Las sociedades contemporáneas se encuentran enmarcadas en el paradigma contractual. Comprender las relaciones humanas en términos contractuales implica partir del supuesto de individuos egoístas o desinteresados por sus semejantes, es decir, supone adherir al modelo de «hombre económico» como representativo de la humanidad y al ideal de imparcialidad. Esta imagen del hombre racional pactante se ha vuelto omnipresente, y sobre él se erigen recomendaciones morales como si fueran aplicables a cualquier situación y contexto. La teoría marxista y otras teorías críticas han desarrollado perspectivas contrarias y alternativas a estas premisas, pero han dejado tan de lado como aquellas la perspectiva de las mujeres e identidades feminizadas. Confrontando este tipo de enfoques se alza la propuesta de la ética del cuidado.
El modelo contractual no fue pensado para ser aplicado a las mujeres o a la familia, ambas situadas por fuera de lo que se considera el espacio público. Como afirma Virginia Held en su crítica al modelo contractual: «Aunque las mujeres siempre han trabajado, y aunque tanto las mujeres como las/os niñas/os fueron luego forzadas/os a ingresar a trabajar en las fábricas, siguieron siendo consideradas como si estuvieran fuera del dominio en el que se fueron desarrollando los modelos contractuales de “la igualdad de los hombres” » (Held, 1987, p. 117). Uno de los argumentos sobre los que se ha sostenido esta exclusión ha sido justamente el hecho de considerar a las mujeres principalmente en su rol de madres y a la maternidad como una función biológica, que se opone por tanto a la actividad de establecer acuerdos mutuos -contratar-, la cual sí aparece como específicamente humana. «En consecuencia, las mujeres han sido pensadas como más cercanas a la naturaleza que los hombres, enredadas en una función biológica que implica procesos más parecidos a aquellos en los que otros animales están involucrados que a la contratación racional del distintivamente humano “hombre económico”» (Held, 1987, p. 118). El problema para Held, una de las exponentes más reconocidas de la ética del cuidado, no reside en asociar a las mujeres a su función materna, sino en el modo en el que se caracteriza esa función. La condición animal del ser humano no debe ser ni negada ni exagerada, y está presente tanto en hombres como en mujeres, en aquello que nos asemeja y en aquello que nos distancia de otros animales. Pero la maternidad humana, o los cuidados que brinda el ser humano a su descendencia, están lejos de implicar el mero hecho biológico de la reproducción.2 Los cuidados maternales involucran y se involucran con la cultura y el lenguaje circundantes, moldean personalidades enmarcadas en valores morales particulares, y forman seres autónomos. Esta «creación» de nuevas personas, se da en el marco de aquello que es definido como familia, y conceptualizado como ámbito de lo privado, libre de la interferencia del Estado y la política.
Importantes teóricas feministas han afirmado en las últimas décadas la necesidad de extender los criterios de justicia, igualdad y libertad en los que se basan las democracias liberales al ámbito de lo privado. Otras feministas, sin embargo, parecen haber emprendido el camino opuesto. Sugiero aquí que tomemos la noción de cuidado como punto de partida de nuestras teorizaciones en torno a una transición ecosociosustentable y feminista.
Lejos de proponer la aplicación de los principios de la arena pública a la familia, la ética del cuidado invita a pensar qué pasaría si trasladáramos las relaciones de cuidados maternales a la sociedad, si el hogar, en lugar del mercado, brindara el modelo para la sociedad. Cabe aclarar que el ámbito doméstico al que se refiere Held es un espacio muy distinto al de la familia patriarcal, tanto en sus formas precontractuales como en las que emergen poscontrato. «Podríamos significar las relaciones entre las personas dadoras de cuidados maternales y las/os niñas/os sin el patriarca. Tomaríamos como modelo nuestra concepción de la familia post-patriarcal» (Held, 1987, p. 122, las cursivas pertenecen a la autora).
El problema de base es la concepción de individuo propia del pensamiento liberal, y, por ende, el tipo de relaciones que estos establecen entre sí. Los individuos liberales, en tanto entidades separadas unas de otras, poseen intereses particulares y derechos que les son propios, y en función de estos establecen relaciones contractuales unos con otros. Lo que mueve a estos individuos a relacionarse con otros es la búsqueda de la satisfacción de sus necesidades e intereses, los cuales, en coexistencia con los de los demás, deben ser regulados por esos lazos contractuales. No hay en esta concepción ningún rastro de relaciones humanas intrínsecas o necesarias para el desarrollo de ese individuo en cuanto tal, y este es el gran problema sobre el que hace foco la propuesta de poner el énfasis en la noción de cuidados.
El individuo liberal y sus relaciones contractuales dan como resultado lazos sociales necesariamente débiles, pues no se basan en otra cosa que en una mirada instrumental tendiente a la autosatisfacción. Las relaciones de cuidado y preocupación, de confianza y comprensión, son presentadas como pudiendo promover sociedades con mayor cohesión social que aquellas unidas a través de acuerdos contractuales.3 El acentuar el carácter social y político del cuidado de este modo, implica una nada conservadora reestructuración de las relaciones que se establecen entre las distintas esferas de la sociedad.
Las relaciones de cuidado muestran de modo evidente que la igualdad no puede definirse a partir de la igualdad de derechos o igualdad ante la ley; lo que estaría en juego aquí es la igual consideración de las personas. Cada miembro de una familia merece igual respeto y consideración. Cada persona en una familia es tan importante en tanto persona como cualquier otra» (Held, 1987, p. 128 ). Del mismo modo, la lógica del cuidado abre espacio a la parcialidad en el vínculo que nos une a quienes cuidamos y a quienes nos cuidan.
Lejos de la lógica de mercado en la que todas las expresiones humanas son pasibles de convertirse en mercancía que puede comprarse y venderse -bajo el principio de que una unidad de valor económico puede ser reemplazada por cualquier otra unidad de igual valor-, los vínculos establecidos a partir del cuidado son permanentes y ni las personas cuidadoras ni las que reciben dichos cuidados ven a la otra parte como reemplazable, ni se mueven principalmente bajo el influjo del cálculo de costos y beneficios. La misma distancia se aprecia en cuanto a la noción de privacidad, en el marco de una relación en donde tanto para quien cuida -sujeta a las necesidades y demandas ajenas- como para quien es cuidada -sujeta también a las demandas y expectativas de un/a otro/a-, la noción de privacidad aparece, por lo menos, viscosa.
No se trata de descartar la teoría contractual de plano, sino de sostener que existen áreas específicas y limitadas en las que la visión de un individuo racional pactante resulta apropiada, pero que de ningún modo puede esto convertirse en paradigma moral para la sociedad en su conjunto: «como base para los vínculos fundamentales que deberían mantener a los seres humanos juntos, es claramente insuficiente». (Held, 1987, p. 136 ). Señalar las deficiencias del modelo contractual, no solo para dar cuenta de las relaciones familiares sino de muchas otras relaciones humanas que se establecen en múltiples y variados ámbitos de lo que denominamos lo público, nos conduce a pensar de qué modo deberían reorganizarse las sociedades para albergar en su seno la noción de cuidado en lugar de marginarla.
Como ya hemos mencionado, la concepción contractual de la sociedad reposa sobre la ilusión de individuos libres, iguales e independientes quienes pueden decidir libremente asociarse o no con otros. Esto no solo oscurece la condición de dependencia intrínseca a todo ser humano, sino también los diversos modos en que las personas y grupos son interdependientes entre sí. No se trata solo de que la mirada liberal sobre las personas y la sociedad nos devuelve una imagen equivocada, sino que es cuestionable como ideal.
Pero todas estas cuestiones nos compelen a ahondar más profundamente en la pregunta central ¿qué es el cuidado? En la literatura en torno al tema lo observamos referido como una práctica, una relación, un conjunto de valores, una ética. Held, por ejemplo, sostiene que el cuidado es una forma de trabajo, pero que implica también mucho más, por lo que pone un mayor acento en el carácter intrínsecamente relacional de ese tipo específico de trabajo.4 En Held, nos encontramos con relaciones definidas en términos de relaciones de cuidado. Como práctica, el cuidado nos orienta en cómo y por qué responder a las necesidades de las/os demás, cimienta el vínculo entre las personas a partir del interés mutuo y la confianza.
Pero además de una práctica, el cuidado es también un valor. La teoría y filosofía política han considerado largamente -basándose en la distinción público-privado- a los cuidados maternales como algo por fuera de la moralidad y ligados al instinto. Entender el cuidado como un valor que merece ser sujeto a una elaboración teórica y un reconocimiento similar al que la justicia ha recibido, implica reconocer que el cuidado no puede ser limitado a las relaciones familiares o privadas, y que debe ser concebido y reconocido como un valor social y político. También debería guiarnos a reconocer al cuidado como un valor, la necesidad más inmediata en las prácticas reales de orientarnos por las consideraciones morales adecuadas a esta labor, como lo son el interés mutuo, la preocupación por la/el otra/o, la confianza. Si el cuidado es trabajo, no es cualquier tipo de trabajo, y las evaluaciones normativas son mucho más complejas que abstractas definiciones de lo justo o lo injusto.
El cuidado es entonces un trabajo, pero es también una emoción, una intención en la acción. Ahora bien, ejercer la práctica del cuidado requiere, bajo la mirada de Held, mucho más que la disposición o los motivos adecuados. Requiere habilidad, práctica, compromiso. El cuidado no es, en este sentido, una virtud, pues las virtudes aluden a las características de las personas en tanto individuos; y como ya hemos mencionado, la ética del cuidado está más preocupada por las relaciones entre las personas que por las personas en tanto seres individuales. Lo que es visto como valioso en el marco de esta ética es la relación de cuidado, no la disposición individual de una persona o sus características.
Las personas son concebidas, siguiendo este argumento, desde un punto de vista relacional e interdependiente, muy lejano al de los individuos independientes, racionales y autosuficientes que la teoría política liberal exportó a las teorías morales convencionales. Desde el momento en que nacemos quedamos expuestas a la dependencia y permanecemos así en muchos aspectos a lo largo de nuestras vidas, envueltas en relaciones con otras/os. Las identidades se van constituyendo, al menos en parte, a partir de estas redes de relaciones sociales que nos sostienen y acompañan. Pero las personas son en la perspectiva de Held, sobre todo, sujetos morales con conciencia de sí mismos/as y del otro/a, que asumen responsabilidades morales en sus actos y decisiones; la experiencia de los cuidados maternales representa uno de los ejemplos más claros en este sentido. La ética del cuidado pone en valor estas relaciones, caracterizadas por personas en desigualdad de condiciones y en un vínculo -muchas veces-, no elegido.
Joan Tronto, por su parte, subraya la característica de desigualdad en las relaciones de cuidado definidas por Held, y cuestiona el modo en que, partiendo de un inicio tan dispar, «jamás podríamos esperar que la igualdad sea una comprensión sensata de las relaciones entre los seres humanos» (Tronto, 2008, p. 214). Tronto nos proporciona una definición más amplia de cuidado, pues la ve como una «actividad genérica que comprende todo lo que hacemos para mantener, perpetuar, reparar nuestro mundo de manera que podamos vivir en él lo mejor posible. Este mundo comprende nuestro cuerpo, nosotros mismos, nuestro entorno y los elementos que buscamos enlazar en una red compleja de apoyo a la vida» (Tronto, 2018, p. 13). Y en ese sentido destaca también que las situaciones de cuidado son siempre relaciones de poder, son relaciones inherentemente políticas. La mirada de Tronto al respecto es crucial pues nos permite observar las injusticias pasadas y presentes en ese proceso de asignación de cuidados, nos permite descubrir los patrones de dominación que estructuran las decisiones relacionadas a los cuidados. Es así como en ese fluir permanente de necesidades y situaciones de cuidado, atravesadas por la lógica del poder, observamos cómo las responsabilidades de cuidado pueden ser aceptadas o rechazadas. Y aquí aparece en todas sus dimensiones la importancia de una ética democrática del cuidado. En palabras de la autora: «Este tipo de enfoque requiere entender la democracia como la asignación de responsabilidades entre todos los miembros de la comunidad política, así como el método democrático mediante el cual todas las personas tienen voz para dichas asignaciones» (Tronto, 2018, p. 14).
Históricamente, personas que se encuentran en posiciones relativas de poder, han sido dispensadas de sus responsabilidades de cuidado reasignándoselas a otras personas. Esto que Tronto llama «irresponsabilidad privilegiada» debe ser cuestionado y modificado para que podamos hablar de un cuidado verdaderamente democrático.
En oposición a la imagen contractual de individuos independientes actuando en un mundo en el que no existen vínculos sociales preexistentes, las personas morales de la ética del cuidado se encuentran insertas en relaciones con personas concretas en contextos determinados, y esto no les impide conservar su condición de agentes morales libres. En este sentido, la autonomía tal como es interpretada desde la ética del cuidado, representaría una mejor opción que la autonomía liberal para pensar los vínculos sociales y políticos de las personas reales, situadas y encarnadas. «La ética del cuidado nos obliga a prestar atención, en lugar de ignorar, a los prerrequisitos materiales, psicológicos y sociales para la autonomía. Las personas sin los recursos suficientes no pueden ejecutar adecuadamente decisiones autónomas. La autonomía se ejerce dentro de las relaciones sociales, no por individuos abstractamente independientes, libres e iguales» (Held, 2006, p. 84 ).
No se trata, nuevamente, de afirmar que el individualismo liberal debe ser totalmente dejado de lado, sino de señalar que la moral construida sobre ese principio no resulta adecuada a todas las situaciones, ámbitos o contextos. Uno de estos ámbitos es, por ejemplo, el de la economía. La imagen liberal del individuo abstracto, independiente y cabeza de familia, tomado como hombre económico paradigmático, no solo deja afuera a todas las personas que no se ajustan al modelo, sino que falla a la hora de dar cuenta de las intrincadas relaciones de una economía altamente interdependiente. Pero incluso si intentáramos aplicar el paradigma contractual sobre estas relaciones de interdependencia económica, veríamos que «trata a los/as económicamente impotentes y a los/as económicamente poderosos/as como si fueran igualmente autónomos/as, oscureciendo las condiciones que conducen a la explotación y la privación» (Held, 2006, p. 81 ).
¿Por qué sería conveniente estructurar nuestras democracias a partir de una economía y una política centradas en el cuidado? Porque el cuidado, para Tronto, «ofrece un marco mediante el cual los ciudadanos pueden centrar su atención, de manera democrática, en ellos mismos y en sus necesidades individuales y colectivas» (Tronto, 2018, p. 18). La propuesta es el cuidado y no el mercado como principio ordenador de nuestras vidas.
El cuidado democrático, como paradigma alternativo al neoliberalismo nos compele a situar en el centro de nuestro análisis las dinámicas de poder existentes en las relaciones de cuidado, tanto a nivel individual, institucional y social. Del mismo modo, nos ofrece una imagen menos sesgada de la vida humana, dando cuenta de relaciones, vínculos e interdependencias. Lo que nos iguala desde esta perspectiva, es que todas las personas necesitamos cuidados. «En términos más concretos, debemos aceptar que la revolución democrática estará incompleta mientras no incluya a todo el mundo en los debates sobre la asignación de las responsabilidades de los cuidados en la sociedad» (Tronto, 2018, p. 17 ).
La pandemia del covid-19 que inició en el 2020 colocó estos temas en el centro del debate. Sin embargo, luego del fin de las políticas de distanciamiento y confinamiento, todos los indicadores muestran que la situación de las mujeres ha empeorado (Torres Santana, 2021). Tasas de desempleo, trabajo informal, empobrecimiento, precarización, vuelven a golpear con mayor crudeza en las mujeres e identidades feminizadas (Torres Santana, 2021, p. 47) con un enorme impacto no solo en términos de equidad, sino también de autonomía, libertad y posibilidad de proyectar un plan de vida.
En este sentido, y como espero haber podido exponer en este trabajo, cuando desde los feminismos hablamos de cuidados no referimos solo a la imperiosa y urgente exigencia de un reparto equitativo. La necesidad de reorganización y redistribución de las tareas de cuidado viene de la mano de la idea de entender el cuidado como un tema de interés público y social y no una responsabilidad privada. Apremia poner en debate el derecho de todas las personas a cuidar y a ser cuidadas. Y, para esto, necesitamos una noción de política que coloque en el centro de sus preocupaciones el cuidado de la vida, que conciba el igual valor y dignidad de todas y cada una de las personas, más allá del lugar, las condiciones económicas o el cuerpo en el que les tocó nacer. Una política por la vida para avanzar hacia una sociedad igualitaria entendida como el único camino posible para avizorar un futuro digno que valga la pena ser vivido.