Introducción
La baja participación de las mujeres en conductas disruptivas -así como en actos criminales- ha sido reportada por varios investigadores como Pollak (1950), Jensen y Eve (1976), Steffensmeier (1980) y más recientemente por Yurrebaso et al. (2022), Rambal et al. (2021) y Molina-Coloma et al. (2022), quienes afirman que las mujeres representan entre el 7.47% y el 1.86% de la ocupación en penitenciarios. En México 5% de la población interna total son mujeres (Hernández, 2018). De ahí que se planteara que la conducta criminal fuese “del dominio del hombre” y que las teorías criminológicas y sociológicas se pensaran desde y para la criminalidad masculina. Por décadas, fueron estas últimas teorías las que se aplicaron a la mujer delincuente. Sin embargo, la criminalidad femenina no es insignificante y no es inocua (Maqueda, 2014; Stenglein, 2013).
Será el movimiento feminista en Occidente de los años sesenta y setenta del siglo pasado, acompañado de la incursión de la mujer en la vida pública y la lucha por el reconocimiento de su identidad, sus derechos y un lugar en la sociedad (Vizcaíno, 2010), el que incidió para que los estudiosos del crimen se dedicaran a este tema con mayor hondura.
Casanova (2017) encuentra que la criminología no estaba preocupada por estudiar a la mujer. Si bien la participación de las mujeres en conductas restrictas por la sociedad responde a ciertos factores como la precariedad laboral, la pobreza, el desempleo, una familia desestructurada o la pertenencia a minorías étnicas tal como lo señalan también, Zarate (2019) y Otero et al. (2021) la violencia vivida o percibida en el entorno en que se desenvuelve un ser humano es una variable que merece ser atendida en profundidad (se hace referencia implícita al contexto y realidad estructural).
El objetivo de esta investigación fue estudiar los componentes de violencia estructural implicados en las conductas disruptivas de personas adultas, para enfatizar en aquellas mujeres con antecedentes de conflictos con la ley; se presentan los resultados como una alternativa al estudio de personas en situación de cárcel, es decir, como una visión preventiva y de cuestionamiento, con base en lo que plantean Yurrebaso et al. (2022), quienes afirman que incrementa la posibilidad de reincidencia, sumada a los elementos estructurales descritos. Las preguntas que se trazan son: ¿existen diferencias en conductas disruptivas de hombres y mujeres? ¿Cuáles elementos estructurales asociados a las mujeres que han tenido conflicto con la ley en contraste con aquellas que no?
El aprendizaje social de las conductas disruptivas o criminales
Dentro del análisis de la criminalidad se considera al delito un producto de la violencia aprendida. Torres y Zambrano (2013) afirman que los individuos son más susceptibles durante los primeros cinco años de infancia porque se hallan en una etapa de maduración mental, emocional, de adaptabilidad social y están en búsqueda de identidades. Además, las investigaciones realizadas por Broidy y Thompson (2019) señalan que el maltrato durante la infancia es relevante con respecto a la agresión de las mujeres. En esta etapa existe necesidad de aprender todo lo que se encuentra en el entorno, por lo que una menor, víctima de abusos y maltratos de índole física, moral, de género o psicológica probablemente tendrá tendencias antisociales, que deriven en la comisión de conductas delictivas.
Da Silveira (2016) apunta que el aprendizaje social de la violencia se aprecia en personas que se exponen a modelos de violencia, en especial si provienen de la familia de origen. El maltrato, la violencia o las conductas disruptivas pueden ser una confusión entre imitación o temor a vivirle (Murillo & Peña, 2019). Para la teoría del aprendizaje social no solo existe un etiquetamiento cultural de los eventos violentos, sino que también una amplia posibilidad de aprender a ejercer violencia o categorizarle con menor severidad al haber sido expuesto a ella (Bandura, 1973; Pérez, 2015; Galán et al., en preparación).
Como elemento de relevancia teórica, para Akers y Jennings (2015) el aprendizaje social de las conductas disruptivas o delictivas se refiere al involucramiento de personas en aquellas acciones que se desvían de la norma y esto suele propiciarse en contextos donde se obtienen condiciones favorables para su ejecución y en los resultados, cuando existe una más amplia cantidad de acciones que generan modelamiento simbólico que presenta dichas características, lo cual puede incluso llegar a la justificación o a etiquetar esto como positivo, finalmente, si este tipo de comportamiento no es castigado (no tiene consecuencias) o la recompensa es mayor que el castigo, también facilita que se le perpetúe.
Contextos de violencia en México
Las conductas transgresoras de las normas sociales están vinculadas a al menos un tipo de violencia, ya sea violencia directa -traducida en maltrato, desprecio, acoso, entre otros-, violencia estructural, violencia cultural o violencia simbólica (Galtung, 2016). Algunos tipos de violencia no están tipificados en materia penal, aunque en reiterados casos los delitos no sean cometidos por una violencia física o directa. En efecto, la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión, 2022) enumeró cinco tipos de violencia (en su versión original): psicológica, física, patrimonial, económica y sexual, en principio desatendiendo otras violencias, como la estructural o simbólica y recientemente ha sido reformada y les ha incluido, sin embargo, en general dicha ley no está asociada con consecuencias penales.
En México son asesinadas en promedio “9 mujeres al día (…) con total impunidad” (Viera, 2019, p. 172). Galán (2021) afirma:
(…) nacer en un país como México o en Latinoamérica implica en sí mismo violencia estructural, pues la violencia directa y extrema que se vive en estos contextos (asesinatos, secuestros, violaciones) se traduce en un daño a las condiciones básicas de bienestar, libertad y supervivencia (p. 132).
La violencia cultural es la que está inmersa en el lenguaje, la ideología, la religión, el arte y las ciencias empíricas y formales y es precisamente en estas prácticas que se legitima o justifica la violencia directa. A manera de ejemplo, en México hombres y mujeres permiten y fomentan la violencia hacia las mujeres, al seguir los patrones de la educación cultural que los ha rodeado y formado. Al educar a sus hijos y adoptar un rol machista en su familia, con el pensamiento de que las mujeres están para servir y para ocuparse de los hijos y de los quehaceres de la casa, están promoviendo violencia cultural contra la mujer (Sánchez, 2020).
La violencia cultural perdura a través del tiempo (Bonifaz, 2019). En ese sentido, las mujeres han aprendido cogniciones, comportamientos, posiciones subjetivas que se encuentran respecto de los hombres, estas son aprendidas y se transmiten a sucesivas generaciones (Zarate, 2019). La violencia cultural es una derivación de los intentos por mantener la subordinación, traduciéndose en prácticas que obedecen a las construcciones culturales sobre la inferioridad de la mujer.
La violencia estructural es el punto de partida, este tipo de violencia se convierte en un daño en la satisfacción de las necesidades humanas básicas tales como supervivencia, bienestar, identidad o libertad, las cuales son resultado de los procesos de estratificación social (Galtung, 2016; La Parra & Tortosa, 2003; Villavicencio & Zúñiga, 2015). Además, los elementos de desigualdad por sexo, situación socioeconómica, acceso a la educación, infraestructura (Rambal et al., 2021), predominio de la mujer en trabajos mal pagados (Copello, 2019) y situaciones de marginación están conectados a la criminalidad. Zarate (2019) y Mayoral (2022) consideran que las condiciones laborales han sido a su vez, elementos constitutivos de identidad (masculina) y parte de la desigualdad estructural.
De acuerdo con el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (2021) en México las jefaturas de hogar y mercado laboral en mujeres es de 52%, 52 a 55 de 100 jefaturas de hogar de mujeres se encontraron en pobreza y en mujeres indígenas se evidenció un 51.7% en pobreza extrema. Por otro lado, la violencia simbólica que refieren Bourdieu (1988) y Benavides (2015) es una violencia que puede ser reproducida por la persona dominada sin consciencia de la misma, ya que quien la ejerce (dominador) lo hace de forma indirecta. Se trata de una violencia también invisible pero insidiosa que se infiltra en lo más profundo de los cuerpos (Jiménez & Aguilar, 2013) y que se ejerce a través de la dominación, buscando que no se perciba de manera consciente (Bourdieu, 1993). Las prisiones albergan a personas que además de vivir en pobreza fueron oprimidas, es decir, que fueron violentadas por la estructura social. Hernández (2018) afirma que las mujeres en prisión han roto con normas sociales y morales (nivel simbólico), ya que asumen elementos que no corresponden a sus designios de género, por tanto, doblemente estigmatizadas.
La violencia cultural, la estructural y la simbólica llegan a ser imperceptibles, sin embargo, impregnan las realidades de la sociedad. Son difíciles de combatir y erradicar, pero además son causa y razón explicable de la comisión de delitos al considerarse estos como actos de resistencia ante las desigualdades sociales que existen en el panorama mexicano. A su vez, el clima de inseguridad e inestabilidad tornan a México en un país violento cuya población tolera y normaliza estas violencias y por consiguiente las permite y reproduce a través de conductas antisociales.
Violencia de género
Los referidos tipos de violencia convergen en lo que hoy se conceptualiza como violencia de género. El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) (2020, 23 de noviembre) retoma la definición de la Organización de las Naciones Unidas sobre la violencia contra la mujer, que es:
(…) todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada (p. 3).
La violencia de género afecta de una u otra manera a las mujeres, por el solo hecho de ser mujeres. Atenta contra su integridad, libertad y dignidad (Sánchez, 2020). Algunos tipos de violencia que se ejercen en contra de ellas son físicos, sexuales o psicológicos. La Declaración de las Naciones Unidas sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer del 20 de diciembre de 1993 reconoce que la violencia basada en el género
(…) constituye una manifestación de relaciones de poder históricamente desiguales entre el hombre y la mujer que han conducido a la dominación de la mujer y a la discriminación en su contra por parte del hombre e impedido el adelanto pleno de la mujer (Ramírez, 2018, párr. 6).
Por su parte, el artículo 5, fracción IV de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (en México) establece como violencia contra las mujeres a “cualquier acción u omisión, basada en su género, que les cause daño o sufrimiento psicológico, físico, patrimonial, económico, sexual o la muerte tanto en el ámbito privado como en el público” (Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión, 2022, p. 2).
La Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares del INEGI (2016) arroja que de los 46.5 millones de mujeres que tienen 15 años y más en el país, 66.1% es decir, 30.7 millones, ha sufrido alguna vez en su vida un evento de violencia emocional, económica, física, sexual y discriminación por parte de algún agresor. En efecto, debido a que 66 de cada 100 mujeres de 15 años y más, que residen en México, han sufrido al menos un acto de violencia, dicha violencia es un problema que lamentablemente se considera una práctica social y un fenómeno constante y generalizado.
De acuerdo con el tipo de violencia que experimentan se encontró que la violencia emocional representa 49%, la violencia sexual un 41.3%, la violencia física un 34% y la violencia económica o patrimonial o discriminación en el trabajo un 29% (INEGI, 2016). Conforme a dicha encuesta, las mujeres que viven expuestas a la violencia de su pareja o de cualquier otro agresor son las mujeres jóvenes cuyas edades oscilan entre los 20 años y los 39 años de edad. Por otra parte, 70 de cada 100 mujeres de esas edades han vivido por lo menos un evento de violencia o abuso. A partir del 2007 de tener una tasa del 1.94% el porcentaje se ha incrementado y se mantiene en tasas arriba del 4%.
La marginación, pobreza, exclusión, clasismo, sexismo y racismo son fenómenos de la violencia estructural en la que la mujer está inmersa, como un esquema de injusticias, que se suman e inciden en la criminalidad (Mayoral, 2022). Las mujeres en México viven violencia directa, simbólica, estructural y cultural, son población vulnerada y vulnerable, y sus vivencias no se limitan a un contexto determinado, incluso se puede concluir aún la tarea de lucha contra la ideología machista y la cultura dominante y patriarcal, en este mismo sentido, el contexto de violencia en México es a su vez, generador de violencia.
Mujer y criminalidad
Las investigaciones de Steffensmeier et al. (2006) plantean que el detonante de la delincuencia femenina se encuentra en la socialización de acuerdo con el género. Según los autores las normas que marca la sociedad favorecen la conducta de la mujer dentro de la misma, de igual forma que predisponen la conducta antisocial del hombre. Cada sexo tiene una socialización distinta; mientras los hombres están más expuestos a factores que favorecen la delincuencia, las pautas que impone la sociedad a las mujeres propician que ellas adquieran más factores de protección (Rodríguez, 2009). En concordancia con la teoría del control social, Bergalli et al. (1983, citados en Yugueros-García, 2014) señalan que existen en la sociedad una serie de controles formales e informales que ayudan a contener la actividad delictiva de la mujer. Pasar tiempo en casa, con la familia, y una menor interacción con amigos problemáticos serían factores protectores (Casanova, 2017).
Para Yurrebaso et al. (2022) la teoría del riesgo delictivo (que se considera afín a esta investigación) se compone de tres elementos: individuales (vivencias traumáticas, maltrato y violencia), carencias prosociales-calidad de redes sociales y la socialización diferencial, también relacionada con el género: “privaciones en la familia de origen (crianza familiar inapropiada, pobreza o conflictos graves), desvinculación escolar, amigos delincuentes, exposición a la violencia simbólica o internamientos prolongados” (p. 3)- y oportunidades relacionadas con el delito como la pérdida de adscripción a instituciones educativas, problemas con autoridad o legales y la percepción de los mismos. Los autores exponen que muchas veces las mujeres en situación de cárcel han sido víctimas también de delitos o transgresiones: en su comparativo con hombres encuentra que ambos vivieron maltrato infantil, pero 0% de los hombres vivió abuso sexual en contraste con 23% de mujeres, 47% de ellas vivió en entorno con abuso de drogas (33% hombres), 67% y 87% respectivamente abuso de alcohol. Añaden que en mujeres se registran antecedentes a la sentencia en 40% en contraste con 6.7% de hombres, y 73% vivió violencia, ellos solo 20%. Para Otero et al. (2021) la mayoría de las mujeres detenidas son jefas de familia con delitos menores, casi todos vinculados al narcotráfico.
Método
Se empleó un diseño analítico transversal descriptivo. El método fue elegido para conocer las conductas disruptivas en personas adultas y se consideró incluir tanto población que respondiera de forma anónima a distancia (completa voluntariedad) como aquella que se encontrase en universidades que aceptara expresamente la autorización para la aplicación de la escala. También se incluyó población en vía pública para poder captar personas con diferentes características sociodemográficas, esta última muestra se aplicó en el centro de la ciudad, debido a que es una zona en donde convergen diversos y diferentes tipos de personas.
Las preguntas que componen la escala fueron generadas con base en la teoría del aprendizaje social, vivencias y elementos que se consideraron claves en los elementos cotidianos de conductas disruptivas, a fin de poder identificar no solo aquellos de alta intensidad sino también de convivencia. La escala inicial contó con 30 ítems con énfasis en vínculos delictivos, transgresores e incluso de actitudes como beber en vía pública, respeto o legitimación de las violencias. Una vez aplicada a la muestra se dividió para realizar un análisis factorial exploratorio y posterior a él uno confirmatorio. Los seis ítems reportados en el instrumento fueron aquellos que se ajustaron al modelo de forma idónea con características de validez y confiabilidad.
Muestra
En total se encuestaron 489 personas, de las cuales 349 (71.3%) fueron mujeres y 140 (28.56%) hombres. Tenemos un total de 323 (66%) personas que pertenecen a universidades privadas, 136 (28%) en línea y 30 (6%) personas en vía pública. El criterio de inclusión era la voluntariedad, contar con mayoría de edad, saber leer y tener capacidad para responder de forma autónoma. De exclusión que dejaran más del 10% de respuestas en blanco.
Instrumentos
Encuesta de datos sociodemográficos en la cual se preguntó si alguna vez la persona había sido detenida, si se reunió con pandillas, si considera segura su colonia, consumo de alcohol o sustancias, si en la familia de origen se consumían alcohol o sustancias, si sabe dónde se puede conseguir drogas ilegales, si su familia de origen se encuentra unida, si hay antecedentes de amistades o familiares en situación de cárcel, si considera satisfacer sus necesidades con sus ingresos y finalmente si vivió violencia en la familia de origen.
Escala de Conductas Disruptivas en adultos (Galán et al., en preparación) con seis ítems y dos dimensiones: justificación de la violencia y transgredir a otros, que se responden con una escala Likert de cinco puntos, en su versión confirmatoria con X2 = 7.02, gl = 7, CFI = 1, AGFI = 0.97, confiabilidad de constructo = 0.80 y promedio de varianza extraída = 0.51.
Procedimiento
Para la aplicación de la encuesta y el instrumento de medición se solicitó autorización a las instituciones, se pidió la firma de un consentimiento informado en la hoja de respuestas a cada participante siguiendo las recomendaciones éticas del código ético de la American Psychological Association (2017), en especial se enfatiza el no daño, la voluntariedad, anonimato y resguardo de la información personal con derecho a dar seguimiento a la investigación.
Una vez aplicado el instrumento de medición y la escala de datos sociodemográficos se procedió a obtener las frecuencias relativas y porcentajes de la encuesta, posteriormente a aplicar t de Welch para comparativa de datos cualitativos dicotómicos con los totales de la escala de conductas disruptivas y ANOVA de un factor para aquellos que presentaban tres o más opciones de respuesta. Finalmente se hizo una comparativa por sexos para determinar las diferencias entre ambos y las conductas disruptivas.
Resultados
De la muestra total de las 489 personas participantes, 9 (2%) tienen estudio de primaria, 18 (4%) que estudiaron la secundaria, 105 (21%) la preparatoria, 347 (71%) la licenciatura y 10 (2%) el posgrado. 31 (6%) personas se consideran de un nivel socioeconómico bajo, 448 (92%) de nivel medio y 9 (2%) de nivel alto.
Como aparece en la Tabla 1, 32% de los hombres fue detenido alguna vez, en contraste con 6% de las mujeres, de las personas detenidas que representan el 13% del total de la muestra, la cual se podía considerar con una mayor intensidad en conductas disruptivas. En la muestra general se reporta un 33% de hombres y 14% de mujeres que se juntaron con una pandilla. El 51% de las personas encuestadas percibe un ambiente de inseguridad en su colonia. Al menos el 70% de la población consume alcohol (73% de hombres y 68% de mujeres). El 36% acepta saber dónde se pueden conseguir drogas (43% de los hombres y 33% de las mujeres). Un 14% las consume, por último, se destaca un 38% de la población que menciona tener familiares que han estado en la cárcel y 29% tiene o tuvo amistades en prisión.
Nota: M = mujer, H = hombre. Los porcentajes faltantes para alcanzar 100% fueron personas que decidieron dejar en blanco su respuesta.
Como se puede apreciar, en la Tabla 2 se hace una comparativa entre las personas que admiten haber sido detenidas alguna vez, las cuales muestran un mayor puntaje en justificación a la violencia, de igual forma se encuentran diferencias en la transgresión a otros y el total de conductas disruptivas con tamaños medios y altos respectivamente. Es decir, la escala evidencia congruencia entre lo que mide y las características sociodemográficas reportadas por la muestra. En este sentido, la justificación de la violencia y transgresión a otras personas se presentan como indicadores implicados (en este caso) en la historia legal de una persona.
En cuanto a la percepción de un ambiente de seguridad en sus colonias se observan diferencias significativas con un tamaño del efecto bajo en el total de conductas disruptivas con datos de p < 0.045 con una d = - 0.182. El consumo de alcohol se asocia a la mayor perpetuación de conductas disruptivas, con diferencias significativas en transgredir a otros y la suma de las conductas disruptivas con valores de p < 0.001 con una d = 0.48 y d = 0.47 respectivamente. En el consumo de drogas ilegales se advierte un tamaño del efecto medio, similar en cada una de las categorías, por tanto, quienes no consumen drogas tienen menor reporte de conductas disruptivas. El contexto de conductas ilegales, que se manifiesta al reconocer y ubicar espacios de venta de drogas ilegales, incide de manera significativa con efecto medio en conductas disruptivas (todos sus factores y total).
Como se puede apreciar en la Tabla 3, el contexto en el que se desenvuelve una persona, en particular si hay antecedentes de problemas con el consumo de sustancias psicoactivas en la familia, tiene efectos significativos en la posibilidad de transgredir a otros individuos, con un tamaño del efecto medio (p < 0.001, d = 0.39). Las personas que tienen familiares en la cárcel presentan diferencias significativas en transgredir a otros (p < 0.002) con un tamaño del efecto bajo (d = 0.29), sin embargo, en este mismo rubro, cuando las personas en situación de cárcel son amistades, se eleva cercano al alto, p < 0.001 con una d = 0.72. Las personas que se juntaron con pandillas tienen un mayor puntaje en transgredir a otros (p < 0.001, d = 0.88), por tanto, un tamaño del efecto alto. En general, se puede apreciar que los vínculos tanto con grupos primarios como secundarios se convierten en un elemento que incidirá en las conductas disruptivas de las personas; en especial las amistades tendrán mucho mayor efecto en las personas.
Se realizó un comparativo con ANOVA con base en la percepción de ingreso socioeconómico. Al encontrar F 6.150 (p = 0.002) con un Ѡ2 = 0.025 (tamaño del efecto bajo) se procedió a realizar un post hoc, como se muestra en la Tabla 4. El cual presenta diferencia significativa en la justificación de la violencia con medias más altas en quienes tienen un nivel socioeconómico alto (13 DE 4.61) en comparación con las medias del nivel bajo (12.25 DE 5.18) o medio (11.08 DE 3.65).
En la Tabla 5 se emprendió un comparativo por sexos con respecto a la escala de conductas disruptivas, en el que se puede apreciar que existen diferencias significativas en la suma total y en transgredir a otros con tamaños del efecto medio, sin embargo, no se encontraron diferencias en la justificación de la violencia.
Por último, se hace un comparativo entre las mujeres que fueron detenidas alguna vez y aquellas que no con una descripción desglosada de las respuestas de mujeres a los ítems que componen la escala de conductas disruptivas y los datos sociodemográficos. Se presentan a continuación los ítems entre comillas seguidos del porcentaje de mujeres que fueron detenidas, esto dividido con un guion de la población general, reportando aquellas que respondieron distinto de nunca (de alguna vez a siempre) y añadiendo X2 en las que se halló diferencia significativa: “si alguien me agrede creo que es correcto hacer lo mismo” 76.1 / 76.3%. “Considero que la violencia es justificable si tiene un fin”: 90.4 / 68%. Reportó diferencias significativas (X2 = 11.808, gl, p = 0.019). En “he rayado o maltratado propiedad privada” 52.4 / 88 % (X2 = 35.79, gl = 4, p < 0.001), inventé o alteré alguna situación para afectar a una persona, 30% de las mujeres lo han realizado al menos alguna vez, quienes fueron detenidas 61.9%, en comparación con un 27.9% de población general (X2 = 17.41, gl = 4, p = 0.002). “He agredido verbalmente a las autoridades”: 66 / 27.6% (X2 = 35.75, gl = 4, p < 0.001). “He usado mis contactos para obtener algún beneficio”: 85.7 / 50.3% (X2 = 34.37, gl = 4, p < 0.001).
En los sociodemográficos se presentan los porcentajes de las variables mencionadas iniciando con población que fue detenida en contraste con la que no, además de los estadísticos únicamente de aquellas, se encontraron diferencias significativas en las mujeres que pertenecieron a una pandilla 47/12% (X2 = 20.68, gl = 1, p < 0.001); si consumen alcohol 90 / 66% (X2 = 5.94, gl = 1, p < 0.021); si consumen drogas 33 /8% (X2 = 12.67, gl = 1, p < 0.001) y si vivieron violencia 47 / 26% (X2 = 4.36, gl = 1, p = 0.037).
Discusión
Esta investigación reitera lo que ya advertían Yurrebaso et al. (2022), Rambal et al. (2021) y Molina-Coloma et al. (2022) quienes afirmaron que las mujeres delinquen en mucho menor proporción. En esta investigación también las mujeres reportan haber sido detenidas casi cinco veces menos que los hombres y poco menos del 50% de las veces haberse reunido con pandillas y consumir drogas. Sin embargo, se encuentran porcentajes similares en la vivencia de violencia en la familia de origen. Los resultados confirman la teoría del control social referida por Bergalli et al. (1983, citados en Yugueros-García, 2014) con relación a que la mujer está sujeta a una serie de controles por parte de la sociedad que limitan las conductas contrarias a la norma. La teoría de la socialización también se ve fortalecida con los hallazgos de este estudio cuando señala que el comportamiento de la mujer se asocia con las características sociológicas y su papel designado dentro del rol impuesto por el género en la sociedad y la familia, Bustos (2012) anotaba que los hombres tienen cuadruplicado el contacto con drogas y esto puede devenir en violencia. No obstante, en esta investigación hallamos tan solo el doble, es decir, solo dos veces más de exposición que las mujeres en consumo y conocimiento de localización de sustancias ilegales.
Asimismo, el entorno y la socialización como mencionó Bandura (1973) representan gran influencia en la conducta, empero no la determinan; las formas de construcción de género y sus mandatos (Lagarde, 2015; Salazar & Cabral, 2012) pueden en el ejercicio de la violencia sobrepasar los elementos que se podrían considerar cautiverios del ejercicio de conductas disruptivas. En este orden de ideas, el rol social de la mujer sirve como factor protector de las conductas disruptivas, mientras la construcción de la masculinidad fomenta la reproducción de comportamientos violentos (Gamble, 2018).
Por otro lado, se encontró que la historia de detención (conductas que se convirtieron en conflicto con la ley) se refleja en el reporte total de conductas disruptivas con un tamaño de efecto grande y medio en el factor de justificación, esto se asocia al etiquetamiento social. Como apuntaron Akers y Jennings (2015) tanto las interacciones con el entorno como los significados atribuidos al crimen -así como a la propia persona- propician la repetición y modificación de percepción de las conductas disruptivas. Esto se suma a la percepción de su colonia como segura, lo cual también tiene efecto bajo pero significativo en el total de conductas disruptivas, elementos que coinciden con Shukla y Wiesner (2013).
El consumo de sustancias como alcohol o drogas ilícitas también tiene efecto medio en las conductas disruptivas, asociación muy estudiada que se explora de forma reciente en Pérez y Ruiz (2017), no solo limitada al consumo personal, sino también a la posibilidad de transgredir a otros cuando se tienen antecedentes familiares. La regulación del consumo de sustancias psicoactivas podría ser un elemento clave para la generación de prevención, cuestión también asociada a la masculinidad (Gamble, 2018).
Las personas que tienen familiares en la cárcel presentan diferencias significativas bajas, sin embargo, al ser amistades o grupo de pares el tamaño del efecto se vuelve grande; esta diferencia resulta importante y contribuye a lo ya expuesto por Akers y Jennings (2015), es decir, si bien el entorno resulta decisivo para el ejercicio de conductas criminales, el grupo de pares en población adulta tendrá mucho mayor influencia que el núcleo familiar. Esto se reitera con el tamaño del efecto grande que tienen las conductas disruptivas y la variable de haberse reunido con pandillas; práctica mucho más común y naturalizada en hombres.
Por otro lado, la percepción del ingreso socioeconómico vinculado a la violencia estructural (Galtung, 2016; Villavicencio & Zúñiga, 2015) confirma que existen diferencias en las conductas disruptivas, sin embargo, contrario a lo que se propone en esta teoría existe un mayor reconocimiento de su ejercicio en aquellas personas que se consideran de clase social alta, esto puede deberse a que la muestra es mayormente de personas en universidad (con mayor cantidad de privilegios), así como a la realidad de lo que advertía Akers y Jennings (2015), pues esta clase social puede tener mucho menos consecuencias de conductas desviadas. Barrios (2018) añade: “clases socioeconómicas más altas tienen más posibilidades de evitar la justicia, con mayor cualificación y oportunidad de aprovechar los resquicios legales y por ello no son condenados de manera tan elevada como el resto de delincuentes” (p. 47).
De especial impacto para esta investigación, la legitimación de la violencia no encuentra diferencias significativas entre sexos, esto se relaciona con el fenómeno del etiquetamiento social (Bandura, 1973; Terán, 2020), los elementos contextuales, la violencia cultural y los procesos de socialización. Si bien los elementos del género, los mandatos y competencias que existen implícitos (Galán & Macías, 2019) se asocian con la conducta de hombres y mujeres, los hombres ejercen mayor violencia. La percepción se ve afectada por el contexto de forma indistinta. Si no se revierte este proceso de desensibilización y naturalización de la violencia (Galán, 2018), el umbral y características de la misma irán en incremento.
Se propone emprender educación con perspectiva de género como medio para evitar ambientes violentos, como se ha señalado en este análisis y debido a que el entorno en que se desenvuelve el ser humano es decisivo para la adopción y ejercicio de sus conductas, el papel de la familia y la escuela resulta fundamental, como agentes de socialización. A fin de reducir las prácticas de violencia y exclusión, estos dos grupos humanos deben comprometerse a educar en la igualdad entre géneros, evitando patrones sexistas y en especial, enfatizando elementos de convivencia y corresponsabilidad. Ambos entornos, esto es, familia y escuela, deben ser conscientes de que pueden transmitir estereotipos de género, pero también pueden ayudar a superarlos. Es así como estas células básicas de la sociedad pueden corregir formas de inequidad social. En este sentido, en el ambiente familiar las figuras de autoridad deben promover actitudes de inclusión hacia las mujeres, prevenir prácticas discriminatorias basadas en el género y evitar la ausencia de equidad entre las mujeres y hombres que conforman la familia. También resulta esencial fomentar la distribución igualitaria de tareas y no alimentar estigmas que perpetúen elementos de masculinidad como la pertenencia a pandillas o las adicciones. Por su parte, las instituciones educativas deben clarificar a la comunidad de estudiantes respecto de los patrones sobre los que se ha construido social y culturalmente la diferencia sexual. Cerna (2017) afirma que la perspectiva de género debe considerarse un valor consistente en cuestionar y dirimir presupuestos patriarcales y androcentrismos.
En cuanto específicamente a la mujer, considerar los elementos estructurales que llevan a tener antecedentes de conflicto con la ley como es el consumo de drogas, alcohol y haber pertenecido a una pandilla, son en parte asociados a las diferencias económicas, de oportunidades, muchas veces al sexismo y marginación, injusticias que terminan en criminalidad (Mayoral, 2022). Además, de forma coincidente con lo expuesto por Broidy y Thompson (2019) se encontró que las vivencias de violencia en la familia de origen también representaban diferencias significativas en las mujeres que habían sido detenidas en contraste con las que no, en este sentido, los acontecimientos violentos, el contexto y los vínculos forman parte de la historia que deviene en la disrupción.
Por tanto, es necesario impulsar políticas públicas de educación con perspectiva de género con el fin de fortalecer una conciencia de género crítica que rompa con los estereotipos culturales emanados del patriarcado, los cuales no fomentan la inclusión (Montes, 2019) y generan violencia. También significa promover normativa, acciones y estructuras adecuadas que garanticen la participación de las mujeres, en particular con respecto a oportunidades laborales (Copello, 2019). Por otro lado, institucionalizar la perspectiva de género en la educación significa disminuir representaciones de inequidad de género, procurando que no se reproduzcan. Se traduce en garantizar que las mujeres tengan un mayor acceso a la educación superior y promover sus derechos a participar en todas las áreas del desarrollo social para que se ofrezcan las mismas oportunidades por parte del gobierno, la comunidad y la familia (Cerna, 2017; Montes, 2019; Romero, 2008).
En suma, todavía es necesario crear leyes, mecanismos y planes para impulsar la igualdad de género, determinar los actores responsables de su implementación, así como identificar y combatir las resistencias a la equidad. Ello propiciará que declinen las violencias contra la mujer, las cuales posibilitan la comisión y conductas antisociales; además, la corresponsabilidad y reconocimiento de la socialización diferencial permitirán combatir las violencias estructurales, culturales y directas que perpetúan las conductas disruptivas, les naturalizan y atañen a la percepción cada vez menos diferenciada socialmente.
Lo propuesto por Galán (2021) sobre el contexto violento como violencia estructural y los elementos encontrados en los ítems de la escala, reafirman que es prioritario también, el incremento de estudio de mujeres con conductas disruptivas, transgresoras o criminales, como parte de una realidad social que ha sido también marginada de la realidad.
Para futuras investigaciones se considera que tiene limitación la muestra, ya que no se trabajó con personas en situación de cárcel, tampoco con población menor de edad, pues en las nuevas generaciones puede existir una socialización distinta y es necesario asociar con indicadores de violencia estructural para poder comparar contextos.