Introducción
El desarrollo humano, cuestiones conexas e implicaciones para el contexto penitenciario
Definir el desarrollo humano de forma clara y certera es complejo, en la medida en que en él confluyen numerosos factores (económicos, sociales, políticos, geográficos, demográficos, culturales, históricos, etc.) que interactúan a la vez, y si pretendemos concretarlo en el medio penitenciario, la tarea se hace más ardua, pues se deben tener en cuenta las circunstancias especiales de encierro, en el que el derecho a la libertad se pierde, así como las limitaciones de oportunidades y de vida que implican.
En términos generales, el desarrollo humano se podría conceptualizar, también, como una manera de medir la calidad de vida de las personas en el contexto en el que habitan e interactúan, donde la calificación oficial y la situación del país o región tienen incidencias directas. La definición que adopta el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)2, sobre el desarrollo humano, se basa en el enfoque de las capacidades de Amartya Sen, abordada en numerosas publicaciones destacadas (Sen, 1984, 1999), que gira en torno a disponer mayores posibilidades u opciones de elección (hacer más cosas, vivir una vida más larga, eludir enfermedades evitables, tener acceso a conocimientos, etc.), que permiten mayores ingresos y también oportunidades razonables para las personas de desarrollar su potencial (Griffin, 2001; Mancero, 2001).
Asimismo, se comparte la visión con los derechos humanos en torno a la libertad humana como última meta, para ayudar a afianzar el bienestar y la dignidad de todas las personas, construyendo el respeto por sí mismos y por los demás (PNUD, 2016). La libertad es una cuestión que, en el caso penitenciario, queda limitada, y esta, a su vez, afecta las opciones de realización y participación de las personas recluidas en prisión y en las decisiones de sus vidas, entre otras, por el propio sistema de justicia, la normatividad de la vida dentro de la prisión durante el cumplimiento de la condena y/o decisiones técnicas o de intervención al margen de su opinión y situación. Sin embargo, el resto de derechos, teóricamente, siguen vigentes, al margen de encontrarse en prisión; por tanto el Estado está en la obligación de poner en marcha las medidas y recursos para este fin y velar por su cumplimiento.
Los índices de desarrollo humano
Los distintos organismos internacionales contemplan diversos índices o indicadores sobre el desarrollo humano, cada uno desde distintos enfoques, en especial económicos, para determinar el nivel de desarrollo de los países al tener como base la economía y la evolución de las condiciones de vida (Pampillón, R., 2009).
Desde el actual paradigma de desarrollo humano se asume el mismo con mayor amplitud que en los indicadores que recoge el Índice de Desarrollo Humano (IDH) o cualquier otro índice integrado por el Informe sobre Desarrollo Humano (IDH ajustado por la Desigualdad, Índice de Desigualdad de Género -IDG- e Índice de Pobreza Multidimensional -IPM-), todos elaborados por la PNUD y publicados mediante la Oficina del Informe sobre Desarrollo Humano (OIDH). No obstante, es necesario describir, en general, en qué consisten cada uno de estos índices a modo solo referencial, pues en el artículo únicamente se toman algunos factores como objeto de análisis y no una medición del indicador en sí, y se destacan aquellos orientados a las mujeres en el contexto penitenciario español.
En concreto, el Índice de Desarrollo Humano (IDH) (UNDP, 2017a) busca medir el nivel de capacidades humanas a partir de la combinación de cuatro dimensiones derivadas de las oportunidades fundamentales de elección, en el marco de las libertades de que se goza para alcanzar una vida buena, siendo estas: Esperanza de Vida al Nacer, como indicador que refleja una vida larga y saludable; Logro Educativo (tasa de alfabetismo y matrícula combinada de Educación Básica, Media y Superior), que evidencia el acceso a la educación y a la información. Por último, Ingreso Per Cápita Ajustado, indicador que dibuja las oportunidades económicas. Este índice no contempla desigualdades, pobreza, seguridad humana o empoderamiento.
Por su parte, el Índice de Desigualdad de Género (IDG) (UNDP, 2017b) es un indicador social similar al IDH y que mide las desigualdades sociales y económicas entre hombres y mujeres, con base en tres componentes e indicadores: vida larga y saludable (medido por la esperanza de vida de cada sexo), educación (medida por la tasa de alfabetización de adultos y la tasa bruta combinada de matrícula en educación primaria, secundaria y terciaria, por sexo) y nivel de vida digno (medido por el estimado de ingresos percibidos, por sexo). Por el contrario, el Índice de Potenciación de Género (IPG) (UNDP, 2017c) es un indicador social que mide el nivel de oportunidades de las mujeres; por consiguiente, mide también las desigualdades en tres dimensiones de participación de ellas, cuyos indicadores son: participación política y poder de decisión (proporción de mujeres y hombres con escaños parlamentarios), participación económica y poder de decisión (participación de mujeres y hombres en puestos legisladores, altos funcionarios o directivos y participación de mujeres y hombres en puestos profesionales y técnicos) y control sobre los recursos económicos (estimación de ingresos percibidos por mujeres y hombres).
Finalmente, el Índice de Pobreza Multidimensional (IPM) (UNDP, 2017d) -que se emplea desde el 2010 y sustituye los Índices de Pobreza Humana- muestra parámetros de ingresos junto con otros tipos de privaciones que afectan la vida de las personas, y cómo repercute la intensidad de la pobreza a nivel individual, pero con incidencia familiar, en tres aspectos: educación, salud y nivel de vida, que en total define 10 parámetros: 1. Años de escolaridad y de los miembros del hogar; 2. Escolarización infantil; 3. Mortalidad infantil; 4. Nutrición; 5. Electricidad; 6. Saneamiento; 7. Agua potable; 8. Tipo de suelo; 9. Tipo de combustible en el hogar, y 10. Bienes (electrodomésticos, teléfono, bicicleta, moto). Es decir, una persona es considerada pobre si no tiene acceso, como mínimo, al 30 % de los indicadores ponderados, cuya intensidad muestra la proporción de los indicadores a los que no se tiene acceso.
Si bien en las dos últimas décadas el desarrollo humano ha avanzado en muchos aspectos -como más años de educación, vida más prolongada y saludable, más servicios y bienes, etc. (UNDP, 2017e)-, aún las antiguas vulnerabilidades no resueltas, las nuevas o las específicas que se producen en el medio penitenciario, con frecuencia no son tenidas en cuenta en su totalidad, por lo que requieren de la implementación de políticas, medios y recursos que afronten los retos, los riesgos, las desigualdades, entre otros, que perviven y urgen la correspondiente actuación.
En esa línea, hay apuestas y planteamientos como los que ofrece Nussbaum (2012), en donde las capacidades aún ignoran el respeto personal y la dignidad, para lo cual presenta un modelo alternativo de evaluación del desarrollo humano llamado “enfoque de capacidades”, orientado a la atención de los relatos, a los individuos y a la comprensión de las repercusiones cotidianas de las políticas implementadas para llevar una vida plena y creativa.
La perspectiva de género, pobreza, exclusiones y el delito
La distinta consideración y situación entre hombres y mujeres, a favor de los primeros, en gran medida la explica la perspectiva de género (Instituto Vasco de la Mujer, 2008; Tomé, 2006). Al fin y al cabo, si tenemos en cuenta la organización social -que acepta e impone la estratificación sexual y del trabajo-, esta genera relaciones desiguales, mediadas por el reparto de poder, prestigio y propiedad (Evans, 1997).
Adentrarnos en el análisis de la situación que viven las mujeres implica incluir el análisis desde dicha perspectiva, a partir de la cual cabe matizar en su abordaje la necesidad de contar con las condiciones de vida y la subjetividad (Migallón & Voria, 2007); esto significa tener en cuenta los distintos papeles que las mujeres han ejercido en la vida social y privada, características sociales, psicológicas, culturales, religiosas y educativas percibidas o asumidas, etc., en los que, además, hay una frecuente asociación con la pobreza (García-Vita, 2016).
En los estudios sobre la pobreza y el género se empezó a hablar de la “feminización de la pobreza”, que en un sentido estricto significa un aumento del número de mujeres entre la población pobre, aunque el término ha tendido a reflejar más ideas, configurándose como algo más complejo. Pero, últimamente, el discurso se ha inclinado a hablar del “empobrecimiento de las mujeres” (Martínez, 2001); es decir, que ellas presentan peores condiciones de vida respecto de los hombres. El eje cambia de viraje, del tradicional centrado en lo cuantitativo hacia lo cualitativo (García-Vita, 2016). El incremento de mujeres entre los pobres se explica, en lo fundamental, por razones, entre otras, históricas basadas en la desigualdad y diferencia de papeles tradicionales, funciones, tareas, etc., asociadas a la dimensión privada y familiar, prácticas familiares, económicas, sociales, culturales, educativas-formativas, demográficas, etc.
Para Maestro y Martínez (2003) el problema es el desarrollo en sí, ya que subvalora a las mujeres al no poner en valor los trabajos dentro de procesos naturales y del trabajo dedicado a satisfacer las necesidades y asegurar el sustento. Entre las conclusiones de su trabajo queda validada la hipótesis de feminización de la pobreza (desde el enfoque del paradigma del desarrollo humano) para España y en cada una de sus Comunidades Autónomas (CA), ya que las mujeres sufren más privaciones que los hombres, y en esa concepción amplia de pobreza hay que decir que el analfabetismo funcional en este estudio es el factor que más incide en el nivel de pobreza según el género. Entendiéndose el analfabetismo funcional como un enfoque global, en relación directa con la adquisición de aptitudes profesionales y de conocimientos utilizados en un medio determinado (Unesco, 1970), hoy se destaca de él su carácter de capacitación relacionado con el proyecto social, cultural, político, que transforme y mejore la calidad de vida (Jiménez, 2005).
En los últimos años se ha producido un incremento de la reclusión de mujeres, avalada en las estadísticas oficiales que publica habitualmente la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias de España (SGIP)
3, a pesar de que en el 2008 se inicia un ambicioso plan de igualdad a través del Programa de Acciones para la Igualdad entre Mujeres y Hombres en el Ámbito Penitenciario (Paihmap), con 122 acciones, en respuesta a los principios, recomendaciones, acuerdos e instancias emanadas de la normativa europea e internacional (SGIP, 2008). La puesta en práctica de este programa produce, entre otros, en los años 2010-2011, una política de despenalización de las prisiones, en los/as internos/as que cumplían los requerimientos formulados en función del tiempo de condena, tipo de delito y otras consideraciones sociales (como la condición de extranjero/a, edad avanzada, salud, etc.), y de la evolución o respuesta del tratamiento de intervención. Todo ello condujo a una reducción importante de la población especialmente femenina (Yagüe, 2010).
No obstante, dada esta disminución, la prevalencia de los índices porcentuales se mantienen y crecen, lo que se explica, en parte, por la pervivencia del empobrecimiento de las mujeres y la necesidad de mejorar la calidad de vida, agudizadas, si cabe, por la situación de crisis económica que atraviesa el continente europeo; e. g., las políticas y ayudas sociales se han reducido o eliminado, el desempleo afectó a todos los sectores de la población, sobre todo a los grupos más vulnerables, o se ha masificado la precariedad laboral, y en el caso de las mujeres esta situación se ha visto más agudizada. Condiciones que las hace ser “objetivo” fácil para entrar en la marginación y la exclusión social (Blázquez & Ramos, 2009), e incursionar en el mundo delictivo.
De hecho, en el medio penitenciario se visibilizan exclusiones (Cruells & Igareda, 2004), a partir de las cuales se distinguen tres tipos (Añaños-Bedriñana, 2012): uno, la exclusión primaria, aquella que describe situaciones carenciales, desventajas y necesidades a lo largo de su trayectoria de vida, previa a prisión; dos, la exclusión secundaria, que visibiliza el colectivo por su entrada en prisión, y tres, la exclusión terciaria, la que excluye, dificulta y estigmatiza, una vez cumplida la condena, en los procesos de reinserción social o en la interacción con la sociedad y la familia, por el hecho de haber sido exrecluso/a.
Así, la pobreza surge como un factor ambiental de riesgo en los estudios de criminalidad (Beaver, 2012; West & Farrington, 1977; Farrington, Jolliffe, Loeber, Stouthamer-Loeber & Kalb, 2001). Prueba de ello es que en la realidad penitenciaria, mayormente, se insertan reclusos/as pertenecientes a los estratos más pobres, y un porcentaje significativo son minorías étnicas o extranjeros/as (Delegación del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas -DGPND-, 2007). También hay un alto porcentaje que proviene de entornos caracterizados por la precariedad en la calidad de vida (carencias económicas, exclusión social, ausencia de pautas normalizadas, falta o precariedad de empleo, problemas en las redes de apoyo, etc.), y hay internos e internas que sufren enfermedades mentales adquiridas antes de prisión, padecen de drogodependencia o han sufrido en su infancia abusos, malos tratos o abandonos (Añaños-Bedriñana, 2013, 2017; García-Vita & Melendro, 2013; Turbi & Llopis, 2017).
En opinión de Juliano (2010), la criminalización de los sectores sociales más vulnerables se ha extendido en nuestra sociedad, pero, además, tiene género. A esto hay que agregar el factor de la clase social. “Los delitos de los pobres son los que tienen peor consideración y más castigo, y las mujeres son las más pobres en cada sociedad” (Juliano, 2010, p. 29). En las mujeres, los problemas, necesidades y responsabilidades se agudizan y viven con más peso, dolor y frustración, en especial si son madres.
La relación con el medio y con las personas cercanas en situaciones de pobreza, exclusión o marginación, habitualmente genera en estas mujeres una baja autoestima, por la pérdida de valor sufrida a lo largo de sus vidas ante sus familias, sus parejas y su entorno social y laboral (Migallón & Voria, 2007). En este contexto, las diferentes trayectorias de vulnerabilidad vividas -en coincidencia con el reciente reconocimiento de las mismas por el PNUD y que dan el matiz de los cambios de acuerdo con un “enfoque de ciclo de vida” (Clark, 2014: iii)- y las circunstancias del entorno contribuyen o condicionan los comportamientos delictivos o las características de estas personas.
A pesar de las mejoras en las políticas de igualdad en prisión, el sesgo de la discriminación sexista recorre, una vez más, sus historias: desde las sentencias, hasta el tratamiento en los centros de prisión, tienen desviaciones de género (Emakunde, 2010), lo que se puede observar en la falta de resultados concluyentes o explicaciones sobre las acciones y medidas tomadas, así como se observan aún diferencias en el abordaje, el tratamiento, la atención, las estructuras, etc., entre hombres y mujeres (Parlamento Europeo, 2008; Yagüe, 2007, 2010; Almeda, 2010; Orte, 2008; Añaños, 2010, 2012; Añaños-Bedriñana & Yagüe, 2013; Añaños-Bedriñana & Jiménez, 2016; Defensor del Pueblo Andaluz, 2006; Ribas, Almeda & Bodelón, 2005; Martínez-Cordero, 2008; Delgado Pérez, 2008; Roca & Caixal, 2002; Casares, González, Secades & Fernández, 2008).
En España, a enero del 2016, se cuenta con una población penitenciaria de 61.423 personas; de ellas, el 92,36 % son hombres y el 7,64 %, mujeres (Secretaría General de Instituciones Penitenciarias -SGIP-, 2016). Esta última cifra, a pesar de que porcentualmente es muy inferior a la de los hombres, es una de las cifras más altas de población penitenciaria femenina de la Comunidad Europea, que a falta de un estudio más exhaustivo solo se puede asociar, a modo de reflexión, a su menor desarrollo del estado de bienestar frente a otros países de la región, y a la mayor rigurosidad del sistema judicial-penal en las condenas privativas de libertad, frente a un escaso modelo de penas alternativas a prisión.
Aplicar las perspectivas del desarrollo humano -que no evaluación de los indicadores- vigentes y a escala macrosocial, en un medio punitivo como es la prisión, así como en un país (España) que tiene implantado un sistema estatal de bienestar que garantiza, entre otros, la salud y la educación universal y gratuita, un sistema de protección y prestación social orientada a paliar las desigualdades, resulta difícil. En el contexto penitenciario, cabe sumar que el Estado tiene la obligación de satisfacer las necesidades básicas fundamentales y otras prestaciones sanitarias y sociales, además de las peculiaridades de las historias personales, los motivos o factores que han influido en la comisión del delito y las características de un entorno punitivo y de encierro enormemente controlado y normado, que no son tenidos en cuenta o no se adaptan en los términos exactos que contempla el PNUD (UNDP).
Es evidente que el contexto penitenciario, como espacio de encierro, vulnera el principio y derecho a la libertad, lo cual, entre otros, además incide en la limitación de la participación social y ciudadana, en las decisiones de la esfera social y familiar, en el control económico o incluso en los itinerarios y acciones de su vida diaria que marca la institución penitenciaria.
Medir el acceso a oportunidades, carencias o privaciones de los indicadores que trabajan los enfoques de pobreza en un contexto penitenciario se vuelve complejo, desde el momento en que intentamos hacerlo en un contexto hermético, en el que intervienen instancias gubernamentales que aseguran unas necesidades y oportunidades cubiertas. No obstante, a pesar de ello, otra cosa es la calidad de las mismas o su nivel de cumplimiento, así como no existen garantías que aseguren una ausencia de desigualdades y exclusiones que se enfatizan por la entrada en prisión y el tipo de intervención que se hace en él desde las instancias penitenciarias; situación que, si cabe, se evidencia tras el cumplimiento de condena y sus procesos reinsertivos (Añaños-Bedriñana, 2012). Por tanto, se puede hablar más de carencias o desventajas (Añaños-Bedriñana, 2013), como limitadoras de oportunidades y de capacidades.
En el caso de un colectivo tan específico y vulnerable como el de las mujeres presas, dicha medición resulta difícil, tal como se ha afirmado, e. g., entre otros, por el complejo y restringido acceso al medio, la individualización de los casos y la obtención de la información; por ello se pretende analizar el tema a escala individual, familiar y contextual -y no así estatal o nacional-, puesto que de esta forma permite entender las trayectorias personales y el desarrollo de las conductas delictivas en cada caso, aunque haya parámetros más o menos comunes.
La vulnerabilidad es un término que hace poco fue asumido en programas de medición de carencias, como el reflejado en el Informe de Desarrollo Humano de 2014 (UNDP, 2014), donde se focaliza a las mujeres, pobres, excluidas, minorías, etc., como colectivos tendientes a ella.
Por todo, nos orientamos a analizar la realidad de las mujeres reclusas en España, teniendo en cuenta algunos datos relacionados con el desarrollo humano, la pobreza y las distintas exclusiones, a nivel personal, familiar y contextual, fundamentalmente previas a prisión, siendo nuestros referentes transversales la perspectiva de género y el enfoque socioeducativo.
Métodos
El trabajo refleja los resultados de una investigación I+D+I denominada “Mujeres reclusas drogodependientes y su reinserción social. Estudio socioeducativo y propuestas de acción” [Ref. EDU2009-13408]. Ha contado con el aval institucional y autorización de la Comisión Ética de la Subdirección General de Relaciones Institucionales y Coordinación Territorial, de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, Ministerio del Interior y la Consejería de Justicia de la Comunidad de Cataluña.
La población de la que se extrajo el marco muestral fue de 3.484 mujeres (SGIP, 2011), correspondiente a segundo y tercer grado de cumplimiento de condena, con lo que se ha llegado a muestrear aproximadamente un 17 % de la población en 42 centros penitenciarios, con un total de 538 encuestadas, a quienes se les aplicó un cuestionario mixto. Todas ellas han sido informadas de la investigación, participan de forma voluntaria y han firmado un consentimiento para la utilización de dicha información y asegurar su anonimato.
El cuestionario fue elaborado por el equipo investigador del citado proyecto y está a disposición de quien lo solicite. Se aplicó un cuestionario con 92 ítems, de tipo cuantitativo y cualitativo, preguntas cerradas de respuesta múltiple, abiertas y preguntas filtro o condicionadas. Está estructurado en cinco grandes bloques temáticos: datos sociodemográficos y jurídicos; aspectos socioeconómicos, formación e inserción social; relaciones sociofamiliares; área de salud, y relación con las sustancias. De ellos, en este trabajo presentamos algunos datos de cada área, debido a que contribuyen al desarrollo del objetivo de este artículo.
El proceso investigativo y analítico es de tipo cuantitativo y cualitativo, ambos utilizados en este trabajo, con mayor peso de los datos de tipo cuantitativo. Para el tratamiento de esta información se usó el programa IBM SPSS versión 20.
Resultados y discusión
Características básicas de la muestra
La mayoría de las mujeres estudiadas (82,2 %) se encuentran entre los 25 y 49 años, y la media de edad es 36 años. La etnia gitana está presente en un porcentaje del 21,4 %, siendo esta cifra muy elevada y sobrerrepresentada, porque esta comunidad conforma aproximadamente el 1 % de la población española (Instituto Nacional de Estadística de España -INE-, 2012). La opción religiosa predominante es la católica (61,2 %), seguida de la evangélica (16,4 %).
El 69 % de las encuestadas tienen nacionalidad española, un 21,2 % proceden de América Latina (siendo Colombia la nacionalidad prevalente), un 7,4 % de Europa (europeas no españolas) y nueve reclusas tienen otras nacionalidades de procedencia africana, asiática o norteamericana. Con todo, las extranjeras representan el 31 % de la población femenina penitenciaria; esta cifra es alta para un colectivo minoritario en España.
En cuanto a la maternidad, el 79,4 % de las encuestadas tienen hijos y/o hijas. La media de hijos/as está entre 2 y 3. El 37,5 % de las encuestadas dicen que su estado civil para efectos oficiales es el de soltera; 20 % manifiestan tener una relación registrada como pareja de hecho; 19 % están separadas o divorciadas; 16,4 % están casadas, y hay un 5,8 % de viudas. Así, el 62,3 % (solteras, viudas, divorciadas-separadas) se encontraban solas antes de entrar en prisión, lo cual conlleva una situación de mayor dificultad si se tiene en cuenta que la mayoría son madres y, por tanto, tienen responsabilidades familiares de diverso tipo.
De las reclusas encuestadas, 329 (que corresponden a un 71,1 % del total) vivían con su pareja/marido, con sus hijos/as o con pareja e hijos/as antes de entrar en la cárcel. Un 13,2 % vivían con sus padres y el resto con otros familiares (3,3 %) o solas (6 %). Normalmente hablamos de núcleos de convivencia no muy extensos; casi un 80 % de las encuestadas vivían en hogares que constaban de uno a cinco miembros.
Sobre el perfil delictivo de las participantes, los tipos de delitos principales -motivo por el cual han recibido mayor condena- (vid. Tabla 1) que prevalecen entre las reclusas son: “contra la salud pública” (46,7 %), asociado fundamentalmente al tráfico de drogas, siendo las mujeres las que ejercían de correo o “mulas” y detenidas en los aeropuertos (lo que reafirma las teorías de Añaños, 2010 o Mapelli, 2006), y “contra la propiedad” (robos y hurtos, en cualquiera de sus modalidades, son los delitos principales de 31,1 % de las participantes).
Asimismo, cabe indicar que el “tráfico de drogas” como delito, en la esfera internacional, es motivo de condena en mujeres mexicanas en un 48 % (Azaola, 2005), en Perú 64 % (Small, 2006), y según Landón (2008), en Nicaragua es del 80 %, en Panamá el 72 % y el 64 % en Venezuela. Datos muy por encima de los hallados en España, y que muestran enorme riesgo y exposición de estas actividades ilegales para ser detectadas en las aduanas, fronteras, controles policiales, etc., en el que el servicio o trabajo de las mujeres seducidas por el dinero, contando con su pobreza económica, sus necesidades y aspiraciones de mejora de vida, suelen constituir el final de la cadena más débil en el marco de las redes del narcotráfico (Añaños-Bedriñana, 2010, p. 83).
En cuanto a la reincidencia delictiva, se observa la recurrencia en el 29 % de los casos, lo que quiere decir que un alto porcentaje de las encuestadas están cumpliendo su primera condena en prisión (71 %).
Educación
El nivel de estudios que han alcanzado las reclusas encuestadas es mayoritariamente medio y bajo (vid. Tabla 2): un 7,2 % no ha cursado ningún tipo de estudios, un dato muy preocupante, que muestra una lamentable situación en relación con el resto de la población, así como evidencia un indicador del Índice de Pobreza Mutidimensional, del Índice de Desigualdades de Género y el Índice de Desarrollo Humano (PNUD4). Un 33,2 % dice haberse quedado en los estudios primarios (de ellas, cerca de la mitad los acabó); 29,8 % alcanzó la secundaria (un poco más de la mitad de ellas finalizaron estos estudios); el 12,8 % terminó su etapa formativa con un ciclo de formación profesional; el 8,2 % llegó a cursar el bachillerato o curso de orientación universitaria (COU)5, y un 6,9 % consiguió llegar a los estudios superiores, aunque no tenemos información sobre si finalizaron estos tres últimos niveles formativos. Los estudios altos o superiores son también muy bajos.
En cuanto a la formación desarrollada dentro de prisión, el 84,3 % de las mujeres han participado en diversos programas, tanto de educación reglada (sistema educativo tradicional) como otros específicos (socioculturales, de habilidades sociales, empoderamiento de mujeres, deportivos, problemáticas específicas como las adicciones, etc.), ofertados por la administración o por entidades colaboradoras. Aunque, como se observa en la Tabla 3, los relacionados con la educación reglada son seguidos de forma minoritaria. No obstante, las cifras no son despreciables, especialmente las de mujeres que cursan estudios de educación secundaria de adultos (23,4 %), enseñanzas básicas -primaria y secundaria- (16,7 %) o alfabetización de adultos (15,4 %). Aunque el dato es menor (5,6 %), cabe destacar a aquellas que se encuentran cursando estudios universitarios a distancia.
La cifra que prevalece es la de mujeres que han realizado algún curso específico para formarlas de cara a desempeñar un empleo (70,3 % de las participantes). Informática, costura, orientación laboral y peluquería son las temáticas más presentes en este tipo de cursos; cursos que son los mejor valorados.
Todas estas acciones son cuestiones que nos muestran que en el entorno penitenciario los procesos educativos-formativos siguen vigentes, y que el tiempo de condena se puede llegar a erigir en un periodo de preparación y potenciación de capacidades; es decir, de mejora de las condiciones del desarrollo humano.
Salud y adicción
El estado de salud de las reclusas, en los últimos 30 días de la obtención de la información, refiere a que el 33,2 % manifiestan padecer algún tipo de enfermedad crónica o puntual de carácter físico, aunque el dato más alto y llamativo corresponde a los diferentes indicadores de salud mental relacionados con trastornos mentales expresados por ellas.
En concreto, la dimensión mental indica algunas características que las reclusas manifiestan en torno a sus padecimientos mentales y emocionales, e. g., tener depresión y ansiedad, que son los más comunes (63,2 %); asimismo, son significativos los casos de intentos de suicidio (29,3 %), de autolesionarse (27,9 %) y los trastornos alimentarios (28,6 %). Datos muy preocupantes, no solo por su peso porcentual sino por las repercusiones personales, lo cual requiere de una mayor atención en esta área y una necesidad de un diagnóstico especializado.
Por otro lado, en el tema de las adicciones o consumos problemáticos de drogas, el equipo de investigación definió cuatro subgrupos (Añaños-Bedriñana, 2017), en función del tipo de relación que mantenían con las drogas, como: Adictas Activas (AA), aquellas con consumo problemáticos de drogas; Adictas en PMM (PMM), las que se encuentran en programas de mantenimiento de metadona; Ex-Adictas (EX), aquellas que son abstinentes, como mínimo seis meses antes del estudio, y, finalmente, las No Adictas (NA), aquellas abstinentes totales o con consumos no problemáticos.
La identificación de los perfiles pone de manifiesto que el 60,6 % de todas las mujeres reclusas encuestadas, antes de entrar a prisión, han tenido o tienen historias de adicción a lo largo de sus vidas, distribuidas en los distintos perfiles. Un porcentaje que representa 15 puntos menos que la encuesta ESDIP6 (DGPNSD, 2011), es decir, 76 %; en esta no se distingue el dato por sexo; no obstante, por las tendencias y otras investigaciones se sabe que el consumo de mujeres en general es inferior al de los hombres.
Sin embargo, si comparamos estas proporciones con la población general (en libertad), es difícil definir con exactitud las cifras, puesto que EDADES7 refleja las estadísticas de consumo y no de adicción; asimismo, otros informes realizados por el Observatorio Español de la Droga y las Toxicomanías (OEDT) muestran datos referentes a ingresos en programas de tratamiento, ingresos hospitalarios o muertes por drogas. En busca de la similitud, solo podemos asociarlo al consumo diario por sustancia en la encuesta EDADES, siendo el más alto el alcohol (10,2 %), hipnosedantes (4 %) y cannabis (1,7 %), con lo que se constituyen datos muy distantes a los que se manejan en población penitenciaria (OEDT y DGPNSD, 2013).
En el último mes en prisión -en relación con el momento en que se recogió la información-, gran parte de la realidad adictiva de estas mujeres cambia al disminuir la presencia de todos los perfiles adictivos y aumentar la cifra de mujeres que siguen programas de mantenimiento con metadona. Identificamos que el 24,7 % de las mujeres aún mantienen el consumo (AA y PMM), frente al 56,5 % que suponía el mes antes de entrar a prisión. Un dato casi coincidente con el ESDIP 2011 (DGPNSD, 2011), que cifra el consumo en el último mes en prisión en 24,4 %, pero sobre este no se distingue el sexo, por lo que volvemos a indicar que en el caso de las mujeres los consumos suelen ser menores, y nuestros datos son más altos. Al mismo tiempo, estos datos muestran que los cambios en los perfiles definen mejoras en sus procesos de tratamiento y superación de la adicción a las drogas, en el que todos los centros penitenciarios tienen obligatoriamente programas y recursos para este fin.
Trabajo e ingresos
En relación con la formación obtenida se sitúa la vida laboral. El año anterior a su entrada en prisión, las reclusas encuestadas se dedicaban a: 60,4 % trabajaban de forma remunerada, independientemente de tener o no contrato oficial; el 20,8 % no trabajaban; el 16,7 % eran amas de casa, se ocupaban de las labores domésticas y familiares, y un pequeño porcentaje, un 1,9 %, estaban exentas de trabajar por discapacidad. Sin embargo, las profesiones/ocupaciones que ejercen la mayoría son precarias, inestables y poco cualificadas, relacionadas sobre todo con el sector servicios, donde prevalecen la hostelería o restauración (16,4 %), los servicios de limpieza, servicio en hogares y/o cuidado de personas (11,6 %) y de comercio (6,7 %).
Existen otras fuentes de financiación, independientemente de tener trabajo, y son declaradas por las participantes, al margen de ser estas legales o no (vid. Tabla 5). Se puede ver, también en esta tabla, que ellas manifiestan, en un 19,1 % de los casos, que reciben ayudas o prestaciones oficiales sociales del Estado u otras instituciones, siendo estas su principal sustento; otro 13,2 % percibían una pensión, sea por incapacidad laboral, enfermedad, viudez, etc. Sin embargo, el 21,9 % aseguran que sus ingresos principales del mes anterior de entrar en prisión provenían de alguna actividad delictiva, un 6,5 % de la prostitución y un 2 % de mendigar. Importante también es el porcentaje de mujeres que dicen recibir ayuda de sus familiares (16,7 %). Estas otras fuentes nos muestran la vulnerabilidad y situaciones carenciales e insuficiencias para cubrir sus necesidades; para tal fin se recurre tanto a la intervención del Estado y otros organismos de forma legal, como a situaciones ilegales.
Por otro lado, al preguntarles sobre quién es la persona que aportaba ingresos económicos al hogar, las reclusas definen la distribución que se presenta en la Tabla 6.
Menos de la mitad de las mujeres, un 40,7 %, dicen aportar los ingresos principales al núcleo familiar, lo cual conlleva una mayor responsabilidad. Las parejas, a pesar de que la mayoría dicen tener pareja en ese momento (71,6 %), no sobresalen: solo el 29,4 % de los casos. Se entiende que la madre y el padre de las reclusas son dos de sus apoyos económicos fuertes (22,5 % y 14,9 %, respectivamente). En menor proporción también aportan hermanos/as (6,9 %), abuelos/as (4,1 %) e hijos/as (2,9 %).
Para los ingresos en el núcleo familiar, se va a tener en consideración como base el salario mínimo interprofesional (764 € mensuales), para ver los ingresos lícitos o declarados que ellas tenían el mes anterior a entrar en prisión, así como el corte de 2.481 €, que es la media de ingresos mensuales que establece el INE que en el 2013 tenían las familias españolas y el número de miembros de la familia (INE, 2013). También, se han definido los ingresos en “sucio”, que alude al dinero proveniente de la economía sumergida, delitos, prostitución, etc. Hay que considerar que los ingresos no son excluyentes, o sea pueden proceder de una u otra fuente, o de ambas.
Un 76 % de las encuestadas reflejan ingresos totales del núcleo familiar por debajo de la media española fijada por el INE (2013), y de ellas 87 mujeres dicen que sus familias están compuestas por cuatro miembros, de las que solo un 11,5 % son familias que superan ese umbral de 2.481 €. Estos datos, aunque significativos, quizá requieran, en estudios posteriores, de un análisis más exhaustivo que refleje la pluralidad de formaciones familiares existentes.
Sobre los ingresos de origen lícito y declarado, es decir en “limpio” (en lenguaje penitenciario), indican el 54,8 % de las mujeres (vid. Tabla 7) que por debajo del salario mínimo interprofesional fijado en España se encontraban el 25,8 % de ellas, que tenían ingresos (en relación con el momento justo anterior de entrar en prisión), y un 74,2 % por encima, lo que resalta que 34,6 % de ellas refieren ingresos entre 764 y 1.000 euros. Según el análisis de la mediana, el 50 % de las reclusas tuvieron unos ingresos inferiores a 620 € de manera lícita, lo cual indica que la mitad de la población reclusa tuvo unos ingresos de este tipo, carenciales a nivel individual; esto sin tener en cuenta sus responsabilidades maternales, el resto de posibles ingresos y el número total de miembros en el hogar.
Por otro lado, cuando se habla de dinero que ingresa de manera no declarada o “sucio” (en lenguaje penitenciario), observamos que estas cifras son altas para un buen porcentaje de ellas (vid. Tabla 7). Un 34,2 % perciben ingresos de este tipo, y de estas un 59,2 % ingresan cifras superiores a 1.000 € por este motivo.
En cuanto al total de ingresos económicos de las reclusas (al sumar todo tipo de ingresos), el 44,4 % de las participantes ingresaron menos del citado salario mínimo interprofesional en España. Lo cual también indica carencias en los niveles de bienestar en los distintos índices e indicadores de desarrollo humano.
Consideraciones finales y conclusiones
Como se ha podido observar y analizar del trabajo, las escalas de medición vigentes sobre pobreza, oportunidades y capacidades relacionadas con el desarrollo humano, tal como se han establecido por parte de las grandes organizaciones transnacionales, resultan insuficientes y no encajan en los parámetros que funcionan en una institución cerrada y totalizadora como la prisión, así como para estudiar la situación de las mujeres reclusas. Si bien el Estado garantiza el cumplimiento de los derechos humanos (excepto la libertad) y la prestación de las necesidades básicas como imperativo legal, por otro lado se produce una limitación de la participación e interacción social, familiar y personal, puesto que la institución penitenciaria incide hasta en su dinámica personal al marcar las acciones que debe realizar en su vida cotidiana. Además, obvian sus propias trayectorias personales, las motivaciones y factores de riesgo asociados a la comisión del delito y las características peculiares punitivas del entorno penitenciario. En consecuencia, con las directrices generales de la PNUD no es factible hacer ninguna estimación o medición sobre los niveles de desarrollo humano de las personas que están en prisión, sino únicamente un análisis propio y específico, teniendo como categorías de estudio algunos elementos, indicadores o conceptos empleados para tal fin.
E. g., el concepto de desarrollo humano y otros índices, como el de pobreza multidimensional, ponen en el centro a los individuos para medir el nivel de desarrollo de los Estados, sobre todo en el sentido del bienestar. Este estudio ha centrado el foco en el nivel a escala individual, familiar o contextual, pero no generalizable como dato de país. Creemos que la medición de ciertos parámetros que se utilizan para medir el desarrollo humano pueden servir para comprender las trayectorias personales y la evolución de conductas delictivas, pero adaptándolos tanto a la escala en que se trabaja como al contexto de la delincuencia y el medio penitenciario. La pobreza (como parte del desarrollo humano), las exclusiones y distintas vulnerabilidades son procesos padecidos por personas y colectivos a lo largo de sus vidas, siendo estos cambiantes de acuerdo con las etapas evolutivas o situaciones concretas.
En este sentido abogamos, porque las características de estas trayectorias son indicadores de un paupérrimo desarrollo a nivel personal, y así lo reflejan los datos sobre los bajos niveles educativos y formativos alcanzados, como los índices preocupantes en cuanto a salud y bienestar mental y emocional. Los datos sobre ingresos reflejan insuficiencias (tomando el salario mínimo interprofesional fijado en España) y un alto porcentaje de padecimiento de problemáticas específicas, como las adicciones.
Por su parte, las políticas penitenciarias en España son el fruto de un lento proceso de evolución, a partir de una legislación progresista con más de 30 años de recorrido desde la promulgación de la Ley Orgánica Penitenciaria de 1979. A partir de la cual se inició la promoción de ofertas y diversidad de actividades (educativas, culturales, laborales, etc.), en un intento por cubrir las distintas necesidades, demandas y derechos fundamentales de la población penitenciaria, siendo la pérdida de la libertad el único derecho limitado en prisión, y teniendo como meta la reeducación y reinserción social del colectivo.
En estos últimos años hay una apuesta por desarrollar programas en medio abierto y con el aporte de los recursos comunitarios, para aquellos/as internos/as con perfiles delictivos menos graves (Añaños-Bedriñana & Yagüe, 2013). Si bien es cierto que en las actuales circunstancias de crisis económica y enfoques más tradicionales, los recursos se han visto mermados y muchos programas se han dejado de implementar o funcionan limitadamente, asimismo se ha instaurado la llamada cultura de la intervención psicosocial y el tratamiento específico, al diseñar, implementar y evaluar complejos programas de tratamiento para ofertarlos a aquellos colectivos cuyas problemáticas personales, sociales o psicológicas están en la base de la comisión delictiva. Sin embargo, en estas perspectivas se sigue observando la falta o carencia de enfoques socioeducativos, orientados a desarrollar los factores de protección, resiliencia, empoderamiento, etc., que van a dar instrumentos para favorecer los procesos de inserción y reinserción social y, en consecuencia, la prevención de la reincidencia delictiva; todo esto en pro del desarrollo humano.
También el gobierno español, mediante la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias (SGIP), consciente de las deficiencias y discriminaciones, emprendió una política de medidas para mejorar la situación de las mujeres. En 1996 inició el Programa de Intervención en Salud desde un Enfoque de Género con Mujeres Privadas de Libertad para fomentar el autocuidado, la autoestima y el desarrollo personal; en el 2007 se elaboró una Guía Práctica para la Intervención Grupal con Mujeres Privadas de Libertad, en la que se incluyen temas de trabajo sobre la violencia contra las mujeres y la salud sexual. Además, se formuló el Manual de Intervención sobre Drogodependencias en Centros Penitenciarios, a instancias de los resultados de la Encuesta sobre Salud y Consumo de Drogas en Prisión (Delegación del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas -DGPND-, 2007), el Plan Europeo de Acción en Materia de Lucha contra la Droga para el período 2005-2008 (UE, 2008) y la Estrategia Nacional sobre Drogas para el período 2000-2008, a partir de las cuales se plantea el trabajo sobre drogas en programas dirigidos a mujeres. Finalmente, en el 2008 se aprueba el Programa de Acciones para la Igualdad entre Mujeres y Hombres en el Ámbito Penitenciario (Paihmap), con 122 acciones, en respuesta a los principios, recomendaciones, acuerdos e instancias emanadas de la normativa europea e internacional (SGIP, 2008). Sobre la aplicación de este ambicioso programa, Yagüe (2010) da algunos datos; e. g., según unos criterios definidos, existen medidas capaces de acortar la duración del encarcelamiento y de mejorar la inserción laboral y familiar. Así, en marzo del 2010, disfrutaban del medio abierto 1.199 mujeres (el 32 % de las clasificadas).
Pese a las mejoras expuestas, que inciden en el desarrollo humano, y vistos los datos de la investigación, realmente no tenemos resultados concluyentes o explicaciones detalladas sobre las acciones o medidas tomadas y sus consecuentes logros. Por el contrario, se observan aún diferencias en los procesos de intervención tratamental, en las formas de abordar con frecuencia la perspectiva mayoritaria de los hombres, en las infraestructuras insuficientes o inadecuadas para cubrir las necesidades de las mujeres, en el tipo o contenidos de los programas, etc.
A pesar de las discriminaciones, exclusiones y vulnerabilidades padecidas por estas mujeres, existen antecedentes sobre cómo desde el contexto penitenciario se puede contribuir a reducir el impacto de estas situaciones y ayudar a provocar un cambio en la estructura de oportunidades; así lo postula la SGIP8, y sobre ello sustenta su amplia oferta de programas específicos de intervención, como los enfocados a las mujeres. E. g., al ofrecer y fortalecer servicios de formación, orientación laboral, reducción de exposición a situaciones de riesgo, como las adicciones, abordaje de la preparación de la libertad, la reconexión familiar y social, el desarrollo de competencias y habilidades personales, la búsqueda de recursos y servicios sociolaborales, etc.
Asimismo, pese a que se supone que el desarrollo humano está directamente relacionado con el ejercicio de la libertad de elección en la vida, el estar recluida en prisión no tiene por qué entrar en conflicto con esta perspectiva, ya que la prisión debe formar a las personas como ciudadanos de pleno derecho, a través de intervenciones como las socioeducativas y su rama de Educación Social Penitenciaria. Los cambios en la propia óptica del sistema y en la normativa penitenciaria sobre la situación de la mujer que acaba condenada a prisión facilitan un tratamiento diferenciado, necesario para mejorar las condiciones de vida y de reclusión de estas mujeres y ayudarles a salir de los círculos de vulnerabilidad y pobreza muldimensional.
Ante este panorama, apostamos por la educación como una vía valiosa y fundamental en los procesos de cambio y mejora de la vida de las personas, más si se encuentran en estos contextos punitivos. Y en prisión representa un tiempo, un espacio y una oportunidad única para su puesta en marcha y desarrollo, desde una visión integral, teniendo en cuenta las características, necesidades, intereses, capacidades, potencialidades, etc., de las personas que por diversas razones se encuentran cumpliendo condena. Aún quedan muchos retos por cumplir o abordar, pero, a la vez, surgen esperanzas de enriquecer, crecer y desarrollarse en prisión, e incidir favorablemente después en la inserción o reinserción social, al regresar, entre otros aspectos, personas libres, creadoras, responsables, participativas o autónomas.