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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.43 Bogotá July/Sept. 2022  Epub Mar 31, 2022

 

Articles

Puntos de Partida. Etnografías colaborativas y comprometidas

Points of Departure. Collaborative Engaged Ethnographies

Pontos de Partida. Etnografias colaborativas e engajadas

Leticia Katzer1 

Aurora Álvarez Veinguer2 

Gunther Dietz3 

Yanett Segovia4 

1https://orcid.org/0000-0003-3233-7559 Universidad Nacional de Cuyo-Conicet, Argentina lkatzer@mendoza-conicet.gob.ar

2https://orcid.org/0000-0003-1181-8214 Universidad de Granada, España auroraav@ugr.es

3https://orcid.org/0000-0002-1487-2673 Universidad Veracruzana, México gdietz@uv.mx

4https://orcid.org/0000-0003-2902-2556 Universidad de Los Andes, Venezuela yanett.segovia6@gmail.com


Contextualización

Cuando parecía que la palabra «etnografía» se diseminaba y diluía en un oleaje de teoricismo antropológico globalizante, en los últimos años viene retomando fuerza y peso propio, al punto de devenir como un umbral que trasciende y tensa el propio marco disciplinario de la antropología y el propio estatus de método. Esta dislocación ha movilizado una profunda discusión epistemológica, ética y política donde las nociones de «colaboración» y «compromiso» vertebran y tensan los procesos de subjetivación científica.

En la actualidad, las etnografías colaborativas y comprometidas (en adelante ECC) configuran un dominio de saber en el que confluyen perspectivas, enfoques, alcances y proyecciones muy diversos. Contrario a propiciar un uso ligero y generalizado como por momentos parece advertirse, nuestro esfuerzo está puesto en brindarle especificidad, rigurosidad y profundidad. «Colaboración» conforma un dominio que liga una agentividad y vocabulario propio. «Etnografías» (en plural), «colaboración» y «compromiso social» configuran horizontes semánticos y horizontes de acción que nos llaman a reflexionar no ya desde recetas, manuales y programas sino desde preguntas:

¿Mediante qué formas, dispositivos y procesos construimos saberes y producimos sentidos socialmente? ¿Qué aristas debemos tener en cuenta para materializar la decolonización epistémica sin que esta quede reducida a una mera enunciación retórica? ¿Qué resultados concretos se proyectan en los ámbitos sociales donde desarrollamos las investigaciones? ¿Qué dimensiones epistemológicas y políticas prevalecen cuando reflexionamos sobre los procedimientos, decisiones, acuerdos y desacuerdos con los sujetos sociales partícipes en el proceso de investigación etnográfica?

Intentar redefinir los devenires etnográficos para los complejos tiempos actuales y desde una responsabilidad de acompañamiento e involucramiento social, en un proceso que será siempre inacabado, es el horizonte de nuestra propuesta etnográfica cuya posibilidad de visualización emerge desde un posicionamiento epistémico. Una irreverencia en el sentido de practicar una des-ontologización de las políticas controladoras poniendo en cuestión todo disciplinamiento dentro de esquemas estrechos y coercitivos de toda índole, considerando, junto a Alejandro Moreno Olmedo (2009), que toda investigación, toda elaboración sobre algo, todo discurso, es, al fin y al cabo, falso. Lo verdadero es la inmersión vital en la realidad.

Se convoca a asumir a la etnografía como narrativa, como proceso y como experiencia. Y al autor como un ente implicado, lo cual abre la posibilidad de desconfiar y rechazar las formaciones discursivas dominantes y sus efectos, apareciendo entonces en un primer plano la voz de las personas, los colectivos o comunidades, que, al no ser considerados como simples objetos de conocimiento sino como sujetos con voz, con presencia, con sus deseos y proyectos propios, contribuyen a desenmascarar los juegos de poder. Es un posicionamiento en el que hemos confluido y nos ha impulsado a conformar la Red Iberoamericana de Etnografías Colaborativas y Comprometidas. La apuesta incondicional de la Red ECC es a las capacidades y potencialidades propias de las comunidades, al acompañamiento en los procesos de autogestión y de autonomía, en su cotidianidad, en las luchas de su día a día, en la recuperación de la memoria histórica y, en términos más amplios, el compromiso y acompañamiento con la gente y comunidades con las que trabajamos con capacidades críticas y comprensivas de su propia realidad. Es el acompañamiento comprometido con las comunidades, a la revisión permanente de lo que somos y queremos identificando nuestras intencionalidades, y en ese proceso, ir construyendo conocimiento.

El dominio de saber de las ECC tiene su propia genealogía, y como tal, como genealogía, no se inscribe en un origen puro o una identidad esencial replegada sobre sí misma, sino más bien en sucesos, movimientos, pliegues y fisuras que le imprimen un dinamismo constitutivo y una heterogeneidad irreductible. Parte de esta matriz móvil y heterogénea la han conformado la transdisciplinariedad, los condicionamientos geopolíticos diversos y las reconfiguraciones biopolíticas del conocimiento, entre las que se destacan la crítica epistemológica del colonialismo, la deconstrucción y los feminismos.

Si bien en esta introducción no podríamos precisar con detalle una genealogía del enfoque colaborativo y comprometido, dada la gran amplitud y alcance en términos históricos, disciplinarios y geopolíticos, sí nos parece importante reconocer estas cualidades genealógicas en oposición a cualquier pulsión de búsqueda de origen o esencia. En este marco solo nos remitiremos a referenciar ciertos planteos que nos han motivado e inspirado en la construcción de lo que entendemos un «común» específico.

En la base de estos enfoques reconocemos como pilar a la crítica anticolonial de los años 1950-1970, la cual se focalizó en problematizar las formas desiguales de contacto entre la sociedad occidental con las sociedades no occidentales (Gluckman, [1958] 1987; Balandier, 1951; Asad, 1973). Así, Max Gluckman (1958) propuso la categoría de «situación social», para referirse a las configuraciones interactivas conflictivas y cooperativas a la vez entre diversos grupos culturales. También por los años 1970, Rouch impulsa lo que pensaba como cine antropológico comprometido, promoviendo experiencias participativas e intervenciones desde el medio y registro fílmico (Rouch, 1974). Otros corpus que han tenido una fuerte impronta en las ECC han sido la crítica de Writing Culture y la Multi-sited Ethnography de los años 1980-1990 (Clifford & Marcus, 1986; Marcus, 1995) y el dominio de la Investigación-acción participativa de la mano de Fals Borda (1992[1980]) y Freire (1982). Si bien no del todo explicitado pero efectivamente inspirada en Edward Said, Michel Foucault y Jacques Derrida, los esfuerzos de la crítica de Writing Culture se volcaron a la descripción (o evocación, acudiendo a Stephen Tyler) e interpretación o comprensión de la etnografía como un género distintivo de escritura en tanto creación colonial de la alteridad, problematizando las formas de dominación, desigualdad y poder en las narrativas etnográficas. En el segundo, desde locus geopolíticos y disciplinarios diferentes, promovieron la generación de diferentes experiencias de investigación participativa donde remarcaron el carácter de praxis política transformadora sobre la base de la configuración de un sujeto de saber crítico y reflexivo. Un poco más adelante, Donna Haraway (1988) introdujo la perspectiva feminista como anclaje de la producción de conocimiento situado, en paralelo con los sendos aportes de Gloria Anzaldúa (1999) quien ha fortalecido esta línea de cuestionamiento a los mecanismos de dominación de la sociedad moderno-capitalista que coloca su centro y toma su fuerza en las luchas inclaudicables contra el patriarcado y toda forma de discriminación racial, étnica o cultural que siempre, de una u otra forma, están entrelazadas con la lógica moderno/colonial con que el capital impone su control sobre la vida humana.

Teniendo en cuenta parte de este doble recorrido, Pacheco de Oliveira (1999) propuso la categoría de «situación etnográfica» para caracterizar la dimensión colonial como constitutiva de las relaciones etnográficas, sosteniendo que el reconocimiento del contexto histórico-social constituye un punto de partida para examinar los condicionamientos que intervienen en el proceso de trabajo de campo (Pacheco de Oliveira, 1999) dado que la posición de los interlocutores en la estructura social, las expectativas individuales, experiencias y relaciones previas de los sujetos, y recursos simbólicos y materiales constituyen intermediaciones que definen las propiedades de las relaciones y, por ende, los alcances del conocimiento producido. En esto, Hale (2001) afirmó su postura activista, apuntando a la formulación de estrategias de transformación de estas condiciones mediante la cooperación directa con los colectivos con los que se trabaja. En una dirección similar, Vasco (2002) señaló la importancia de la reconstrucción de las metodologías de trabajo de campo a partir de insertar sus objetivos en los propósitos políticos de la comunidad con la que se está trabajando. De esta forma, al trabajo de observación participante o de participación observante, construcción de datos y su procesamiento, se incluye el trabajo de investigar mediante reuniones de discusión. Así, apeló a «formas propias de etnografía» (Vasco, 2007) que integran la acción participativa, el compromiso social y político. Este sentido «militante» de la etnografía buscó superar la división entre investigación y práctica, entendiendo que el conocimiento etnográfico producido en colaboración tiene como objetivo facilitar la activación y la autorreflexión en curso sobre las metas, tácticas, estrategias y formas de organización (Juris, 2007). En este sentido, se parte de los entendimientos, experiencias y relaciones generadas a través de la organización como un método de acción política y una forma de conocimiento (Shukaitis & Graeber, 2007).

Así, en la línea de problematizar las diversas modalidades de interacción entre los etnógrafxs y las comunidades con las que se trabaja, de analizar las complejidades y ambigüedades del proceso de construcción etnográfica, la noción de «colaboración» o «colabor» fue adquiriendo cada vez más relevancia teórica, al punto de convertirse en un enfoque metodológico preciso (Lassiter, 2005; Rapapport & Ramos Pacho, 2005; Leyva Solano & Speed, 2008). Entendido el vínculo etnográfico como colaborativo, el «informante» pasa a ser concebido como consultor o coteorizador (Rapapport & Ramos Pacho, 2005) y socio epistémico (Marcus, 2008), reconociendo en estas categorizaciones la agentividad de su labor conceptual, de interpretación/escritura (Barabas & Bartolomé, 2003) en tanto producción conjunta de conocimiento (Tamagno et al., 2005). En esta línea, las tradicionales relaciones de investigación etnográfica pasan a ser concebidas como colaboración, y las narraciones del trabajo de campo y de la escena del encuentro etnográfico pasan a ser consideradas como «textualmente obligatorias» (Marcus, 2008). Esta textualización de los procesos etnográficos fue propiciando un espacio de reflexión, donde elaborar las divergencias, las tensiones con los sujetos con los que trabajamos, tomando distancia de aquella etnografía entendida como «romanticismo simplista» (Gonçalves, 2008). En sintonía, Piault (2002) planteó que esta forma de trabajar no se reduce a una especie de método de participación efectiva, sino que da cuentas de paradojas de la alteridad exteriorizadas en las dinámicas de construcción de las etnografías. En todos los casos, se pone el énfasis en la coteorización, codiseño, coedición y debate de resultados.

Ahora bien, en la última década la matriz de análisis de las ECC se diversifica y complejiza aún más encadenándose transdisciplinariamente toda una terminología asociada tal como etnografía colaborativa, participativa, militante, compartida, comprometida, activista, poscolonial, decolonial, que descentra el peso y centralidad dada inicialmente a la noción de «coteorización» o «construcción conjunta de saberes» e inaugura un nuevo «giro colaborativo».

Entre estas trayectorias se ha remarcado la dimensión comunitaria y caminante de la etnografía colaborativa, mostrando cómo esta forma de etnografía define maneras de pensar y estar en-común desde el valor del errabundeo, la sensibilidad, la huella y la creatividad (Katzer, 2019). Así se ha sostenido que la cualidad de «comunal» nos expone a dinamismos que hacen de los consensos comunes mucho más acuerdos inestables y provisorios que instancias acabadas y definidas (Katzer & Samprón, 2011).

La etnografía colaborativa se asienta en su carácter colectivo y relacional, apuesta por un encuentro (intersubjetivo) que permite reconocer otros saberes-haceres-sentires (intercorporal) y buscar otras formas para dotar de centralidad al grupo frente al individuo (hacer en común). Es por ello que concebimos las ECC como procesos dialógicos en los que la intersubjetividad e intercorporeidad de la etnógrafa procura mantener un continuo intercambio lo más horizontal posible de saberes-haceres y de sentipensares (Escobar, 2014) de «doble vía» con la o las comunidades con las que colabora y se compromete. Esta doble vía abarca desde la co-formulación del problema a investigar hasta la co-autoría de los resultados obtenidos. Ello implica superar el logo y verbocentrismo de los métodos convencionales de generación de «datos» y «productos» académicos recurriendo a encuentros, intercambios y talleres.

Utilizamos la idea de estrategia de conocimiento y no el de herramienta porque lo buscado no es algo instrumental ni definitivo, ni siquiera dentro de un ámbito reducido o específico de trabajo, menos aún algo con pretensiones de validez universal y basado en una supuesta neutralidad de las ciencias, sino más bien un compromiso con personas reales, con comunidades en dinámicas permanentes de vida y de sobrevivencia. El compromiso al que nos referimos busca sin ambigüedad alguna la construcción de alternativas transformadoras que nos involucran donde hacemos énfasis en las maneras de interactuar y dialogar con la gente que está involucrada con nuestras investigaciones, de acudir a las memorias de nuestros pueblos, de comprometerse ética y políticamente desde el hacer investigativo y/o del activismo político que cada una y uno de los autores y autoras impulsa.

En el marco de la implementación de un proyecto de «investigación-acción» dentro del Programa Antropología en Colabor del Citra-Umet Conicet (Argentina), Fernández & Carenzo (2012) dimensionaron los talleres participativos no solo como espacios de registro, elaboración de datos y de construcción de problemas de investigación antropológica, sino también como instancias de objetivación colectiva de su práctica cotidiana, puntualizando cómo dicha dinámica los fue involucrando crecientemente en la gestión cotidiana del colectivo con el que trabajaban. En un sentido similar y en el marco de una investigación compartida y comprometida desde el registro audiovisual, González Granados (2016) ha reconocido el taller como un espacio donde compartir resultados y análisis y como un instrumento de debate sobre los temas más significativos que van surgiendo.

Para Berraquero-Díaz et al. (2016), las ECC han sido identificadas como una forma de establecer compromisos personales, políticos y profesionales entre investigadores y comunidades siendo la colaboración una condición para desarrollar procesos de investigación y no tanto una concesión elegible de parte de los sujetos que investigan. También han destacado que para que las colaboraciones funcionen, deben articularse alrededor de aspectos nodales de la vida comunitaria.

Con todo, colaboración y compromiso social en el hacer etnográfico conforman la matriz que ha convocado a la conformación de la Red Iberoamericana de Etnografías Colaborativas y Comprometidas bajo el propósito de propiciar articulación y profundidad a diálogos desarrollados en el marco de diferentes espacios geopolíticos iberoamericanos: en el Congreso de Milán de EASA (2016), P042, The praxis of collaborative ethnography: knowledge production with social movements (Gunther Dietz, Alberto Arribas y Aurora Alvarez Veinguer; en el Congreso “Anthropological legacies and human futures” 14th EASA Biennial Conference at University of Milano-Bicocca 20-23 de Julio de 2016 ; en el Congreso Internacional de Antropología de la Asociación de Antropólogos Iberoamericanos en Red (AIBR, Barcelona, 2015 y 2016), con los simposios «Etnografías colaborativas: tentativas para decolonizar las prácticas de investigación» y «Etnografías colaborativas reloaded: experiencias de andares compartidos con los sujetos de investigación» (Aurora Álvarez Veinguer y Gunther Dietz); en el Congreso de Antropología de la Federación de Asociaciones de Antropología del Estado Español (Valencia, 2017) con el simposio «Etnografías colaborativas: experimentando desde las antropologías comprometidas» (coordinado por Aurora Álvarez Veinguer & Gunther Dietz) y el Centro de Etnografías Comprometidas (CEEC), creado en el año 2013 por un grupo de investigadoras e investigadores (Yanett Segovia, Carmen Rosillo, Yanitza Albarrán, Félix Ángeles y otras); en el V Congreso Latinoamericano de Antropología (Bogotá, 2017) con los simposios «Antropología de la biopolítica y deconstrucciones etnográficas (pos) coloniales. Lecturas epistemológicas y metodológicas» y «Hacia una etnografía irreverente y comprometida» (Yanett Segovia y Carmen Rosillo) y que continúa en el marco del VI Congreso Latinoamericano de Antropología (Montevideo, 2020) con la mesa redonda «Etnografías colaborativas y comprometidas» y una mesa de trabajo (organizada por Leticia Katzer y Yanett Segovia); en el Capítulo Región Caribe Colombiano, como parte del II Congreso Internacional de Antropologías del Sur, organizado también por Katzer y Segovia (Cartagena, 2021); en el I Encuentro de Etnografías Colaborativas y Comprometidas de Argentina (Argentina, 2021); y en el Conversatorio de la Red Iberoamericana de Etnografías Colaborativas y Comprometidas (Congreso AIBR, Portugal, 2021).

¿Qué entendemos por colaboración y compromiso?

Aún en la diversidad de conceptualizaciones, perspectivas, enfoques, alcances de las ECC, prevalece una idea generalizada de etnografía colaborativa como «co-teorización» o «producción conjunta de saberes». Por el contrario, sostenemos que las ECC constituyen no solo una práctica de construcción conjunta de saberes sino también y fundamentalmente, una matriz comunal y artesanal que nos involucra y compromete socialmente en acciones colectivas y preocupaciones públicas, trascendiendo los espacios estrictamente cognitivos e interviniendo/modificando las realidades de los espacios donde trabajamos.

Entre algunos puntos que se plantearon en el conversatorio de Etnografías Colaborativas y Comprometidas del 7° AIBR (2021)[5], nos interesa destacar dos principalmente: la crítica al formato de receta y manual que demarca la etnografía en un formato normativo y programático y el énfasis en reemplazar el término «método» por el de «prácticas de investigación», apuntalando a modalidades y estilos con los que transitamos y errabundeamos no solo las investigaciones sino también los procesos sociales que estas producen más allá de las órbitas institucionales académicas. Aquí es donde un nuevo giro colaborativo deconstruye el estatus colonial de método asignado a la etnografía y anuda las dimensiones comunal y artesanal como constitutivas de su devenir. Así, destacamos como referencias principales de las ECC, la crítica epistemológica del colonialismo, la doble reflexividad, la cualidad artesanal, la cualidad comunal, y en consecuencia de todo ello, la cualidad de no-método.

Las ECC apuntan a la deconstrucción de las epistemologías y metodologías coloniales de la etnografía respecto de cómo producimos saber, mediante qué esquema epistémico y práctica de relación con la alteridad. Ponen el eje en la deconstrucción no solo de las formas epistémicas coloniales de producción del saber sino también de las formas coloniales de interacción social con lxs otrxs. Se focalizan en desedimentar las formas ontologizadoras y logocéntricas de subjetivación para así dar lugar de enunciación y acción a espacialidades etnográficas no reconocidas en la normatividad.

Apuntamos la tentativa de abandonar el «método» para anticipar un despliegue plural y diverso de un «no-método» (un hacer-estar sin un camino marcado a priori), lo que no debería confundirse con unas prácticas de «espontaneidad liviana» (Santos 2019, p. 2015). Apostar por el «no-método» responde a un intenso y continuado ejercicio de reflexividad a lo largo de todo el proceso que requiere de una permanente e ininterrumpida vigilancia que no deje de preguntarse sobre qué se está haciendo, cómo y por qué, y para quién y por qué produce sentido hacerlo de ese modo y no de otro. Un «no-método» que nos invita a sumergirnos en lo inesperado, en lo improvisto, lo no planificado y no anticipado. Un dejarse llevar por las situaciones que se van desplegando en el proceso, pero que difícilmente se pueden anticipar o proveer de antemano. Un «no-método» que nos invita hacer y estar en la investigación de otro modo, expuestas a las derivas que cada situación y contexto de investigación. De ese modo, ya no puede haber recetas y pautas diseñadas de antemano, definidas a prior, ni relatos normativos en abstracto que puedan ser traducidos y aplicados en cualquier contexto de investigación. Nuestra tentativa del «no–método» plantea sumergirse de lleno en las prácticas territorializadas y encarnadas de las diferentes situaciones.

A lo largo de todo el proceso de investigación y colaboración, distinguimos entre dos reflexividades diferentes: los procesos explícitos y conscientes de subjetivación de las personas que investigan (reflexividad autorreferencial) y los procesos de subjetivación de los sujetos que participan y/o colaboran en la investigación (Dietz & Álvarez Veinguer, 2014); el resultado es una etnografía comprometida y colaborativa que por tanto hemos denominado «doblemente reflexiva», ya que la arriba mencionada «doble vía» de procesos dialógicos entre las intersubjetividades e intercorporeidades de ambos tipos de partícipes genera reflexividades diversas, contextuales, comprometidas a la vez que honestas e irreverentes, características que para nosotras constituyen el núcleo indispensable de cualquier etnografía colaborativa (Dietz, 2019). Por consiguiente, métodos específicamente colaborativos y participativos que provienen originalmente de la investigación-acción participativa complementan los clásicos métodos etnográficos en una concatenación en espiral: se van alternando y profundizando momentos o fases de sistematización de datos emic (entrevistas dialógicas, diálogos-debates, historias de vida colectivas) versus etic (observaciones participantes-militantes) con momentos o fases de intercambio y yuxtaposición de análisis e interpretaciones a menudo divergentes (talleres intersaberes u otras formas de contrastación de reflexividades).

Las ECC construyen «comunes» consolidándose a través de la experiencia propia de quienes participan y la de lo que en conjunto se construye y logra comunalizar. Es decir, desde esta perspectiva, los llamados «consultores» no son solo «socios epistémicos» o «co-teorizadores» sino que en el proceso etnográfico colaborativo se vuelven también «socios políticos», en el sentido de que se renegocia el lugar en el campo establecido por la gente y se fijan las coordenadas de un compromiso de acción colectiva compartida, así como de definición conjunta de metas respecto a una preocupación pública común (Katzer, 2020). La ECC no es solo construcción conjunta de saberes sino también y centralmente la traducción de esa construcción en el diseño, planificación y ejecución conjunta de un plan de acción que busca responder a necesidades planteadas durante el mismo proceso de investigación. Desde nuestras experiencias en contextos muy diversos, coincidimos las cuatro personas que firmamos el presente texto, que uno de los quiebres, así como potencialidades que acompañan a las etnografías colaborativas es su apuesta por las practicas investigadoras de lo(s) común(es) (Katzer, 2019; Álvarez Veinguer & Sebastiani 2020). Y que hacer etnografía significa meterse en un verdadero laberinto de complejidades teóricas y metodológicas, pero también significa asumir la obligación de una postura ética, marcado por el compromiso social en relación a las comunidades, pueblos, sujetos sociales abordados en nuestras investigaciones (Segovia, 2021). El desafío es, entonces, construirnos una estrategia de conocimiento, en este caso etnográfica, que tome en consideración el conocimiento que se genera anudado, necesariamente, con la postura ética y política que corresponde.

Podríamos asumir que toda investigación está en cierto modo comprometida, con sus objetivos, con la búsqueda de unas respuestas a sus interrogantes, con el desarrollo de su ejecución, y/o con la institución que realiza el encargo, o con los motivos que la justifiquen, etc. Generalmente existen dos acepciones habituales asociadas con la noción «comprometida», por una parte, remite a una situación que es difícil o peligrosa y por otra parte, hace alusión a una persona que asume un compromiso, una responsabilidad, un deber o común acuerdo. Desde nuestra experiencia en los procesos de co-labor en las etnografías colaborativas, ambos usos encuentran resonancia. La etnografía colaborativa, tal como la entendemos, lleva implícita una situación de incomodidad (irreverencia lo hemos nombrado también) porque implica un cuestionamiento, una contestación, una forma de respuesta a las maneras más tradiciones y hegemónicas de investigación. En ese sentido, es una forma de hacer periférica, no valorada, no reconocida y en cierto modo incomoda, porque pone en cuestionamiento algunos de los cimientos de los preceptos básicos del trabajo investigador. Es un hacer-estar indisciplinado. Aunque para muchas personas podría parecer una necesidad ya superada, seguimos experimentando tanto en los contextos de la docencia (especialmente con los primeros años de formación), pero igualmente en numerosos congresos y foros que presentamos nuestro trabajo (nos referimos especialmente al contexto universitario) cierto escepticismo, y sobre todo, una aparente incomodidad cuando comenzamos a cuestionar o interrogarnos por las formas metodológicas más asentadas en las ciencias sociales. Intentar superar y traspasar, los principios de objetividad y neutralidad, la autoridad del saber experto, la centralidad del conocimiento científico cómo modelo explicativo tal como se viene reivindicando desde múltiples espacios y contextos, así como apostar por la búsqueda en otras formas de hacer (Álvarez Veinguer, Arribas & Dietz, 2020), sigue percibiéndose en muchos auditorios como algo anecdótico, marginal, con poca relevancia que proviene de personas trasnochadas y grupos residuales que hacen ruido e incluso consiguen molestar. Esa primera concepción, resuena en nuestras experiencias.

La segunda dimensión de la noción «comprometida» está mucho más trabajada, teorizada desde los años 1970 y 1980 en el conjunto de las ciencias sociales, y se materializa especialmente en los orígenes de la IAP, por ejemplo Fals Borda lo señala de forma muy precisa: «el ethos de liberación/ emancipación va relacionado con un nuevo desafío intelectual: la construcción de un paradigma práctica y moralmente satisfactorio para las ciencias sociales, con el fin de hacerlas congruentes con el ideal de servicio» (Fals Borda, 2008, p. 85). Fals Borda lo denominará actitud empática hacia los demás, y lo denomina como «compromiso» o «vivencias» (2008), y para quien la IAP no es una forma de investigación, sino una forma de vida en sí misma.

En palabras de la filósofa Marina Garcés, «el compromiso es la disposición a dejarse comprometer, a ser puesto en un compromiso por un problema no previsto que nos asalta y nos interpela» (2013, p.63). Compartimos con Garcés, «el compromiso, cuando nos asalta, rompe las barreras de nuestra inmunidad, nuestra libertad clientelar de entrar y salir, de estar o no estar […] nos incorpora en un espacio que no controlamos del todo […]. Nos encontramos implicados en una situación que nos excede y nos exige, finalmente que tomemos una posición. Tomar una posición no es solo tomar partido (a favor o en contra) ni emitir un juicio (me gusta o no me gusta). Es tener que inventar una respuesta que no tenemos y que, sea cual sea, no nos dejará iguales. Todo compromiso es una transformación necesaria de la que no tenemos el resultado final garantizado» (Garcés, 2013, pp. 63-64). En esos términos, entendemos el compromiso.

Sin duda que la palabra «compromiso» no da cuenta por sí sola de un enfoque puesto que puede remitir a ángulos muy dispares. Puede referirse a la indagación crítica sobre los procesos estructurales que determinan las condiciones de vida de las comunidades con las que trabajamos, al compromiso con el cambio y la responsabilidad en procesos reivindicativos, al compromiso con lo que se entiende la descolonización del conocimiento, al compromiso personal con las historias de las personas con las que trabajamos, al compromiso con un trabajo éticamente responsable, al compromiso en la continuidad de investigación a largo plazo (Velásquez Prestán et al., 2018, p. 64), al compromiso con resolver problemáticas planteadas a lo largo de la investigación.

Tomamos las reflexiones de Judith Naidorf y sus compañeras acerca del compromiso-acción, donde refiere el rol de los intelectuales en América Latina, que, tal como afirman, aunque pueda ser tachado de ideológico, no queda por fuera de los procesos de creación del conocimiento, por el contrario, los enriquece y estimula. Una vez adoptada esa actitud, el compromiso-acción lleva al intelectual a tomar decisiones que condicionan su orientación profesional y su producción académica (Cfr. 2010, p.4). Estas decisiones tienen consecuencias directas sobre la realidad estudiada, y más allá de ella también, consecuencias que al ser evaluadas nos servirán para juzgar el tipo y la calidad del compromiso adoptado que, por lo mismo, será visible en los resultados, aunque no se le haya explicitado.

Por otra parte, para Velásquez Prestán et al. (2018, pp.85-87) la etnografía comprometida debe ser colaborativa, pues implica involucrarse de manera directa con las comunidades; reflexiva, en tanto interpela las presuposiciones de las y los investigadores, dejando de lado la división investigador-investigado; audaz, en tanto implica asumir riesgos en contextos violentos; camaleónica, porque obliga a las y los investigadores a encontrar estrategias que generen el menor impacto posible en las vidas de las comunidades, y perentoria: porque necesitamos visibilizar y aportar en las transformaciones de las realidades de las comunidades que nos acogen y a quienes debemos gran parte de nuestro trabajo investigativo. Por consiguiente, requiere el desarrollo de relaciones de largo plazo e investigaciones pertinentes para la comunidad en que se realizan. En cierto modo, las etnografías colaborativas y comprometidas, tal como las venimos presentando en estas páginas, se sustentan en la idea de dejar ser espectadorxs del mundo (abandonar la subjetividad espectadora).

De los artículos

Colaboración y compromiso social en el hacer etnográfico marcan el asunto que convoca a los diversos artículos reunidos en este número, en los cuales se discuten criterios de teorización y práctica etnográfica, tanto en el sentido de las formas de producción de saber cómo en los modos de relación etnográfica y de transformación social.

En el artículo «Hacia una etnografía comunal: experiencias desde Oaxaca, México», Edgar Pérez Ríos reflexiona en torno a la práctica etnográfica desde una perspectiva comunal, con base en la comunalidad como forma de vida de los pueblos originarios oaxaqueños. El autor retoma la idea de comunalidad como un horizonte epistémico y metodológico que permite identificar procesos comunitarios históricos en los cuales se inserta la etnografía como actividad comunal. Aquí enfatiza que las etnografías deben comprender el contexto específico de las comunidades de modo tal que puedan establecer las estrategias adecuadas que respondan a ese contexto, sin lo cual la etnografía no puede devenir en un ejercicio con sentido superador de su carácter extractivista.

En el artículo «El caleidoscopio “bricoleur” en etnografías colaborativas. El caso de la cruz de mayo afroandina, Valle de Azapa, Chile», Nicole Chávez González instrumentaliza el concepto de «bricoleur» y nos invita a explorar sus puntos de inflexión en relación a las metodologías colaborativas/participativas, desde lo teórico y lo empírico. Para ello, ilustra las decisiones y estrategias metodológicas desplegadas a lo largo de su investigación consistentes en la producción de «escritos propios» y fotografías participativas, desarrollados por las y los participantes afrodescendientes, aymara y afroandinos del valle de Azapa, Arica, Chile, los cuales son tomados como evidencia de un proceso etnográfico que busca alejarse de prácticas extractivistas y colonialistas.

En el artículo «Investigación antropológica y compromiso político: reflexiones teórico-metodológicas sobre el trabajo de campo con organizaciones de la ciudad de Rosario (Argentina)», Agustina Cinto y Licia María Lilli analizan aspectos teórico-metodológicos vinculados a la relación entre producción de conocimiento social y compromiso político, que se desprenden de la investigación antropológica junto a organizaciones en dos campos distintos: uno centrado en la experiencia político-sindical de trabajadores/as rurales, nucleados/as en la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP); el otro, en la construcción de políticas de la memoria por parte de organismos de derechos humanos en torno al ex centro clandestino de detención (CCD) Servicio de Informaciones.

En el artículo «Formas comunes y artesanales de la etnografía colaborativa», Leticia Katzer y Aurora Álvarez Veinguer ponen a conversar dos experiencias de etnografías colaborativas y comprometidas desde dos contextos muy diferentes, pero que encuentran resonancias en las formas, los estilos y las preguntas de los procesos. Por una parte, una experiencia de una investigación junto a Stop Desahucios Granada 15M (SDG15M) (Andalucía, Estado Español) que comenzó en 2015 junto a un movimiento que lucha por el derecho a la vivienda digna y por otro, una investigación etnográfica junto a comunidades originarias y rurales del departamento de Lavalle (Mendoza, Argentina) que comenzó en el año 2004. El artículo se detiene en dos hitos-dimensiones cruciales (para ambas autoras) de las etnográficas colaborativas: la dimensión comunitaria y la dimensión artesanal. Atendiendo a esta doble dimensión, cuestionan la condición de «método» a través de su experiencia para aproximarnos hacia sus potenciales políticos y creativos.

En el artículo «Etnografía colaborativa en pandemia: procesos interculturales en estudiantes y egresadas de la universidad veracruzana intercultural», Cuauhtémoc Jiménez Moyo y Gunther Dietz nos aproximan a los desafíos que trajo el confinamiento y nos comparten la forma en que tuvieron que improvisar sus metodologías a partir de los recursos tecnológicos disponibles, las experiencias acumuladas de las personas investigadoras y las narraciones de las experiencias de las estudiantes. Estamos ante una investigación colaborativa junto a seis estudiantes de la Universidad Veracruzana Intercultural, ubicada en el estado de Veracruz, México.

En su artículo «Apuntes metodológicos para una construcción colectiva de conocimiento sobre procesos reivindicativos de mujeres en la Triple Frontera Internacional (Argentina, Paraguay y Brasil)»,, Débora Betrisey y Laura Calle acompañan una serie de movimientos de mujeres articulados al espacio transfronterizo argentino, paraguayo y brasileño a partir del ejercicio de una etnografía que se compromete con y contribuye a la articulación, a la deliberación y a la emancipación de estos colectivos crecientemente transnacionales de mujeres.

Por su parte, Francesca Paola Casmiro Gallo sistematiza en «“Mi colonia nació por invasión”. periferia y matria desde la mirada de niños y niñas en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas» los resultados de una investigación colaborativa con madres de niñas y niños de una escuela primaria en la periferia urbana de la capital chiapaneca. Combinando métodos de la educación popular y de la investigación-acción participativa, por un lado, y de la etnografía colaborativa, por otro lado, la autora ilustra cómo se logra generar interpretaciones y conceptualizaciones emic de las propias mujeres protagonistas, como en el caso del concepto de «matria».

En su contribución «Etnografía colaborativa, investigación acción participativa y participación radical en contextos de racialización»,, Viviana Parody retoma la distinción, comparación y confluencia entre métodos participativos y métodos colaborativos. Su investigación detalla cómo un proyecto de radio universitaria bonaerense logra explicitar y problematizar la racialización de poblaciones afrodescendientes a través de una «participación radical» que recurre a una novedosa investigación performativa.

Duvan Escobar, en su artículo, «Autoridad etnográfica: trabajo de campo y producción de conocimientos compartidos», logra desarrollar con rigurosidad los desafíos actuales de la etnografía en América Latina y responde con gran acierto al interrogante que se hace sobre el papel que ocupa un etnógrafo en la realidad social a la cual se aproxima. Logra develar la importancia de la producción de conocimientos compartidos entre quienes son llamados «interlocutores» y los investigadores.

Ana Cecilia Arteaga Böhrt, en su artículo «Experiencias desde el proceso etnográfico colaborativo y feminista con organizaciones de mujeres indígenas» realiza, nos muestra, con gran potencial teórico, los aportes realizados en las comunidades donde trabaja. Procuró, con gran decisión, nutrir los procesos colectivos de las comunidades escogidas a través de lo que ella misma denomina compromiso político. Reconoce que la producción de conocimientos es imposible sin la participación activa de los actores sociales y el reconocimiento profundo de la diversidad epistemológica que ellos representan.

Macarena del Pilar Manzanelli, en su artículo: «Del “chica, andas con los ojos cerrados” al “no te olvides, espero que vuelvas”» logra moverse desde la «superficie» —las narrativas recolectadas— a las «raíces» de las historias —relaciones asimétricas de poder y objetivos políticos de los/as interlocutores—, en los dos pueblos diaguitas de la actual provincia de Tucumán (Argentina). Reflexiona sobre la práctica etnográfica comprometida a partir de dos preguntas que se hace: ¿cuáles son los roles que asumimos los/as investigadores/as en las relaciones con los/as interlocutores? y ¿qué implicancias afectivas y políticas y de compromiso se tejen? Concluye que la etnografía refleja un modo experiencial y singular de ser, pensar y estar con el otro, con la potencialidad de visibilizar y modificar situaciones de opresión.

Con todo, los trabajos que componen este número de Tabula Rasa, aportan elementos teóricos y contextuales para la comprensión de las etnografías colaborativas y comprometidas desde enfoques múltiples y variados tanto en su alcance analítico como en sus proyecciones empíricas.

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1Doctora Universidad Nacional de La Plata. Investigadora Conicet.

2Ph.D. University of Wales, Bangor (Reino Unido). Investigadora Profesora e investigadora Universidad de Granada.

3Ph.D. Universität Hamburg. Profesor-investigador Titular de la Universidad Veracruzana.

4Doctora Universidad Complutense de Madrid. Profesora Titular Universidad de Los Andes.

5Integrantes del panel: Gunther Dietz, Aurora Álvarez Veinguer, Yanett Segovia y Leticia Katzer

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