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Tabula Rasa

versión impresa ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.43 Bogotá jul./set. 2022  Epub 22-Mayo-2022

 

Articles

El Chocó y las mitologías de oro

Mythologies of Gold in Chocó

O Chocó e as mitologias do ouro

Juanita C Aristizábal1 

1Juanita C. Aristizábal[2] https://orcid.org/0000-0003-0767-2523 Pitzer College[3], USA Juanita_Aristizabal@pitzer.edu


Resumen

«El Chocó y las mitologías del oro», explora las formas en las cuales la producción cultural de y sobre esta región colombiana reflexiona sobre el papel del oro como sustancia material y simbólica con un fuerte impacto en su configuración racial, social y ambiental. A través de la lectura de una colección de narrativas donde el oro aparece como una mercancía incrustada en la vida, los caminos y los destinos de quienes transitan la selva, los ríos y las ciudades chocoanas, se reflexiona sobre las representaciones en la tradición oral, la literatura, el periodismo y el cine de la exuberancia y perturbación que este metal ha causado y sigue causando en esta región. El texto argumenta que la transmisión de historias sobre el oro en un lugar donde las personas han estado condenadas a cumplir con las demandas de una economía extractiva contribuye a una larga historia de construcción de esta región como un «espacio virtual» en el imaginario nacional.

Palabras clave minería; economías extractivas; oro; Colombia; literatura; cine; periodismo

Abstract

“Mythologies of Gold in Chocó,” explores the ways in which the cultural production of and on this Colombian region reflects on the role of gold as a material and symbolic substance with a strong impact in the region’s racial, social, and environmental make-up. Through a reading of a collection of narratives where gold appears as a commodity embedded in the lives, paths, and destinies of those who tread the jungle, rivers, and cities of Chocó, it reflects upon representations in oral storytelling, literature, journalism, and film of the exuberance and perturbation that this metal has caused and continues to cause in this region. The text argues that the transmission of stories about gold in a place where people have been doomed to fulfill the demands of an extractive economy contributes to a long history of constructing this region as a “virtual space” in the national imaginary.

Keywords Mining; extractive economies; gold; Colombia; literature; film; non-fiction

Resumo

Neste artigo estudam-se as formas em que a produção cultural de e sobre esta região colombiana reflete sobre o papel do ouro como substância material e simbólica com um forte impacto em sua configuração racial, social e ambiental. Por meio da leitura de uma coletânea de narrativas em que o ouro aparece como uma mercancia incrustada na vida, os caminhos e os destinos daqueles que transitam a selva, os rios e as cidades chocoanas, reflete-se sobre as representações da exuberância e perturbação que esse metal produziu e segue produzindo nessa região, na tradição oral, na literatura, no jornalismo e no cinema. O texto argumenta que a transmissão de histórias sobre o ouro em um lugar onde as pessoas tem estado condenadas a cumprir com as demandas de uma economia extrativa contribui a uma longa história de construção dessa região como um “espaço virtual” no imaginário nacional.

Palavras-chave mineração; economias extrativas; ouro, Colômbia; literatura; cinema; jornalismo

En una serie de crónicas publicadas en El Espectador en 1954, Gabriel García Márquez describe el Chocó como un lugar habitado por personas «pobres hasta los huesos a pesar de que sus muertos están sepultados en polvo de oro» (García Márquez, 1954, s.p.). Al igual que muchos de los relatos que describen el Pacífico colombiano y que se remontan a la explotación colonial de recursos minerales con mano de obra esclavizada en el siglo XVI, las crónicas de García Márquez hablan del Chocó como un espacio remoto: un litoral recóndito, como lo llamó Sofonías Yacup en 1934, desconocido u olvidado por el resto de la nación, en el que un paisaje natural exuberante y una vasta abundancia de recursos naturales sirven de telón de fondo a la pobreza endémica y a la explotación por parte de empresas extractivistas tanto nacionales como extranjeras[4].

García Márquez escribió estas crónicas tras una serie de viajes como corresponsal al Chocó en los años cincuenta buscando registrar las secuelas de la extracción de oro en este territorio. Una de las crónicas se centra en Andagoya, una ciudad fundada, desarrollada y gobernada por la compañía minera estadounidense Chocó-Pacific, que operó en Colombia entre 1916 y 1974. A pesar de la ignorancia del resto del país respecto a quién explota, vende y compra el oro, García Márquez dice que esta economía extractiva permitió crear una de las ciudades más modernas del país en el corazón de la selva; un lugar que describe como un «territorio internacional» con electricidad y calles bordeadas de árboles, donde personas provenientes de Suecia, Estados Unidos e Inglaterra viven con más comodidad que en la capital del país. Al otro lado del río, sin embargo, está Andagoyita, la antítesis de la moderna Andagoya. Un pueblo precarizado, superpoblado y asolado por la pobreza, pavimentado con los residuos de la industria minera, que acoge a gente proveniente de otras zonas del Chocó que llegan en busca de mejores oportunidades y acaban luchando por apenas sobrevivir. La amargura, las tensiones sociales y un profundo sentimiento de injusticia se ciernen sobre lxs minerxs, que trabajan por sueldos miserables, así como sobre las trabajadoras sexuales, que se exponen permanentemente a condiciones sanitarias deplorables. La mayoría de lxs habitantes no tiene otra alternativa que recurrir al barequeo, una técnica minera tradicional físicamente muy agotadora, y esto a pesar de que todo el mundo sabe desde hace tiempo que nadie puede vivir de los resplandecientes cúmulos de roca y sedimento que los minerxs logran recoger con sus bateas de madera hechas a mano, en los mismos lechos de los ríos que han sido previamente excavados por las grandes dragas de la empresa.

En sus crónicas, García Márquez mira hacia el Chocó a través de su posición de forastero: un periodista embarcado en una especie de aventura hacia un territorio remoto, informando sobre una región que en su momento fue percibida por las élites euroandinas de Colombia como una frontera, y un obstáculo para el desarrollo y la modernización del país. En efecto, como señala Margarita Serje, las zonas templadas del «eje central» andino fueron el foco del desarrollo a lo largo de los siglos XIX y XX, mientras que las tierras bajas de la costa eran vistas casi como espacios en blanco en el mapa nacional (Serje, 2005, p.140). En la misma línea de escritores latinoamericanos anteriores, como Euclides da Cunha y José Eustasio Rivera, que se desplazaron de los centros urbanos a las regiones fronterizas para documentar los abusos de las industrias extractivas, las breves descripciones de García Márquez sobre la vida en Andagoya, Cascote, Condoto, Novita y Tado en la década de 1950 supieron poner de manifiesto las consecuencias sociales y medioambientales de las perversa dinámicas que ha vinculado al Chocó con los mercados globales desde que fue colonizado, por primera vez, en el siglo XVI. Sus crónicas subrayan la paradoja en la cual han estado históricamente sumidas las comunidades sujetas a economías extractivas y de enclave: la correlación entre la riqueza natural cosechada por los foráneos, por un lado, y la pobreza, la explotación y la dependencia económica de lxs locales, por el otro.

En su estudio sobre la relación de la población afrocolombiana del Chocó con la modernidad, Carlos Andrés Meza Ramírez define las economías de enclave como actividades extractivas a gran escala que no están vinculadas directamente a las economías nacionales, sino a los circuitos transnacionales y macrorregionales de mercancías (Meza Ramírez, 2010, p.31). Esta situación sitúa los «enclaves» en cuestión en posiciones económicas y políticas periféricas dentro de la nación, además de subordinarlos a los mercados transnacionales como lugares de extracción, y no de producción ni de consumo (Meza Ramírez, 2010, p.31). En este sentido, las comunidades que han sido representadas históricamente como marginadas, en realidad siempre han estado integradas traumáticamente en formaciones económicas basadas en la extracción de recursos naturales (Meza Ramírez, 2010, p.32).

Los textos de García Márquez sobre el Chocó son un buen punto de partida para mirar hacia atrás y hacia delante, en busca de algunas aproximaciones literarias y periodísticas, relatos orales y producciones cinematográficas, que se han ocupado de las dinámicas sociales, políticas, económicas y raciales que rodean la explotación y la circulación del oro. El oro es una mercancía que, bien entrado el siglo XXI, sigue marcando las venturas y desventuras del Chocó, aunque, después de la reforma constitucional de principios de los años 90 y el surgimiento de la «Era Global del Pacífico», la región ha estado ocupando lugares muy diferentes en el panorama económico, político y cultural de Colombia. En 1991, por primera vez en la historia del país, una constitución proclamó a Colombia como una nación multicultural y pluriétnica y reconoció los derechos de las poblaciones indígenas y afrodescendientes. La Constitución de 1991 incluyó un artículo transitorio (Art. 55), que pasó a ser la Ley 70 de 1993. Esta ley reconoce los derechos colectivos de las comunidades afrocolombianas sobre las tierras baldías de la región del Pacífico y propende por la protección de su identidad cultural y sus derechos[5]. Al mismo tiempo, sin embargo, este giro multicultural estuvo ligado al inicio de una serie de negociaciones económicas transnacionales destinadas a crear una zona de libre comercio denominada “Global Pacific”. Como señala Arturo Escobar, en Colombia este movimiento tomó la forma de una retórica creciente sobre la «era del Pacífico», en la que este vasto y rico territorio de selva tropical fue visto como la plataforma para una agresiva estrategia neoliberal de integración del país con las economías del Pacífico (Escobar, 2008, p.3). Por supuesto, el oro siguió siendo una de las principales materias primas que estimularon este ímpetu de integración económica transpacífica.

En una región que, en palabras de Peter Wade, «siempre ha sido moderna (o tan moderna como cualquier otra) en el sentido de que siempre ha estado integrada a los circuitos globales de mercancías e información» (Wade, 2002, p.20, traducción nuestra), a través del oro es posible abordar cierta producción cultural en torno al Chocó que revela su relación compleja y cambiante con los discursos de la modernidad occidental. El oro es una sustancia inextricablemente ligada a los caminos de la modernidad, es la «madre de todas las mercancías», como la llamó Michael Taussig en My Cocaine Museum. Fue el motor de la colonización de las Américas, que para muchxs marcó el inicio de la Modernidad, y configuró el orden mundial al impulsar el desarrollo de Europa y, más tarde, del oeste de Estados Unidos, al hacer posible la consolidación del capitalismo. Su «herencia políglota», nos dice Taussig, está manchada por los horrores de la trata de personas esclavizadas en el pasado y por los desastres ecológicos y las penurias sociales impuestas por la minería a las comunidades marginalizadas en el mundo globalizado del presente. Taussig habla del oro y la cocaína como sustancias transgresoras, commodities a través de las cuales la gente se ve obligada «a encontrar su camino» (Taussig, 2009, p.xix). El oro y la cocaína son fetiches y, como tales, son mucho más que materia mineral o vegetal: «juegan trucos sutiles sobre el entendimiento humano» y parecen «hablar por sí mismos» y «llevar el peso de la historia humana bajo la apariencia de historia natural» (Taussig, 2009, p.xviii, traducción nuestra). En Colombia, además, el oro y la cocaína llevan el peso de la historia de violencia del país. Han servido de enlace entre la nación y los mercados mundiales, han avivado el conflicto armado más antiguo del planeta y han marcado la vida de las comunidades rurales y urbanas, por no hablar de la percepción global de Colombia como la tierra de El Dorado y también la de Pablo Escobar.

Junto al café, las esmeraldas y la cocaína, el oro conforma los cimientos de la identidad nacional colombiana. Por lo tanto, no es de extrañar que sea uno de los recursos más presentes en los debates acerca de la penetración del capital extranjero, los sistemas de lavado de activos y las transformaciones medioambientales. La tarea de Taussig de recopilar objetos e historias para su museo –una colección que incluye los objetos y las narrativas de lxs minerxs de oro tradicionales del Chocó– se ve moldeada por la conciencia de que la historia del oro es turbia. Al principio de su libro, Taussig se encuentra frente al delicado poporo de oro –esa sofisticada vasija precolombina que el Museo del Oro supo elevar a la categoría de icono nacional– y confiesa su inquietud frente a la decisión de lxs curadores de dejar esta pieza exclusivamente como objeto para el goce estético, eliminando así cualquier relato que pudiera asociarla a la historia de genocidio, esclavitud y opresión que la atraviesa. «Sin el más mínimo atisbo de ironía o autoconciencia», escribe Taussig, «este poporo iluminado de forma puntual tiene el siguiente texto debajo: “Este poporo quimbaya, que inauguró la colección del Museo del Oro en 1993, identifica a los colombianos con su nacionalidad e historia”» (Taussig, 2009, p.xv). Aparte de pasar por alto la violencia colonial, elevar el poporo a símbolo de un pasado precolombino fijo y congelado, y apropiárselo como mito de origen nacional, desconocen el hecho de que el oro, como sustancia transgresora, «no aporta tanto en términos de forma estable al mundo, sino ciertamente mucho más a manera de exuberancia y perturbación» (Taussig, 2009, p.xiii).

El oro resulta ser un elemento profundamente exuberante y perturbador ya que moviliza el deseo ilimitado y es un catalizador de relatos, narrativas e historias, que nos llevan a «querer alcanzar un nuevo lenguaje de la naturaleza» (Taussig, 2009, xviii). A través de la lectura de un conjunto de narraciones en las que el oro aparece como una materia incrustada en las vidas, los caminos y los destinos de quienes pisan la selva, los ríos y las ciudades del Chocó, este artículo reflexiona sobre las representaciones literarias, periodísticas, cinematográficas y orales de la exuberancia y la perturbación que este metal ha provocado y sigue provocando en la región. No se trata de una selección abarcadora. Proponemos una muestra de algunos textos, en el sentido amplio del término, de 1940 en adelante que representan el oro a través de una variedad de lentes y enfoques. Un tema común en todos ellos tiene que ver con la reflexión sobre la compleja relación del Chocó con la modernidad occidental a través del oro y sus relatos, sus mitologías. Algunas de estas obras cuestionan la codicia, la explotación y la violencia. Otras buscan dar sentido a circunstancias locales a partir de la apropiación y reconfiguración de discursos impuestos por «fuerzas civilizadoras» que vienen de más allá de las montañas.

Las narrativas del oro que nos ocupan en este artículo participan de la creación de lo que Margarita Serje ha denominado geografías políticas basadas en proyecciones. Serje aborda la representación de los paisajes salvajes, las fronteras y las «tierras de nadie» en Colombia que, según ella:

No pueden ser consideradas como «geografías físicas» ni como «regiones naturales», sino como espacios de proyección: son objeto de un proceso de mistificación, […] geografías imaginadas y conceptualizadas como un contexto que se ve configurado a partir de un conjunto específico de imágenes, nociones y relatos entre los que se teje una relación de intertextualidad. Se han visto convertidos en espacios virtuales habitados por los mitos, los sueños y las pesadillas del mundo moderno. (Serje, 2005, p.23)

En las obras que analizamos –historias orales grabadas por Afredo Vanín y Nina de Friedemann, novelas de Jesús Botero Restrepo y Arnoldo Palacios, textos periodísticos de Juan José Hoyos y una película de Jhonny Hendrix Hinestroza– las mitologías del oro están en la base de estas proyecciones; se trata, entonces, de imágenes maleables creadas con el más maleable de los metales. En Chocó: magia y leyenda (1991), Andágueda (1946), La selva y la lluvia (1958), El oro y la sangre (1994) y Chocó (2012), el oro es la materia y el pretexto para imágenes de selvas vírgenes y de ríos contaminados; de herramientas artesanales de madera y de dragas metálicas manejadas por ricos y por desposeídos, por codiciosos y por generosos, por violentos y por pacíficos, por esperanzados y por desesperados, en minas unas veces atestadas de gente y otras veces desiertas.

La épica del oro: el oro en la tradición oral

Los relatos orales en torno al oro en el Chocó plantean una serie de cuestionamientos sobre el régimen de explotación y acumulación que ha configurado la historia de la región. Alfredo Vanín y Nina de Friedemann recogieron algunos de estos relatos y los consignaron por escrito en Chocó: magia y leyenda. Friedemann fue una antropóloga que contribuyó de manera importante al desarrollo de los estudios afrocolombianos, mientras que Vanín es un poeta y académico afrocolombiano. Ambxs presentan Chocó: magia y leyenda como «una colección de leyendas añejas y recientes» (Friedemann & Vanín, 1991, p.33). Los relatos orales que recogen están siempre enmarcados por descripciones de las escenas en las que fueron contados y comentarios sobre su posible significado, recordándole constantemente a lxs lectorxs que estos textos no son más que esbozos escritos de una rica tradición oral viva. Chocó existe en y a través de estas leyendas[6]. «Toda esta región surgió de la leyenda», escriben en la introducción, «no es extraño pues que pese a todos los saqueos y a la explotación del hombre por el hombre y el oro, en estas tierras, aparte de las lluvias, se hayan visto verdaderos aguaceros de oro» (Friedemann & Vanín, 1991, p. 35).

Probablemente a causa del saqueo y la explotación que han determinado la inserción de la región en los mercados globales desde el siglo XVII, las leyendas del oro en el Chocó suelen ser relatos con una moraleja. Advierten contra la acumulación de oro, a contracorriente de lo que dicta el mundo globalizado del capitalismo tardío. Taussig describe estos relatos orales como un «muro de contención en forma de cuentos de hadas» necesario para detener el peligro y la autodestrucción provocados por la estimulación del deseo desenfrenado que provoca el oro (Taussig, 2009, pp.5-6).

Esto es lo que pasa en «Cuando los compadres arriaban oro», en donde un narrador no identificado cuenta la historia de dos compadres que acaban enterrados en oro tras seguir un camino de hormigas que cargaban el metal hasta un cráter[7]. El compadre pobre había salido a buscar fortuna en el bosque y había encontrado el tesoro; sin embargo, muere tras mostrárselo a su compadre rico, quien lo deja morir en el cráter para llevarse todo el oro para él, aunque no sin antes prometerle que bautizará su hijo. Años más tarde, el compadre rico sufre la misma muerte después de que el hijo de su compadre pobre, a quien no solo bautizó, sino que también apadrinó, lo lleve al mismo cráter para vengar a su padre. Una vez consumada la venganza, empiezan a caer fuertes lluvias y truenos sobre la selva, que tumban los árboles y obligan a lxs habitantes de la ribera del Atrato a refugiarse. Dentro de la cueva que sirve de refugio, llueve oro y algunxs de lxs habitantes ven cómo una paloma blanca con la mirada del hijo desaparece en el aire: «desde entonces, en el bosque minero, cuando se ven hormigas arriando oro, nadie trata de seguirles el rastro» (Friedemann & Vanín, 1991, p.137).

De acuerdo con Vanín estos relatos contienen normas para regular la conducta social e interpersonal advirtiendo, por ejemplo, sobre los efectos de la codicia asociada al oro. En el caso de la historia de los compadres, la tradición oral trata de interpretar el cambio y la adversidad mediante la creación de nuevas premisas para entender el mundo. Vanín ve en la tradición oral uno de los espacios a partir de los cuales la región asimila la modernidad en sus propios términos y a su manera: siempre lúdica y permitiendo la mayor expresión de lo arcaico, a la vez que llena con dosis necesarias de nostalgia y crítica social un vacío de comunicación en una historia que ha estado signada por el exilio forzado y la marginación de sus hombres y mujeres (Friedemann & Vanín, 1991, p.60). Otras dos de las leyendas recogidas por Vanín y Friedemann reflexionan sobre el papel del oro en la asimilación de la modernidad en el Chocó. «Las semillas del oro», por un lado, comienza con el recuerdo de una historia procedente de Ghana contada por una antropóloga a un grupo de niñas en una escuela de Bagadó: el transgresor ritual celebrado por el rey del clan Soninké, en 1062, que consistió en sacrificar a la mujer más bella del reino a la deidad Uagudú-Bidá, la gran serpiente. En respuesta a la descripción de las siete cabezas de la serpiente que convierten varias partes del reino en desiertos donde sólo puede florecer el oro, una anciana minera afrodescendiente, que se encuentra entre el público, cuenta una historia que la antropóloga afirma haber oído ya en boca de otrxs minerxs. La anciana dice que le contaron que, antes de la llegada de su gente, lxs indígenas ya vivían en las minas. Se vestían de oro, fabricaban muñecos de oro, bebían agua de oro, comían bayas de oro y pescaban con anzuelos de oro que aún podían encontrarse en las bateas de algunxs minerxs. «Pero cuando nos vieron llegar», continúa, «se hicieron como lombrices y se metieron por debajo de la tierra y huyeron hacia arriba a los nacimientos de los ríos. Pero antes se comieron la semilla del oro y volvieron todo lo que tenían polvo de oro. Pero al salir arriba grandes pájaros blancos que los esperaban se les abalanzaron y muchos indios murieron» (Friedemann & Vanín, 1991, p.134).

Friedemann, que transcribe los relatos y también describe la escena, termina por ofrecer una lectura de la historia contada por la vieja minera como una suerte de «épica del oro». A través del oro, la experiencia de sus antepasadxs africanxs en las minas había viajado oralmente durante varios siglos, al igual que la tortura y el exterminio sufridos por la población indígena en manos de conquistadores españoles durante la Colonia (Friedemann & Vanín, 1991, p.134). Como comenta la propia antropóloga en la escena elaborada por Friedemann, la anciana pareciera haber contado la historia de Colombia (Friedemann & Vanín, 1991, p.134). Por otra parte, este relato (al menos tal y como lo recoge Friedemann) es un ejemplo de las formas en que las historias orales, a decir de Vanín, pueden ser un espacio de asimilación de la modernidad en el Chocó, así como una demostración del papel que juega el oro en dicha asimilación. En esta historia, el oro determina el origen y el destino del encuentro forzado de tres culturas, marca la llegada de la modernidad a la región y también la disolución de un pasado prehispánico de riqueza natural y cultural. El tejido de oro, el agua de oro y las semillas de oro quedan reducidos a polvo.

Junto a las hormigas, las serpientes, los gusanos y los pájaros, los animales mecánicos aparecen también en los relatos orales en los que el oro se presenta como un elemento ligado a los orígenes y al destino de lxs habitantes del Pacífico colombiano. En «Se querían comer el cementerio», Vanín transcribe el relato oral de Manuel María Moreno, un anciano de Opogodó que «deja caer sus palabras con la cadencia de los aguaceros de su tierra» (Friedemann & Vanín, 1991, p.143). Moreno narra su historia con la ayuda de su hija que va haciendo intervenciones ocasionales y llega a contarlo cruzando el río Tamaná por un «puente de hierro, retorcido y decrépito, recuerdo de los tiempos de la Compañía» (Friedemann & Vanín, 1991, p.143). El relato habla de la lucha histórica de la región contra las prácticas de explotación de las compañías mineras desde que las primeras dragas empezaron a devorar sus tierras en 1918 (Friedemann & Vanín, 1991, p.144). Una vez, hacia 1963, cuando la Chocó-Pacific se atrevió avanzar con una de sus «serpientes mecánicas» hasta el cementerio, Manuel María lideró, junto al cura, la exitosa resistencia del pueblo. Se sentó un precedente, al salvar el cementerio, y más tarde otros en Condoto se rebelaron también contra los avances de la compañía. Pero las lagunas pestilentes siguieron existiendo y ahora tenían que traer los bocachicos de otros ríos colombianos porque las dragas habían destruido la pesca en el Tamaná. Al ver que el anciano se queda pensativo y sombrío después de contar esta historia, Vanín reflexiona sobre las historias en general y sobre la importancia de esta en particular: «Entonces entiendo que las historias son como los ríos, que un día no es suficiente para agotarlas, porque ellas se nutren a medida que corren. Pero al menos, él ya puede contar en dos palabras la historia de su primera lucha victoriosa contra el poder venido de más allá de las montañas que emergen a lo lejos» (Friedemann & Vanín, 1991, p.145).

El oro y la búsqueda de la modernidad: Las novelas de los años cuarenta

Como deja ver la historia narrada por Manuel María y transcrita y comentada por Vanín, cuando se trata de representaciones del oro en el Chocó, el metal aparece frecuentemente ligado al poder que viene de detrás de las montañas, de centros urbanos como Medellín, Cali y Bogotá. Estas ciudades concentran el poder económico y político de las élites euroandinas que históricamente han dirigido a Colombia imponiendo sus proyectos modernizadores sobre territorios de frontera como el Chocó, dando origen a identidades regionales racializadas[8]. La selva y la lluvia y Andágueda –la primera ambientada a finales de los años cuarenta del siglo XX y la segunda publicada en esta misma época– son las siguientes narrativas del oro en las que en las que me detendré. En este periodo, la producción de oro en Colombia aumentó a causa del incremento del valor del metal en Estados Unidos tras la Gran Depresión, y la presencia de las empresas extractivas en manos de compañías multinacionales, como la Chocó-Pacific, se expresó en infraestructura de mucho mayor calibre que aquel puente desvanecido que cruzó la hija de Manuel María, tal y como hacen constar las crónicas que García Márquez publicaría años más tarde. Las dos novelas dan cuenta de trayectorias opuestas en la circulación del oro en el Chocó, particularmente en lo que concierne a su relación con el poder externo y extractivo. El oro atrae a los foráneos, tanto extranjeros como nacionales, que vienen a implantar empresas modernizadoras con el propósito de domesticar la tierra y extraer sus recursos. Asimismo, resulta sumamente atractivo para lxs locales que buscan una salida de la selva y de la explotación que les rodea, convencidxs de que las promesas de la modernidad solo llegan a cumplirse en otras partes.

Andágueda (1947) de Jesús Botero Restrepo es una novela sobre forasteros en el Chocó escrita por un forastero. En el prólogo a la tercera edición, Manuel Mejía Vallejo explica que la novela está basada en las experiencias vitales del propio autor. Botero era de Jardín, un pueblo próspero de Antioquia conocido como el más bonito de Colombia, y emigró al Chocó en busca de oportunidades económicas, por lo que experimentó de primera mano la vida de un minero (Mejía Vallejo, 1986, p.2). Con reminiscencias de la tradición de la novela regional y a través de las profusas descripciones características de la literatura costumbrista, la novela cuenta la historia de Honorio Ruiz y Francisco Rendón, dos forasteros que, haciendo eco de la experiencia de Arturo Cova en La vorágine (1924), cruzan las montañas para llegar a las exóticas tierras bajas tropicales del Chocó. Con el propósito de escapar de una vida acomodada en los Andes y en busca de aventuras viriles, el estrecho camino al Chocó parece ser el que más los aleja de la ley y, por lo tanto, el que más los acerca a convertirse en verdaderos hombres de la selva (Mejía Vallejo, 1986, p.229). La tierra del Chocó supone para ambos un espectáculo doblemente imponente y tentador. A propósito de las primeras impresiones de Honorio a su llegada, el pomposo narrador afirma que «no sabía qué lo atraía más en él: si la majestuosa presencia de las formas vegetales intocadas, propicias a la vida libérrima y al esfuerzo varonil, o la caparazón de misterio de que se hallaba investido en multitudes de relatos» (Mejía Vallejo, 1986, p.72).

Muy pronto queda claro para lxs lectorxs que la novela está estructurada en torno a las historias de estos dos personajes, y particularmente su inserción violenta en el paisaje y en las comunidades afrodescendientes e indígenas con las que se encuentran a medida que se adentran en la selva y se involucran directa e indirectamente en la explotación del oro. Honorio y Francisco empiezan como meros transportadores de oro y mercancías entre los campamentos mineros. Luego pasan a vivir del oro extraído por las mujeres afrodescendientes e indígenas a las que toman como amantes, y, tras cruzar caminos peligrosos movidos por la codicia, en busca de más y más oro, acaban perdidos en la selva: el uno muerto y el otro desaparecido.

El periplo de los personajes está completamente bajo el control del narrador omnisciente, el cual es, como los mismos protagonistas de la novela, un forastero que configura su imagen del Chocó a partir de extensas descripciones de la gente, de sus actividades cotidianas y de la tierra. A lo largo de estas descripciones, el narrador propone repetidamente imágenes estereotipadas, tanto de la selva y su exuberancia como de las comunidades afrodescendientes e indígenas. Estas comunidades no solo resultan siempre erotizadas y carentes de agencia, sino que su aparición en las historias de Honorio y Francisco resulta siempre meramente instrumental y accesoria. La representación de indígenas y afrodescendientes en la novela es un buen ejemplo de la proyección de los sueños y ansiedades modernas en los territorios de frontera, tal y como expone Serje. Estos territorios, considerados el reverso o el negativo de la nación, aparecen como «vastas soledades», y sus habitantes son reducidos, así, a «mera representación» (Serje, 2005, p.17). La mirada del narrador encaja bien en lo que Arturo Escobar y Álvaro Pedro han identificado como una tendencia a entender el Pacífico «no en sus propias racionalidades--múltiples, heterogéneas y diversas, así lo vemos homogéneo--, sino simplemente en relación a lo moderno» (Escobar & Pedro, 1994, p.41). Como señalan ambos autores, esta tendencia favorece inminentemente la percepción de que se trata de una tierra necesitada de desarrollo (Escobar & Pedro, 1994, p.41). En efecto, el narrador de la novela recurre de manera constante a ese imaginario desarrollista que presenta la violencia bárbara y colonial como necesaria para implantar la civilización en las zonas periféricas, al tiempo que insiste en la rudeza que el mismo paisaje infunde en lxs habitantes del Chocó, ya sean mestizxs, afrodescendientes o indígenas. Esto explica que el narrador hable de la selva como una tierra de depredadores, de «zorros y halcones […] donde proliferan las pasiones, donde impera el derecho de la fuerza y también la incontrastable fuerza de la astucia... ¿Acaso podía pedirle otra cosa a la selva?» (Mejía Vallejo, 1986, p.48).

Las descripciones y proyecciones del narrador incluyen varios pasajes sobre la vida de lxs minerxs artesanales afrodescendientes e indígenas, así como sobre el funcionamiento de las minas pertenecientes a mestizos o extranjeros, que utilizan maquinaria importada de California. Los aspectos sociales de la minería del oro están presentes en retratos de hombres esclavizados por su avidez de oro y riquezas. El narrador advierte que estos mineros «cavaban todo el día y noche intrincados socavones […] [y] se doblegaban e inclinaban reverentes ante el esquivo y taimado diosecillo» (Mejía Vallejo, 1986, p.32).

El narrador alude a las malas condiciones en las que viven los mineros en campamentos superpoblados mientras fantasean con la ciudad, donde esperan gastar su pago y mitigar el agotamiento, la desnutrición y la enfermedad (Mejía Vallejo, 1986, p.49). También hay cierto grado de conciencia medioambiental que puede reconocerse en la narración. Los pasajes en los que el narrador se lamenta de que la extracción de caucho y la deforestación con fines agrícolas y ganaderos estén agotando y secando la selva, por ejemplo, son algo más que material para su prosa florida (Mejía Vallejo, 1986, pp.52, 91). Uno de estos pasajes incluye, de hecho, una imagen que hace eco del relato de Manuel María, en la que se describe a «las dragas que hunden como cucharas hambrientas sus palas eléctricas en los cauces y levantan cual hitos de su ávido paso montones de arena estrujada sobre las playas» (Mejía Vallejo, 1986, p.51).

A veces, intercalados con descripciones de este tipo, el narrador se permite algunos comentarios respecto a la extracción de oro y minerales por parte de empresas extranjeras en el Chocó, dando cuenta de una percepción generalizada de inequidad e injusticia, sustentada, a su vez, en la conciencia de que «a manos extrañas, por supuesto, [es] que va a parar tarde o temprano la verdadera riqueza colombiana» (Mejía Vallejo, 1986, p.51). Esto queda claro cuando se lamenta por el hecho de que la Compañía Chocó-Pacific haya acaparado la región y sus recursos: «por todas las fronteras y hacia todos los puntos cardinales creció el pulpo de nombres exóticos y se alargaron los ambiciosos tentáculos [...] absorbe el platino diseminado en la red de los ríos y acapara el oro de vetas y aluviones» (Mejía Vallejo, 1986, p.51). La imagen del pulpo es bastante significativa, sobre todo si se considera que esta era la metáfora predilecta para referirse a la United Fruit Company y sus actividades extractivas en todo el Caribe durante esta misma época[9]. Es evidente la crítica del narrador a la extracción de oro por parte de una empresa extranjera representada por empleados rubios que beben whisky y viven en cabañas protegidas y fumigadas mientras los «auténticos habitantes» son atacados por la malaria, la anemia y la tuberculosis (Mejía Vallejo, 1986, p.52). Sin embargo, hacia el final del libro, se desarrolla una línea argumental en la que uno de los personajes se erige en líder autoritario de un pueblo indígena al que ha ingresado después de casarse con una de sus mujeres, lo cual complejiza esta crítica a la vez que acentúa el cuestionable trato que el narrador dispensa a los que denomina «habitantes genuinos» del Chocó. Honorio engendra un hijo con su esposa indígena Clara Rosa Querégama y a partir de ese día, dice el narrador, se concentra obstinadamente en acumular todo el oro posible para dejárselo al niño con el fin de compensar el hecho de haberlo traído a la vida como miembro de una «raza infructuosa» (Mejía Vallejo, 1986, p.110):

Un blanco estaba capacitado para escabullirse de ese rudo ambiente cuando lo desease. Pero ese muchacho no. Llevaba en las venas sangre india que le proporcionaría impasibilidad y desgano vital, desidia y pesadumbres nativas […]. Así pues, no quedaría satisfecho sino el día en que pudiera meterle en los puños al joven Manuel Ruiz montones de oro diciéndole: —¡Tome, tome! Váyase afuera y que no lo vuelva a ver por aquí […] Y es que mientras unos están hechos para empuñar maíz hasta la muerte […] otros tienen por qué exigir oro, puesto que llevan sangre de conquista hasta en las manos vacías (Mejía Vallejo, 1986, p.110).

La selva y la lluvia (1958) de Arnoldo Palacios, por otro lado, se centra en quienes históricamente se han visto privados del presunto derecho a «exigir oro». La novela se publica primero en Moscú, como parte de una serie dedicada a los autores revolucionarios del mundo en el año 1958 (Santos Molano, 2014, p.13). Irónicamente, el escrito de Palacios quiso dar visibilidad internacional tanto a las ricas tradiciones culturales como a la economía extractiva explotadora del Chocó, su región natal, justo un año antes de que la ley colombiana declarara que el Pacífico era una inmensa reserva natural vacía (Meza Ramírez, 2010, p.45). La selva y la lluvia fue reeditada en Colombia recientemente, en el contexto de un creciente interés por la producción cultural afrocolombiana, y solo después de que la crítica proclamara otra novela de Palacios, Las estrellas son negras (1940), como una de las novelas más importantes del siglo XX en Colombia.

Los protagonistas de la novela son Pedro José y Luis Aníbal, dos jóvenes de las regiones mineras del Chocó que se cruzan en Quibdó mientras luchan por salir de la pobreza, acceder a una educación formal y emigrar a Bogotá, donde ambos creen que es necesaria la revolución. La segunda parte de la novela está dedicada a la experiencia de Luis Aníbal como líder revolucionario en Bogotá a finales de los años 40, una época marcada por la agitación obrera y las tensiones políticas que condujeron al asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, en 1948, y desencadenaron el periodo conocido como «La Violencia». Pedro José, en cambio, nunca llega a Bogotá y hacia final de la novela el lector se entera de que su vida promisoria se ve súbitamente truncada cuando, acusado por el cura del pueblo y los gamonales conservadores de inculcar el ateísmo a sus alumnos, se ve obligado a dejar su trabajo como maestro de la escuela de Tadó.

Siguiendo la tradición del realismo social, la primera parte de la novela dibuja un cuadro sombrío de los orígenes del maestro de escuela que hace las veces de telón de fondo para la ideología revolucionaria que guía las acciones de los personajes a lo largo del texto. Pedro José es hijo de una familia analfabeta de minerxs tradicionales ligada a una historia de pobreza y explotación endémicas, historia que intenta superar, desde su infancia, trabajando como minero en los ríos. Este sombrío panorama permite reflejar la enorme distancia que debe recorrer, impulsado siempre por el deseo de obtener todo lo que viene de más allá de la selva. Los brillantes hilos del telégrafo, que permiten hablar con otros que están lejos, le parecen fascinantes. También lo deslumbra la presencia de quienes que han estado «afuera», como cuando conoce a Felipito, el hijo de un amigo de la familia que acaba de regresar de trabajar para la Chocó-Pacific en Andagoya y que le informa de las malas condiciones que tienen que soportar los trabajadores a manos de los extranjeros que dirigen las operaciones de la empresa:

Yo, lo único que pure economizá jué pa adquerí éte pantaloncito, y éta jraela, y éta camisa que tengo puejta. Dejando e comé puré comprále éte coltecito e calamaco a mi mamá y éta camisa pa er viejo… no quería gorvéme a casa con laj mano enteramente vacíaj…. Y vea usté, ayel no má un gringo me levantó la voz y quiso pegáme, er mú dejgraciáo… Me le encaré a mistel Geraldo, y aquí me tiene, er gerente me echó de su empresa… En Andagoya laj mismísimas autoritares de Colombia, con sé qu’é la paria e nojotro, no valen nara em comparación de un gringo… Al revé, er dispertó y loj policía defienden a loj gringo… Yo no li aconsejo a naire de pasá lo que yo pase en Andagoya, de arrajtráme como me arrajtré allí, peó que un perro, y me peldonan la comparación. (Palacios, 2014, p.45)

Conocer estas historias de sufrimiento inquieta a Pedro José al punto de que empieza a sentir la necesidad de actuar: «Felipito se le aparecía cual la revelación casi definida de ese algo que lo llamaba, encendía en él esa llama que lo empujaba a ser otra cosa… «Yo me iré al pueblo, pero… Yo no quiero irme a pasar las peripecias de Felipito, no… Sin embargo yo sé que me puero í»» (Palacios, 2014, p.45).

Además de figurar indirectamente en el recuento de las malas condiciones de quienes trabajaban en las minas de Andagoya, el oro aparece en la novela en forma de las pepitas de metal de las que depende la familia de Pedro José para su subsistencia diaria. Una de estas pepitas de oro acaba, de hecho, por empujarle a abandonar su vida de minero artesanal, al igual que un posible futuro como trabajador en las minas explotadas por la Chocó-Pacific en Andagoya. Esto se da en un momento en el que el oro escasea y la familia puede contar con los dedos de la mano los días en los que ha encontrado suficiente oro para cambiarlo por comida en la tienda local, a la que ni siquiera pueden ir ellos mismos porque se avergüenzan de su falta de ropa adecuada. Durante una tormenta torrencial, Pedro José recibe la misión de comerciar con una pepita de oro inusualmente grande, pero resbala y pierde la pepita y con ella la única fuente de ingresos de su familia. Devastado y aterrorizado por las consecuencias de su pérdida, decide marcharse, escapando de su vida en las minas y siguiendo la senda que habría de llevarlo más allá de la selva.

Este viaje, que finalmente lo lleva a convertirse en un hombre culto con conciencia revolucionaria, comienza en el mismo momento en que, literalmente, deja caer el oro. También empieza con la constatación del descontento frente a la explotación del oro por parte de los extranjeros que revolotea en su joven inexperta mente (Palacios, 2014, p.66). El barco en el que escapa hacia Istmina, otra de las ciudades mineras de la Chocó-Pacific, se zarandea bruscamente por la corriente levantada por barcos más potentes y el capitán culpa a los extranjeros: «Malditos gringos» (Palacios, 2014, p.66). Según el narrador, Pedro José ya sabía «que esas lanchas eran de los norteamericanos, dueños, además, de esas dragas enormes que sacan el oro y el platino. Todo mundo allí había llegado a odiar a esa gente perversa» (Palacios, 2014, p.66). No obstante, incluso en el contexto de la posición crítica que adopta la novela frente al imperialismo norteamericano –una postura que seguramente atrajo a sus editores en Moscú a finales de los años cincuenta–, el odio de Pedro José no se dirige únicamente hacia los gringos y la poderosa explotación minera que dirigían a través de la Chocó-Pacific. Durante su viaje, al evocar el amargo pasado en el que «había vivido en la selva casi a la par que las bestias», el narrador dice que Pedro José quedó poseído por el odio: «evocar ese pasado amargo, trágico, lo inundaba de odio hacia algo, hacia alguien que sin embargo no localizaba con precisión. Tal vez el «Gobierno». Pero no sabía a ciencia cierta por qué el «Gobierno» precisamente… No comprendía bien…existían aquí dos bandos de liberales y el partido conservador… pase lo que pasare, somos los perseguidos, vegetamos en la miseria» (Palacios, 2014, p.85).

Sangre y oro en los años setenta

Años más tarde, durante la década de los setenta, la violencia política que Pedro José percibía como una dinámica infructuosa en la que quedaban atrapadxs lxs más desfavorecidxs seguía manifestándose en la guerra por una mina de oro en la región del Alto Andágueda, en el Chocó. La crónica de Juan José Hoyos El oro y la sangre, publicada en 1994 tras ganar un premio periodístico concedido por la Editorial Planeta, es un relato detallado del conflicto que se prolongó durante más de una década. La guerra comienza en 1975, con un movimiento de resistencia en contra de las dudosas licencias mineras que permitieron a una poderosa compañía antioqueña desplazar a varixs indígenas de la comunidad Emberá, ensuciando sus aguas y privándoles del derecho a explotar el oro encontrado en sus tierras ancestrales. La lucha por los derechos de explotación de la mina, en la que participaron familias tradicionalmente poderosas de blancos y mestizos de Antioquia, afrodescendientes del Chocó, la policía local, el gobierno nacional, la Iglesia católica, grupos armados al margen de la ley y organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, acabó dividiendo a la comunidad indígena en diferentes facciones.

En uno de los varios testimonios y cartas por medio de los cuales Hoyos reconstruye la historia, un insurgente del EPL (Ejército Popular de Liberación), grupo armado de izquierda que luego contribuyó a la reconciliación de lxs emberás divididxs tras años de enfrentamientos, afirma que llegó a comprender que la división causada entre los grupos indígenas por cuenta de la mina de oro era bastante sintomática del panorama político del país: «los de arriba» eran liberales y «los de abajo» eran conservadores (Hoyos, 1994, p.271). En este testimonio, el líder también sostiene que «los indígenas son muy ingenuos y [que] cualquiera que llegue de afuera los divide» (Hoyos, 1994, p.271). La noción de lxs emberás como personas ingenuas y sometidas a los intereses de los numerosos forasteros atraídos por el descubrimiento de la mina de oro en el Alto Andágueda no se limita a este último testimonio. De hecho, se trata de un motivo que atraviesa la representación de este grupo indígena en El oro y la sangre. Es de esta manera que Hoyos busca dar cuenta de cómo el conflicto termina por salírseles de las manos, a la vez que señala cómo el tejido social de lxs Emberá se vio profundamente alterado por el creciente contacto con las dinámicas modernas de explotación y circulación del oro.

La crónica de Hoyos sobre la guerra logra dar a lxs lectores el contexto suficiente para entender las causas y las principales fases del conflicto, a partir de un relato minucioso y reflexivo que combina la narración en voz del cronista, entrevistas, el contexto histórico y la transcripción de cartas y documentos oficiales. El oro y la sangre ofrece una visión de las maneras en que el oro transformó violentamente esta región del Chocó, apuntando hacia las raíces históricas de la opresión y la explotación que sufre el pueblo Emberá. Hay pasajes en los que, por ejemplo, el cronista recuerda a lxs lectores que el ataque a un helicóptero cargado de oro, que fue uno de los detonantes del conflicto, lejos de ser la primera incursión armada de lxs emberás contra un emblema de la civilización blanca, es un episodio más de una vieja guerra que comenzó en el siglo XVI (Hoyos, 1994, p.26). Desde la llegada de los primeros exploradores españoles en busca de oro, lxs indígenas resistieron con lanzas, cuchillos, dardos envenenados y cerbatanas, y es por esto que el oro, dice, «ha estado unido a la sangre y la leyenda» (Hoyos, 1994, p.26). La crónica presenta múltiples perspectivas sobre el conflicto y reflexiona sobre la propia mirada del narrador como periodista foráneo en la región. Hoyos, periodista que acompañó a una de las comisiones enviadas por el gobierno para investigar los reclamos que lxs Emberá hacían sobre la mina y su petición de declarar su territorio como resguardo, reconoce haber asumido esta experiencia con sentimientos encontrados: «De un lado, quería empezar a caminar de una vez, monte adentro, como si una voz me estuviera llamando desde allá hace muchos años. De otro lado, sentía miedo y quería devolverme. Sabía que las selvas del Alto Andágueda estaban llenas de indios armados que no habían recibido de los blancos más que miseria y vejaciones» (Hoyos, 1994, p.66). Desde esta postura, incluso este narrador lleno de empatía y bien documentado, con las pretensiones de veracidad propias del discurso periodístico, acaba reproduciendo representaciones cuestionablemente estereotípicas de los actores del conflicto, como la tan invocada imagen de lxs emberás como personas ingenuas. Estas imágenes llaman la atención sobre las limitaciones de la posición del narrador como observador externo proveniente de más allá de las montañas.

El narrador privilegia unas voces sobre otras. Dedica decenas de páginas a contar la historia del padre Betancourt: un sacerdote católico que se convierte en una poderosa autoridad local después de haber establecido una misión en la región con el objetivo de «civilizar» a lxs emberás a través de una educación que les desvinculara definitivamente de su lengua, religión y cultura. Aunque el narrador es a menudo crítico del padre Betancourt, sobre todo en lo relativo a su papel como comprador de oro a lxs indígenas, también lo convierte casi en un héroe «civilizador» y en una víctima de la guerra. A veces, incluso, parece presentar la «racionalidad» del sacerdote, y de su orden, como una especie de pervivencia de un pasado mejor, a su vez alterado por la exacerbada sed de oro que anida en el Alto Andágueda:

En el momento de su retiro […] sabía todo de los indios Emberá. Había derrotado a sus jaibanás. Conocía a sus mujeres. Les había impuesto la lengua de la madre España. Los había bautizado, casado y enterrado. Los había visto armados de cuchillos o machetes, y borrachos, peleando con sus hermanos o amenazándolo a él. Y hasta había aprendido de ellos todos los secretos para dominar las culebras. Sin embargo, al final de sus días no podía entender lo que pasaba. Fue como un eclipse de sol […] comenzaron a ocurrir las primeras matanzas y veía llegar, con un fusil al hombro y la ropa llena de sangre, a los indígenas que él mismo había bautizado. […] Estaba seguro de que el oro que él compraba a los indígenas y pesaba en la tienda de la misión lo había desordenado todo. Además, lo había bajado a él mismo de su trono de misionero, no sabía cuándo. (Hoyos, 1994, p.259)

Este pasaje es tan solo uno de los muchos dedicados al Padre Betancourt, quien resulta ser un personaje mucho más visible y matizado en la crónica que cualquiera de las personas indígenas que figuran casi siempre en imágenes que las reducen una vez más a «mera representación» (Serje, 2005, p.17).

Sobre Aníbal Murillo, el indígena que encontró la mina que inició el conflicto, por ejemplo, la crónica de Hoyos hace referencias poco precisas, como cuando dice que «de Aníbal Murillo se cuentan muchas historias en el Alto Andágueda» y lo hace como preámbulo de esta pintoresca descripción de Murillo basada en rumores: «cuando uno lo mira, lo único distinto que descubre en su cara, apenas sonríe, es el brillo de algunos dientes forrados en oro. Nada más. Pero la gente asegura que es el único Emberá capaz de oler el oro aunque esté enterrado muchos metros debajo de la tierra» (Hoyos, 1994, p.40).

Las vistosas imágenes de la dentadura y la reputación de Murillo componen una serie de representaciones ostentosas de lxs Emberá confeccionadas especialmente para lectorxs externxs. Estas representaciones se tornan recurrentes en los momentos en los que la narración se enfoca en los cambios culturales que, por cuenta del oro, se han producido en la comunidad Emberá. Lo anterior es particularmente evidente en el último capítulo de la primera parte del libro, titulado simplemente «Oro». Mientras que en la mayor parte de la crónica el narrador se muestra dispuesto a profundizar en las causas y consecuencias de la guerra por la mina, en este capítulo, que aparece justo en la mitad de la crónica, se centra en aspectos extravagantes de las interacciones desencadenadas por el oro entre lxs Emberá. El narrador describe un desenfreno consumista bastante caricaturesco y desprovisto de sentido, provocado en las comunidades por el súbito acceso a objetos y comodidades modernas, como dinero físico, armas, carros, electrodomésticos, alcohol, relojes, gafas, maquinaria, productos capilares y aviones, desplegando una visión monolítica de lo que él mismo idealiza como «el mundo pequeño y pobre –pero, hasta hace unos años, apacible– de los Emberá del Alto Andágueda» (Hoyos, 1994, p.150).

Matices del oro: el oro como destructor y como salvador lejano

En contraste, Chocó (2012), escrita y dirigida por Jhonny Hendrix Hinestroza, un joven cineasta de Quibdó, presenta una imagen mucho más matizada del oro y de la relación de una comunidad marginalizada con la modernidad representada en atractivos artículos de consumo. En esta película, una mujer afrodescendiente y empobrecida llamada Chocó, oriunda de un pequeño pueblo chocoano y casada con un hombre abusivo y ocioso, hace todo lo posible por comprarle una torta a su hija, que está pronta a cumplir siete años. A partir de la experiencia de la protagonista femenina y particularmente a través de la desesperada búsqueda de la torta –que lleva a Chocó a ser víctima de abuso sexual por parte del tendero del pueblo, un mestizo paisa que se aprovecha de la precaria situación de la joven madre–, la película logra trazar un retrato de las dinámicas raciales y culturales que se articulan en un pequeño pueblo del Chocó en torno la explotación minera, tanto la industrial como la artesanal.

Los descoloridos recortes de periódico que cubren las paredes de la cabaña en la que vive Chocó con su familia, a orillas de un río caudaloso, indican que la historia ocurre en algún momento posterior a 2010. Durante este período se produjo un fuerte aumento en el precio del oro y, como resultado de una ley de 2001 que permitía otorgar licencias y concesiones mineras de manera bastante laxa, hubo un importante incremento de inversión extranjera y nacional en minería. Se dio una suerte de «fiebre minera», como la llamó María Teresa Ronderos en una investigación periodística publicada en 2011. Según Ronderos, «esta fiebre minera llevó al gobierno … a otorgar casi 9.000 títulos sin respetar parques nacionales ni reservas indígenas. El crimen organizado también encontró allí una vía para repatriar sus utilidades de la droga y lavar dinero» (Ronderos, 2011, s.p.).

Esta fiebre minera, percibida por algunas personas como una potencial vía de desarrollo para el país, tuvo un fuerte impacto en el Chocó, una región rica no sólo en oro y otros minerales, sino también estratégicamente situada como puerta de entrada a los mercados de la cuenca del Pacífico. Un debate público en torno a los impactos sociales y ambientales de la minería se abrió paso en los medios de comunicación y llamó la atención sobre la situación en el Chocó a través de imágenes de grandes dragas, montañas de escombros y ríos contaminados que ponían en riesgo la exuberante selva tropical. El debate nacional sobre el impacto ambiental de la minería en el Chocó se sumó a un proceso de mayor visibilidad de la región en el imaginario nacional, impulsado por los movimientos sociales que surgieron en torno a la reforma constitucional de 1991 y la posterior Ley 70 de 1993, que reconocía y prometía proteger el derecho de lxs afrodescendientes a sus tierras ancestrales y sus contribuciones a la diversidad cultural y étnica de Colombia.

En la película, sin embargo, no parece haber muchas variaciones respecto a aquella sombría imagen de la vida de quienes se dedican a la minería en el Chocó descrita por Palacios en La selva y la lluvia. El guion de Hinestroza pone de manifiesto la precariedad que rodea la vida de la protagonista y su familia, a causa del abuso que sufre en el ámbito doméstico y de la explotación y el maltrato que soporta a manos de los forasteros asentados en el Chocó; primero, como trabajadora en la mina del paisa Jiménez y, más tarde, a manos del paisa dueño de la tienda del pueblo, que, aprovechando el control que ejerce sobre prácticamente todos los bienes de consumo, la obliga a acostarse con él. La elección del nombre de la protagonista por parte de Hinestroza sugiere que su historia representa la historia de explotación y abuso infligida a la tierra del Chocó. Con esta relación metonímica, la película corre constantemente el riesgo de emparejar y confundir lo femenino con lo telúrico y, por lo tanto, de reproducir una opresiva operación patriarcal: la representación de la tierra como un cuerpo femenino vulnerable sujeto a las fuerzas civilizadoras masculinas. Cabe decir que este es un discurso que la crítica ecofeminista ha buscado desenmascarar y subvertir[10].

En la primera de las secuencias de la película que aborda el tema de la minería, vemos a Chocó entre un grupo de mujeres que son transportadas a la mina en la parte trasera de un camión. La letra de la canción tradicional que las mujeres cantan de camino a la mina —«Aunque mi amo me mate a la mina no voy. Yo no quiero morir en un socavón»— subraya el carácter histórico de las precarias condiciones que soportan estas mujeres. Hacen un trabajo físicamente agotador y son tratadas a los gritos mientras exploran con sus bateas el lecho del río excavado previamente por la draga de la compañía paisa. Después de que Chocó es despedida y se ve obligada a volver al pueblo a pie, nos enteramos de que lo que ha ganado no es suficiente ni siquiera para comprar la comida del día y de que el agua en la que trabajan estas mujeres está contaminada con agentes químicos perjudiciales para la salud. Esta secuencia es la única parte de la película en la que vemos oro real en la pantalla, un polvo que apenas brilla en una de las bateas. El oro es esquivo. No vemos más que una imagen borrosa y lejana en la escena en la que Chocó intercambia el oro que ha recogido durante el día con el paisa, por lo que la representación del oro en la película se crea a través de lo impalpable; es decir, de las visiones del rastro violento que dejan las dragas que lo extraen, de las promesas que crea y de las ilusiones que destroza.

En otra escena, en la que Chocó está llorando al lado de un charco en la selva, la protagonista se topa con una niña llamada Florencia. La niña la lleva a un «escondite mágico» y ahí tienen una conversación que sirve como un indicio de uno de los efectos que tendrá la minería de oro en lxs personajes de la película. Cuando se sientan, la niña pregunta:

—¿Cuántos dedos tengo aquí?

—Pues cinco.

—No, son seis. Mamá dice que es por el mercurio

—¿Cuál mercurio?

—Porque mi mamá cuando estaba embarazada le tocó trabajar en la mina porque mi papá la dejó sola.

Aunque la escena parece muy concreta y real cuando la cámara hace zoom sobre el pie anormal de Florencia, este se desvanece rápidamente como si se tratara de una visión y la cámara vuelve abruptamente a la imagen de Chocó sentada, sola, exactamente en el mismo lugar junto al charco.

Otra escena de la película en la que el oro aparece a través de referencias impalpables y cargadas de simbolismo gira en torno a una de las grandes dragas amarillas que se han convertido en parte del paisaje de la región. El hijo de Chocó falta a la escuela con uno de sus amigos y, mientras los dos niños caminan por la selva, se encuentran con una gran draga abandonada en una zona de explotación minera. Entonces se suben a ella y empiezan a jugar haciendo ruidos como si la estuvieran manejando y entablan una conversación que revela lo que la máquina representa en su mundo:

—¿Y esta máquina de quién es?

—Esta máquina no tiene dueño, está abandonada. Cuando sea grande quiero una máquina.

—Yo también.

—Yo quiero tumbar cuarenta palos para sacarme un castellano y medio[11].

—Con cuarenta palos vos no te sacás eso.

—Me saco más.

—Y ¿cómo vas a manejar?

—Solo.

El juego se desarrolla al amanecer por lo que la conversación lúdica se yuxtapone a las imágenes de la draga en funcionamiento real, excavando el río y perturbando un paisaje por lo demás silencioso y pacífico con sonidos mecánicos que hacen eco de los que los niños están haciendo. A través de la irrupción de estas imágenes y sonidos violentos en el juego de los niños, la película parece sugerir que las generaciones más jóvenes están destinadas a formar parte de estas agresiones al paisaje que son, a su vez, el resultado de la historia de explotación del Chocó.

No obstante, el contrapunto de esta historia, el único lado alegre de la experiencia de Chocó y de la película en general, también tiene que ver con la minería. Y más precisamente con una mina artesanal dirigida por Américo, un hombre que Chocó conoce en el monte, y que se convierte en un espacio aislado y seguro, alejado del pueblo y de las dragas. Tras enterarse de que Chocó fue despedida y de que está luchando por ganarse la vida, Américo la invita a trabajar con él y le describe su mina en los siguientes términos: «Yo trabajo minería pero no trabajo con máquinas ni con mercurio, yo trabajo en minería artesanal, la que tradicionalmente han venido trabajando los mayores». Al día siguiente, mientras su hijo falta a la escuela por irse a trabajar a una de las minas dragadas por los paisas, Chocó se va para la mina de Américo. La película expone el contraste entre las dos actividades al presentar una imagen pacífica y armoniosa de la vida de lxs minerxs artesanales en contraposición con la de los paisas insensibles que explotan la tierra y sus habitantes para maximizar sus beneficios. Américo es un hombre afrocolombiano tranquilo, sabio y orgulloso, que extrae oro a pequeña escala con la ayuda de su mujer, su hijo y su vecino. Al igual que los relatos sobre la ambición ligada al oro que analizamos al principio de este texto, y articulando una visión del mundo opuesta a la noción capitalista de maximizar los beneficios, Américo le explica a Chocó lo siguiente:

Aquí trabajamos con las manos y con el corazón porque en la mina artesanal no podemos ser egoístas, si usted lleva mucha ambición, no consigue nada. Entonces hay que trabajar con tranquilidad, nada de pensar que aquí voy a hacer una cantidad de plata, que ahora entonces voy a pagar aquí, voy a comprar acá, nada de eso. Hay que trabajar solo pensando en Dios que nos ayude y nos dé la suerte para salir adelante.

Más allá de lo idealizada, fiel o precisa que pueda llegar a ser la representación de las técnicas de la minería artesanal que muestra la película, a partir de esta imagen de la mina de Américo, el único espacio seguro para la protagonista, la película presenta el conocimiento ancestral del pueblo afrocolombiano, su relación con la tierra y los recursos, como la única opción para romper la cadena de abusos, explotación y pobreza ligada al oro en la región. Sin embargo, la película de Hinestroza no es, ni mucho menos, optimista: la mina de Américo destaca justamente por su singularidad y porque no se integra en la vida del pueblo; además, los dos paisas, tanto el dueño de la mina como el tendero, se salen con la suya; el hijo de Chocó parece destinado a formar parte del mundo de las dragas; y, ante la desesperación y el hartazgo de tanto abuso, Chocó no tiene más salida que recurrir a la violencia y acaba castrando a su marido e incendiando su casa.

Extensiones

Algunos de los puntos de encuentro entre las obras que hemos analizado se presentan en forma de contrastes muy marcados, como el que establece Hinestroza entre la mina de Américo y todo lo que rodea a Chocó. En términos más generales, estas obras oponen la riqueza natural a la pobreza endémica, los esfuerzos colectivos a la codicia sin límites y la conciencia medioambiental a las violentas incursiones en los ecosistemas. A menudo estos contrastes se agrupan en las trayectorias y experiencias vitales de lxs «auténticxs habitantes» y sus encuentros con los recién llegados. Leídos en conjunto, estos relatos permiten hacerse una idea de las imposiciones y los pasos en falso de los discursos que vienen de más allá de las montañas, así como de las enormes dificultades y los atractivos ligados al oro en el Chocó y su siempre brillante potencial.

Las obras comentadas en este artículo también contribuyen a la larga historia de construcción del Chocó como lo que Margarita Serje llamó un «espacio virtual» a través de la transmisión de historias sobre el oro en una región que esconde su escurridiza riqueza a la vista de todos, y donde la gente está condenada a cumplir con las exigencias de economías extractivas. Los textos que hemos abordado transforman los tropos seductores sobre la riqueza aparentemente infinita de una región, en la que las hormigas transportan oro y lxs nativxs alguna vez vistieron ropas de oro e incluso bebieron el metal, en cuentos con moralejas o en relatos que ejemplifican la barbarie humana, sacando a la luz la historia de la implacable y violenta explotación del Chocó, y llamando la atención sobre los peligros de la modernidad y el «desarrollo». Todos son textos que participan de lo que Laura Barbas-Rhoden, en diálogo con el uso que Lawrence Buell le da a este mismo término, ha denominado el «imaginario ambiental» de los siglos XX y XXI en América Latina. Según Barbas-Rhoden, este imaginario cuestiona, desafía y desmantela la explotación de las personas y la naturaleza, y para hacerlo yuxtapone la realidad de una clase dominante de élites nacionales y extranjeras, que han impuesto visiones europeas y anglocéntricas, a las epistemologías, conocimientos y prácticas de quienes representan una alternativa a la modernidad occidental. Barbas-Rhoden habla de voces que «apuntando a la crisis, recuperan una historia alternativa de la modernidad, exploran las consecuencias ambientales de la marginación de formas alternativas de conocimiento y denuncian el instrumentalismo de los sistemas económicos (mercantilismo y capitalismo) que han configurado las realidades latinoamericanas durante cinco siglos» (86). Partiendo de la noción de Serje de «geografías imaginadas» creadas a través de «relaciones intertextuales», las mitologías del oro compartidas y difundidas a lo largo de los textos analizados en este artículo operan en muchas instancias y a distintos niveles, buscando cuestionar y desmontar las fantasías desarrollistas de riqueza y explotación ligadas al oro, como ocurre claramente con los relatos recogidos por Vanín y Friedemann, con la novela de Palacios y con la película de Hinestroza. Por otro lado, El oro y la sangre y Andágueda muestran otra cara de ese imaginario ambiental latinoamericano, que no puede evitar servir de reafirmación de las imposiciones violentas de esas mismas fantasías y proyecciones.

Este artículo es un primer acercamiento. Entre los posibles temas para futuros estudios en torno al oro y su incidencia en la región se incluyen, por ejemplo, el Chocó como un espacio físico conectado a la modernidad a través de las limitadas líneas de conexión de las industrias extractivas; el Chocó como un lugar en el que las tensiones derivadas de los contrastes comentados anteriormente se negocian a diario y, sin embargo, permanecen fijadas tanto por la caricatura como por la realidad; y el Chocó como un lugar en el que los conocimientos ancestrales y una relación reflexiva con la abundancia de recursos naturales se ofrece como la única y, sin embargo, remota solución: un sueño que sigue viéndose demasiado pequeño al lado de las enormes dragas.

Referencias

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1Texto originalmente publicado bajo el título “Mythologies of Gold in Chocó”. M. Anderson, & Z. M. Bora (Eds.). Ecological Crisis and Cultural Representation in Latin America: Ecocritical Perspectives on Film, Art, and Literature (pp.21-44). London: Lexington Books, 2016. Traducción de Pablo Guarín Robledo y Juanita C. Aristizábal.

2Ph.D., Yale University.

3Associate Professor of Modern Languages, Literatures and Cultures.

4Arturo Escobar, que ha estudiado la región a fondo, se refiere a la extracción de oro, platino, caucho y madera como «ciclos de auge y decadencia... que han dejado una huella indeleble en la conformación social, económica, ecológica y cultural del lugar» (Escobar, 2008, p.4, traducción nuestra).

5Véase, por ejemplo, el libro de Kiran Asher, Black and Green: Afro-Colombians, Development, and Nature in the Pacific Lowlands (2009), en el que se analiza lo que estaba en juego en este proceso, incluido el papel de los movimientos sociales, las motivaciones económicas y las discusiones medioambientales detrás de la transformación de la relación de la nación con la región Pacífico.

6Vanín explica que el peso que tienen las tradiciones orales en el Pacífico es el resultado tanto de la herencia de las culturas africanas como de la falta de acceso a la alfabetización en la región durante la esclavitud y durante un largo periodo después de la independencia (Vanín, 1996, p.59). Vanín considera que la tradición oral llena un vacío de comunicación en el Pacífico al infundir a los «espacios de trashumancia del hombre y la mujer ribereños con la necesaria carga de nostalgia y crítica social por la condición de desterrados y luego marginados» (Vanín, 1996, p.60).

7Las hormigas portadoras de oro son un tropo familiar en la tradición occidental. Son famosas en los escritos de Heródoto, que las sitúa en la India. Véase Heródoto, Historias (Libro III: 102-105). También aparecen, por ejemplo, en una leyenda yoruba.

8Appelbaum describe el proyecto de estas élites como uno que buscaba la conformación de identidades regionales y que sirvió para «organizar y comprender a una población dispersa y diversa que no se ajustaba a las visiones idealizadas de una nación moderna racialmente unificada». Las místicas regionales, como la que es icónica del Eje Cafetero, son manifestaciones especiales de las nociones racializadas de la modernidad que asocian el progreso con lo blanco, excluyendo a la población negra e indígena (Appelbaum, 2003, p.207).

9Véase, a este respecto, el volumen editado por Steve Striffler y Mark Moberg y titulado Banana Wars: Power, Production, and History in the Americas (2003).

10María Ospina aborda las implicaciones de esta asociación entre lo femenino y lo telúrico en su texto titulado “Natural Plots: The Rural Turn in Contemporary Colombian Cinema”, publicado en 2017 como parte del volumen Territories of Conflict: Traversing Colombia through Cultural Studies, editado por Andrea Fanta Castro, Alejandro Herrero-Olaizola y Chloe Rutter-Jensen.

11El «castellano» es una unidad de peso del oro que data de la Colonia.

Recibido: 21 de Abril de 2022; Aprobado: 22 de Mayo de 2022

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