jugarían roles fundamentales (Smith & Litchfield, 2009).

Cabe insistir en que los aborígenes no entraron en contacto con los dingos (o sus ancestros), hasta que no arribaron, procedentes de Asia, hace unos cuantos milenios. En todo caso, es interesante imaginar, como lo hace Rose (2011, p.63 ), qué ocurrió en ese primer encuentro. De acuerdo con la autora, quienes tuvieron la iniciativa de entablar compañía debieron de ser los cánidos, pues estos, de algún modo, ya estaban acostumbrados a la presencia humana, mientras que los aborígenes no conocían de perros o animales similares. Pero, con el transcurrir del tiempo, los pueblos indígenas aprendieron bastante sobre el ciclo de la vida: «ellos sabían cuándo parirían los dingos y cuándo los cachorros abrirían los ojos» (Rose, 2011, p.62). Aunque es preciso tener en cuenta que en el ciclo de la vida igualmente hay un sitio para la muerte. Así, en la cultura aborigen australiana, «La muerte humana, también, se origina con el dingo» (Rose, 1992, p.48).

En consecuencia, no es de extrañar que se hayan encontrado registros arqueológicos que evidencian que algunos pueblos ancestrales sepultaban a las personas junto con dingos, lo que refuerza la idea del estatus privilegiado que se les ha conferido a estos cánidos (Smith & Litchfield, 2009; Shipman, 2020). En palabras de Shipman «el espécimen de dingo más antiguo conocido es de un entierro en la cueva de Madura, aunque no es uno muy conservado. El entierro per se del dingo más antiguo conocido en la Gran Australia podría tomarse como una fuerte evidencia de que los dingos fueron domesticados antes de llegar allí» (2020, p.7).

Nótese que Shipman se compromete con que el digo efectivamente alguna vez fue domesticado. A pesar de que este no es un asunto zanjado, si consideramos al dingo como proveniente de perros ferales, necesariamente hemos de asumir que antes de ello tuvo que ser doméstico. No obstante, y como lo expresamos en el primer apartado, es oportuno flexibilizar el concepto de «doméstico», pues este no tiene por qué significar, solamente, la producción de razas por medio de la selección artificial. En este sentido, Fjin se pregunta «¿Por qué es que, en términos zoológicos, los dingos australianos se clasifican como “salvajes”, mientras que los perros en Mongolia son clasificados como “domésticos”, cuando ambos han estado íntimamente asociados con los humanos?» (2018, p.72). La cuestión clave, a nuestro entender, no es si el dingo es doméstico o domesticable, sino lo que realmente importa es cómo ha interactuado con nuestra especie: ¿en qué consiste esta relación multiespecie?

Fjin, asimismo, da en el clavo cuando asevera que ninguno de los dos grupos que estudió desde un enfoque etnográfico15 «imagina límites categóricos entre lo doméstico y lo salvaje, entre cultura y naturaleza» (2018, p.73). Esta afirmación nos lleva de vuelta al supuesto estatus ambiguo del dingo, o su asunción como «perro rebelde»: «Los dingos salvajes, por tanto, pueden domesticarse, pero no podemos convertirlos en animales domésticos. Si los humanos criaran de forma selectiva ciertos estándares y características de los dingos, dejarían de ser dingos. Un dingo doméstico no es un dingo, sino otra raza de perro» (Corbett, citada por Coppinger & Coppinger, 2018, p.66 ). Puesto en otros términos: «Dado que la domesticación es un continuo, que implica ventajas mutuas tanto para los humanos como para las especies en cuestión, entonces es valioso poder observar y estudiar un animal que está en ese continuo, pero no en el extremo “salvaje” ni en el extremo “doméstico”. Un dingo es un dingo, no un lobo o un perro» (Shipman, 2020, p.10 ).

Desde luego que los dingos han devenido en otro tipo de animal (en una especie fenomenológica particular), a la vez libre y ligado a una cultura. Esto nos lleva a considerar que «salvaje», «feral» y «doméstico», aunque son categorías distintas, no son compartimentos inmóviles y estancos; se trata de categorías dinámicas que nos permiten transitarlas, yendo y viniendo, trazando diversas rutas en el mapa. Es en ese tránsito, transgrediendo fronteras, que los dingos nos hacen humanos y viceversa.

Consideraciones finales: la configuración mutua entre dingos y humanos en una relación interespecie

A pesar de los esfuerzos de los biólogos por establecer nítidamente qué es una especie, en otros ámbitos han cobrado fuerza diversas formas de comprender las especies más allá de las definiciones, enfatizando, por ejemplo, las vivencias y las interacciones que constituyen las especies, que siguiendo a Sterelny, hemos decidido entender como «especies fenomenológicas». Entre otras cosas, hemos visto que las especies, como la humana o como el dingo, no se constituyen como entidades autónomas si esa configuración no implica la otredad. Esto es cierto para la relación dingo-humano, pero de ningún modo se circunscribe a ella. La configuración de la identidad deviene, principalmente, de una relación interespecie.

En palabras de Haraway (2016) , las especies llegan a interactuar simbióticamente deviniendo, en conjunto, como especies de compañía (Cum panis): «Los seres terrestres son prensiles, oportunistas, preparados para unirse con compañeros disimilares en algo nuevo, algo simbiogenético. Las especies de compañía co- constitutivas y la co-evolución son la norma, no la excepción» (pp.58-59). De este modo, las especies de compañía, entendidas como especies fenomenológicas, desbordan las casillas linneanas. No obstante, esas especies sí son identificables y distinguibles: un dingo no es un perro (ni doméstico ni feral), así como un perro no es un lobo. Pero ¿qué hace de esas especies lo que son? Principalmente, las relaciones que entablan con especies compañeras. Dice Haraway: «Mi punto es sencillo: una vez más estamos en un nudo de especies que se dan forma unas a otras en capas de compleja reciprocidad ;…; La respuesta y el respeto son posibles solo en esos nudos, con animales y personas reales mirándose los unos a los otros, involucrados en la confusión de sus historias. La invitación es, por supuesto, a apreciar la complejidad» (Haraway, 2019, p.70).

Para Rose (1992), una de las preguntas básicas que hacemos los humanos es ¿quién eres tú?, misma que no se responde con un nombre, ni siquiera se contesta satisfactoriamente con palabras: «Las respuestas emergen en la experiencia vivida de relaciones desarrolladas en un tiempo y un lugar compartidos» (p.26). Es desde este punto de vista que Rose enfatiza que en el Dreaming se determinan «las diferencias que importan y las condiciones de existencia de todos los seres vivientes» (p.52). Una de esas condiciones, según la autora, son los límites. Sin embargo, como ella los entiende, dichos bordes no son líneas que dividen, sino sendas que conectan puntos en el paisaje, en donde lo que realmente importa son las relaciones entre los puntos. Hemos visto que, en el caso del dingo, este difícilmente puede asumirse como totalmente doméstico o exclusivamente salvaje. Las fronteras entre estas categorías son borrosas, así como los límites físicos y comportamentales que constituyen a este cánido, en tanto especie fenomenológica. Así las cosas, «La creatividad del Dreaming hizo posible las relaciones que conectan al definir las diferencias que dividen» (Rose, 1992, p.52).

Es desde esta perspectiva que Rose (2011) define algunos conceptos clave de su propuesta. Uno de ellos es «Devenir con» (retomando a Haraway): «Los seres vivos y no vivos son mutuamente interdependientes; nuestras vidas se viven en conexión; cada devenir depende de nuestras relaciones con otros seres vivos y no vivos» (p.11). Otro concepto relevante para el tema que nos ocupa es el de «Devenir humano»: «La humanidad es un proyecto de colaboración entre especies; nos convertimos en quienes somos en compañía de otros seres; no estamos solos» (p.12).

Hay que reiterar que el dingo ocupa un lugar central en los trabajos de Rose. Al respecto, es preciso enfatizar que este cánido ha configurado una serie de interacciones con muchos organismos (relación interespecie), en donde el humano es sólo uno de los nodos, aunque tal vez el más significativo. En este sentido, los planteamientos de esta antropóloga se nos antojan aún más sugerentes, dado que nos remiten a uno de los campos de investigación que mayor interés ha despertado en nosotros recientemente: el de la conservación biológica. Es desde este contexto que Rose alude a uno de los grandes biólogos de la conservación, Michael Soulé, quien afirma que «la gente salva lo que ama» (2011, p.2). Con base en ello, cabe preguntarse si los humanos somos capaces de amar a otros (animales y plantas), especialmente aquellos que están en peligro de extinción: «El amor en tiempos de extinciones, por lo tanto, suscita otra serie de preguntas. ¿Quiénes somos como especie?» (Rose, 2011, p.2).

Sin duda, este interrogante admite un sinnúmero de respuestas. En aras de abrir un campo de discusión e indagación, diremos, al menos provisionalmente, que somos la especie que tiene la enorme responsabilidad de enmendar los daños causados a la biodiversidad en su conjunto. A este respecto, Rose (2011, p.59 ) igualmente trae a colación las palabras del ecólogo Paul Shepard, quien sostiene que, sin nuestros compañeros terrestres, especialmente los animales, no podríamos ser humanos. En lo que atañe a cómo el dingo nos hace humanos, Rose (2011) afirma que la complejidad de la relación dingo-humano emerge desde ambos lados: el dingo es, a la vez, salvaje (sigue sus propias reglas) y puede devenir, fundamentalmente cuando es cachorro, en un animal de compañía, aunque nunca llegaría a ser una mascota. El dingo ha sido amado así por los pueblos aborígenes australianos y esto no tiene por qué ser de otro modo. Adicional a ello, la antropóloga en mención señala que los biólogos de la conservación han empezado a aprender más acerca de cómo los dingos ayudan a mantener la biodiversidad nativa, por lo que es urgente protegerlos. Ello implica hacer frente al odio que sienten algunas personas (por ejemplo, ganaderos) hacia estos cánidos. Es menester apelar al amor en tiempos de extinción. De este modo, nuestra autora nos invita a dar pasos significativos hacia lo que ella denomina «eco-reconciliación».

Con base en lo expuesto, sería acertado que las dinámicas actuales de gestión y manejo del dingo tengan en cuenta a los pueblos originarios de Australia, particularmente sus conocimientos tradicionales y sus formas de relacionarse con este cánido. En la actualidad, algunas comunidades aborígenes han expresado su oposición al control letal de los perros salvajes, e incluso han propuesto reintroducirlos en las áreas de las que han sido exterminados. Autores como van Eeden, et al., (2021) plantean un diálogo nacional, que integre los intereses de los pueblos ancestrales en la gestión de los animales salvajes en Australia. A este respecto, es imperativo reconocer la complejidad que expresa la configuración dingo-humano.

Así las cosas, concluimos con las esclarecedoras palabras de Rose: «Todos somos partícipes de relaciones que nos sustentan. En lugar de linajes que se ramifican, es mejor imaginar los procesos simbióticos como conectividades entrelazadas, como caminos y huellas que se entretejen, como olas de vida y muerte» (2011, p.60). Dar cuenta de ello puede ser una tarea de las etnografías interespecie, en donde devenir dingo significa, también, devenir humano.

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1 Este artículo deriva parcialmente de un proyecto de investigación en curso, «La biodiversidad como problema de conocimiento. Fase IV: Análisis documental sobre la interdimensionalidad de la biodiversidad en la Biología de la Conservación. Implicaciones para la formación de profesores» (código DBI-547-21), financiado por la Subdirección de Gestión de Proyectos-CIUP, de la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia. En particular, las ideas de multiespecie e interespecie se reconfiguran, en parte, a partir de las perspectivas multidimensional e interdimensional de la biodiversidad y, por otro lado, se especifican discusiones con respecto a la biología de la conservación en el contexto del dingo como una «especie» amenazada, la cual requiere acciones que apuesten por su protección.

4Actualmente, algunos autores proponen ampliar la comprensión de etnografía multiespecie más allá del enfoque en los organismos, diversificando la «categoría» no humanos, incluyendo artefactos, cosas y procesos como flujo de nutrientes y materia, considerando que estos aspectos tienen su propia lógica y reglas de compromiso que existen y se configuran en el mundo humano. A pesar de que esta aproximación es valiosa, pues continúa revelando las relaciones y apegos de humanos a otras especies y cosas (Ingold 2000; Ogden, Hall & Tanita, 2013), nosotros, para este trabajo, sólo nos centraremos en las relaciones entre organismos claramente situados en ambientes ecológicos y sociales, desde un enfoque etnográfico interespecie (ver más adelante).

5Esta y las demás citas provenientes del inglés han sido traducidas por los autores del presente artículo.

6«Compañero viene del latín cum panis, “con pan”. Los comensales en la mesa son compañeros» (Haraway, 2019, p.41).

7Quizás este comportamiento agresivo se debe a que los perros ferales han estado expuestos al abandono, malos tratos, persecuciones y los humanos les han disparado (Green & Gipson, 1994).

8Gompper (2014), emplea varias etiquetas, como salvaje, feral, callejero, de aldea, entre otros, para definir aquellos perros que comparten la característica ecológica de vagar libremente y seguir un señuelo ocasional.

9Aunque hay que tener presente que, taxonómicamente hablando, los perros domésticos y los ferales se clasifican como parte de la misma especie: Canis familiaris.

10El dingo pertenece a la familia Canidae y al género Canis. Este género incluye especies como el perro, el chacal dorado, el coyote, el chacal de lomo negro, el lobo etíope, el lobo rojo y el lobo gris

11Smith et al., (2019) consideran que el nombre científico apropiado para el dingo es Canis dingo Meyer, 1793, en concordancia con la figura actual de la Comisión Internacional de Nomenclatura Zoológica (Commission of Zoological Nomenclature). Además, defienden que: «La aceptación generalizada de este enfoque para clasificar los dingos reducirá las tensiones innecesarias que resultan de las definiciones múltiples y conflictivas de las especies, y probablemente ayudará en la conservación y el manejo del dingo» (Smith et al., 2019, p.187). Coincidimos con lo planteado por estos autores.

12En adelante mantendremos el término Dreaming, en inglés, ya que no encontramos una traducción al castellano que dé cuenta de lo que este implica en toda su complejidad. Tampoco nos aventuramos a proponer una traducción.

13Rose (2011) define concretamente el Dreaming de la siguiente forma: «modificación aborigen australiana del inglés para denotar a los creadores, los orígenes, el proceso de creación, las continuidades de llegar a ser y la incursión en un patrón» (p.11).

14Hay que tener presente que muchos mamíferos australianos son marsupiales (algunos son monotremas), mientras que los dingos son placentarios, como nosotros.

15El pueblo aborigen australiano yolngu (y su relación con dingos), y la comunidad pastoril de las montañas Khangai, en Mongolia (y su relación con perros que ayudan a las labores de pastoreo y de cuidado del campamento).

2Profesora Departamento de Biología.

3Profesor Departamento de Biología y Doctorado Interinstitucional en Educación.

Recibido: 31 de Mayo de 2021; Aprobado: 04 de Noviembre de 2021

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