Pero ninguna de estas contiendas tuvo lugar en el vacío.
Edward Said, Cultura e imperialismo.
En los últimos años el planeta ha estado sometido a diferentes encierros: confinamientos sanitarios, cercos mediáticos y políticas específicas de control sobre poblaciones y territorios de constante marginación. El 25 de mayo de 2022, se conmemora el asesinato de George Floyd bajo la rodilla de un policía blanco en Estados Unidos. El cuerpo asfixiado de un varón negro reflejó la paradoja de los racismos en medio de una pandemia mundial que incapacitó las vías respiratorias de muchas personas por el virus del Sars-COVID-19. Como reacción a la propagación del virus, el confinamiento fue una medida mundial y, sin embargo, la imagen de Floyd se dispersó y unió voces de indignación y protesta antirracista en las calles de diferentes países. Algunos videos de derribamiento de estatuas de colonizadores y esclavistas se «viralizaron» a lo largo y ancho del planeta en las redes sociales. Escasos segundos bastaron para iniciar una narrativa que agitó el viejo, pero aún vigente problema, de la dominación colonial y la imperial.
Sabemos bien que la descolonización no es un proceso concluido, como alertó Edward Said (2019), debido al entramado asincrónico y diverso de los procesos colonizadores en el mundo. Las cargas del pasado asechan el valor de las vidas humanas (y las no humanas) mientras el sofocante peso de la historia dominante constituye un encierro epistémico mucho más antiguo, contenedor del presente y los tiempos pasados, así como los que están por venir. ¿Qué hace que, en determinados momentos, la historia pese más o pese menos? ¿Es claro el paso de una fase de la historia a otra; la conclusión de un pasado y el inicio de otro? Al parecer, el miedo ante la letalidad de una variante viral muy reciente no superó el sedimento emocional de las pócimas bío y necro-políticas de la historia social. El surgimiento de una contingencia mundial no elimina, ni neutraliza necesariamente los pasados (las especificidades históricas) de cada región, pues, la trama emocional que cuestiona las relaciones históricas de los cuerpos en sus espacios es un constante activador político. Por lo tanto, recibir un tiempo nuevo globalizante —sin espacio fijo aparente— exige visitar cada lugar presente cuando sostiene un pasado que no se extingue. La ilusión de homogeneidad sucumbe en la desigualdad —que sí está fijada en cuerpos y espacios históricamente dominados—, porque no es sólo narrativa, es experiencia. Por ello, en los tiempos actuales, atender especularmente al afuera y a la vez situarse aquí, no amedrentarse por la urgencia de lo mediático y sostener la experiencia específica de cada lugar, constituye un proceso de imaginación política donde la vida no es pura supervivencia biológica, sino un sentido construido —basado en diferentes formas de cuidado—. Ésta forma política de la imaginación no sólo es coyuntural, resulta de un cultivo transgeneracional, se encarna y predispone cuerpos, gestos y espacios alrededor de las historias y las memorias; es resistencia.
Partiendo de la anterior distinción, la presente reflexión sitúa una mirada crítica sobre el derribamiento de las estatuas en la coyuntura actual, donde la discusión acerca del valor de la(s) vida(s) se ha posicionado como la pregunta central de toda movilización política volcada sobre sus narrativas dominantes, lo cual no concierne sólo a América Latina. Se trata de comprender cómo es que las denuncias de abusos cometidos sobre la triada cuerpos, territorios y memoria —procedentes de o en los viejos espacios colonizados— conjuran una pregunta ética sobre los efectos del pasado colonial en la propia figuración del presente. Esta perspectiva obliga a trascender los localismos, pues es una crítica desbordada, forjada sobre el pensamiento descolonizador, el cual ocupa tanto los viejos lugares dominados, como las actuales potencias que deben responder a las secuelas imprevistas de su propia creación imperial —mestizajes violentos y migraciones insospechadas—. En los actuales derribamientos acudimos al contrapunto entre las disyunciones planetarias adquiridas en los desencuentros de las historias, la movilización social masiva, a veces informada, a veces no, y también, a sus cooptaciones por parte la industria cultural en el Atlántico Norte y la propaganda política gubernamental como se verá. Actualmente, la vida entre los cuidados sanitarios y los cuidados políticos, donde posan las diferentes memorias colectivas, se formula en temporalidades y espacialidades superpuestas y en conflicto.
Sofocamiento y extinción: el gesto (en el) negro
En bronce, imponente, un hombre europeo en su armadura sostiene con la mano derecha el estandarte de la cruz cristiano-católica, mientras, con el pie izquierdo oprime la cabeza de una figura humanoide azteca —la cual, refiere a una deidad pagana—.[2] El 2 de diciembre de 1890 en Medellín, España, se inauguró el monumento a Hernán Cortés en su ciudad natal, a petición de Carolina Coronado, una literata burguesa que reivindicaba ser descendiente del colonizador.[3] En agosto de 2010, la misma estatua fue vandalizada con pintura roja por el colectivo CiudadanosAnónimos, el cual envió una misiva mediática sosteniendo que el monumento «era la glorificación cruel y arrogante del genocidio y era un insulto al pueblo de México»(véase Carvajal, 2010). El móvil de la acción fue un partido amistoso de fútbol entre México y España en el Estadio Azteca de la Ciudad de México y la conmemoración del Bicentenario de Independencia. La respuesta de las autoridades y los habitantes de la ciudad de Medellín señalaron la acción en diferentes diarios españoles, como:
Falta de conocimiento y de documentación histórica porque el artista no personifica ni representa la cabeza decapitada de un nativo, sino que se trata de dioses o ídolos de la cultura azteca. «No sé si es una ofensa cultural», ha reconocido [el alcalde Antonio Parral] en declaraciones a El Mundo.es pero «no tiene afán de ofensa» sino de «homenaje a un hijo de esta villa». (Carvajal, 2010, cursivas agregadas)
Las declaraciones de indignación locales sobre los actos vandálicos son comprensibles, pues el máximo referente de sentido histórico en el paisaje cultural de la ciudad europea fue agredido. Sin embargo, al no reconocer que la estatua también perpetúa una herida simbólica agravada por una historia de sumisión durante la presencia imperial española en lo que hoy se conoce como México, se banaliza el estatuto dominante donde se justificó que el otro —ahora, imaginario— sea oprimido. Si bien, el acto vandálico hirió la sensibilidad simbólica de la comunidad de Medellín, no hubo sumisión de ésta —porque no hay instancia de dominación y por lo tanto, el agravio sólo rasguña la comodidad visual—. Por otra parte, llama la atención que, en la declaración del alcalde, el gesto de opresión dispuesto en la estatua se justifique, no por afirmarse sobre el cuerpo de un indio, sino sobre las presuntas deidades de éste —es decir, sobre sus cosmovisiones sagradas, como si fueran menos importantes que el indio mismo—. El gesto dominante de la victoria colonial se expresa venciendo la monstruosidad del que nunca fue humano —y la humanidad incluye lo sagrado—, por lo tanto, las deidades paganas se consideraron tan inhumanas y monstruosas como sus pueblos; no eran cultura; este precepto se actualiza y mantiene su vigencia en la gestualidad perenne del monumento.[4]
El horror, basado en el aspecto de los cuerpos dominados cimentó el derecho a ejercer violencias físicas y simbólicas durante todo el periodo colonial, y aunque llegaron las independencias y los periodos departamentales en ultramar, el gesto de opresión y asfixia se ha seguido ejecutando sobre cuerpos y territorios racializados o desdeñados por su género. Aquí lo colonial ya no refiere a un periodo histórico, sino a un patrón de poder vigente cuya praxis reiterada se hace pedagogía. Una forma sostenida de control social —colonialidad, como la llamó Aníbal Quijano— filtrada en doctrinas económicas de libre mercado y extracción violenta de recursos físicos; saqueo de conocimientos ancestrales; y sumisión física y simbólica de multitudes denigradas, de las cuales, se subestima su sensibilidad frente al pasado (Quijano, 2011).
Se sabe que toda violencia sobre el cuerpo de los dominados ha constituido un disciplinamiento porque actúa de modo pedagógico. La violencia colonial se empleó como potencia simbólica capaz de trascender el hecho mismo del castigo o la tortura para instaurarse en una memoria más duradera y efectiva de control social. Gracias a Frantz Fanon (2018) ha sido posible rastrear cómo toda agresión simbólica es altamente efectiva en la psiquis y predispone a la vulnerabilidad todo cuerpo racializado antes de ser sometido a la violencia física. El estereotipo —una reducción fija basada en el aspecto— justifica la violencia como un a priori.[5] Al ubicar el sufrimiento de los cuerpos estereotipados como un eje de sentido previo a toda relación social, bien sea al infringirlo o padecerlo, se obtienen pistas sobre la tolerancia al dolor y el miedo; ya no en su forma psicológica, sino en su forma política. De este modo se comprende la funcionalidad histórica de la resistencia. Veamos la siguiente diada (Figura 1).
En esta dupla de tiempos y espacios contrapuestos, la segunda imagen (dcha.) da cuenta de la extinción de una vida a manos de un poder policial que incorpora una práctica racista. La primera imagen por su parte (izqda.) da cuenta de una cultura cimentada en el sofocamiento y la, casi, extinción de otra. El gesto de opresión de una cabeza no se reduce a la extinción de la vida, sino al sofocamiento de la capacidad de pensamiento del otro. El paralelo visual delata dos formas de violencia complementarias: una estatal —revelada en el ejercicio de fuerza de la policía sobre la presunción de delito de un varón negro (práctica)—; y una estructural —decantada en el peso de largos siglos de ejercicios y normalización del racismo como ente regulador (monumentalizada)—.
El sofocamiento de Georges Floyd, durante su detención, fue amplificado por el peso asfixiante de tres policías sobre un solo cuerpo, como enseñaron videos posteriores revelados en redes y plataformas de noticias.[7] La presión viral de los videos y la denuncia social fue central para impedir la impunidad del hecho. Aquí fue evidente cómo la intolerancia ante la violencia estatal estadounidense detonó en una revisión sobre la violencia estructural —denunciando las formas de colonialismo y explotación a lo largo de vastas regiones del planeta—. Didier Fassin afirma que, mientras «la violencia política tiende a ser denunciada, la violencia estructural, tiende a ser negada, por eso es importante comprender los efectos de las violencias, y no sólo sus causas» (Fassin, 2018, p.118). Ante la evanescencia de las huellas —tanto en los cuerpos como en la estructura histórica— las poblaciones oprimidas rastrean las violencias normalizadas que han padecido para delatarlas y resignificarlas, situarlas de otro modo en la memoria —como lo hicieron CiudadanosAnónimos y los miles de usuarios que replicaron un video grabado de manera imprevista—. Sostener una mirada crítica, basada en la conciencia de los solapamientos históricos, permite consolidar procesos de subjetivación política más allá de las contingencias sociales; después de todo, la dominación no se realiza pisoteando cuerpos inermes, sino en resistencia.
De manera que Georges Floyd, un negro, es símbolo y detonante de una querella con el peso del pasado, la cual no se inaugura en 2020 y tampoco se ciñe a la causa antirracista estadounidense. Su dolosa muerte provocó una actualización sin precedentes en redes sociales del movimiento mundial denominado #BlackLivesMatter que sitúo la condena del racismo y la xenofobia en el centro de las agendas políticas de las movilizaciones sociales. De esa manera BLM (por sus siglas), contenido desde 2013 en Estados Unidos, se desbordó a nivel planetario en medio de la pandemia. Lo negro fue también asunto de otras corporalidades racializadas que replicaron el lema “I can’t breathe” A la larga, el pigmento cutáneo es un pretexto de aproximación hacia muchas y diversas violencias que se amparan en el mismo principio racializante y opresor; la pedagogía deshumanizante ha dejado claro que lo central radica en sumir la diferencia. Achille Mbembe afirmó que después del siglo XIX, negro resultó en un envoltorio vaciado, una carcasa, una huella indeleble de/en los cuerpos objetivados, sujetos de explotación y desecho (Mbembe, 2016). Siguiendo su idea sobre el devenir negro del mundo, es posible ampararse en las réplicas hechas a la historia «negra» del colonialismo para observar las políticas reguladoras actuales sobre las poblaciones indeseables —migrantes indocumentados; mujeres marginadas; etnias minorizadas; juventudes precarizadas; tercera edad osificada; pobres, en fin— aquellos cuya «humanidad está en suspenso».
Momentos, monumentos e inercias: el artworld
Uno de los ecos más visibilizados en apoyo al caso Floyd sucedió el 7 de junio de 2020, cuando una multitud derribó la estatua de Edward Colston, comúnmente reconocido como filántropo debido a las adecuaciones y emplazamientos institucionales de beneficio público que auspició en Bristol, Inglaterra, a costa de la trata negrera en el siglo XVII. La historia, pero sobre todo la lengua y algunos rasgos culturales y económicos compartidos entre Inglaterra y Estados Unidos colocarían de manifiesto una reacción casi automática entre estos dos epicentros. Sin embargo, resulta clave señalar los desplazamientos epistémicos que se producen ya no por el hecho extrajudicial del caso Floyd, sino por la cooptación del gesto de derribamiento por parte del artworld británico de manera paralela al estallido social.
El 9 de junio de 2020, dos días después de que la estatua del esclavista fuera derribada, arrastrada por la avenida Anchor Road y posteriormente lanzada desde el muelle al mar, el artista británico Banksy publica en su Instagram un dibujo con la siguiente leyenda (Fig. 2, izqda.):
¿Qué hacemos con el pedestal vacío en la mitad de Bristol? Aquí una idea que satisface tanto a los que extrañan la estatua de Colston, como a los que no. La sacamos del agua, la devolvemos al pedestal, atamos una soga alrededor de su cuello y encargamos unas estatuas a escala real de los protestantes en el acto de derribamiento. Todo el mundo feliz. Un famoso día conmemorado.[8] (Traducción propia)
Posteriormente, el 11 de junio, el Concejo de la ciudad rescató la estatua con visibles daños que impedían su vuelta al pedestal. Un mes después, el 15 de julio, el artista Marc Quinn instala una escultura llamada A Surge of Power, basada en la foto de Instagram de una manifestante llamada Jen Reid, quien días posteriores al derribamiento subió al pedestal emulando el gesto de Black Panthers (Fig. 2, dcha.). La estatua duró un par de horas antes de ser removida por las autoridades de la ciudad.[9] Estas y otras gestas han tenido lugar en el pedestal vacío de Colston.
Fotografía de Jen Reid, al fondo la escultura A Surge of Power de Marc Quinn (Foto de Neil Hall epa/efe /rex Shutterstock).
Estos dos ejemplos son soluciones visuales, o respuestas, de dos varones ampliamente reconocidos en el mundo y el mercado del arte. Banksy quiso inmortalizar la toma de la estatua relacionando lo que estaba arriba del pedestal con quienes estuvieron abajo. Marc Quinn «se inspiró» en una ciudadana negra quien, emulando un gesto de lucha antirracista, tomó posesión del pedestal para una fotografía en redes sociales y siguió con su día a día. A partir de sus obras resulta clave comprender cómo la «captura del momento» es una instancia relevante para la producción de piezas de arte cuyo mensaje busca ser político en la actualidad. Parece que la escultura se pierde de vista y persiste la pedagogía de la fotografía documental —la de guerra, sobre todo, pensada para «capturar el momento», y repensada en el montaje que salía a la luz pública—. Lo más interesante tanto de esa fotografía como de estas propuestas escultóricas es el montaje, el traslape de sentidos que buscan configurar «lo real» del momento.
Volver a la escultura como técnica, no ya de exaltación de los héroes y personajes sino de los momentos, resulta una propuesta interesante en principio, porque parece capturar las sensaciones y tensiones de la vida —herencia factual del Art Sensation en el contexto británico—. Sin embargo, cuando se contrasta con la circulación masiva de videos que documentaron el hecho, los cuales siguen circulando y lo mantienen vigente, la captura del momento resulta menos importante que estas dos personalidades del arte formulando soluciones inmediatas. Tales respuestas ante un acontecimiento colectivo cumplen una función de actualización de la personalidad artística, pero no de la función crítica de las obras de arte. Susan Buck-Morss mencionó hace unos años que el artworld se interesa menos en el arte que en los artistas (Buck-Morss, 2010, pp.105-123). Los creadores presionan su potencia artístico-crítica-creativa ante la inmediatez de los derribamientos. En esto tiene que ver también la economía de las redes sociales —la cual activa una falsa necesidad de respuestas urgentes ante la supuesta incapacidad de lectura colectiva, que no es otra cosa, que una premura por pertenecer efímeramente a un debate público ficticio, donde no hay espacio para que las acciones decanten y adquieran profundidad histórica—. Prepondera la espacialidad del campo virtual y no la del campo público urbano, donde se juega, de manera encarnada, lo político.
Después de un derribamiento surgen preguntas colectivas: ¿por qué?; ¿era necesario?; ¿qué va a pasar con ese espacio?; ¿habrá sanciones?; ¿cómo era antes?; ¿pasará desapercibido? Generalmente estas preguntas se inscriben en el cotidiano y su mayor cualidad radica en el señalamiento de una contradicción entre lo que no está y lo que debería estar, la cual trasciende los espacios físicos y abre espacios de diálogo ampliados para pensar lo común. Ahora bien, la intención de captura del gesto en un momento específico en las dos imágenes visitadas cumple una función complementaria. La primera, de Banksy, busca inmortalizar el derribamiento o vaciamiento del pedestal, la segunda, de Quinn, busca la posible sustitución del monumento derribado. En ambas, el pedestal está al centro como ese lugar que sostiene, o bien los monumentos, o bien, las formas de imaginar otros contenidos. Sin embargo, debido a la inmediatez con que resultan no dejan tiempo para que los diálogos opacos —todos los que no figuran en redes— se tejan; tampoco permite formular la pregunta por la persistencia del momento inicial, la del derribamiento, o mejor, su huella: el vacío.
Si no hay una formulación política del vacío en cada acto de derribamiento —por parte de la movilización social y de todos los demás actores que participan del diálogo— éste puede ser expropiado de su forma poética y finalmente se neutraliza su crítica política. De esta manera, la agencia de las instituciones rectoras de las políticas culturales captura de nuevo la democratización de un espacio cuyo común debe ser resemantizado, antes de administrado. Veamos el siguiente ejemplo. Después de ser recuperada, ese 11 de junio en horas de la madrugada, la estatua de Colston ingresó al museo M-Shed de la ciudad y fue exhibida un año después, del 4 de junio al 5 de septiembre de 2021, sin pedestal y reposando horizontalmente en un sarcófago de cristal; petrificada en una muerte simbólica pero revitalizada por su valor en el mercado. La recuperación de la estatua fue una reacción esperada de las autoridades de la ciudad en aras de conservar su patrimonio. Podría pensarse que todo el acontecimiento, incluido el rescate de la ruina, pudo activar un sentido crítico sobre la preservación, reformulación o elaboración del archivo de la ciudad, a partir de ese 2020 pandémico, con sus nuevas presencias y omisiones. No obstante, el tiempo estratégico de espera entre «el rescate» y la exhibición no recurre al vacío como campo de activación política o reflexiva, en cambio, empleó la espera como conversión monetaria y revalorización. El ingreso de la ruina del monumento al museo la determinó como un valor agregado en tanto testimonio histórico. Actualmente la estatua de Edward Colston, o lo que queda de ella, se avalúa en 300.000 libras esterlinas; según expertos, esto equivale a 50 veces el valor original. Banksy por su parte encontró una rápida salida en la venta masiva de camisetas con el dibujo del pedestal, sin ninguna estatua, como principal símbolo de la ciudad —vaciado de sentido—. En suma, el derribamiento fue cooptado no sólo por las redes, ni por los artistas —varones, en este caso— sino por las estrategias turísticas y el comercio.
En este breve y rápido recorrido de acontecimientos es visible cómo el pedestal emula el lugar de la historia oficial, donde reposan relatos, acciones o personajes. El pedestal sigue siendo la instancia de sacralización de lo narrable. Entonces, la clave crítica no consiste en preguntarse «qué hacer con el pedestal vacío»; este interrogante tendencioso lleva rápidamente hacia el camino de la sustitución —una salida ingenua donde no se deja decantar el peso político de la acción ocurrida—. Al no comprender el derribamiento en tanto acto poético e inscritura política del vacío —mediante la inscripción de otras huellas, la escritura de la memoria y la narración de los duelos como elemento inicial para otra forma de imaginar el pasado, tal como lo enseñó la poética glissantiana— las instituciones gubernamentales y culturales encargadas de la «reposición» sólo lo ven como falta, como deuda, como error en un trazado visual de lo urbano. El derribamiento consiste en darle lugar al vacío; y todo acto poético-político conoce la importancia de este discernimiento previo a la pulsión creadora o regeneradora de la memoria social. El vacío permite comprender también los ritmos vitales; extinguirse es parte de la existencia; el vacío es en sí mismo un proceso creativo opuesto al vaciamiento —su contraparte destructiva—. Pero para situarlo de manera específica es preciso ubicar otra distinción: la clave femenina —tanto en su uso perverso—, administrada como pieza de corrección política por parte de artistas varones —Quinn con la apropiación del gesto de Jen Reid, por ejemplo— o instituciones. En contraparte, está su uso político, el de las movilizaciones sociales de los pueblos herederos de las dominaciones precedentes y otras prácticas artísticas que no se enfocan en los regímenes del artworld necesariamente.
Memento I: (en)clave femenina
Las estatuas que han sido derribadas en diferentes puntos del planeta fueron producidas mayormente en el siglo XIX, en pleno apogeo industrial. La vertiginosa velocidad que adquirió la vida urbana también desató la obsesión con la perennidad, con la petrificación de una fórmula de pasado dispuesto en marcas específicas de tiempo —como los monumentos—. Ahora bien, las ciudades son instancias de contención, de control que heredaron la matriz colonial de imaginación del espacio, donde la paisajización o estetización topográfica, la denominada traza urbana colonial, pretendía controlar las relaciones sociales en su interior. La ciudad, en su forma moderna, es de matriz patriarcal-colonial, se articuló bajo preceptos militares y político-religiosos administrados por varones que definían qué y cómo habitar lo público. Ya en la época de la industrialización se presumió un supuesto evolucionismo social —sobre todo en Europa— que marcó distancia con la idea de la sociedad militar (clave en los colonialismos) y avanzaba sobre el principio tecnológico (clave en los imperialismos).[10] Estatuas y estatutos de control político y científico en el ámbito urbano se cimentaron bajo los mismos principios racistas y patriarcales. No hay forma de imaginar el patrimonio urbano más que en la retícula del patriarcado, por lo que no se puede concebir un proyecto de descolonización sin despatriarcalización. Eso significa que las relaciones con y en el espacio urbano tanto físico como el simbólico deben replantearse sobre su forma matrilineal; así esas líneas hereditarias no sean tan rectas, ni tan precisas. El campo de la sociología durante un largo periodo, antes de las distinciones sobre las estructuras de parentesco planteadas por Lévi-Strauss, afirmó que todas las sociedades pasaron de ser matrilineales a ser patrilineales. Tal convicción cientificista llevó a creer verificable un evolucionismo social donde la presencia pública de las mujeres implicaba un retroceso histórico en la manera de construir relaciones sociales.[11] Así, la acumulación de ideas y posesiones (donde entran mujeres y hombres no blancos) se reflejó también en un adueñamiento del tiempo a través de las instancias petrificadoras —monumentos, edificios y cierto desarrollo arquitectónico—, la concepción de las vías automovilísticas y toda la forma contenida y controlada de las ciudades, como las conocemos hoy día.
No hay campo para el vacío visual en las ciudades modernas, sus espacios simbólicos están saturados de presencias —y consecuentemente, de ausencias desapercibidas—. En el formato colonial de herencia masculina siempre debe existir una imagen dominante, no importa cuál, debe ser efectiva, porque se impone en tanto presencia. En cambio, el vacío tiene que ver más con una pregunta crítica hacia la historia de ausencias y no con la ansiedad causada por un pedestal sin personaje. En el vacío se reformula la presencia de la emocionalidad contenida durante generaciones que, al no tener otras pistas tangibles de su pasado, posicionan la pregunta por su supervivencia ¿cómo es que hemos llegado hasta aquí?; ¿quiénes y cómo resistieron? Y, sobre todo, ¿cómo se superó la ausencia de todos los que quedaron a medio camino? Estos interrogantes hacen evidente el modo existencial de las resistencias; posibilitan imaginar sus genealogías de larga duración; las logran situar fuera de la simple contingencia. Por eso la repentina sustitución de monumentos, incluso con formas políticamente correctas como los tributos a mujeres indígenas o esclavizadas —como el reemplazo de la estatua de Cristóbal Colón en la Avenida Reforma de la ciudad de México por el proyecto Tlali de Pedro Reyes y después por la réplica de La joven de Amajac— u otros personajes diezmados en la historia, sólo replica la angustia consumista y minimiza el problema histórico de la sumisión y la diferencia que actualmente padecen los pueblos herederos, a los que refieren los monumentos de estas mujeres, atravesados por la desigualdad.[12] Se trata de un reconocimiento cosmético.
Sin embargo, se pueden rastrear alternativas desde las prácticas artísticas, que sin ser suficientemente críticas con el estamento monumental y de consumo visual, logran filtrar la inscripción de la imaginación matrilineal —como principal vacío, y éste como principio poético de resistencia—. Dos ejemplos entre «el otro lado» y «este»: la estatua pintada de blanco de Modeste Testas en Bordeaux y la secuencia de memoriales acerca Solitude en Guadeloupe y Francia metropolitana; se trata de dos mulatas que conmemoran los procesos de liberación de la esclavitud en el marco del colonialismo francés. La primera es obra del escultor haitiano Woodly Caymite, una mujer en bronce, a escala humana, sin pedestal, que pasea en plena calle frente a unas cadenas rotas en el Muelle de Luis XVIII. Inaugurada el 10 de mayo de 2019, en el marco de una serie de reconocimientos planeados por la municipalidad de Bordeaux y el Museo de Aquitaine, donde se revisitó la historia del antiguo puerto esclavista.[13] Modeste Testas, de origen etíope y quien vivió entre 1765 y 1870, fue esclavizada en Bordeaux para trabajar en Haití, donde su amo tuvo dos hijos no reconocidos con ella, luego se trasladó a New York donde se unió al movimiento de emancipación para casarse con otro esclavizado del mismo dueño, Lésperance. En su retorno a la isla heredaron predios del antiguo amo y se asentaron allí hasta su muerte. Fue abuela del presidente haitiano François Denys Légitime, quien ocupó el cargo entre 1888 y 1889, así mismo, su apellido es topónimo de una de las regiones del país caribeño.
El 13 de septiembre de 2021 la escultura amaneció pintada de blanco en la parte superior, a la vez, sufrió deterioro en su superficie. Las autoridades de Bordeaux condenaron el acto y anunciaron que «el blanqueamiento de la estatua muestra daños causados a la misma. Por ello, se instaurará una denuncia para no banalizar esa violencia y exigir santuarización de los símbolos de la memoria de crímenes contra la humanidad, como la trata esclava de negros y negras».[14] Pese a los pronunciamientos hay que cuestionar por qué se «bandalizó» con blanco la mitad superior de la estatua y qué tipo de blanqueamiento se denuncia. Podría afirmarse, volviendo a Piel negra, máscaras blancas de Frantz Fanon, que reemplazar los monumentos de varones colonizadores por otros de mujeres esclavizadas no cuestiona el adoctrinamiento de la historia, pues recurre a las mismas instancias sobre las que se alza principalmente la cultura occidental dominante: un relato limpio, fijo y prolijo de la historia, idealmente petrificado —blanqueado—. Es una instancia vertical del poder. Sin embargo, estas mujeres conmemoradas componen el quiebre de esa historia dominante —resistieron, sobrevivieron y sobre todo, lo hicieron desde los lugares de las luchas cimarronas—, desde las renegociaciones entre diversas lenguas y herencias, desde los mestizajes étnicos y las disidencias culturales encarnadas en sus cuerpos; una cosa tal no puede monumentalizarse, pues son ellas mismas las fisuras de la historia —el lugar donde no puede seguir en pie el monumento—.
El segundo ejemplo trata de Solitude, una mulata liberta, hija de un marinero blanco y una esclavizada africana, quien se adhirió al movimiento cimarrón de la isla de Guadeloupe y luchó en las filas comandadas por Luois Delgrés contra la vuelta a la esclavitud en su isla, por iniciativa de Napoleón en 1802, ocho años después de haber logrado la abolición en la colonia, actual departamento ultramarino. Solitude fue arrestada en mayo de 1802 y condenada a la horca, no fue ejecutada sino hasta noviembre del mismo año, un día después de dar a luz a su hijo o hija (Schwarz-Bart’s, 1972). Su embarazo fue la única causa para postergar la condena. Este incidente marca simbólicamente los memoriales en su nombre. La primera estatua en su honor es obra del escultor guadalupano Jacky Poulier y está instalada desde 1999 en el bulevar Héros aux Abymes en Guadeloupe. Se trata de una figura en bronce de una mulata embarazada, con un gesto aguerrido y desafiante sobre un pedestal. El segundo memorial, en Île de France, Francia, fue realizado por el escultor Nicolas Alquin en 2007. Es una escultura fabricada en madera de iroko, un árbol endémico de Costa de Marfil, donde el escultor talló una matriz humanoide, femenina, que simbolizaba el vientre gestante de la esclava liberta, «como una matriz originaria de las posteriores generaciones».[15] De esta enorme pieza en madera, se fundió el positivo en hierro y la obra instalada se compone de las dos partes del molde en madera y el positivado en metal. El tercer memorial se instala en París, y fue anunciado en septiembre de 2020, por la alcaldesa Anne Hidalgo, quien presentó la creación del Jardín Solitude —un «espacio natural» en la ciudad para conmemorar las resistencias de los esclavizados— el cual promete la instalación de una escultura; se anuncia en tanto proyecto incompleto. En este estado liminar, donde hay un campo, pero aún no hay monumento, yace también una poética.
El acontecimiento biográfico de Solitude, también narrado en la obra del escritor franco-guadalupano André Schwarz-Bart’s, retoma un punto clave en la recuperación de una historia situada en el linaje matrilineal de la mulata. Partiendo del hecho de su ejecución un día después del alumbramiento de su hijo o hija, los diferentes homenajes aquí visitados —planteados por varones— buscan una sutura con la madre negra o mezclada, a través del reconocimiento de memoriales instituidos. Si bien hay marcos institucionales actuando en la fabricación de estas piezas, en ninguna hay un contacto directo con la inercia del artworld, en cambio, se buscó situar el legado femenino como alegoría, lo que sobrevive de una presencia femenina ejecutada por su resistencia.
Si bien, el monumento con pedestal de Poulier en Guadeloupe difiere en su forma con la estatua de madera y bronce de Nicolas Alquin, ambos artistas localizan el vacío como un sustrato fértil de reconstrucción de la memoria: la primera intenta situar en el relato oficial local una madre cimarrona y mulata en la isla natal de la heroína. Después de la departamentalización que suspendió las identidades políticas de los territorios ultramarinos, el último derecho de tales lugares mermados por la máquina de exterminio de la plantación, consiste en reimaginar todo referente de identidad de una forma creolizada —entre la herencia de la resistencia y la de dominación que siempre es vigente—. En el monumento a Solitude no se rompe la retícula dominante —esa necesidad de emplazar una estatua en un pedestal— pero al menos se logra inscribir una memoria propia en medio de una situación ultramarina, que no es otra cosa que el vértigo de la ambigüedad política. Situarla en un pedestal en una avenida de una isla vaciada —en sus recursos y en sus historias originarias— es un hecho simbólico de resistencia donde se buscan nivelar estamentos horizontales de la memoria submarina a contraparte de la estatua de Colston en Bristol, por ejemplo, que es una imposición vertical.[16] He aquí la importancia de observar cada objeto de memoria y cada intervención de acuerdo a su contexto histórico-geo-político.
Por su parte, lo interesante de la estatua de Alquin, consiste en recoger la herencia antillana para la sociedad francesa metropolitana; una manera de estar en relación, al modo glissantiano, con las resistencias heredadas y aprendidas, haciendo visible que el aprendizaje también es de vuelta. Esas lejanas islas han heredado sus poéticas a la instancia metropolitana. La evocación de la pieza compuesta del molde y el positivado da cuenta de la intención de resignificación de la memoria matrilineal por parte del autor; el trabajo de las materias primas y el diseño no figurativo proponen en Solitude una alegoría para repensar la memoria ancestral de las líneas maternas borradas por el aparato colonial. Ambas esculturas, una por su ubicación geopolítica y la otra por el sentido de la pieza, son estructuras abiertas, se posicionan como pregunta. En oposición a los monumentos de Hernán Cortés en Medellín, España, la de Colston en Bristol o la de Colón, en Ciudad de México, los cuales figuran como presencias de un relato cerrado donde se distinguen los lugares dominantes. Ninguna de las estatuas mencionadas de Solitude es una forma monumental concluida.
De los diferentes acercamientos a las figuras femeninas en términos de monumento, ninguno ha sido creado por una mujer. Seguramente no sólo se debe a la masculinización de la disciplina escultórica y la apropiación de lo público desde la instancia patriarcal; me gustaría pensar que hay un sentido crítico en el entramado colectivo de las mujeres que discierne las inercias y cegueras de esos procesos de petrificación y por ello, decide participar de otra manera en tejidos más vivos. Desde luego esta romantización se quiebra al revisar que, también quienes han exigido monumentos para exaltar sus linajes (como el caso de Carolina Coronado con su ancestro Cortés) o quienes presentan la sustitución de los viejos héroes por las 'nuevas heroínas' (como el caso de Anne Hidalgo en el Jardin Solitude y Claudia Sheinbaum con la Joven de Amajac) son mujeres ilustradas, literatas, empresarias, alcaldesas de sus ciudades; personas con acceso a la palabra pública. ¿Qué poder impera en lo público? En estas teatralizaciones de la monumentalización de las mujeres como supuesta pauta de reivindicación histórica clave en el discurso correcto de la política, la mujer se viene construyendo como un vacío político (no poético). Son comunes las figuras femeninas en la historia dominante que participan de la dominación y el exterminio de las vidas subyugadas. Por lo tanto, es determinante formular cuestionamientos precisos de orden político sobre la representación y participación de las mujeres en la historia dominante o en la construcción de sus propias historicidades. «La mujer» nunca es un sujeto homogéneo; ser mujer implica ser sujeto de dominación del patriarcado, pero no es garantía de resistencia política ni disidencia, de ahí la importancia de rastrear procesos de resistencias localizadas.
Aun así, siguiendo con la revisión de las piezas comentadas, incluso desde el sesgo de lo masculino, es posible observar cómo, en el caso de Solitude, al recurrir a la madre condenada y encinta, no se da cuenta tanto de ella, sino de la forma en que sobrevivió su descendencia para que llegara hasta hoy su historia. Resultamos, de cierta manera, de todo lo que sucedió a su muerte —en ese alumbramiento de los pueblos nuevos, posteriores a todas las madres negras, mulatas, indias y mestizas mancilladas—. Estos artistas varones, al envés de Banksy —que se presenta como un padre alternativo— o Quinn —un padre ilustrado— enseñan en su obra las preguntas de los hijos. La orfandad histórica de los grandes relatos tiene otros matices en las historias disidentes de los viejos territorios que padecen diferentes colonizaciones y devela que, pese a las violencias extremas ha prevalecido inesperadamente el cuidado colectivo; sustentado casi siempre en un tejido anónimo, que no posa en un pedestal y más bien se incorpora a la tierra y los cuerpos que la habitan. De eso se trata un relato matrilineal, sinuoso, inesperado, vital, violento —en su forma de tenaz resistencia— y a la vez, amoroso.
Solitude es una alegoría que funciona como matriz de un proyecto disidente vigente. Los proyectos disidentes no se concretan en estructuras físicas, estatuas y monumentos —estos pueden ser apenas pautas de apertura—. Los proyectos políticos de los disidentes tienen que ver más con la saturación de la memoria opaca inscrita en espacios que posibilitan volver a imaginar la historia para vivirla, apalabrarla y reinscribirla, en vez de, simplemente, narrarla. En este orden, el Jardín de Solitude en Paris —pese a su herencia europea donde se prescribe una organización contemplativa e ideal del espacio urbano— permite resignificar la vida propia de ese trozo de tierra conmemorando el nombre de una mulata y donde también se enuncia el lugar de su isla, abierta y lejana. El topónimo de Testas en Haití también participa en la memoria de una tierra que alberga la paradoja entre sumisión y resistencia. Así, la resignificación cotidiana de un espacio donde conviven múltiples formas de vida humanas y no humanas configura una disidencia rotunda frente al orden petrificante del tiempo. Al final, la naturaleza, como toda resistencia, resulta imprevisible.
De esta manera, como una oposición simbólica y crítica hacia el monumento —erguido o caído— se puede situar el memento, ese instante de condensación política en el cual, partiendo de la memoria, reimaginando la resignificación de las ausencias del presente en acciones concretas de protesta y a la vez de reconstrucción, se logra una suerte de consagración del vacío. Ambas palabras (monumento y memento) en su base etimológica latina reconstruyen el recuerdo, sin embargo, las estatuas y monumentos no marcan sólo un recuerdo sino una pauta soberbia para narrarlo; formatean la historia. Memento, por su parte, ese vocablo imperativo del latín que se dispone en la reconocida frase memento mori activa el recuerdo en su versión sagrada de lo político, donde se reconoce que en toda gloria subyace la exposición a la evanescencia. Sí, el memento del pedestal vacío —reapropiado en el derribamiento cuando se conjura en una controversia con la historia petrificada—; o del jardín —que como una isla de las memorias resignifica un espacio de distancias lejanas e impensadas en su propia historia—; —o bien, el de la reapropiación sutil de la violencia como sutura de una herida abierta— permite que toda consideración inerte del tiempo retorne a la vida.
Memento II: descendencias, culturas en disidencia
He comenzado este periplo señalando la pedagogía cruel de los gestos de algunos monumentos de colonizadores, basada en la asfixia de los disciplinamientos racistas sostenidos a lo largo y ancho de la modernidad en todo el planeta. Hay que contraponer, en consecuencia, otra pedagogía del cuidado —no menos dolorosa porque se inscribe en un largo proyecto de resistencia— para cerrar esta reflexión reconstruida a partir de acontecimientos que tuvieron lugar durante los últimos dos años —en medio de una pandemia y diversas discusiones sobre la implicación simbólica de los agravios ante monumentos coloniales—.
Después de la firma del Acuerdo de Paz, la comunidad indígena misak en Colombia ha visto diezmados a sus líderes ambientales, representantes legales y estudiantes debido a las particularidades históricas de violencia que ha padecido su región originaria. Ante ello, la comunidad dispuso un proyecto estético-político contundente que tensionó las particularidades coloniales del territorio colombiano y fue hilvanando topográficamente, región tras región, una querella contra la desigualdad histórica. Pocos proyectos indígenas logran dimensionarse en el sustrato nacional, pues, generalmente el esquema administrativo colombiano dispone resguardos para las comunidades indígenas; una forma de segregación «positiva» y desconexión que ha resultado conveniente para la expropiación territorial en el marco del conflicto armado, aún vigente. Aquí es de suma importancia traer el ejemplo concreto de la responsabilidad política que ha asumido la comunidad cuando se instituye una crítica contra la historia dominante, partiendo de los vínculos entre presente y pasado colonial. El siguiente fragmento, hace parte del Juicio Histórico propiciado por la comunidad a Sebastián de Belalcázar, colonizador y fundador de la capital del Cauca, Popayán, el cual tuvo lugar en septiembre 16 de 2020, detallando lo siguiente:
Nosotros, piurek – hijos e hijas del agua, del sueño, la palabra y el arco iris, de los que no pudiste matar ni torturar, nos encontramos hoy aquí, después de 485 años reclamando justicia por la memoria de la resistencia y reexistencia de nuestros Taitas Payan, Yazguen, Calambas y Petecuy y Mama Machagara, de los miles de nativos que combatieron en las guerras sanguinarias.
Este juicio lo enmarcamos dentro de un compromiso que tenemos frente a la memoria colectiva de nuestra sangre, razón por la cual estamos convocados a reescribir la historia liberándonos de toda huella producto de la colonialidad del saber. […] Los pueblos ancestrales, no hacemos parte de la historia colonial, estamos vigentes desde nuestro deber y derecho Mayor y primigenio sobre estos territorios, aún más en este territorio hoy llamado Popayán, por nosotros denominado yautu, centro político de la Confederación del Valle de Pubenza. Bien celebran algunos payaneses el día de la supuesta Fundación de Popayán, sin conocer la historia que antecedió a este suceso. El día de la fundación de Popayán, es un día de duelo, de invasión y saqueo territorial. (Juicio de los Piurek- Hijos del Agua- descendientes de los Pubenences, a Sebastián Moyano y Cabrera, alias «Sebastián de Belalcázar» quien la historia de la voz racista y colonial lo describe como el conquistador de «Popayán»).[17]
Durante el año 2020, la comunidad misak derribó la estatua de Sebastián de Belalcázar en Cali, así mismo, derribó la estatua de Gonzalo Jiménez de Quezada, a quien se atribuye la fundación de la capital colombiana, en la Avenida Jiménez de Bogotá, después de marchar del departamento del Cauca hacia Cundinamarca. Posteriormente, durante las movilizaciones entre abril y mayo de 2021, nuevamente en Cali derribaron otra estatua de Belalcázar. El hecho no fue espontáneo. La comunidad se basó en la restitución de lo sagrado de sus lugares originarios. Su señalamiento más puntual versó sobre las violaciones masivas tanto a la tierra como a las mujeres indígenas, cometidas por militares y encomenderos durante los primeros ochenta años de colonización del departamento cuando, por edicto real, estaba prohibido el desplazamiento de mujeres colonas a la zona. Se trataba de condenar la vigencia del genocidio originario y el surgimiento de una humanidad bastarda como sustrato de vergüenza colectiva, hecho que anticipó y justificó la sumisión social y natural en lo que hoy se conoce como Popayán, una nominación castiza sobre territorio indígena caucano. Todo esto debe sanarse.
El ejercicio de restitución moral que la comunidad anticipa señala también la prevalencia de los esquemas clasistas y racializantes que han mantenido a la comunidad en desigualdad extrema dentro del marco del Estado-nación colombiano a causa de los mandatos de oligarquías terratenientes; esto excede la cronología colonial, quedó como la herencia de división social en la etapa republicana. En tal marco es visible cómo un proyecto político encaminado en la participación, el diálogo y la acción explica su condición presente desde el entramado de una proyección histórica de sumisión, pero no se queda allí, toma potestad de la palabra y condena a la historia para posicionarse de otra manera en el presente. Un juicio póstumo a Belalcázar es una instancia de visibilización política, y a la vez, una instancia sanadora que da cuenta de una recomposición muy compleja sobre el cuidado de la psiquis colectiva de la comunidad misak —que ha resistido más de quinientos años de dominación—. Toda restitución política debe, necesariamente, encargarse de situar y tejer su propia dimensión reparadora de lo acontecido, y a partir de tal reconciliación, continuar un proyecto de reconstrucción —como lo indica su informe del juicio al colonizador—.
Ahora bien, la trama trasgeneracional de poblaciones en resistencia se reconstruye suturando las viejas heridas, renovando el mundo que se habita. No se trata de cuestionar qué tipo de relato adoctrina a los pueblos descendientes de estas resistencias, sino, qué forma de la memoria van heredar; cómo se incorpora la historia y a través de qué acciones se puede intervenir en ella. Teniendo en cuenta, que parte de la naturaleza de la memoria es el olvido y la extinción, ahí mismo surge la fuerza política, memento, como una fuerza vital de confrontación ante la muerte. El atroz borramiento colonial deja ver que la historia es una instancia abierta —por su propia política y por su forma poética—. Volver a situar lo simbólico como un núcleo de lo político enseña una confrontación radical ante el estatismo oficialista, del cual hacen parte los monumentos a colonizadores. El monumento —en su forma tradicional— funciona como un activador de la memoria política, por una parte, hace presencia de la historia dominante, por otra, es un detonante de la resistencia. Ambas instancias simbólicas delatan, tanto el estatismo de la historia unidireccional, como su función insospechada, las disidencias que corresponden con sus propias genealogías históricas, localizadas y móviles, opacas y dispuestas en múltiples profundidades. Algo más parecido a lo que Patrick Chamoiseau denomina huella-memoria, una forma sensible del tiempo que se filtra en direcciones indeterminadas.[18]
Reflexión final
Ninguna genealogía de resistencia es unidireccional ni única; el sustrato del que están hechas figura las inmensidades del vacío —poético, histórico, físico, y el más difícil de situar, político—. En ningún momento este vacío refiere a un vacío existencial, como pudiera señalarse en tradiciones filosóficas europeas. Este vacío es un detonante estético, efímero y potente a la vez, actúa como memento, una instancia crítica del recuerdo donde persiste la incorporación de lo político. Es el piso simbólico transgeneracional sobre el que posan las resistencias; este es un terreno de negociaciones y de intervenciones directas o indirectas que funcionan de manera asincrónica. Edward Said afirmó que «la cultura no es nunca cuestión de garantías, sino de apropiaciones, experiencias comunes e interdependencias de toda clase entre diferentes culturas» (Said, 2019, p.334). Se trata, entonces, de un poder de hacer presencia y sostener lo común —que tampoco es estático y se renegocia en sus tiempos y espacios—. El memento, como se ha trazado en esta reflexión, concentra la activación política del recuerdo vivido y también el recuerdo aprendido frente al relato dominante, cuya inscripción final es la reapropiación de toda instancia matrilineal. La vuelta hacia el origen, la adhesión al ritmo sinuoso de la vida en oposición a lo pétreo, determinante y vertical, es la propuesta de sanación ante el sofocamiento.
De manera que el problema de los monumentos no concierne solamente a los ámbitos urbanos, es una marca que disocia la interconexión de la vida en los espacios sagrados, en los campos y en los cuerpos marginados de memorias migrantes, reducidas, pero, sobrevivientes. De ahí la importancia de crear los símbolos de las estrategias de disidencia, en un modo especular y relacional —aprovechando algunos intersticios de los aparatos administrativos estatales, como el caso de Solitude— o proponiendo una lectura crítica, reivindicadora que toma en serio el pasado, y no teme en señalarlo, como el caso misak. Bien se sabe que el derribo, o las obras de arte, no cambian la historia. Pero no se trata de cambiarla sino de (in)filtrarse para redimir en algo la sensibilidad adormecida. Se trata de crear lugar para la imaginación histórica en su forma sanadora, donde la historia no sea sólo un acumulado de hechos y denuncias, sino un estamento sensible de los tiempos y espacios, capaz de intervenir la vida mientras la cuida.