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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.45 Bogotá Jan./Mar. 2023  Epub Nov 03, 2022

https://doi.org/10.25058/20112742.n45.10 

Artículos de Investigación

MANDATO DE LA BLANQUIDAD: RACISMO Y PRIVILEGIO RACIAL EN CALI 1

Whiteness Command: Racism and Racial Privilege in Cali

Mandato da branquidade: racismo e privilégio racial em Cali

Gustavo A. Santana-Perlaza1 

1Miembro del Centro de Estudios Afrodescendientes – CEA, Universidad Javeriana. El Colegio de la Frontera Norte, Estudiante de doctorado en Estudios Culturales. MéxicoGustavosantana1094@gmail.com


Resumen

El presente artículo intenta socavar las implicaciones de la raza y el racismo en la formación del despojo/privilegio, y los modos cómo opera en la organización de las desigualdades sociales instaladas en Colombia. Hace un acercamiento a la forma en que el privilegio racial imbrica la existencia de las gentes no-blancas a través del desprecio, violencia e ignominia. Por tanto, desde una perspectiva autoetnográfica sobre mi experiencia como no-blanco, desplazado y víctima del conflicto en Cali, propongo una lectura crítica sobre los privilegios raciales que agencia el racismo y sus repercusiones en los cuerpos racializados, cosificados, dando origen a lo que denominaré el mandato de blanquidad, para analizar el régimen normativo de los privilegios y sus manifestaciones como marco de sociabilidad inscrito en la estructura social del proyecto moderno/colonial de la blanquidad.

Palabras clave racismo; blanquidad; privilegio racial; mandato de la blanquidad; blanqueamiento

Abstract

The present article aims to undermine the implications of race and racism in the shaping of deprivation/privilege, and how this works in the organization of social inequalities in place in Colombia. It approaches the way racial privilege interweaves the existence of non-White people through contempt, violence, and dishonor. Consequently, from an ethnographic view of the author’s experience as non-White, displaced, and a victim of conflict in Cali, he presents a critical reading on racial privileges promoted by racism and its repercussions on racialized, objectified bodies, giving rise to what is called here whiteness command, in order to analyze the normative regime of privileges and their expressions as a sociability framework embedded in the social structure of Whiteness’ modern/colonial project.

Keywords racism; whiteness; racial privilege; whiteness command; whitening

Resumo

O presente artigo tenta socavar as implicações da raça e o racismo na formação do despojo/privilégio, e os modos como opera a organização das desigualdades sociais instaladas na Colômbia. Faz uma aproximação à forma em que o privilégio racial imbrica a existência das pessoas não-brancas por meio do desprezo, a violência e a ignomínia. Portanto, desde uma perspectiva auto-etnográfica sobre minha experiência como não-branco, deslocado e vítima do conflito em Cali, proponho uma leitura crítica sobre os privilégios raciais que agencia o racismo e suas repercussões nos corpos racializados, coisificados, dando origem ao que denominarei o mandado da branquidade, para analisar o regime normativo dos privilégios e suas manifestações como âmbito de sociabilidade inscrito na estrutura social do projeto moderno/colônia da branquidade.

Palavras-chave racismo; branquidade; privilégio racial; mandato da branquidade; branqueamento

Introducción

Este artículo es resultado de la investigación autoetnográfica, denominada, Entre víctimas y victimarios: racismo estructural, economía de la muerte y afrojuvenicio en El Charco, Pacífico sur, adelantada en el marco de la maestría en Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad Javeriana de Bogotá. En esta tesis busqué analizar las articulaciones entre violencias, racismo y muerte violenta de jóvenes afrocolombianos de El Charco. Este ejercicio lo asumí como un compromiso social encarnado en mi experiencia y vinculado en los anclajes que constituyen las realidades de mis paisanos y paisanas, quienes viven en medio de paisajes de desigualdad y muerte en esta zona del país.

En este orden, mi vida y la de muchas gentes en El Charco ha sido mediada por lo que he planteado como economía de la muerte[2], que se manifiesta en las juventudes afrocolombianas a través del afrojuvenicidio.[3] Por ello, habitando este paisaje del miedo, controlado por un «sistema de dueñidad» (Segato, 2018), inscrito en el narcotráfico, la extorción, minería ilegal, asesinato entre otras prácticas de dominación. Fui expulsado de El Charco y obligado, junto a mí familia, a llegar a una gran urbe, a Cali. Una ciudad con lógicas del mundo distintas, donde se establece «el desarrollo» y mejor calidad de vida. Se nos forzó a iniciar un nuevo proceso de existencia, en los que se vivió un momento y tránsito completamente turbio.

Adentrarme a este nuevo mundo, causó un sinfín de daños, cuestionamientos y problemas corpo-emocionales (Peláez, 2020) a raíz de la sistemática violencia racial democratizada en Cali, y que me llevaron a la negación racial, los procesos de blanqueamiento y la naturalización de la inferioridad que representaba, pues buscaba los medios y estrategias para despojarme de lo que sentía era un problema.

En el presente artículo busco socavar las implicaciones de la raza y el racismo, y los modos cómo opera en la organización de las desigualdades sociales instaladas en Colombia, asiento una discusión problematizada desde la mirada objetivadora de los sectores dominantes, pero necesaria para develar los entramados de poder que agencian proceso de cimentación en las que aparentemente se naturalizó las jerarquías relacionales privilegio/despojo a partir de estructuras coloniales. Una reflexión situada que pone en relieve hechos violentos, crueles, causantes de heridas difíciles de sanar.

En concordancia, desde una perspectiva autoetnográfica sobre mi experiencia como «negro», desplazado y víctima del conflicto en Cali, propongo una lectura crítica sobre los privilegios raciales que agencia el racismo y sus repercusiones en los cuerpos racializados, cosificados, dando origen a lo que denominaré el mandato de blanquidad, orden normativo para la exigencia, implícita y explícita, de mostrar y evidenciar esa potencia humana marcada racialmente por la blancura, sus distancias con ese otro u otra «evidentemente» no-humano albergado en las categorizaciones de negro/afro para este caso.

Finalmente, en el texto abordo dos ejes centrales: primero, un análisis conceptual en el que pretendo sentar las bases epistémicas para la discusión, teorizando los elementos que constituyen la idea de pensar en clave del mandato de blanquidad los privilegios raciales; seguido, una revisión crítica y situada de mi experiencia de refugiado en Cali para entender el devenir del mandato de blanquidad en el despliegue de violencia y formación de sujetos y subjetividades, de modo que permite repensar y desafiar las retóricas de normalización de la blanquidad. Aquí, teorizo sobre aspectos que son vitales en mí formación como sujeto político.

Privilegio y despojo: los dos lados de la misma moneda

Soy negra como la noche, tan brillante como el mar. Soy negra con una historia, una historia pa' contar.

Jessica Rodríguez (2020)

Hablar sobre el racismo como sujeto racializado resulta complejo, según los cánones de la academia y la sociedad en general. Cuestiones como: «los negros escriben desde el resentimiento»; «ellos no han superado que el racismo es cosa del pasado, lo de ahora es discriminación»; «se le nota por encima que sus textos promueven el odio»; son algunas de las retóricas discursivas con las que intentan deslegitimar la producción situada de conocimiento que parte de experiencias.

Siendo el racismo un debate de implicaciones políticas, suscita un sinfín de interpretaciones, algunas situadas en las coyunturas presentes, otras vaciadas de politicidad, puesto que, alrededor de la idea de racismo son muchos los encuentros y desencuentros desplegados en Colombia que, en su mayoría, reproducen las nociones reduccionistas que aplanan las complejidades del mundo y su funcionalidad como estructura de dominación. La raza y el racismo como categorías de análisis para pensar las desigualdades sociales son relevantes hacia la interpretación e intervención de las dinámicas sociales, políticas, económicas y culturales que han formado la América Latina del presente.

En este encuadre, entiendo la idea de la raza como un hecho social explícito, anclado en el devenir colonial que ha imbricado todas las dimensiones de las realidades sociales. Una invención que se estructuró en dispositivo de poder para la clasificación, explotación, deshumanización y viabilización de procesos de hegemonización en la producción de riqueza a través de la expropiación de personas marcadas como «hombres/cosas», «hombres/mercancía». Según, Achille Mbembe: «La raza es una las materias primas con las que se fabrica la diferencia y el excedente […] autoriza situar en el seno de categorías abstractas a quienes se pretende estigmatizar, descalificar moralmente y, eventualmente, encerrar o expulsar» (2016, p.79).

La raza no es un hecho biológico, es una producción colonial dinamizada por las complicidades de los regímenes eclesiásticos, científicos, políticos y económicos para organizar desigualmente las realidades sociales hasta nuestro presente. Es una categoría brutal para instaurar significaciones y representaciones sobre la humanidad y la no-humanidad, es decir, un orden de poder que define el prototipo de «ser humano» a través de los planos fenotípicos asociados a la «blancura». Entre más afinidad con la blancura, más dignificación humana, entre más alejado de la blancura, más posibilidad de afirmar la no-humanidad. En este caso, la raza «supone la asociación necesaria entre ciertos rasgos corporales biológicamente heredados (como el color de la piel) y unas características intelectuales y de comportamiento que se consideran irremediablemente derivadas a partir de las cuales se establecen unas jerarquías naturalizadas» (Restrepo, 2020, p.243).

En otras palabras, aunque suene un poco esencializante, la idea de raza ha fundado «sociedades pigmentocráticas» (Telles & Martínez, 2019) en las que puede ser posible la gestión de la diferencia y desigualdad a partir del color de la piel. En estas sociedades las poblaciones indígenas y afro son mayormente fijadas en los bajos de la estructura social (precarización, vulneración de derechos, criminalización, explotación y violencia). «Para Fanon, la raza y el racismo son jerarquías globales de superioridad e inferioridad sobre la línea de lo humano que ha sido políticamente producida y reproducida durante siglos por el sistema imperialista/occidentalocéntrico/capitalista/patriarcal/moderno/colonial» (Grosfoguel, 2012, p.93). Línea de lo humano que instaura una delimitación fronteriza enmarañada en el proyecto político de la blanquidad, decretando desde sus lugares de enunciación privilegiados, los órdenes pluridimensionales de vidas legítimas e ilegítimas, en otras palabras, el racismo fabrica dos zonas ontológico-existenciales de significación de lo humano y lo no-humano: la zona del ser y la zona del no-ser (Fanon, 2009). Una dicotomía de posicionamiento de poder que construye las relaciones, estructuras de las sociedades que habitamos, donde, la zona de no-ser es la representación de la inferioridad, lo no-humano mediado por procesos de explotación, opresión y dominación, «una región extraordinariamente estéril y árida, una rampa esencialmente despojada, desde la que puede nacer un auténtico surgimiento» (2009, p.42). Las zonas de ser evocan las posiciones naturales de poder para la dominación y el privilegio, son un orden de garantías viables para el goce de los derechos coloniales establecidos en la realidad social para quienes representan las idealizaciones de la blanquidad.

Una superioridad anclada a la blancura e inferioridad vinculada a lo no-blancura. Ideas que se traducen en realidades concretas donde las personas «etnizadas» (Restrepo, 2003) como indígenas o negros/afro viven en las condiciones más radicales de desigualdad en Latinoamérica (Cepal, 2020). En este sentido, la idea de raza también beneficia, premia y privilegia, produce unos sujetos y subjetividades marcadas racialmente para el control y el aprovechamiento. Es claro que el privilegio ha transmutado, sin embargo, sigue edificando, orientando y gestando las relaciones modernas,

El privilegio racial se ha impuesto con sangre: no había otra forma de representar a Dios sino por medio de la blancura occidental. Blanco, de la raíz latina albor, alboris: blancura, de la raíz germánica blank: brillante, del color que tiene la nieve, la luz solar, la leche, del color de la inteligencia, de las buenas intenciones, de las mujeres respetables, de los hombres trabajadores, de la raza «caucásica», del nombre del amo, de la gente de bien, de la advocación mariana inspirada en la Virgen blanca, casta, pura y bella, del que ha perdido el color de la cara. La blancura, como un medio etnográfico colonizador de los imaginarios. (Cortés, 2021)

En la panorámica colombiana, al igual que raza y racismo, hablar sobre el privilegio racial es una cuestión crítica, dada la negación contemporánea de cualquier forma de violencia racial. Como afirma Verónica Cortés (2021), muchos consideran que «el racismo en Colombia no existe. Es decir, existe como una que otra práctica individualizada, pero socialmente no se problematiza ni se cuestiona; se niega. Son desmentidas como problemas estructurales». Una negación resguardada y justificada, por ejemplo, en los siguientes discursos; «somos un país multicultural y pluriétnico», «los negros son los privilegiados, tienen hasta leyes propias», cosas que he escuchado en diferentes espacios como manifestación de «la armonía interracial en la que vivimos». Esta idealización de la Colombia no-racista e incluyente, tiene sus vínculos en la ideología del mestizaje y la política multicultural del neoliberalismo que, significa un ejercicio políticamente correcto en el despliegue de una serie de estrategias enganchadas en las ideas de inclusión social, enfoque diferencial y diversidad: discursos de negación y ocultamiento de las tecnologías de violencias agenciadas desde el racismo como estructura social.

El privilegio racial encarna una herida colonial imbricada en lo social, político, académico, económico y cultura, una idealización política que organiza las sociedades colombianas en respuesta al orden de la hegemonía de las blanquitudes establecidas como patrón de poder. La blancura promueve consigo una significación de gran envergadura, atraviesa todas las magnitudes de las realidades sociales e imaginadas. Diría mi madre, «hemos aprendido y apropiado que todo lo bueno es blanco, por eso como negros nos ligan con la maldad».

En concordancia, me sumo a la pregunta y afirmación de Reni Eddo-Lodge , sobre ¿Cómo definir el privilegio blanco? Es tan difícil definir una ausencia. A lo que respondió:

el privilegio blanco es la ausencia de las consecuencias negativas del racismo. La ausencia de discriminación estructural, la ausencia de que tu raza sea vista sobre todo y en primer lugar como un problema […] Es la ausencia de miradas raras dirigidas a ti por estar en lo que los demás creen que es el lugar equivocado, la ausencia de expectativas culturales, la ausencia de violencia ejercida sobre tus ancestros por el color de tu piel, la ausencia de una vida entera de sutiles marginaciones y alienaciones, de que te excluyan de la narrativa del ser humano. (Eddo-Lodge, 2021, p.100)

Los planteamientos de Eddo-Lodge permiten la comprensión de algunos elementos centrales. Primero, el privilegio racial supone el lado bueno del racismo. Segundo, el privilegio racial está articulado a la idea de humanidad, de «ser humano». Tercero, el privilegio racial es la definición de un patrón de poder dominante que incide en lo más mínimo de la vida cotidiana, diferenciando, excluyendo, violentando y reproduciendo la jerarquía racial como medida para mantener sus ventajas. En este orden, el privilegio racial ha significado una ausencia presente en las relaciones sociales de la vida diaria que difícilmente se puede identificar y denunciar, y más, cuando estas lógicas en el mundo moderno atraviesan las estructuras, los movimientos sociales, económicos, y se metamorfosea sin cesar (Mbembe, 2016).

Por consiguiente, las ideas de raza y racismo producen formaciones basadas en un «despojo/privilegio que hace parte de una misma lógica del ejercicio del poder que configura y es constituido por formas de desigualdad. Donde unos son los despojados, otros acumulan privilegios» (Centro de Pensamiento Latinoamericano Raiz-AL, 2015, p.37). De esta manera, es posible entender el andamiaje de relaciones de poder moderno-colonial que configuran un proceso, aparentemente cristalizado en el que se sigue subordinando y relegando de su condición humana a las poblaciones etnizadas como negras o afros, a pesar de los avances en las normativas jurídicas decretadas cada vez más.

En este horizonte de sentido, y siguiendo la teorización de Rita Laura Segato (2018, p.30) sobre el mandato de la masculinidad, se podría decir que el privilegio racial es un elemento constitutivo de lo que he venido pensando y denominado el mandato de blanquidad, producto de la idea de raza y racismo para la exigencia, implícita y explícita, de mostrar y evidenciar esa potencia humana, contra ese otro u otra «evidentemente» no-humano, marcado racialmente por su distancia con la blancura. Un régimen normativo alojado en la mayoría de las mentalidades de las y los colombianos como medida para salvaguardar ese sujeto naturalmente digno de humanidad (blanco). Cabe aclarar que, el mandato de blanquidad es un marco de sociabilidad inscrito en la estructura social, por ende, negro/afro e indígenas lo podemos asumir, legitimar y reivindicar, puesto que hemos sido producidos por su desbastadora fuerza colonial que cruza nuestros cuerpos, mentalidades y espacialidades.

El mandato de blanquidad es deseo, una fantasía políticamente correcta, un proyecto moderno/colonial que promulga las formas de ser, estar y vivir siempre en correlación con Occidente. Entendiendo «Occidente como una estructura para el pensamiento, una serie de imágenes y representaciones, un modelo de comparación y unos criterios de evaluación» (Hall, 1992, citado en Restrepo, 2020, p.278), actuando como una costelación de objeto de deseo y marcas públicas de privilegio, involucrando tanto al cuerpo, como la imagen, el lenguaje y la riqueza (Mbembe, 2016).

Por tanto, el mandato de blanquidad como régimen funda una unidireccionalidad de marcaciones raciales como representación de la normalidad legitimada en lo «blanco». Cuando se siente transgredido, usa sus herramientas violentas en lo discusivo, físico y político para recuperar el orden que ha sido desafiado y movilizado con la presencia y haceres de poblaciones etnizadas como negras/afros, de allí, por ejemplo, la estigmatización, estereotipación y prejuicios como mecanismos para clasificar, fijar, discriminar y excluir.

Después de este recorrido conceptual para sentar las bases epistémicas con las que pretendo tejer la narración experiencial como no-blanco, desplazado en Cali, argumentaré desde una perspectiva autoetnográfica los hechos que me marcaron hasta hoy, procurando comprender desde mí sentipensar, las experiencias sensibles, el pensamiento y la acción individual como dispositivo de poder en la producción de autoconocimiento, situado en concreto que entretejen los hilos de los que está hecho el mundo, la sociedad y la vida misma.

¿Qué es ser negro?

Mi historia se perdió y no sé dónde la puedo hallar, díganme ustedes, ¿cómo se empieza de nuevo la vida que inicio en el campo y termino en la ciudad?

Jessica Rodríguez (2020)

Mi vida está relacionada con el destierro, es una carimba en mi piel y mente, me escolta a donde voy. De mis experiencias vividas es la parte oculta que desarmó el imaginario vivencial que había construido de mi pueblo, ya que fue la acción que inauguró la guerra que se acercaba hacia nuestros horizontes, una llegada bárbara con fines claros y contundentes, apropiarse y controlar la vida humana y no humana. En mi poca edad escuchaba murmullos al salir el sol, mi madre y padre conversando con los vecinos sobre los muertos que amanecían cada día expuestos en la plaza y espacios públicos. Asesinatos que buscaban educar y acostumbrar a reconocer la magnitud del impacto y poder de las estructuras que se disputaban la dueñidad de mi pueblo.

El 2007 es un año turbulento para mí. De todos los hechos vivenciados, este año fue el más dramático. El acorralamiento brutal contra los charqueños fue contundente, enfrentamientos muy cerca al casco urbano, bombas en la estación de policía, amenazas de reclutamiento y la matanza sin cesar nos expulsaron de nuestras vidas en el Tapaje, obligados, a llegar a una gran urbe, Santiago de Cali. Una ciudad con lógicas del mundo distintas, donde se establece «el desarrollo» y mejor calidad de vida. Se nos forzó a iniciar un nuevo proceso de existencia, en los que se vivieron momento y tránsito completamente turbio.

Considero que gran parte de la población colombiana, comprende el hecho imperante del momento en el que salir de la zona de confort («lugar de hábitat»), no es para nada fácil y más cuando se es obligado a abandonarlo todo. La desprotección y represión estatal, el conflicto armado y la violación sistemática de derechos fundamentales, despojan a diestra y siniestra a miles de personas que vivimos en los territorios naturalmente empobrecidos y criminalizados. El impacto del destierro va más allá del movimiento de desplazarse de un lugar a otro. Significa romper la relación directa y fraterna con el mundo de sentido que se gestó durante esos años de vida en mi tierra.

¿Condenados a la expulsión?, duda que me da aristas para pensar el despojo de las poblaciones afrocolombianas por fuera de las lógicas reduccionistas del conflicto armado, para analizar críticamente un ejercicio de poder del mandado de blanquidad en la eliminación y aniquilamiento de cualquier medida de garantías de vida para gentes que han sigo relegadas de su condición humana dentro de los esquemas que ordena la vida social en Colombia. Un engranaje de violencias que se concentra en lugares específicos de la geografía nacional, en los que habitan mayormente los no-blancos, y donde, intentamos construir sistemas de vida, a pesar de la gubernamentalidad que fija y administra nuestros cuerpos y territorios como zonas de no-ser.

Hay heridas profundas que aún habitan en mi ser a causa de la ruptura con el vínculo socioterritorial y siento que algunas continúan abiertas. Habité un micromundo dinamizado por prácticas comunales, que fueron cambiando abruptamente y el panorama como en los cuentos, pero no de hadas, se transfiguró. Pese a ello, nunca se me pasó por la cabeza tener que irme de mi río ni de mi pueblo. El Charco, Nariño, lo representa todo; aunque se encontrara presente esa realidad absurda y sin sentido. Después de todo experimenté unos cambios radicales. Al llegar a la gran urbe, empecé a decodificar un mundo con múltiples lógicas existenciales, las cuales son regidas por patrones sociales, económicos, políticos y culturales.

El 20 de julio del 2007, sin pasar por alto el día de «la independencia de nuestra patria» junto a mi familia, vimos cómo la misma, de forma triste e impune nos daba la espalda al arribar en calidad de refugiados, por causa de esos momentos de angustia que llevábamos a cuesta rumbo a Cali, conocida por ser la segunda ciudad en América Latina, después de Salvador de Bahía, en Brasil, en donde se encuentra localizado el mayor número de personas afrodescendientes y desde mi óptica crítica, una de las ciudades más racistas de Colombia. Desde el momento de nuestra llegada hasta ahora, sentí el rechazo fuerte y marcado de la sociedad caleña, evidenciando día tras día, cómo la desterritorialización se sentía cada vez más fuerte, poniéndonos contra las cuerdas y retándonos a luchar en medio de la corriente vertiginosa de la ciudad, puesto que, al permanecer en ella por más de 13 años, nunca se me permitió ser «considerado» un sujeto no «inferior», y más adelante se llevará a conversación un poco más del tema.

Cali es una ciudad formada ideológicamente en la blanquidad, se piensa y se proyecta elitista, desarrollada y potente. Las poblaciones negras/afros que la habitamos, según su visión representamos un obstáculo en su proyecto político de ciudad. Diego Martínez Lloreda, miembro de una prestigiosa familia caleña de linaje colonial, es un periodista, terrateniente, socio de la producción y comercialización de la caña, casi alcalde y propietario del periódico El País Cali, quien, en el año 2020 publica una columna titulada Entre Cali y Medellín, en la que pretendía hacer un análisis comparativo frente los comportamientos de la población en el marco de las restricciones por el Covid-19. Cito un apartado de sus planteamientos:

En donde fracasamos como caleños es en integrar a la gente que vive en el oriente. Ellos no se perciben como caleños (cuando van al centro de la ciudad dicen «vamos a Cali»). Además, una es la Cali pobre y negra de donde salen los futbolistas y las empleadas del servicio, y otra es la Cali blanca y rica de donde surgen los «doctores» […] en una Cali se respeta la cuarentena y en la otra se la parrandean. Es natural, muchos de quienes habitan la «Cali negra» no se pliegan a la autoridad ni a lo que esta dispone. (Martínez Lloreda, 2020)

Martínez Lloreda, desde su privilegio racial y de clase, define el imaginario de la «caleñidad», ese que históricamente reconoce a las poblaciones negras como la servidumbre, como problema, como un obstáculo. Afirmaciones en las que se vislumbra un mandato de blanquidad que se siente transgredido por la presencia y sus haceres de gentes que no cumplen con el prototipo de raza y clase para ser caleño: humano. Exclusión, racismo e ignominia son las palabras claves para entender las aseveraciones de Martínez, en la que decanta la naturalización de la desigualdad racial y social, legitimada en el discurso de la caleñidad blanca y poderosa. Ahora que medianamente comprendo el entramado de relaciones de poder en Cali, sigo preguntando ¿cómo fue que sobreviví? Pues, este discurso e idealización no es un hecho individual gestado por el periodista, sino una representación colectiva que cruza todo el orden institucional y político de la ciudad. La Cali blanca es esa misma que se autoreconoce hoy como «gente de bien». Intentaré profundizar mi proceso de disputa, de pervivencia en este orden de mandato de la blanquidad.

Por su parte, Mauricio Armitage, multimillonario de herencia europea, empresario del hierro y alcalde de Cali en 2017, en declaraciones sobre los disturbios y enfrentamientos entre el Deportivo Cali y el América, que dejaron 30 heridos y 85 detenidos, el 25 de mayo. Afirmó que, «Cali es una ciudad muy explosiva. Cali es una ciudad donde tenemos un millón de negros» (Noticentro CM&, 2017). A raíz de sus afirmaciones, el movimiento afrocolombiano en Santiago de Cali y Colombia desplegó diversos actos de repudio y rechazo a lo que se consideraba un discurso racista de criminalización hacia las poblaciones. Pienso que el alcalde, asumiendo el mandado de blanquidad se pronuncia violentamente, perfilando a través de las ideas de raza y clase las gentes naturalmente criminales, desordenadas, insurrectos. Al igual que Martínez, su discurso ejerce un tipo de exclusión, una forma de otrerización radical que desplaza sujetos y subjetividades que representan la no-caleñidad, gentes que son una carga y problema para de proyecto de ciudad.

El mandado de blanquidad ha operado a través de la exclusión y cercamiento de las poblaciones no-blancas, llevando hacia los umbrales de la no-existencia a los que consideran un peligro, un desecho en la caleñidad normalizada como blanca, y es que, el mandato de la blanquidad situando Achille Mbembe, institucionaliza y produce «ciertas formas de infra-vida, se justifican la indiferencia y el abandono, se ultraja, vela u oculta la parte humana del otro, y se vuelven aceptables ciertas formas de reclusión, inclusive ciertas formas de dar muerte» (2016, p.76). Diseña, gestiona, fábrica y normaliza las desigualdades y riesgos por las mediaciones raciales que violentan sistemáticamente a los despojados de humanidad: los no-blancos. Al respecto, el mandado de blanquidad produce un proyecto político de ciudad en Cali, que se articula a la necesidad por cumplir los criterios normativos de «desarrollo urbano y económico» eurocentrado en la visión de la zona del ser —privilegios de la blanquidad, desplegando tecnologías de gobierno para la expulsión y regulación hacia la zona de no-ser, que para el caso Cali se imbrica en Aguablanca y gentes no-blancas— encarnación de la maldad y peligrosidad.

Este nuevo comienzo significó el cambio en la construcción de nuevas estructuras mentales dinamizadas, en pro de ejecutar acciones en todos los aspectos socio-culturales que esto implicaba; así como nuestros ancestros trasplantados en la llanura del río Iscuande recrearon la vida enfrentando el yugo mortífero, al empezar a reconstruir la vida y tejido social. Betty Ruth Lozano (2016) siguiendo a Arturo Escobar, habla de una política del lugar: una praxis de apropiación, defensa, reconstrucción del lugar, en esos lugares en permanente disputa.

Estuvimos durante dos meses albergados en la casa de un familiar que nos abrió las puertas de su hogar. Al estar instalados, pudimos matricularnos para ir de nuevo al colegio. Por ser el mayor, ingresé a un instituto para hacer el bachillerato acelerado, puesto que el deber era terminar rápido para empezar a trabajar y ayudar a mi madre y padre. Por su parte, mis dos hermanos menores ingresaron a instituciones educativas en el barrio Villa del Lago, Cali.

Mis días de bachillerato acelerado fueron un tanto tumultuosos. El instituto se ubicaba en el centro de la ciudad, lleno de ruido por doquier, afanes, disputas, en fin. Observando con detalle el contexto que me rodeaba en ese momento de mi vida, allí estudié en medio de expendedores de droga, la marihuana se fumaba como quien dice aquí no pasa nada, y demás sustancias psicoactivas. Esta realidad no era normal para mí, que venía de vivir un panorama totalmente distinto. En este espacio/contexto fui objeto de burlas, rechazo, chistes y agresiones. Considero que quizás era joven con falta de «malicia indígena», como decían algunos compañeros, como para comprender el ambiente y por ende defenderme; pero, sin duda alguna, los valores inculcados lograron que resistiera a tanta presión social. Recuerdo que les decía a mis compañeros (mayores de edad todos): «aquí donde ustedes me ven yo fumo y todo, sino que acá no lo hago por los profesores». Según mi sentipensar creí que de esta manera tendría un poco de respeto por parte de los que tenían el control en el colegio.

Ellos, con quienes compartía una parte de mi cotidianidad, al referirse a mí de forma despectiva, hacían uso de expresiones racistas, tales como: negro marica, negro habla feo, negro bobo, negro mis zapatos, el negro campeche, el negro desplazado, en fin, en cada expresión, pero siempre resaltando la palabra negro. Me preguntaba: ¿Dios, ser negro es malo? En el colegio solo se refieren despectivamente ante mi humanidad, en las calles se cruzan para no pasar al lado mío. En los supermercados, en los bancos y, para completar, este bororó en los centros comerciales los vigilantes me perseguían como si fuera un prófugo o un bicho que fuera a causar maldad. Me cuestionaba y en algunos momentos no puede contener el llanto; mi casa, la soledad y el silencio fueron testigos de mi nostalgia.

Para no angustiar a mi familia, nunca les compartí los hechos que me acontecían en los espacios que transitaba; pensé que era acoso escolar porque era diferente, tenía una forma particular de hablar, de comportarme, de interactuar y eso molestaba a los demás. Creyendo que las formas de ser, vivir y saber de los caleños eran las ideales para el mundo, apropie el mandato de la blanquidad como proyecto de vida legitima hacia la conquista de la dignidad humana, de modo que intente abandonar mi esencia, hablé «cepillado», tenía solo amigos mestizos, y así fui tratando de modificar mi ser, a ver si en algún momento lograría ser aceptado. Me gradué en el 2010 y la representación vacía y negativa siempre estuvo presente. Fue un proceso en el que convencido del problema que representaba, acepté y reproduje el statu quo blanco y sus manifestaciones en el mandato de la blanquidad. Una especie de sumisión en aras de enaltecer la esencia de la sensibilidad caleña como estrategia política de formación de humanidad.

Cali con sus prácticas y discursos negativos me fue formando hacia una des-humanidad, pues se me negó ser, era parte del locus del no-ser, en tanto que debía seguir los códigos y normatividad que pautan el comportamiento. En ese nuevo mundo, procuré renunciar a mi lugar de enunciación, llegué a afirmar que: «nací en El Charco, pero llevo muchos años acá, por ende, me considero caleño». La expresión de un deseo inconsciente de cambiar de color para agenciar las posibilidades de existir, forma de no soportar más el peso de esta maldición corporal y psíquica que nos lleva a los negros a blanquearse (Fanon, 2009). El daño causado fue caótico e irreparable, me sentí mal conmigo mismo, no lograba entender muchas cosas que pasaban: ¿un odio contra otro sin conocerle?, ¿Esto le pasará a un blanco? Mi madre decía que Cali era muy racista, pero no le prestaba atención en la época. Ahora logro comprender más la coyuntura de la Cali racista.

Pedagógicamente desde estos hechos de violencia racial vivenciados en la escuela y demás espacios en los que transitaba, el mandato de blanquidad me forzó exigiendo socialmente responder a sus normatividades, debía encontrar y apropiar sus órdenes, una «búsqueda por escapar de lo “negro” para asegurarse una mejor forma de existencia social, en un contexto que valora lo blanco como sinónimo de progreso, civilización y belleza» (Viveros, 2021, p.102). Reflejo de una negación radical en aras de encajar en los marcos sociales establecidos por la caleñidad. Estos fueron momentos tormentosos, psicológicamente sufrí muchos daños por sostener y asumir la blanquidad como proyecto correcto de vida. Y es que, pensándolo bien, el racismo estructural es una destrucción máxima que acaba con el ser, pensar, saber y estar en el mundo de los racializados. Es aberrante, pero es una realidad, ver y sentirse menos que otra persona (white le llamamos entre jóvenes), nos habitúan a reconocernos como un problema, nos enseñan a odiarnos como individuos, como comunidad aprendemos que las sociedades y el progreso están en la blancura, cotidianamente afirmamos que, «nosotros no tenemos como salir de la pobreza», «me voy a buscar mujeres white para mejorar la raza» (Santana, 2022, p.37).

El «sistema mundo occidental capitalista/patriarcal» busca internalizar las desigualdades sociales producidas por el sistema en la psíquis de la comunidad negra, y reducir la explicación de esta desigualdad a sus comportamientos individuales. Cuando los negros declaran en tono de salvación del alma que «es todo mi culpa» asumen una actitud colonial propia de alguien que ha internalizado o «epidemiado» las estructuras de poder racistas. (Grosfoguel, 2009, p.263)

El complejo de inferioridad (Fanon, 2009) no surge de la nada, es el reflejo de la matriz colonial que deambula en nuestros días como relación histórica de dominación que jerarquiza la realidad en binarismos, con los cuales se recrea violentamente el mundo; lo negro es sinónimo de malo y lo blanco es sinónimo de lo bueno. Esta idea afectó las entrañas interiores de nuestro ser, nuestra psíquis, concediendo subjetividades que naturalizamos el patrón racista que impera, uno de los modos de intervención del mandato de la blanquidad en la promoción y adiestramiento del universo de la blanquidad como única afirmación de dignidad. El poder racial de clasificación y violencia es de tan gran magnitud que los cuerpos racializados difícilmente reconocemos que los problemas sociales por los cuales obstaculizan las existencias son direccionados para tal misión por la matriz política que organiza las vidas y las muertes en el país, más bien, nos creemos los gestores de dicha realidad truculenta (Santana, 2022, p.38).

La discriminación racial es parte de las practicas cotidianas en este nuevo mundo. En El Charco no sabía que significaba lo «negro», ni la condena que representa, somos mayoría en nuestro contexto. Pero, «como postula Fanon (1986 [1952]), el Negro no tiene que ser negro sino frente al Blanco» (Viveros, 2021, p.108). En Cali «el racismo se encuentra inscrito en el diseño mismo del entramado institucional que reproduce un modelo de sociedad y unos proyectos de vida particulares» (Restrepo, 2020, p.236). Modelo de sociedad y proyectos de vida articulados a la idea de raza que clasifica al producir jerarquías y desigualdad; idea que marcó como cuerpo racializado mi existencia, hecho que permitía el azotamiento de mi integridad continuamente, ya que encarnaba la inferioridad, en algunos momentos el salvajismo.

Es la segunda ciudad de mayor población afrodescendiente en América Latina, y ella me deshumanizaba; parece ilógico, pero es cierto. La cultura dominante ensanchada en el mandato de la blanquidad y siguiendo patrones coloniales estereotipados a través de la diferenciación, se manifestaba abiertamente ya fuese por causa de mi andar, mi afro, mis facciones corporales, o mi color de piel, incluso siendo mi ser el más maltratado. Todo era un obstáculo para encajar en la ciudad del «desarrollo y el progreso»; blanca, elitista y privilegiada, que usa los cuerpos racializados para el sostenimiento del modelo de vida excluyente, que produce los espacios en los que interactuaba.

Cali, «capital de la región del Pacífico», con la mayor población afrodescendiente en Colombia, configura un «molde de cartón» sobre la imagen y ser de quienes llegamos de esta región. Un molde reduccionista, deshumanizador y violento que proyecta y circula representaciones prolongadas de la invención binaria y asimétrica amañada en la idea de raza: desigualdad, negro/blanco, bueno/malo desde donde acuñan significaciones y discursos que coercionan física y moralmente la integridad de los que andamos en busca de protección.

La disputa es constante. Las dinámicas sociales, políticas, económicas, organizacionales y familiares eran nuevas para mí, transformando mi existencia en amenaza. Por ello he venido batallando contra la estigmatización y estereotipos, parte integral de la sociedad caleña. En este andar por la ciudad durante aproximadamente 15 años, he vivenciado acontecimientos que me han afectado de manera radical; pero sin duda alguna, cada hecho positivo o negativo, se articula como experiencias lúcidas que me iban formando como un sujeto que deambula por mundos, con el compromiso de aportarle a la transformación de la coyuntura desigual/racista, de rapiña y extermino de dignidades. Es menester aclarar que, si bien la estancia y residencia en la gran ciudad no ha sido un ejercicio fácil, dadas las fuerzas y articulaciones que componen mi realidad como hombre «negro» desplazado y empobrecido en Cali, el arribo a este clima social tiene relevancia, ya que me incitó a la búsqueda de herramientas que me permitieran reconocer aspectos básicos pero importantes, que me carcomen desde que inició esta guerra de representaciones; ¿quién soy?, ¿qué significo para este mundo? Son estas las dudas que afloran en el estado de precarización subjetiva[4], surgido por las distintas violencias ejercidas ante mi humanidad.

A pesar del arrinconamiento social, la capital vallecaucana a su medida me brindó protección: ¿Qué sería de mi vida si no hubiésemos salido de El Charco?, ¿a qué me dedicaría? Viene a mí esta pregunta constantemente teniendo en cuenta la matanza y la vulneración sistemática de jóvenes en el río Tapaje. La vida en la ciudad es muy crítica, pero acá la zozobra y el miedo por enfrentamientos y reclutamiento pasa a un segundo plano.

En el oriente de Cali, en la «Cali negra» diría desde su visión racista y clasista el señor Diego Martínez Lloreda y la mayoría de la caleñidad, zona donde residido, se reproducen dinámicas que se vinculan a la realidad vivida en mi pueblo natal, barrios controlados por bandas criminales, extorsión, secuestro, asesinato, disputas y fronteras invisibles, son algunos de los hechos que acompañan mis días en esta zona; localidades precarizadas, excluidas, criminalizadas y vandalizadas que ponen en riesgo la vida. En definitiva, he vivenciado continuamente las significaciones del habitar las zonas de no-ser, espacios, lugares, cuerpos invalidados y reprimidos por la normatividad del statu quo de la blanquidad. Por tanto, la «Cali negra» es una suerte de exclusión radical amedrentada desde el privilegio blanco, quien condensa las relaciones de poder para orientar y formar las sociedades pigmentocráticas, donde las poblaciones marcadas racionalmente como inferiores son condenadas a los vejámenes sociales.

Mi familia en el 2013 fue beneficiada con una vivienda en el barrio Llano Verde, «urbanización ubicada en la Comuna 15 de Cali, y que hace parte de un programa de viviendas gratuitas liderado por el Gobierno nacional. El lugar está conformado por 11 manzanas, 4.319 viviendas, de las cuales (3.521 son de víctimas del conflicto armado)» (Alcaldía de Cali, 2013). Llano Verde para mí fue la oportunidad de convivir con personas con características equivalentes, la mayoría somos del Pacífico, afros y víctimas del conflicto armado. Me gustaba sentirme identificado y compartir con quienes han vivido afectaciones similares a las mías. Fue un reencuentro con paisanos y familiares que se encontraban dispersos por la ciudad, las cotidianas visitas volvieron.

Allí inició un proceso de reexistencia, nos íbamos reinventando y recreando la vida con los recursos del contexto e influencia urbana. Los hechos sociales que componen los barrios y asentamientos donde habitábamos en Cali, se trasladaron hasta este nuevo contexto. Prácticas y discursos ilegales se fueron instalando poco a poco, adueñándose de áreas geográficas e imponiendo reglas, códigos y normatividades que rigen la zona. ¿Repetiríamos lo vivido en El Charco? Tristemente la respuesta es sí. En algún momento llegué a pensar que nuestras vidas serían distintas, «mejores», todo fue una conjetura y falsa expectativa. La economía de la muerte nos persigue hasta donde quisiéramos ir, los lugares donde residíamos estaban viciados por mediaciones de violencia y muerte. Aunque no en la misma intensidad y explosión de poder como en mi pueblo, desplegaba sus tentáculos por donde andábamos, como modo de producción de riqueza a través del aniquilamiento social, sin duda, garras hambrientas de dominación sobre los cuerpos y el territorio.

Fui expulsado junto a mi familia de nuestro espacio de vida, obligado a llegar hasta la gran ciudad, donde proyectamos vivir en mejores condiciones, principalmente en paz y armonía, algo que no se podía desde hace mucho tiempo. Al enfrentar nuevamente los horrores de la criminalidad y de la muerte, escuchaba preguntarse a mi madre sobre, ¿qué condena estábamos pagando?

La crisis social en Llano Verde se fue agudizando al pasar el tiempo, diferentes organizaciones se fueron apoderando y disputando las zonas para el desarrollo de sus actividades: sicariato, micronarcotráfico y extorsiones. Pasados 6 meses de la inauguración, ya se escuchaban asesinatos. El portal web del periódico Extra de Cali ha registrado los acontecimientos que continuamente se dan en la urbanización. Les comparto algunos de los titulares más impactantes que reflejan el devenir turbulento que rodea la cotidianidad de quienes habitamos el lugar; titulares de publicaciones entre el 2014-2020:

«Encuentran cuerpo desmembrado en el barrio Llano Verde de Cali». «Escabrosa bala perdida apagó una vida con buen futuro: lloran y se visten de luto». «El crudo final de joven de 14 años en Cali: se robó un celular y lo mataron a ladrillazos». «El joven de 19 años salió hacia casa tras cuidar a su hermana, que estaba recluida en un hospital, pero no pudo llegar a su destino final». «Por defender a su amigo terminó apuñalado de muerte: trágica riña en Cali». «En el barrio Llano Verde de Cali, hallaron el cuerpo de un hombre en 4 bolsas». «En Llano Verde al oriente de Cali palaron a “Banano”». «Por defender a su hija a don Humberto lo asesinaron en Llano Verde». (Extra, 2014-2020)

Desde la ontología política (Escobar, 2015), Llano Verde es un mundo dentro de Cali donde se producen prácticas bélicas que instalan el terror: empalados, desmembrados, bombas, asesinados con ladrillo, son algunas de las acciones a las que estamos acostumbrados a escuchar en el barrio. No obstante, Llano Verde fue noticia hace dos años atrás por un acontecimiento que estuvo en boca de toda Colombia y mayor parte del mundo: la masacre de 5 jóvenes fue la excusa para que se hablará de esta zona marginalizada, de gentes que coexisten con la delincuencia y la violencia. Este hecho mostró la sensibilidad de algunos frente a los actos de crueldad, también, expuso los imaginarios y representaciones sobre la población afro en Cali y Colombia, desmantelando el mandado de blanquidad, poco empática y cruel de la realidad, que representa como una amenaza natural a los no-blancos.

La vida de los negros y nuestros pueblos sí importan, es el lema que utilizan los movimientos sociales afrocolombianos y activistas para denunciar el constante ametrallamiento e injusticia simbólica y física de los cuerpos y territorios racializados. Los sucesos en Llano Verde y El Charco me llevan a pensar en la indolencia de un país que no siente ningún interés por quienes nacimos, vivimos en estas zonas, un tipo de desterritorialización, etiquetamiento que excluye y criminaliza la existencia. La masacre de los jóvenes en el cañaduzal[5], según los medios de comunicación, se explicaba porque «andaban en cosas raras». Con esto se pretendía justificar el exterminio desenfrenado que acabó con la vida y los sueños no solo de estos jóvenes, sino de familias enteras. ¿La vida de los negros no importa nada?

Una «ontología del desprecio» que se evidencia en estas lógicas del no-importismo hacia los grupos configurados como unos radicales otros, siendo esta la impronta que edificó la reacción de los y las colombianos para la legitimidad de la truculencia de la masacre de Llano Verde. Muestra que, en esta parte del mundo hay unas vidas que son prescindibles, que interrumpen el orden producido por los privilegios de raza, clase, género y generación, y que se posicionan como una exterioridad cosificada que se pueden flagelar, rapiñar. Desde esta perspectiva, el mandato de blanquidad permea las dimensiones de la colombianidad, caleñidad, pensadas desde un locus supremacista racial, donde las gentes no-blancas como yo, somos llevadas hasta el valle de la insignificación, la no-civilización.

Frantz Fanon (1963) manifiesta que «la aparición del colono ha significado sincréticamente la muerte de la sociedad autóctona, letargo cultural, petrificación de los individuos, que adoctrinó integralmente hasta nuestros días al colonizado» (1963, p.56). Carimbas mentales muy difíciles de borrar que rigen y dinamizan todas las dinámicas de la vida. Los discursos del grueso de colombianos sobre el caso de Llano Verde son el reflejo de un Estado racista e indolente que avala la muerte y el sacrilegio de ciertos cuerpos, víctimas de la diferenciación colonial.

Los elementos que componen mi mundo personal-político, expuestos en estos párrafos decantan un campo en constante batalla, disputa contra los dispositivos de poder que regulan la vida en los espacios donde he deambulado; un poder mortífero que se articula entre la legalidad y la ilegalidad con la premisa de vulnerar, otrerizar, violentar y hasta matar. Todo ello, enquistado en el orden político del mandato de blanquidad como relación, pedagogía y violencia desde los privilegios para sostener y mantener las desigualdades raciales a través del aniquilamiento de cualquier forma o manera de existencia que no encaje en los estándares normativos de la blanquidad. Una lógica unidireccional de la blanquidad que supone la exclusión, marginalización, ignominia, represión y explotación de grupos sociales que son relegados desde su ejercicio de poder de inteligibilidad y humanidad. La blanquidad; «merecen vivir en las condiciones de precarización», «son pobres porque quieren».

Conclusiones

La raza y el racismo son un hecho colonial que produce privilegios y desventajas, formas en las que se jerarquiza las vidas dispensables e indispensables a través de la fronterización de la humanidad/no-humanidad, teorizada por Frantz Fanon en sus propuestas sobre las zonas de ser y no-ser. Binarismo político que gesta las desigualdades sociales pigmentocráticas que al final se traducen en maneras de infra-vida para las gentes que no cumplen con los estándares de la blanquidad. Una desigualdad racial que edifica el poderío colonial desde la blanquidad, hacia la invalidación pluridimensional de los no-blancos enquistados en la zona de no-ser, reflejo de la insistencia social.

Por tanto, pensar el privilegio racial en clave del mandato de blanquidad supone un patrón de poder naturalizado en el orden de la sociedad colombiana en todas sus manifestaciones blanco/no-blanco, regula y administra las relaciones sociales, políticas, económicas, culturales y hasta corpoemocionales para cumplir con su misión política de salvaguardar los privilegios raciales a partir de la rapiña y degradación de sujetos y subjetividades despojadas de humanidad. Es un sistema de dominación que difícilmente se puede detectar, dada su institucionalización en procesos de hegemonización que navega por todos los horizontes de sentido de quienes habitamos la colombianidad. Es organización social que asigna, fija y decreta roles, comportamiento, formas de ser y vivir según criterios pigmentocráticos en los que la blanquidad es la representación de lo digno y lo no-blanco es muestra de indignidad.

¿Por qué sujetos racializados negros —seguimos— reproduciendo el mandato de la blanquidad? Es una pregunta que demanda un trabajo muy complejo, pero, desde mi ejercicio como forastero interno, con oportunidad de conocer y vivir en carne propia el devenir de los privilegios/despojos, podría concluir que, el mandato de blanquidad es la sociedad misma en todas sus vertientes, es esa expresión que le exige a blancos/no-blancos mostrar y evidenciar esa potencia humana fijada en la blanquidad. Son muchos los hechos que nos reclaman por medio de la violencia racial que debemos escapar de lo «negro» para lograr la civilización, la belleza y el progreso, somos habituados a concebirnos como parte del problema, nos debemos blanquear para intentar encajar en la lógica del privilegio racial, sin embargo, difícilmente podremos encajar en su visión de legitimidad humana.

Finalmente, habitar la caleñidad me llevó a descubrir el modus operandi de un mandato que se viste de sentido común para ametrallar simbólica, política y físicamente a los cuerpos racializados negros, llevados al rincón de la insignificación. Cali, la ciudad que discursivamente se reconoce como la capital del Pacífico en Colombia, alberga un proyecto de ciudad que excluye, cosifica y niega dignidades, oportunidades mediante la expresión política del mandato de blanquidad que se posiciona en tecnología de gobierno, ideología y dispositivos de poder.

Agradecimientos

Agradezco a mis queridos amigxs Jerson Javier Yela Paz, Verónica Cortes, Eduardo Restrepo, Diana Piraquive, Merfi Montaño, Catalina Cortes y Daniel Obando por sus aportes al borrador de este escrito. Del mismo modo, le dedico con mucha nostalgia este artículo a mi compañera y profesora Diana Carolina Peláez, quien estaría feliz de este logro. Gracias por bendecirme con tus bendiciones.

Referencias

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1Producto de la investigación para optar al título de magíster en estudios culturales latinoamericanos de la Universidad Javeriana de Bogotá.

2Modos de producción de riqueza que operan a través de la vulnerabilidad social, el dolor, la crueldad, la rapiña y la muerte que impone la violencia y el dolor como instrumento de dominación política, con el que exhiben su mandato y poder mafializado. Educa, castiga, vigila y produce un estado alterno fuera de la legitimidad identificado por el miedo, la zozobra y el terror, donde se estructuran normatividades y formas de existencia que responden a los intereses del «dueño» (Santana-Perlaza, 2022, p.25).

3Categoría que elaboro inspirado en el trabajo de José Manuel Valenzuela (2019), y defino, como «la violencia extrema y sistemática contra personas juvenizadas objeto de deshumanización, cuerpos racializados: matables que habitan territorialidades con escaso capital social que degrada los modos de ganarse la vida, donde el control y el poder lo ejercen los dueños de la economía de la muerte que satisfacen el libido con la expropiación del valor de las y los jóvenes en El Charco» (Santana- Perlaza, 2022, p.36).

4Rossana Reguillo entiende por «precarización subjetiva la enorme dificultad de la o el joven para pronunciarse con certeza sobre sí mismo, la experiencia límite de la incertidumbre y la desconfianza en las propias capacidades, la contingencia como el eje que organiza la vida diaria» (2015, p.141).

5Plantación de caña de azúcar.

Recibido: 30 de Mayo de 2022; Aprobado: 03 de Noviembre de 2022

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