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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.45 Bogotá Jan./Mar. 2023  Epub Aug 16, 2022

https://doi.org/10.25058/20112742.n45.09 

Artículos de Investigación

HOMBRES «BLANCOS» EN TIERRAS NEGRAS. FALOTOPÍAS RACIALES EN EL PACÍFICO SUR COLOMBIANO 1

White Men in Black Lands. Racial Phallotopies in Colombia’s Southern Pacific

Homens “brancos” em terras negras. Falotopias raciais no Pacífico sul colombiano

Mateo Pazos Cárdenas1 

1Mateo Pazos Cárdenas https://orcid.org/0000-0002-4932-6736 Universidade Estadual de Campinas, Estudiante de doctorado del Programa de Pós-Graduação em Antropologia Social (PPGAS). Brasil mpazoscardenas@gmail.com


Resumen

Este artículo propone unas reflexiones teóricas sobre algunas experiencias de hombres «blancos» en el Pacífico sur colombiano, región con una mayoritaria presencia de poblaciones negras/afrocolombianas. Para ello, analizo dos grupos de hombres «blancos» que hacen presencia en la región: primero, los que transitan el Pacífico sur por cuenta de proyectos de intervención estatal y/o de organizaciones no gubernamentales nacionales e internacionales; segundo, los que habitan el territorio vinculados a actividades relacionadas con la violencia (i)legal y el conflicto armado. Estas experiencias son analizadas bajo el concepto de «falotopías» del antropólogo Rodrigo Parrini: redes de poder contradictorias y contingentes, a través de las cuales los hombres se adueñan de espacios físicos y simbólicos e imponen modos de vida mediante la violencia. El artículo se construye a partir de un trabajo de campo etnográfico realizado desde el año 2019 en la región del Pacífico sur colombiano. El análisis de las diferentes experiencias de estos hombres permite entrever las formas en las que los entronques entre el género y el racismo estructural del Estado-nación colombiano se desdoblan en diversas facetas violentas.

Palabras clave blanquitud; afrocolombia; racismo; género; masculinidades

Abstract

This article advances several theoretical reflections on some “White” men’s experiences in Colombia’s southern Pacific, a region with prevailing presence of Black/Afro-Colombian populations. To do that, I will analyze two “White” men groups present in the region: Firstly, White men come to the southern Pacific to carry out projects pertaining to the State and/or non-governmental organizations; secondly, White men inhabiting the territory to perform activities related to (il)legal violence and the armed conflict. These experiences are analyzed under the notion by anthropologist Rodrigo Parrini “phallotopies” —contradictory and contingent power networks, through which men take over physical and symbolic spaces imposing life styles through violence. This article is built through an ethnographic fieldwork carried out from 2019 in Colombia’s southern Pacific region. The analysis of these men’s different experiences helps us to catch a glimpse of how the links between gender and Colombian nation-state’s structural racism deploy themselves in different violent ways.

Keywords whiteness; Afro-Colombia; racism; gender; masculinities

Resumo

Este artigo propõe umas reflexões teóricas sobre algumas experiências de homens “brancos” no Pacífico sul colombiano, região com uma presença majoritária de populações negras/afro-colombianas. Para tanto, analiso dois grupos de homens “brancos” que fazem presença na região: primeiro, os que percorrem o Pacífico sul por projetos de intervenção estatal e/ou organizações não governamentais nacionais e internacionais; segundo, os que habitam o território vinculados a atividades relacionadas com a violência (i)legal e o conflito armado. Essas experiências são analisadas sob o conceito “falotopias” do antropólogo Rodrigo Parrini: redes de poder contraditórias e contingentes, através das que os homens se apoderam de espaços físicos e simbólicos e impõem modos de vida por meio da violência. O artigo constrói-se a partir de um trabalho de campo etnográfico realizado desde o ano 2019 na região do Pacífico sul colombiano. A análise das diferentes experiências desses homens permite entrever as formas em que as conexões entre o gênero e o racismo estrutural do Estado-nação colombiano se desdobram em diversas facetas violentas.

Palavras-chave branquitude; afro-colômbia; racismo; gênero; masculinidades

Introducción

La región del Pacífico colombiano ha sido configurada a través de un modelo extractivista que opera desde la época colonial hasta la forma actual del neoliberalismo transnacional (Almario, 2003; Leal & Restrepo, 2003; Agudelo, 2005; Escobar, 2010; Vanín, 2017), como una región de frontera (Serje, 2005) que ha sufrido y ha sido producida mediante el embate colonial (McClintock, 1995). Desde la última década del siglo XX y a lo largo del presente siglo, el Pacífico colombiano ha sido atrozmente afectado por el conflicto armado y el narcotráfico (que involucran a las Fuerzas Armadas del Estado y diversos grupos ilegales como las guerrillas, los paramilitares y las llamadas «bandas criminales»), sin olvidar los mega-proyectos «en pro del desarrollo» que han intentado implantar en la región: minería a gran escala, represas hidroeléctricas, carreteras y plantaciones de agronegocio (principalmente palma africana y coca) (ver Almario, 2003; Oslender, 2004; Agudelo, 2005; Escobar, 2010; Taussig, 2013; Restrepo, 2016, Olaya Requene, 2019; Gutiérrez, Restrepo, Vega & Velandia, 2021).

Teniendo en cuenta que el Pacífico colombiano cuenta con una mayoritaria presencia demográfica de poblaciones negras/afrodescendientes, Arturo Escobar (2010) ha caracterizado la situación de la región como una manifestación nacional y local de la globalidad imperial y su justificación del privilegio blanco a nivel mundial; es decir, como la defensa de unas formas de vida calcadas de los modelos modernos eurocéntricos, que han beneficiado a las personas «blancas» (y, en el caso colombiano, a unas élites y clases medias blanco-mestizas) en detrimento de las personas racializadas como negras/afrodescendientes e indígenas. Muchas de estas acciones han sido desplegadas y ejecutadas a través de una alianza macabra entre el Estado colombiano, la industria privada y los grupos armados ilegales, para amenazar y desplazar las poblaciones de los territorios en donde se realizarán estas modificaciones territoriales, para luego ocupar con mayor facilidad este espacio «vaciado» por cuenta del capital (trans)nacional (Oslender, 2004; Escobar, 2010).

En este artículo propongo unas reflexiones teóricas elaboradas a partir de mi trabajo de campo etnográfico sobre cómo algunas de estas situaciones y acciones son realizadas y encarnadas por sujetos específicos en el Pacífico sur colombiano: hombres «blancos». Para ello, establezco y discuto sobre dos grupos de hombres «blancos» que hacen presencia en la región: 1) los que transitan el Pacífico sur por cuenta de proyectos de intervención estatal y/o de Organizaciones No Gubernamentales (en adelante, ONG) nacionales e internacionales ligados a discursos sobre el desarrollo y el humanitarismo; 2) los que habitan el territorio vinculados a actividades relacionadas con la violencia (i)legal y el conflicto armado. Estos dos grupos comparten el hecho de ser hombres «blancos» que, en su mayoría, no nacieron en la región y que se han desplazado desde el interior del país (o de otros lugares del mundo), de manera temporal en la mayoría de casos, pero que con su propia presencia y acción producen formas particulares de relacionarse con los habitantes negros/afrocolombianos del Pacífico sur colombiano, que no están desligadas del escenario social y económico delineado en los párrafos anteriores; por el contrario, lo reproducen y ejemplifican. El análisis de las diferentes experiencias de estos hombres «blancos» en la región permite entrever las variadas formas en las que los entronques entre el género y el racismo estructural del Estado-nación colombiano se desdoblan en diversas facetas violentas.

Como una forma de comprender estos desdoblamientos, recurro al concepto de falotopías, desarrollado por el antropólogo Rodrigo Parrini (2016). Las falotopías son entendidas como las redes de poder, a través de las cuales los hombres se adueñan de espacios físicos y simbólicos. Son tecnologías de poder —y de género— que imponen modos de vida mediante la violencia, configuran cuerpos masculinos posibles en las tramas jerárquicas y se articulan entre sí de forma contradictoria y contingente. Por medio de ellas y sus canales, fluyen las estrategias para disputar el poder, como diría Preciado (2008), mediante ficciones performativas de género que se transmiten de cuerpo a cuerpo como cargas eléctricas. Para el caso del Pacífico sur colombiano, quiero analizar cómo estas redes de poder «falotópicas» también están atravesadas y producidas por una masculinidad «blanca», que se encarna en los diferentes sujetos que transitan por la región y que, con su accionar, también producen y configuran las relaciones sociales y la vida misma en la región. Es notable que, en el desarrollo de este concepto, Parrini no realiza una mayor profundización sobre cómo estas falotopías se imbrican y coproducen con y mediante los marcadores de la diferencia étnico-raciales. Es por ello que mi intención es profundizar en estas articulaciones, teniendo en mente el propio desarrollo teórico de este antropólogo, pero también las propuestas de Achille Mbembe (2001), quien sí entrelaza en sus análisis la simbología fálica como posibilitadora de las acciones de los colonizadores europeos en el contexto africano:

Thanks to the phallus, the colonizer’s cruelty can stand quite naked: erect. A sliver of flesh that dribbles endlessly, the colonizer’s phallus can hardly hold back its spasms, even if alleging concern about tints and odors. […] It never wilts until it has left its stream of milk, the ejaculation. To colonize is, then to accomplish a sort of sparky clean act of coitus, with the characteristic feature of making horror and pleasure coincide. (Mbembe, 2001, p.175)

En términos metodológicos, el artículo se construye a partir de un trabajo de campo etnográfico realizado desde el año 2019 en la región del Pacífico sur colombiano, el cual hace parte de mi investigación doctoral (aún en curso). He recorrido buena parte de los quince municipios que componen la región —la cual comprende tres departamentos: Valle del Cauca, Cauca y Nariño—, primero (en el año 2019) debido a un trabajo que realicé con una fundación que tenía un convenio contractual con uno de los ministerios del Estado colombiano y, después (2020 en adelante), gracias a los contactos y relaciones de confianza y proximidad que establecí con muchas de las personas que conocí durante mi estancia inicial, lo que me ha permitido desplazarme por agua, tierra y aire por estos territorios durante los últimos años. La estrategia para construir mi argumentación es analizar diferentes episodios etnográficos que pueden ser leídos, si se quiere, como anécdotas, pero que son entendidos como experiencias convergentes a modo de una «etnografía diseminada» (Restrepo & Parrini, 2021), es decir, como articulaciones de campo no necesariamente planificadas y que evidencian tanto una propuesta argumental como a la vez una falta, una incompletud.

Antes de finalizar esta introducción, hago una breve aclaración sobre el uso de la categoría «blanco». Utilizo el concepto entre comillas dado que, en Colombia, el robusto relato histórico sobre el mestizaje entre la población nacional hace que la categoría «blanco» no sea tan fácilmente identificable o incluso reconocible dentro de la ciudadanía en general (Agudelo, 2005; Wade, 1997, 2017). La categoría «mestizo» (o su conjunción «blanco-mestizo») es la más difundida en los relatos hegemónicos de identidad nacional. Sin embargo, es claro que «lo mestizo» en Colombia funciona como una «blanquitud honoraria» (Viveros Vigoya, 2018), que genera privilegios sociales a quienes son/somos leídos o adscritos a esta categoría racial; es decir, los procesos sociales que pretenden «anular» las diferencias y jerarquías raciales mediante el proyecto nacional del mestizaje, son los mismos que las reproducen y reafirman (Wade, 2017). Así, esta categoría debe ser entendida, siguiendo la propuesta de Stuart Hall (2003), bajo borradura, es decir, como un concepto no esencialista ni reificado, sino antagónico, fragmentado y construido a través de relaciones específicas y contextuales de poder.

Históricamente, la blanquitud ha estado caracterizada por ser una categoría ignorada e innominada, tanto en la cotidianidad social de las personas «blancas» como en los estudios étnico-raciales y sobre procesos de racialización. Como las otras categorías raciales, la blanquitud es relacional, coconstruida frente a otros marcadores sociales de la diferencia de forma asimétrica (al ocupar y reproducir los lugares de dominación y privilegio), y contextualizada a escenarios locales, nacionales y globales en momentos históricos particulares (Ahmed, 2007; Kilomba, 2010; Cardoso, 2014; Viveros Vigoya, 2018; Wade, 2017). Nominar la blanquitud significa asignar un lugar a todos los sujetos partícipes en las relaciones raciales y racistas, es un ejercicio que busca reconocer los privilegios raciales estructurales de las personas leídas socialmente como «blancas», es obligar a los(as) «blancos(as)» —a mí mismo— a ver y ser conscientes de su blanquitud (Kilomba, 2010; Cardoso, 2014).

Precisamente, en los estudios de género en Colombia y América Latina, la «masculinidad hegemónica» ha estado relacionada con el ideal blanco-mestizo del proyecto moderno/colonial de las élites nacionales: los sujetos socialmente leídos como hombres blanco-mestizos históricamente han sido ubicados en el lugar del poder, mientras los marcados como indígenas o negros/afrodescendientes fueron puestos en un lugar de subordinación (Viveros Vigoya, 2018). Por ello, precisamos pensar el género y las masculinidades también como conceptos bajo borradura y que, en el contexto colombiano y latinoamericano, son necesarios de ser problematizados teniendo en mente las diversas formas en las que la colonialidad del poder ha contribuido a delimitar los sujetos generizados en un proceso histórico de larga duración, pero también cómo otros marcadores sociales de la diferencia (como la clase y la sexualidad, por ejemplo) inciden en la relacionalidad y posicionalidad misma de estas categorías sociales.

Para el desarrollo del artículo propongo dos apartados de análisis, donde caracterizo diferentes experiencias de hombres «blancos» que habitan y trasegan en la región. En el primero reflexiono sobre los hombres «blancos» asociados a los proyectos intervencionistas del Estado colombiano y las ONG nacionales e internacionales. En el segundo, analizo a los hombres «blancos» vinculados a los espacios de la violencia (i)legal y el conflicto armado. Por último, elaboro algunas reflexiones finales.

«Agentes del desarrollo»: hombres «blancos» y humanitarismo blanco

La presencia de hombres «blancos» en el Pacífico sur colombiano podría clasificarse en tres grandes grupos que describo brevemente aquí: los que nacieron en la región, los que trabajan como «agentes del desarrollo» (concepto desarrollado más adelante) y los que están vinculados a la violencia, el conflicto armado y el narcotráfico. Los del primer grupo, los que «nacieron en la región» son, en su mayoría descendientes de colonos blanco-mestizos que llegaron al Pacífico a finales del siglo XIX y comienzos del XX, principalmente vinculados a actividades comerciales. Son dueños de tiendas de abarrotes, hoteles y vehículos de transporte (lanchas, motos, automóviles). Incluso, una buena parte de ellos se reconoce como «negros»: se visten como la gente de la región, tienen el acento de la región, sus pieles tienen una tonalidad permanentemente bronceada (casi naranja), supongo que por el intenso sol. No me extenderé analíticamente sobre este primer grupo de hombres, puesto que es con los que menos contactos he tenido a lo largo de mi trabajo etnográfico.

El grupo de hombres «blancos» que quiero analizar en este apartado son los que denomino «agentes del desarrollo». Estos son, en su inmensa mayoría, hombres que no han nacido en los municipios de la región del Pacífico colombiano; provienen de la zona andina del departamento de Nariño, aunque también de otras regiones del país. Son empleados vinculados de una u otra forma al Estado (trabajan en los hospitales, en las instituciones educativas públicas, en alguna dependencia estatal como el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar o las diferentes entidades que atienden a víctimas del conflicto armado) o a fundaciones privadas u ONG —nacionales y transnacionales— que realizan proyectos de intervención social en la región. También hay una significativa presencia de hombres extranjeros dentro de este grupo: funcionarios de la Cruz Roja Internacional o de ONG, algunas de reconocimiento transnacional como Save the Children, el Consejo Noruego para los Refugiados o diferentes agencias de cooperación internacional de países como Estados Unidos (USAID), España y Suecia, entre otros[2].

Este grupo de hombres es fácilmente reconocible, en su mayoría, pues tienen acentos diferentes a los de la región, muchos llevan chalecos o camisetas con los logos de la institución para la que trabajan, tienen poca soltura en sus desplazamientos en los pueblos; se ven cautelosos, inseguros, se notan incómodos al momento de abordar las lanchas que surcan los ríos, mares y esteros de la región, tropiezan, se agarran con fuerza para no caer. Los he denominado «agentes del desarrollo» porque realizan servicios y acciones orientadas a generar procesos y proyectos que esperan redundar en un mejoramiento del bienestar de las poblaciones de la región, caracterizadas por su histórica marginación y vulnerabilidad frente a las dinámicas de integración social y económica de Colombia. Independientemente de la valoración exitosa o no de su trabajo, su «razón de estar» en la región responde a este mandato del Estado colombiano y también de la geopolítica transnacional: el desarrollo —o, también, progreso— de la región estará dado por la intervención de acciones, ideas y sujetos que llegan «de afuera»[3]. También poseen y ponen en circulación el «dinero estatal», es decir, la materialización del Estado colombiano, pero también de la cooperación internacional, como actores económicos importantes en la región (ver Gutiérrez, Restrepo, Vega & Velandia, 2021) mediante el pago de salarios y subsidios, órdenes de prestación de servicios a colaboradores(as) locales en los proyectos que realizan y consumo de servicios en general (hotelería, alimentación, transportes, entre otros).

El trabajo realizado por estos hombres «blancos» está inexorablemente asociado a una serie de discursos y una praxis que fácilmente pueden identificarse con el discurso humanitarista. Para Fassin (2012), éste es una respuesta por parte de Occidente a las situaciones «intolerables» del mundo contemporáneo, caracterizado por unas políticas de la compasión, de la solidaridad y de la desigualdad, construidas en medio de una tensa relación entre las fuerzas de dominación, el asistencialismo y las estrategias de agencia de las comunidades locales con las cuales se desarrollan este tipo de acciones, constituidas como poblaciones «vulnerables» o «precarizadas». Siguiendo con el autor, la «razón humanitaria» se encarga de gobernar estas vidas precarias (sujetos desplazados, asilados, migrantes, enfermos, víctimas de desastres o conflictos, entre otros), mediante su delimitación y protección, determinando vidas que dependen de la asistencia de otros (más poderosos, más ricos, menos frágiles) para existir (ver también Escobar, 2007).

De acuerdo con los postulados sintetizados en el párrafo anterior, el humanitarismo en el Pacífico sur colombiano —aunque no exclusivamente circunscrito a este territorio geográfico— es claramente un proyecto blanco, está revestido de blanco: son hombres «blancos», vestidos con camisetas y chalecos blancos, que se mueven usualmente por las vías de la región en carros blancos que enarbolan banderas blancas, bajo carpas blancas donde atienden a la población, que entregan «ayudas humanitarias» (ropa, alimentos, útiles escolares) en bolsas blancas. La blancura resalta, ya no sólo encarnada en los cuerpos de los hombres que trabajan en estas redes de intervención, sino también en todo el entramado de artefactos y dispositivos que despliegan para diferenciarse de las poblaciones «asistidas» y, tal vez, también, para protegerse de las complejas realidades de la región. Parece que no es suficiente con ser «blanco», hay que portar una investidura blanca para blindarse frente a la violencia latente que posibilita, pero a la vez amenaza su trabajo en el Pacífico.

Como comenté en la introducción, el sistema relacional que consolida la blanquitud como categoría social está atravesado por otras categorías, como el género, la sexualidad, la nacionalidad y la clase, entre otras. En este sentido, la clase social es un elemento de análisis que complejiza la comprensión de la presencia de estos hombres «blancos» ligados al humanitarismo. Evidentemente, las experiencias de un hombre coordinador de una ONG que tenga un campo de acción en el Pacífico sur o de un funcionario del Ministerio de Cultura que va a pasar tres días a Tumaco a supervisar un proyecto, no son iguales a las de un hombre contratista (usualmente, profesional de las ciencias sociales) que debe ir «a los territorios» —como se denominan estos lugares desde las oficinas centrales de estas entidades en Bogotá— durante varios meses, a lidiar con las complejas situaciones y problemáticas que se pretenden resolver mediante los proyectos y procesos desplegados en nombre del humanitarismo.

Los directores de las ONG o funcionarios que van a realizar ejercicios de supervisión puntual de estas mismas organizaciones o de entidades del Estado, tiene una serie de posiciones de poder que les permiten negociar y «vivir» cierto tipo de experiencias, mientras que otras no. En muchos casos, estos pueden decidir a qué lugar del Pacífico ir (principalmente a los municipios más grandes como Buenaventura, Tumaco o Guapi que, además, son los que tienen aeropuertos que conectan con el «interior» del país[4]), en donde generalmente se organizan las reuniones, talleres, capacitaciones. En estas situaciones, lo que generalmente ocurre es que las poblaciones negras/afrodescendientes del resto de municipios del Pacífico que son objeto del taller/reunión deben desplazarse hasta los mencionados lugares para asistir «al encuentro» de los «blancos» que llegan a la región. Para que estas poblaciones se desplacen, debe haber un trabajo previo de otros sujetos «blancos», que no son los altos funcionarios, sino los contratistas, que deben movilizarse a cada uno de estos municipios a entablar conversaciones previas, socializar los determinados «proyectos» que amparan y justifican el desplazamiento de las poblaciones negras, concertar el tema de viáticos para hospedaje, alimentación y transporte que implican estas movilizaciones de poblaciones, entre otras acciones. En últimas, todo un entramado procedimental planeado desde el interior («blanco») de Colombia, que implica a ciertos «blancos» de menor jerarquía ejercer un papel de mediadores, enfrentar la cotidianidad del Pacífico sur, convivir y negociar con sus poblaciones, mientras que otros «blancos», con mayores privilegios de posición social, coordinan la burocracia humanitaria desde Bogotá, Cali o Pasto y, eventualmente, hacen presencia puntual en ciertos territorios específicos de la región.

No es mi intención demeritar el trabajo que realizan estos hombres «blancos». Yo mismo me he visto en esta posición (con contratos laborales ultraprecarios), como ya mencioné al inicio de este texto. Pero el conjunto de estas situaciones ejemplifica el análisis que propone Wade (1997) sobre cómo las relaciones raciales componen experiencias diferenciadas en medio del sistema de clase, creando así nuevos modelos articulados. Es decir, la precariedad laboral a la que nos vemos abocados la mayoría de profesionales de las ciencias sociales y humanas en el contexto actual colombiano también crea un sistema de jerarquías (de clase, raciales, regionales, de género), en donde se ponen en juego diferentes escenarios de prácticas del humanitarismo y el desarrollo, encarnadas en sujetos sociales particulares, que tienen diferentes formas de relacionarse, exponerse y/o protegerse de las problemáticas que experimentan en sus trabajos.

Tampoco son iguales las experiencias de los hombres «blancos» colombianos a las de los hombres blancos europeos que hacen presencia dentro de estas redes del humanitarismo. A estos últimos siempre los he visto en Buenaventura y Tumaco e incluso, en ciertas áreas específicas de estos poblados: sus aeropuertos, la zona del malecón en Buenaventura, el barrio de Miramar y el sector de El Morro en Tumaco, por ejemplo. Estos son los lugares de estos municipios que, probablemente, estén más diseñados —por lo menos, apropiados— como un espacio cómodo a los cuerpos blancos (Ahmed, 2007), funcionan como «rincones blancos» en medio de tierras —y gente— negras. Miramar (Tumaco) es el sector donde están ubicadas la mayoría de oficinas de las ONG internacionales que hacen presencia en el Pacífico; también es el barrio donde se encuentra el condominio cerrado de casas que habitan varias de las personas más adineradas de la ciudad: políticos, mandos altos de las fuerzas militares, muchos de ellos «blancos». Queda a sólo un puente de distancia del restaurante más famoso del municipio, en donde llevan a comer (o por lo menos lo sugieren) a todas las personas que llegan de «fuera» de la ciudad, aun cuando la mayoría de mis conocidos en Tumaco mencionen que no es el que ofrezca la mejor sazón, aunque sí el más caro. También queda cerca al aeropuerto (que conecta al municipio con Cali y Bogotá, ubicado frente al Batallón Fluvial de Infantería de Marina del Ejército Nacional) y a la zona turística de El Morro, donde se encuentran las playas y hoteles más famosos del municipio, que hospedan a una buena parte de los turistas «blancos» de Pasto (la capital del departamento de Nariño) y militares en sus días de descanso.

En el caso de Buenaventura, una noche me encontraba departiendo con un conocido en la zona de El Malecón. Este es un parque público ubicado en el centro de la ciudad, altamente turístico y también muy frecuentado por los(as) habitantes del municipio, donde se encuentran una variedad de locales comerciales (bares, restaurantes) y espacios de recreación deportiva e infantil. Estábamos tomando unas cervezas cuando apareció un grupo de alrededor de unas veinte personas, varios de ellos visiblemente extranjeros, mientras que los colombianos que los acompañaban portaban camisetas de Usaid; aparentemente estaban haciendo un recorrido turístico por el lugar, pero lo que llamaba la atención era que se encontraban rodeados por una escolta de alrededor de una docena de militares colombianos, quienes custodiaban en un círculo externo el desplazamiento del grupo con fusiles en mano. El resto de personas que nos encontrábamos en El Malecón nos quedábamos mirando el paso de esta ostentosa comitiva, algunos con sorna, otros con curiosidad o recelo. Como se mencionó anteriormente, la blanquitud, incluso en lugares «turísticos» y medianamente confortables a sus necesidades (como lo es la zona de El Malecón) necesita un complejo despliegue de tecnologías —en este caso, militares y de seguridad— para poder desplazarse en aparente comodidad por territorios «no blancos». Así como en los párrafos anteriores aludía a la clase, la nacionalidad de la blanquitud es otra categoría que se articula y crea experiencias de vida y subjetividades específicas en los hombres generizados y racializados extranjeros que hacen parte de estas lógicas humanitaristas[5].

Es necesario resaltar que muchos hombres y mujeres negros(as)/afrocolombianos(as) también se encuentran dentro de estas redes de despliegue del humanitarismo blanco. La entrada del discurso del «desarrollo» a la región del Pacífico es contemporánea a las reformas constitucionales de 1991 y la Ley 70 de 1993 —y, de paso, a la llegada del neoliberalismo a Colombia y la mayoría de países de América Latina—. Esto implicó un despliegue de funcionarios(as), investigadores(as), académicos(as) y contratistas, que realizaron procesos de socialización, intervención y pedagogías referidas a estos nuevos dispositivos legales y jurídicos de orden nacional y transnacional, con un significativo impacto sobre las poblaciones de la región, sus subjetividades y sus formas de relacionarse con el Estado colombiano (Restrepo, 2013). Esta situación ha redundado en la constitución de un grupo de personas que tienen un conocimiento acumulado, una amplia trayectoria después de varias décadas de trabajo comunitario y de contacto con el funcionariado estatal —y también humanitarista—, así como con sus dispositivos «legales», vastas nociones sobre los códigos, lenguajes, formatos, metodologías y demás técnicas y tecnologías propias de las relaciones sociales en este campo altamente burocratizado (ver Restrepo, 2013). Hoffmann (2007) ha llamado el trabajo de estos sujetos como de «mediación», principalmente entre autoridades locales o tradicionales de las zonas más rurales y el funcionariado (usualmente «blanco») de la Colombia «del interior».

Dicho esto, la presencia de estos hombres y mujeres negros/afrocolombianos dentro de las lógicas del humanitarismo «blanco» no implica que hagan necesariamente parte de las esferas de toma de poder de las decisiones del propio entramado político. Es cierto que hay unos procesos de concertación amparados por una diversa legislación nacional y que implican un espectro de negociaciones y de efectiva participación de las poblaciones de la región en la ejecución de los proyectos realizados por el Estado y las agencias humanitarias, pero eso no redunda necesariamente en posiciones de poder a la hora de tomar decisiones cruciales para el diseño y planificación de los mismos. También es cierto que muchos de los aspectos procedimentales de la ejecución de los citados proyectos son ambiguos y poco esclarecidos, por lo que, en muchas ocasiones, son decisiones y acciones realizadas «sobre la marcha» por el funcionariado «blanco» de menor rango en negociación con las propias poblaciones locales. Por otro lado, tampoco se puede olvidar que un número significativo de lugares de poder locales (como cargos del funcionariado estatal municipal o regional y jefaturas de consejos comunitarios, entre otras) son ejercidos por personas negras/afrocolombianas de la región que también se encuentran insertas dentro de la vasta red de clientelismo y corrupción característica del Estado colombiano.

Lo que quiero resaltar con mi análisis es que no es una cuestión de «buenas voluntades» o de la capacidad «reflexiva» o «crítica» que tengan los sujetos que encarnan/encarnamos esta posición en determinado momento, sino que hay un entramado racista que posibilita el despliegue de acciones «humanitarias», orientadas desde el discurso desarrollista, en donde el poder «blanco» se concentra y retiene dentro de estos sujetos que también quedan/quedamos insertos en las ya comentadas redes falotópicas. Innumerables veces la gente del Pacífico ha manifestado su inconformidad y cansancio con la gente «de afuera» de la región (del interior de Colombia o de otros países), que va a hacer trabajos puntuales, por algún contrato de corto tiempo y luego se devuelve a sus ciudades y no deja mayores aportes a estos territorios. La mayoría de los proyectos que se realizan en la región en nombre del desarrollo —pero también del humanitarismo— se quedan cortos frente a las complejísimas realidades de la región, debido fundamentalmente a que no proponen transformaciones en las estructuras racistas y desiguales que han vertebrado históricamente la forma y acción del Estado-nación colombiano (Escobar, 2010; Jaramillo, Parrado & Louidor, 2019). Tanto el trabajo estatal como el de las fundaciones y ONG presentes en la región, no tiene como fin único la protección o restitución de los derechos fundamentales, económicos sociales y culturales de las comunidades, ni tampoco el «empoderamiento» —neoliberal— de las poblaciones, sino que también refuerza y valida jerarquías y fronteras preestablecidas por las dinámicas geopolíticas del humanitarismo trasnacional. El desarrollo y el humanitarismo como régimen de representación (Escobar, 2007) están ligados a una economía de la producción del privilegio racial, de las fronteras, de la diferencia, de la precariedad, del terror y de la violencia, entre otras (ver también Jaramillo, Parrado & Louidor, 2019).

Quisiera, finalmente, pensar la presencia de estos hombres «blancos» en su rol de «agentes del desarrollo» en estos territorios, comprendiendo sus experiencias como un accionar estatal propio de los contextos sociales fronterizos. En el análisis sobre la producción de los territorios de frontera en Colombia, Margarita Serje (2005) propone la comprensión de estos como heterotopías («territorios salvajes», «tierras de nadie») donde se legitima y justifica la implementación de proyectos civilizatorios del Estado-nación mediante la permisividad y regulación de la violencia. La autora propone pensar al Estado como un conjunto de dispositivos sociales y culturales a partir de los cuales se define una lógica gubernamental, el proyecto de soberanía sobre los territorios y sus poblaciones y una propia lógica colonial.

Como lo señala José Miguel Nieto Olivar (2017), el trabajo de Serje no hace referencia a la producción de fronteras desde un análisis de género y sexualidad, es decir, pensando en cómo los arreglos y disputas de género también son efecto y agente creativo de las territorialidades y relaciones fronterizas (ver también, McClintock, 1995). En su trabajo en la frontera amazónica —Colombia, Brasil y Perú—, Nieto Olivar (2017) analiza el accionar de hombres militares y trabajadores «blancos» (en su enorme mayoría en condiciones de vida precarizadas) que fueron desplazados de otras regiones de estos países mediante proyectos de los Estados-nación para «hacer patria», llevar «progreso» y «civilización» hacia las fronteras de forma etnoracializada y generificada. McClintock (1995) también reflexiona sobre los procesos coloniales de «feminización» de las tierras «salvajes» y «vírgenes», a espera de ser violentamente apropiadas y domesticadas por hombres blancos europeos, disponibles para ser incorporadas al entramado de dominio falotópico de los «héroes de la conquista». En últimas, estos(as) autores(as) coinciden en que la producción de la frontera (como fantasmagoría geopolítica, como entrecruzamiento entre raza, sexo y género) revela también su lado reverso, es decir, la fabricación de las metrópolis y de las jerarquías ordenadas por los centros nacionales «blancos»/«blanqueados».

Volviendo al Pacífico sur, creo que la presencia y tránsito de estos hombres que trabajan para los ideales del desarrollo y el humanitarismo son un ejemplo de estos proyectos racializados y generizados del Estado-nación colombiano sobre sus territorios de frontera. La lógica masculina del Estado se desdobla y explaya mediante un articulado de tecnologías que busca ocupar, usar y producir sus territorios y poblaciones (Parrini, 2016). El despliegue de estos «agentes» tiene unos fines específicos: «hacen nación», en este caso, mediante la incorporación de la región y sus habitantes a las lógicas (trans)nacionales y geopolíticas contemporáneas. La «infantilización del Tercer Mundo» como correlato del desarrollo (Escobar, 2007), en este caso de los territorios de frontera y sus poblaciones precarizadas, refuerza las estructuras racistas del Estado-nación colombiano y justifica la presencia de hombres «blancos» que, desde su lugar de poder, intentan imaginar —y algunas veces, dictaminar— las estrategias para integrarlos a las dinámicas nacionales y globales. La precariedad, la vulnerabilidad, el desarrollo y el humanitarismo aparecen indisociables y coproducidos mutuamente, así como los sujetos que los encarnan en el Pacífico sur: las poblaciones negras/afrodescendientes habitantes de la región y los hombres «blancos» que viajan a ella en nombre de estos universales noratlánticos (Trouillot, 2011).

Sujetos endriagos: hombres paisas en tierras negras

El segundo grupo de hombres «blancos» que analizo en este artículo son los vinculados a actividades asociadas a la violencia, el conflicto armado y el narcotráfico. Estos hombres pueden hacer parte de las Fuerzas Armadas del Estado colombiano (Policía, Ejército, Armada) o de los grupos ilegales asociados al narcotráfico y la minería ilegal que se movilizan por toda la región. También, como los caracterizados en el apartado anterior, son hombres que, en su mayoría, no nacieron en la región. Son fácilmente reconocibles porque no tienen el acento del Pacífico sur, pero además porque se desplazan por los territorios con seguridad, con conocimiento del mismo; no se ven temerosos o fuera de lugar como los del grupo anterior, pero además presumen un aura de superioridad que no es performatizada por ninguno de los otros dos grupos de hombres que he señalado en este texto. Diferentes estudios han caracterizado ampliamente las transformaciones que ha generado el cultivo de la coca, el narcotráfico y la violencia asociada al conflicto armado en los territorios y las relaciones sociales de las poblaciones del Pacífico colombiano (Almario, 2003; Oslender, 2004; Escobar, 2010; Taussig, 2013; Restrepo, 2016; Jaramillo, Parrado & Louidor, 2019; Olaya Requene, 2019; Gutiérrez, Restrepo, Vega & Velandia, 2021; Santana Perlaza, 2022, entre otros), pero muy pocos han pensado cómo el género y la masculinidad atraviesan los cuerpos que encarnan y agencian estas transformaciones (ver, por ejemplo, López Fernández, 2022).

Iniciaré el análisis de estos hombres contando un breve relato etnográfico. Un día estaba cenando en uno de los municipios de la subregión Sanquianga[6]. La cena en los restaurantes de los pueblos del Pacífico nariñense, por lo general, es pescado frito. Pescado de agua salada, dado que el mar está, literalmente, rodeando la mayoría de estos municipios a través de los sistemas de esteros[7]. Los más comunes son peces pequeños de aguas poco profundas como la pelada (Lile stolifera) y la lisa (Mugil curema, Mugil cephalus). Las cenas son abundantes (en el Pacífico, comer poco o «ligero», en cualquier momento del día, es síntoma de enfermedad, aún más entre los hombres), usualmente, pescado frito con arroz, ensalada y patacones (plátano verde frito, aplastado y vuelto a freír).

Me estaba comiendo mi pescado cuando entró al restaurante un hombre «blanco», de unos sesenta años, o tal vez más. Era un paisa[8], uno «de verdad», porque tenía el acento de los paisas «originales» (del departamento de Antioquia). Saludó y le preguntó a la dueña del restaurante: «¿qué hay de comer?». La señora le respondió la obviedad: «pescado». El hombre hizo mala cara y respondió: «No me gusta el pescado de acá, a mí sólo me gusta el bocachico». El bocachico (Prochilodus magdalenae) es un pez de agua dulce endémico de Colombia, originario de la cuenca del río Magdalena, el río más grande del país y que recorre el interior del territorio nacional formando varios valles entre las cordilleras Central y Occidental. Es un pez que se consume mucho en el interior del país, lleno de espinas, que sabe a tierra y tiene un olor y un sabor altamente perfumado. «¿No tiene un poquito de carne que me pueda preparar?» continuó el paisa.

Robert West, en su estudio pionero del Pacífico colombiano en los años 50 del siglo XX, describía así a los paisas:

Por todo el Chocó, y ocasionalmente en las tierras costeras del sur de Buenaventura, se encuentran los famosos vendedores ambulantes de Antioquia —conocidos como paisas—. Estos blancos compran y venden todo tipo de artículos a lo largo de los ríos […] tumban el bosque y siembran pasto para criar su ganado blanco orejinegro, y también siembran café como cultivo comercial. (West, 2000, p.170)[9]

Cuando al otro día de mi cena, le conté esta misma historia del paisa que quería comer bocachico a orillas del mar a una maestra de músicas tradicionales del Pacífico, ella me dijo que muchos de esos paisas que llegaban a esa región eran diferentes a los paisas del Telembí[10]. En el Telembí hay oro que baja de las montañas en los ríos y muchos de los «blancos» que están allí, están tratando de hacer plata con el oro (legal o ilegalmente). También con la coca. El hecho es que en la subregión de Sanquianga no hay oro. «Entonces ¿qué hacen los paisas acá?» le pregunté. «La mayoría son informantes», me respondió. Llegan al pueblo, se quedan en hoteles por una o dos semanas, traen algunas mercancías para vender (ollas, utensilios de cocina o aseo doméstico, juegos para niños, baratijas), se hacen «amigos» de la gente del pueblo, van preguntando cosas, escuchando, a ver quién está haciendo qué, quién está en alguna ilegalidad (narcotráfico, principalmente), luego desaparecen y, si encontraron alguna información útil, a las dos semanas llega la policía (o algún grupo armado ilegal) a la casa del sospechoso que fue delatado o señalado por el paisa.

Retomo aquí, para desarrollar mi análisis, el concepto de capitalismo gore, acuñado por la filósofa mexicana Saya Valencia (2010), definido como el «lado B» de la globalización, que muestra sus consecuencias sin enmascaramientos en las regiones de frontera del llamado «Tercer mundo»; estas fronteras serían el lugar apropiado para el fortalecimiento de este tipo de capitalismo, pues se erigen como lugares limítrofes (literal y simbólicamente), en donde la presencia del Estado es ambigua y cuestionable, mas no por ello inexistente. Es calificado con el adjetivo de «gore» por su extrema violencia explícita, que entrelaza el accionar del Estado, el crimen organizado, el género y los usos predatorios de los cuerpos[11]. Los planteamientos de Valencia están inspirados en las discusiones del biopoder de Michel Foucault y, más puntualmente, en el concepto de «necropolítica» de Achille Mbembe, entendido como las tecnologías de regulación y distribución de la muerte por parte del Estado racista (Mbembe, 2011). Para el autor, la articulación entre los poderes disciplinar, biopolítico y necropolítico, permite al poder (pos)colonial dominar territorios y poblaciones enteras a través de diversas estrategias como la militarización de la vida cotidiana, los desplazamientos forzados, los aislamientos y sectorizaciones territoriales, el establecimiento de «enemigos», los asesinatos selectivos, entre otras.

Valencia propone este análisis desde los estudios de género al pensar en los sujetos que encarnan y reproducen estas prácticas características del capitalismo gore, que serían los sujetos endriagos. Estos son hombres que ejercen una necropolítica que pretende conservar el poder mediante las prácticas violentas hacia las poblaciones, usufructuando herramientas del poder del Estado para «necroempoderarse», es decir, para transformar situaciones de vulnerabilidad en posibilidades de acción, «progreso» individual y control de su propia vida a través de prácticas de violencia distópica (como tecnologías del asesinato, la tortura, las masacres espectacularizadas), «para hacerse con el poder y obtener a través de éste enriquecimiento ilícito y autoafirmación perversa». (Valencia, 2010, p.148). El «necroempoderamiento» ocurre en los cuerpos específicos de estos hombres, lo cual produce unas «masculinidades necroempoderadas», que articulan mandatos heteropatriarcales y neoliberales para legitimarse socialmente y cumplir su cometido.

En un artículo previo (Pazos Cárdenas, 2021) analicé un relato etnográfico de otro hombre «blanco», un sujeto endriago, en el mismo municipio de la historia inicial del apartado (la del paisa pidiendo bocachico). En este relato, el único hombre «blanco» que había en el bar del pueblo pedía que pusieran una canción de banda mexicana en repetidas veces; sólo él se sabía la canción y cada vez que se acababa, pedía que la volvieran a poner, sin nadie oponerse a su mandato. En ese análisis, proponía pensar en la figura de este hombre «blanco» como un ejemplo más de la colonialidad racial blanco-mestiza (Escobar, 2010) en el Pacífico sur colombiano, como un sujeto racializado que detenta el poder de decir qué hacer, en este caso, qué escuchar, frente a una población negra que no pareciese tener mayores opciones de opinar o decidir al respecto.

Podríamos relacionar la historia de este sujeto endriago «blanco», que pide música mexicana en un bar de un municipio de negros/afrocolombianos del Pacífico sur colombiano, con la del hombre paisa que pide pescado de agua dulce en un pueblo rodeado de agua salada. ¿Era este paisa también un sujeto endriago? De acuerdo a mi conversación con la profesora del pueblo, era lo más probable. La presencia de estos hombres ejemplificaría la noción de masculinidades militarizadas que propone Andrea Neira (2021), caracterizadas como aquellas tecnologías de género que encarnan subjetividades más allá de los hombres estrictamente armados (aún sin saber si el paisa o el hombre del bar portaban efectivamente armas en el momento en el que me los encontré), sino que posibilitan los propios entramados de la violencia.

Las masculinidades «necroempoderadas» y militarizadas de estos hombres «blancos» (aunque no exclusivamente «blancos») vinculados a la violencia se pavonean por los diferentes municipios de la región, desplegándose sobre los territorios, reafirmándose, convenciéndose (y convenciendo a los otros) que «deben» estar ahí. Se sienten cómodos y si no se sienten así, por lo menos lo aparentan frente a los demás o incluso lo exigen: quieren oír la música que les gusta, quieren comer la comida que les gusta. El paisa que pide pescado de río en una tierra rodeada por el mar y el hombre que pide música mexicana en medio del Pacífico sur colombiano están interconectados en medio de estas redes falotópicas de masculinidades necroempoderadas, encarnadas en cuerpos específicos: racializados («blancos»), generizados (hombres) y culturalmente marcados (son sujetos que no nacieron en la región). Cuerpos colonizadores, que se conectan cruelmente a través de su despliegue racial y de género al mundo que los rodea.

La performatización de la masculinidad «necroempoderada» de estos sujetos («blancos» y no tan blancos) es también espectacularizada visualmente, cumpliendo otra de las características que expone Valencia (2010) en su caracterización del capitalismo gore en los territorios de frontera. En el 2020, me llamó uno de mis conocidos del mismo municipio donde ocurren todos los hechos narrados en este apartado, para contarme que, días atrás, había pasado una lancha de la policía disparando ráfagas de bala hacia otras dos lanchas que se encontraban en un estero ubicado en la zona rural del pueblo, presumiblemente realizando actividades ilegales. Poco se ha hablado aquí sobre las fuerzas armadas «legales» del Estado, es decir, el Ejército, la Policía, la Armada, sobre sus propias masculinidades militarizadas, quienes también son encarnados en su mayoría en la región por hombres jóvenes, «blancos», especialmente de las zonas andinas del departamento de Nariño. Ellos también se encuentran insertos en estas redes de poder falotópicas, son agentes activos de la misma, en una posición liminar entre la violencia legal e ilegal. Valga aquí también decir que la presencia de hombres negros/afrodescendientes en altos mandos de las fuerzas armadas legales es bastante reducida, por no decir mínima, tanto a nivel local como nacional.

El mismo hombre que me contó el episodio de la lancha, días después me mandó un video, por WhatsApp, en el que hombres «blancos» de grupos armados ilegales degollaban a varios hombres negros por «sapos[12]». Este video se «viralizó» y fue difundido por amplias redes sociales entre los(as) habitantes del Pacífico sur colombiano. Es esta la encarnación generizada y racializada de la «cultura del terror» que propone Taussig (2002): el terror como cotidianidad, como productor de relaciones sociales, como medio y como fin, como mediador del espacio (pos)colonial, como economía del poder cuyo propósito es controlar a las poblaciones a través de la mezcla de silencios, misterios, mitos y miedos. De nuevo, como en la escena cinematográfica de la lancha repartiendo bala en medio del estero del párrafo anterior, la violencia se «espectacularizó», construyendo una especie de relato pedagógico, que «educa» a las poblaciones de la región, que recuerda qué es la violencia, cómo opera, quiénes son los detentores de ella y qué pasa con quienes no se ajustan a sus lógicas falotópicas.

No quiero que el análisis que estoy desarrollando aquí conlleve a inferir que los hombres negros/afrocolombianos del Pacífico estén excluidos de estas redes del narcotráfico, el conflicto armado y la violencia y que, en muchos casos, hagan parte activa de su propia reproducción y despliegue sobre los territorios de la región. En efecto, hay sujetos endriagos negros/afrocolombianos, especialmente hombres jóvenes, que también son agentes de la violencia. Al respecto, figuras de masculinidad de hombres jóvenes negros/afrodescendientes denominadas como «aletoso» y «gomelo» fueron caracterizadas por algunos investigadores hace ya varios años en municipios del Pacífico colombiano como Cali y Tumaco (ver Restrepo, 1999; Quintín & Urrea, 2000). Estas formas hacen referencia a masculinidades construidas significativamente alrededor de la violencia, la exclusión y la desigualdad social, la discriminación racial, la territorialidad y la demostración del poder masculino mediante el uso de armas, la solvencia económica conseguida mediante actividades ilegales, la violencia física y las conquistas sexuales sobre las mujeres.

En un estudio más reciente, William López Fernández (2022) encuentra estos mismos elementos de construcción de (hiper)masculinidades entre jóvenes negros/afrocolombianos en el norte del Cauca, atravesados por la inserción de estos a los mercados de producción y comercialización de coca/cocaína, y que han redundado en la transformación de ciertos significados de masculinidad rural local, especialmente en relación con los hombres de generaciones mayores. Por su parte, Gustavo Santana-Perlaza (2022) caracteriza la experiencia de jóvenes negros/afrodescendientes de El Charco (Nariño) como marcada por el «afrojuvenicidio», una relacionalidad de opresiones (de clase, raza, género, sexualidad y generación) que produce cuerpos, subjetividades, territorialidades marginalizadas, violentadas y degradadas por las propias lógicas de dueñidad de las economías de la muerte asociadas al narcotráfico y el conflicto armado (ver también Olaya Requene, 2019 para el caso de Tumaco).

Estas redes de violencia endriaga tienen un cierto paralelismo con las redes del humanitarismo analizadas en el apartado anterior. Aunque tanto hombres negros/afrocolombianos como «blancos» hacen parte activa de ambas, al igual que en el escenario anteriormente descrito, no están ubicados en las mismas posiciones de poder unos y otros. Por supuesto que el porte de armas, las acciones violentas o el dinero obtenido gracias a ellas generan cierto tipo de prácticas de apropiación y seguridad sobre el territorio, pero no garantizan que se pueda generalizar la experiencia como igual para ambos grupos de hombres. Así como el «empoderamiento local» aparece como promesa en los discursos del desarrollo y el humanitarismo, el «necroempoderamiento» funciona como promesa para todos los hombres inmiscuidos en las redes falotópicas de la violencia y el conflicto armado en el Pacífico; el poder circula, pero se mantiene sólo al alcance de algunos pocos. ¿Es este (necro)empoderamiento suficiente para sobrellevar o incluso modificar la desigualdad estructural que ha configurado el racismo histórico del Estado colombiano sobre los territorios del Pacífico sur? Evidentemente no y, por el contrario, lo que garantiza es la reproducción de los privilegios raciales, de clase y de género que han sido perpetuados por las élites nacionales en su accionar mancomunado junto al Estado, el capital transnacional y la violencia misma.

Reflexiones finales: falotopías blancas en tierras negras

El investigador brasileñoo Lourenço Cardoso (2014) en su análisis sobre la blanquitud, propone entender a los sujetos blancos bajo la metáfora del «vampiro», encarnada en la imagen mediática tal vez más famosa de la cultura occidental moderna: Drácula. El «blanco-Drácula», para el autor, nunca ve su propio reflejo en el espejo (de ahí el no reconocerse como sujeto racializado), no soporta la luz ni ser mirado directamente a los ojos (de ahí su lugar no marcado y no estudiado por las ciencias sociales modernas), observa y seduce a «los otros» (a los no blancos, a los «no-Drácula») y absorbe la sangre de otros cuerpos saludables para poder vivir (como en las prácticas extractivistas y racistas que he delineado a lo largo del artículo).

Para el caso colombiano, la figura del vampiro blanco fue densamente elaborada por los cineastas caleños Carlos Mayolo y Luis Ospina en varias de sus películas como Pura sangre (1982), Carne de tu carne (1983) y La mansión de Araucaima (1986), formulando un subgénero cinematográfico que denominaron «gótico tropical». En su propuesta audiovisual, Mayolo y Ospina se concentran en historias de vampiros, zombis, caníbales y otros «monstruos» occidentales, que sirven de pretexto para evidenciar las tensiones raciales y de clase entre las élites del Valle del Cauca y las clases trabajadoras, relaciones que heredan las lógicas colonialistas y esclavistas y las actualizan en el contexto del capitalismo azucarero del siglo XX. En este escenario, las élites «blancas» vallecaucanas se nutren como vampiros de las fuerzas de trabajo racializadas (indígenas, negras/afrocolombianas) y precarizadas, desde los interiores de sus decadentes mansiones (pos)coloniales.

Podríamos pensar las redes falotópicas creadas por los hombres «blancos» que transitan y habitan la región del Pacífico sur colombiano en relación a estas figuras vampíricas. Al comprender la característica multinodal del concepto de falotopías, es decir, sus diversos polos de poder no concéntricos, aunque sí entrelazados, podemos entrever las formas en que el poder masculino «blanco» circula contradictoriamente entre los diversos actores que hacen presencia en la región analizada en este artículo. Las masculinidades que entraman las falotopías (i)legales asociadas a la violencia, la guerra y el narcotráfico, no se oponen en realidad a las de los hombres que encarnan el humanitarismo «blanco» en el Pacífico sur colombiano. Tampoco las estoy igualando; más bien, son como diferentes aristas de un mismo volumen. Ambas responden a las lógicas racistas, patriarcales y coloniales bajo las cuales el Estado-nación colombiano se ha concebido y planeado a sí mismo, a sus fronteras y a las personas que las habitan y las producen. Ambas necesitan de una población precarizada (en este caso, negra/afrocolombiana) para su propia «nutrición», que posibilitan su propia existencia y praxis.

Así, el «teatro de sombras» (Serje, 2005) que es la Colombia periférica —el Pacífico sur, por ejemplo— es engendrada por y engendra a una serie de sujetos que representan tanto la frontera física de la nación como su margen humano, seres monstruosos y violentos, que son encarnados por hombres «blancos» que han llegado desde el interior del país a succionar la vida, humana y no humana. Pero también la región posibilita la llegada de otros hombres «blancos», ya no violentos o ilegales, sino que son parte justamente de un entramado estatal —aunque también multilateral y transnacional— orientado a «controlar» esa misma barbarie. Las poblaciones negras/afrocolombianas son violentadas, pero también silenciadas, pasadas por alto en el despliegue «falotópico» de poder de estos hombres «blancos»: son desposeídas y asesinadas por el vampirismo extractivista, pero también inmovilizadas y «asistencializadas» por el halo de luz blanca del humanitarismo. El Estado-nación colombiano y su aspirada blanquitud son como una espiral que posibilita tanto el terror como el antídoto a la crueldad, producen la violencia y a la vez se hacen necesarios para contenerla.

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1Este artículo es producto de una investigación doctoral financiada por la Coordenação de aperfeiçoamento de pessoal de nível superior (CAPES), Brasil, desde el año 2020.

2Es importante declarar que son muy pocas las mujeres blanco-mestizas que encarnan estas figuras que he denominado como «agentes del desarrollo» en el Pacífico sur colombiano. Por supuesto que hay algunas, pero en general, son hombres. De hecho, es extraño ver mujeres blanco-mestizas solas en los pueblos de la región; casi siempre están acompañadas de otros hombres, principalmente «blancos», aunque también, en ocasiones, de hombre negros/afrocolombianos.

3El concepto de «desarrollo» es entendido aquí bajo las premisas de Arturo Escobar (2007): como un discurso teleológico universal, caracterizado por un sistema de relaciones (establecidas entre instituciones, procesos socioeconómicos, formas de conocimiento, agentes transaccionales, entre otros) que crea posibilidades y jerarquías para pensar y utilizar objetos, conceptos, teorías y estrategias, con el fin de intervenir las realidades sociales. Éste hace su llegada a la región del Pacífico colombiano hacia finales de la década de los 80 y comienzos de los 90 del siglo pasado.

4Otros municipios más pequeños de la región (como El Charco en Nariño, o Timbiquí en el Cauca) tienen aeropuertos menores, con pocas frecuencias semanales de vuelos de avionetas «chárter», dependiendo de la demanda de los mismos. Estos aeropuertos son principalmente utilizados para operaciones militares de las Fuerzas Armadas del Estado colombiano.

5También creo importante mencionar que los blancos del humanitarismo extranjero hacen presencia en municipios de menor envergadura de la región mediante actos muy puntuales, esporádicos y rápidos, pues muy pocas veces los he encontrado en estos lugares en los últimos tres años. Uno de los pocos encuentros que tuve con extranjeros en los municipios menores de la región fue en Barbacoas (Nariño), donde me topé con dos franceses que trabajaban para la Cruz Roja Internacional y se hospedaban en el mismo hotel donde yo me encontraba. Contaron que estaban realizando unas jornadas de salud en el municipio, pero que sólo salían del hotel para realizar su trabajo, esto por el extremo calor y humedad de la región. Las comidas siempre les llegaban al hotel en una moto, empacadas en cajas de icopor. Ocasionalmente los veía en la puerta del edificio, realizando llamadas telefónicas, pues dentro de las habitaciones la señal del celular era muy débil.

6El Parque Nacional Natural Sanquianga es un ecosistema protegido por el Estado colombiano a través de su Sistema de Parques Nacionales, compuesto principalmente por bosques de manglares (más del 50 % de los manglares del departamento de Nariño y el 20 % del total del Pacífico colombiano) y un sistema deltaico-estuarino de desembocadura de diversos ríos (Sanquianga, Tapaje, La Tola, entre otros) en el océano Pacífico. Dentro de su jurisdicción se encuentran los municipios de Mosquera, Olaya Herrera, El Charco y La Tola, pertenecientes al departamento de Nariño.

7Los esteros son un sistema de canales cortos y sinuosos que atraviesan el ecosistema costero de manglar, que sirven de comunicación entre los ríos de la región y sus desembocaduras en el océano Pacífico. Estos sirven como vías de comunicación entre la mayoría de pueblos de la costa Pacífica, pues acortan las distancias y son más fácilmente transitables por las lanchas que las corrientes marinas y sus olas.

8Los paisas son el nombre que reciben las personas nacidas en el departamento de Antioquia (cuya capital es Medellín, la segunda ciudad más grande de Colombia) y también, por extensión, las que nacieron en los departamentos del Eje cafetero, región que fue «colonizada» internamente por antioqueños y sus descendientes en el siglo XIX. El adjetivo «paisa» en el Pacífico sur colombiano es usado extensivamente para referirse a cualquier sujeto blanco-mestizo que no sea de la región, sin necesariamente esta persona haber nacido en los lugares anteriormente referidos.

9Según Mara Viveros (2018), la subcultura regional paisa ha sido constituida a partir de referentes de identidad regional caracterizados por una marcada noción de blanquitud, que a la vez niega la presencia de lo indígena y lo afrodescendiente dentro de su propio imaginario. Sus hombres también han sido idealizados —regional y nacionalmente— como «trabajadores arduos», a partir de la historia de la colonización de la región de Antioquia y el Eje cafetero en los siglos XIX y XX, donde se adaptaron amplias zonas para la agricultura de subsistencia y, posteriormente, del café.

10El triángulo del Telembí es otra de las subregiones del Pacífico nariñense, compuesta por tres municipios: Barbacoas, Roberto Payán y Magüí Payán.

11El «gore» es un subgénero cinematográfico asociado al género de terror, caracterizado por las escenas de violencia gráfica y explícita extrema.

12«Sapo» en Colombia es un adjetivo peyorativo para calificar a una persona que delata a otra.

Recibido: 04 de Mayo de 2022; Aprobado: 16 de Agosto de 2022

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