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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.41 Bogotá Jan./Mar. 2022  Epub Apr 26, 2022

https://doi.org/10.25058/20112742.n41.02 

Artículo de investigación

ECONOMÍA DE LA MUERTE Y AFROJUVENICIDIO EN EL CHARCO, PACÍFICO NARIÑENSE1

Economy of Death and Youthcide in Pacific Town El Charco, in Nariño, Colombia

Economia da morte e afro-juvenicidio em El Charco- Pacífico de Narinho

Gustavo Santana-Perlaza1. 
http://orcid.org/0000-0002-6449-2361

1. Universidad del Quindío, Colombia gasantanap@uniquindio.edu.co


Resumen:

El presente artículo realiza una aproximación crítica y situada en los hechos, momentos y cotidianidades de las relaciones entre muerte violenta de las personas juvenizadas en El Charco, Pacífico nariñense, y la precarización de las poblaciones afrodescendientes. Usando principios de autobiografía y de etnografía, se ensamblan los procesos históricos de precarización de las vidas negras con el racismo estructural, dando origen a lo que denominaré afrojuvenicidio, una forma de violencia que objetiva, subjetiva y mata sistemáticamente las presencias, existencias y formas de ser de la población afrodescendiente en Colombia. A través de relatos biográficos se intenta describir las prácticas afrojuvenicidas en personas diversas y se procura reconocer las formas y los modus operandi de las intervenciones políticas que degradan la vida de la gente negra en el Pacífico nariñense.

Palabras clave: afrojuvenicidio; economía de la muerte; racialización; violencias.

Abstract:

This article performs a critical situated approach to the events, moments and the day-to- day of the relations between violent deaths and young people in El Charco, Pacific region in the Colombian department of Nariño, as well as a pauperization of Afro-descendant populations. Drawing from the fundamentals of autobiography and ethnography, we link historic processes of pauperization of Black lives to structural racism, giving birth to what we will call Afro-youthcide, as a form of violence that systematically kills both objectively and subjectively the presence, existence, and ways of being of Afro-descendant population in Colombia. Through biographic accounts we aim to describe youthcide practices in varied individuals and we attempt to spot the ways and modus operandi of political interventions eroding Black people’s lives in Nariño’s Pacific.

Keywords: Afro-youthcide; economy of death; racialization; violences.

Resumo:

Esse artigo propõe uma aproximação critica e situada nos feitos, momentos e cotidianidades das relações entre morte violenta das pessoas jovens em El Charco, Pacífico de Narinho, e a precarização das populações afrodescendentes. Para isso, usam-se os princípios da autobiografia e da etnografia, vinculam-se os processos históricos de precarização das vidas negras com o racismo estrutural e, em consequência, evidencia-se o que nomearei afro- juvenicidio, uma forma de violência que objetiva, subjetiva e mata sistematicamente as presenças, existências e modos de ser da população afrodescendente em Colômbia. Com base nos relatos biográficos, busca-se descrever as praticas afro-juvenicidas em diversas pessoas e tenta-se reconhecer as formas e os modus operandi das intervenções politicas que degradam a vida da gente negra no Pacífico de Narinho.

Palavras-chave: afro-juvenicidio; economia da morte; racialização; violências

«Un río que dejó de serlo porque se convirtió en lágrimas, de aquellos despojados de sus tierras, del niño y la madre que abandonó su parcela porque el eco de la guerra su tranquilidad arrebató» Jessica Rodríguez (2020)

Introducción

El Charco2 y los demás municipios del Pacífico sur antes de los años noventa fueron considerados un remanso de paz; «lugar donde la guerra y el conflicto eran ajenos a la vida y la cotidianidad de sus gentes» (Agudelo, 2012, p. 10 ). A pesar de representar una geografía racialmente marcada para la desigualdad radical frente al proyecto de Estado-Nación gestado en el centro del país, se desplegaban, en aquellos tiempos, prácticas comunales que distinguían y articulaban las dinámicas relacionales, políticas y familiares que estructuraban vidas solidarias. Un tejido social-comunitario que dio cuenta de una relación simétrica con el territorio, lo que Arturo Escobar llamó ontología relacional «aquella en que nada -ni los humanos ni los no humanos- preexiste a las relaciones que lo constituyen. Todos existimos porque existe todo» (2015, p.60). Una praxis ético-política que cuidaba y sostenía la vida en medio del paraíso precarizado, pero donde se disfrutaba de las maravillas fundamentales brindadas por el contexto selvático tropical.

En medio de los cambios legislativos y sociopolíticos en Colombia, que repercutieron directamente en la cuenta del Pacífico colombiano, comienza la transición a otras formas de ver, existir y convivir, ligadas a patrones del capital criminal, que en su afán de acumulación arrasa con todo aquello que interrumpa su flujo. Son muchas las transformaciones que se han vivenciado en El Charco y mayor parte de la geografía del Pacífico colombiano. Trasformaciones que pedagógicamente han venido habituando, enseñando y naturalizando el convivir en paisajes bélicos; el miedo, el dolor y la zozobra hacen parte de nosotros y nosotras.

En este marco, con el propósito de comprender y analizar los cambios en todas las dimensiones de la vida de quienes habitamos estas zonas en Colombia. Acudo a la categoría de necroeconomía propuesta por Marta Flich, quien, aterrizando la economía, con especial énfasis en la macroeconomía, intenta entender cómo afecta las vidas en España y el mundo. Por ello, afirma que:

La necroeconomía es una forma de ganar dinero a costa de la vulnerabilidad social de las personas o de los grupos. De modo que es toda utilización mercantilista, oportunista y transversal que afecta a un grupo vulnerable por falta de igualdad de oportunidades a cambio de una contraprestación económica o una posición de poder. En resumen, la necroeconomía es todo aquello que se rentabiliza a partir del dolor, la muerte, la injusticia, la desgracia o todo a la vez. (Flich, 2019, p.8 )

Flich, situada en las dinámicas de producción capitalista decanta un modelo económico que desvincula la sensibilidad por la existencia de los otros y teoriza una maquinaria perversa, diseñada para que siempre pierda el más débil en los encuadres jerárquicos que constituyen desigualmente nuestros mundos. La necroeconomía es pensada en términos globales a partir de patrones de poder legítimos que organizan y configuran la vida. Dice la autora, «la necroeconomía es, por tanto, la economía muerta que da vida al capitalismo más grosero y sanguinario». (Flich, 2019, p.8)

Territorializando las aportaciones de Marta Flich y teniendo en cuenta los hechos sociopolíticos que han formado e interrumpido drásticamente la existencia de los pobladores y el entorno en El Charco, propongo, coyuntural y contextualmente, hablar de economía de la muerte como categoría de análisis y producción de sujetos y subjetividades. Modos de producción de riqueza que operan a través de la vulnerabilidad social, el dolor, la crueldad, el rapiñamiento y la muerte que impone la violencia y el dolor como instrumento de dominación política, con el que exhiben su mandato y poder mafializado. Educa, castiga, vigila y produce un estado alterno fuera de la legitimidad identificado por el miedo, la zozobra y el terror, donde se estructuran normatividades y formas de existencia que responden a los intereses del «dueño3».

La economía de la muerte es un modelo que vislumbra la violencia y el desangramiento de cuerpos como una potencia viable de enriquecimiento, forma maquinal de satisfacción de las necesidades de algunos pocos. Elemento constituyente y fundamental de la implementación de «necropoliticas» (Mbembe, 2011), tecnologías y técnicas de dominación y administración de la muerte, forma y decisión de quienes viven o mueren arbitrariamente.

Por tanto, es un proyecto del poder económico-ontológico-estético-existencial que disciplina, no solo a través de la dominación y coerción de territorios y cuerpos que lo habitan, sino también, un orden que desestructura sistemas de vida, memoria, dignidades y relatos, produciendo subjetividades (Restrepo, 2016) adiestradas al sistema de cimentación como régimen de constitución de realidades con «dueños» y normatividades propias. Produce gentes coartadas, disciplinadas, que naturalizan y normalizan el desarrollo de las operaciones de enriquecimiento a gran escala, asociada a los actos bélicos y la muerte.

La economía de la muerte y su despliegue en El Charco

El despliegue de este modelo existencial, que se sostiene con el sufrimiento y el terror en El Charco, tuvo sus primeros avistamientos en la década de los años 1990, cuando el país vivenciaba transformaciones en términos constitucionales y legislativos que repercuten de manera directa en la cuenca del litoral Pacífico. El estado neoliberal impulsa la política multicultural y pluriétnica, que reconoce a las personas, familias y colectivos negros que habitan el Pacífico como grupos étnicos en el país, y decreta la Ley 70 de 1993: «Ley que tiene por objeto reconocer a las comunidades negras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la cuenca del Pacífico, de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción, el derecho a la propiedad colectiva». Este proceso ha sido definido como «etnización» (Restrepo, 2013); marcación de ciertos grupos poblacionales como población étnica, momento importante que se resalta.

En la época de concientización de los derechos colectivos otorgados a la población urbana y rural de mi querido pueblo, deviene la incursión de la economía de la muerte en este territorio considerado, en ese entonces, un espacio de armonía y paz, donde la violencia y la guerra no hacían parte de los procesos de identificación (Restrepo, 2018). En aquellos momentos en las calles y veredas de El Charco, se comentaba sobre la presencia de grupos armados ilegales en la zona, se decía que ocasionalmente se les veía en la parte montañosa, hasta el año 1992 cuando se dio la apertura oficial del frente 29 de las Farc4 en el Tapaje. El robo del dinero de la sede del banco Caja Agraria por parte de hombres armados, fue el acto que inaugura la incursión en este lugar. Un acontecimiento jamás visto que conmocionó a los pobladores, quienes reconocían este tipo de actos a través de medios de comunicación.

Las Farc es el primer grupo que irrumpe en el territorio, dando su bienvenida con aquel evento que sorprendió a los pobladores, quienes vieron en este accionar el comienzo de una serie de transformaciones que no tienen precedentes al día hoy. La desprotección estatal se instauró como un factor positivo para el fácil dominio y avasallamiento de la población en el río Tapaje. Hombres y mujeres que arriban a estas orillas con una visión distinta del mundo con la que poco a poco se fueron imponiendo, como reproducción del proceso de colonización; al llegar con una idealización de la realidad y sus dinámicas, que pedagógicamente enseñaron y disciplinaron a mis paisanos a vivir con y en ambientes de normas, códigos, símbolos y principios inscritos en la economía de la muerte, que se aceita con el acribillamiento de las vidas; un hacer truculento que desgrana la existencia del buen vivir en mi apreciado El Charco, Nariño.

La operación fue clara y concisa, estuvo centrada en adueñarse del territorio y los elementos que lo componen, una lógica que es jalonada por un impulso de «dueñidad» frente a las cosas, los bienes y la tierra; ante el cuerpo (Segato, 2018). La fuerza de los nuevos «dueños5» se fue desplegando rápidamente por el río Tapaje, exhibiendo su mandato y poder « mafializado», siendo parte, años después, de la existencia de mi pueblo.

La incursión de los distintos grupos alzados en armas al municipio tiene su sustento en el llamado cultivo ilícito de coca; fuente de subsistencia y problemas que atañen la vida, su llegada ha significado el posicionamiento de la muerte en los caseríos. Ahora bien, sin esencializar mi postura por las condiciones de precarización del municipio, el cultivo de coca implicó una oportunidad para satisfacer las necesidades de mis paisanos y paisanas. En este sentido, el cultivo y procesamiento de la coca son el eje central o columna vertebral que alimenta con ansias y deleite la economía de la muerte.

Yo no recuerdo el año, pero me atrevo a pensar que la coca entró al municipio entre los años 1993 y 1995, pero su furor o moda está por el año 2001 en adelante. Tenemos que anotar con gran dolor que estos sembríos ilícitos cambiaron la vida del charqueño; ahora todo mundo vive en función de estos cultivos ilícitos. (Peña, 2008, p. 92 )

En mi pueblo, la hoja de coca y sus derivados cogieron tanta fuerza que esta llegó a ser la base de la economía. Los inicios oficialmente se dan con la invasión de las Farc, quienes, según fuentes del municipio, son los que distribuyen las semillas en la zona rural, hechos que no tuvieron tanta receptividad por parte de la población hasta evidenciarse las ganancias que generaba, causando un gran impacto que se regó como planta trepadora, arriesgándome a confirmar que el sustento dependía del dinero producido por las prácticas relacionadas con la coca.

El montaje de laboratorios (cocinas) en la selva de El Charco para el procesamiento de la coca fue consolidando las bases económicas alrededor de aquella hoja; las dinámicas en las zonas rurales transitaron hacia la producción de la hoja de coca y, en su mayoría, abandonaron la siembra y el cultivo de productos de pancoger que históricamente funcionó como estrategia de subsistencia, siendo este un cambio radical en las prácticas de producción que conllevaron a la adopción de nuevas formas de dependencia directa de la economía de la muerte, ese orden económico que succiona almas en esta zona del Pacífico. Este mundo vive en función del devenir coquero y la guerra.

Los «dueños» de la vida y la muerte distinguieron las potencialidades de la selva tropical de este lugar. El Charco, un sitio virtuoso para el desarrollo de las actividades ilegales; sector empobrecido, tierras fértiles, colinda con la sierra del Nariño, muy cercano al Cauca y a través del Tapaje por la zona montañosa se puede acceder a Magui y el Patía, además de su salida al océano Pacífico, estratégico para el cultivo, el procesamiento y el transporte del alcaloide hacia países de Centroamérica y el norte principalmente.

A finales del siglo XX y principios del XXl, en pleno furor cocalero, mi terruño vive la primera oleada masiva de muerte. Entre el 2000 y 2001 se conoce de la presencia de grupo paramilitar Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en el casco urbano y las veredas que colindan con el mar, estos tiempos fueron de las peores vivencias registradas en la memoria del municipio. El pueblo estaba dividido en dos, el parque central era la frontera invisible que daba cuenta del orden guerrillero en la parte de arriba y, el paramilitar, abajo.

La población se vio obligada a cambiar las dinámicas cotidianas. Los jóvenes fueron los más vulnerables en esa época, dado que quienes residían en la parte de arriba no podían estar transitando la zona de dominio del grupo paramilitar y viceversa. El modus operandi de las AUC era embarcar6 a quienes consideraban «sapos» de la guerrilla, por tal motivo, fueron cuerpos objeto de tortura, rapiña, desmembramiento, ejecutados con machete y motosierra; armas macabras para intensificar el sufrimiento. En el caso de la organización guerrillera, el ritual mortífero se realizaba a través de armas de fuego.

Con la llegada de la siembra y comercialización de la coca, llegó la muerte a nuestro municipio; en El Charco hoy por hoy: la vida no vale nada, el pueblo y su zona rural se llenó de gente de otros lugares, porque la coca es como el oro, donde aparece el oro, llega mucha gente. En El Charco ha habido más de mil muertos, y todos de una u otra forma están relacionados con la coca. (Peña, 2008, p. 92 )

El asesinato de Alberto Paredes Paredes «Yerita», culimocho7, hermano del entonces alcalde Dagoberto Paredes en el 2001, perpetrado por el grupo paramilitar en El Charco, fue uno de los hechos que dejaba en evidencia el poder de quienes llegaron a disputarse el estatus de «dueños» del territorio y las vidas con la guerrilla. Este enfrentamiento dejó muchas afectaciones, muerte, desplazamiento, desaparición, atentados, masacres y demás acontecimientos de dolor.

En ese mismo año, se registró uno de los más grandes desplazamientos forzados del momento. Por los constantes enfrentamientos y muertes, la población, con la intención de salvaguardar sus vidas, se desplazó hasta el municipio de Guapi, Cauca; en busca de ayuda y protección por parte de la Cruz Roja y dejando el casco urbano totalmente desolado, al igual que las veredas cercanas. Mi familia parte del grupo de desplazados, nos refugiamos en albergues hacia esta municipalidad por el lazo de tres meses, ya que circulaban amenazas «la guerrilla se iba a tomar el pueblo para desterrar a los paramilitares, quienes residían en la zona urbana» (Hernández, 2020)8. En este panorama, la institucionalidad estatal, para proteger a la población civil, estuvo arrinconada; 15 policías también se resguardaron obligatoriamente.

Nos tocaba vivir con puerta cerrada, era una zozobra, porque ellos (los paramilitares) se vinieron a vivir al frente, había un laboratorio, y como nuestra casa era de dos pisos, ellos se querían adueñar de la segunda planta, nos tocaba subir por atrás, para que ellos no se nos montaran. Por la tarde ellos venían a ver televisión, tenían su control, venían a todas estas casas, yo tenía un teléfono público, y ellos venían a hacer sus llamadas, y a mí me cortaron el servicio, tuve que pagar $800.000 en Guapi, entonces fue una tortura. Después se fueron a vivir a la casa de doña Juanita, luego al frente de mi mamá, y nos tocó desplazarnos a Guapi. (Santana, 2017, p. 121 )

Es así como mi querido El Charco se va transmutando en un contexto bélico a raíz de la disputa por el dominio y control de la economía de la muerte que impuso su poder armado y criminal sobre la vida de mis paisanos; aquí todo cambió, y ya nada volvió a ser igual. Las normas de los «dueños» eran contundentes, tuvimos la posibilidad de volver a casa después de cierto tiempo en Guapi, pero el paisaje se tornaba cada vez más crítico, nos enseñaron a vivir con la muerte, el dolor y la barbarie; una guerra donde el mayor afectado es la población civil, mujeres y hombres víctimas del despliegue de la economía de la muerte, que cosifica a los cuerpos que circulan por sus fronteras.

En 2003, las AUC que controlaban el casco urbano de El Charco, fueron sorprendidas por habitantes del barrio El Canal, cuando intentaban llevarse a la fuerza a un joven coroseño9. Aquel día, la población de este barrio decide alzarse en armas y enfrentar de manera contundente a los paramilitares, un cruce de disparos que duró aproximadamente 30 minutos, y tuvo como resultado la expulsión de la organización armada, ya que los paramilitares hacían y deshacían a su antojo sin ningún freno por parte de la institucionalidad. La respuesta de la población tuvo eco, oficialmente, el grupo paramilitar abandona el casco urbano de mi pueblo.

En el pueblo antes todo mundo se lamentaba cuando alguien moría, ahora la gente se alarma cuando no hay varios muertos; ahora vivimos la cultura de la muerte. Pasará mucho tiempo para que el pueblo se recupere, porque esto solo ocurrirá cuando la coca se acabe o legalice. (Peña, 2008, p. 93 )

Las representaciones de El Charco como territorio violento de guerra y muerte fueron tomando impulso, haciendo que la demarcación hostil del territorio esté medida por conflicto o interés de poder, afianzadas a estructuras legales, paralegales y económicas, que irrumpen las dinámicas cotidianas propias del lugar.

En este panorama, el Estado colombiano como órgano protector y de derechos humanos, históricamente ignora el continuo clamor de vida digna, un ejercicio del poder político que aniquila los sentires y pensares a través de la precarización como dispositivo de dominación y sometimiento. Estudiar ingeniería civil era el proyecto de vida de un amigo-hermano, cada mes viajaba a Bogotá a recibir sus clases en la Universidad Militar Granada, hasta el tercer semestre cuando se vio obligado a desertar por problemas económicos. Hoy es el jefe de una de las agrupaciones armadas que controlan el territorio, en conversación me dijo: «Nino, yo pude haber sido profesional como vos y trabajar construyendo edificios, pero la vida no quiso, ahora ando pensando cuándo llegará mi día». Este descarnado relato es evidencia de un contexto que no brinda las posibilidades para la consolidación de proyectos viables de vida. En este ejercicio, la administración local reproduciendo el patrón de poder neoliberal, niega, expropia y extermina las oportunidades económicas, educativas, sociales y culturales para las y los jóvenes, desprotegiendo y exhibiendo las vidas al contexto bélico que rodea el territorio.

Los grupos ilegales en El Charco han arremetido contra la población de diversas maneras y formas pero, sin duda, en este ambiente de empobrecimiento y marginalización, son las corporaciones que controlan el territorio las que brindan «oportunidades» para el «desarrollo» a través de las actividades enmarcadas en el narcotráfico, minería ilegal y militancia armada. En 2010, Colombia y partes del mundo hablaron de El Charco, y no de las cosas buena que pasan por estos lados. Un niño de 12 años deja de ir al colegio para dirigirse al muelle (zonas de carga) con la intención de trabajar y conseguir dinero para llevar a su casa, un hogar de 13 hermanos. Aquel día, jueves 25 de marzo, fue contactado por un sujeto, quien le paga $1.000 mil pesos por llevar un colchón hasta la estación de policía, al acercarse al punto, el colchón estalla, era una bomba que desmembró este cuerpo inocente. El niño bomba es un acto de altísima crueldad y dolor, una muestra de cómo el contexto de necesidades insatisfechas fortalece la vulnerabilidad y riesgo a morir.

Cartografía del afrojuvenicidio

En esta Colombia «otra», en El Charco el hecho de ser joven es estar expuesto a una realidad sin oportunidades legítimas, es vivir con obstáculos que, niegan y eliminan planes, metas propuestas para mejorar la calidad de vida a través de quehaceres legales. En las poblaciones del río Tapaje convivimos con la «precarización; desempleo, informalidad, desigualdad social y obliteración de los canales de movilidad social» (Valenzuela, 2019, p. 58 ), dadas las limitaciones que comprimen la vida en un solo devenir. Aunque las y los jóvenes estamos en una constante disputa contra las políticas de precarización, esta disputa se asume desde diversos frentes, siempre mediados en su mayoría por el patrón de la economía de la muerte.

En medio de este mundo viciado por prácticas y discursos de terror, somos las y los jóvenes quienes nos encontramos en alto peligro de aniquilamiento. Representamos el «41.98% del total de la población» (Terridata-DNP, 2020)10, siendo los mayormente expuestos a la realidad desigual de limitadas oportunidades para la consolidación de proyectos viables de vida. Una violación sistemática de garantías y derechos humanos para el desarrollo integral de quienes vivimos en esta parte del país.

La categoría de «joven», abordada en esta intervención, no se suscribe a las cuantificaciones etarias. El concepto posee un carácter polisémico, en el cual la clase social de pertenencia enmarca fundamentalmente las características de las expresiones juveniles. De esta manera, «la idea de joven solamente es entendible en su historicidad y en las múltiples influencias y relaciones que en ella se van configurando» (Valenzuela, 2015). La representación del ser joven en Chapinero, Bogotá, con sus privilegios económicos, educativos, sociales y políticos, es radicalmente distinta a los cuerpos juveniles marcado por fuerzas y articulaciones que componen la existencia en El Charco.

A partir de las determinaciones de clase social, género, sexualidad y raza, la ubicación dentro de la estructura social y las confluencias históricas, las representaciones del ser joven charqueño están vinculadas a estereotipos que vacían de valor político a los sujetos. Lo joven es relacionado con la irresponsabilidad, la fiesta, el licor, la producción de dinero fácil, los grupos milicianos, las armas, el deambular sin rumbo y el desocupe. La construcción social de estas encarnaciones se liga a las expresiones juveniles formadas con base a las circunstancias existenciales que instalan imágenes acartonadas y estáticas que degradan nuestro sentipensar. Para Rossana Reguillo (2011), cuando no hay oportunidades de participación constructiva de los grupos de jóvenes, el anonimato es peor que el reconocimiento que obtienen con la identidad negativa que se les asigna.

«Ser joven en El Charco es crecer en constante riesgo. Vivir dos estilos de vida paralelos, entre una vida momentánea donde abunda el licor, vagancia y juegos de mesa, armas, vacunas y guerras, consecuencias de crecer en un territorio invadido históricamente por el conflicto armado colombiano y todo lo que eso denota, a una vida de soñadores incansables que a diario luchamos por hacer realidad lo anhelado» (Cintia Reina, 2021). «Ser joven en El Charco es vivir con miedo, porque habitamos una zona de conflicto. Nos levantamos en la mañana y cuando queremos escuchar es que mataron a tal julano. Vivimos oprimidos» (Alejandra Olaya, 2021). Estas son algunas de las reflexiones que surgieron en conversaciones con jóvenes.

Las representaciones de las y los jóvenes charqueños estructuran las existencias por las cuales navegan nuestras vidas, propiciando anclajes que dan sentido al simbolismo y lenguajes constituidos a través de las fuerzas históricas de la realidad. En este marco, las tensiones que se conjugan en el Tapaje van definiendo o produciendo procesos de identificación y etiquetamiento que esencializan nuestra posición en el mundo. En concordancia, entiendo y defino este proceso como juvenización, discursos y prácticas maquinales de cosificación y supresión de la potencia política, ética y creativa de los y las jóvenes, un vaciamiento de esta para poner, en su lugar, particulares relaciones de una sola vía, todas ellas de subordinación, desarraigo y muerte, infundiendo el miedo, la postración, el desaliento, el servilismo y la desesperación.

La juvenización como expresión de subordinación, está absolutamente entreverada con el sentido de la objetificación, es decir, reduce a las y los jóvenes en cosa, destituida de participación política. Enclaustrado, avasallado, confinado y clausurado en su posición como destino, el destino del cuerpo victimizado, reducido, sometido (Segato, 2018). Por tanto, en este ejercicio, desde los estudios culturales, intenté problematizar y develar las relaciones de poder vinculadas al proceso de juvenización con el que perfilan el devenir de cotidianidades marcadas por la máquina de expropiación de vidas. Asimismo, las prácticas insurrectas que nacen en medio de la desolación y el pesimismo para batallarse la vida en medio del panorama turbulento.

Es importante precisar la heterogeneidad en la formación de los cuerpos juvenizados en El Charco, no es lo mismo quienes hemos vivido en el casco urbano del municipio que, quienes habitan la zona rural principalmente hacia la montaña, del rio Tapaje arriba. Entre los oprimidos hay privilegiados.

La población juvenizada de la ruralidad está radicalmente expuesta a la truculencia que se vive en el municipio, «si acá llueve por allá no escampa». La mayoría de las zonas son espacios totalmente dominados por la economía de la muerte, no tienen limitación alguna como se pueden presentar en el casco urbano (patrullajes de los soldados, estación de policía, la base del ejercito al frente). Las existencias están articuladas al direccionamiento de las estructuras de poder que coaccionan ese territorio, por ende, las vidas que circulan por esos espacios responden y están continuamente filtradas por los «dueños». La economía de la muerte no se relaciona y ejerce de igual forma en todos los cuerpos juvenizados, sino que hay elementos que agudizan las afectaciones hacía unos y unas más que a otros y otras.

El accionar violento del sistema de dueñidad de la economía de muerte arremete contra las personas juvenizadas de distinta forma y manera, la intersección de opresiones puede incrementar o disminuir el impacto y la relación. Dada la existencia de fuerzas de avasallamiento diferenciadas para los cuerpos negros, mujeres, barones, no-heteronormativos y empobrecidos que tutelan las existencias. Con esto, no quiero esencializar ni decir que las cosas rígidamente son así como las describo, sino que, pretendo leer y enunciar a partir de mi experiencia en El Charco cómo se dan los tipos de violencias hacia personas juvenizadas desde la matriz de dominación.

La necropolitica sugiere que los regímenes políticos actuales obedecen al esquema de «hacer morir y dejar vivir», y sitúa la aparición de esta nueva forma de control durante el periodo colonial, momento de gran desestructuración de los límites entre la vida y la muerte que propició el silenciamiento del cuerpo. La cosificación del ser humano propia del capitalismo, que explora las formas mediante las cuales las fuerzas económicas e ideológicas del mundo moderno mercantilizan y deifican el cuerpo: se estudia de qué manera este se convierte en una mercancía más, susceptible de ser desechada, contribuyendo a aniquilar la integridad moral de las poblaciones. Las personas ya no se conciben como seres irremplazables, inimitables e indivisibles, sino que son reducidas a un conjunto de fuerzas de producción fácilmente sustituibles. (Falomir, 2011, p. 15 )

El planteamiento de Elisabeth Falomir Archambault, retomando Achille Mbembe, posibilita aseverar con base en las composiciones de El Charco, la promoción de una destrucción máxima de las personas y de creación de necromundos, formas de inexistencia social en las que numerosas poblaciones se ven sometidas a condiciones de precarización que les confieren el estatus de muertos vivientes. Una praxis política de gestión de vidas hacia la muerte, donde se debilitan pluridimensionalmente existencias racializadas para su exhibición a las violencias que configuran la cotidianidad.

En las personas juvenizadas el necromundo es desesperanzador, pareciera que no existieran las posibilidades de transformar y cambiar la coyuntura. A esta sensación de desesperanza Rossana Reguillo (2015) le llama «desencanto radical», para dar cuenta del asocio con la certeza de que el mundo es hostil y se tiene que enfrentar en soledad, dada la pérdida total de confianza en las instituciones y en la sociedad por parte de las personas jóvenes. En medio de este ambiente surgen modos con los que recrean la vida y enfrentan el devenir. Aunque aquí, la economía de la muerte abre estrategias de captación o seducción psicopolíticas en las que el individuo se cree poderoso, cuando en realidad es el sistema de dueñidad que está explotando su valor como fuerza de producción. Una oportunidad viable para cumplir el objetivo, comúnmente relacionado con la obtención de dinero fácil, ejercer poder, satisfacer deseos materiales, venganza, desprotección y el deseo de ser como el patrón.

Intelectuales de Latinoamérica, en los últimos años, han venido pensando las violencias contra las y los jóvenes como juvenicidio, una categoría analítica con antecedentes en el feminicidio, de gran relevancia en los estudios sobre juventud, violencia y necropolítica en América Latina con el que nombran los dispositivos sistemáticos de represión y vulneración, que llevan a los cuerpos juveniles hacia el abismo del aniquilamiento. Uno de los más destacados pensadores es el mexicano José Manuel Valenzuela Arce, quien afirma que:

El juvenicidio es la consumación de un proceso que inicia con la precarización de la vida de los jóvenes, la ampliación de su vulnerabilidad económica y social, el aumento de su indefensión ciudadana, la criminalización clasista de algunas identidades juveniles y la disminución de opciones disponibles para el desarrollo de proyectos viables de vida frente a una realidad definida por la construcción temprana de un peligroso coqueteo con la muerte. (Valenzuela, 2019, p. 64 )

La concepción de Valenzuela (2019) es un ejercicio lúcido en clave de relaciones de poder que problematiza una articulación política de fuerzas que se entretejen como praxis necropolitica, que invita a repensar y definir la precarización y asesinato sistemático de gente joven, el atentado contra sus condiciones de vida y sus representaciones, su desciudadanización, su criminalización, su desacreditación identitaria y su reducción a la condición de cosa, sacrificable y su muerte artera. En este sentido, intelectuales de diversos lugares del sur global, situados en los contextos donde desarrollan sus proyectos, definen la categoría de juvenicidio de la siguiente manera:

Rossana Reguillo alude a la muerte sistemática que procede del valor del cuerpo joven como lubricante de la maquinaria de la necropolítica. El juvenicidio también se asienta en la desciudadanización (condición que niega a un grupo de personas su condición de sujetos de derecho, expuestos a la violencia y la muerte, como ha destacado Maritza Urteaga). Además, como sugiere Alfredo Nateras, el juvenicidio refiere a la muerte real y simbólica contra identidades deterioradas y desacreditadas, en formato de exterminio, ejecuciones extrajudiciales, aniquilamiento, masacres y limpieza social, pero también se han desarrollado interpretaciones sobre lo que Germán Muñoz (2015) define como juvenicidio gota a gota, refiriéndose al caso colombiano «falsos positivos». (Valenzuela, 2019, p. 63 )

La teorización del grueso de pensadores en América Latina sobre juvenicidio aportó herramientas estructurales para la comprensión de los dispositivos de poder que ejercen acciones que limitan la vida a tal punto que transitoriamente nos exponen al exterminio. Queda demostrado que el juvenicidio implica la responsabilidad del Estado como garante de derechos humanos que precariza la vida de las y los jóvenes, reducida a condiciones de criminalización, indefensión y riesgo a ataques y muerte, posibilitando que los cuerpos juvenizados enfrenten y reproduzcan escenarios violentos, donde las existencias están constantemente expuestas a los sistemas de destrucción.

José Manuel Valenzuela Arce comprende los dispositivos de poder; racismo, clase, género y sexualidad como matriz artífice de las vulnerabilidades que ponen en riesgo las existencias de las y los jóvenes por medio de la necropolitica como identidades desacreditadas. Dice el autor, «las identidades desacreditadas se construyen a través de prejuicios, estereotipos, estigmas y racismo que producen criminalización, vulnerabilidad, indefensión, subalternidades radicales» (Valenzuela, 2019, p. 71).

Este neologismo acentúa un proceso de marcación que viabiliza el despliegue de violencias simbólicas que abaten la vida y dignidad de las personas jóvenes, exponiendo así, su existencia a las depredaciones juvenicidas.

En continuidad con lo anterior y pensando en las coyunturas que ponen en riesgo la vida de los cuerpos tutelados por su condición de jóvenes, negros o negras, mujeres, varones, no-heteronormativos y empobrecidos, dadas las características contextuales en El Charco, considero que es posible generar una articulación con lo que llamo juvenización, entendida como perspectiva analítica de los discursos y prácticas políticas que vacían y deshumanizan sujetos, subjetividades políticas de las y los jóvenes en El Charco, transmutando existencias en cosas mesurables, desechables y comprables, violencias radicales que labran caminos mediados políticamente por la desesperanza y el miedo como prácticas truculentas de adiestramiento.

La juvenización es un proceso en constante transformación y cambio que se alimenta de las fuerzas y articulaciones que crean realidades. Realidades gestionadas por el racismo estructural para la organización y estructuración social, el género como binarismo político-normativo de distribución de roles y poder, la clase social como dispositivo jerárquico de clasificación y el sexismo como manual de la heteronormatividad. La juvenización produce prejuicios, estereotipos, estigmas, pero, contundentemente, produce existencias marcadas por la criminalidad, la irresponsabilidad, el riesgo de muerte, la precarización y más, ofrendando cuerpos vaciados de sentido a los sistemas de dueñidad que se apoderan en su totalidad de las dimensiones de la vida.

Del mismo modo, la lectura sobre el juvenicidio, abordada por los autores, se sitúa en el contexto social, histórico, político y cultural en el que adelantan sus proyectos político-intelectuales. Contextos con confluencias que develan las relaciones de poder que forman y degradan la vida de personas jóvenes articuladas geopolíticamente. En tal sentido, la categoría propuesta por los pensadores y pensadoras latinoamericanos/as es central en esta praxis, pero demanda el ejercicio de repensarla con base en los acontecimientos coyunturales que configuran el devenir en el Tapaje.

Lugarizando las reflexiones anteriores, la coyuntura presente de El Charco y las intersecciones de raza, racismo, clase, género y sexualidad, defino el acaecer político de matanzas simbólicas y físicas hacia los y las jóvenes en río Tapaje como afrojuvenicidio. Se preguntarán ¿Por qué pensar en clave del afrojuvenicidio las matanzas de las personas juvenizadas de El Charco?, son tres las cuestiones que me llevan a entender y hablar sobre el afrojuvenicidio. Primero, El Charco (Nariño, Colombia) es un territorio habitado mayoritariamente por población afrocolombiana, etnizado, racializado; la diferencia racial como un juego de inferioridad política, social, cultural y cognitivo de construcción de diferencias que sirven de base para la jerarquización de grupos humanos (Hellebrandová, 2013). Segundo, el racismo estructural como uno de los ejes constitutivos de la sociedad colombiana configura este espacio de vida y su gente como una zona de no-ser, donde habitan los condenados de la tierra, hombres y mujeres racializadas, excluidos del proyecto de Nación y representados por el empobrecimiento, la violencia, el crimen y la muerte, esta idea la problematizaré más adelante. Tercero, mi compromiso político de pensar coyunturalmente en contra de los esencialismos e idealizaciones que reducen la intervención, intentando «voltear la cara violentamente hacia las cosas como realmente son, es lo que se requiere al “pensar coyunturalmente”» (Hall, 2007, p.280 ).

En términos generales, son estos los principales motivos que me llevan a acuñar la categoría de afrojuvenicidio, aclarando que más adelante iré profundizando en el por qué y su articulación con los dispositivos de poder. Con el afrojuvenicidio, intento develar, nombrar, cuestionar y denunciar tanto el vaciamiento de significación humana, la precarización objetiva y subjetiva que pone en riesgo la vida, como los métodos de las violencias que expropian el aliento vital de las personas juvenizadas en El Charco.

El afrojuvenicidio es el resultado de la imbricación entre las opresiones de juventud, clase, raza, género y sexualidad que produce gentes jóvenes y territorios para el empobrecimiento, la marginalidad, el dolor y la muerte. Las personas juvenizadas de El Charco somos cuerpos y territorios racializados, habilitados para la violación radical de derechos fundamentales, las masacres, los asesinatos, la desterritorialización y más, que configuran un horizonte desigual-mortífero en el que se promueve la destrucción máxima de las personas y de creación de necromundos, formas únicas y nuevas de inexistencia social, precarización donde se coexiste con la muerte, las prácticas bélicas y se naturaliza la crueldad.

Por tanto, el afrojuvenicidio es la violencia extrema y sistemática contra personas juvenizadas objeto de deshumanización, cuerpos racializados: matables que habitan territorialidades con escaso capital social, que degrada los modos de ganarse la vida, donde el control y el poder lo ejercen los dueños de la economía de la muerte, los que satisfacen su libido con la expropiación del valor de las y los jóvenes en El Charco. Valor que puede definirse tanto por positividad (yo te utilizo y después de obtener ganancias de distinta índole, materiales, simbólicas, territoriales, te elimino), como por negatividad, yo te hago desaparecer y te aniquilo, porque tu vida me estorba y eres más útil muerto (Reguillo, 2015).

En el contexto, el afrojuvenicidio y la economía de la muerte son estrategias de poder mediadas por el racismo estructural, eje configurativo de las desigualdades en la zona. Entiendo el racismo estructural como el diseño institucional, donde se alimenta y reproduce la subalternización de unas poblaciones e individuos racialmente marcados con lo cual se benefician otras poblaciones e individuos. De ahí que esta dimensión del racismo atraviese todo el edificio institucional (Restrepo, 2020). Es una invención colonial que significó y sigue significando la inferioridad de unos cuerpos, personas o gentes para la explotación, la violencia y la muerte, y la superioridad de unos marcados racialmente para el control y aprovechamiento. En El Charco, el 83.07% de la población se autoreconoce como afro y el 6.75% como indígena (Terrida-DNP, 2020), siendo colectividades etnizadas o, más bien, racializadas, representadas como humanos con menos valor, denotándose en los hechos atroces que se desarrollan en esta zona que no tienen repercusión, ni recepción nacional.

El racismo ha tributado en el diseño de las desigualdades y realidades mortíferas, convirtiendo nuestras existencias en objetos para el manoseo, la barbarie y el empobrecimiento, con el que reproducen un modelo de sociedad y unos proyectos de vida particulares, armonizados por las limitaciones para el desarrollo integral de vida digna. «Este racismo se encarna en acciones y omisiones concretas que, derivadas del funcionamiento mismo del sistema institucional, tienen el efecto de reproducir las desigualdades y jerarquía» (Curiel, 2017, citado en Restrepo, 2020, p. 237 ).

El racismo estructural es una destrucción máxima que acaba con el ser, pensar, saber y estar en el mundo de los racializados. Es aberrante, pero es una realidad, ver y sentirse menos que otra persona («white» le llamamos entre jóvenes), nos habitúan a reconocernos como un problema, nos enseñan a odiarnos como individuos, como comunidad, aprendemos que las sociedades y el progreso están en las grandes ciudades, cotidianamente afirmamos que, «nosotros no tenemos cómo salir de la pobreza», «me voy a buscar mujeres white para mejorar la raza».

El «sistema mundo occidental capitalista/patriarcal» busca internalizar las desigualdades sociales producidas por el sistema en la psíquis de la comunidad negra, y reducir la explicación de esta desigualdad a sus comportamientos individuales. Cuando los negros declaran en tono de salvación del alma que «es todo mi culpa» asumen una actitud colonial propia de alguien que ha internalizado o «epidemiado» las estructuras de poder racistas. (Grosfoguel, 2009, p.263 )

El complejo de inferioridad en los pobladores de El Charco no surge de la nada, es el reflejo de la matriz colonial que deambula nuestros días como relación histórica de dominación que jerarquiza la realidad en binarismos, con los cuales se recrea violentamente el mundo; lo negro es sinónimo de malo y lo blanco es sinónimo de lo bueno. Esta idea afectó las entrañas interiores de nuestro ser, nuestra psíquis, concediendo subjetividades que naturalizan el patrón racista que impera. El poder racial de clasificación y violencia es de tan gran magnitud que los cuerpos racializados difícilmente reconocemos que los problemas sociales que obstaculizan las existencias son direccionados para tal misión por la matriz política que organiza las vidas y las muertes en el país, más bien, nos creemos los gestores de dicha realidad truculenta.

La formación social de este necromundo sin oportunidades, violencias y aniquilamiento para las personas juvenizadas en El Charco, tiene una intención política que va dirigida hacia la muerte. Esa intención política es justificada en el racismo estructural con el que Colombia ignora el desgarrador lamento de auxilio, y legitima el despliegue de la máquina mortal en el territorio. En el mes de septiembre de 2020, en medio de la escritura de estas líneas, se presentó uno de muchos rituales sangrientos de afrojuvenicidio que cotidianamente se dan en mi pueblo, cuatro jóvenes en zona de baja mar fueron acribillados, masacrados en medio de carcajadas y felicidad por parte de un grupo armado que ejerce el poder de quitar vidas, los eliminaron. Comentarios en el municipio justificaban que los hechos se dieron como escarmiento, ya que en repetidas ocasiones habían realizado robos en zona de baja mar. Todo fue registrado por los mismos que realizaron la matanza en una pieza audiovisual que luego fue difundida en redes digitales y medios de comunicación en Colombia como estrategia de pedagogía de terror y crueldad. Fueron muchos videos, primero el interrogatorio donde hombres armados apuntado con pistola a los jóvenes les pedían confesar si eran o no ladrones, luego de ello se procedió al acto de sevicia y crueldad.

Este suceso doloroso que medianamente conmocionó a los habitantes de El Charco es solo una ejemplificación de los actos brutales de afrojuvenicidio, parte constituyente del «paisaje de miedo» donde es cotidiana la exhibición pública y prolongada de formas de silenciar o eliminar. Dichas cuestiones de exterminar a las gentes y territorios marcados racialmente son normalizadas, los colombianos estamos enseñados a verlo todos los días, lo naturalizamos. Estuve equivocado al pensar que los actos de dolor posicionados en la cotidianidad de mi pueblo podrían causar empatía.

El sentido común de la sociedad colombiana, forjado por la diferencia colonial, justifica el trato desigual hacia determinados seres humanos y grupos sociales. En este encuadre, según Mbembe, la idea de «raza produce e institucionaliza ciertas formas de infra-vida, se justifican la indiferencia y el abandono, se ultraja, vela u oculta la parte humana del otro, y se vuelven aceptables ciertas formas de reclusión, inclusive ciertas formas de dar muerte» (Mbembe, 2016, p. 76), lo que se constituye en un reflejo de la composición social moderna que habitamos, donde cuerpos marcados racialmente no merecen la indignación de la población. Para Foucault, «a raza y el racismo son la condición que hace aceptable dar muerte en una sociedad de normalización» (Foucault, 2000, p. 231). Foucault deja en relieve la formación de sociedades en las que los individuos somos mediados por normas que organizan y distribuyen, normas que viabilizan las violencias para ciertos cuerpos marcados, en este caso, por la raza y el racismo como jerarquías del poder reguladoras de la modernidad. Por tanto, El Charco y los cuerpos que lo habitamos, somos objeto de la naturalización y reproducción de violencias que sistemáticamente vienen acabando con nuestras vidas. Ser un territorio racializado, da apertura para el despliegue del devenir de fuerzas políticas de exclusión, degradación y muerte.

Es importante precisar que, la máquina de la muerte es operada, sostenida y fortalecida actualmente por los mismos habitantes del municipio, mayormente personas juvenizadas, producidas por el ejercicio del poder para que vean en estas estructuras de producción de riqueza medios para disputarse la vida en el panorama desesperanzador. Hoy, el discurso extendido por el país frente al reclutamiento obligatorio pasa a segundo plano, considero que las personas juvenizadas acceden a las organizaciones armadas y económicas conociendo las prácticas y hechos que deben adelantar para vincularse directamente a este sistema de vida mafializado, donde se ejecutan toda clase de vejámenes que violentan la integridad de conocidos y familias, pero también, de quienes hacen parte del esquema de muerte. Es una carnicería donde se eliminan entre todos y todas, siguiendo las órdenes del «dueño», estatus que también es ejercido por personas juvenizadas.

Me siento un derrotista al intentar comprender la magnitud en la articulación de miles de gentes que hoy hacen parte y dependen directamente de las riquezas producidas por la economía de la muerte. Iremos problematizando este planteamiento y el cómo las víctimas del afrojuvenicidio transitan de la misma manera en el lado de los victimarios, un hecho real poco reconocido, dadas la reproducción de las poéticas que supra-victimizan a quienes hoy vienen produciendo el terror y la crueldad en estas orillas. Las cosas como son.

En este marco, el afrojuvenicidio no afecta de la misma manera a todos los cuerpos juvenizados, existen marcaciones que profundizan la relación. La economía de la muerte promueve oficios como raspachines, milicianos, guardaespaldas, sicarios, químicos en los laboratorios, extorsionistas, minería ilegal, en los cuales se ven envueltos principalmente los jóvenes (varones). Las jóvenes (mujeres) participan en las actividades mencionadas, pero en pequeñas proporciones, ya que son objeto de la feminización, reducción de las mujeres y su cuerpo como objeto sexual «colocándolas en su lugar» e inventando una posición subordinada (Segato, 2018). Cuerpos destinados para unos quehaceres sexuales, domésticos, de tener bebés y demás. Estas ideas atraviesan la economía de la muerte controladas por una masculinidad radical que cosifica el cuerpo de las mujeres juvenizadas para el deleite y la satisfacción de los deseos del poder.

Los que ejercen ese poder o dueñidad de la economía de la muerte en El Charco son hombres, heterosexuales, quienes exhiben su potencia por medio de la violencia. En estas dinámicas el género como un sistema de clasificación colonial, divide y subyuga a las personas de manera diferente dependiendo de factores múltiples e interseccionales que incluyen clase y etnicidad (Lugones, 2008). Paralelamente, el género y la sexualidad son jerarquías del poder e invenciones heterocentradas y binarias tributan en la organización social de las estructuras de poder económico y criminal que se desarrollan por acá. Certeza de las desigualdades (ideológicas y políticas) entre los sexos que producen opresiones, subordinaciones y exclusiones tanto para las mujeres, como para los cuerpos no-heteronormativos. Una intersección de jerarquías que habitúan nuestro mundo, en el que se enfatiza en la relacionalidad entre opresiones que gesta cuerpos, subjetividades, espacios y territorialidades.

Sin embargo, la economía de la muerte que invalida a las mujeres y personas no-heteronormativas no solo se expresa con la violencia sexual, sino que ha diseñado el necromundo de tal manera que los cuerpos caen en las garras de los dueños de las estructuras muy fácilmente. Tuve una conversación amena con diversas mujeres que durante su vida han tenido algún vínculo con la economía de la muerte para reconocer su percepción frente a la incursión en ese mundo, y quienes me pidieron ocultar su identidad, «a mí si me dan mi plata no le veo problema, uno para estar con un man bien pelao, no», «por ayudar a mi familia y organizar mi casa estoy con un viejo del cuento, la verdad no me gusta, pero no hay más salidas» «me siento importante y respetada», «me siento protegida», «yo sabía que era malo, me pegaba, pero necesitaba estudiar y él me ayudaba, soy enfermera jefe, al final lo mataron, y estoy tranquila, no soy boba».

La economía de la muerte es la columna vertebral de la riqueza y la producción para satisfacer las necesidades de la población, es el proyecto económico de mayor acceso, facilidad e incorporación en esta zona, hace parte de la vida. Bajo esta óptica, los cuerpos feminizados no son ajenos a las dinámicas del sistema de dueñidad. Batallando la coyuntura charqueña, la conversación con el grupo de mujeres decanta un enfrentamiento ante la realidad que suprime la vida, cualificando su relación con la economía de la muerte como una gran posibilidad transgresora del destino rodeado de limitaciones. El deseo de conquistar lo anhelado, mejorar las condiciones de vida material, cumplir metas propuestas y disfrutar de las ventajas de la economía de la muerte hace que las jóvenes lleguen hasta este sistema de vida. Forma de articulación en la máquina de muerte. Con esto, no quiero manifestar que sea el caso de todas las mujeres juvenizadas de El Charco, pero sí de la mayoría.

Existen experiencias en las que los dueños de la economía de la muerte compran como cosas a las mujeres y a sus padres o las obligan a entablar una relación, se las llevan de las viviendas, en ocasiones son objeto de violaciones sexuales por el patrón o colectivo que compone el pelotón. Particularmente, estos hechos suceden con frecuencia en la zona rural de la población racializada, donde las organizaciones se movilizan sin ningún obstáculo. Las y los que viven la ruralidad, tienen mucha más probabilidad de ser permeados por la máquina mortífera, «ellos se creen dueños de las mujeres, nadie las puede mirar o hablar, porque matan. Debemos ser sumisas y respetar al marido, al dueño de uno, sino se hace vienen los problemas» (Gutiérrez, 2021). Comúnmente, los jefes de la zona son los dueños de la vida y la muerte en el territorio, pero la cuestión se agudiza cuando se gestan relaciones sentimentales con las mujeres juvenizadas, son representadas como objetos de su total propiedad y dominio. Las prácticas machistas, la violencia y coerción identifican estas relaciones en las que pierden el derecho a su humanidad e independencia porque todo lo concerniente a su vida es filtrado. Esto lo sabemos quiénes habitamos El Charco, pero no tiene relevancia alguna, ya que el propósito de la pluralidad es «vivir bien».

El afrojuvenicidio toma un giro diferente en las mujeres juvenizadas, pues las muertes violentas se concentran en alta intensidad en los barones, según el Ministerio de Defensa (2017) la tasa de homicidios por cada cien mil habitantes en El Charco es de 42.9% y la nacional es de 24.8%, una evidencia de la concentración de la muerte violenta en unas geografías de Colombia. En términos comparativos a nivel mundial, la cifra de homicidios en El Charco es igual a la de Chihuahua en México que ocupa la posición 32 de las ciudades más violentas en el mundo.

De esta manera, las restricciones para la cualificación de proyectos viables de vida a través de la garantía de derechos humanos y legítimos afectan a todos los habitantes, sin discriminación de sexo o género, exceptuando a aquellas familias poderosas que cuentan con las herramientas para enfrentar las circunstancias de los momentos y épocas. No obstante, la economía de la muerte define sus afectaciones con base a los lineamientos y representaciones del patrón de poder que gestiona, etiqueta y habilita los tipos y formas de violencias basadas en la raza, genero, sexualidad, empobrecimiento y exclusión. Para el caso que venimos problematizando, «la rapiña que se desata sobre lo femenino se manifiesta tanto en formas de destrucción corporal, sin precedentes, como en las formas de trata y comercialización de lo que estos cuerpos pueden ofrecer, hasta el último limite» (Segato, 2014, p. 342). En el necromundo charqueño la formación de los cuerpos feminizados bajo retoricas de violencias simbólicas, físicas, culturales, pedagógicamente nos habituó a hombres y mujeres a convivir en medio de lógicas binarias-desiguales, en la que las víctimas (mujeres) no reconocen e identifican las violencias sistemáticas en contra de sus existencias.

Los discursos y las prácticas brutales se intensifican hacia las personas no- heteronormativas. Desde la perspectiva de Mariana Celorio (2017), comprendo la heteronormatividad como un régimen social, político y económico que impone las prácticas heterosexuales como modo de vivir, concebir y reproducir la sociedad. Esta disciplina opera mediante valores dicotómicos que establecen que todo lo heterosexual es bueno: masculino, femenino, y todo lo que no es heterosexual es malo: homosexual, transexual, transgénero, trasvesti e intersexual. En este régimen las relaciones sexuales y maritales son normales solamente entre personas de sexos diferentes y que cada sexo tiene ciertos roles establecidos.

Este conjunto de leyes o reglamentos que rigen conductas, formas de relacionarnos y vivir en el mundo, interpela las esferas por las que transita nuestra vida en El Charco. La heteronormatividad está afincada de tal modo en el río Tapaje que gobierna nuestras existencias y produce un entramado de códigos, imaginarios y representaciones con las que venimos flagelando la dignidad de las personas no-heterosexuales. Los individuos, colectivos, familias y comunidad estamos sometidos a las dinámicas de otrerización y violencia manifiesta en contra de personas que nos parecen «anormales o no-humanos». En este sentido, la economía de la muerte no es ajena a esta organización de la vida, más bien es una institución heteronormativa que agrava su fuerza contra las personas que les incomodan e interrumpen la visión de la una realidad binaria y heterosexual.

La heteronormatividad se traduce en violencias, no solo por parte de las organizaciones armadas y criminales de la economía de la muerte, sino de toda la sociedad en general que desde el privilegio arremetemos contra lo que nos parece diferente, dañino. Son muchas las experiencias que vislumbra la represión, rechazo y violencia al interior de los hogares, colegios, instituciones y en todos los espacios, hasta en las mismas familias con integrantes de la población con orientación sexual e identidad de género diversa, ser persona juvenizada, afro y no-heteronormativa incrementa el rapiñamiento y la degradación de presencias, existencias.

El poder disciplinario es un poder normativo. «Foucault expresa que el Cuerpo es manipulado por políticas de las «coerciones» las cuales moldean todas las acciones de un sujeto, gestos y comportamientos» (Herrera, 2018, p. 109). Estos dispositivos de poder que sitúan el mundo que habitamos atraviesan la economía de la muerte que junto a la sociedad charqueña producen el afrojuvenicidio en los cuerpos no-heteronormativos. A continuación, un hecho inolvidable.

Hace aproximadamente 2 años en el consejo comunitario Pro Defensa del río Tapaje se presentó un vil asesinato a un integrante de la comunidad LGTBI, donde esta persona fue violada, torturada, ultrajada y asesinada por integrantes de grupos armados y hombres de la comunidad, porque no fue una persona la que perpetuó el acto, sino que fueron muchos. Eso fue como símbolo de qué es socialmente aceptado el que es hombre. Sin embargo, sí es normal ver una lesbiana que comparta vínculo social o de amistad con los grupos, pero un gay que se relacione con ellos, no. (Maryuri Gutiérrez, 2021)11

Las presencia y los modos de ser de las personas no-heteronormativas se configuran como un desacato a la naturalidad humana, una desobediencia a la sociedad de normalización. Por ende, el caso anterior es una expresión política del acribillamiento como pedagogía de la binariedad y heterosexualidad. Acudo a Rita Segato (2018) para acuñar que, estas violencias son prácticas disciplinadoras, moralizadoras con las que intentan mantener el orden social establecido, normalizado. En esta coyuntura la víctima es la culpable de los hechos, el juicio moral de la colectividad frente a estos sucesos comúnmente determina lo correcto de la situación y conducta.

Este mundo oficializa la imposibilidad de expresar formas distintas de sentipensarse, dadas las mediaciones que regularizan la vida. A pesar de este paisaje, son muchas las personas que navegan contra la corriente enfrentando y transgrediendo la estigmatización, los estereotipos y las violencias a las que están expuestas. La revista Semana Rural en el 2019 expuso uno de los casos más emblemáticos en el municipio, se trata de Cornelia Chirimía, mujer trans que ha tenido que disputarse un lugar en su población indígena.

Tener una orientación sexual diferente en los resguardos indígenas no es nada fácil y es un asunto hasta «peligroso». Con el riesgo de ser discriminados, maltratados y hasta asesinados hay muchos que prefieren permanecer en el clóset […] no te aceptan, sientes que estás allá en el vacío, principalmente tu madre porque es la que te trae al mundo, cuando ella te dice: no, yo no quiero que tú seas esto, si tú decides esto te vas de aquí y haz que yo no existo. Es lo más difícil porque madre es una sola y no varias. (Semana Rural, 2019)12

La historia de Cornelia Chirimía es conmovedora e inspiradora, fue despojada por su familia-población indígena de su espacio de vida, causando secuelas imborrables, pero que, sin duda alguna le dieron fuerza para emprender su proceso de autoreafirmación con el que viene batallando un lugar y significación en El Charco, principalmente en la comunidad indígena de origen. Hoy es una mujer trans, orgullosa y conocedora de sus derechos que se pasea por las calles incomodando la panorámica, sigue padeciendo el rechazo y discriminación; sin embargo, siente que las cosas han mejorado, la población indígena donde nació, la acepta, las otras poblaciones no lo hacen «porque dicen que soy una vergüenza para ellos».

Así como Cornelia, son muchos los gay, lesbianas, trans y demás población no- heteronormativa de El Charco, que se abren espacio en medio de una guerra de representaciones maniqueas de lo bueno y lo malo. Según la visión de los que habitamos las orillas del río Tapaje las personas no-heteronormativas «sirven solo» para desempeñar labores de rezanderas, estilistas, cantoras, cocineras, diseñadores de fiestas y quehaceres en las iglesias, muchas realizan estas actividades, pero, la reducción de agencia vaciamiento de la subjetividad política es parte de sociedades cerradas, donde hay que disputarse la vida constantemente.

Con todo lo anterior, el afrojuvenicidio funciona a través de la relacionalidad entre opresiones que se intersectan como dispositivos de poder que organizan y convergen para generar, en cada contexto social y político una matriz de dominación: juventud, raza, clase, etnicidad, sexo y género en el contexto charqueño producen la realidad; una realidad en la que se estructuran sujetos y subjetividades marcadas por el devenir necropolitico que gestiona las vidas y las muertes. Por tanto, las violencias hacia las personas juvenizadas no son las mismas en todos los cuerpos, existen articulaciones, marcaciones y diferenciaciones que hacen a unas personas más vulnerables que otras, y desde allí se habitan los tipos y formas de aniquilamiento.

La lectura anteriormente expuesta, intenta describir las prácticas afrojuvenicidas en personas específicas. A partir de experiencias concretas de diversas subjetividades se procuró reconocer las formas y los modus operandi de las intervenciones políticas que degradan la vida de las personas juvenizadas en El Charco. Las mujeres son objeto de violencias distintas a las de los hombres y, sin duda, radicalmente diferente a las personas no-heteronormativas. Una heterogeneidad de procedimientos truculento que se ejecutan basados en características precisas. Con esto, lo que quiero plantear es que la intersección de opresiones tributa en la agudización o alivio de las fuerzas que transgreden dignidades.

El afrojuvenicidio no solo alude a las muertes físicas de personas juvenizadas y racializadas en El Charco, también ilumina el paisaje de muertes simbólicas o muertos vivientes a quienes se les limita los modos de existencia que se traduce en precarización y riesgos de destrucción, eliminación. En este crimen participan las estructuras de poder estatal, quienes sistemáticamente violentan y eliminan los medios y facultades para una vida digna. El poder ilegal: organizaciones armadas y criminales de la economía de muerte que satisfacen la libido con la expropiación del valor de las y los jóvenes en El Charco. El poder económico que en su afán de acumulación depreda todo lo que se le obstaculice, y la sociedad en general charqueña y no-charqueña que se articula a las prácticas y discursos que juvenizan y llevan al límite el sentipensar de miles de paisanos y paisanas.

Conclusión

El contexto en el que nací y crecí fue mediado por las condiciones de inexistencia social, al permitir que organizaciones armadas se vislumbraran con sus actividades como una necesaria oportunidad de vida, dejando entrever que las acciones del Estado se articulan en el ejercicio de poner en riesgo el derecho a la vida, empeorando la crítica situación humanitaria que atraviesa El Charco, fundada en el temor de quienes habitamos este lugar. He intentado realizar una aproximación crítica y situada que propende dan cuenta de los hechos, momentos y cotidianidades desde las relaciones entre la muerte violenta de las personas juvenizadas en El Charco y la precarización de la existencia de las poblaciones afrodescendientes asociadas a las articulaciones del racismo estructural que da origen a lo que llamo afrojuvenicidio, pero sin duda, se podría llegar a mal interpretar que en este necromundo no surgen acciones políticas que se disputen la vida y enfrenten los dispositivos que regulan, forman y rigen el devenir de las existencias en el río Tapaje.

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1 Este artículo es producto de la investigación para optar al título de magíster en estudios culturales latinoamericanos de la Universidad Javeriana de Bogotá «Entre víctimas y victimarios: racismo estructural, economía de la muerte y afrojuvenicidio en El Charco, Pacífico sur colombiano». Agradezco a mis queridos amigxs Jerson Javier Yela Paz, Eduardo Restrepo, Diana Piraquive y Angela Yesenia Olaya por sus aportaciones al borrador de este escrito.

2El Charco, es un municipio a las orillas del río Tapaje, limita al norte con el Océano Pacífico, el departamento del Cauca y Santa Bárbara de Iscuandé, por el sur con El Rosario y Magüí. Se encuentra a una altura sobre el nivel del mar de 5 metros, su temperatura media es de 28 grados centígrados. El área municipal es de 2.485 kilómetros cuadrados. Su territorio en su gran mayoría es plano, aunque al oriente el relieve montañoso y ondulado de la cordillera occidental hace presencia. También cuenta con una gran zona de esteros e islas cubiertas de mangle. En relación con su población, el municipio tiene, —según el (Dane, 2018)— un total de 22. 550 (83.07%) afrodescendientes y el 6.75 indígenas. El 66,9% de la población reside en las zonas rurales y el 33.12% lo hace en el casco urbano. El índice de Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) es de 59.71%.

3Organizaciones armadas y económicas que se disputan el control y el poder en la zona, como: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc-EP), el Ejército de Liberación Nacional (ELN), Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), Bacrim, narcotraficantes, mineros y demás corporaciones de economía de muerte.

4Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.

5Las Farc-EP.

6Llevarse contra su voluntad a sus objetivos militares en embarcaciones fluviales.

7Tipo de población asentada desde tiempos inmemorables en las playas de Vigía y Mulatos con marcaciones corporales como su piel blanca, sus nalgas aplanadas, sus cabellos lisos y muchos de ellos con ojos claros (Eduardo Restrepo, 2016).

8Entrevista en el marco del trabajo de campo.

9Según Ricardo Cundumi Jr. (2020), «los coroseños provienen de un palenque llamado balsita ubicado en el municipio Guapi Cauca, el nombre proviene de una vereda llamada Corozo. Nosotros somos de un linaje de negros cimarrones luchadores, que escapó al Pacífico, liberándose de las cadenas de la esclavitud. Nos ganamos la fama de malos porque nunca doblegamos la cabeza, porque siempre estuvimos dispuestos a morir por los nuestros, luchamos juntos siempre. Nunca fuimos domesticados, y por eso hoy cargamos el estigma de gavilleros, peleoneros, pero en realidad somos una raza de guerreros».

11Entrevista en el marco del trabajo de campo.

Recibido: 28 de Junio de 2021; Aprobado: 27 de Septiembre de 2021

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