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Revista Criminalidad

versión impresa ISSN 1794-3108

Rev. Crim. vol.59 no.2 Bogotá mayo/ago. 2017

 

Estudios criminológicos

“La ciudad más insegura del mundo”: homicidio y crimen en Bogotá, 1988-1994

“The most unsafe city in the world”: homicide and crime in Bogota, 1988-1994

“A cidade mais perigosa do mundo”: o homicídio e o crime em Bogotá, 1988-1994

Sayra Catherín Rodríguez-González 1  

1Magíster en Estudios Políticos. Investigadora y editora Historik. Investigación en Historia, Artes y Humanidades, Bogotá, Colombia. sayralee@gmail.com


Resumen

Esta investigación tiene como objetivo mostrar el panorama del crimen y del homicidio en un período histórico definitivo para la capital de la república (1988-1994). Se intenta dar sentido al rótulo de “la ciudad más insegura del mundo”, que apela a un título que circuló en medios de comunicación y que se expande debido a los hechos de violencia y crimen que flagelaban a Bogotá.

Método:

un análisis cualitativo resulta fundamental ante la fragmentación de los datos estadísticos que son propios del contexto histórico abordado. Se revisaron fuentes de información de diversa índole; la Revista Criminalidad constituye una fuente valiosa de información, tanto estadística como de análisis criminológico.

Resultados:

por un lado, existen por lo menos tres escenarios de la violencia que pueden explicar el incremento de las tasas del homicidio en Bogotá; por otro, entre los agentes del crimen, que también aumentan, la delincuencia común surge como protagonista.

Conclusiones:

este acercamiento plantea la discusión sobre el fenómeno de la delincuencia común, neurálgica en las urbes, que poco ha sido tratada por los estudiosos. El ambiente de inseguridad en la ciudad combinó tanto los efectos del conflicto político nacional como los del conflicto local.

Palabras clave: Homicidio; delincuencia; victimización; delitos; hurto

Abstract

The objective of this research consists of revealing the Outlook of crime and homicide in a historical period of Paramount importance for the capital of the Republic of Colombia (1988- 1994).

The purpose

is to give a real sense to her label of “the most unsafe city in the world” that responds to a title that circulated and expanded on the media as a result of the scourge of violent facts and episodes of violence affecting Bogota.

The method:

a qualitative analysis is essential in the face of the fragmentation of statistical data that are common to the historical context addressed. Information sources of va ried nature were reviewed: the magazine Revista Criminalidad is a valuable one in both statistics and criminological analysis areas.

Results:

on the one side, there are at least three scenarios of violence that may explain the rising homicide rates in Bogota; likewise, on the other side among a growing number of crime agents, also rampant common crime is emerging as leading character played by a leading actor.

Conclusions:

This approach lays out the discussion on the common delinquency phenomenon, a neuralgic aspect in cities having been poorly dealt with by scholars. The present environment and feeling of insecurity have merged the impacts of both the national political conflict and local confrontation.

Key words. Homicide; murder; killing; victimization; offenses; crimes; theft; larceny

Resumo

Esta pesquisa tem como objetivo mostrar o panorama do crime e do homicídio em um período histórico definitivo para a capital da república (1988-1994). Tenta-se dar sentido ao rótulo da “cidade mais perigosa do mundo”, que apela a um título que circularou na mídia e se expande devido à violência e criminalidade que assolava Bogotá.

Método:

uma análise qualitativa é fundamental para a fragmentação de dados estatísticos que são específicos do contexto histórico abordado. Diferentes fontes de informação foram revisados; a Revista Criminalidad é uma valiosa fonte de informação, tan to estatística quanto de análise criminológica.

Resultados:

de um lado, há pelo menos três cenários de violência que podem explicar o aumento das taxas de homicídios em Bogotá; de outro, entre os agentes do crime, que também aumentam, a delinquência comum emerge como protagonista.

Conclusões:

esta abordagem expor a discussão sobre o fenómeno da delinquência comum, neurálgica nas cidades, e pouco tem sido tratada pelos estudiosos. O clima de insegurança na cidade combinou os efeitos do conflito político nacional e o conflito local.

Palavras-chave: Homicídio; delinquência; vitimização; delitos; furto

Introducción

Una de las escenas más impactantes de la serie televisiva Cuando quiero llorar no lloro o Los Victorinos, como se le conoció popularmente y que fue emitida en 1991, es aquella en la que cumpliéndose la profecía de un adivino, tres hombres jóvenes que tenían el mismo nombre, que habían nacido en igual día y en la misma ciudad (Bogotá), coinciden justo en el momento de un asalto a una entidad bancaria. La escena transcurre en la capital del país: uno de los muchachos, que integraba un grupo militante de izquierda, entra armado para robar el banco; otro de ellos, que pertenecía a una banda de sicarios, espera a su víctima para asesinarla, y el último aguarda para realizar una transacción ilícita en el establecimiento. La escena del asalto al banco es dramática, pues allí, en medio de disparos, son heridos mortalmente tanto el militante como el sicario (Ibáñez, 20 de enero de 2009)1.

Traer esta escena, que puede parecer más un cliché, no es para nada gratuito. La Bogotá de los años 80 y 90 del siglo pasado no por nada alcanzó la mala fama de “la capital mundial del robo bancario” o de “la ciudad más insegura del mundo”2 (“El colapso de Bogotá”, 12 de octubre de 1992).

Delinear algunas de las características, agentes y prácticas del homicidio y el crimen en la capital, durante finales de los años 80 y comienzos de los 90, es el objetivo del presente artículo. Cabe aclarar que no constituye un análisis sobre el mundo criminal, sino una aproximación a aspectos del contexto de inseguridad de la capital, caracterizado por un incremento de la criminalidad y de la violencia homicida que afectaron directamente los vínculos entre la ciudadanía y la institucionalidad.

El período histórico que se aborda (1988-1994) resulta definitivo por la rápida escalada del homicidio desde mediados de la década de los 80, hasta que en 1993 alcanza una tasa histórica de 84 homicidios por 100 mil habitantes (la más alta de toda su historia). Todo ello entre el ruido de las bombas, el dolor de magnicidios y atentados, y la criminalidad en auge (primer apartado). Pero al mismo tiempo que la muerte flagelaba a los capitalinos, la dinámica del crimen era protagonizada por manifestaciones y agentes que trastocaban la cotidianidad de la comunidad, particularmente la delincuencia común (segundo apartado). Sobre el crimen, primero, se abordan elementos sobre los asaltantes de entidades bancarias y los “jaladores” de carros, que fueron agentes que usaron de manera excesiva la violencia contra sus víctimas, lo que se reflejó en aquella expresión de “se roba, pero también se mata”; por otro lado, se da un vistazo breve a la delincuencia esporádica por la victimización directa sobre la ciudadanía y que afecta su cotidianidad.

Metodología

Este constituye un estudio cualitativo sobre la criminalidad y el homicidio en Bogotá, en un período decisivo de su historia. Se recurre al uso de fuentes históricas diversas, que incluyen la revisión sistemática de prensa, archivo histórico e informes oficiales. El ejercicio de develar la violencia y el crimen en Bogotá durante este contexto es en extremo complicado, si se consideran las dificultades para reunir evidencias que se alejen del tono amarillista de algunos medios de comunicación y la ausencia de estudios sobre los agentes de la vida criminal en Bogotá. No obstante, la Revista Criminalidad, publicación de la Policía Nacional, fue una fuente valiosa de información que permitió un acercamiento al tema. Su revisión sistemática (1987 a 1995) contribuyó a ubicar tendencias, así como seleccionar y procesar datos estadísticos vitales y estudios criminológicos de la época, que daban cuenta de los retos que tenían las instituciones, particularmente la Policía Nacional, para enfrentarlo, por su complejidad.

Resultados

La Bogotá de finales de la década de los 80 e inicios de la de los 90 estuvo atravesada por una fuerte crisis institucional, que coincidió con una alta inseguridad, reflejada por una alta tasa del homicidio e incremento en los indicadores de la criminalidad, específicamente de los delitos contra el patrimonio económico3. Este período decisivo en la historia de la ciudad se enmarcó dentro de tres alcaldías: Andrés Pastrana Arango, Juan Martín Caicedo Ferrer y Jaime Castro Castro. Las tres tuvieron en común escándalos de corrupción y acciones de ineficiencia. También fue decisiva durante estos años la mayor brecha social entre ricos y pobres, y la desigualdad entre el norte y el sur, y las tensiones entre los agentes del gobierno urbano y el desempeño policial. En ese contexto, dos demandas ciudadanas tomaron vuelo: la mejor calidad de vida y la seguridad. Ello se liga a la estigmatización de la población juvenil y el término de la “medellinización”, que es propia de este contexto histórico.

Respecto a lo que concierne al panorama de la inseguridad, una mirada breve a los datos ofrecidos por la Revista Criminalidad muestra que entre 1987 y 1992 la criminalidad en Colombia se mantuvo en una constante, hasta que en 1993 empezó un descenso paulatino (PONAL, 1987-1995). Bogotá y Medellín, desde finales de la década de los 80 y hasta 1991, vivieron un aumento considerable de los delitos, mientras que Cali experimentó un descenso sostenido. Bogotá mantuvo un alto índice de delitos, pero el año 1991 fue cuando más alto llegó, pues alcanzó una tasa de 1.287 delitos por 100 mil habitantes, cifra por encima de Medellín, con 1.160, y de Cali, con 537; en adelante, aunque disminuyen los delitos en la capital, no baja a los niveles presentados en la década de los 80, a diferencia de Medellín, que sí redujo considerablemente sus índices luego de 1991, o de Cali, que tuvo un descenso progresivo en el mismo marco temporal (Figura 1).

Figura 1.

Fuente: PONAL (1987-1995). Revista Criminalidad, vols. 30-38. Elaboración propia. Datos para áreas metropolitanas: Bogotá, Valle de Aburrá y Cali.

Figura 1  T asa de delitos por cada cien mil habitantes. Comparativo de principales ciudades, 1987-1994 

Como deja ver la Figura 1, el año 1991 fue crítico, en términos de seguridad, y se corrobora con publicaciones de prensa en las que el tema de la seguridad en la capital adquirió gran relevancia en la discusión pública4. No más en ese año los casos delictivos en Bogotá aumentaron casi en 20 mil respecto al año anterior, es decir, que hubo un incremento del 41 % solo entre 1990 y 1991, mientras que en Medellín fue del 15 % y en Cali del 6 % (PONAL, 1992).

En la capital de Colombia, luego de la encaramada del delito desde finales de la década de los 80 hasta 1991, el crimen pareció instalarse en Bogotá, lo que explica el aumento de la inseguridad durante la primera mitad de la década de los 90. En la Revista Criminalidad de 1994 se resaltaba que Bogotá, en el año anterior, había sido la segunda ciudad, junto con Villavicencio, con la tasa de delitos más alta, luego de Pereira. Lo anterior no parece extraño, ya que Bogotá, por su condición de capital y su numerosa población, podía contar con mejores mecanismos de denuncia que facilitaron su registro, pero esto es solo una versión parcial. También podría argumentarse que el comportamiento al alza de los delitos en Bogotá fue jalonado por el aumento del homicidio, pero de ser así, ¿por qué no descendieron, de la misma manera que lo hizo el homicidio en los primeros años de la década de los 90? Si se toma de nuevo como referente el año 1991, se observa que los delitos contra la vida e integridad, tanto en Medellín (12.700) como en Cali (6.131), fueron más cuantiosos que los delitos contra el patrimonio económico -Medellín (8.500) y Cali (2.847)-. Caso contrario fue Bogotá, donde el número de delitos contra el patrimonio económico fue más prominente que el de delitos contra la vida e integridad -40.396 y 16.170, respectivamente- (Tabla 1). Por tanto, Bogotá, al tiempo que sentía con rigor el flagelo de la violencia homicida, aunque no al nivel de Medellín o Cali, también padecía el crimen exacerbado, que ponía en jaque la seguridad de la ciudadanía (PNUD-PNR, Violencia urbana e inseguridad ciudadana, 1995).

Tabla 1.

Tabla 1 Criminalidad en zonas metropolitanas, 1991 

Tomado de: PONAL (1992). Revista Criminalidad

El flagelo de la muerte

En 1993, Bogotá alcanzó una tasa histórica de homicidio: 84 de cada 100 mil habitantes cayeron víctimas de esta violencia. Tal incremento ha contado, por lo menos, con dos vías de interpretación del incremento, y se hallan interconectadas con el ascenso del crimen. Una apuntó a los afectos del crimen organizado en la capital, especialmente a las disputas entre el narcotráfico y las bandas de los esmeralderos; estas organizaciones que llegaron a infiltrar distintas instancias, como la Policía y el Ejército, lo que tuvo sus consecuencias en Bogotá, pues fue usada como escenario de confrontación en la búsqueda del poder político y criminal. Así que el comportamiento de los homicidios se debió a la dinamización de todos los componentes de la estructura criminal, por la acción del crimen organizado (Llorente et al., 2002; FIP, enero de 2013)5. La otra perspectiva sobre el incremento del crimen y el homicidio tuvo como factor explicativo el crecimiento urbano no planificado y las condiciones de pobreza, elementos que implicaban la emergencia de agentes de desorden social (PONAL, 1987-1995). Aunque se reconocía la incidencia del crimen organizado en Bogotá, la Policía Nacional asoció la intensificación de la criminalidad y el homicidio a la “urbanización” del delito, es decir, los centros urbanos eran caldo de cultivo para la violencia por la alta concentración poblacional; por tanto, la solución al problema radicaría en el desarrollo progresivo: “se espera que con el desarrollo entendido ‘como un proceso integral e interactivo que demanda y precipita al mismo tiempo cambios que abarcan lo social, político, cultural y económico’ haya disminución del crimen violento” (PONAL, 1992). Estas dos vías explicativas resultan reveladoras para reflexionar sobre el escenario del crimen y el homicidio, pero desconocen el contexto social en el cual se forman agentes, como la delincuencia común, que tiene características distintas al crimen organizado.

El ascenso del homicidio fue vertiginoso, si se tiene en cuenta que en 1988 Bogotá contó con una tasa de solo 5 por 100 mil habitantes6. Medellín fue el caso más extremo: en 1991 presentó una tasa espeluznante de 396 homicidios por cada 100 mil habitantes, tras un aumento desde mediados de los años 80; luego de 1991, la tasa descendió. Cali, por su lado, tuvo un comportamiento ascendente leve y sostenido desde 1989, y alcanzó 135 homicidios por 100 mil habitantes en 1994 (Figura 2).

Figura 2.

Fuente: DANE. Elaboración propia.

Figura 2  T asa de homicidios por cada 100 mil habitantes. Comparativo de las principales ciudades, 1985-1995 

Durante este ascenso del asesinato en la capital, la prensa reportaba víctimas caídas en explosiones, atentados o balaceras, ocurridos en distintos sectores, así como cuerpos baleados o torturados, que fueron hallados a las afueras de la ciudad (“Asesinados 3 del cartel en Bogotá”, 1 de octubre de 1993)7. De manera que como punto de partida se pasa a delimitar por lo menos tres escenarios de violencia homicida, que sobresalieron durante aquellos años y que incidieron en el incremento del homicidio en Bogotá. A continuación se enuncian algunos elementos sobre cada uno de estos escenarios.

1) La violencia homicida producto del narcotráfico, debido a que en los años 80 la arremetida de los capos sobre la capital fue estruendosa 8. Los medios de comunicación difundieron este tipo de hechos bajo el rótulo de “narcoterrorismo”. Ello hacía alusión a los atentados, magnicidios y homicidios ejecutados por el cartel de Medellín en la capital, con el propósito de acorralar a las autoridades del Estado con el objetivo de evitar medidas que perjudicaran su actividad criminal. Entre 1989 y 1990 estallaron no menos de cuatro bombas en puntos muy distantes de Bogotá, que dejaron cuantiosas víctimas entre muertos y heridos (El Tiempo, 16 de agosto de 1990). El atentado al edificio donde operaba la fuerza de inteligencia de la Nación, el DAS, aún retumba en la memoria colectiva de los capitalinos por las secuelas físicas y psicológicas de la explosión, la más aterradora de una serie de explosiones que venían provocándose en Bogotá. El 6 de diciembre de 1989 fueron detonados 500 kilos de dinamita, colocados en el interior de un automóvil que fue estacionado en el céntrico sector de Paloquemao, donde se ubica una de las principales plazas de mercado de la ciudad. Aquel día arrojó entre las víctimas fatales a 70 civiles, entre ellas niños, y más de seiscientos heridos; la explosión afectó las instalaciones aledañas al DAS, por lo cual muchas de las víctimas fueron personas que laboraban diariamente en los locales vecinos y quienes se encontraban efectuando trámites en la entidad (Canal Capital Bogotá, 19 de junio de 2012).

Tanto la bomba al DAS como los magnicidios visibilizaron la vulnerabilidad del bastión político y administrativo del país. Los funcionarios distritales, como los concejales, pidieron constantemente medidas de protección particular, ante la amenaza de morir asesinados en cualquier momento (El Tiempo, 11 de junio de 1988). Según la FIP, una de las causas del incremento del homicidio durante el período abordado fue la alianza y enfrentamiento entre bandas de esmeralderos y narcotraficantes, que se intensificaron entre las décadas de los 80 y 90. El capo Gonzalo Rodríguez Gacha, alias “El Mexicano”, fue uno de los principales protagonistas. El crimen organizado se desplegó por la ciudad por medio de la cooptación de bandas de la delincuencia común, que emergían en barrios populares, además de llegar al punto de reclutar a la “indigencia” en su cadena de crimen (FIP, 2013)9. No obstante, las conexiones entre las grandes estructuras criminales y los grupos delincuenciales son borrosas, y para esto ayudaría un análisis sobre aquellas otras violencias que emergieron en la ciudad, así como de los actores de la delincuencia menos sofisticada y que irrumpieron en el escenario urbano desde los años 70.

2) La violencia protagonizada por la subversión -especialmente las FARC y el ELN-, luego de las negociaciones con otros grupos subversivos, y se les atribuyó presencia a través de redes de milicianos en los barrios periféricos de Bogotá durante la década de los 90 (Gutiérrez, 2006). No obstante, para Segovia (1994), los proyectos milicianos no dejaron víctimas mortales, pues no se conocieron sino excepcionales actos subversivos, especialmente en la periferia sur, que tenían que ver sobre todo con quema de buses y estallidos de petardos de menor magnitud en estaciones de policía y CAI. Las FARC se atribuyeron los atentados contra los CAI y la quema de buses de transporte público en localidades como San Cristóbal, y en menor medida, Kennedy y Ciudad Bolívar. Estrategias de este tipo eran parte del “plan estratégico” y de lo discutido en la VIII conferencia realizada en 1993 por parte del grupo armado, que entre sus objetivos tenía aproximarse a las ciudades (CNMH, 2013; Gutiérrez, 2006)10. Empero, existen pocos estudios y datos sobre la intervención de la guerrilla de las FARC en la ciudad, luego de la formulación de su plan estratégico, en el que se apuntó a la urbanización del conflicto armado y, particularmente, de formar un cerco a la capital. Antes de la realización de la conferencia guerrillera se contaron algunas; como referencia, la presencia de las FARC en los sectores de El Tanque, Potosí y Jerusalén, en la alcaldía menor de Ciudad Bolívar (El Tiempo, 25 de agosto de 1991).

Aunque por falta de información no se sabe con más detalle sobre el accionar guerrillero a finales de la década de los 80 en Bogotá, algo se conoce sobre el M-19 (Movimiento 19 de Abril), que por su carácter más urbano ocupó un lugar preponderante respecto a las FARC o el ELN, en especial en lo relacionado con su intervención en algunos de los barrios de la periferia y en Soacha (Jaramillo, 1993), y de sus relaciones con líderes comunales y sociales. Precisamente, la deficiente presencia del Gobierno distrital en las márgenes de la urbe permitió que actores violentos tuvieran aceptación en barrios donde las condiciones de calidad de vida eran precarias. En ese sentido, el evento del asalto a un carro repartidor de leche por parte del M-19, en 1985, que generó la masacre de varios de sus integrantes y otros pobladores, en la que participaron miembros de la Fuerza Pública, fue la imagen que se asoció a la presencia de este grupo subversivo en los barrios populares (“Condena de OEA a operación...”, 15 de noviembre de 1996).

También se menciona en la prensa la realización de acciones intimidatorias, como “boleteos”, protagonizados presuntamente por desmovilizados del M-19, que pedían contribuciones económicas a moradores (“Alcalde pide a Navarro Wolff impedir boleteo”, 21 de marzo de 1991). Se sabe que en su período como alcalde, Juan Martín Caicedo Ferrer le escribió una carta a Antonio Navarro Wolff, líder político del M-19, en la que cuestionaba a la organización armada por ese tipo de actos intimidatorios sobre la población. El tipo de presencia, tanto de las milicias como de integrantes de los grupos armados ilegales en Bogotá, aún está por revelarse; sin embargo, fuentes periodísticas sí reportaron en varias ocasiones la ejecución de allanamientos y operativos sorpresa por parte de la Fuerza Pública, especialmente del Ejército, en los barrios del sur de la ciudad, con el objetivo de contrarrestar presuntas acciones guerrilleras (El Tiempo, 2 de enero de 1991).

3) La violencia homicida protagonizada por la delincuencia común. Entre los efectos del crimen organizado estaba la formación de bandas de delincuencia organizada, que en medio de sus disputas y ajustes de cuentas quedaron víctimas fatales (Llorente & Escobedo, 2002). El sicariato en Bogotá es otro misterio. Esta práctica macabra involucraba a la población juvenil con el crimen organizado y la delincuencia común. De acuerdo con el mismo informe de la FIP, las bandas de crimen organizado que se instalaban en la ciudad se vincularon luego a otras actividades delincuenciales que les generaba rentabilidad: “algunas de estas mafias alcanzaron altos grados de compartimentación y no pocas de ellas incorporaron el uso frecuente del sicariato, método que emplearon para protegerse de sus competidores y ajustar cuentas internamente” (FIP, 2013; “Asesinados 3 del cartel en Bogotá”, 1 de octubre de 1993). Un caso de bandas cooptadas para ejercer prácticas de sicariato fue el de “La Piña”, cuyo integrante alias “Monaguillo” fue sindicado de asesinar a un coronel del Ejército en el norte de Bogotá. El presunto asesino fue apresado en el barrio Juan Pablo II de Ciudad Bolívar, luego de una serie de operativos y allanamientos que se realizaron en los sectores periféricos de la ciudad (“Desarticulan banda de asaltantes…”, 15 de septiembre de 1990).

Las bandas delincuenciales mostraron una alta técnica para llevar a cabo golpes contundentes en Bogotá. Más allá del ajuste de cuentas, usaron la violencia excesiva durante sus operaciones criminales, y se convirtieron también en generadores de homicidio. En muchos barrios de la localidad de Ciudad Bolívar se reportaron los asesinatos de jóvenes en condiciones desconocidas. Por su poder homicida, se estableció que la delincuencia tenía nexos con el crimen organizado, como lo expresó con preocupación el alcalde Jaime Castro Castro en 1991:

Naturalmente, una altísima proporción de quienes se dedican al robo a mano armada proviene de esa mano de obra despiadada y homicida que la criminalidad organizada generó. Lo demuestra el que ahora los atracos y los asaltos sigan un terrible patrón sicarial. Ya no basta robar. El que roba tiene, además, que matar. El atracador se volvió asesino profesional (“Se medellinizan Cali y Bogotá”, 25 de septiembre de 1991).

Sin embargo, además de los análisis de la FIP, no se cuenta con evidencias para lograr caracterizar los vínculos, directos o indirectos, entre el crimen organizado y la delincuencia común; aunque cabe mencionar que la forma en que la delincuencia común ejerció la violencia prendió las alarmas de la ciudadanía y de las autoridades: un atraco podía convertirse en asesinato, tortura o agresión sexual. Dos casos ponen de manifiesto tal exceso de la delincuencia común. El primero sucedió en agosto de 1991, momento en el que una banda de jaladores de carros, denominada “Los Camperos”, asesinó a Hernando Loboguerrero, jefe de campaña de un precandidato a la alcaldía de Bogotá y ex Secretario de Hacienda del Distrito, luego de ser asaltado de camino a su hogar, ubicado al norte de la ciudad (“Cayeron homicidas de Loboguerrero”, 11 de septiembre de 1991; “Otra víctima más de los haladores”, 30 de agosto de 1991). Fue tal el escozor que causó su deceso, que las autoridades, de manera inmediata, comenzaron la búsqueda de los responsables. Los capturados por el crimen provenían en su mayoría de otras ciudades, sus edades oscilaban entre los 18 y los 38 años, y al momento del hecho habían usado indumentaria de la Fuerza Pública11. A partir de las investigaciones judiciales se estableció que la banda tenía conexiones en la frontera con Venezuela, a donde se dirigían para la venta de los vehículos hurtados. Los detenidos también fueron sindicados por el asesinato de un empresario tras el robo de su camioneta de último modelo. El segundo caso que se resalta ocurrió en ese mismo año, en el mes de octubre. El propietario de una estación de gasolina, Roberto Noguera Páramo, fue asesinado a la salida de la misma por otra banda de jaladores de carros al momento de hurtar su vehículo: “el costo de quitarle su auto fue su vida”, escribió pesaroso un editorialista amigo de infancia de la víctima (D’Artagnan, 18 de octubre de 1991). La víctima había sido jefe de campaña de un dirigente político.

Además de las víctimas de los atracos, se contaron muertes ocasionadas por bandas de delincuencia común que afectaron a jóvenes en los barrios periféricos. La Fiscalía General de la Nación, en 1994, logró determinar, luego de una serie de investigaciones, que personas particularmente jóvenes estaban siendo asesinadas en Ciudad Bolívar desde finales de la década de los 80, por grupos delincuenciales que “con su extrema violencia han generado en los residentes un pánico de carácter colectivo” (“Identifican 2 bandas…”, 26 de abril de 1994). Entre tales bandas se señalaba a “Los Escárragas” o “Los Conejos”, que fueron sindicadas de asesinar a jóvenes y líderes comunitarios, además de una variada gama de actividades criminales por las cuales ya tenían abiertos procesos judiciales. También se adjudicó dentro de sus prácticas la oferta de seguridad o de exterminio social (CNMH, 2015)12.

2. La delincuencia que cuando roba, mata

En forma paralela al ascenso del homicidio iniciado en la década de los 90, la criminalidad alcanzó niveles alarmantes en Bogotá; entonces, ¿por qué Bogotá ganó la fama de “la ciudad más insegura del mundo”? Resulta difícil rastrear el momento preciso en que tal rótulo se coló en la opinión pública para denominar a la capital, pero si bien el crimen organizado incidió de manera contundente en el aumento de las estadísticas de la violencia y el crimen durante el período histórico demarcado, la delincuencia común también cumplió un papel protagónico. En ese contexto, investigadores como Segovia (1994) advirtieron que el crimen capitalino cumplía otras características que no tenían que ver directamente con el crimen organizado, pues por datos de la Fiscalía presentados en su estudio, la violencia de tipo social, como las riñas, lesiones personales y grupos delincuenciales de menor envergadura, enseñaba signos que debían llamar la atención de las autoridades.

En ese sentido, la problemática de la delincuencia común se enmarca en un mundo criminal complejo y diverso, que por ahora escapa del análisis. Políticos, personajes de sectores económicos, la opinión pública y habitantes del común, durante aquellos años, se pronunciaron sobre los peligros para la ciudadanía, en un ambiente de inseguridad al que las autoridades no prestaban la suficiente atención. Asimismo, en un ámbito en el que primó la desconfianza institucional se abrió campo a fenómenos de inseguridad que recrudecen la victimización de la ciudadanía (Bergman y Flom, 2012). Por tanto, durante su campaña a la alcaldía de Bogotá, Jaime Castro Castro aseguró que dentro de su programa de gobierno el tema de la seguridad tendría un lugar preponderante, pues hasta el momento el Estado había privilegiado la lucha contra la guerrilla y el “narcoterrorismo”, sin enfocarse en temas de seguridad ciudadana.

Así, tomando la clasificación que realizaron Perea y Rincón (2014) de la estructura criminal capitalina, a partir del andamiaje teórico de Federico Varese, es posible asociar ciertas características a la delincuencia común de la época. De acuerdo con sus postulados:

Existe una portentosa criminalidad estructurada en torno a los consabidos términos de crimen organizado y delincuencia común, diferenciados en que el primero controla un mercado, mientras la segunda no. Cada uno, a su vez, se divide en dos categorías. El crimen organizado en bandas de comercio (legal e ilegal) y bandas de residencia; la delincuencia común, en bandas especializadas y grupos esporádicos (p. 214).

En lo referente al crimen organizado, las bandas de comercio presentan un mayor nivel de sofisticación y jerarquización, y delinquen en zonas de gran concentración comercial, además de que cuentan con un grupo armado para su seguridad; diferente a esta dinámica, las bandas de residencia, no tan sofisticadas como las de comercio pero sí con cierta jerarquía, se despliegan por los barrios residenciales y tienen como principal actividad la venta de droga al menudeo, que combinan con otras actividades delictivas -hurto, extorsión, etc.

Por su parte, la delincuencia común se compone de la que tiene carácter de especializada, que “carece de inserción territorial”, por lo cual no ejerce control sobre la población. Su característica fundamental es que se especializan en una actividad delictiva en particular -jaladores de carros, apartamenteros, etc.-, sin que ello quiera decir que en ocasiones no cometan otro tipo de delitos. En este tipo de organizaciones pesa mucho el “acumulado familiar”, por ejemplo. De ahí que muchas bandas delincuenciales tengan tradición en el mundo criminal (Perea & Rincón, 2014, p. 221). En cuanto a la delincuencia común esporádica, esta es más fragmentada; reúne una serie de grupos sin organización, pues no tienen como fin la realización de una actividad delictiva específica para acumular dinero, pero el típico atraco callejero es una de sus prácticas primordiales. Entre esta categoría se incluye una muy variada gama de fenómenos delincuenciales, que van desde las denominadas pandillas, hasta los grupos de neonazis. La delincuencia común tiene la particularidad de afectar la percepción de seguridad de los habitantes y de la acción institucional, porque causa una victimización directa, lo cual afecta la confianza en las instituciones, particularmente de la administración y la policía (Tudela, 2012, pp. 381-382).

En Bogotá se denunciaba un amplio espectro delictivo -secuestro extorsivo, terrorismo, falsificación, acceso carnal violento, lesiones personales, hurto-. Entre 1987 y 1995, en la Revista Criminalidad se mostró una participación promedio de 60 % de delitos efectuados contra el patrimonio económico, mientras que los delitos contra la vida mostraron un promedio de 20 % en ese mismo período de tiempo (PONAL, 1993, p. 59). Durante estos años, el delito contra el patrimonio económico en Bogotá se mantuvo casi estático (Figura 3), lo que evidencia que fue una problemática difícil de resolver para las autoridades.

Figura 3.

Fuente: Policía Nacional (1987-1995). Revista Criminalidad, vols. 30-38. Elaboración propia.

Figura  3. P articipación porcentual por tipo de delito, Bogotá, 1987-1995 

2.1. El robo de los carros y los bancos

Entre finales de los años 80 y comienzos de los 90 del siglo XX, en el país se alcanzó la peligrosa estadística del robo de un vehículo por minuto (PONAL, 1989). De acuerdo con la cifras presentadas por la Policía Nacional, el año crítico fue 1989, con un total de 65.568 automotores robados en todo el país. No más para dar cuenta del incremento sustancial de este delito, en 1988 se denunciaron 23.031 casos, y en 1991 aumentó a 43.660. En 1989, el 45 % de estos hurtos se ejecutaron en Bogotá, el 22 % en el departamento de Antioquia y el 9 % en el Valle del Cauca. Ello tenía razón de ser, pues además de las bandas locales, viajaban desde diferentes ciudades para hurtar vehículos, que posteriormente conducían hacía distintos lugares, para esquivar con mayor facilidad a las autoridades y donde eran vendidos o “desguazados”. En ese sentido, el incremento del hurto de vehículos fomentó el comercio de las autopartes. Una de las hipótesis de la MEBOG, sobre el incremento de esta práctica delictiva, fueron los efectos del plan desarme, que implicaron una reducción del hurto a residencias y un aumento per se del robo de vehículos (El Tiempo, 14 de febrero de 1994).

En la “ciudad más insegura del mundo”, los establecimientos comerciales y los vehículos fueron blancos favoritos de bandas especializadas. En 1991, año en que los casos de delitos llegan a su punto máximo, la prensa reveló la inquietante cifra de “12 automotores robados diariamente en la capital” (Rubio, 20 de diciembre de 1991). Al mismo tiempo, Bogotá se volvía famosa por los asaltos a las entidades bancarias; tanto así, que surgió el apelativo de “la ciudad del asalto bancario”. Ello fue consecuencia de que la capital del país fuera un atractivo para organizaciones delincuenciales dedicadas al hurto de bancos, debido al flujo constante de dinero.

Respecto al robo de vehículos, los jaladores de carros delinquían en lugares de alta afluencia de personas y vehículos, como iglesias, centros deportivos, plazas de mercado, parques y centros comerciales, y las localidades más afectadas fueron Chapinero, Engativá, Kennedy, Teusaquillo, Puente Aranda y Santafé (De Francisco, 1996[?]). Uno de los sitios donde más se produjo el robo de automotores fue en los semáforos; allí, conductores desprevenidos eran asaltados con armas de fuego y despojados de su carro a plena luz del día (El Tiempo, 30 de agosto de 1991; El Tiempo, 16 de septiembre de 1991). Estas bandas fueron numerosas en la capital. Algunas, como Los Ejecutivos, Los Sardinos, Los Kennedy, Los Gatos, Los Escopolamineros, Los Desvalijadores, Los Taxistas, Los Camperos y Los Rimuleros fueron un constante dolor de cabeza para las autoridades (“El ejército a la vigilancia”, 25 de septiembre de 1991). En 1993, la MEBOG había logrado identificar a casi 160 hombres vinculados con ese delito, además de realizar una jornada en la que se devolvieron más de 250 carros recuperados (El Tiempo, 14 de agosto de 1993).

En algunos casos, las bandas de jaladores de carros tuvieron nexos a nivel transnacional. Algunas se ligaron a redes que funcionaban en las fronteras de Ecuador y Venezuela. Los delincuentes trasladaban los carros más lujosos hacia ciudades fronterizas, donde se transaban para que fueran vendidos en los países vecinos, o eran desarmados para vender los repuestos. Estos delincuentes tenían un nivel de sofisticación considerable, pues eran hábiles para hurtar vehículos de las mejores marcas. En aquellos años, uno de los vehículos más comprados en Colombia fue el Renault 4 (El Tiempo, 16 de julio de 2010), por lo que no era de extrañar que fuera uno de los más apetecidos por los asaltantes. Pero existieron muchas otras bandas de este tipo, que participaban en redes independientes, como cuenta un hombre que integró una de ellas en los años 80:

Yo estaba bajando carros al Valle con Óscar. Nos los achacábamos aquí en Bogotá y los vendíamos allá. Íbamos a Pasto, a Cali, Buga, Tuluá, al Quindío, a la Costa. Había tanto trabajo, que le propusimos a Édgar. Comenzamos llevando dos Renault 4 y uno 12. Vendimos los dos primeros en Ibagué. A Manizales llegamos con el 12. Édgar se enamoró de una moto, y se la achacó de sollao. Nos tocó bajarnos con los dos aparatos para Tuluá (Quiñones, 2008, p. 31).

Debido a sus beneficios económicos, el robo de automotores era un negocio rentable y en auge, además de que gozaba de plena impunidad. Según información de la Fiscalía, en 1994 reposaban más de 5.000 procesos sobre este delito, sin que se resolvieran (El Tiempo, 14 de febrero de 1994); eso sin contar los casos en los cuales existió complicidad de funcionarios de las oficinas de tránsito en la tramitación ilegal de vehículos hurtados. Dentro de su modo de operación era vital el seguimiento a las víctimas, para conocer sus itinerarios; al momento del ataque las intimidaban y las desplazaban fuera de la ciudad, donde posteriormente eran abandonadas a su suerte, para obstaculizar la denuncia y la acción de la Policía. En algunas ocasiones este desplazamiento se hacía por medio no solo de la intimidación verbal, sino también de la agresión física, llegando incluso al punto de ser heridas letalmente. El mencionado asesinato de Hernando Loboguerrero, al salir de una estación de gasolina, fue uno de los casos reportados por los medios de comunicación. De este modo, “el carro o la vida” fue una expresión que se coló en los medios de comunicación, que resumía una situación que se daba a lo largo del país (Restrepo, 3 de mayo de 1991).

La preocupación causada por el robo de vehículos condujo a que la Policía Nacional y la Fiscalía sugirieran, en 1994, la creación de una unidad élite contra esta modalidad de delito (en los dos primeros meses de ese año habían sido hurtados 444 vehículos en Bogotá, uno cada dos horas). Dicha unidad estuvo integrada por cien investigadores y tres fiscales, asignados únicamente para identificar y perseguir a las bandas dedicadas a esa actividad delincuencial (“Crean unidad élite…”, 11 de febrero de 1994). La iniciativa fue promovida por el alcalde de esa época, Jaime Castro, y por el comandante de la MEBOG, Luis Enrique Montenegro. Además de la estrategia de inteligencia gestionada por un grupo de especialistas, que harían seguimiento periódico al fenómeno y que utilizarían vehículos como señuelos, se adelantó un plan de prevención para los propietarios, que consistía en una serie de recomendaciones y normas difundidas por medio de volantes: “se trata de provocar al jalador para luego seguirlo y neutralizar las bandas, hay que irse metiendo para llegar a la red grande”. La estrategia contemplaba también el seguimiento a las compraventas de autopartes de la ciudad, porque era allí donde se canalizaba el comercio de carros robados.

El asalto a entidades bancarias fue otro dolor de cabeza para la capital del país. Debido a su condición de centro de operaciones bancarias a nivel nacional, esta resultaba atractiva, además de presa fácil para las bandas de asaltantes, por las precarias normas de seguridad que mantenían estas entidades y la incompetencia de la Policía Metropolitana de Bogotá. De este modo, el apelativo de “capital mundial del robo bancario” cobra sentido si se rastrean las numerosas y diversas acciones de este tipo a lo largo y ancho de Bogotá, desde mediados de los años 80. La Policía Nacional, en la Revista Criminalidad, señaló el aumento escandaloso de los “atracos” a las entidades comenzando la década de los 90: de 181 casos registrados en 1989 se pasó a 355 en 1990 (PONAL, 1991). Las autoridades de la ciudad mostraban preocupación por la “alta técnica” y las estrategias de los criminales, que desafiaban el control policial.

Pueden resumirse las características de maniobra de estas organizaciones de la siguiente manera: se integraban de tres a seis hombres, muchos entre los 20 y 30 años; las zonas de predilección fueron el centro y zonas comerciales como Chapinero y Suba, al norte de la ciudad (“Asaltan banco de zona industrial”, 24 de enero de 1992; “Caen presuntos asaltantes de banco”, 12 de septiembre de 1992). Los asaltos podían cometerse a cualquier hora del día, pero las horas de la tarde eran más propicias para reunir una mayor cantidad de dinero; para ello, usaron indumentaria de camuflaje. Contaban con radios de comunicación para la coordinación de sus operaciones, además de vehículos, motocicletas y armas. En ciertas ocasiones los asaltantes ingresaban “elegantemente vestidos”, para no levantar sospechas y neutralizar alguna acción delatora de las víctimas (“Asaltaron sucursal de Bancoquia en Bogotá”, 1 de marzo de 1994). Dentro del establecimiento bancario, con armas de corto y largo alcance amenazaban, o fingían amenazar, a los guardias de seguridad y a los funcionarios, para sustraer el dinero de las cajas o bóvedas. Afuera los esperaban, a pocos metros del lugar, para emprender la huida en vehículos (“Asaltan entidad bancaria: Bogotá”, 24 de noviembre de 1990).

Estas bandas tenían distintos niveles de especialización. Algunos asaltos fueron ejecutados por tres o cuatro personas. Los “taquilleros” constituyeron un grupo de ladrones con menos sofisticación, que sin usar vehículos ni armas de alto calibre se robaban pequeñas cantidades de dinero de las ventanillas de los bancos. Otros requirieron de la participación de más personas y de técnicas de ingeniería para el diseño y construcción de túneles, como uno que fue realizado a la Caja Agraria (“Se disparó la delincuencia común”, 30 de diciembre de 1991). La Policía Metropolitana de Bogotá, en algunas ocasiones, logró desmantelar a estas bandas y recuperar una parte, aunque pequeña, de los montos en efectivo que eran robados de las cajas. En ciertas oportunidades se daban tiroteos entre policías y asaltantes, y quedaban personas heridas (“Heridos tres policías en asalto frustrado a banco”, 26 de julio de 1994). En 1994 se alcanzó el promedio de 1,5 asaltos diarios en Bogotá (“Asalariados y taquillazo, las modalidades de asalto”, 23 de octubre de 1994). Los casos fueron diversos. Luego de un asalto bancario cometido en la localidad de Suba, los delincuentes utilizaron como estrategia lanzar billetes falsos por las ventanas del automotor en el que huían, para que las personas bloquearan el paso a los policías que iban tras de ellos (23 de octubre de 1994). Como ya se dijo, las bandas organizadas contaban con la complicidad de agentes de la fuerza pública que conocían técnicas para neutralizar a las autoridades.

2.2. Los delincuentes esporádicos

La delincuencia esporádica en este contexto de inseguridad fue agente de victimización directa sobre la ciudadanía. Los grupos delincuenciales dedicados al hurto de menor cuantía perturbaban la tranquilidad de los barrios y sus calles: “las pandillas asaltan y cobran peaje en las calles, comienzan utilizando armas blancas y luego fabrican rudimentarias armas de fuego, como el changón y escopetas de un solo tiro” (Segovia, 1994). Por ende, además del impacto severo del asalto a mano armada, protagonizado por bandas más especializadas y que victimizaban a pobladores de estratos sociales más altos, también era alta la preocupación de personas de todos los estratos por el delincuente callejero, aquel que raponeaba carteras en las esquinas o que con algún tipo de arma cortopunzante intimidaba a ciudadanos incautos.

El malestar de los capitalinos por la victimización que proviene de este tipo de delincuencia se evidencia en un par de sondeos y encuestas que se realizaron a inicios de la década de los 90, sobre temas de inseguridad que perturbaban a la ciudadanía (“Atraco, principal delito...”, 6 de octubre de 1991). El estado crítico de la seguridad condujo a la creación de mecanismos de denuncia ciudadana, con el ánimo de llamar la atención de las autoridades distrital y de la policía sobre el atraco y las lesiones personales, pues, como se dijo en un anterior apartado, los habitantes clamaban por mayor presencia policial, porque se sentían a merced de los ladrones.

Uno de los aspectos que caracterizan esta categoría de la delincuencia esporádica es su poca organicidad, lo cual conduce a que recurrentemente se nombren en forma equivocada sus distintas manifestaciones. En el Informe del Cuerpo Técnico de la Fiscalía sobre grupos delincuenciales en Bogotá entre 1992 y 1994 (citado en “Bandas juveniles azotan a Bogotá”, 30 de junio de 1994), la “pandilla” era la forma más frecuente de llamar a las bandas que cometían variadas actividades delincuenciales. A la “gallada”, e. g., se le asignaban unas características que en poco la diferenciaban de otro tipo de grupos criminales. Estas: “Se dedican al reciclaje de basuras, a la prostitución, al hurto acompañado de lesiones personales y ocasionalmente de homicidios, tráfico y consumo de sustancias psicoactivas, y al acceso carnal violento” (“Bandas juveniles azotan a Bogotá”, 30 de junio de 1994).

Con tales atributos es poco lo que se puede distinguir entre una gallada, entendida más como una forma de sociabilidad de jóvenes que ocasionalmente se juntan para cometer hurtos menores, y otro tipo de organizaciones. La complejidad de la delincuencia es amplia. Dentro de este tipo de delincuencia se hallan grupos de ladrones o raponeros, y pandillas y grupos de “neonazis”, de cierta fama a comienzos de los 9013; estos tenían dentro de sus prácticas principales el atraco y el “raponazo”, ejercido a partir de múltiples modalidades de engaño y sometimiento a sus víctimas: “el escapero es el que entra a las joyerías, a los almacenes y voltea las personas. El de las mentiras, el que para a cualquiera, diciéndole que es la autoridad y le esquilma el bolsillo”. También estaban los descuideros: “son los que aprovechan la puerta abierta de la casa, entra y se lleva las cosas” (Quiñones, 2008, p. 31).

De acuerdo con las denuncias de la ciudadanía, las principales zonas afectadas fueron las calles del centro y las comerciales, como Chapinero, Kennedy, Santafé, Engativá y Puente Aranda (De Francisco, 1996[?]). Entre el sinnúmero de grupos reseñados por los medios de comunicación se hallaban los “Choquis”, que se instalaban en barrios del suroccidente de la capital, y atracaban a mujeres, especialmente en estado de embarazo; o los “Pitufos”, que tenían como actividad delincuencial el robo dentro de centros comerciales y almacenes, también del suroccidente. Según las autoridades, en las localidades del centro delinquían bandas de ladrones con niños y niñas menores de edad. Para ejercer estos grupos usaban puñal y “changón”, principalmente.

Asociaciones para el hurto, como las anteriores, en varios casos se confundieron con otros grupos de dinámica más pandilleril (Perea, 2007). No obstante, entrada la década de los 90, el fenómeno del pandillerismo, es decir, grupos con un número alto de integrantes, una simbología y prácticas de sociabilidad que permiten la construcción de identidad y pertenencia, mutaron a bandas de jóvenes más pequeñas, pero más letales, y en muchos casos influenciadas por el abuso del consumo de bazuco (El Tiempo, “El Síndrome de Rambo”; Navia, 8 de julio de 1990). El mencionado informe sobre las pandillas en Bogotá afirmaba que la población juvenil participaba en más de un 50 % en agrupaciones con fines delictivos. En la mayoría de los casos, las “pandillas” provenían de las difíciles condiciones sociales de los barrios. Aunque este argumento parece no tener discusión, no puede dejarse de lado el surgimiento de grupos con características pandilleras, conformados por jóvenes de clase media del norte de la ciudad. A través de una entrevista se pudo saber que de este fenómeno delincuencial, de la década de los 80, surgieron también líderes de bandas más sofisticadas, involucradas en el negocio del narcotráfico y el hurto, y que pertenecieron a las llamadas “pandillas de Unicentro” (Anexo, entrevista 1; Duzán, 23 de marzo de 2010; “Yo fui ‘Biyi’..., 2015).

En el informe de la Fiscalía se puso de manifiesto la complejidad de la delincuencia común en Bogotá y lo engorroso de diferenciar unos actores de otros. Estos grupos tenían como particularidad ser una generación nacida en la capital, de padres procedentes de otros lugares del país, que llegaron como migrantes, sin nada en el bolsillo pero con necesidades que los llevaron a asentarse en suburbios, es decir, en zonas de la periferia urbana, donde el control estatal era más precario. Los jóvenes, producto de estas complejas dinámicas sociales, eran en algunos casos menores que desertaban del colegio y que cometían hurtos a pequeños establecimientos -panaderías, cafeterías y tiendas- y a transeúntes incautos.

Bandas de ladrones y pandillas se desperdigaban por la ciudad durante la primera mitad de la década de los 90 (“Bandas juveniles azotan a Bogotá”, 30 de junio de 1994). Con el término pandillas se relacionaba un mundo complejo de actividades y agentes (“Bandas juveniles azotan a Bogotá, 30 de junio de 1994). En fuentes de la época, como la prensa y los informes institucionales, la responsabilidad ante actos delictivos cometidos por estos agentes empezó a recaer sobre la población juvenil, sin considerar cuál era su nivel de participación e importancia dentro de las organizaciones criminales, en las que a veces eran contratados para labores de vigilancia y mensajería. E. g., si los jóvenes integraban desde galladas y pandillas, hasta apartamenteros, etc., no siempre cumplían un papel relevante, sino que eran utilizados para labores muy específicas, como el campaneo.

Discusión y conclusiones

En las graves condiciones de la seguridad de la capital entre 1988 y 1994, se enraízan una serie de imaginarios sociales que se fueron construyendo sobre el mundo criminal y el delincuente urbano (Kessler, 2012; Groisman y Sconfienza, 2012). En el contexto de Bogotá, sus causas, perpetradores y prácticas estuvieron definidos por el efecto negativo de una expresión que se tornó popular en la época y que se ha reciclado a lo largo del tiempo para explicar los incrementos de la inseguridad: la “medellinización”. Tal expresión estuvo ligada al fenómeno del sicariato promovido por el narcotráfico, que puso en jaque a la ciudad de Medellín en los años 80 y que pasó a ser uno de los elementos del estigma sobre los barrios populares bogotanos cuando las cifras de la inseguridad ascendían. En esa vía se extiende el temor de las autoridades de que Bogotá se convirtiera en una nueva Medellín; primero, por un ascenso vertiginoso del homicidio -el más alto de su historia-, marcado por unos escenarios de violencia; segundo, por un recrudecimiento de otras actividades delictivas, que se desplegaban por las calles capitalinas desde mediados de los años 80, y llegaron a su momento más crítico iniciando la década de los 90.

Este estudio permite concluir que el ambiente de la inseguridad en Bogotá, durante los años de estudio, se vio determinado por el aumento histórico de los homicidios, y que pueden explicarse en tres escenarios: 1) La violencia ejercida por el denominado “narcoterrorismo”, que tuvo como estrategia generar temor en la ciudadanía para presionar a las autoridades nacionales (FIP, 2013; Duncan, 2015; Documentos CESO 153; Salazar, 1999). 2) La violencia subversiva, que en busca de tomarse el poder político por la vía de las armas, puso a Bogotá como el centro de su estrategia militar y política (CNMH, 2013). Pero resulta un misterio la acción de los grupos guerrilleros en la ciudad, por el carácter clandestino de sus estrategias. 3) La violencia ejercida por la delincuencia organizada (bandas especializadas), que aunque se mostró protagonista en la época, resulta en extremo difícil identificarla.

En ese sentido, se puede afirmar que debido a los escasos estudios sobre el fenómeno de la delincuencia común en la historia reciente, se requiere fijar la mirada en este tipo de criminalidad, pues por fuentes de la época, como la Revista Criminalidad, se puede establecer que fue una de las más temidas para el ciudadano del común. Los actores de este tipo de violencia fueron los perpetradores de una práctica impactante: el atraco con asesinato. Aun hoy lo continúa siendo, de ahí la urgencia de análisis que puedan aportar a la generación de política pública de seguridad más acorde con las características de este fenómeno en Colombia.

Esta descripción de la criminalidad deja ver con claridad que la delincuencia común comete excesos contra la población: la “delincuencia que roba, pero también mata”. Tales organizaciones delincuenciales se perciben como agentes de desorden que perturban la vida urbana, acrecientan en los habitantes la sensación de inseguridad y, por ende, inciden en la manera en que se tejen sus lazos con las autoridades. En este contexto en específico, se pudo mostrar que las bandas especializadas -jaladores de carros y asaltantes de bancos- se convirtieron en agente de caos y en un desafío para las entidades encargadas de la seguridad.

Teniendo estos elementos de presente, la discusión se centra en que el fenómeno de la delincuencia, característico de la vida de las urbes, para el caso de Bogotá no ha tenido un análisis más detallado, pues no existen estudios que aborden uno de los momentos más críticos en términos de seguridad y conflicto violento, que sufrió la ciudad durante este período. Se sugiere, entonces, que la discusión pública sobre la seguridad en la capital debe analizar el mundo criminal, no solo como resultado del crimen organizado (narcotráfico y esmeralderos), que como una de sus estrategias cooptaba a los grupos delincuenciales de menor rango para diversos tipos de actividades criminales, sino entender el mundo criminal como un espectro complejo con multiplicidad de causas. Por tal razón, establecer las fronteras entre actores criminales es una tarea que resulta difícil, tanto en el plano académico como en el estatal. Por su fragmentación, la delincuencia común es difícil de rastrear, pero se percibe como una forma del crimen que victimiza de manera directa a la ciudadanía, y afecta los vínculos con el Estado distrital y su percepción de eficiencia. Por tanto, quedan abiertos los interrogantes sobre las formas que ha adaptado la respuesta institucional para mejorar la seguridad pública y transformar, frente a estos fenómenos, la política de seguridad y convivencia, tanto en el ámbito rural como urbano.

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0Para citar este artículo / To reference this article / Para citar este artigo: Rodríguez, S. C. (2017). “La ciudad más insegura del mundo”: homicidio y crimen en Bogotá, 1988-1994. Revista Criminalidad, 59 (2): 49-64.

1En su momento, el programa de televisión fue considerado uno de los más polémicos, por las escenas de violencia en las que participaban menores de edad. Fue suspendido por más de un mes y cambiado de horario (“Los Victorinos, ahora mayores de edad”, 12 de julio de 1991).

2Tal noción hizo parte de las representaciones sociales que surgieron sobre la seguridad en Bogotá y que caracterizó los elementos discursivos de los medios de comunicación de la época. Sería motivo de otro estudio recolectar datos estadísticos y otras fuentes que sirvan como base de un análisis comparativo con otras ciudades a nivel mundial, para ver el alcance de tal noción. Por tanto, para fines de esta investigación se resaltó tal expresión, porque captura el sentir de un momento histórico particular.

3Para ver más en detalle el contexto histórico de Bogotá durante estos años, sobre todo aspectos de la crisis institucional y otros socioeconómicos: Inmoralidad pública. Institucionalidad y crimen en Bogotá, 1988-1994 (tesis de maestría, 2016).

4Entre muchos titulares, vid.: El Tiempo, “Atención a la inseguridad”, 1 de septiembre de 1991; El Tiempo, “Alcalde debe asumir liderazgo contra inseguridad”, 26 de septiembre de 1991; El Tiempo, “Colombia: la urbanización del delito”, 12 de noviembre de 1991; El Tiempo, “Control al hampa desde el aire”, 26 de septiembre de 1991; El Tiempo, “La inseguridad”, 2 de septiembre de 1991.

5El estudio de la Fundación Ideas para la Paz (FIP) sobre la violencia homicida en Bogotá presenta un análisis de largo aliento y sugiere elementos cruciales, como el desplazamiento del homicidio del centro hacía la periferia, ligado con la expansión de la ciudad hacia sus márgenes (2013). No obstante, respecto al período de crisis de la ciudad, este informe no es tan contundente. Los testimonios son más hacia finales de la década, tiempo después del deceso del capo Pablo Escobar y sus efectos en la estructura criminal.

6En ese período histórico el homicidio pasó a afectar muchas localidades, además de que se incrementó en las alcaldías del centro: La Candelaria, Santafé y Los Mártires, principales focos de la violencia homicida. No obstante, los barrios de las periferias empezaron a arrojar cifras preocupantes de asesinato, sobre todo de jóvenes y líderes comunitarios. En 1993, de acuerdo con las cifras recolectadas por la FIP, el homicidio aumentó en todas la localidades, a excepción de Kennedy. Santafé, Kennedy y Engativá lideraron la lista de localidades con las más altas tasas de homicidios: 592, 262 y 254, respectivamente. Usaquén, Bosa y La Candelaria presentaron tasas inferiores a 35 homicidios por 100 mil habitantes. Vid. Fundación Ideas para la Paz (2013), Perea y Rincón (2014) ponen sobre el tapete las permanencias espaciales o enclaves.

7No es despreciable que en 1993, el 35 % de los homicidios se cometieron con arma de fuego, al tiempo que subieron los causados por arma cortopunzante, y llegaron a sobrepasar las muertes por accidentes de tránsito. Por tanto, mientras que en 1991 644 casos de homicidio fueron causados con armas blancas, en 1993 se reportaron 988 casos. En ese mismo margen de tiempo, las muertes causadas por arma de fuego pasaron de 2.189 a 3.187 (Segovia, 1994).

8Vid. entrevista a alias “Popeye”, uno de los sicarios de Pablo Escobar, en la cual relata los macabros planes que tenía el capo del narcotráfico en Bogotá (Rafael Poveda TV, 20 de febrero de 2013).

9El acuerdo de paz recientemente firmado entre el Gobierno Nacional y la guerrilla de las FARC podría abrir el camino a la verdad sobre sus acciones en el ámbito urbano, tema del que muy poco se ha conocido hasta el momento.

10El acuerdo de paz recientemente firmado entre el Gobierno Nacional y la guerrilla de las FARC podría abrir el camino a la verdad sobre sus acciones en el ámbito urbano, tema del que muy poco se ha conocido hasta el momento.

11Tras el hecho fueron sindicados Oliverio Herrera Enciso, 38 años, de Casanare; Jaime Eduardo Poveda Candela, 26, Otanche (Boyacá); Adolfo Hernández Ojeda, 34, Sogamoso; Norberto Omar Niño Carrillo, 33, Moniquirá (Boyacá), y Mildry Laverde, 18, Florencia (Caquetá). “Cayeron homicidas de Loboguerrero”, 11 de septiembre de 1991.

12Establecer con exactitud los móviles de los asesinatos de los líderes comunales no es tarea fácil; es borroso distinguir entre prácticas de exterminio social o violencia sociopolítica. El informe del Centro Nacional de Memoria Histórica, Limpieza social. Una violencia mal nombrada (2015), permite analizar con más detalle esta disyuntiva. Una de las personas asesinadas presuntamente por este tipo de grupos criminales fue el dirigente y presidente de la Junta de Acción Comunal del barrio Bellavista Marco Tulio Fragua. Él, como otros, había participado activamente en el paro cívico de 1993 que se organizó en la localidad. El homicidio del líder comunal fue denunciado por Amnistía Internacional. Consultado en línea (junio de 2013): http://www.amnesty.org/en/library/asset/AMR23/080/1993/en/0d0e1704-ec32-11dd-8d9d-a7825928c0bf/amr230801993es.html.

13Dentro del informe se menciona además a los grupos de “satánicos”, “neonazis” o “neofascistas”, como otra forma de delincuencia que involucró a los jóvenes: “estos rinden culto a la violencia incontrolada e indiscriminada”. Además de que “los rumores sobre crímenes son fuertes y se les conocen ritos como la misa negra, donde mucha veces se atenta contra la integridad de las personas y aun, según comentarios de la ciudadanía, se cometen homicidios como parte de la celebración”. Se suman las barras bravas, por el uso de la violencia de manera ocasional a través de actos destructivos.

Recibido: 24 de Febrero de 2017; Revisado: 17 de Abril de 2017; Aprobado: 25 de Abril de 2017

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