La expresión «familia multiespecie» se ha vuelto cada vez más usual en diferentes ámbitos, a tal punto que, durante el año 2022, Gustavo Petro, para ese entonces candidato y hoy presidente de Colombia, ofreció un discurso en donde apuntó lo siguiente:
La familia multiespecie es que no solo los seres humanos; son familia, sino que también es familia el perro y el gato, y otros y otras, otras especies, una Otredad dicen los filósofos;; El niño aprende a amar; si está también el perro, ¿y cómo construir una sociedad del amor si el niño lo que va viendo es que se destruye al perro, al gato, se va acabando hasta con el «nido de la perra», se va acabando hasta con las condiciones de existencia. El animalismo no es simplemente una moda, es una filosofía que tiene que ver con que si queremos vida tenemos que reconciliarnos con la naturaleza y, dentro de la naturaleza, con el animal. (Petro, 2022)
Lamentablemente, el discurso y las promesas de campaña se han concretado en pocas acciones gubernamentales, aunque habría que esperar un poco más para poder realizar un análisis riguroso a ese respecto. Sin embargo, la ausencia de acciones gubernamentales no invalida un conjunto de percepciones e ideas que, efectivamente, toman cada día mayor fuerza en grupos animalistas políticamente organizados y en una buena parte de la sociedad, y que Gustavo Petro fue capaz de sintetizar con perspicacia. Dichas percepciones e ideas se encuentran directamente relacionadas con cierta conciencia colectiva en torno a la reestructuración en curso no solo del modelo de familia tradicional, sino de lo que podría considerarse el propio lazo social y, por ende, la «base de la sociedad».
En ese sentido, a lo largo del presente artículo, nos proponemos argumentar que actualmente es posible evidenciar un tránsito hacia la consideración de la familia multiespecie, y del propio lazo afectivo que esta presupone, como «base de la sociedad». Para ello, en primer lugar, presentaremos dos casos jurídico-políticos relacionados con la familia multiespecie en Colombia, lo cual nos conducirá a la tematización de la familia como un dispositivo especista en transformación. En segundo lugar, contemplando los cambios experimentados durante las últimas décadas, expondremos tres modelos de familia multiespecie y concluiremos esbozando algunas consecuencias jurídico-políticas. Metodológicamente, este texto está construido al modo de un experimento intelectual heterodoxo que combina, en el marco de los estudios críticos animales, una analítica del poder de raigambre foucaultiana, la hermenéutica jurídica crítica y la especulación filosófica.
Dos casos jurídico-políticos en torno a la familia multiespecie
El primer caso tuvo lugar el día 3 de abril del año 2019. Ese día una Comisaría de Familia de la ciudad de Medellín llevó a cabo una audiencia de conciliación alrededor de la cuota alimentaria, los cuidados y el régimen de visitas de un perro tras la separación de una pareja de seres humanos. Luego del proceso de conciliación quedó formalmente reconocida en el acta la familia multiespecie. Lo que condujo a que se empleara el concepto fue la constatación sociológica de que el tejido relacional de los dos seres humanos y el perro no era de propiedad, sino fundamentalmente afectivo. Resulta significativo que una comisaría haya considerado al perro como sujeto de la red de relaciones familiares y no como mera propiedad en disputa, ya que esta institución tiene como finalidad explícita prevenir, garantizar, restablecer y reparar los derechos de los miembros de la familia (Congreso de Colombia, 2021). Aunque se trata de instituciones esencialmente administrativas, las comisarías asumen funciones judiciales, es decir, sirven como puntos de referencia en el ámbito del derecho, lo que invitaría a pensar fácilmente que los animales no solo hacen parte, sociológicamente hablando, del lazo familiar, que es jurídicamente el más básico lazo social, sino que poseen ciertos derechos que, de no ser admitidos, harían inviable resolver la asignación de la cuota alimentaria, la distribución de los cuidados y el régimen de visitas, pues todo lo relativo al animal, en este caso un perro en concreto, se dirimiría como se dirime una controversia en torno a cualquier otro bien o propiedad.
En el año 2020 la Corte Constitucional, como órgano de cierre, parecía haber zanjado la cuestión al dejar claro que, contrario a lo afirmado anteriormente por la Corte Suprema de Justicia (2017), los animales no son sujetos de derecho, sino objetos de protección constitucional. Pero en realidad la polémica permanece abierta, máxime si tenemos en cuenta que la misma Corte Constitucional ha venido expidiendo diversas sentencias en las que reconoce a diferentes entidades no humanas, empezando por el río Atrato, como sujetos de derecho, y que a partir de la Ley 1774 del 2016, conocida como la Ley de Protección Animal, el Código Civil fue modificado para que los animales pudieran tener una suerte de estatus intermedio entre cosa y persona que, dependiendo del tipo de animal y la situación, se tiende a inclinar hacia uno u otro polo. En otros términos, lo que la situación jurídica revela es la tensión social entre la antediluviana comprensión de los animales como bienes y su cambio de estatus, que empieza por la transformación de lo que a menudo se asume es el lazo social elemental: el familiar.
De hecho, si volvemos a la conciliación de la Comisaría de Familia constataremos inmediatamente la existencia de un vacío legal, ya que, al ser esta una institución administrativa con funciones judiciales, en caso de no haber existido acuerdo entre las partes, o de incumplimiento de lo conciliado, quedarían dos derroteros para tomar una decisión al respecto (González, 2019). El primero consistiría en la aplicación estricta del derecho de propiedad, que conllevaría recabar una serie de material probatorio para la resolución de la disputa, como pueden serlo el recibo de compra del perro o un certificado de adopción, evidencias relativas al pago de servicios veterinarios, alimentación, seguros, etcétera. De ese modo, la balanza se inclinaría hacia la parte que demostrara la adquisición legal del bien y el hecho de asumir los costos de su mantenimiento. En contraste, el segundo derrotero implicaría abordar la disputa en analogía con los asuntos relativos a los hijos. En ese caso, la decisión no se tomaría con base en pruebas ligadas a los derechos de propiedad, sino en lo que podría denominarse el «interés superior del animal».
De acuerdo con el segundo derrotero, el juez o comisario de familia debería tener como punto de partida el vínculo afectivo y la capacidad de cuidado de las partes, la cual, de hecho, tendría que distinguirse escrupulosamente del mero mantenimiento o «cuidado» de un bien. Situaría al animal en posición de sujeto, agente o participante activo, protagonista de la red de relaciones que constituyen la familia multiespecie. Este camino, por supuesto, al diferenciar una relación de posesión de una relación afectiva, se encontraría en evidente afinidad con la idea de que lo determinante para la configuración de familia es el lazo afectivo, que fue lo que condujo a la Comisaría de Medellín a emplear formalmente el concepto de familia multiespecie, a su vez que resultaría indisociable del horizonte de abolición del estatus de bien, cosa, recurso o propiedad de los animales.
El segundo caso aconteció el 26 de junio del año 2020. Ese día una persona ganó una acción de tutela para que su animal compañero, «Clifor», lograra tener acceso oportuno al fenobarbital, un fármaco empleado con el fin de tratar la epilepsia. El fenobarbital es, además, un medicamento distribuido por entidades autorizadas por el Estado y con prescripción. Este caso se torna interesante si comprendemos, en primer lugar, que la acción de tutela es un instrumento jurídico orientado a garantizar con celeridad los derechos fundamentales. El argumento central de la accionante, teniendo lo anterior en cuenta, era que la negación del fenobarbital conllevaba la vulneración del derecho a la preservación del núcleo familiar, compuesto por un perro y tres seres humanos. En el fallo de tutela se aceptó este argumento como válido y suficiente, por lo que se procedió a ordenar que el medicamento estuviera disponible en máximo 48 horas. Ahora bien, no solo se admitía la vulneración del derecho a la preservación del núcleo familiar, sino los derechos de supervivencia del perro.
Aunque de él no se hable mucho, ni hayamos terminado de vislumbrar su alcance real, el fallo fue histórico, pues se reconoció que, en la medida que la familia, considerada constitucionalmente como base de la sociedad, no es un concepto monolítico, la familia multiespecie resulta viable y, consecuentemente, los derechos de todos sus miembros deben ser garantizados. Asimismo, el fallo hizo referencia explícita a los derechos de los animales, para lo cual tomó como punto de partida la Ley 1774 del 2016, que impide la reducción de los animales a meras cosas a través de la modificación del Código Civil, a la sentencia C-041/17 de la Corte Constitucional, a partir de la cual se evitó que se eximieran ciertas conductas como «maltrato animal», y la idea de la Constitución de Colombia de 1991 como una carta «ecocéntrica». A este último respecto el fallo apunta con claridad que:
De las interacciones que los humanos tienen con los demás seres vivos es claro que hacemos parte del mismo ecosistema compartiendo necesidades básicas, de lo que se infiere que la Constitución política contiene una declaración ecocéntrica que desarrolla la jurisprudencia de nuestro órgano de cierre constitucional. (Juzgado primero penal del circuito con funciones de conocimiento, 2020)
Al igual que en el caso de la Comisaría de Familia, el fallo conlleva un viraje de la consideración de los animales como meras cosas a sujetos constituyentes y constituidos por una red de relaciones transespecie que, en última instancia, nos invita a pensar el elemento afectivo «puro», la relación per se, como aspecto determinante en la construcción de familias en general y de las familias multiespecie en particular. Expresado de otra manera, la familia no es «base de la sociedad» porque permita la reproducción heteronormada de la especie, sino porque remite a la configuración de lazos profundos, entre seres humanos y entre estos e individuos de otras especies, que no solo garantizan la supervivencia de cada integrante y del cuerpo colectivo, sino sus particulares modos de realización vital. De ahí que, curiosamente, pese a las diversas disputas históricas entre ciertas posturas ecocéntricas o biocéntricas y sensocéntricas animalistas (Faria, 2012), la familia multiespecie o interespecie posibilite entrever una suerte de síntesis práctica que, en un mismo movimiento, reconceptualiza y valoriza, a través del lazo afectivo, las condiciones materiales de existencia y a los sujetos involucrados (en tanto sujetos y no meros objetos).
La familia como dispositivo especista en transformación
Allende las definiciones clásicas de especismo como «discriminación con base en la especie» (Horta, 2004), tan importantes para el desarrollo y fortalecimiento del animalismo en sus diversas vertientes, aquí partimos de una definición construida desde el campo de los estudios críticos animales (ECA) y, por ende, influenciada por otros campos y disciplinas como la sociología, la ciencia política, los estudios de género, la antropología social contemporánea y las filosofías postestructuralistas o de la diferencia. Como hemos puesto de manifiesto en trabajos previos (Ávila, 2013, 2016, 2022, y Ávila & González, 2022), el especismo también puede ser definido como un orden tecno-bío-físico-social fundamentado en la dicotomía jerárquica humano/animal y orientado a la (re)producción de la dominación animal. Esta última constituye el efecto de una multiplicidad relativamente sedimentada de fuerzas en juego, que robustecen, pero también, eventualmente, minan el orden mismo. A esas resistencias sin sujeto ni organización siempre definidos las llamamos «resistencias animales», cuyo asiento ontológico es la potencia o el ánima (fuerza vital) de la vida misma en su infinita y a veces conflictiva expresión. Por otro lado, la dominación se expresa en relaciones concretas de subordinación, explotación y sujeción, las cuales acontecen habitualmente de manera concomitante, pero también se presentan de modo discreto.
La subordinación consiste en la relación jerárquica asumida entre humanos y animales (posiciones de superioridad/inferioridad o mando/obediencia). La explotación se produce cuando un animal es reducido a cosa, recurso, bien o propiedad con la finalidad de extraer de este algún beneficio, sea económico o de otro tipo. Finalmente, la sujeción, un fenómeno habitual pero poco explorado desde los ECA, nos ayuda a comprender la manera en que un animal queda atado a sí mismo, a sus propios comportamientos, en beneficio del orden especista. Al tratarse de un orden, el especismo debe analizarse de manera histórica, pues opera a partir de diversos dispositivos que lo constituyen y que producen tanto a los animales como a los seres humanos en términos discursivos y no discursivos. En otras palabras, las relaciones de dominación (subordinación, explotación y sujeción) existen en el marco del funcionamiento de dispositivos como, para mencionar solo los modernos más relevantes, granjas tradicionales tecnificadas e industriales, mataderos, criaderos, zoológicos, acuarios, museos, bioterios o laboratorios de experimentación animal, entre otros.
Cada dispositivo se encarga de fabricar, discursiva y corporalmente, a animales específicos en función del orden especista: animales domesticados diferencialmente racializados, animales silvestres o salvajes, animales domados, animales de laboratorio, etc. (Ávila, 2017). Aquí, en efecto, los saberes científicos modernos juegan un rol esencial, ya que son los que, en el terreno discursivo, producen a través de procesos de objetivación, a los animales antes mencionados. Nos referimos a saberes como la biología, la medicina veterinaria, la zootecnia, la nutrición, etc. En este escenario, la familia también puede ser concebida como un dispositivo especista, en cuyo seno se genera un tipo específico de animal, a saber, el animal de compañía o mascota. Por supuesto, en la producción de animales de compañía o mascotas participan otros dispositivos y saberes íntimamente relacionados con estos, como el de la medicina veterinaria que, si bien está asociado principalmente a la «higiene pública» y la «industria pecuaria» -con sus respectivos dispositivos como granjas/mataderos/laboratorios- también ha venido ampliando sus efectos al novedoso mercado de «pequeños animales» urbanos.
El carácter moderno de la mascota puede rastrearse en la propia historia del término. Este remite a una ópera cómica francesa del siglo XIX, justamente titulada La mascotte. Mascotte era el nombre que recibía allí una mujer rural joven, virgen e inocente, que, a la manera de una joya preciosa o talismán (ese era el uso popular, para entonces, del término), traía bienestar («buena fortuna») a quienes la poseían (Audran, Chivot & Duru, 1909 ;1885;). En suma, la mascotte es un ser inocente, a medio camino entre lo civil-urbano y lo rural-natural, que reporta bienestar y alegría a aquel que lo posea. Desde sus orígenes modernos, la mascota involucra un doble proceso de feminización del animal y animalización de las mujeres en el marco de la familia. La idea del perro como «mejor amigo del hombre» condensa la dinámica de feminización e infantilización del animal, de ese ser que desconoce la maldad y cuya existencia misma se define en función de la alegría, el bienestar, la compañía para el humano que, huelga decir, es masculino antes que femenino. La producción de ciertos animales como mascotas supone su inclusión subordinada a la familia moderna, su explotación afectiva y su sujeción a través de modernas técnicas de adiestramiento cada día más populares y difundidas en todo el mundo.
Discursos heteropatriarcales modernos como el de la mascotte confluyen con saberes científicos como los de la biología, la medicina veterinaria, la zootecnia y los discursos más recientes asociados al marketing, para producir un animal concreto cuya vida posee significado casi exclusivamente en virtud del «servicio» de compañía (bienestar físico y emocional, apoyo, incondicionalidad, diversión, etc.) que les presta a los integrantes de la familia humana. La racialización cumple aquí una función clave que hemos abordado en otro lugar (Ávila, 2017), ya que la raza es la que posibilita, en buena medida, transformar funciones singulares en ontologías enteras. La racialización de los animales domesticados, que es un concepto en desuso y desacreditado por la biología misma, pero conservado por otros saberes y discursos (veterinaria, zootecnia, marketing, etc.), no solo permite la producción de animales específicos «de leche», «de carne», «ponedores», «multipropósito», sino también «de compañía». Análogamente a lo que ha sucedido a lo largo de la historia humana, la racialización animal se encuentra en estrecha relación con procesos de explotación, sujeción y subordinación.
Adicionalmente, la familia como dispositivo moderno no deja del todo atrás el viejo modelo patriarcal de familia que llega a su quid con la configuración del domus romano. Es bien sabido que en la Roma antigua el paterfamilias, a quien a veces se le otorgaba el título de dominus, no era solo la cabeza del hogar, sino que gozaba de una suerte de soberanía, fractal respecto a la de las grandes figuras políticas (incluyendo eventualmente la del emperador), que le permitía gozar de una potestas sobre la vida y la muerte de su mujer, hijos, esclavos, eventuales deudores insolventes, propiedades inanimadas y, por supuesto, sobre la vida y muerte de sus animales, percibidos como semovientes o cosas con la capacidad de moverse por sí mismas. Se trata de una potestas que, en el límite, abre un espacio para quitar una vida sin cometer asesinato o, en dado caso, para «dar la vida», no solo a través de la reproducción biológica, sino a través de la «seguridad» o el «cuidado» paternal que debe tener toda propiedad. Por supuesto, este aún, como bien lo ha puesto de manifiesto Michel Foucault (2007a), no podía ser considerado un poder de regulación y modelamiento minucioso de la vida misma (biopoder), su característica era la relación de dominio y posesión, pero algo de esto ya contenía, especialmente si entendemos que el paterfamilias en sociedades típicamente agrarias en algún punto fungía como pastor, cuya labor es la del cultivo de la vida y no solo su posesión y apropiación (extracción). No obstante, habrá que esperar al advenimiento de la modernidad, con todo y su heterogeneidad, para el desarrollo generalizado de un poder pastoral que se ha ejercido sobre animales y especialmente sobre humanos en lo que, se supone, los hace animales también (salud, enfermedad, accidentalidad, natalidad, mortalidad, etc.).
Michel Foucault (1997), concentrándose en los seres humanos, apunta que entre los siglos XVII y XIX se experimentó un lento tránsito de un poder de tipo soberano, es decir, donde hay jerarquías claras de mando y obediencia, así como relaciones de posesión y extracción -de evidente cosificación de quien ocupa la posición de inferioridad-, a un poder que más bien modela, regula y produce técnicamente la vida misma, tanto de las grandes masas poblacionales en medios abiertos y variables (biopolítica o biorregulación), como de individuos concretos en espacios disciplinarios cerrados (anatomopolítica u organodisciplina). Así, políticas de higiene, natalidad, salud pública, entre otras, se articulan con espacios como la fábrica, la escuela, el hospital y la familia, con el fin de potenciar las fuerzas de los individuos y las poblaciones en orden a cumplir los requerimientos trazados por el Estado y el mercado. Las relaciones de poder, por consiguiente, ya no se reducen a la extracción cosificante y la «seguridad» paternal, soberana, sino que ahora pasan por el modelamiento tecnocientífico de la vida misma, con sus consecuentes nuevos modos de explotación. Aquí, en efecto, el caso arquetípico es el de un cuerpo educado para que pueda funcionar eficientemente en el contexto laboral, en principio fabril (Foucault, 2016).
En el presente texto, por su finalidad, no es posible profundizar en esta discusión eminentemente biopolítica, pero sí es necesario precisar que Foucault (1990) reconstruyó la historia del tránsito del poder soberano al biopoder a partir de una genealogía del poder pastoral. El poder pastoral, desarrollado en el marco de la Iglesia cristiana, implicaba concebir a los seres humanos como rebaños, en donde no solo importaba el rebaño en su totalidad, sino cada oveja. Asimismo, el pastor no era equiparable con cualquier otra figura de autoridad, este tenía la particularidad de poner su vida en función de su rebaño, de estar incluso dispuesto a sacrificarse por el bienestar de sus ovejas. Lo anterior exigía que el pastor siguiera escrupulosamente las conductas y estuviera al tanto de, incluso, los movimientos de la conciencia de los sujetos de pastoreo. Finalmente, el objetivo consistía en que el propio sujeto introyectara individualmente al pastor al reconocerse en una ley o moral que, en principio, era externa. El pastorado, a la postre, podía dejar en «libertad» a las ovejas, ya que ellas mismas habrían desarrollado la virtud de guiarse a sí. No es casual, pues, que Foucault releyera el desarrollo del biopoder a través de la genealogía del poder pastoral, ni mucho menos que, posteriormente, conectara esta problemática con la aparición histórica de las tecnologías liberales y neoliberales de gobierno.
En cualquier caso, Foucault se interesó muy poco por los animales y los dispositivos destinados a ellos. Aquí quisiéramos plantear, en la misma línea de nuestros trabajos previos, que el animal de compañía o mascota ha sido producido por la familia moderna a partir de un ejercicio que no es solo de subordinación y apropiación/explotación clásica, asociado al viejo poder soberano-patriarcal reinventado en escenarios modernos, sino a un auténtico «pastoreo» foucaultiano. Si bien el animal de compañía o la mascota ha pasado por una inclusión subordinada en la familia, también es verdad que, cada vez con mayor intensidad, los seres humanos se identifican menos como «propietarios» o «amos» y más como «cuidadores» que, incluso, estarían dispuestos a sacrificarse por el bienestar de sus animales. A su vez, ha aparecido un conjunto de políticas e instituciones dirigidas a este tipo de animales y volcadas a garantizar su bienestar: escuelas caninas, guarderías para perros y gatos, hospitales veterinarios urbanos, entre muchas otras. En ese escenario, las dinámicas de sujeción también se han incrementado. Ya no es suficiente que el perro o el gato, por ejemplo, se encuentren debidamente domesticados, y por lo tanto hayan perdido su agresividad respecto a los seres humanos y otros animales, sino que ahora atendemos a la aparición de técnicas de adiestramiento o educación cada vez más complejas que parten de considerar al animal como agente o sujeto activo.
Foucault, al realizar una genealogía de largo aliento del poder pastoral y sus transformaciones, se encargó asimismo de mostrarnos que el individuo es una producción histórica, indisociable del gobierno de la individualización. Tomemos tres tipos de individuo, asociados a tres formas de poder concretas desplegadas en el ámbito educativo. En el Medioevo, la educación cristiana no solo era para pocos, sino que además era profundamente unidireccional, el estudiante debía recitar la lectio bíblica y demostrar así que era capaz de usar la razón para aceptar la moral establecida. De origen agustiniano, la razón acá, antes que ser netamente reflexiva, se presentaba como aquel libre albedrío mediante el cual el individuo podía discernir entre la virtud cristiana y el vicio pagano o mundano. El propósito era lograr una comprensión adecuada de la biblia según la tradición patriarcal. Si bien el acceso directo a los textos sagrados era limitado, este modelo aplicaba en niveles distintos para el grueso de la población cristiana. Tenemos, pues, un individuo muy relacionado todavía con una forma de poder soberana, que espeja la soberanía de Dios en cierta soberanía de la casta sacerdotal. De ahí la denuncia del desmedido poder ejercido por los teólogos, hecha por autores modernos tan diferentes como Spinoza (2017) y Bakunin (2008). En cualquier caso, el sacerdote o teólogo, por más de que se comportara de modo típicamente monárquico, patriarcal o soberano, siempre se preocupó, aun cuando fuera mínimamente, por el cuidado del alma de sus ovejas. Su poder ha sido siempre, en primer lugar, el de la producción misma de la voluntad y la conciencia con el pretendido fin de conducir la propia vida de manera recta.
En consecuencia, en el marco de la propia Iglesia, pero de manera muchísimo más limitada y subrepticia, se fue desarrollando lentamente un tipo de educación que ya no presuponía simplemente a un individuo con voluntad entendida como libre albedrío o la posibilidad de actuar en contra o acorde a la razón, que en última instancia era la racionalidad inherente o subordinada a la moral cristiana. Se trataba de un individuo reflexivo, definido por la propia reflexividad, que no solo era capaz de decidir y de comprender la moral, sino de reconocerse como buen o mal cristiano, como buena o mala oveja, a través de ejercicios aparentemente mucho más «libres» o «espontáneos» como el autoexamen y la confesión. Acá el sacerdote ya no reduce su labor pastoral a un ejercicio de poder soberano patriarcal aderezado con dosis de cuidado del alma, sino que se interesa por aquello que piensa, dice y por todas las obras o acciones de la oveja. Tal técnica es llevada a cierto quid con la reforma calvinista y luterana, en donde, por determinados momentos, pareciera que, a través de la lectura inmediata de los textos sagrados, la oveja introyectara al pastor hasta convertirse en oveja y pastor al mismo tiempo. Esto lo examinó de manera brillante Nietzsche (2002), de quien Foucault (2014) retomó en buena medida su «método».
Las diferentes formas de individualización y su consecuente gobierno, que se mezclan, superponen y a veces chocan con el poder soberano de corte típicamente patriarcal, ciertamente se han desarrollado por vías inusitadas y no solo en las clásicas instituciones disciplinarias (escuela, hospital, cuartel, prisión, entre otras), sino a través de las tecnologías neoliberales de gobierno (Foucault, 2007b), afines a la constitución de sujetos hiperreflexivos, empresarios de sí o emprendedores, y la proliferación de nuevos pastores que pueden tomar las formas del coach, el tutor y el líder motivacional. En este nuevo contexto ya no tenemos un individuo con libre albedrío que meramente recite la lectio, ni un individuo reflexivo que se examine cuidadosamente a sí a través de la guía pastoril, sino un individuo ultrarreflexivo que toma la iniciativa y se optimiza, se mejora indefinidamente, sin que esto lo conduzca a interrogarse por el tipo de formación social que requiere dicha optimización permanente, ni mucho menos por las técnicas, tecnologías y dispositivos que posibilitan la existencia misma de ese individuo y el gobierno de su conducta. El desdibujamiento entre educando y educador, que sitúa en el centro al individuo como agente de procesos de perfeccionamiento interminables bajo el acompañamiento de un coach, podría leerse como el tercer hito en el desarrollo del viejo poder pastoral. Pero lo que ocurre en el terreno de la educación es solo un indicador de una presión generalizada hacia la optimización y el enhancement indefinido en todos los terrenos de la vida (salud, amor, aptitudes laborales, etc.) (Friedrich et al., 2018).
Podría pensarse que estos temas, salvo por la analogía animal que envuelve todo aquello que se refiera a lo pastoril, se encuentran alejados de lo que efectivamente ha sucedido con los animales y su porvenir, pero en realidad ellos siempre han sido parte central de la historia, más allá de la pura analogía. El advenimiento de la modernidad, en su heterogeneidad, significó que, como se dijo, de manera paralela a los clásicos dispositivos disciplinarios destinados a lo humano, surgieran dispositivos de animalización: zoológicos, granjas tradicionales tecnificadas e industriales, mataderos, bioterios o laboratorios de experimentación animal, museos, acuarios, piscifactorías, entre otros. La familia, que siempre ha sido un dispositivo singular, ya que expresa diversas articulaciones y tensiones entre el viejo poder patriarcal, de corte soberano, y el nuevo biopoder, se ha configurado asimismo como un dispositivo moderno en donde el animal no se reduce simplemente a una propiedad bajo la potestad soberana del paterfamilias, sino que es integrado de manera subordinada como mascota o animal de compañía. Si releemos este proceso, ya referenciado previamente, a través del lente de la genealogía del poder pastoral, comprenderemos que el «animal familiar» también experimenta un progresivo gobierno con base en procesos de individualización diferenciados.
En el contexto de la familia patriarcal tradicional, el «animal familiar» era un poco más que una cosa, su individualización era mínima y se encontraba ampliamente expuesto a la muerte. Con la transformación de la familia en dispositivo moderno, el «animal familiar», al convertirse en mascota o animal de compañía, aumenta su grado de individualización: aparte de recibir nombres cada vez más humanos, es depositario de cuidados diversificados e incluso cierta educación. No resulta casual que justo en el mismo momento en que los dispositivos disciplinarios llegaron a su apoteosis, es decir, en el escenario de la construcción de sociedades y Estados del bienestar, se empezara a hablar con fuerza de «bienestar animal». Textos como Animal machines de Ruth Harrison (1964) o Animal liberation de Peter Singer (1975) expresaron, si bien no una lucha decidida por la abolición del estatus de cosa, recurso o propiedad de los animales, sí un tránsito de la «absoluta esclavitud» a una suerte de explotación moderna en la que se redujera al máximo el sufrimiento y se eliminara la crueldad. De hecho, esa es la máxima utilitarista del bienestar animal: «disminuir el sufrimiento, eliminar la crueldad», la cual debería ser materializada a través de la aplicación de las cinco libertades planteadas tempranamente, en 1965, por la Organización Mundial de Sanidad Animal.
Los dispositivos modernos destinados a la constitución de animales, incluida la familia, deben reportar bienestar tanto para sus rebaños como para cada oveja en particular. No solo se les debe «hacer vivir» con base en los fines trazados por el Estado y el mercado capitalista, sino que se les debe evitar el «sufrimiento innecesario» y tratar siempre de manera incruenta. En el nuevo orden, como los seres humanos, los demás animales ya no son meros «esclavos» o cosas a merced de poderes soberanos. Así, la medicina veterinaria y la zootecnia, destinadas en principio a la higiene pública y a la industria de la explotación animal, tienen también el objetivo de garantizarles bienestar a sus explotados. Esto explica la proliferación de comités de bioética y cátedras de bienestar animal al interior de tales disciplinas. En el caso de la mascota o el animal de compañía, la industria y las prácticas de bienestar animal han crecido exponencialmente, a la par que los procesos de individualización. Ya no solo se espera que la mascota responda a un nombre y tenga unos cuidados básicos, o que se penalicen la «crueldad» y el «sufrimiento innecesario». Con el tránsito de sociedades del bienestar -que en realidad siempre fueron las mismas sociedades de normalización- a sociedades neoliberales, que Deleuze (2005) denominaría «sociedades de control», se espera del animal de compañía o mascota un comportamiento cada vez más «autónomo».
Proliferan entonces no solo nuevas formas de cuidado hiperindividualizadas y altamente diferenciadas en virtud del capital disponible a ser invertido, como seguros, guarderías, spas, atención médica personalizada, etc., sino también formas de adiestramiento no violentas destinadas a ofrecer una educación adecuada a animales considerados paulatinamente como trabajadores con derechos, e incluso ciudadanos miembros de comunidades políticas multi o interespecie (Blattner, Coulter & Kymlicka, 2020; Donaldson & Kymlicka, 2011; Mejer, 2022). Lo que tienen en común los intentos más recientes, tanto teóricos como prácticos, de reconocimiento de los animales como trabajadores con derechos, o incluso ciudadanos, radica en que el punto de partida es la agencia individual. Si el animal no puede ser tratado simplemente como cosa, bajo el antediluviano modelo soberano y patriarcal, es debido a que posee una vida propia o, como diría Tom Regan (1983), es sujeto de una vida que asume como propia, valiosa e intenta desarrollar. Esto, por supuesto, va más allá de las retóricas bienestaristas de corte utilitarista y se sitúa en una línea de corte abolicionista, pues el reconocimiento de los derechos a la vida, a la integridad física y a la libertad (no solo de movimiento, sino para el desarrollo de la propia vida), constituyen la base de los derechos humanos, que se han construido históricamente por oposición a la servidumbre o esclavitud, instituciones afines a la reducción de ciertos seres humanos a cosas, recursos o propiedades. La abolición de la «esclavitud animal» parece ser mucho más que una metáfora seductora (Francione, 2000).
Si se observa con detenimiento, los grandes referentes teóricos de las políticas bienestaristas ya contenían en su retórica la posibilidad de un nuevo proceso de individualización afín al abolicionismo. Para retomar los dos ejemplos mencionados atrás, si Peter Singer alude a la necesidad de la «liberación animal» es porque, de algún modo, identifica una situación de dominación, similar a la de la esclavitud o formas cercanas de opresión, que debe terminar. Pero, además, aunque su filosofía sea utilitarista y afín al bienestarismo, él ya argumenta que lo que importa es el sufrimiento de cada animal, sin que el criterio de consideración moral, de entrada, sea la pertenencia a la especie (humana). Si Singer es uno de los primeros teóricos del concepto de especismo es, justamente, porque la especie no es la discriminada, sino el criterio de discriminación que se emplea para no considerar el sufrimiento de individuos pertenecientes a diversas especies. En ese sentido, es fácil notar que en la lógica del bienestar animal ya existe una primera denuncia de la reducción a cosa o mera propiedad de los animales, acompañada de un proceso de individualización asociado a la capacidad de experimentar dolor y placer. En el caso de Ruth Harrison, la denuncia es la de la reducción de los animales a meras máquinas incapaces de sufrir. El abolicionismo va más allá, significa un proceso de individualización aún mayor, pues toma como punto de partida el hecho de que los animales poseen una vida propia, luchan por ella y tratan de desarrollarla a su modo, por lo que no basta con que no se les trate como meras cosas o se exija la reducción del sufrimiento, se requiere el reconocimiento de derechos básicos universales, cuyo fundamento es análogo al de los derechos humanos.
En el horizonte abolicionista la idea de individuo sintiente se transforma en la de individuo consciente, consciente de tener una vida, de no querer perderla y de poder desarrollarla más o menos a su modo. Esto, por supuesto, tiene su concreción en el terreno científico con la Declaración de Cambridge del 2012, en la que un grupo de expertos en neurociencias expresan de manera inequívoca que todo animal es un ser consciente y que sintiencia es sinónimo de consciencia, puesto que el punto de partida ya no es la capacidad de experimentar placer o dolor, sino la capacidad que posee un individuo para reconocer que algo le está afectando o sucediendo a él y no a otro, es decir, saber, por experiencia inmediata, que se tiene una vida, e intentar defenderla y desarrollarla. Si esta historia se lee desde la óptica del tránsito del poder soberano al biopoder, o desde una genealogía ampliada del poder pastoral, queda claro que, a los animales, en particular a los domesticados, se los produce primero como máquinas vivientes que deben ser «cuidadas» para ser explotadas de modo cada vez más eficiente, pero aún bajo un modelo demasiado soberano y patriarcal, ciertamente extraño a la figura del pastor de almas. Sin embargo, rápidamente, en ese mismo escenario del moderno viviente-máquina, y como es predecible en toda expresión de organodisciplina o anatomopolítica, los animales empiezan a ser considerados como seres que deben ser escuchados para ser gobernados o guiados de manera más eficiente.
Lo primero que se escucha es su dolor, su sufrimiento individual, independientemente de la especie a la que pertenezcan. Esto posibilita la estructuración de políticas de bienestar animal que convierten, por ejemplo, las granjas industriales, los mataderos y los bioterios en espacios más eficientes. Los referentes a nivel de la constitución de un nuevo saber aparecen en todos los dominios, ya hemos hecho alusión a las obras de Singer y Harrison, pero también a las cinco libertades del bienestar animal consolidadas por la Organización Mundial de Sanidad Animal. En el terreno de la medicina veterinaria y la zootecnia, paralelamente, surgen rostros como Temple Grandin (Grandin & Johnson, 2005), la gran expresión moderna del pastoreo de almas animales. Grandin a menudo es presentada como una mujer extraordinaria, inusual, que gracias a su autismo logró escuchar y entender lo que comunican los animales y, así, consolidar un saber que permitía hacer su muerte más indolora y aumentar la eficiencia de la industria de la explotación animal. Grandin no es, en realidad, nada excéntrica, a nuestro modo de ver condensa los juegos de fuerzas de toda una época. Es la época del verdadero pastoreo de las almas animales, de su escucha activa para el mejoramiento de las prácticas gubernamentales en el marco del orden especista.
Innumerables militantes, activistas y organizaciones animalistas han exclamado hace años al unísono: «Somos la voz de los que no tienen voz», pero más recientemente «Los animales sí tienen voz, si no la escuchas aquí estoy yo». La voz, como bien ha señalado Derrida (2010), es en la tradición occidental lo más cercano al alma. Derrida argumentaba que el logocentrismo constituye, desde el inicio, una suerte de fonologocentrismo, pues el privilegio occidental no es solo el del alma sobre el cuerpo, sino el de la voz que, por su cercanía al alma o la consciencia, se muestra viva y auténtica, en contraste con la reproducción maquínica o artefactual de la escritura. Asumir que los animales tienen voz es el primer paso para reconocer su logos o consciencia individual. Luego el recorrido se invierte, del logos o la consciencia individual se desprende una voz o, en cualquier caso, se derivan unos deseos de desarrollo de ese individuo que tiene una vida que asume como propia e intenta defender. El animal se transforma en agente: sujeto activo y protagonista, en primer lugar, de su propia vida. Grandin es la pastora de las almas animales, sacerdotisa de almas cuya redención se encuentra camino al matadero. Ella nos enseña el riesgo de querer descifrar los secretos de cada alma animal y del rebaño en su conjunto, pues esto no supone necesariamente la abolición de su dominación. A su vez, la figura del amo o dueño en el espacio de la familia se transforma en la del cuidador que no solo le brinda bienestar a su mascota o animal de compañía, sino que está dispuesto a oír esa voz interior, penetrar en ese logos obturado, que a veces se expresa en un maullido o ladrido, y otras veces en una posición corporal o un sutil cambio de mirada.
En este punto, cuando el animal es reconocido como agente y dueño de una vida, con sus respectivas preferencias, merecerá una educación coercitiva en grados mínimos y, por qué no, el estatus de hijo(a) e incluso hermano(a). Se le enseñará autocontrol y se hará de él un miembro útil de la sociedad aún especista en la que nació. Y, como todos los demás, animales humanos o no humanos, deberá entrar en procesos de formación y optimización permanentes según su posición, tanto al nivel del cuerpo como del alma, para lo cual no harán falta nuevos guías e industrias de servicios cada día más diversificados. Nuevos pastores de cuerpos y almas, de individuos y rebaños, más imperceptibles que los anteriores y definitivamente invisibles comparados con el antiguo poder soberano y patriarcal que, por su parte, seguirá estando presente en el momento de la muerte, durante la represión de la revuelta y a la hora de la excepcionalidad política (Agamben, 2005). Las sociedades contemporáneas podrían caracterizarse por una progresiva animalización de los seres humanos, pero también por la humanización exacerbada de los animales. En últimas, lo humano y lo animal, hipostasiados ambos, resultan a la vez indistinguibles. La indistinción actual es el mejor caldo de cultivo para la reafirmación móvil de las fronteras, para el perfeccionamiento constante y para otorgar y suspender derechos a ritmos acelerados. Somos flujos de materia técnicamente modificable, la cual a veces recibe el estatus de persona y a veces de cosa. La situación en la que nos hallamos nos induce a pensar que estamos más cerca que nunca de desestructurar todo rastro de esclavitud, de cosas útiles poseídas por personas en busca de utilidad, pero también que hay un límite claro, a saber, las nuevas personas, acompañadas de nuevas cosas útiles que son las propias personas. De ahí la necesidad de, a la manera de perros que olfatean el peligro, realizar una cartografía de los procesos y tipos de gobierno de la individualización. La familia, considerada como dispositivo especista en transformación, es una ocasión pertinente para hacerlo.
El «nido de la perra»: tres modelos de familia multiespecie y algunas consecuencias
Los sujetos y dispositivos contemporáneos, globalmente, siguen al servicio de un orden que continúa siendo especista, patriarcal y capitalista. Continúan produciéndose formas de vida diferenciadas en un horizonte de utilidad, en el que unos y otros adquieren constantemente el estatus de individuo o persona, pero en donde ser persona no es garantía de no ser explotado, sino de serlo de nuevos modos acompañados de una mayor percepción de libertad. Percepción enteramente real, pues la máscara de la persona ayuda a proteger transitoria o permanentemente, parcial o absolutamente, de un viejo poder soberano, es decir, de la ira de un padre agresivo como el Dios del Antiguo Testamento, el paterfamilias romano o el farón del cual huye Moisés con un pueblo que no puede prescindir de las formas de la esclavitud, que no sabe cómo ser libre (Spinoza, 2017). Si seguimos la intuición del autonomismo italiano (Negri, 1994), es posible leer esta historia como una progresiva lucha de la vida misma, del trabajo vivo, por autonomizarse respecto a todo aquello que lo pretende convertir en útil a propósitos trascendentes, sean los de Dios, el Estado, el padre, el rey o el capital. La potentia de la vida siempre va por delante, el poder, incluyendo las contemporáneas formas de biopoder, llegan «después», responden a los avances, a los movimientos tácticos, a las resistencias y prácticas orientadas a la liberación de la vida misma.
El planteamiento autonomista negriano puede ser leído como demasiado teleológico, positivo y curiosamente dialéctico. Su relato parece ser el de la marcha heroica de la vida inmanente que intenta emanciparse de todo poder trascendente. Lo interesante para nosotros es que, como buen espinociano, foucaultiano y deleuzeano, el punto de partida de Negri es posthumano: «Una vez que reconocemos nuestros cuerpos y mentes posthumanos, una vez que llegamos a vernos como los simios y cyborgs que somos, tenemos que indagar la vis viva, las fuerzas creativas que nos animan del mismo modo que animan a toda la naturaleza y nos permiten desarrollar nuestras potencialidades» (Hardt & Negri, 2004, p. 91). En el centro no está la agencia humana, ni mucho menos la voluntad individual, sino la potencia de la vida misma en su indeterminación y diversificación constitutiva. Por otra parte, la idea de que las formas de poder se pueden percibir como terminales de los juegos de fuerzas que constituyen esa potencia de la vida misma, permite entender que, si bien no hay triunfos absolutos, las cristalizaciones que son las nuevas formas de poder o gobierno de la vida también son huellas de resistencias históricas.
Estas resistencias cristalizadas funcionan a la manera de elementos tácticos al momento de dar las batallas. No se las debe considerar como la expresión de una grieta absoluta, sino de forma polivalente, pues, así como pueden dar pie para nuevas batallas y espacios de libertad, también, en la medida en que operan en un orden específico, pueden erigirse como instrumentos efectivos de funcionalización de aquello que potencia la vida en su multiplicidad inherente. En ese sentido, tanto Negri como Foucault, por ejemplo, pueden fácilmente mostrarse de acuerdo con quienes arguyen que las sociedades y los Estados del bienestar expresan conquistas de los movimientos socialistas y las clases trabajadoras, pero tampoco dudan en reconocer que esas sociedades son disciplinarias y de normalización, en las que los seres humanos se ven expuestos a un poder sobre la vida en muchos sentidos más intenso, sutil e invasivo.
Igualmente, las luchas contra las disciplinas y los procesos de normalización, que llegan a su quid en los Estados del bienestar y se relacionan con los propios movimientos obreros autonomistas, juveniles, estudiantiles, antipatologización, feministas y contra la familia burguesa, etc., efectivamente han resquebrajado ciertas formas de biopoder; empero, a la par, le han abierto camino a las tecnologías neoliberales de gobierno y, en general, a las nuevas formas de poder que apelan a la jerga antiautoritaria, la autogestión, el control flexible sobre el tiempo de trabajo, el desapego, la optimización continua, e incluso inducen a establecer nuevas relaciones con el cuerpo y la naturaleza. Constituiría un error grave ver allí solo derrota, pero ciertamente no hablamos de una victoria. Atendemos, una vez más, a la polivalencia de las cristalizaciones de poder en nuevas formas de gobierno o gubernamentalidad. En términos generales, podríamos hacer alusión a una gubernamentalidad neoliberal que funciona en sociedades ya no simplemente disciplinarias, sino «de control», para usar la expresión que Deleuze retoma de Burroughs. En el terreno de las luchas animalistas, como se intuirá, es posible hacer una lectura similar: las resistencias animales (Hribal, 2014) y de las organizaciones animalistas han conducido a que la explotación animal se realice, como la de los trabajadores humanos (salvadas evidentemente las proporciones), en condiciones de bienestar, en las que el reconocimiento -filosóficamente utilitarista- de los animales como seres sintientes resulta fundamental.
Asimismo, en este terreno, que como fue expuesto ya supone un proceso y gobierno de la individualización animal, están emergiendo luchas más radicales, orientadas con mayor claridad al establecimiento de derechos universales básicos y personalidad jurídica para los animales, empezando por los domesticados y miembros de la familia. No obstante, lo anterior se encuentra desatando, sin tardanza, un gobierno de la individualización asociado a: 1) nuevos procesos de educación o adiestramiento fundamentados en la agencia animal; 2) el reconocimiento de una posible fuerza de trabajo animal libre; 3) la obtención de eventuales derechos de ciudadanía; y 4) nuevos mercados para la gestión de estos inéditos individuos, de sus relaciones y para su continuo cuidado u optimización, tanto del cuerpo como del alma. De cualquier modo, las antiguas formas de poder, comenzando por el tradicional poder soberano de vida y muerte, continúan enteramente vigentes, trátese de humanos o animales, pero en el caso de los animales es más evidente, puesto que mientras ciertas formas de relación exhiben ya una comprensión de los animales como agentes, con su propia personalidad y derecho a conservar y desarrollar su propia vida, otras relaciones reducen al animal a cosa que, en determinadas situaciones, queda expuesta a una violencia virtualmente ilimitada. Los animales, informal y cada vez más formalmente, es decir, en el plano de las formas jurídicas, se mueven entre cosas, seres sintientes y personas. Tal vez las diferentes maneras de asumir la familia multiespecie condensen estas tensiones/articulaciones entre antiguas y nuevas luchas y formas de poder.
Habría un primer modo de concebir la familia multiespecie, de corte evidentemente conservador, que implicaría una continuidad bastante notoria con la vieja familia romana y el poder soberano del paterfamilias. Aquí, como en toda familia estrictamente moderna, el animal es producido en tanto mascota o animal de compañía y, aunque se lo equipara a un niño(a) o hijo(a), en realidad el procedimiento es más metafórico que cualquier otra cosa, pues su grado de individualización es bajo. De hecho, resulta tan bajo que cuando se lo equipara a un miembro subordinado de la familia tradicional es para obviar toda singularidad o diferencia, esto es, con la finalidad de proyectar formas eminentemente humanas, ya sea para suplir vacíos afectivos o como instrumento que permite simular el cuidado de un hijo(a) sin los deberes socialmente reconocidos que ello puede llegar a implicar, o con cierta permisividad en el trato del animal. A estos animales Deleuze & Guattari (2010) los denominan «edípicos», por lo que quizás este modelo de familia multiespecie pueda ser calificado de edípico. Como en el psicoanálisis más conservador, la diferencia queda obturada y es reconducida constantemente al teatro familiar burgués. Nos parece que los casos del 3 de abril del 2019 y del 26 de junio del 2020 no dan cuenta de este tipo de dispositivo familiar típicamente especista, aunque tampoco de algo enteramente diferente. Lamentablemente, el modelo edípico de familia multiespecie, una leve variación de la moderna familia burguesa y su mascota o animal de compañía, bastante próxima todavía al modelo patriarcal soberano, sigue siendo el predominante y, de no existir una recomposición en el campo estratégico de los juegos de fuerzas, lo puede ser durante mucho más tiempo.
En la medida que, con los casos del 3 de abril del 2019 y del 26 de junio del 2020 se comienzan a considerar cuidadores a los seres humanos, antes que amos o propietarios, y se empiezan a reconocer a los respectivos animales como sujetos activos, capaces de (re)configurar el entramado familiar, con vidas que les importan a ellos y a la colectividad y, por consiguiente, con algo así como cuasipersonalidad y protoderechos, estaríamos hablando de un modelo de familia multiespecie que da cuenta de una transformación de la familia moderna en tanto dispositivo especista. Esta nueva relación familiar puede no trascender la idea típicamente bienestarista de que, al no ser mera cosa, el animal es un individuo sintiente, el cual, en tanto que cumple una función afectiva y de compañía, se le debe cuidado, reducción de sufrimiento y ausencia de tratos crueles. Acá, ciertamente, habría cabida para un proceso bienestarista de individualización y gobierno del animal, pero el reconocimiento de agencia y vida propia sería bajo aún. Sin embargo, la nueva relación familiar puede llevarse un poco más allá, ahondando la individualización bienestarista y direccionándola a horizontes abolicionistas. En ese caso, el protagonista sería un animal considerado persona stricto sensu, es decir, no solo con personalidad propia, sino con la capacidad de amar o de entablar por sí mismo, con el tiempo, un compromiso afectivo, al igual que los otros miembros de la familia multiespecie. Entonces, cualquier mediación o decisión administrativa o judicial tendría que considerar la voz del directamente involucrado, hacer una lectura de los movimientos del alma.
Ninguno de los dos casos jurídico-políticos puede encuadrase de lleno en el marco bienestarista, pero tampoco en el tránsito decidido hacia un horizonte abolicionista, aunque, como se dijo, algo de este último podría interpretarse e intuirse. A nivel de las formas jurídicas, decisiones basadas no en el derecho de propiedad, sino en el «interés superior del animal » o principios similares, conllevarían la necesidad de profundizar procesos como la adecuación y el acceso a espacios públicos y privados para los animales (hoteles, restaurantes, lugares de trabajo, etc.); luto en caso de fallecimiento del animal; permisos laborales de los cuidadores para atender emergencias; prestaciones de salud y derechos de pensión para el animal; decisiones individualizadas soportadas por expertos en torno al régimen de custodia, visitas y cuidados en caso de ruptura del entramado familiar; provisión de educación y alimentación adecuadas; entre muchos otros aspectos. Esto podría percibirse, y en efecto lo es parcialmente, como parte de la lucha por abolir el estatus de cosa o propiedad de los animales, empezando por aquellos que se consideran miembros de la familia multiespecie, cuyo correlato jurídico sería el reconocimiento de los derechos a la vida, la libertad y la integridad corporal. Pero, a la vez, la situación podría profundizar formas de sujeción basadas en procesos de individualización novedosos, mediados por nuevos ejércitos de expertos o entrenadores/adiestradores. También podría legalizar la explotación animal bajo la idea, ya conocida por los seres humanos, de trabajo libre y no esclavo. Igualmente, impulsaría la apertura generalizada de mercados en ciernes que, en realidad, poco se interesan por la expansión vital de los animales y sí por la obtención de beneficios económicos, como los mercados financieros asociados a las compañías aseguradoras o las nuevas industrias de productos y servicios que buscan la constante optimización física y mental animal, pero en un orden que no deja de ser patriarcal, especista y capitalista.
Las cosas rara vez acontecen en blanco y negro, tienen más matices de lo esperado. En ocasiones, las salidas de emergencia evidentes son laberintos infinitamente entreverados que no conducen a ningún lugar; otras veces, lo aparentemente conservador puede estar ya agujereado por innumerables líneas de fuga que brindan esperanza inmediata. Ojalá este sea el caso de las familias multiespecie cuyas prácticas reportan una transformación de la familia considerada como dispositivo especista. En los acontecimientos del 3 de abril del 2019 y del 26 de junio del 2020 constatamos un elemento esperanzador que deliberadamente no incluimos en el análisis precedente. Habría un último modelo de familia que tomaría forma a partir de ciertas líneas de fuga que constituyen una profundización de la tendencia abolicionista. Este modelo, como los anteriores, asume que la familia continúa siendo la base de la sociedad, pero dicha base ya no presupone, como dato a priori, la individualización de los miembros de la familia, incluidos los animales. Si la familia está definida por los lazos afectivos y no meramente biológico-reproductivos, esos lazos pueden interpretarse de modo edípico o de modo más individualizado, sea que tiendan al polo bienestarista o al abolicionista; pero habría una tercera opción, una suerte de tercer diagrama o modelo de familia multiespecie intuido también a partir de las transformaciones en curso. Este otro diagrama familiar podría ser calificado de postespecista, y retaría a su vez las tendencias patriarcales y capitalistas, pues el punto de partida sería el flujo afectivo mismo, liberado de sus formas individualizadas.
Puede sonar raro, pero, como fue planteado previamente, hoy los límites que separan lo humano de lo animal y la persona de la cosa son más inestables que nunca. Además, lo que es humano y lo que es animal se transforma y «optimiza» a ritmos acelerados. Todo cambia para que nada cambie, aunque las derrotas nunca sean absolutas, ni las victorias necesariamente pírricas. Sea como fuere, si lo que Deleuze denominaba «sociedades de control» tiene una característica, esta consiste en que la solidez de la realidad se disuelve en flujos de información altamente inestables (información simbólica, genética, etc.). No es casual que las sociedades de la hiperindividualización sean sociedades de la información y el conocimiento, en las que cada individuo constituye una suerte de sistema abierto en enhancement permanente (Ávila, 2019). Un individuo no solo se optimiza a través del consumo de información mediática, como lo pueden ser los tutoriales, los videos motivacionales, etcétera, sino modificando su cuerpo activamente a través del consumo de fármacos, probióticos y suplementos dietarios, o de la adquisición de gadgets electrónicos como un celular de última generación que, en la medida que pasa a ser una extensión de su cerebro, convierte al humano en cyborg. Para estos nuevos humanos, que se podrían calificar como transhumanos o hiperhumanos en la medida en que buscan un constante mejoramiento mental/moral y físico, existe ya un mercado entero de productos «basados en plantas» o de animales criados de manera «feliz», «orgánica» y sacrificados «indolora» e «incruentamente». Los huevos y gallinas «felices» del dispositivo «granja orgánica» o de «pastoreo al aire libre» son ejemplos de esto. Pero animales como perros y gatos, considerados miembros de la familia por el propio marketing, también son asumidos como sistemas abiertos en adaptación y mejoramiento físico y mental permanente, a través de productos destinados a diversas razas y edades. Las cosas y personas se intercambian, superponen e hiperbolizan, como si la realidad misma fuese esquizofrénica.
Esa esquizofrenia de la realidad permite que, como apuntábamos a propósito del planteamiento negriano, tengamos un contacto cada vez más denso con los flujos y la heterogeneidad de la vida misma. Hablamos de flujos de todo tipo, de «entramados» en los que la diferencia aparece en sus propios términos (Deleuze, 2002), no supeditada al principio de identidad ni a los procesos y las formas de gobierno de la individualización. Las sociedades de control suponen sistemas de control cibernético o «informáticas de la dominación», como las denomina Haraway (1995); empero, en ese mismo escenario tecno-bío-físico renovado, es evidente el rol de procesos de coevolución, simbiosis y sociabilidad posthumana. Parafraseando una vez más a Haraway (2016), la unidad mínima ya no puede ser el individuo, sino la relación dividual. La relación es primigenia, previa respecto a cualquier entidad individualizada. No hay sociedad, ni entidad física, vegetal, animal o maquínica, que pueda prescindir de ese lazo originario impersonal o prepersonal. Gustavo Petro, por convicción o por improvisación proselitista, no importa mucho, aludía en su discurso, al igual que el fallo de tutela del 26 de junio de 2020, a que el reconocimiento del lazo afectivo significaba poner en primer plano las condiciones materiales de existencia en tanto tales. Afirmaba que la violencia contra el animal es una violencia que termina arrasando hasta con «el nido de la perra». Resulta que los flujos tecno-bío-físicos, diferencialmente sedimentados en entidades concretas, pero susceptibles de una transformación cada vez más acelerada, son ese «nido de la perra».
La familia multiespecie, al remitir al lazo afectivo primigenio, previo a cualquier sujeto u objeto, posibilitaría ampliar un horizonte abolicionista, que a la par que reconoce el derecho a la vida de cualquier animal como correlato de la lucha contra la dominación, respeta el derecho a la existencia de todos los vivientes y conduce a considerar, más allá de nuevas formas y gobiernos de la individualización, por ejemplo, proyectos de renta básica universal e incondicionada para las familias multiespecie y el acceso, la preservación y el disfrute libre e igualitario del agua, el aire, la tierra, los alimentos y el conocimiento. En suma, esto abre un horizonte de menos pastores, ovejas individualizadas y rebaños guiados, y más condiciones mínimas universales para que, de manera singular, pero en un fondo común de singularización, podamos ser libres de explorar la expansión de nuestras diferentes capacidades y deseos de realización mundana. Allende cualquier utilidad trascendente, pastoreo y nueva o vieja forma de esclavitud. Estas son, probablemente, las líneas de fuga más interesantes que se dibujan con las recientes configuraciones de familia y que nos alientan a pensar en una suerte de común(ismo) posthumano y postanimal, entendido a la manera de un movimiento enteramente real que anula y supera el estado de cosas actual.