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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.46 Bogotá Apr./June 2023  Epub Sep 26, 2023

https://doi.org/https://doi.org/10.25058/20112742.n46.07 

Artículo de Investigación

La carga del hombre blanco o cómo descolonizar la ayuda humanitaria

The Burden of the White Man or How to Decolonize Humanitarian Aid

A carga do homem branco ou como descolonizar a ajuda humanitária

Arantza Peralta Lavín1 

1Maestra en Acción Humanitaria por la Red de Universidades en Acción Internacional Humanitaria (NOHA). Universidad de Deusto, España. lavinari94@gmail.com


Resumen:

En vista de las crecientes críticas que ha enfrentado el sector humanitario internacional sobre el legado colonial que aún perdura y moldea el sistema humanitario, existe una necesidad por proponer un cambio estructural que ponga en el centro de la respuesta a las personas afectadas involucrándolas en el proceso, y respetando sus conocimientos y prácticas. En este artículo se hace una revisión crítica de la acción humanitaria, a partir de la teoría crítica y el pensamiento descolonial, concluyendo que el sector no está respondiendo a las necesidades reales de las personas, causando daño no sólo a las poblaciones afectadas sino también al mismo personal humanitario. La experiencia latinoamericana nos sugiere que es posible -y necesario- trabajar de la mano con la población en una respuesta coordinada y contextualizada donde el personal humanitario sirva como apoyo para fortalecer capacidades y recursos ya existentes.

Palabras clave: acción humanitaria; descolonización; Sur global; antirracismo; poder; América Latina; teoría crítica; desarrollo; humanitarismo

Abstract

Face to the increasing criticism endured by the international humanitarian sector about some enduring colonial legacy shaping this system, we see the need to advance a structural change that puts affected people in the center, engaging them in the assistance process, showing respect for their wisdoms and practices. This article performs a critical review of humanitarian action, based on critical theory and decolonial thinking, to conclude that the humanitarian aid sector is not responding to the real needs of peoples, and is harming not only the affected populations but also the humanitarian personnel themselves. The Latin American experience suggests that it is possible -and necesary- to work closely with populations in a coordinated, contextualized response, where humanitarian personnel lend support to strengthen already existing capacities and resources.

Keywords: humanitarian action; decolonization; global South; anti racism; power; Latin American; critical theory; development; humanitarism

Resumo:

Em vista das crescentes críticas que enfrenta o setor humanitário internacional sobre o legado colonial que ainda perdura e amolda o sistema humanitário, existe a necessidade de propor uma mudança estrutural que ponha no centro da resposta às pessoas afetadas envolvendo-as no processo e respeitando seus conhecimentos e práticas. Neste artigo faz-se uma revisão crítica da ação humanitária a partir da teoria crítica e do pensamento descolonial, concluindo que o setor não está respondendo às necessidades reais das pessoas, causando dano não apenas às populações afetadas, mas também ao próprio pessoal humanitário. A experiência latino-americana sugere que é possível -e necessário- trabalhar da mão com a população em uma resposta coordenada e contextualizada, em que o pessoal humanitário sirva como apoio para fortalecer capacidades e recursos já existentes.

Palavras-chave: ação humanitária; descolonização; Sul global; antirracismo; poder; América Latina; teoría critica; desenvolvimento; humanitarismo.

Introducción

De acuerdo con el internacionalista especializado en ética humanitaria, Hugo Slim (2020) , la acción humanitaria es una práctica profundamente social que busca comprender las condiciones y necesidades de las personas, para luego trabajar con ellas como individuos, grupos, organizaciones, autoridades y poblaciones enteras para lograr mejoras en la vida personal de las personas y en su experiencia colectiva. Siguiendo con él, el humanitarismo es un encuentro social entre dos formas de agencia: la agencia humana de las personas afectadas y la agencia humanitaria de quienes intentan ayudarles. Juntas, deben compartir un diagnóstico de la situación y generar soluciones adecuadas que respeten la realidad de las personas (Slim, 2020).

Este planteamiento, tal como lo describe Slim, ilustra el ideal de cómo debería funcionar la acción humanitaria: un trabajo colaborativo donde las personas afectadas se convierten en las protagonistas del proceso para mejorar su situación. Sin embargo, parece que la acción humanitaria (AH) dista mucho de funcionar así en la realidad.

En términos generales, el sector ha sido duramente criticado porque históricamente, el esfuerzo humanitario -en su discurso, normas y prácticas- ha crecido en paralelo a la expansión del poder económico y cultural de Occidente1. Las múltiples funciones de la acción humanitaria han sido, entre otras, servir de canal de transmisión de los valores y estilos de vida occidentales y de promoción de la agenda neoliberal. Esto ha distanciado a las propias poblaciones de tomar un papel proactivo en los procesos de intervención, siendo puestas al margen sin tomar en cuenta sus dimensiones culturales, conocimientos locales y opiniones al respecto (PFF, 2016).

Profesionales del sector, junto con académicos y las mismas poblaciones han cuestionado el impacto de esta ayuda en la construcción del tejido social e incluso su relevancia actual. En el documento del Overseas Development Institute (ODI) “Time to let go”, de 2016, se afirma que el sector humanitario formal sufre una crisis de legitimidad, no solo porque a menudo le falten la capacidad y los fondos necesarios para responder al volumen y la complejidad de las necesidades humanitarias, sino porque ya no puede infundir un sentido de relevancia, beneficio y confianza en las personas que reciben la ayuda humanitaria (Bennet et al., 2016).

Estas críticas versan también sobre el reconocimiento de que la AH es un sector sustentado en discursos de tendencia imperialista que permiten prácticas coloniales y racistas. Hay una gran reticencia por parte del sector no sólo de reconocer, sino incluso de abrir los canales para discutir estos temas. Un ejemplo de ello es la declaración enviada a The Guardian por tres exempleados y seis miembros actuales de la organización internacional humanitaria International Rescue Committee (IRC), una organización con un siglo de antigüedad apoyando a personas en situación de movilidad, donde acusan a los dirigentes de «menospreciar, ejercer gaslighting y tomar represalias» contra empleados que intentaban realizar cambios contra las dinámicas de poder y de antirracismo a nivel interno tras la muerte de George Floyd (Busby, 2021).

Las raíces del problema

El nacimiento del sistema humanitario se acredita comúnmente a la experiencia occidental, especialmente a la experiencia de la guerra y las catástrofes naturales en Europa (Davey et al., 2013). Todo esto sucedió en un momento en el que una serie de nuevos y viejos contendientes, en su mayoría europeos, luchaban por la supremacía moral en las relaciones internacionales. Desde entonces, la lucha entre las naciones por enviar a sus equipos de ayuda, en su mayoría, a sitios «en vías de desarrollo» ha despertado críticas sobre la relevancia, efectividad y semejanza de estos esfuerzos con las prácticas coloniales del pasado (Taithe, 1998). Sin embargo, debido al rápido posicionamiento que logró asegurar el esfuerzo humanitario en el ámbito internacional, las críticas fueron disipadas rápidamente.

Lo que los historiadores han llamado la «narrativa dominante» de la historia humanitaria se cuenta como una historia de colonialismo y caridad «demasiado blanca» (Quinton-Brown, 2020) la cual ha modelado profundamente lo que es la ayuda humanitaria hasta nuestros días (PFF, 2016).

Una mirada más allá de la narrativa occidental muestra que la AH es, y siempre ha sido, distintiva en su interpretación, adaptable a sus circunstancias e impulsada por una variedad de motivaciones y prácticas. De esta forma, no podemos apreciar la multiplicidad de historias que configuran el humanitarismo si nos centramos únicamente en escribir sobre grandes imperios que previenen las pérdidas de vidas a gran escala, o si escribimos historias sobre la prevención de una masacre inminente, pero obviando escribir sobre la opresión ejercida en nombre de la ayuda humanitaria, y sobre las crecientes críticas que denuncian en ella una neocolonización (Quinton-Brown, 2020).

Ahondando en esta idea, y tal y como lo describe Janaka Jayawickrama (2018), el sistema humanitario, en consonancia con el proyecto colonial, parte en gran medida de la base de que las poblaciones afectadas son víctimas vulnerables que necesitan asistencia. La realidad es que una gran parte de las poblaciones afectadas por catástrofes y conflictos en Asia, África, Latinoamérica y Oriente Medio llevan siglos sufriendo estos peligros. La mayoría de ellas han sido colonizadas por las potencias europeas y siguen siendo obstaculizadas por los intereses económicos mundiales. En este sentido, muchas de las poblaciones de los países afectados por catástrofes y conflictos en el mundo han desarrollado enfoques sofisticados y a la vez pragmáticos para afrontar eficazmente la incertidumbre y el peligro. Este es el tipo de sabiduría y conocimiento local de la gente que el sistema humanitario no ha sabido reconocer una y otra vez (Jayawickrama, 2018).

El economista William Easterly (2015) , haciendo eco del poema de Rudyard Kipling La carga del hombre blanco que se ha convertido en un icono del dominio colonial y del eurocentrismo, denuncia que la ayuda occidental al denominado «Tercer Mundo» es un fracaso, no tanto por su escasez como por la forma en que se ha venido administrando. A lo largo del último medio siglo, Occidente ha destinado más de 2,3 billones de dólares en ayuda internacional, que en opinión de Easterly, no han servido para mejorar la situación de quienes enfrentan las mayores crisis (Sarabia, 2016). Por ejemplo, el número de personas que sufren de hambruna a nivel mundial ha seguido aumentando desde 2014. Se estima que casi 690 millones de personas pasaban hambre en 2019 (un aumento de 10 millones de personas desde 2018 y de casi 60 millones en cinco años (WHO, 2020).

A diferencia de Easterly, no concuerdo con que la ayuda humanitaria sea «un fracaso» ya que caeríamos en una sobre generalización, descalificando las propuestas y esfuerzos que sí se están haciendo por cambiar el paradigma, enraizadas en lo local y lideradas por un personal que refleja la diversidad de las comunidades con las que se trabaja.

No obstante, sí es cierto que es un sistema obsoleto que continuamente se ha negado a escuchar y más aún a transformarse en un sistema que responda a lo que la gente necesita.

Descolonizar la descolonización

La descolonización de la ayuda se ha convertido en un eslogan en el sector humanitario que ha cobrado mayor visibilidad a partir del asesinato de George Floyd en 2020 y la conciencia racial que le ha seguido junto con una lluvia de denuncias y críticas que atestiguan la discriminación y racismo institucionalizado que existe2. Desde entonces, las organizaciones se han volcado en diseñar y aplicar estrategias y consejos de diversidad, equidad e inclusión (DEI) donde a través de talleres, charlas o entrenamientos se aborden y mitiguen las problemáticas que ya se conocían pero que hasta hace muy poco no se tomaban en serio. Pese a que poner estos temas sobre la mesa podría ser un buen comienzo, es improbable que el desmantelamiento de las estructuras de poder se logre por medio de decisiones provenientes de consejos directivos que buscan implementar estrategias rápidas y llamativas que sirvan sólo como salvavidas para atravesar la tormenta. Según una encuesta mundial realizada por la Fundación Thomson Reuters y la consultora Aid Works la mitad de las personas que trabajan en el sector humanitario han sufrido racismo en el trabajo en el 2020, y 80 % de ellas afirman que las agencias no hacen nada sustancial para combatir esta discriminación (Elks, 2020).

Angela Bruce-Raeburn (2021) activista contra el racismo en la AH y directora de promoción regional para África en la Incubadora de Promoción de la Salud Global comentó:

Lo que los organismos de ayuda tienen que sacar de esto es que han sido cómplices durante mucho tiempo. Cuando se les pregunta ¿Qué están haciendo para combatirlo?, se les está pidiendo que cambien décadas y décadas de prejuicios, de exclusividad a su red de camaradería.

Para que la AH combata los problemas de racismo y discriminación, así como las raíces coloniales es necesario primero reconocer que estos problemas se extienden a lo largo y ancho del sector, con particular énfasis en los espacios directivos y de alto liderazgo. Sin esta comprensión, estamos construyendo sobre arenas movedizas, intentando pasar a ser antirracistas mientras nos aferramos a una gobernanza global compuesta por un número relativamente pequeño de actores centrales del norte global que toman las decisiones, y círculos cerrados de actores secundarios en su mayoría en dependencia a ellos (PFF, 2016). En el núcleo, encontramos unos 15 actores -los principales donantes occidentales, las agencias humanitarias operativas de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) y las grandes organizaciones no gubernamentales internacionales (ONGI)- que desempeñan un papel decisivo a la hora de determinar cómo funciona el sistema (Els & Carstensen, 2015). A pesar de que cada uno de ellos tiene intereses divergentes en el mercado humanitario y la economía política, lo que los une, más allá de un compromiso para salvar y proteger la vida de las personas en situaciones extremas, es un lenguaje, una cultura y un poder común blanco, occidental y presumiblemente colonial. De esta manera conforman un oligopolio jerárquico que sólo les permite a otros unírseles si se ajustan a sus reglas de juego (PFF, 2016).

Existen actualmente un sinfín de prácticas que evidencian estos postulados: la forma en la que los flujos de ayuda suelen coincidir con las relaciones de poder blando entre las antiguas potencias coloniales y las antiguas colonias; cómo la trayectoria profesional de muchos trabajadores de ayuda internacional suele parecerse a la de los administradores coloniales; cómo el lenguaje que utilizamos para referirnos a los «beneficiarios» evidencia las relaciones desiguales de poder construidos desde la otredad; en cómo se moldea la sociedad civil local para que encaje en el molde de «la víctima» en lugar de utilizar formas que respeten el conocimiento local y el contexto cultural; cómo el personal «nacional» debe aprender a ajustarse a las normas «internacionales» para que se le permita acceder a puestos de poder dentro de las organizaciones internacionales (Currion, 2015); esto por nombrar sólo algunas. En su lugar, debemos forjar un nuevo camino trabajando de la mano con las personas que han sido afectadas por las crisis, elevando su voz y los conocimientos y prácticas existentes desde un enfoque centrado en la responsabilidad y la coordinación consultiva.

La acción humanitaria en la práctica

En parte, como respuesta a estas críticas y siguiendo con los valores, sistemas e intereses occidentales, el sector se ha ido transformando. Desde la década de los 90 surgió un «nuevo humanitarismo», que incorpora objetivos mucho más amplios y a más largo plazo, como el desarrollo de capacidades locales o el mantenimiento de la paz. El nuevo humanitarismo también propone que se debe involucrar a la población afectada para construir capacidades locales que busquen una paz duradera y sustentable y ayude a la gente a reconstruir sus vidas.

Con estos nuevos objetivos se esperaba que el sistema humanitario aprendiera de sus errores en sus respuestas previas. Sin embargo, seguimos escuchando las mismas narraciones de Haití, Nepal, Irak, Siria, Yemen, Sudán del Sur y muchos otros países: el sistema actual, enredado en el mercado global, no tiene espacio para las poblaciones afectadas. Hay debates, proyectos e intervenciones para profesionalizar el sistema humanitario, pero no hay entendimiento sobre la necesidad de atención que el sistema debe prestar a las poblaciones afectadas. El sistema, del que se espera que atienda a estas poblaciones, se ha olvidado de ellas y, en muchos casos, incluso las ha dañado (Jayawickrama, 2018). Las agencias humanitarias van y vienen, más nunca se tiene en cuenta ni se examina el impacto a largo plazo que tienen en la comunidad. En el ciclo de los programas humanitarios no hay espacio para el largo plazo, todo es rápido, vertical e informado por personas aisladas de la crisis. Como Jayawickrama comenta sobre unas de sus experiencias: «un hombre de Sri Lanka le dijo a un trabajador humanitario internacional: Estimado señor, puede que éste sea su proyecto, pero ésta es mi vida» (Jayawickrama, 2018).

Con este contexto previo como marco referencial, revisaremos algunos de los problemas más destacados que enfrenta la estructura humanitaria actual.

Falta de evaluación, medición y monitoreo adecuado

A pesar de la urgencia con la que muchas organizaciones trabajan, se debe tomar en cuenta que hay necesidades no directamente requeridas o clasificadas como «esenciales para la supervivencia biológica» que son básicas para la supervivencia como humanos: aquellas como la libertad y el respeto por la dignidad. También ha de considerarse que toda satisfacción de necesidades -incluso las biológicas- está mediada culturalmente. Por ende, es necesario que las evaluaciones sean culturalmente sensibles y guiadas por el contexto, puesto que muchas veces se tratan de imponer respuestas que van en contra de las prácticas culturales, los valores o las costumbres de las poblaciones locales. El respeto debe ser crítico y tener como referencia el horizonte de unos derechos humanos no definidos etnocéntricamente.

Además, se deben también utilizar sistemas de medición y monitoreo que vayan más allá de números, dado que éstos suelen reducir toda la complejidad de un ser humano a una cifra. Lo que debería de importar más en el momento de medir el éxito de una intervención no es el logro alcanzado en un momento determinado, no son cifras cuantificables o datos que demuestren que se cumplió una meta, sino la orientación real que se le da al proceso. Es decir, aquella que está impactando la realidad para buscar transformarla y no tanto una orientación ideal que se queda en discursos o en objetivos abstractos sin considerar su efectividad material.

Reducir el bienestar a lo que puede calcularse y medirse, es decir, confinarlo al análisis cuantitativo reduce el sentido de autorrealización y lleva a invisibilizar a las poblaciones (Ellacuría, 2001). Esto se observa a veces, por ejemplo, en los reportes humanitarios, cuando leemos informes o artículos enteros sobre acciones o iniciativas humanitarias específicas, pero la única voz que se transmite es la del «reportero/a» humanitario/a o la de la organización, quizás con una o dos citas cortas y descontextualizadas de las propias personas de la comunidad, a menudo centradas en su victimización y/o en su gratitud por el apoyo prestado. De este modo, el informe humanitario no refleja lo que dijo la persona afectada, sino lo que la organización humanitaria extrajo de la interacción para cumplir con los requerimientos de un donante. La voz inicial se silencia, y la organización humanitaria habla en nombre de la persona afectada.

Donantes

Los donantes son un grupo poderoso en el universo humanitario, estos han venido cobrando mayor importancia pues tienden a atar su ayuda a ciertos territorios o crisis humanitarias que, según sus estudios, ayudarían a su causa particular con buena publicidad o a sus intereses con el acceso a los recursos naturales o mercados de las regiones afectadas (Aldana, 2015).

Investigaciones e informes recientes han documentado la complejización del «oligopolio» institucionalizado en torno a las seis agencias de la ONU, el CICR y otras seis o siete Organizaciones Internacionales no Gubernamentales (ONGI) que representan el 80 % del presupuesto humanitario (Els $ Carstensen, 2015). Este oligopolio colabora estrechamente con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), quienes aportan aproximadamente dos tercios de la financiación humanitaria (Development Initiatives, 2015). Con la excepción de Médicos sin Fronteras (MSF) y algunas ONG más pequeñas, ninguna de las principales agencias humanitarias puede permitirse el lujo de romper su relación con este estrecho grupo de donantes del Norte (Donini et al., 2008). Al mismo tiempo, la complejización del sistema parece cada vez más alejada de aquellos a los que pretende ayudar (Donini & Maxwell, 2014), y es que no todas las crisis, ni todas las poblaciones afectadas, se tratan de la misma manera. Algunas crisis y algunas poblaciones se consideran de mucha más importancia estratégica para los donantes que otras, y, por tanto, esas crisis y esas poblaciones reciben mucha más atención y recursos, dependiendo de las prioridades de los donantes (PFF, 2016).

Lejos de preocuparse principalmente por cómo la gente sobrevivirá cuando un contrato se termine, el sistema de contratos temporales hace que las organizaciones se vean forzadas a preocuparse más por cómo sobrevivirán ellas mismas (Etxebarria, 1999).

En Sudán del Sur, por ejemplo, el 90 % de las necesidades humanitarias fueron financiadas en 2014, el año que comenzó la actual crisis de desplazamiento, pero solo se financió el 46 % de las necesidades en 2015 (Development Initiatives, 2015), cuando los donantes se vieron frustrados ante el rechazo de los grupos en conflicto por resolver sus diferencias de forma pacífica (PFF, 2016)). A pesar de contar con mecanismos para comparar la gravedad de las crisis de manera más objetiva, las políticas de financiación no han cambiado (PFF, 2016) manteniendo sus decisiones informadas a partir de sus propios intereses. Es por esto que se argumenta que las relaciones entre donantes y receptores son similares a las que existen entre las potencias coloniales y sus colonias (Sueres, 2016), bajo estrictos criterios, cláusulas y demandas donde poco espacio queda para la autonomía y la independencia.

Ausencia de rendición de cuentas (accountability) y transparencia

Aunque el humanitarismo es una forma moderna de gobernanza mundial, no hay gobernanza sobre el mismo sistema y menos aún una rendición de cuentas colectiva (PFF, 2016). A diferencia, por ejemplo, de las operaciones de paz de la ONU, no existe un órgano intergubernamental que pueda decidir qué, dónde y cuánto se necesita para para hacer frente a las necesidades humanitarias. El Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas (Ecosoc) sólo proporciona una orientación mínima en este sentido, y las decisiones son tomadas en gran medida por los propios organismos humanitarios, pero no existe un «Consejo Humanitario Internacional» que tenga algún tipo de poder al respecto, ni siquiera la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) tiene poder al respecto; las ONG (incluyendo las ONGI) son autónomas, por definición. La AH, siendo un bien público, no está sometida a ninguna forma de supervisión democrática. Se podría decir que representa una forma de soberanía que no rinde cuentas a nadie (Fassin, 2012;) y mucho menos a las personas afectadas que rara vez tienen voz y/o voto en su gestión. En resumen, hay muy poca supervisión intergubernamental y rendición de cuentas para un sistema que mueve cerca de 30.000 millones de dólares al año (PFF, 2016).

Liderazgo blanco y racismo

En el artículo para The New Humanitarian titulado Why are Humanitarians so WEIRD? - Western, Educated, Industrialized, Rich and Democratic3, Paul Currion hace alusión al privilegio blanco4 y el racismo, pero no los llega a nombrar de forma explícita, siendo esta una de las barreras más grandes que actualmente enfrenta el sector: las evasivas al nombrar los problemas (Currion, 2015). Al personal que no es ni blanco ni privilegiado le ha resultado difícil plantear estas cuestiones, permitiendo que la supremacía blanca prevalezca en el sector sin cuestionarse su posición y su privilegio.

Dos años después de haber escrito esa columna, Currion escribió un nuevo artículo llamado “Decolonising aid, again”, Descolonizando la ayuda, de nuevo, (Currion, 2020) en el que reconoce la dificultad por nombrar temas como el racismo:

El lenguaje utilizado por la industria de la AH me impedía reconocer una conversación sobre el racismo incluso cuando la tenía justo enfrente. En ese momento no creí que el sector estuviera listo para hablar de ello ni que tuviéramos el lenguaje para hacerlo. Un par de años después creo que finalmente tenemos el vocabulario, pero sospecho que aún no estamos listos para esa conversación. No creo que nuestras organizaciones y personal humanitario entienda realmente de qué estamos hablando cuando hablamos de racismo: el asunto pendiente de la descolonización, el pecado original de la industria de la ayuda moderna y descendiente directo de los antiguos imperios europeos.

Si entendemos que el racismo está incrustado en la mayoría de las estructuras sociales y que forma parte de una dinámica histórica de poder arraigada, deberíamos concluir lógicamente que el sector humanitario no es inmune. El primer paso para resolver un problema es reconocer que lo hay, y muchos siguen sin estar convencidos.

El predominio y la persistencia del personal internacional blanco en la alta dirección y la persistente creencia de que sus valores y creencias están por encima de los de la gente local, trae consigo los ecos del civilizador-salvador blanco, que ofrece habilidades superiores, convencidos de que este es el orden natural e inevitable de las cosas (The Guardian, 2020).

Locales vs expatriados

Una de las manifestaciones más evidentes del racismo y colonialismo estructural en el sector es el sistema de contratación de personal, no sólo en términos de salarios y beneficios ofrecidos al personal del Sur -locales- en comparación con sus homólogos del norte global -expatriados-, sino también en cómo se devalúan las habilidades y la experiencia de los profesionales del Sur global frente al exagerado enaltecimiento de competencias moldeadas por la cultura y valores occidentales.

Este sistema de empleabilidad a dos niveles utilizado de manera generalizada en el sector contrata por un lado «personal internacional» de países principalmente del Norte que se desplazan de una oficina a otra en misiones de nivel directivo; y por el otro el llamado «personal nacional o local» que se contrata localmente en los países operantes para puestos de mucha menor responsabilidad y bajo contratos mucho más limitados. Esta estructura jerárquica formal y racializada crea una cultura de racismo institucional y una clase dirigente homogénea (Majumdar, 2020).

El personal local cobra mucho menos y recibe menos beneficios que sus colegas expatriados, incluso cuando realizan un trabajo similar y tienen cualificaciones parecidas. Dentro de los beneficios que reciben se incluyen subsidios de alojamiento, vehículos, tasas escolares, seguros y otras prestaciones. Éstas suelen formar parte de los paquetes para expatriados que no están disponibles para el personal local (Carr & McWha-Hermann, 2016). ). Las consecuencias de este sistema dual es una desigualdad estructural que dificulta que muchos trabajadores de la ayuda -tanto el personal local como el internacional- trabajen juntos, se apoyen mutuamente y alcancen los objetivos de los proyectos.

Linda Polman (2009) , relata que, en Haití, los expatriados podían darse el lujo de desperdiciar comida mientras en las calles la gente moría de hambre debido al embargo estadounidense. Sobre esto Lorina McAdam señala que muchas organizaciones, contratan a «expertos técnicos» en lugar de personas con experiencia contextual, lo que «intencionadamente o no» da ventaja al personal internacional sobre el personal nacional, a pesar de que muchas de las soluciones a problemas complejos se encontrarán a través de la comprensión del contexto, más que de la teoría. Existe esta idea de que el contexto puede ser aprendido por el personal internacional, pero que la teoría no puede ser aprendida por el personal nacional (Peace Direct, 2021).

Este sistema, objeto de prejuicios y abusos carece de especificaciones definidas o de normas mínimas para los puestos comunes, las competencias se consideran en gran medida transferibles y las descripciones de los puestos están abiertas a un alto grado de interpretación, cumpliendo con estándares de valoración occidentales y excluyentes, pues como ya se mencionó anteriormente el sector humanitario carece de mecanismos de rendición de cuentas externos o auditorias independientes que tengan poder para hacer cumplir estándares mínimos de reclutamiento.

Imposición de modelos ajenos al contexto local

Acerca de esto, Collinson, señala que la imposición de modelos de gobernanza externos alineados a la agenda política neoliberal es posible gracias a que las organizaciones humanitarias ejercen un poder considerable sobre las poblaciones afectadas. El sistema internacional humanitario se halla lejos de representar una red entre iguales; el poder irradia de arriba abajo, y a medida que el sector ha ido creciendo y expandiéndose, ha desarrollado una maquinaria de acción también de arriba abajo (Collinson, 2016).

Para otros autores/as el problema es que el sector se ha volcado más en mejorar herramientas, instrumentos y procedimientos existentes que en revisar las dinámicas de poder que conducen a que las personas afectadas no sientan que el sistema esté haciendo un buen trabajo (Bennet et al., 2016). La búsqueda de profesionalización, al igual que el colonialismo, da prioridad a las soluciones internacionales frente a las soluciones y el conocimiento local, y las soluciones técnicas frente a la comprensión y el tratamiento de los problemas políticos que provocaron las crisis.

Por ejemplo, cuando la enfermedad del sueño apareció en el sur de Sudán en la década de 1930, se trató primero con una serie de exámenes masivos y métodos coercitivos que reflejaban las dinámicas de poder coloniales y las preocupaciones de seguridad de la época. Cuando la enfermedad reapareció en la década de 1990, el control del brote implicó un enfoque altamente medicalizado de cadena de suministro global para llevar los medios de diagnóstico y los medicamentos de Europa a África, que estaban en manos de las grandes empresas farmacéuticas que producían la medicina para esta enfermedad mortal con ganancias inmensurables. En ambos casos, el tratamiento denigró estrategias más locales y holísticas que combinaban enfoques médicos y medioambientales, junto con intentos más amplios de fomentar el desarrollo agrícola (Palmer & Kingsley, 2016).

En este sentido, el sistema humanitario contemporáneo llega a formar parte de intervenciones globales que buscan cambiar la arquitectura social, cultural, económica, política y/o medioambiental de los países sin el consentimiento de la población. Los lugares donde en los últimos años se han presentado las crisis humanitarias más importantes son generalmente sitios ajenos a la visión occidental, que promueven los organismos internacionales. El apoyo a los cambios de régimen, la falta de rendición de cuentas y el racismo permanente en el sistema humanitario han contribuido a desestabilizar a países sumidos en catástrofes naturales como Haití y Nepal, al tiempo que se estima que sólo un 1 % de los fondos humanitarios llegan a las poblaciones afectadas, como ocurrió en África Occidental durante la crisis del ébola (Jayawickrama, 2018).

La implementación de políticas ajenas a la realidad de las personas puede solucionar el problema principal de manera momentánea, sin embargo, deja a la sociedad con otros problemas que a la larga podrían poner en crisis su propia identidad, sus usos y costumbres. Cuando más vulnerable se encuentra una población es cuando menos se debe buscar modificar su estructura, pues se corre el riesgo de invisibilizar o eliminar ciertas características que son inherentes a su identidad (Aldana, 2015.)

La importancia del lenguaje y la agencia local

El filósofo y político martiniqués de mediados del siglo XX, Frantz Fanon, escribió sobre el efecto del lenguaje: «Hablar significa utilizar una determinada sintaxis, captar la morfología de tal o cual lengua, pero significa sobre todo asumir una cultura, soportar el peso de una civilización» (Fanon, 2009).

Como toda disciplina, el humanitarismo ha desarrollado un lenguaje y un imaginario propio que refleja no sólo los medios de comunicación entre sus profesionales, sino también su concepción del mundo y su forma de entenderlo, y por tanto de comportarse en él (Aloudat, 2021).

El lenguaje del sector humanitario presenta una serie de objetivos. Primero, pretende definir el campo de acción, y dibuja sus parámetros, principios y tácticas; en segundo lugar, justifica y moraliza el propio acto y afirma la legitimidad de su existencia y consecuencias; y, en tercer lugar, sostiene el poder, la visión del mundo y el futuro de quienes controlan la narrativa, aunque no de forma explícita. Pero lo que el lenguaje nos dice sobre las jerarquías de poder es mucho más esclarecedor porque ofrece una ventana al estado actual de la acción humanitaria, así como a sus posibles futuros (Aloudat, 2021).

Haciendo un análisis de los modos de comportamiento asociados al uso del lenguaje en la AH se vislumbra lo que Veneklasen & Miller (2002) denominan la dinámica de «poder sobre», la forma en la que comúnmente se entiende el poder, basado en la fuerza, la coerción, la dominación, el control y el precepto de que algunas personas tienen poder y otras no; en lugar de fomentar dinámicas de «poder con», un poder compartido que surge de la colaboración y las relaciones basándose en el respeto, el apoyo mutuo, la solidaridad, la influencia, el empoderamiento y la toma de decisiones compartidas (Veneklasen & Miller, 2002). Como señala Hugo Slim (2018) «en la gramática humanitaria, la preposición “con” debe ser la guía moral. Se debe preferir siempre una práctica que haga las cosas “con la gente”, y evitar una práctica que haga las cosas “a la gente”, decida “para la gente” o actúe “sobre la gente”».

No obstante, las personas afectadas siguen sintiendo que los servicios que se les prestan no se programan con ellas, con sus aportaciones y según sus necesidades, tal como se reportó en un estudio realizado después del Grand Bargain5 en 2018. En él las poblaciones critican la calidad y relevancia de la ayuda y reportan no sentir que la ayuda que reciben actualmente les ayudará a ser autosuficientes en el futuro (Peace Direct, 2021).

Autores como Dubois (2018) plantean que hay un creciente desencuentro entre las necesidades de la gente y las asunciones y enfoques humanitarios, más centrados en respuestas preestablecidas que en adaptativas; lo que a su vez se traduce en una desconexión de la población afectada y el personal humanitario resultando en un enorme vacío en cuanto a rendición de cuentas.

Encuestas realizadas en Afganistán, Líbano y Haití en 2017 por el CICR, mostraron que, en general, las personas afectadas por las crisis sienten que no se les toma en cuenta en la asistencia que les llega y dieron de manera sistemática una baja calificación a la relevancia y equidad de la ayuda. En Afganistán, casi la mitad de los encuestados dijo no saber nada, o muy poco, sobre la ayuda que se les ofrecía; en Haití, más del 70 % de los encuestados dijeron que no sabían cómo hacer sugerencias o quejas a los proveedores de ayuda; y el 90 % informó que no sentía que sus opiniones fueran tomadas en cuenta (Da Silva, 2018).

La incapacidad de reconocer e incorporar la voz de las personas provoca muchas veces que las diferentes identidades que conforman la población terminen diluyéndose en una identidad grupal homogénea disminuyendo la autonomía de cada una de ellas a la condición de «beneficiario» o «víctima», como una categoría universal desprovista de cualquier opinión, convicción política, o de un pasado que pueda «asustar» a los donantes. En cambio, son presentadas como arquetipos unidimensionales, casi siempre representados por mujeres, niños y ancianos: civiles indefensos. Desde esta concepción hacen lo que esperan que las victimas hagan: sufrir (Polman, 2009). A su vez, estos relatos y puntos de vista, que silencian las voces de las personas afectadas, refuerzan los legados neocoloniales de los «salvadores blancos» que acuden a prestar ayuda a las «pobres víctimas desamparadas» sin comprometerse mucho con ellas, desde una posición de poder sobre ellas, hablando en su nombre y haciendo ciertas suposiciones sobre sus necesidades y prioridades (Rejali, 2020). Lo mismo pasa cuando se utilizan grandes categorías sociales como puede ser «la comunidad LGBT+ » o «comunidades indígenas» homogeneizando grupos poblacionales y descartando otras identidades, condiciones y opresiones que viven de manera particular y que deben tomarse en cuenta al momento de desarrollar una respuesta humanitaria.

En su análisis sobre el tema, el Consejo Internacional de Organizaciones Voluntarias (ICVA) señala que poner a las personas en el centro de la localización significaría cambiar el poder y la toma de decisiones aún más allá de las organizaciones a favor de las comunidades. Argumentan que, en la mayoría de los casos, las comunidades son las primeras en responder y, por lo tanto, las mejor posicionadas para comprender las necesidades de su propia gente. También puede ocurrir que las propias dinámicas de la comunidad reproduzcan mecanismos de discriminación, por lo que el rol de las ONGI tendría que avocarse a responder a este tipo de situaciones. Esto, sin obviar que las ONGI portan sus propios prejuicios, basados en las dinámicas de poder que hemos revisado.

El camino para alejar la acción humanitaria de su visión dominantemente eurocéntrica del mundo empieza por encontrar un nuevo lenguaje, una visión del mundo y las herramientas para crear un lenguaje que hable de los pobres, los enfermos, las personas afectadas y supervivientes de crisis como dueñas de su destino (Aloudat, 2021) y, sobre todo, en lugar de hablar de las personas y comunidades afectadas, construir una AH en la que ellas puedan hablar de sí mismas por sí solas. Como el lema político señala: «Nada sobre nosotros sin nosotros».

Al reconocer que las personas que han sido afectadas por las crisis tienen una capacidad propia para salir adelante, honrando su dignidad, estamos aceptando la responsabilidad que tenemos con ellas. Esta responsabilidad proviene del reconocimiento y respeto entre dos iguales.

Una propuesta frente a esto es el proyecto impulsado por Mary B. Anderson, denominado «Proyecto de Capacidades Locales para la Paz» (LCP, por sus siglas en inglés), también conocido como el principio de «No hacer daño» (Do no Harm), que busca implementar una respuesta humanitaria a las crisis desde las poblaciones afectadas.

Todas las sociedades tienen sistemas para manejar las situaciones de tensión y desacuerdos sin violencia. En muchas ocasiones designan a personas como ancianos o mujeres como reconciliadores o negociadores. Todos tienen sistemas para limitar y terminar la violencia si esta se llega a presentar y todos tienen individuos que afirman el valor de la paz aun cuando la guerra prevalente convierte a estas posiciones impopulares y peligrosas. (Anderson, 1999)

Es posible que esto se lea como un ideal utópico difícil de trasladar a la realidad sin embargo existen quienes ya lo llevan a la práctica. Para ilustrarlo evoco el ejemplo de una agencia en Somalia que planeó y negoció su programa de ayuda humanitaria en la plaza local del mercado cuando la comunidad solía reunirse para que todos escucharan y fueran parte de la discusión. Cuando se ofrecieron a proveer fondos para reconstruir los edificios destruidos en la comunidad, el personal de la agencia anunció exactamente cuánto dinero estaba disponible para cada comunidad. La multitud que se juntó en el mercado hablaba sobre lo que necesitaban, debatían las prioridades para la comunidad y después de una vasta discusión acordaron en qué gastar el dinero y cuánto costaría. Cuando se le preguntó a un carpintero local sobre una cotización de su trabajo en un proyecto, dio una estimación mucho más elevada. Vecinos de la zona, al oír su precio, gritaban: «No, es muy alto. Construiste otro edificio el mes pasado por mucho menos». El escrutinio público redujo el oportunismo, aseguró la justa valoración del trabajo y también la equidad en ofrecerlos. Cuando era tiempo de pagar, la agencia lo hizo donde toda la comunidad pudiera observar, en la plaza pública, dónde las negociaciones originales se habían llevado a cabo (Anderson, 1999).

Este ejemplo ilustra dos cosas, primero cómo desde las capacidades locales la gente tiene el poder de reconstrucción desde su propia concepción de vida, que debe ser potencializada por los trabajadores humanitarios y también que conocer y colaborar con las personas que viven en las zonas de crisis aceptando su complejidad y realidad (cultural, religiosa, política, social, etc.) nos ofrece una concepción distinta de ayuda respetando la dignidad de las personas, viéndolos como iguales en sus diferencias (Aldana, 2015).

Propuestas desde el sur: Latinoamérica

América Latina, como el resto de las regiones que históricamente han llamado «subdesarrolladas», tiene una gran capacidad de manejo y respuesta de emergencia. Incluso si consideramos que en muchos países el Estado es prácticamente inexistente, sobre todo en momentos de crisis. La sociedad civil ha desarrollado una resiliencia y capacidad de adaptación admirable. Esto no significa que las personas puedan -o deban- hacer frente a las crisis actuales, y las que vienen, sin ningún apoyo. Los actores locales que actualmente están dando ayuda humanitaria tienen recursos limitados, y la acción humanitaria debe apoyar horizontalmente estos esfuerzos mientras exhorta al Estado a que asuma responsabilidad.

En esta línea, es interesante cómo el papel de Latinoamérica no ha recibido mayor atención. Los recuentos históricos sobre el humanitarismo hacen poca o nula referencia a la región (Barnett, 2011 2011a; 7), incluso cuando se suscitaron eventos de magnitud comparable a las de las otras regiones como las guerras civiles y las dictaduras de las décadas de 1970 y 1990, las cuales dejaron rastros de inestabilidad institucional en muchos países de la región. Sin embargo, ni estos eventos ni la respuesta por parte de la sociedad civil han sido incluidos en la historiografía humanitaria. Personas expertas en el tema notan que en general América Latina no ha significado un punto de especial interés al estudiar la ayuda humanitaria (Gómez & Lucatello, 2020).

En un intento por visibilizar estos esfuerzos, documento dos casos a continuación que ilustran la agencia, capacidad y resiliencia comunitaria al responder a crisis humanitarias en la región Latinoamericana.

Las Patronas

Una de las figuras emblemáticas que desde el movimiento ciudadano ha apoyado el tema de las crisis humanitarias y los movimientos migratorios son Las Patronas, mujeres que desde hace más de veinte años brindan ayuda humanitaria a los migrantes montados en el tren llamado La Bestia, en su paso por el poblado de Guadalupe, Veracruz, rumbo a la frontera con los Estados Unidos.

Dada la desesperación de muchos por llegar a la frontera norte, el tren de la Bestia es la opción más rápida y barata para cruzar hacia Estados Unidos; los migrantes suben a los techos de los vagones, que son parte de una red de trenes de movimientos de mercancías. Un recorrido de 3.000 kilómetros, que puede llegar a durar un mes y que se convierte en un viaje irregular, peligroso y muy precario.

En 1995, dos de las fundadoras de Las Patronas vieron que el tren que pasaba todos los días venía lleno de personas que les pedían comida, por lo que les comenzaron a dar lo que tenían. Ellas no sabían quiénes eran, hasta que una vez que el tren paró en la estación tuvieron la oportunidad de conocer a las personas migrantes. Ahí pudieron ver el sufrimiento que cargaban al haber tenido que salir de sus países de origen buscando una vida mejor, o muchas veces en condición de refugiados, huyendo de sus países para salvar su vida, por lo que decidieron preparar todos los días 300 almuerzos usando 15 y 20 kilos de frijoles y arroz, que luego lanzaban en bolsas donde además incluían información sobre los derechos de las personas migrantes.

Desde entonces las mujeres brindan diariamente esta ayuda reconocida a nivel mundial. Su labor ha sido premiada por el gobierno mexicano con el Premio Nacional de Derechos Humanos para su líder Norma Romero (2013), quien en la ocasión dijo: «Cada quien desde su vida cotidiana puede propiciar un cambio. Hacemos un llamado a las instituciones y a la sociedad civil para que se pongan las pilas y trabajen para su pueblo».

Las Patronas también, respondiendo a las necesidades de la gente, construyeron una capilla para que las personas migrantes tuvieran donde orar. A partir de la pandemia del COVID-19 convirtieron esta capilla en el único albergue para personas migrantes a cientos de kilómetros a la redonda. Con la llegada del virus, los demás centros de ayuda humanitaria para la población en tránsito cerraron sus puertas (Soberanes, 2020). Hoy en día el grupo está formado por más de quince mujeres y grupos de personas voluntarias que les apoyan por temporadas. Ellas no han querido constituirse como asociación u ONG, tampoco han querido recibir ayudas gubernamentales o de partidos políticos. Figura 1

Queremos - Nora, la fundadora, explica - seguir siendo lo que somos. Queremos seguir actuando con lo que tenemos y para eso hay que echarle muchas ganas. No tuvimos la suerte de hacer estudios universitarios, por eso yo hablo en sencillo, sin complicaciones. Hemos actuado de manera sencilla, hemos actuado por humanidad. (Pino, 2020)

Figura 1. Norma Romero entrega lonches al paso del tren en la comunidad de Estación Guadalupe, La Patrona. (García, 2007). 

Unidos por Río Verde

Otro caso que evidencia la respuesta humanitaria ante una crisis -en este caso el COVID-19- desde la organización social y la transversalidad comunitaria es el de Río Verde, Ecuador.

Durante uno de los picos de la pandemia de COVID-19, en el 2020, 95 ciudades ecuatorianas,entre ellas las más pobladas, tenían permiso para trabajar. No obstante, de los8 millones de trabajadore/as, solo 2.5 millones contaban con un empleo seguro a causa de la pandemia (Domínguez & Campaña, 2020).

Mientras en otras ciudades la gente salía sin muchas precauciones, las cosas en Río Verde eran distintas. Para empezar, en este poblado existía una clara diferenciación entre el gobierno y la comunidad. Es esta última la que decidió finalmente sobre las normas de aislamiento social. En este poblado se siguió un esquema de manejo de la crisis sanitaria particular: el trabajo vecinal para encarar la pandemia.

Cuando la gente empezó a circular imágenes y videos de cuerpos abandonados sobre las calles de las principales ciudades ecuatorianas aparentemente víctimas del nuevo virus la amenaza se tornó real. Una noche una decena de vecinos de Río Verde mantuvieron una reunión clandestina: el Gobierno nacional había prohibido encuentros para evitar contagios. Entonces los vecinos decidieron montar un puesto de control para que no ingresaran foráneos que pudieron portar el virus. Al día siguiente, los autos de comerciantes que quisieron pasar se encontraron con un control improvisado, regido por jóvenes locales. Pese a las protestas de los comerciantes los jóvenes sabían que no actuaban solos sino en nombre del pueblo entero (Domínguez & Campaña, 2020).

Hasta finales de ese mes, marzo del 2020, Río Verde carecía de estructura en su estrategia. A comienzos del siguiente mes comenzaron a tener un manejo más reflexivo del asunto. Se conformaron grupos de cuatro personas, con un líder, para vigilar en turnos de 8 horas el acceso a la comunidad todos los días y a toda hora; se dieron charlas sobre el uso adecuado de equipo de protección personal y protocolos de prevención; con una máquina de construcción y el apoyo de decenas de personas, transportaron un contenedor para que sirviera de caseta a quienes vigilaban el punto de control y cerraron el resto de las entradas peatonales y vehiculares al pueblo. Simultáneamente, los vecinos hicieron un censo con el que se detectó quiénes eran más vulnerables y se preguntó a cada familia: «¿Cómo podrían ustedes aportar?» (Domínguez & Campaña, 2020).

Quienes visitaban Río Verde a partir de entonces se encontraron con un puesto de control con cuatro personas de blanco, con mascarillas, cargados de equipos de fumigación que les pedían bajar del auto. Luego pisaban una bandeja con desinfectante, se anotaba en una bitácora su placa y su ruta, con un termómetro se les tomaba la temperatura, con una bomba de fumigación se desinfectaba el auto y solo entonces podían continuar. Si había personas con fiebre, por ejemplo, se llamaba al Centro de Salud de la población para que evaluasen a los visitantes. A medida que se corría la voz la capacidad de acción se iba ampliando, mientras Ecuador era confirmado como uno de los países con mayor número de fallecidos.

Había una campaña de información sobre los alimentos que se producían en el pueblo -trucha, papa china, naranjilla, yuca- para estimular la economía local. Se comenzó a desinfectar con ozono las tiendas, las oficinas públicas, el puesto de la policía y el centro médico.

Explica uno de los habitantes que esta respuesta fue posible porque existe unespíritu colectivoque supera a los individuos, y no era la primera vez que ocurría. En 1999 la explosión del volcán Tungurahua provocó la evacuación de cientos de personas de comunidades vecinas a Río Verde, obligando a que todos se organizaran en la comunidad para recibir y abastecer a los recién llegados. También, en el año 2003, actuaron conjuntamente para protestar por la construcción de una hidroeléctrica que iba a afectar al río y la cascada que atrae a los turistas. El proyecto se detuvo. En 2010, hicieron ya guardias comunitarias porque había delincuentes en el sector. Estas acciones se suman a tareas más ordinarias, como colaborar para construir la casa de alguien que no puede contratar trabajadores o enterrar en el cementerio a un vecino que murió solo. El trabajo comunitario está inscrito en la memoria de infancia de los jóvenes que hoy combaten el virus (Domínguez & Campaña, 2020).

La Organización Mundial de la Salud, en su documento de estrategia ante la pandemia, afirma que los Estados deben movilizar a las comunidades. Río Verde hace mover al Estado.Figura 2.

Figura 2 Oscar Huashpa en el turno de vigilancia a la entrada de Río Verde (Campaña, 2020). 

Reflexiones finales

El informe del secretario general de la ONU para la Cumbre Mundial Humanitaria del 2016 reconoce que nos enfrentamos a un momento crítico sobre el futuro del sistema internacional (2016), y que no ha existido un momento más importante que ahora para debatir el futuro de la acción humanitaria, cuando el número y la gravedad de las crisis humanitarias están aumentando en todo el mundo. Hay más personas desplazadas de sus hogares que en cualquier otro momento desde la Segunda Guerra Mundial, y con un clima que cambia rápidamente se esperan más migraciones, conflictos, pandemias y desastres naturales (Devex, 2020).

La acción humanitaria sigue salvando y protegiendo innumerables vidas, pero existe una enorme brecha entre lo que es capaz de hacer y lo que se necesita hacer. El descontento de las personas, tanto del personal como de las poblaciones, ha puesto en evidencia el racismo, la discriminación, la politización y el colonialismo que siempre ha estado presente, pero del que hasta ahora no se hablaba públicamente.

El panorama actual que enfrentamos está dominado por relaciones de poder jerárquicas modeladas por el norte global. Las organizaciones que no forman parte de este régimen hegemónico han quedado en gran medida marginadas más allá de las afirmaciones retóricas sobre universalidad del sistema. El mensaje constante del sistema dominante es «puedes trabajar con nosotros, bajo nuestros propios términos» (PFF,2016)

Bajo la evidencia de que la acción humanitaria es propensa a la instrumentalización, ésta se utiliza como pretexto para la inacción política en ciertos contextos, o, por el contrario, como parte de la agenda internacional de los donantes en otros. Siria, Yemen y Venezuela se suman a Sudán del Sur, Somalia, Sri Lanka, Afganistán y otras crisis, que muestran los límites de la labor humanitaria. La legitimidad de los principios humanitarios ha caído en picada. Las necesidades nunca han sido tan altas, pero la brecha entre las necesidades y las capacidades nunca ha sido mayor (PFF, 2016).

Se debe reconocer que, desde la fundación hasta el día de hoy, siguen arraigados los legados coloniales occidentales, lo que entorpece los esfuerzos por fomentar un auténtico progreso. Para crear instituciones más equitativas, antirracistas, y descolonizadas el sector humanitario debe reconocer en primer lugar el papel que siguen desempeñando estos legados en las actividades de asistencia y protección humanitaria y en el seno de los principales actores del sector que son los que más necesitan cambios sistémicos.

Necesitamos un sistema capaz de responder a las necesidades humanitarias urgentes informado y coordinado directamente con las personas que han sufrido las crisis, en lugar de verse obstaculizada por agendas políticas, luchas de poder y privilegios (Rejali, 2020).

Las necesidades deben evaluarse de forma independiente, transparente y sensibles al contexto, no mediante un sistema que privilegie los intereses creados de las agencias y sus cuotas. El seguimiento, la evaluación y la rendición de cuentas deben ser igualmente independientes y alejados de los intereses e imposiciones de las agencias. Por supuesto, por ahora una reforma audaz se considera radical o poco práctica. Los intentos anteriores, algunos de los cuales dieron lugar a mejoras muy necesarias en cuanto a la responsabilidad de la acción humanitaria, no han cumplido las expectativas. Los obstáculos, incluido el hecho de que el statu quo es funcional a los intereses de los poderes fácticos, son desalentadores.

Los grupos afectados han manifestado en cada uno de los estudios y evaluaciones realizadas su inconformidad con el sistema actual internacional, además de haberse sumado a la opinión pública por medio de las redes de comunicación social o de la denuncia ciudadana exigiendo responsabilidades y rendición de cuentas. Lo mismo sucede dentro de las organizaciones con el personal local, o perteneciente a cualquier grupo o categoría social históricamente discriminada (PFF, 2016).

Es poco probable que el cambio venga de quienes ostentan el poder, como han demostrado los compromisos incumplidos, pero existe una incipiente presión desde abajo que con creciente fuerza exige cambios. Los niveles de frustración son altos y han sido reconocidos incluso al más alto nivel (United Nations Secretary General, 2016). Ahora es el momento de tomar esta frustración y delinear un sistema humanitario eficaz tomando como ejemplo las acciones emprendidas por las poblaciones locales, honrando su sabiduría y aprendiendo de ellas.

En 1950, Cesaire señalaba la contradicción existente entre el discurso legitimante eurocentrista y su praxis, afirmando que es el mismo colonialismo el que constituye una máquina de producir barbarie, esa misma barbarie que dice venir a erradicar (Cesaire, 2006).

Parafraseando a la célebre escritora y activista Audre Lorde, la supervivencia no es una habilidad académica. Es aprender a resistir en conjunto con quienes se identifican fuera de las estructuras para definir y buscar un mundo en el que podamos prosperar. Es aprender a tomar nuestras diferencias y convertirlas en fortalezas. Las herramientas de quien ostenta el poder no desmantelaran su casa. Puede que nos permitan vencer temporalmente, pero no nos permitirán lograr un cambio genuino. Y este hecho sólo es amenazante para aquellos que todavía definen la casa del amo como su única fuente de apoyo (Lorde, 1984).

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1 A lo largo de este trabajo utilizo el concepto «occidental» surgida en el siglo XVI para referirse a aquellos países que, en el proceso de expansión europea, adoptaron su cultura (cultura occidental) y conformaron la llamada civilización o bloque occidental (Dawson, 2002). La relación que guarda con la ubicación geográfica es relativa, variando según las épocas y la política internacional. A partir de la Guerra Fría, «Occidente» se identificó con el capitalismo comprendiendo Estados Unidos, el Reino Unido y la Unión Europea, y aquellos países que se encuentran bajo su esfera de influencia (De Soto, 2000).

2Cabe resaltar que el asesinato de Floyd fue uno de los mayores detonantes de las denuncias y críticas más no el origen. Las críticas y denuncias hacia el sistema humanitario datan desde su fundación.

3El autor hace un juego de palabras entre el acrónimo de los adjetivos (Occidentales, Educados, Industrializados, Ricos y Democráticos) que en inglés conforman la palabra WEIRD y su significado que se traduce como raro o extraño).

4El privilegio blanco, es el privilegio social que beneficia a las personas blancas sobre las personas racializadas, especialmente si se encuentran en las mismas circunstancias sociales, políticas o económicas. Con raíces en el colonialismo y el imperialismo europeos, y la trata de esclavos en el Atlántico, el privilegio blanco se ha desarrollado en circunstancias que han buscado ampliamente proteger los privilegios de las personas blancas, al igual que los privilegios que implican varias nacionalidades y otros derechos o beneficios especiales (Frances & Tator, 2006).

5En el marco de la Cumbre Humanitaria Mundial de Estambul (23-24 de mayo de 2016), se firmó el Grand Bargain (El Gran Pacto), un acuerdo entre más de 30 de los mayores donantes y proveedores de ayuda humanitaria del mundo (países y organizaciones). Su objetivo es poner más medios en manos de las personas afectadas y mejorar la eficacia y la eficiencia de la acción humanitaria e incluye una serie de cambios significativos en las prácticas de los donantes y las organizaciones de ayuda.

Recibido: 10 de Noviembre de 2022; Aprobado: 04 de Febrero de 2023

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