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Revista Criminalidad

Print version ISSN 1794-3108

Rev. Crim. vol.52 no.1 Bogotá Jan./June 2010

 

Anomia, normalidad y función del crimen desde la perspectiva de Robert Merton y su incidencia en la criminología1

Anomie, normality and the function of crime from Robert Merton’s perspective, and its incidence in criminology

Omar Huertas Díaz*

*Magíster en Derecho Penal y Magíster en Derechos Humanos, Estado de Derecho y Democracia en Iberoamérica Profesor-investigador, Vicerrectoría de Investigación, Dirección Nacional de Escuelas de Policía, Bogotá, D. C., Colombia paideia04@hotmail.com

Fecha de recepción: 2010-03-15. Fecha de aceptación: 2010-05-28


Resumen

El presente artículo expone la teoría criminológica desarrollada por Robert Merton, a partir del estudio del delito en la sociedad norteamericana. Para ello, en la introducción se hace referencia a las condiciones económicas, sociales y jurídicas de la época, contextualizando la teoría de la anomia desarrollada por Merton en el marco del pensamiento estructural funcionalista; luego, se menciona la importancia de sus planteamientos, relacionándolos con formulaciones posteriores y la teoría sistémica de la prevención integradora, y por último, se dan a conocer las conclusiones.

Palabras clave: Sociedad, delito, anomia, delincuente (Tesauro de política criminal latinoamericana - ILANUD).


Abstract

This article exposes the criminological theory developed by Robert Merton from his study of crime in the United States society. For this purpose, reference is made in the introduction of the economic, social and legal conditions of his time, by contextualizing the theory of anomie developed by Merton within the framework of structural functionalism thought. Subsequently, the importance of his approaches, by associating them with later formulations and the systemic theory of integrating prevention; and, finally, conclusions are exposed.

Key words: Society, crime, anomie, criminal, delinquent (Source: Thesaurus of Latin American Criminal Policy - ILANUD).


Introducción

Hacia los años de 1830 y siguientes, Europa experimentó transformaciones económicas y sociales derivadas de la revolución industrial y del predominio de la burguesía, que se consolidaron en el capitalismo económico y el liberalismo político de las sociedades occidentales. Estos procesos se dieron por una serie de factores que permitieron su desarrollo y consolidación en el mundo occidental, tales como: el crecimiento demográfico, la expansión del comercio, las nuevas técnicas, el progreso de los transportes y las comunicaciones, la nueva legislación económica y el aumento del valor de la moneda, del crédito y de la organización bancaria.

Al respecto, vale la pena señalar que los medios de comunicación y de transporte fueron decisivos para establecer la revolución industrial y económica. Durante los años centrales del siglo XIX se dio el desarrollo del ferrocarril, se construyeron vías férreas y se generalizó su utilización por todos los países avanzados. Sin embargo, pese a que las sociedades financieras y la opinión se interesaron rápidamente por este medio de locomoción, surgieron algunos problemas económicos, como las concesiones de líneas, las redes del Estado y la nacionalización de los ferrocarriles.

Así mismo, las comunicaciones marítimas fueron otro elemento influyente; las naves movidas por vapor y los avances técnicos hicieron que la navegación marítima progresara durante todo el siglo XIX, aunque al principio el proceso fue lento y desafiante para la navegación de vela.

La actividad económica cambió radicalmente, gracias a los descubrimientos científicos e inventos, que le facilitaban al ser humano la aplicación de nuevas técnicas, las cuales progresaron y beneficiaron a todos los sectores de la economía, en especial a la industria.

De esta forma, la industria se consolidó como la gran actividad de la economía capitalista, por su lugar en la renta nacional, el número de trabajadores empleados, el nivel de sus beneficios y la abundancia y variedad de los productos fabricados. En la carrera industrial entre los países capitalistas, Gran Bretaña mantuvo su hegemonía durante todo el siglo, e incrementó su producción con la apertura de los mercados extranjeros, seguida por Francia, Estados Unidos y Alemania, que impulsaron de manera acelerada su industria, al igual que Bélgica, Suiza, el norte de Italia y Rusia.

En este contexto, las principales industrias por sectores fueron: la textil, que mantuvo su dominio durante la mayor parte del siglo, gracias a su modernización y adaptación; la metalúrgica y la mecánica, que se desarrollaron y diversificaron hasta alcanzar un primer rango mundial por la categoría y utilización de sus productos, con maquinarias de todo tipo; las alimenticias y de construcción, y la química –caucho, fotografía, abonos, productos sintéticos, explosivos–, que alcanzó, en importancia y diversidad, un primer orden mundial.

De ahí que estos progresos técnicos y su aplicación en la industria produjeron unos inmediatos efectos económicos: aumentaron el rendimiento y la productividad; redujeron las distancias y los precios de los transportes, que posibilitaron los intercambios comerciales a grandes distancias de los centros de producción, y ampliaron los mercados, intensificando el consumo. Así pues, el desarrollo del capitalismo liberal, que supuso la modificación de las estructuras económicas, se dio paralelamente al crecimiento de la población, lo cual resultó en una profunda transformación de las estructuras sociales.

La expansión demográfica tuvo unos importantes efectos socioeconómicos, y se convirtió en un destacado factor del progreso económico. Tales consecuencias fueron: el surgimiento de movimientos migratorios hacia los nuevos países extraeuropeos y las colonias, al producirse la salida de Europa de cerca de 60 millones de habitantes en poco más de un siglo (entre 1800 y 1924); también la variación de las ciudades y el desarrollo de la población urbana, con un notable aumento de la población procedente del éxodo rural; la disponibilidad de mano de obra, de manera creciente, para la naciente industria, y el engrandecimiento de la dimensión de los mercados y del consumo con la demanda de aumento de la producción industrial.

Lo cierto es que la acentuada modificación de las estructuras sociales, que iba unida al desarrollo del capitalismo liberal y a la modificación de las estructuras económicas, estuvo motivada por la desigual participación social en las nuevas actividades y por el dispar reparto de los beneficios que de ellas se obtuvieron.

En líneas generales, con anterioridad a 1830 existió una clase dominante, la aristocracia terrateniente, y varias clases dominadas, la masa rural y la clase obrera; entre ambas se situaron las burguesías diversas, desiguales en ambición y posibilidades, entre las que la gran burguesía aspiraba a desplazar a la gran aristocracia de su poder, y las clases medias, que tenían aspiraciones vagas. No obstante, a partir de 1830 se van acusando las variaciones sociales que modificaron sustancialmente esta estructura y dieron una nueva configuración a las sociedades europeas (Martínez Carreras, 1996).

Desde esta perspectiva, es pertinente traer a colación lo expresado por Foucault respecto a este tema:

"...a partir los siglos XVI y XVII, en el ejército, en las escuelas, en los hospitales, los talleres y otros espacios, se desplegaron una serie de técnicas de vigilancia y de control, de mecanismos de identificación de los individuos, de cuadriculación de sus gestos y de su actividad, que fueron conformando determinados tipos de productores, pues el sistema requería de capitalistas para su implementación y desarrollo, esto es, sujetos que actuaban de acuerdo a un determinado ethos, impregnados de una determinada mentalidad empresarial".

Sin embargo, Foucault complementa estos análisis al poner de relieve las variadas formas de violencia institucionalizada, de las que se componía ese ingente programa de control y de inculcación moral que se abatió sobre el pueblo a partir de la génesis del capitalismo, el cual hizo posible la creación de los productores, entre otras cosas.

"...La capitalización puso entre las manos de las clases populares una riqueza investida bajo la forma de materias primas, maquinaria o instrumentos, fue absolutamente necesario proteger esta riqueza. Y es que la sociedad industrial exige que la riqueza no esté directamente en manos de quienes la poseen sino de aquellos que permitirán obtener beneficios de ella trabajándola. ¿Cómo proteger esta riqueza? Mediante una moral rigurosa: de ahí proviene esta formidable capa de moralización que ha caído desde arriba sobre las clases populares del siglo XIX" (Foucault, 1994, pp. 26-27).

En efecto, el camino que el individuo ha de andar en las sociedades altamente diferenciadas tiene un número extraordinario de ramificaciones, aunque en realidad este número no es el mismo para personas de distintas clases sociales; el individuo pasa por una gran cantidad de encrucijadas, en las que debe elegir qué dirección seguir (Elías, 2000, p. 154). En el transcurso de este proceso los seres humanos no solo se diferencian más unos de otros, sino que, además, el individuo es más consciente de esta diferenciación. Y, a partir de un determinado nivel del desarrollo social, se atribuye un valor especial a este diferenciarse una persona de los demás. Lo cual no es más que otro aspecto de esta forma de ser del hombre y de la situación humana, que se expresa en cuanto el individuo busca por sí mismo sentido y satisfacción en algo que él mismo hace o es.

Este ideal del yo que posee el ser humano particular, este afán de destacar de los demás, de apoyarse en sí mismo y de buscar la satisfacción de sus propios anhelos personales mediante sus propias cualidades, aptitudes, posesiones o méritos, es ciertamente un componente fundamental de su persona, algo sin lo cual perdería su identidad como persona individual. Pero no es un mero producto de la naturaleza, sino que se ha desarrollado en él mediante un aprendizaje social (Elías, 2000, p. 164).

De esta forma, teniendo presente la breve exposición hecha en los párrafos anteriores, y la importancia que cobran hoy las reflexiones criminológicas, el presente artículo tiene por objeto hacer un estudio de la teoría de la anomia, propuesta por Robert Merton en la sociedad norteamericana, para lo cual se hará "una revisión cuidadosa y sistemática de la literatura sobre el tema, con el fin de contextualizarlo" (Toro Jaramillo & Parra Ramírez, 2010, p. 412) y lograr establecer reflexiones razonables acerca de su legado.

Teorías estructural-funcionalistas

Estas teorías, cuyos principales representantes son Durkheim, Merton, Cloward y Ohlin, surgen en el contexto de unas economías vertiginosamente industrializadas y de profundos cambios sociales, con el consiguiente debilitamiento y crisis de los modelos, normas y pautas de conducta de dichas sociedades.

Sus postulados de mayor trascendencia criminológica son dos: la normalidad y la funcionalidad del crimen. Normalidad, porque el crimen no tendría su origen en ninguna patología individual ni social sino en el normal y regular funcionamiento de todo orden social. Aparecería inevitablemente unido al desarrollo del sistema social y a fenómenos normales de la vida cotidiana. Funcionalidad, en el sentido de que tampoco sería un hecho necesariamente nocivo, dañino para la sociedad, sino todo lo contrario, funcional, en orden a la estabilidad y el cambio social2 (García-Pablos de Molina, 2007, p. 435).

Evidentemente, el funcionalismo está vinculado en forma estrecha al positivismo, sus preocupaciones son también las de orden y progreso, solidaridad y el consenso en la sociedad. De lo que se trata es de superar las deficiencias del positivismo, pero con el mismo objeto de dar un orden a la sociedad capitalista. El criterio de utilidad, que venía ya del iluminismo y que traspasó al positivismo, encuentra en el funcionalismo una nueva dimensión:

Desde el punto de vista de los funcionalistas, existía en las cosas una moralidad tácita que justificaba su existencia: la moralidad de la utilidad. El funcionalismo intentó demostrar que aun cuando determinadas sistematizaciones no fueran útiles desde el punto de vista económico, podían ser útiles de otro modo, en el plano no económico; en síntesis, podían ser funcionales bajo el perfil social [...] la sociología incorpora el criterio del utilitarismo social: la utilidad a la sociedad (Bergalli, Bustos & Miralles, 1983, p. 35).

De ahí que el análisis funcional es al mismo tiempo la más prometedora y tal vez la menos codificada de las orientaciones contemporáneas en los problemas de interpretación sociológica. Habiéndose desarrollado en muchos frentes intelectuales a la vez, creció en retazos y remiendos y no en profundidad. Las realizaciones del análisis funcional bastan para indicar que su gran promesa se irá cumpliendo progresivamente, así como sus deficiencias actuales atestiguan la necesidad de revisar el pasado para construir mejor para el futuro.

Ahora bien, como todos los sistemas interpretativos, el análisis funcional depende de una triple alianza entre la teoría, el método y los datos. De los tres aliados, el método es, con mucho, el más débil. Muchos de los más importantes de quienes practicaron el análisis funcional se dedicaron a formulaciones teóricas y a la aclaración de conceptos; algunos se empaparon de datos directamente pertinentes a una estructura general de referencia; pero son pocos los que rompieron el silencio que prevalece acerca de cómo se maneja el asunto del análisis funcional. [Sin embargo,] la abundancia y variedad de los análisis funcionales imponen la conclusión de que se han empleado algunos métodos y suscitan además la esperanza de que pueda aprenderse mucho con su inspección (Merton, 1987, pp. 209-210).

Aunque los métodos pueden examinarse con provecho sin referencia a ninguna teoría ni a datos especiales –la metodología o lógica del procedimiento tiene eso, naturalmente, por incumbencia suya–, las disciplinas empíricamente orientadas son mejor servidas por la investigación de los procedimientos si esta tiene en cuenta sus problemas teóricos y sus resultados esenciales. Porque el uso de un "método" implica no solo lógica sino también, quizás por desdicha para quienes tienen que luchar con las dificultades de la investigación, los problemas prácticos de alinear los datos según las exigencias de la teoría (Álvarez & Sánchez, 2003, p. 311).

En síntesis, para Merton, la orientación central del funcionalismo se expresa en la práctica de interpretar los datos mediante la determinación de las consecuencias que los mismos tienen para las estructuras más amplias de las que proceden (Anónimo, 2010).

Desde esta perspectiva, en la siguiente sección se hará referencia a la teoría criminológica desarrollada por Merton.

Teoría de Merton

Robert K. Merton, en un conocido trabajo publicado en 1938, que después revisaría y ampliaría, desarrolló la teoría de la anomia, sometiendo a un severo análisis las contradicciones estructurales de la sociedad norteamericana industrial.

Según Merton, existía una acusada tendencia en la teoría psicológica y sociológica de los dos últimos decenios a atribuir el funcionamiento defectuoso de las estructuras sociales a las deficiencias del control social sobre los impulsos biológicos imperiosos del hombre. A su juicio, sin embargo, la frecuencia variable de la conducta disconforme o desviada y el hecho comprobado de que esta sigue pautas y formas distintas en las diferentes estructuras sociales, contradicen tal hipótesis.

Para Merton, la conducta "desviada" es una reacción normal (esperada) a las contradicciones de las estructuras sociales, las cuales ejercen una presión definida sobre sus miembros para que adopten comportamientos "disconformes". No obstante, las tasas más elevadas de estos se concentran en determinados grupos, lo que demuestra que no dependen de las tendencias biológicas individuales, sino del impacto diferencial de dicha "presión", que se experimenta en función de las respectivas situaciones sociales. La conducta desviada, por tanto, es la reacción normal: un modo de adaptación individual a las contradicciones de la estructura social.

Su diagnóstico discrepa en varios extremos del análisis durkhaniano. Las "necesidades" del individuo que la sociedad no es capaz de "satisfacer", no son necesidades "naturales" –como entendiera Durkheim– sino culturales, creadas e impuestas por la propia estructura cultural. La "cultura", por tanto, en lugar de limitar y moderar dichas apetencias, las incita y provoca, de modo que la conducta desviada aparece como mecanismo de adaptación normal del individuo a disfunciones estructurales en el seno de la misma sociedad. Por otra parte, mientras Durkheim veía en la "anomia" una situación de crisis transitoria del poder social de regulación, debida al acelerado y desorganizado cambio social impuesto por el proceso de industrialización, Merton define aquella como una disfunción estructural endémica, crónica, estable, inherente a cierto modelo de sociedad (la norteamericana), cuyas contradicciones internas producen una tendencia a la misma, que incide de modo desigual en los diversos grupos sociales.

La causa última de la situación endémica reside, según Merton, no ya en el derrumbamiento de ciertos valores, sino en el hecho de que la estructura cultural entroniza el objetivo de la acumulación de riqueza material como meta máxima y obligada para todos los ciudadanos, mientras la estructura social restringe a ciertos grupos de la población el acceso efectivo por vías institucionales lícitas a dichas aspiraciones.

Así, Merton fundamenta las dos proposiciones básicas de su teoría de la anomia:

1. Las contradicciones de la estructura cultural (objetivos) y la estructura social (medios institucionalizados) producen una tendencia a la anomia en la sociedad americana, que afecta con particular intensidad a las clases bajas. Toda la sociedad traza los objetivos y metas culturales que constituyen el marco de referencia de las expectativas y ambiciones de sus miembros. Pero al propio tiempo define, también, regula y controla los modos admisibles de alcanzar aquellos: cauces institucionalizados que suelen coincidir con los sentimientos de la mayoría, no regidos necesariamente por la idea de eficacia, sino por representaciones axiológicas, de "valor".

El adecuado equilibrio entre las dos fases de la estructura social, propio de una sociedad bien integrada, puede quebrarse en dos supuestos de límite: cuando se concede una importancia casi exclusiva a la obtención, a toda costa, de los objetivos culturales sin el correlativo respeto de los procedimientos institucionalizados que delimitan el acceso legítimo a los mismos (el caso, según Merton, de la sociedad norteamericana); o cuando, en sentido contrario, se olvidan aquellos y la adhesión estricta a la conducta institucionalmente prescrita se convierte en un rito (sociedad tradicionalista "neofóbica" que hace del conformismo y la estabilidad su meta máxima).

A juicio de Merton, la cultura norteamericana exalta como valor supremo la acumulación de la riqueza, símbolo de éxito y prestigio, de status social.

El dinero, por su carácter altamente abstracto, anónimo e impersonal, es el criterio más adecuado para expresar esa meta: no importa de qué forma se ha obtenido (lícita o ilícita), ni cómo se va a utilizar; no pone límites ni fronteras al "sueño norteamericano" (García- Pablos de Molina, 2003, pp. 694-695).

En efecto, la teoría de la anomia lógicamente guarda estrecha relación con esta filosofía (sociedad de bienestar basada en la igualdad real de oportunidades), y pone de relieve que aquellos a quienes la sociedad no ofrece caminos legales (oportunidades) para acceder a los niveles del bienestar deseados, se verán presionados mucho más y mucho antes que los demás a la comisión de conductas irregulares para la consecución de aquella meta codiciada.

2. La elección vendrá condicionada, en cada caso, por el diverso grado de socialización de aquel y por el modo en que interiorizó los correspondientes valores y normas (García-Pablos de Molina, 2007, pp. 438-439).

Merton: rebelde cauteloso

En realidad, Merton asume el papel de rebelde en el análisis de fondo. Se ubica al margen del sistema y hace críticas que, llevadas hasta su conclusión lógica, exigirán cambios sociales radicales. Pero, nunca lleva sus críticas hasta ese extremo. Está limitado por su convicción de que quienes se hallan mejor preparados para hacer observaciones científicas sobre el sistema son los sociólogos funcionalistas, que determinan "objetivamente" las necesidades reales del sistema y de sus miembros. Estas necesidades solo comprenden la reforma del statu quo y el cambio de la secuencia de los ganadores, pero nunca llegan a modificar la naturaleza misma del juego.

Es evidente que la contradicción identificada por Merton –la disparidad entre un conjunto de exhortaciones culturales (reunidas en el sueño norteamericano) y una situación de desigualdad de oportunidades– no es únicamente un problema cultural que ha de resolverse especificando los valores adecuados y funcionales del sistema. No existe únicamente en el reino de las ideas; tiene una base real en la distribución no equitativa de los bienes y el poder en la sociedad norteamericana (y capitalista). En una sociedad de este tipo (como Durkheim lo dijo al analizar la división del trabajo impuesta), las recompensas en parte se distribuyen por adscripción y no son, ni pueden ser, fruto del logro resultante del esfuerzo. Las personas no ocupan, al nacer, posiciones iguales en la competencia por el éxito.

Fue precisamente esta contradicción la que orientó la labor de los teóricos utilitaristas clásicos: la contradicción estructuralmente condicionada que se establece entre la existencia de la propiedad y la posibilidad de una igualdad liberal.

No hay motivos valederos para suponer, como lo hacen Merton y los funcionalistas, que los hombres que nacen ocupando diferentes posiciones sociales y en relaciones sumamente divergentes con la estructura de las oportunidades, querrán o podrán interiorizar las metas sociales predominantes. Por el contrario, sí hay motivos de peso para postular la existencia de una diversidad cultural. En verdad, el mismo Merton admite en algunas ocasiones la realidad de la diversidad cultural, pero solo con el propósito de corregirla.

El problema de identificar los "valores que los hombres respetan" y las condiciones que merecen el calificativo de "desorganizadas" u "obsoletas", es atribución de quienes dirigen la sociedad, los que, no obstante las críticas anteriores, aparecen ahora como guardianes de las "necesidades del sistema".

En realidad, Merton confiere a la ideología meritocrática de la sociedad norteamericana el poder de acelerar el progreso de la división del trabajo y de la individualización de las funciones para que los hombres se ubiquen en posiciones compatibles con sus aptitudes.

Sin embargo, ¿no es esta ideología, cualesquiera que sean sus "funciones" directas para el sistema, una guía muy conveniente que sirve para ocultar las ventajas que ofrece la propiedad tras el telón de una competencia justa entre meritócratas? ¿No es este, acaso, el significado fundamental de las recientes incursiones de los positivistas –que trabajan con una ideología análoga en lo esencial a la del funcionalismo– en la esfera de la investigación educacional y las relaciones étnicas y raciales con el propósito de administrar test de inteligencia?

Merton mismo se refiere tangencialmente a esto cuando dice que el "fracaso" de quienes adoptan esa ideología pero no tienen éxito en la competencia es sentido como algo personal y no de la sociedad. En otras palabras, el sueño norteamericano sirve para ocultar la desigualdad; solamente podría hacerse realidad en una sociedad en la que la riqueza hereditaria estuviese abolida. La innovación, entonces, no representa tanto el fracaso de la socialización en abstracto como la desmitificación parcial del juego por los menos privilegiados.

Merton en sus trabajos posteriores, de orientación más práctica, resuelve el problema de la anomia mediante dos estrategias: primero, el éxito debe basarse en el mérito, y, segundo (para posibilitar lo primero), debe haber amplias oportunidades. Esto supone que hay un criterio aceptado acerca de qué es el mérito y que la norma fundamental es "de todos según su mérito y a cada uno según su mérito" en lugar de "a cada uno según su necesidad".

Además, la ejecución de este programa afianzaría considerablemente la ideología vigente, dado que podría sostenerse que el mérito se mide objetivamente mediante pruebas psicológicas y que a todos se les brindan salidas compatibles con su capacidad así medida. La triste realidad es que las pruebas "objetivas" tienen una base social y no equitativa, y que la creación de empleos suficientes que sean satisfactorios desde el punto de vista instrumental y expresivo escapa a las posibilidades del sistema social. Los planes liberales de sociólogos como Merton solo sirven para tratar de ocultar esta realidad (Taylor, Walton & Young, 2001, pp. 117-120).

Formulaciones posteriores

A variaciones de la teoría anómica, en particular de la versión mertoniana, se ha acudido también para explicar, con un criterio macrocriminológico, las altas tasas de delincuencia en la sociedad norteamericana en términos comparativos con otros países, en especial, desde la Segunda Guerra Mundial.

Messner & Rosenfeld (2001, pp. 18 y ss.), siguiendo el análisis mertoniano, estiman que los Estados Unidos de Norteamérica "están organizados para el delito", porque la ideología del sueño americano propone como meta cultural el éxito económico sin subrayar la necesaria licitud de los medios empleados para conseguirlo, mientras la estructura social bloquea las oportunidades lícitas de muchos individuos que optarán por vías ilegales para alcanzar las metas supuestamente accesibles a todos.

Para los autores, las elevadas tasas de criminalidad de la sociedad norteamericana se explicarían como consecuencia de la primacía absoluta y excluyente de las instituciones económicas que devalúan los roles y funciones de las instituciones no económicas (v. g., de la educación, la familia, la actividad política). La dominación económica estimularía la anomia cultural, la ética anómica y, desde luego, erosionaría los controles institucionales del delito, porque cuando las instituciones no económicas se devalúan, se ven forzadas a acomodarse a imperativos económicos o se organizan en torno a un sistema competitivo semejante al del mercado, se inhabilitan para cumplir las funciones propias que le corresponden, entre otras, la del control social. En consecuencia, los autores sugieren como estrategia de prevención del delito no el endurecimiento de la política penal sino la reorganización social y el restablecimiento del equilibrio institucional.

Por su parte, La Free (1998) se ha centrado en la explicación del acelerado incremento –acelerado e irregular– de las tasas de criminalidad en los EE. UU. desde la Segunda Guerra Mundial, sirviéndose para ello de análisis longitudinales. Según el autor, los índices de delincuencia habrían aumentado ocho veces entre 1945 y el principio de la década de los noventa, sucediéndose periodos de súbito y alarmante crecimiento de dichos índices –variaciones, en todo caso, extremadamente repentinas y vertiginosas– y periodos de estabilización de los mismos.

Para La Free, el crimen tiene su origen en un fracaso de las instituciones, que fallan en su misión de canalizar por vías lícitas el comportamiento del individuo. Las instituciones contramotivan o disuaden al delincuente potencial, operan como agentes poderosos del control social, formal e informal y protegen a las víctimas del delito, constituyendo el principal entramado de confianza y capital social de la comunidad cuando los ciudadanos perciben o asumen que son legítimas. A una profunda crisis institucional, a la pérdida de legitimidad de las instituciones políticas (v. g., movimientos de protesta de la década de los sesenta), económicas (desigualdades que han crecido espectacularmente desde la Segunda Guerra Mundial) y familiares (que dirigen los procesos de socialización) se debería, a juicio de La Free, el "crime boom" en los EE. UU.

Así mismo, a la teoría de la anomia se ha vuelto, también, para explicar el acelerado incremento de la criminalidad en los otrora países socialistas a raíz del profundo cambio político y económico que experimentaron en las últimas décadas.

Igualmente, autores como Cloward y Ohlin profundizaron las explicaciones anómicas, resaltando la dirección y connotaciones de esa presión social, según el plano de la pirámide social en que se encuentre el afectado. A juicio de los mismos, el grado de intensidad con que el individuo experimenta aquella tensión entre "estructura cultural" y "estructura social" no es uniforme, sino que se reparte de forma desigual según el lugar que se ocupe en la pirámide social: especialmente intensa en el caso de la juventud y las clases sociales menos privilegiadas (García-Pablos de Molina, 2007, pp. 440-441).

Teoría sistémica: prevención integradora

El pensamiento estructural funcionalista inspira, sin duda alguna, un conjunto de teorías que aparecen en el seno de la sociología jurídica alemana moderna (teoría sistemática de la prevención integradora) y entre cuyos representantes se destacan Amelung, Otto, Jakobs, Luhmann (García Amado, 1997), entre otros.

Todas ellas tienen en común que trasladan el centro de atención al sistema social, subordinando a su buen funcionamiento –a la producción de un eficaz consenso, por tanto, y sus equivalentes funcionales– cualquier valoración ético-política, individual o colectiva.

La pena, según teoría sistémica, cumple una función de prevención integradora (distinta de los objetivos "retributivos", de prevención "general" y "especial" que atribuyera a la misma la dogmática tradicional). Si el delito lesiona los sentimientos colectivos de la comunidad, lo tenido por "bueno y correcto", la pena "simboliza" la necesaria reacción social: aclara y actualiza ejemplarmente la vigencia efectiva de los valores violados por el criminal, impidiendo que se entumezcan; refuerza la convicción colectiva en torno a la trascendencia de los mismos; fomenta y encauza los mecanismos de integración y de solidaridad social frente al infractor, y devuelve al ciudadano honesto su confianza en el sistema.

La idea de "prevención integradora" sustituye al ideal utópico y emancipador de la resocialización del delincuente. La indudable crisis de este último no sugiere a la teoría sistémica reflexión alguna sobre posibles alternativas al actual modelo penitenciario, de acuerdo con el modelo "tecnocrático" que propugna a propósito de las relaciones entre las ciencias sociales y ciencias jurídicas (García-Pablos de Molina, 2007, p. 442).

Antes de terminar, es necesario reflexionar sobre de qué modo el hombre vive ahora en grave peligro de caer otra vez en la trampa especializada de la cual escaparon sus antepasados en edades pretéritas, cuando desenvolvieron un cerebro capaz del pensamiento abstracto. "El hombre es el enano de sí mismo", escribió Emerson alguna vez, y tal vez nunca fue tan pequeño como en esta época en que parece esgrimir tanto poder. El único signo saludable que le queda es el hecho de que aún es capaz de deslizarse desde el interior de la concha cada vez más espesa de las realizaciones tecnológicas, y atisbar a su alrededor con una sensación de intranquilidad e insatisfacción.

El hombre era un animal social mucho antes de ser hombre. Pero cuando creó grandes sociedades y elaboró el mundo de la cultura que hoy le rodea, actuaba hasta cierto punto conscientemente. El hombre, contrario al animal, se da cuenta de la naturaleza de la sociedad. La imagen consciente que de ella se ha forjado es de una tremenda importancia para moldear su devenir. Ella ayuda a construir el futuro del hombre, y a hacer claridad sobre el por qué hay que luchar por ese futuro, día tras día laborando con las vidas de hombres humildes e innumerables (Cardona & Seek, 1993, pp. 18-19, 25-26).

Conclusiones

En el ámbito de las teorías más propiamente sociológicas, el principio del bien y del mal ha sido puesto en duda por la configuración estructural-funcionalista de la anomia y de la criminalidad. Esta teoría, introducida por las obras clásicas de Durkheim y desarrollada por Merton, representa el giro de orientación sociológica efectuado por la criminología contemporánea. Constituye la primera alternativa clásica a la concepción de los caracteres diferenciales biopsicológicos del delincuente y, en consecuencia, a la variante positivista del principio del bien y del mal.

En este sentido, la teoría funcionalista de la anomia se sitúa en el origen de una profunda revisión crítica de la criminología de orientación biológica y caracterológica, es decir, en el origen de una dirección alternativa a ella que caracteriza todas las teorías criminológicas, aun cuando estas compartan en su mayor parte con la criminología positivista la concepción de la criminología como búsqueda de las causas de la criminalidad (Baratta, 2000, p. 56).

Así pues, la teoría estructural funcionalista de Merton afirma que la anomia no es solo el derrumbamiento o crisis de unos valores o normas por razón de determinadas circunstancias sociales (el desarrollo económico avasallador, el proceso de industrialización, entre otros), sino, ante todo, el síntoma o expresión del vacío que se produce cuando los medios socioestructurales existentes no sirven para satisfacer las expectativas culturales de una sociedad.

De esta forma, Merton genera un escenario reflexivo en torno a la sociedad norteamericana a partir de concepciones sociológicas, proponiendo para resolver el problema de la anomia que la sociedad tenga acceso a las mismas oportunidades y, a su vez, que el éxito se alcance por medio del mérito (García-Pablos de Molina, 2007, p. 438).

Con posterioridad, esta teoría fue retomada por otros autores, tales como Messner, Rosenfeld, Free, Cloward y Ohlin, quienes le dieron explicación al aumento de los índices de criminalidad en Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial.

En la actualidad, pese a que las condiciones en las que viven los seres humanos han cambiado notoriamente –al punto de que hoy se habla del capitalismo global, sistema global, sociedad mundial (Hannerz, 1998; Ortiz, 2003)–, se observa que los planteamientos de Merton sobre las contradicciones entre las estructuras culturales y sociales, siguen dándose a gran escala en el mundo, pues la concentración del poder en ciertas esferas que están dotadas de múltiples facultades, dificulta la materialización de la igualdad en el acceso a las oportunidades y la consecución de las metas y objetivos de muchos individuos, quienes deben utilizar otros mecanismos –no legales– para conseguir sus propósitos y ser felices.


Notas

1 Artículo de reflexión relacionado con la investigación que el autor realiza en el "Grupo de Investigación en Derecho Penal, Criminología y Política Criminal Cesar Bkria", registro Colciencias COL0061256 (Categoría D), que pertenece a la línea de investigación "El derecho penal como garantía judicial al derecho a la libertad".

2 El delito también forma parte, en cuanto elemento funcional, de la fisiología y no de la patología de la vida social. De allí que el delito, en los límites cuantitativos y cualitativos de su función psicosocial, no solamente sea un fenómeno inevitable, sino también parte integrante de toda sociedad sana (Molina, 1994).


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