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Tabula Rasa

versión impresa ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.43 Bogotá jul./set. 2022  Epub 02-Mar-2022

 

Articles

«Mi colonia nació por invasión». Periferia y matria desde la mirada de niños y niñas en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas

“My Neighborhood Stemmed from Unlawful Occupation”. Periphery and Motherland in the Eyes of Little Boys and Girls in Tuxtla Gutiérrez, Chiapas

“Minha colônia nasceu por invasão”. Periferia e matria desde o olhar de meninos e meninas em Tuxla Gutiérrez, Chiapas

Francesca Paola Casmiro Gallo1 

1https://orcid.org/0000-0002-8627-9238 Universidade de Coimbra[1], Portugal francescagallo@ces.uc.pt


Resumen

El objetivo del artículo es analizar la mirada de niños y niñas, habitantes de la periferia de Tuxtla Gutiérrez (Chiapas), sobre sus matrias, es decir, sus territorios familiares, las colonias de procedencia. Después de una breve contextualización del área urbana donde está ubicada la comunidad escolar primaria El Quetzal, con quien se ha llevado a cabo la investigación, se construyen dos categorías: periferia y matrias. El proyecto ha requerido de una metodología colaborativa en línea con las necesidades de las madres de familia: la organización de círculos de lectura con niños, acciones educativas pensadas desde la educación popular, la investigación-acción participativa (IAP) y las recientes metodologías colaborativas que se han desarrollado en México y América Latina.

Palabras clave periferia; matrias; niños; metodologías colaborativas

Abstract

This article aims to study boys and girls’ views, living in the outskirts of Tuxtla Gutiérrez (Chiapas), about their motherlands (matrias), that is, the territories they are familiar with, the neighborhoods they come from. After a brief review of the urban area where the primary school community El Quetzal is settled, we were able to build two categories: periphery and matrias. This project has adopted a collaborative approach to meet the needs of single head of household mothers, by starting reading circles with children, undertaking educational actions based on popular education, participatory action research (PAR) and the latest collaborative methodologies being developed in Mexico and Latin America.

Keywords periphery; matrias; little children; collaborative methodologies

Resumo

O objetivo do artigo é analisar o olhar de meninos e meninas, habitantes da periferia de Tuxla Gutiérrez (Chiapas), sobre suas matrias, isto é, seus territórios familiares, as colônias de procedência. Depois de uma breve contextualização da área urbana onde está localizada a comunidade escolar primária El Quetzal, com que se realizou a pesquisa, constroem-se duas categorias: periferia e matrias. O projeto requereu uma metodologia colaborativa alinhada às necessidades das mães de família: a organização de círculos de leitura com crianças, ações educativas pensadas desde a educação popular, a investigação-ação-participativa (IAP) e as recentes metodologias colaborativas que tem se desenvolvido no México e na América Latina.

Palavras-chave periferia; matrias; crianças; metodologias colaborativas

Introducción

«Acá, vivimos al día»: escuché muchas veces esta frase al conversar con las madres de familia en la escuela primaria El Quetzal[2], situada en la periferia de Tuxtla Gutiérrez. La institución escolar se encuentra en la colonia Las Granjas, la cual nació en los años setenta por invasión de familias que se unieron en un movimiento urbano independiente de los partidos políticos. Es la ciudad autoconstruida. Dicha población construye la ciudad informal en América Latina, practicando «el urbanismo de lo pequeño, cercano, mutable y cotidiano» (Sáez Giráldez, 2014, p. 420), el cual responde directamente a las necesidades de los habitantes. A diferencia de análisis tradicionales que trataban la informalidad sólo en términos de carencia, la línea de los investigadores latinoamericanos nos permite apreciar una perspectiva más abarcadora: «Son los pobladores, expulsados por los altos precios de alquileres, suelo y vivienda en la ciudad formal, que se toman las tierras de la periferia y la valorizan con su trabajo artesanal de servicios básicos» (Cabrera Arias, 2014, p.195).

Como estudiante de la especialidad en Procesos Culturales Lecto-escritores cuya finalidad era promover el hábito lector en áreas marginales del país, organicé un círculo de lectura durante el verano con niños del segundo grado (2011). Gracias a la maestría en Ciencias Sociales y Humanísticas, propuse el seguimiento del proyecto (2013). En esta nueva fase, la investigación guardaba una dimensión epistemológica más estructurada, el objetivo era visibilizar la mirada de niños y niñas que, en el círculo de lectura, habrían narrado sus matrias, es decir, las colonias de procedencia, estos territorios familiares que conforman la «orillada». Es una expresión de la oralidad popular. En ámbito académico sería mejor utilizar periferia o zona marginada, términos que no emplean los habitantes. En vez, «orillada» conjuga dos palabras: orilla, o sea, el borde, y «orillar» que en la acepción mexicana significa «llevar a alguien a una situación extrema» (Diccionario del español de México, 2022). «Orillada» es una palabra que cuando se pronuncia, conserva la fuerza metafórica del interlocutor que «aleja» y «empuja» en los márgenes a quien nombra.

Para leer esta realidad, me ayudaron dos categorías: periferia y matrias. Ahondar en los estudios sobre periferia que se han desarrollado en México y, especialmente, en Chiapas me permitió construir un estado del arte donde colocar el trabajo. En cambio, la categoría de matrias nació en la convivencia con los niños. La reflexión metodológica ha sido un eje esencial en los tres años de labor, puesto que la investigación quiso unir el trabajo científico con la acción pedagógica, insertándose en la tradición de las metodologías colaborativas. En fin, ¿cómo devolver lo aprendido?, es una pregunta que me ha acompañado desde que la investigación terminó y dejé México. En las conclusiones, propongo algunas posibilidades creativas.

Del centro a la periferia: breve contextualización histórica

Tuxtla Gutiérrez, cabecera municipal de Chiapas, situada en el Valle de Coyatoc, fue fundada por los indígenas zoques. Sucesivamente, los mexicas que acompañaban a los españoles tradujeron el nombre de la urbe en lengua náhuatl, Tochtlán, cuyo significado era «lugar donde abundan los conejos» (Serrano, 2019, p.99). En 1560, con la llegada de los dominicos y luego de los jesuitas que edificaron la iglesia de San Marcos, patrón de la ciudad, ella pasó a llamarse San Marcos Tuxtla (Escobar Rosas, 2000, p.71). En 1848, el gobernador de Chiapas modificó nuevamente el nombre para honrar al general Joaquín Miguel Gutiérrez, quien había apoyado la causa de la independencia de España y la anexión del estado a la Federación Mexicana. Sin embargo, el recuerdo de los primeros habitantes, los zoques, aún está presente en la vida cotidiana de los tuxtlecos, por ejemplo, en los platillos y en las danzas.

Hoy en día, la ciudad se ha convertido en una metrópolis, centro político y económico de Chiapas: «pasó de ser una simple aldea zoque en el siglo XVI a convertirse en capital de estado en 1892 y luego en la ciudad más poblada de Chiapas a partir de 1970» (Viqueira, 2009, p.42). Meta privilegiada para miles de migrantes que se iban empleando en la construcción de obras públicas como las presas La Angostura (1969-1974) y Chicoasén (1974-1980). Tuxtla requería fuerza de trabajo para las grandes renovaciones urbanas. Además, la ciudad se hizo refugio para todos los damnificados: habitantes del municipio de Chiapa afectados por el temblor de 1975, zoques obligados a dejar sus casas por la erupción del volcán El Chichonal en 1982, campesinos sin tierra de la región (Viqueira, 2009, p.59).

Por la posición geográfica, la periferia se ha ido extendiendo en las laderas del valle, entre barrancos y cañadas, en áreas montañosas. En el caso de la periferia nororiente, la más extensa (Escobar Rosas, 2000, p. 137; Viqueira, 2009, p. 61), la ciudad informal ha ido ocupando territorio silvestre que pertenecía al Parque Nacional del Cañón del Sumidero. En los años 70, empezaron las ocupaciones organizadas por movimientos urbanos conformados principalmente por migrantes del estado, quienes no podían acceder al mercado formal a causa de los ingresos bajos y precarios. Este sujeto político tuvo que mediar entre acciones organizadas en contra del municipio que quería desalojarlos y las concesiones que el poder político le ofrecía en cambio de la regularización. Las Granjas fue regularizada en los años 80 por la mediación del Partido Revolucionario Institucional (PRI) solo después de que los líderes del movimiento fueron encarcelados. De ahí la colonia que había conformado la primera línea de la orillada alcanzó una mejoría de servicios e infraestructuras, entrando en la legalidad y los antiguos invasores se convirtieron en propietarios legítimos de una vivienda.

Con el pasar de los años, el límite urbano no ha terminado de ampliarse, las invasiones siguen expandiéndose en detrimento de la naturaleza protegida por la creación del Parque Nacional Cañón del Sumidero (1980). Actualmente, los «paracaidistas», metáfora popular utilizada en México para nombrarlos, no son sóoo migrantes del estado, entre ellos aparece un segundo sujeto, los hijos y nietos de los antiguos invasores que recibieron los saberes urbanos y/o suburbanos de los padres. Ahora son ellos que ocupan tierra, invaden más ahí de las colonias regularizadas para adquirir un patrimonio, un capital que con el tiempo irá aumentando en cuanto el fraccionamiento reciba la regularización o sea reubicado. Es una «cultura de la marginalidad urbana», citando a Oscar Lewis (1961): «cultura» entendida como red abierta y cambiante, un conjunto de saberes familiares y estrategias adquiridas en sus vivencias en la «orillada» que los padres van trasmitiendo a los hijos, dispositivos creativos de defensa, en un sistema social y económico que es siempre más excluyente.

Un camino metodológico

Conocí la escuela primaria El Quetzal como estudiante de la especialidad en Procesos Culturales Lecto-escritores. Siendo extranjera y recién llegada a México, acepté la propuesta de una compañera: ir a conocer la escuela para ver si se podían llevar a cabo ahí nuestros proyectos. Mi colega había trabajado algunos años en la ONG Save the Children, la cual promovía los derechos de los niños en la misma escuela. El director fue amable, escuchó los proyectos y nos apoyó en cada fase. Al principio, mi propuesta no contemplaba una metodología colaborativa, el objetivo era promover el hábito lector con madres de familia. En varias ocasiones, el director nos presentó a la comunidad escolar y, en lo personal, promovió activamente el primer encuentro con las señoras en donde les habría presentado la propuesta.

El día preestablecido llegó pronto. Era septiembre de 2011. Recién había empezado el año escolar. Para la ocasión la escuela me había prestado un salón de clase. Aquella tarde llegaron solo dos madres, las cuales, disculpándose, me dijeron que las demás tenían demasiados compromisos laborales y no habrían podido participar en el proyecto. Amablemente las señoras me preguntaron si quería hacer algo útil para ellas. Me propusieron entonces organizar talleres de lectura para niños: en el verano, cuando la escuela se cierra, las madres trabajadoras no saben con quién dejar a sus pequeños y las calles de la periferia son muy peligrosas. Acepté de una vez, aunque nunca había trabajado con niños. Hice lo mejor que pude, analizando la bibliografía existente y empezando el trabajo de campo. Como promotora de lectura en un área urbana marginada me inspiró la obra de Paulo Freire. La periferia norte oriente, mejor dicho, Las Granjas se convirtió en mi puerto de llegada.

Gracias a la maestría en Ciencias Sociales y Humanidades, seguí en la investigación, los seminarios metodológicos me permitieron complejizar la experiencia educativa anterior. También en esta nueva fase que duraría dos años, la labor se habría desenvuelto por medio de una acción educativa pensada desde la educación popular. La escuela me permitió acompañar a los docentes en su trabajo cotidiano, accediendo regularmente al salón de clase para la observación. Esta primera parte de labor etnográfica, me dio la posibilidad de conocer aún más a los alumnos con quienes organizaría el segundo taller de verano (2013), en efecto, el objetivo general era organizar un círculo de lectura que trascendiera los postulados de la educación formal, donde dejar emerger la mirada de los niños y niñas sobre las colonias de procedencia. Sin duda, la promoción del hábito lector fue un instrumento metodológico de agregación que percibían de forma reflexiva, la cual representaba para ellos la posibilidad de afinar sus competencias en un clima agradable: «quiero leer para ser alguien en la vida», dijo Rosa; «Si quisiera solo jugar, me quedaría en mi casa», añadió Paola.

Entré en contacto con otro tipo de infancia, diferente de la que había vivido y conocido en Europa. El trabajo doméstico (cuidar a los hermanos menores, preparar la comida, ayudar en el aseo de la casa, etc.) que los escolares cumplían en los hogares, les permitía seguir siendo niños en el sentido occidental de la palabra, es decir, las responsabilidades asumidas no les negaban la alegría y curiosidad de la infancia. Este primer tipo de ocupación doméstica se vinculaba con la primera labor remunerativa que practicaban fuera del hogar, facilitada por las mismas familias. Los niños empezaban a trabajar como albañiles y/o vendedores informales con sus padres, asimismo, las niñas se empleaban como empleadas domésticas en el circuito familiar más próximo (tías, vecinas).

A pesar de la amabilidad que los maestros expresaron al dejarme entrar en el salón en calidad de observadora, no podían esconder una ligera perplejidad. Sentada en una mesita en el fondo, observaba cómo funcionaban, concretamente, las dinámicas de la educación institucional. Durante el recreo, los alumnos se me acercaban: «¿Vas a dar otro curso de verano?». Ellos no estaban inhibidos, más bien expresaban curiosidad hacia mi presencia. En lo personal, no me sentía cómoda en esta función tradicional, pero dicha metodología me ayudó para fortalecer relaciones con el grupo del cuarto grado. En general, el trabajo de campo me permitió conocer maestros y colaboradores de la escuela (vigilantes, representantes de madres de familia), estos últimos eran los habitantes de las colonias que conforman la orillada.

Conocí el espacio de la escuela que, como una ventana abierta, me permitió ver y pensar el entramado social en el cual estaba inmersa; por un lado, la escuela como institución, mejor dicho, la experiencia escolar diaria, la cual, afirma Elsie Rockwell, fluye y se moldea entre las normas oficiales y la realidad cotidiana (2005, p.22); por el otro, me permitió pensar en un espacio de aprendizaje no-formal que nosotros mismos crearíamos cuando el año escolar hubiera terminado. En agosto (2013) niños y niñas, sentados en el piso, dibujaron y narraron sus experiencias de la orillada en el salón de una escuela pública entre sillas de madera anticuadas y ventanas sin cristales. Fuera, en el horizonte, se veía la nueva invasión que caminaba, las casas de plástico y cartón se esparcían, los techos colonizaban el verde jade de la reserva natural. Empezaba el atardecer y los suspiros frescos de la naturaleza.

El uso de la literatura tenía el poder de favorecer narraciones personales, creando un clima de alegría e intercambio. Leímos leyendas de Latinoamérica, poemas de José Martí, cuentos infantiles del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación que generaron debates en el salón. Durante el círculo, los participantes se entregaron al encuentro, significando sus matrias no solo mediante el lenguaje iconográfico y/o la palabra escrita, sus cuerpos las narraron tan genuinamente. En las actividades, sobresalió su «saber de experiencia» (Freire, 1997), los niños demostraron conocer la genealogía de las colonias y la localización política que ocupan en la urbe. Al principio sólo Marcos sintió vergüenza, pero se dio cuenta pronto que para los demás compañeros «la invasión» se había convertido en un hecho naturalizado, únicamente él lo percibía como acto irregular y delictivo.

Durante los años de investigación, profundicé las metodologías colaborativas, por ejemplo: la investigación acción-participativa (IAP) que trabaja para un cambio social (Ander-Egg, 1982); la investigación de colabor que camina hacia una descolonización de las mentes, cuerpos, prácticas e instituciones académicas (Leyva Solano & Speed, 2018, p. 471); la experiencia de coteorización de la Red de Artistas, Comunicadores Comunitarios y Antropólog@s de Chiapas, narrada por Köhler, cuyo resultado fue la creación del audiolibro, Sjalel kibeltik. Sts’isjel ja kechtiki. Tejiendo nuestras raíces (2010).

También fue importante profundizar los aportes epistemológicos y metodológicos de los Educadores Comunitarios Indígenas para el Desarrollo Autónomo (Ecidea) y de la Unión de Maestros de la Nueva Educación para México (Unem), quienes promueven un aprendizaje escolar significativo para los niños indígenas, arraigado en su realidad y en los conocimientos propios, pero, al mismo tiempo, abierto hacia otros conocimientos, en particular, aquellos científicos desarrollados por el mundo occidental (Guzmán Gutierréz et al., 2009, p. 9), cuyo objetivo final es promover un aprendizaje que pueda regresar a la comunidad.

Me pregunté varias veces si había alcanzado una investigación colaborativa, de siembra y no de extracción. Son incertidumbres que muchos jóvenes investigadores han sentido a lo largo de su trayectoria, al respecto Arribas Lozano plantea una pregunta epistemológica y emocional que me ha ayudado para aclarar lo vivido: «¿Qué hacemos cuando colaboramos?» (2020, p.242). Por medio de ella, el antropólogo chileno subraya el riesgo de quedarse aprisionado en «un debería ser», mejor dicho, en corpus teórico-metodológicos demasiados rígidos aunque nazcan de la voluntad genuina de horizontalidad. Por lo tanto, Arribas Lozano nos invita a analizar nuestras investigaciones con una mirada analítica y también flexible, consciente de los límites y de las potencialidades.

Me doy cuenta que en el proyecto, el papel de investigadora perdió grado de control (Arribas Lozano, 2020, p.248), fueron las madres de familias a proponer una acción educativa que les beneficiara y fuera útil para la educación de los niños. Gracias al apoyo de la comunidad escolar, fue posible construir un marco de codecisión que me permitió profundizar más aspectos del entorno y, a pesar de la inseguridad que se vive en el margen urbano, pude hacer trabajo de campo (observaciones, fotografías y entrevistas a colonos) en completa autonomía. Con los niños, por su tierna edad, decidí no utilizar entrevistas, más bien proponerles este espacio ameno donde experimentar una lectura colectiva lejos de evaluaciones y dinámicas escolares formales.

Aunque me encontrara en un ámbito urbano, veo algunos elementos en común con el movimiento educativo de la Unem: mi papel de investigadora se estuvo descentrando y, a su lado, desarrollé también el papel de educadora y acompañante de la comunidad escolar, reconociendo que los alumnos no solamente tienen que aprender del educador «y de los libros» —como subrayan los maestros indígenas— «sino que también aprenden de sus compañeros de salón, de sus hermanos, de sus padres y del entorno sociocultural en el que viven» (2009, p.11). En fin, estoy de acuerdo con las palabras de Arribas Lozano, quien evidencia como las metodologías colaborativas son contextuales y artesanales, no hay un decálogo universal a seguir, sino se reinventan en relación a sus protagonistas y espacios sociales (2020, p.242).

Periferia en México: un diálogo entre Oscar Lewis y Larissa Adler-Lomnitz

Sus obras antropológicas son clásicos para quien decide analizar el espacio social de la periferia en América Latina. A pesar de las diferencias conceptuales y metodológicas, en ambos encuentro una denuncia de las condiciones en las cuales viven miles de personas en México. Los hijos de Sánchez (1964) y Cómo sobreviven los marginados ([1975] 2003), respectivamente de Lewis y Adler-Lomnitz, representan estudios pioneros sobre la marginalidad urbana en Ciudad de México. En Chiapas, específicamente, en Tuxtla Gutiérrez, la vivencia de los «orillados» ha sido un tema ausente en las agendas de investigación hasta el comienzo del nuevo siglo con la publicación de Escobar Rosas, Espacio y sociedad en Tuxtla Gutiérrez (2000).

Oscar Lewis, procedente de la Universidad de Columbia, publicó en México su investigación sobre una familia de bajos recursos que vivía en una vecindad de la capital (1964). Por medio de una metodología de autobiografías múltiples, los integrantes narraron sus historias de vida sin el filtro aparente del investigador. El libro despertó un profundo malestar en algunos académicos de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, quienes condenaron la obra como «obscena y denigrante» (Lewis, 1964), denunciaron al autor y a la editorial. En 1965, la Procuraduría dio a conocer la resolución, manifestando que no había ningún delito que perseguir (1964).

«Este libro trata de una familia pobre de la ciudad de México» (1964): el objetivo del antropólogo era presentar una visión desde adentro, afirmando que se había hablado raramente de la pobreza urbana en las universidades mexicanas, ni los escritores que en otros países habían narrado tal condición habían aceptado el desafío de hacerlo. Aún más, Lewis subrayaba que la cuestión indígena en las agendas de investigación invisibilizaba a los habitantes pobres de la ciudad, los cuales eran casi la tercera parte de la población mexicana en la década de los sesenta. Desde su punto de vista, los antropólogos se convertirían en voceros de la «cultura de la pobreza», sistema de vida que se transmite de generación a generación (1964).

Haber acuñado y utilizado este concepto, le produjo a Lewis algunas sublevaciones, por ejemplo, Adler-Lomnitz planteó que el concepto de cultura implicaría tres niveles —el económico, el social y el ideológico—, Lewis dio mayor énfasis al último nivel, desatendiendo los restantes. Sin embargo, al releer Los hijos de Sánchez (1964), reflexiono sobre su aportación: a los albores de los estudios de antropología urbana en México, hablar de una cultura de los pobres que pueblan suburbios y barriadas, significaba reconocer y demostrar que este sujeto tenía una estructura interna, una organización, una perspectiva, no vivía en el caos y en la barbarie (Lewis, 1964).

En Cómo sobreviven los marginados (2003), Adler-Lomnitz presenta un estudio sobre una barriada de Ciudad de México, analiza los mecanismos de supervivencia de los marginados, las redes sociales de asistencia mutua: «respuesta evolutiva, plenamente vital y vigente, a las condiciones extremas de la vida marginada» (2003, p.12). En un país en vía de desarrollo como México, la marginalidad adquiere caracteres específicos, por ejemplo, la inseguridad económica que produce condiciones de vida tan duras y excluyentes no es transitoria, por eso la antropóloga propone el concepto de «marginalidad de pobreza» (2003). En las barriadas del Distrito Federal ocupar la orilla de la modernidad, no poder entrar en el sistema de producción industrial conlleva a los marginados a emplearse en ocupaciones no calificadas y precarias, ellos no gozan de una seguridad social y económica. Si por un lado, esta desvinculación y sus consecuencias tangibles producen una percepción de los marginados como carga y posible problema socio-político, por otro, dicha población es mano de obra barata para cualquier tipo de trabajo, en consecuencia: «La marginalidad convive simbióticamente con el sistema, en una especie de complicidad del subdesarrollo» (Adler-Lomnitz, 2003, p.30).

Leer estas obras en Chiapas, me permitió interrogar el espacio social de la periferia tuxtleca. La economía chiapaneca y, en particular, la de la capital del estado se desarrolla principalmente en el sector terciario. El sector secundario es escaso y las únicas pocas industrias son las manufactureras y la de construcción. El proletariado casi no existe. Actualmente, los migrantes rurales no migran a la ciudad para emplearse en las industrias, huyen de las crisis agrarias que se han sucedido, sueñan con un futuro mejor para sus hijos. A pesar de las diferencias socioeconómicas con el contexto del Distrito Federal, hay un punto en común, la marginalidad de la pobreza no es una etapa transitoria de la economía mexicana, es una condición constante, los marginados, mano de obra barata, ocupan los intersticios de la economía y se nutren de las migajas que dejaron caer los comensales (Adler-Lomnitz, 2003).

En Chiapas: la periferia de Tuxtla Gutiérrez

Espacio y sociedad en Tuxtla Gutiérrez (2000), al principio se había pensado como diagnóstico urbano-espacial, poco a poco se fue convirtiendo en un diagnóstico socio-territorial (2000, p.10). Este progreso representó un posicionamiento de Escobar Rosas ante la planeación urbana institucional, la cual se había centrado en el espacio físico como objeto desvinculado de los procesos sociales que producen al territorio (2000, p.10). Los técnicos de la urbanización han considerado la periferia tuxtleca «un accidente» (2000, p.151). Las mismas políticas urbanas han generado un «mecanismo de exclusión territorial» en el cual se encuentra viviendo cerca de 80 mil habitantes (2000, p.137). El investigador define el modelo territorial que se ha producido en la ciudad: «estructura espacial de la segregación» (2000, p.139).

El sociólogo dedica un capítulo al cinturón nororiente, conformado por 52 asentamientos irregulares (Andrade Martínez, 2014, p.22). En tiempos de globalización, la ciudad capitalista para perpetuarse necesita mano de obra barata y el olvido de los derechos laborales y humanos que antaño fueron el logro de las luchas sociales. Los metarrelatos del siglo pasado caen y queda la necesidad de marginalidad, instrumento útil para el poder vigente, puesto que la ciudad informal es un buen lugar para recibir votos a cambio de pequeñas concesiones: «En este contexto de manipulación política, la regularización de la tierra ha sido utilizada como instrumento de control, que ha permitido al Estado mediatizar movimientos y organizaciones urbanas a cambio de ofrecimiento de regularización» (Escobar Rosas, 2000, p.148).

Horbath Corredor investiga la presencia de migrantes indígenas en Tuxtla Gutiérrez (Tsotsil, Tseltal, Ch’ol’, Zoque, entre tantas lenguas), detecta una alta concentración de ellos en las periferias, la cual está provocando una segregación espacial (2019, p.238). El investigador subraya cómo los indígenas recién llegados, para adaptarse al nuevo entorno y no ser discriminados, se despojan de sus ropas tradicionales y lenguas, decidiendo no transmitirlas a los hijos. Los indígenas urbanos son el 6 % en Tuxtla Gutiérrez (Horbath Corredor, 2019, p.251). Sin embargo, Gracia, Horbath Corredor & Sain advierten sobre la escasez de datos en los censos continentales: «en ocasiones causada por el no reconocimiento de su origen por parte de los propios descendientes de indígenas» (2019, p.10). Dicha situación hace suponer que el número de indígenas urbanos sea mayor también en Chiapas: para no ser discriminados, ellos se hacen invisibles entre los pobres urbanos (2019, p.17).

En la última década, en los posgrados de Chiapas han sido publicadas tesis de doctorados y maestrías sobre periferias de distintas ciudades del estado. Seleccioné tres aportaciones que me permitieron profundizar el espacio social en análisis. En Bloques de la pared. Procesos de socialización de jóvenes que habitan enclaves de pobreza urbana (2019), Serrano Santos analiza el proceso de socialización de jóvenes que viven en la colonia periférica El Aguaje, (nombre ficticio para indicar un asentamiento de la periferia nororiente). Profundiza tres dimensiones relacionales en las cuales los jóvenes están inmersos y participan: «el espacio urbano, sus pares y las instituciones» (2019, p.36). Además, subraya cómo las limitaciones económicas afecten la experiencia urbana de estos jóvenes, provocando en ellos «una disociación de la ciudad entre lo conocido (el enclave) y lo desconocido (el resto de la ciudad)» (2019, p.157).

En Prácticas culturales en la construcción de vivienda popular progresiva (2014), Andrade Martínez entabla un diálogo con los primeros colonos de Las Granjas, por la mayoría procedentes de pueblos rurales, ahondando en sus experiencias previas de construcción de viviendas progresivas: la memoria del hogar de la infancia. Profundiza también las etapas concretas, por ejemplo, la elección de materiales, saberes prácticos y políticos que son transmitidos: «Por medio de la tradición oral los ancianos constructores pasaron el conocimiento de la tradición constructiva a las nuevas generaciones» (2014, p.202). Sobresaliente es también la metodología al unir un riguroso trabajo etnográfico con los métodos de la sociología urbana aplicada (2014, p.12).

En fin, en Jóvenes habitando espacios: análisis de intervención artística urbana en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas (2017), Jiménez Aguilar, plantea algunas preguntas: «¿Cómo estos jóvenes artistas interpretan y narran la ciudad a través de la intervención artística urbana? y ¿cómo se reconfigura la ciudad a partir de estas intervenciones artísticas?» (2017, p.16). Entre los artistas entrevistados, me llamó la atención la historia de Luis Bautista, nacido en el asentamiento irregular Emiliano Zapata, en la extrema periferia norte oriente. Sus padres, originarios del municipio de Acala, migraron a Tuxtla Gutiérrez para tener mejores condiciones de vida (2017, p.182). Hoy en día, Luis Bautista es un artista, se dedica a la creación de murales, estudió la carrera de artes visuales en la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas y, actualmente, trabaja en una galería-taller (2017, p.182).

Historias matrias

En la investigación puede ocurrir que los conceptos teóricos aparezcan en el flujo de la experiencia, en la realidad empírica. Durante el primer taller (2011) los participantes tenían ocho años, algunas niñas cargaban a sus hermanos menores. Los niños aceptaron mi español foráneo, aún más, me brindaron protección en el salón de clase y afuera, en las calles silenciosas que desconocía, cuya mala fama cundía entre los habitantes de Tuxtla Gutiérrez. Una tarde, me llamó la atención el dibujo de Toño: una casa de madera en medio de árboles frondosos y plantas de maíz. «Es la casa de mis abuelos, ahí puedo jugar en el campo, correr, hay animales y árboles», el rostro se iluminaba al contarme. Toño era un participante silencioso, escuché con alegría cada palabra. Había conocido a su madre, una señora indígena tzeltal originaria de un rancho de Ocosingo. Ella vestía una camiseta blanca y una falda común, ya no usaba el traje tradicional. La señora balbuceaba el español, nunca me miró en la cara durante la conversación. Mujer de aseo, me dijo, su esposo era velador y procedente de Villa Flores, un pueblo mestizo muy cerca de la urbe, el señor no quiso que Toño y sus otros hijos aprendieran el tzeltal. Vivían en el asentamiento irregular Emiliano Zapata.

En aquel espacio, los niños se permitieron compartir lecturas inéditas de sus barrios, brotaron también lugares de la memoria. En el grupo, veían la necesidad de narrarse desde una subjetividad. Entonces me pregunté si la educación institucional atendería esta exigencia sobre todo en un contexto marginal, caracterizado por estructuras escolares precarias y un número de alumnos siempre mayor. En aquel periodo encontré una llave de compresión en la postura del historiador mexicano Luis González y González, quien acuñó el término matria para designar las historias locales, arraigadas a un territorio concreto, las cuales siempre tejen complejas articulaciones e «interacciones» con lo regional y lo nacional (Viqueira, 2008).

Frecuentemente, las historias locales deben protegerse de la historia nacional, luchando por su propia visibilidad y transmisión en los contextos institucionales como el ámbito educativo. En el artículo «Suave matria» (1986), el historiador propone posibilidades innovadoras que pueden enriquecer el proceso educativo nacional, por ejemplo, las visitas de cronistas locales y lecciones de historia matria o microhistoria en las escuelas. El concepto de matria me permitió nombrar la experiencia del territorio que expresaron los niños, es decir, su «terruño» conformado por historias y relaciones sociales cercanas, ya la misma palabra deja emerger la afectividad hacia un lugar concreto, íntimo y de pequeñas dimensiones: «es el pueblo entendido como conjunto de familias ligadas al suelo, es la ciudad menuda en la que todavía los vecinos se reconocen entre sí, es el barrio de la urbe con gente agrupada alrededor de una parroquia o espiritualmente unida de alguna manera, es la colonia de inmigrados a la gran ciudad» (1997, p.31).

González y González, originario de San José de Gracia, un pueblo en el estado de Michoacán, se formó en el Colegio de México y París. En varias ocasiones recordó el aporte de los profesores españoles antifranquistas en las instituciones del país. Para su primer año sabático, decidió regresar al pueblo natal en donde escribiría Pueblo en vilo. Microhistoria de San José de Gracia (1968). El objetivo era contar la historia de su pueblo donde no hubo héroes nacionales, investigar el pasado de un microcosmo representativo de muchas realidades mexicanas invisibilizadas por la historia patria. Como subraya Viqueira, no hay que dejarse engañar por la apariencia: la microhistoria de González y González nunca se encerró en el ámbito pueblerino, en la historia matria es presente una articulación dinámica y crítica entre lo local, lo regional y lo nacional, cuyo resultado es una visión más compleja de la historia, si se acepta el desafío de poner en duda muchas verdades de la historia patria: «Así disimulada detrás de la apariencia de una simple monografía provincial, se encuentra en Pueblo en vilo una obra que vino a cuestionar desde la raíz el statu quo historiográfico imperante» (Viqueira, 2008, p.51).

Etnografía: un día en el círculo de verano

Del mercado municipal tomaba el colectivo y comenzaba el viaje cotidiano, del centro a la periferia. El panorama cambiaba en la medida que subíamos hacia el verde jade de las laderas que moldean el paisaje del Cañón del Sumidero. Bajaba frente a la escuela El Quetzal cuyas paredes estaban colmadas de grafitis. En la calle taciturna, una mujer pasaba con bolsas de plástico en las manos, calzaba chanclas y sus pies empolvados cruzaban las piedras del camino. Eran las tres de la tarde y la orillada parecía dormir. Al abrir el gran portón de hierro, me atendía Doña Ana, policía solidaria que vigilaba la entrada. En la dirección general, había solo una mesita ocupada por el director y una computadora demasiado lenta. Ahí, se reunían los maestros en los ratos libres, a menudo los escuchaba platicar sobre la inseguridad del barrio. En el patio de la escuela, durante el recreo, algunas madres de familia vendían antojitos por un peso.

En agosto (2013), la escuela se abrió nuevamente para nosotros. Los niños bajaban de las laderas, caminaban en grupo, sin adultos, y me esperaban a la entrada. En el salón que nos habían asignado, las ventanas estaban abiertas, afuera los árboles se movían al unísono, soplos de aire entraban en el espacio, una hoja se iba posando cerca de Rosa sentada en el piso, la niña dibujaba concentrada algunas casas de La Esperanza, su colonia, mientras Whitney coloreaba los árboles y María trazaba la puerta central de una iglesia. «Hace 28 años, mi colonia nació por invasión»: escribieron en la pancarta. Les pregunté qué significaba «por invasión». Los ojos verdes de Rosa se iluminaron y contestó con seguridad: «Cuando un grupo de personas ocupa un terreno que no es de ellos. Así es maestra, me lo dijo mi mamá y también el maestro».

Generalmente, una media hora después del inicio, entraban los hermanos Marcos y Ulises, en puntillas. Ellos trabajaban en una carpintería como aprendices durante el verano. «Es que mi colonia no tiene nombre», me dijo Marcos, el hermano mayor, agachando la cabeza. Le contesté que no era importante esta información, si querían, podían sólo dibujar, entonces el niño respondió: «Pues, le dicen La Yukis». En su representación, los hermanos escribieron: «Nació por invasión». También a ellos les pregunté sobre el significado de esta expresión, Marcos contestó rápido: «Es cuando un grupo de personas invade un terreno. Hubo la invasión cuando nació mi hermano». Al final de la tarde, los participantes iban a presentar sus trabajos ante el grupo. Marcos se acercó y en el oído me bisbiseó que no quería presentar, sentía vergüenza de decir dónde vivía. Se sentó en un rincón y escuchó las presentaciones de todos los demás. Después de haber constatado que todas las colonias habían nacido «por invasión», y que los demás lo decían como algo tan cotidiano, solo entonces Marcos decidió enseñar la pancarta en plenaria. Describió La Yukis, ayudado por Ulises, quien abría los brazos para figurar las casas y el tamaño de las calles.

En esta ocasión, los participantes fueron doce niños, cuyas familias en la mayoría procedían de pueblos y ciudades de Chiapas (Comalapa, Rizo de Oro, Ocosingo, Venustiano Carranza, Simojovel, Huitipán y Julián Grajales), solo dos niños eran originarios de otros estados (Veracruz y Guerrero). Cada participante tenía por lo menos un familiar varón (padre y/o hermano, tío) emigrado a los Estados Unidos. Desde el punto de vista laboral, los padres se empleaban como albañiles y vendedores informales, las madres eran amas de casa y se colocaban en el estado ocupacional de los servicios domésticos. La mayoría de los participantes residía en el asentamiento irregular, La Esperanza, contiguo a Las Granjas, ésta última ya regularizada. Ningún participante aprendió una lengua indígena, aunque la mitad de ellos afirmó tener padres y abuelos hablantes de tzotzil, tzeltal y zoque.

Entre las varias actividades, escribieron y dibujaron los aspectos que más les agradaban de sus colonias y los que tenían que ser mejorados. «Lo que no me gusta (de mi colonia) es que haya pandilleros, que haya borrachita y que roben». El padre de Nicole emigró a Estados Unidos hace cinco años para nunca más regresar, ahí formó una nueva familia. Su mirada tiene un velo de nostalgia, al principio ella no permitía a nadie acercarse, se escondía detrás de su prima. La niña terminó su reflexión: «Lo que sí me gusta es que hay un parquecito, que la gente es buena, que no te maltratan, la comida que dan, que no roben a los niños y niñas de 3 a 15 años».

Los ojos negros de Katia descubren las profundidades de las cosas. Katia es una niña trabajadora, empezó a los ocho años con los padres, toda la familia vendía globos en la calle. Es alegre, ama jugar y correr con los otros compañeros: «Me gustan los árboles, los animales, el zoológico, las escuelas, los ríos, mares, los edificios». En el cuaderno, escribió: «Lo que no me gusta (de mi colonia) es que hayan cervecentros, cantinas, que las personas estén tomando, que haya drogadicción, que corten los árboles y que maten los animales». Un hombre vuela con los brazos abiertos como si fuera un pájaro a la salida de un cervecentro, la mirada es ausente, Nadia representa de esa forma las cantinas y el alcohol.

«Lo que me gusta de mi colonia es que a veces la gente junta la basura que tiran las demás personas, que casi todas las personas son amables, decentes y buenas. También los árboles». Su madre es originaria del estado de Veracruz, una señora que se dedica al hogar mientras su esposo es albañil, son evangélicos. En fin, Jamal comentó en la libreta: «Lo que me gusta de mi colonia es que no muerdan los perros; lo que me gusta es que no es que haya muchos pandilleros».

Conclusiones

El proceso etnográfico me proporcionó un amplio bagaje de información y experiencia, en este artículo compartí solo una parte de los resultados. Después de una breve contextualización histórica de la orillada, nos concentramos en la microhistoria del cinturón norte oriente, en particular, en la colonia Las Granjas, en donde está ubicada la escuela El Quetzal. Propuse dos categorías que desempeñaron la función de brújulas: periferia y matrias. Los trabajos pioneros de Lewis, Adler-Lomnitz y Escobar Rosas me permitieron construir un marco socio-histórico en donde insertar el trabajo. La investigación de Horbath Corredor fue de gran utilidad para ver con más detenimiento categorías sin duda necesarias como pobreza urbana y marginalidad, observando cómo en ellas está presente la migración de población indígenas que, para no sufrir discriminación, se hace invisible en la urbe.

En línea con Rosas, han sido publicadas nuevas aportaciones sobre el tema. Seleccioné tres tesis de posgrado que han investigado dimensiones significativas de la periferia tuxtleca: los jóvenes y la vivienda progresiva. La tercera no se enfoca directamente en el margen urbano, pero lo convoca transversalmente, es un análisis sobre la intervención artística urbana en Tuxtla Gutiérrez. Uno de los artistas entrevistados es procedente de la periferia norte oriente, el asentamiento irregular Emiliano Zapata: Luis Bautista narra la experiencia de la universidad para desarrollarse como artista de grafitis y street art. Su historia desestabiliza una idea determinista de los habitantes, quienes, a pesar de las grandes dificultades económicas y sociales, siguen construyendo una vida mejor para su familia.

El concepto de matria nació en la práctica del encuentro, es decir, fueron los niños a expresarlo por medio de dibujos y discursos durante las actividades didácticas en los talleres de verano. Por mi parte, traduje sus vivencias y sentires en la palabra matria, cuñada por el historiador mexicano González y González. La orillada, conjunto de asentamientos periféricos, precarios y «progresivos» (Andrade Martínez, 2014), desde las miradas de los niños aparece en su integridad, es decir, por un lado, barrios con problemáticas sociales, por el otro, barrios familiares, cuya conformación territorial se encuentra entre lo urbano y el mundo rural, en fin, área rica de vegetación, pero carente de servicios básicos. Ellos narran la ciudad informal, que está colonizando la reserva natural del Cañón del Sumidero, ampliando el margen urbano, cuya historia no se desarrolla sólo bajo el marco de la violencia, sino en ella están presentes también memorias y redes de reciprocidad (Adler-Lomnitz, 2003) que permiten a las familias superar dificultades diarias.

En el trabajo de campo, sobresalieron algunos elementos, por ejemplo, la presencia del trabajo infantil como parte integrante de la educación familiar. Los niños y niñas suelen acompañar a sus padres en la labor que ejercen, ocupaciones bajo calificadas y mal pagadas, sin seguro social. De sus discursos y representaciones, emergió el paisaje social de la «orillada», un conjunto de colonias en donde se entrecruzan las vivencias de familias de migrantes internos, las cuales tienen por lo menos un miembro en los Estados Unidos. Desde una perspectiva foránea, la periferia se percibe al principio como un paisaje caótico en donde reina un desorden arquitectónico y social, de los testimonios de los participantes, por el contrario, vimos que existen reglamentos internos barriales ideados por los pobladores que ordenan las relaciones sociales. A pesar de eso, el alcohol, las bandas de «pandilleros» y la pequeña delincuencia son parte del espacio representado, aunque sean presente también otras dimensiones: los niños compartieron miradas críticas y poéticas, detectaron las problemáticas sociales, visibilizando también las redes de reciprocidad entre vecinos. Otro elemento que emergió de sus escritos y dibujos, es la relación de amabilidad que los participantes tejen con la naturaleza y los animales del entorno.

En fin, la metodología utilizada, al acompañar la comunidad escolar, fue útil para los actores sociales involucrados (alumnos, madres de familia y docentes). El tiempo que compartimos en los talleres, las reflexiones de los participantes, sus rostros y voces, pude preservarlos gracias a la escritura etnográfica. Sin embargo, aún falta un paso decisivo, poder entregar la investigación a los participantes. Después de la escritura de la tesis, fue necesario un tiempo de silencio para poder narrar lo vivido, en algunos contextos una disciplina no puede protegernos de la misma experiencia. Un camino de devolución puede ser la elaboración de un libro de cuentos para que el aprendizaje sea compartido, valorizando la mirada de los niños y niñas, quienes narraron el margen urbano, sus problemáticas sociales y esperanza.

Referencias

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1Doctoranda en Estudios Postcoloniales y Ciudadanía Global.

2Es un nombre inventado para proteger la privacidad de dicha comunidad escolar.

Recibido: 02 de Noviembre de 2021; Aprobado: 02 de Marzo de 2022

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