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Hallazgos

Print version ISSN 1794-3841On-line version ISSN 2422-409X

Hallazgos vol.17 no.34 Bogotá July/Dec. 2020  Epub Sep 01, 2020

https://doi.org/10.15332/2422409x.5339 

Artículos de reflexión

Nietzsche sobrevolando Iberoamérica

Nietzsche flying over Ibero-America

Nietzsche sobrevoando a América Ibérica

ALEJANDRO SÁNCHEZ LOPERA1 

1Ph. D. en Literatura Latinoamericana (Universidad de Pittsburgh). Investigador independiente. Correo electrónico: als219@pitt.edu. ORCID: 0000-0003-1602-2071


Resumen

Los desencuentros de la filosofía latinoamericana con Nietzsche pueden entenderse como un síntoma de algo más que un problema de legibilidad o malentendido. En tanto pensamiento de lo uno, la filosofía latinoamericana (mayoritaria) no puede servirse del pensamiento nietzscheano: es imposible construir un pensamiento del origen y la unidad desde un pensamiento de lo múltiple, como el de Nietzsche. La identidad, tan buscada por esa filosofía latinoamericana mayoritaria, es una ansiedad antigenealógica. En ese sentido, esa filosofía y su procedencia no es solo eurocéntrica, como ya ha sido expuesto por otros comentaristas, sino reactiva, y esto vale para tres de sus tendencias principales: la filosofía normalizadora, la corriente historicista y la filosofía latinoamericana de la liberación. De ahí, de paso, la fascinación de dicho pensamiento con la idea de carencia —nunca hemos sido lo suficientemente civilizados—. Esto ha instaurado un cuerpo sufriente en América Latina, atrapado en la dialéctica de la víctima y el victimario. Se trata entonces de pensar con Nietzsche para intentar pensar sin resentimiento desde América Latina y sobre esta. ¿Nietzsche en América Latina? Sí, pero más allá de los estudios de recepción e influencia: Nietzsche como aquel estruendo capaz de infundirle una dimensión geológica al pensamiento.

Palabras clave filosofía latinoamericana; filosofía mayoritaria; nihilismo; Friedrich Nietzsche; normalización; vitalismo

Abstract

The disagreements of Latin American philosophy with Nietzsche can be understood as a symptom of more than just a problem of readability or misunderstanding. As a thought of the one, Latin American philosophy (majority) cannot use Nietzschean thinking: it is impossible to construct a thinking of origin and unity from a thinking of the multiple, such as Nietzsche’s. The identity, so sought after by that majority Latin American philosophy, is an anti-genealogical anxiety. In this regard, that philosophy and its origin is not only Eurocentric, as has already been exposed by other observers, but reactive, and this is valid for three of its main trends: the normalizing philosophy, the historicist trend and the Latin American philosophy of liberation. Hence, incidentally, the fascination of such thinking with the idea of lack —we have never been civilized enough—. This has established a suffering body in Latin America, trapped in the dialectic of the victim and the victimizer. So it is about thinking with Nietzsche to try to think without resentment from Latin America and about it. Nietzsche in Latin America? Yes, but beyond the studies of reception and influence: Nietzsche as that roar capable of instilling a geological dimension of the thinking.

Keywords Latin American philosophy; majority philosophy; nihilism; Friedrich Nietzsche; normalization; vitalism

Resumo

Os desencontros da filosofia latino-americana com Nietzsche podem ser entendidos como um sintoma de alguma coisa além do problema de legibilidade ou mal-entendido. Enquanto pensamento do único, a filosofia latino-americana (majoritária) não pode se servir do pensamento nietzscheano: é impossível construir um pensamento da origem e da unidade a partir de um pensamento da multiplicidade, como o do Nietzsche. A identidade, tão buscada pela grande maioria da filosofia latinoamericana, é uma ansiedade antigenealógica. Nesse sentido, essa filosofia e sua procedência não são somente eurocêntricas, como já exposto por outros comentaristas, mas também reativa, e isso vale para três de suas tendências principais: a filosofia normalizadora, a corrente historicista e a filosofia latino-americana da liberação. Disso surge a fascinação desse pensamento com a ideia de carência — nunca fomos o suficientemente civilizado. Isso instaura um corpo sofredor na América Latina, preso na dialética da vítima e do vitimários. Portanto, trata-se de pensar com Nietzsche para tentar pensar sem rancor sobre a América Latina e a partir dela. Nietzsche na América Latina? Sim, no entanto mais além dos estudos de recepção e influência: Nietzsche como o estrondo capaz de infundir nela uma dimensão geológica do pensamento.

Palavras-chave filosofia latino-americana; filosofia majoritária; niilismo; Friedrich Nietzsche; normalização; vitalismo

Nota sobre los textos de Nietzsche

Las citas de los libros de Nietzsche, y de sus fragmentos póstumos, se citan de acuerdo con la citación estándar, es decir, se referencia el numeral (apartado) en lugar del número de página. Las abreviaturas utilizadas son las siguientes:

Ac El Anticristo

Au Aurora

Ci Crepúsculo de los ídolos

Cj La ciencia jovial

FP Fragmentos póstumos

Hh Humano, demasiado humano

Gm La genealogía de la moral

Mbm Más allá del bien y del mal

Tra El nacimiento de la tragedia

Za Así habló Zaratustra

En “Dreamtigers”, texto de El Hacedor, Jorge Luis Borges nos recuerda que, vaya incompetencia, ni siquiera en sueños somos causantes de las cosas: la pura diversión de la voluntad no alcanza para el mando sobre el mundo, la conciencia fracasa aún en sueños. De igual manera sucede con el pensar. No basta ni la conciencia ni la voluntad, pues pensar es algo que nos asalta desde afuera: hay algo de afuera que nos fuerza a pensar. Pero el afuera no es un contexto o locación geopolítica. Es un plano, pero no se trata de países o nacionalismo alguno —pues es una línea oceánica—. Por eso es que un pensamiento periférico no necesariamente es un pensamiento del afuera.

El sueño de muchos intelectuales en América Latina fue, no obstante, convertir la condición de sumisión en automática novedad. América Latina se erigía así bien como exterior a la lógica del capital y el ser Occidental, o bien como posible futuro de una historia que, ahí sí, sería universal. José Gaos, español radicado desde 1938- 1939 en México, quien fue vocero principal de José Ortega y Gasset y de Dilthey, y uno de los principales catalizadores del pensamiento iberoamericano o “de lengua española”, coincide a su manera con Hegel en sus Lecciones sobre Filosofía de la historia universal. Traducidas por él al español, Gaos también procede a desalojar a América de la historia, para ubicarla posteriormente en la geografía del porvenir: “América, el último lugar sobre la Tierra para la material utopía humana”, escribe Gaos, de forma tal “que América completa la Tierra” (Gaos, 2010, p. 107). Un excepcionalismo que, dicho sea de paso, atraviesa a las Américas, no solo a la latina, pues ¿qué decir de la obsesión de buena parte del pensamiento estadounidense con la idea de América y la americanización?

América Latina será así un continente que contiene el futuro. En ella habitaría la moral de la esperanza. Ahora bien, si la voluntad, la conciencia o la condición periférica no parecen ser suficientes para pensar, ¿cómo entonces pensar a América Latina, y desde ella, dadas las interminables historias de imperialismos y colonialismos materiales y espirituales? ¿O se tratará más bien de hacer tambalear la idea misma de América Latina?

Para abordar esta cuestión, gran parte del pensamiento latinoamericano construyó una curiosa relación con la tierra: operó por cercos nacionales (en su versión patriótica o popular) y fronteras continentales que, a la manera de feudos, demarcaron la tierra bajo la forma de la propiedad. Había, además, que “desenterrar” al ser sepultado por la Conquista europea y su filosofía concomitante (“yo conquisto, luego existo”). Incluso la lucha en América Latina frente al positivismo y el foco en el ente, las cosas y los objetos, tendrá una relación peculiar con la tierra dado el impacto de Heidegger en ella: tierra natal, patria, suelo “del mundo histórico-espiritual del pueblo”, sede de lo agrícola y, finalmente, tumba del “sacristán pensador”1. Lo anterior, aparejado con la sumisión de la lengua española a la alemana, no para torcer o pervertir a la una y a la otra, sino para de nuevo, y por fin, reconducir al pensamiento a su presunto origen griego, y someterse así “el lejano mandato de recuperar la grandeza del inicio” (Heidegger, 2009, p. 11). Sumisión a la tríada “Trabajo, familia, patria: Aufgabe, Leben, Heimat”, al encanto de

Este muchacho, que recibió de su padre las llaves del campanario y podía decidir quién de los otros jóvenes tenía permiso para subir con él, y tenía semejante autoridad y poder que era el jefe en todos los juegos de soldados y en todas las correrías, el único autorizado a portar el sable de hierro. (Heidegger, 2008, p. 41)

En todo caso, buena parte del pensamiento latinoamericano leyó la tierra a través de toda suerte de dialécticas (centro/periferia, dependencia/liberación, reconocimiento/exclusión, propio/ajeno), entre las cuales resalta especialmente una: la dialéctica de la víctima/victimario —sobre la cual, Borges tendrá mucho que decir—. Podemos agruparlas en una especie de “voluntad de vida” que instauró un cuerpo sufriente, convirtió a América Latina en un cuerpo afligido susceptible de consumir narcóticos contra del padecimiento. El pensamiento, dijeron, ungiría como ungüento para aliviar el sufrimiento. Y el filósofo proveería el bálsamo que calmaría el clamor del ser. Eso llevó a intentar conjugar voluntad, sueño y causalidad para explicar la situación de “exterioridad” y subordinación de América Latina ante la lógica del capitalismo y el colonialismo. Y, por supuesto, frente a la “voluntad de poder”.

Por eso en medio de la exaltación a veces romántica, incluso tropical, de cierta reserva frente a la voracidad occidental, Nietzsche no podía ser entonces sino un huésped indeseable para la pulsión de encontrar un ser “auténtico”, y un pensamiento latinoamericano acorde con esto. Maldito e indigno, Nietzsche también será a veces la bestia aria, ya no solo para muchos europeos sino incluso para algunos latinoamericanos. “¿Qué es Nietzsche sino una apología del hombre conquistador y guerrero?”, se preguntaba hace un tiempo el filósofo argentino radicado en México Enrique Dussel (1996, p. 20). Nietzsche, el indigno, el aguafiestas de las ceremonias del ser, el con- denado de antemano a ambos lados del Atlántico. Ese estupor frente a Nietzsche es el desasosiego, el mismo momento aterrador que vivieron en su momento, cada cual a su manera y con intensidades distintas, tanto Heidegger como Ortega y Gasset. “¡Ese Nietzsche me ha destruido!”, fue el clamor del primero, en tanto el segundo le escribía a Miguel de Unamuno, en carta personal de 1907: “le aconsejo que lo lea para huir de él” (Robles, 1987, pp. 64, 174)2.

Esta destrucción y huida provocada por Nietzsche se han asociado rápidamente con el irracionalismo (Roig, 1981, p. 110); otras veces, con la “negación nihilista conservadora” (Dussel, 1998a, p. 63). Aunque la asociación con el irracionalismo no es exclusiva de análisis latinoamericanos, la obstinación latinoamericana por producir por fin un sistema filosófico, un Hegel latinoamericano3, sí se muestra como un rasgo latinoamericano que asocia el pensar con el sufrir, siempre en déficit o carencia frente al norte global. Que lo diga Leopoldo Zea (1969):

¿Qué clase de hombres somos que no somos capaces de crear un sistema, que no somos capaces de originar un filósofo que se asemejen a uno de tantos que han sido y son claves de la historia de la filosofía? ¿Qué clase de hombres somos? (p. 11)

Por eso sostengo que tanto la filosofía normalizadora (Francisco Romero) y la corriente historicista (Arturo Ardao, José Gaos y Leopoldo Zea), como la filosofía latinoamericana de la liberación (Enrique Dussel), operan como filosofías mayoritarias —es decir, no son solo eurocéntricas, como ya ha sido expuesto por otros comentaristas, sino reactivas4—. Mi tesis es que en tanto pensamiento de lo uno, la filosofía latinoamericana no puede servirse del pensamiento nietzscheano: es imposible construir un pensamiento del origen y la unidad desde un pensamiento de lo múltiple, como el de Nietzsche. Eso, por supuesto, no quiere decir que su pensamiento no haya sido objeto de revisión y de debate en el continente5. Tampoco que Nietzsche no haya sido leído en Latinoamérica. Pero es distinto aludir o citar a Nietzsche, a asumirlo, a medirse con él.

No resulta casual, por tanto, el que salvo contadas excepciones, esa filosofía latinoamericana haya dejado de lado el archivo y el diagrama literario latinoamericano donde tantas veces lo múltiple desordena las pretensiones de identidad, hace tambalear las soberanías y las autoridades, donde se efectúa una filosofía por fuera de la filosofía, a pesar de esfuerzos contrarios que se resisten a ello —especialmente si es Borges quien entra en cuestión—. La pregunta ahí no es por la posible práctica filosófica que emerge de los textos de Borges, sino si esos textos caben en concepciones de la filosofía concebidas de antemano6. ¿Dónde empezó esto?, pregunta sin cesar esta filosofía. ¿Acaso todo esto no empezó por aquí?, o ¿en Grecia?, ¿en el Ateneo? ¿Habría que efectuar un retorno griego? Pero, ¿a cuál Grecia querían ir estos filósofos latinoamericanos? No, como veremos, a la Grecia rehecha en el movimiento de traducciones greco-árabes en Al-Ándalus (la península Ibérica), similares a las “infidelidades creadoras” que Borges relató en “Los traductores de ‘Las mil y una noches’”. Tampoco a la de Nietzsche, a la de El nacimiento de la tragedia, nada menos que “uno de los textos decisivos de la modernidad” (Sloterdijk, 2000, p. 21). Al respecto escribe Alfonso Reyes desde Monterrey en su carta-resumen de 1906 a Pedro Henríquez Ureña: “Dos días y medio dediqué a la lectura de El Origen de la Tragedia”, le escribe, para luego asentir con la lectura de Henríquez Ureña: “tenías tú razón, eso no es toda Grecia” (Reyes y Ureña, 1986, p. 67). Cuatro décadas más tarde, en 1944, Reyes escribirá su “Cartilla Moral” —“lecciones” que “están destinadas al educando adulto, pero también son accesibles al niño”—. Estas “lecciones” consagran el paso del Reyes el gramático al moralista, al mistagogo, en lo que es quizás uno de los textos de corte más antinietzscheano publicado en América Latina en la primera mitad del siglo XX7.

Ahora, la cuestión es que se puede ser antinietzscheano, claro: la pregunta interesante es si se puede ser prenietzscheano… En especial, porque este tipo de voluntad de vida que inunda a esas filosofías latinoamericanas rápidamente viró hacia a una espiritualización de la crueldad: hacia una voluntad de sufrir. Es decir, convirtió a la tierra en un cuerpo atormentado. Con Nietzsche, en cambio, el territorio revienta sus lazos nacionales, patrióticos, lo que desata de este modo las cuerdas metafísicas celestes de quienes “buscan una razón detrás de las estrellas” —y no en las cosas próximas, en esta tierra y este cuerpo—. Es posible entonces tender líneas que atraviesan continentes (pues el continente contiene las fuerzas), y el pensar se abre a esa línea quebrada que se descuelga desde el sur de América para rozar, a través de Borges, el pragmatismo norteamericano de William James: ya no es solo el paso de Latinoamérica a las Américas, es el pensamiento que salta del continente al océano sin naufragar en el mar del ser, y entonces alza el vuelo, planea, cambia de medio hacia lo aéreo, y baja pero no al suelo que fundamenta sino al subsuelo, para cortar las raíces que lo hacen aún fiel al hombre. Así el pensamiento se vuelve fiel a la tierra, “¡permaneced fieles a la tierra y no creais a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales!” exclama Zaratustra. No tierra de suelo, sino engrudo. Una tierra donde el filósofo deja de ser el sacerdote de los remedios, y pasa a ser un agrimensor, un nauta que suelta el pecio del ser, y una suerte de volatinero. Tierra donde en vez de una “voluntad de vida”, se juega una voluntad de poder capaz de medirse con sus azares y destino —“la mano de hierro de la necesidad”—. Capaz de estar a la altura del acontecimiento. Capaz de pensar en el afuera, de atisbar las nuevas auroras, una vez “hayas jugado los dados sobre la divina mesa de la tierra” (Nietzsche Za Los siete sellos, 3).

Rastrear los hilos de la procedencia de ese modo de valorar de la filosofía latinoamericana requiere dar por los menos dos pasos atrás para entender esta pulsión de “autogénesis”8 que se agazapa en el hombre que quiere ser autor, que pretende autorizarse, formar parte de la autoría de las obras del mundo, utilizando su libre albedrío no solo en la vigilia sino en el sueño, allí donde presuntamente somos responsables de todo, “la trama, la forma, la duración, el actor y el espectador” (Nietzsche Au 128). El primer paso conduce, por un lado, a El Escorial de José Ortega y Gasset, quien presuntamente sería “la chispa que incitó el proceso dinámico del pensamiento iberoamericano” (Gómez-Martínez, 1991, p. 52) y, por el otro, a la Alemania de Wilhelm Dilthey, quien proclamaba en su conferencia “Un sueño” el ansia de “desenmarañar el enigma de la vida”9. El segundo paso lleva a un merodeo por el pensamiento árabe y judío, a la Andalucía de Ibn Arabi y la Córdoba de Averroes, a los rastros ibéricos de Spinoza. Frente a la pretendida “autogénesis” del autor latinoamericano, del filósofo latinoamericano autorizado, la procedencia muestra precisamente lo contrario, su “hetero-génesis”.

Antídotos contra la depresión vital

Ortega es, filosóficamente, mucho más que un filósofo.

Es la filosofía.

FRANCISCO ROMERO. Ortega y el problema de la jefatura espiritual (1960).

Si en el sueño de tigres de Borges la conciencia fracasa, en el de Nietzsche el espanto es tal que no solo la conciencia es “engañosa” —no somos más que musgo de una naturaleza que encerró al hombre en la conciencia, y tiró la llave—, sino que somos nosotros humanos los que, privados del sueño, descansamos siempre “montados en sueños, sobre los lomos de un tigre”. Ya Nietzsche había agrietado la coincidencia de “las designaciones y las cosas” (las palabras y las cosas se dirá después), incluso en la vigilia. Y había hablado del carácter feroz y reactivo no solo de la conciencia, sino del hombre como tal: el tigre ya no es aquel de los sueños de Borges, que se intenta crear a voluntad. Vamos desde “El otro tigre” de Borges, aquel que “pisa la tierra” y “no está en el verso”, hasta el de Nietzsche: no bastaba con despertar al caer del lomo de un tigre para palpar el horror. Del “Dreamtigers” pasamos al “a tiger-like lust for destruction” de los “hombres más humanos” quienes, dice Nietzsche, “tienen en sí un rasgo de crueldad y de placer destructor que les asemeja a los tigres” (Nietzsche, 2011, p. 562).

Afrontar el horror de ser humano, “el presentimiento de cómo el hombre descansa sobre lo voraz, lo insaciable, lo repugnante, lo despiadado, lo homicida, en la indiferencia de su ignorancia”, lleva a la pueril pregunta de ¿será esto un sueño?

¿Cómo un ser consciente es capaz de semejantes cosas? No solo es imposible, sino insoportable, clamamos: “¡Es un sueño! ¡Quiero seguir soñando!” (Nietzsche Tra I). Más en el sueño el hombre “se entrena para vivir”, prosigue Nietzsche. “Ahora bien, no son solo imágenes agradables y amistosas las que le brindan la percepción de inteligibilidad: también lo serio, lo sombrío, lo opaco, lo triste, lo oscuro, los obstáculos repentinos, las bromas del azar”. Y no es que las sueñe: “él en realidad vive, sufre estas escenas” (Nietzsche Tra I). Esta realidad de fragmentos y rastros es ilógica para el principium individuationis, que estalla precisamente El nacimiento de la tragedia: “Lo que en sobriedad percibíamos como individualidad es ahora dramáticamente percibido como desmembramiento” (Meléndez, 1996, p. 62). Es el desmembramiento del cuerpo dionisiaco, esto es, del cuerpo social: una oleada que baña todos y cada uno de los continentes.

No solo no éramos, entonces, en América Latina, aquella reserva de tejido consolador, aquel suelo para una nueva fundación de lo extraviado. Aparte de todo, Grecia no es siquiera lo que creíamos que era: atormentados frente al desmembramiento, en un momento Nietzsche —junto con Bergson y James— fungirá, por ejemplo, en esa Grecia diminuta que fue El Ateneo de la Juventud, como alfil contra el positivismo (Lecea, 1997, p. 959; Ugalde Quintana, 2019, p. 134). No obstante, la insomne lanza de Nietzsche era insoportable, indomable incluso en sueños para cualquier humanismo. Veremos que Nietzsche entonces no será solo el heraldo de la destrucción, sino el de la decepción: el verdugo del tan necesario optimismo. Aquel que obstruye la sinuosa igualación del optimismo con el vitalismo. Ya el español Antonio Caso, haciendo eco del prejuicio europeo, en una de sus conferencias en El Ateneo de la Juventud decía en 1907: “Grecia, no obstante las eruditísimas corroboraciones filológicas de Nietzsche, seguirá siendo para nosotros, como para las venideras generaciones, la patria clásica de la alegría de vivir” (Caso, 2000, p. 236). Pero el hombre no es un animal aterrador solo por aquello que puede llegar a hacer, sino por aquello que rige lo que presuntamente es su buena conducta, la moral, que no proviene sino del miedo. Pues, ¿qué más aterrador que un ser que, grabado a sangre y fuego, sirviente del miedo como guía de su moral, se hace llamar libre?

Lo curioso entonces es el ansia de filósofos e historiadores latinoamericanos por hacer parte de esa historia universal, bajo la forma del reconocimiento o la inclusión. Siempre hay tentaciones mayoritarias que asedian a las minorías: nos cuenta Dussel en su autobiografía que “en Nazaret, me entusiasmé con un Pizarro que conquistaba el imperio inca con pocos hombres”. Vistas así las cosas, a la filosofía latinoamericana mayoritaria le pasa lo que, según Nietzsche, le sucede a Schopenhauer: “sus enemigos le seducían una y otra vez a existir” (Gm III, 7). Curiosamente, la historiografía de los últimos veinte años ha mostrado cuán débiles eran los supuestos de una ilustración unilateral y malévola —y esencialmente alemana, inglesa o francesa—. Ha señalado lo frágil que era el presupuesto de esta filosofía latinoamericana mayoritaria: que es más que imposible una ilustración ordenada, unívoca, y que como cualquier proceso fue traducido, retado, pervertido, deformado y expuesto a la contaminación (Cañizares-Esguerra, 2007; Donato y López, 2015). Es decir que la unilateralidad empezaba en casa, en América, en la construcción del tema hecha en la propia filosofía latinoamericana: la primera inquietud sería entonces por las artes de lectura latinoamericanas, por sus valoraciones.

Al tiempo que buena parte de esa filosofía latinoamericana quería pensar y hablar en alemán, la otra parte quería pues ser incluida en el curso de la historia universal del pensamiento labrada en Europa. Nietzsche, por su parte, exponía el modo de ser europeo no como autónomo y libre, sino como una moral de animal de rebaño, “al lado de la cual, delante de la cual, detrás de la cual son o deberían ser posibles muchas otras morales” (Nietzsche Mbm 202). Entretanto, Nietzsche escribía acerca de los moralistas quejándose de los animales y hombres de presa como César Borgia, de esa “morbosidad en el fondo de esos monstruos y plantas tropicales”, de su “‘infierno’ congénito”:

¿No parece como que hay en estos un odio contra la selva virgen y contra los trópicos? ¿Y que el “hombre tropical” tiene que ser desacreditado a cualquier precio, presentándolo, bien como enfermedad y degeneración del hombre, bien como infierno y autosuplicio propios? (Mbm 197).

Deleuze, de hecho, prolongará este aforismo diciendo que los lugares del pensamiento son las zonas tropicales; las zonas templadas, las del método y la moderación, son las del hombre moral. Las zonas del pensar serán aquellos lugares de las horas extremas, del elemento aéreo (lo alcioniano), y lo rarificado, lo subterráneo. Lo aéreo y lo subterráneo en un juego indiscernible que difiere de la relación clásica, pues no se trata de una “descendencia seminal”, o una siembra aérea. Tampoco, de secar el trópico. Otra era, sin embargo, la relación con la tierra que presuntamente conformaba al “ser americano”:

Se sostuvo que la humedad de la América tropical, sus peculiares especies animales y el supuesto carácter primitivo y degenerado [y afeminado] de los indios y los colonos criollos (particularmente los americanos de origen español) confirmaban que el continente había sufrido convulsiones geológicas catastróficas y había emergido recientemente de las aguas. (Cañizares-Esguerra, 2007, p. 22)

Moderar lo extremo, drenar la humedad tropical, estabilizar el caos sísmico: el pensador del trópico pretendió entonces aplacar su sesgo, colmar su déficit, gritar su desinterés y lo impersonal de su conocer. Camuflar su autodesprecio en últimas (su pre-potencia). Mas no experimentar la “alegre serenidad” del ángel frío de Nietzsche —o al menos del ángel salvaje de Huidobro, que cayó una mañana en nuestras “plantaciones de preceptos”—. Enderezar la línea quebrada del sur llevó a Ernesto Mayz Vallenilla, en un par de conferencias y ensayos sobre “el problema de América” a finales de la década de 1950, a establecer el “examen de nuestra conciencia cultural” a partir de esta pregunta que le hacía a su auditorio: “¿No será por semejante expectativa sobre nosotros mismos que el mundo se presenta como nuevo ante nuestros ojos? ¿Pero es que entonces no somos todavía?” (Vallenilla, 1969, p. 51).

De ahí que trastocar el trópico en zona inerte o infantil para pensar y, a su vez, territorio del futuro o del reinicio, iba a exigir un proceso de adiestramiento del cuerpo social. Ya Francisco Romero, el filósofo argentino abanderado de la normlización filosófica, consigna que encasilló el pensamiento latinoamericano en la idea de una filosofía universitaria en déficit frente a Europa, “confesaba que tenía una diferencia de temperamento fundamental con Nietzsche” (Kretschel y López, 2010, p. 225; Romero, 1993, pp. 68-69). Ahora bien, si había algo por normalizar, primero había que señalar lo anómalo. Por eso no se trataba únicamente de normalizar, sino de convertir el cuerpo social en un cuerpo no solo herido, sino sufriente. Por ello Nietzsche será tan perturbador, el advenedizo indeseable en esta cena de espíritus templados, soñando con instaurar el “clima filosófico” que anhelaba Romero —un cuerpo sufriente llamado a buscar sus remedios en el pensamiento normalizado, de Estado—. De ahí que esa filosofía rechace sistemáticamente la contaminación de la literatura, mezcla que se resistiría a que la filosofía devenga tribunal o autoridad, que produzca catálogos y linajes que la haga acreedora a tener el derecho a algo: a heredar títulos, propiedades, autorizaciones y patronazgos varoniles.

Los vericuetos por donde Nietzsche impregna y se filtra en ese “clima” latinoamericano son diversos, sinuosos. La moralización de Nietzsche por parte de filósofos y “pensadores” latinoamericanos tiene alcances cómicos, trágicos —y muchas veces perversos—. Para el caso de esa filosofía latinoamericana mayoritaria, había ya un terreno fértil, plagado de sentido común, que permite trazar la procedencia de lo que será la lectura impotente de Nietzsche en la filosofía latinoamericana. Desde los “pensadores latinoamericanos”, los que pensaron “nuestra América” como el uruguayo José Enrique Rodó o el cubano Enrique José Varona, hasta reaccionarios como el también cubano Alberto Lamar Schweyer, Nietzsche se presenta como el culmen de quien construye el “elogio de la fuerza”. Elogio que, elevado al extremo, impedirá la emergencia del signo de lo igualitario. Así, en 1900 —año de la muerte de Nietzsche—, el uruguayo José Enrique Rodó (1993), uno de los que intentaba perfilar el rostro de América Latina como continente opuesto al norte, escribía en Ariel que

el anti-igualitarismo de Nietzsche —que tan profundo surco señala en la que podríamos llamar nuestra moderna literatura de ideas— ha llevado a su poderosa reivindicación de los derechos que él considera implícitos en las superioridades humanas, un abominable, un reaccionario espíritu; puesto que, negando toda fraternidad, toda piedad, pone en el corazón del superhombre a quien endiosa, un menosprecio satánico para los desheredados y los débiles. (p. 38)

Frente a esta “concepción monstruosa” de la sociedad, el tono cristiano de la crítica de Rodó afirma que “la superioridad jerárquica en el orden no debe ser sino una superior capacidad de amar” (p. 38), razón por la cual ha sido calificado como el “Anti-Zarathustra latinoamericano” (Ette, 1994, p. 61). Tenemos entonces al orador del anti-evangelio frente al pastor-orador de la latinidad opuesta al imperialismo norteamericano. Lamar Schweyer, entre tanto, nos hablará en Nietzsche no de un platonismo invertido, sino de un cristianismo invertido: “El uno dejó sentado junto al amor la fuerza del Derecho, el otro predicó el derecho de la fuerza. Cristo levantó sobre el mundo su mano de mártir y dijo: ¡Paz! Nietzsche gritó: ¡Guerra!” (Schweyer, 2013, pp. 20-21). El título de otro de sus textos vuelca a Nietzsche al vórtice de la aniquilación: “La Guerra, triunfo de Nietzsche”. En sus tentativas de diseñar un orden dictatorial, Lamar Schweyer considerará a Nietzsche “creador de la ideología que repartió por el mundo latino el espasmo formidable de la guerra”, situando así dos polos: “de una parte el derecho de la fuerza, cantado por Nietzsche, y de otra la fuerza del derecho, prolongación en el tiempo del criticismo kantiano” (Schweyer, 2018, pp. 155-159).

Del Caribe al Cono Sur, de Cuba a Uruguay, Nietzsche será leído como aquel que sustenta “el derecho de la fuerza”. Pero es que en Nietzsche la cuestión es la de la pluralidad, la de las fuerzas. Y, sobre todo, la del diferencial de fuerzas, su correlación y embate: el estado de fuerzas. Determinar la cualidad de las fuerzas que se apoderan de algo o alguien, establecer su entramado y combinatorias, es el entrenamiento fisiológico (y filológico, no gramático) del lector de síntomas. Distinguir la cantidad y especialmente la cualidad de las fuerzas será entonces el oficio nietzscheano de calibrar lo alto y lo bajo, lo noble y lo subyugado, lo activo y lo reactivo: el sutil arte de la distinción de los venenos. Por eso, dirá Deleuze más adelante, quien equipara voluntad de poder con “querer el poder” es presa de un inmenso malentendido: no es que “la voluntad quiera el poder o desee dominar”; además, una fuerza también obedece por voluntad de poder (Deleuze, 2000, p. 31). Por eso la fuerza en singular conduce a una serie de confusiones, “mixtos mal analizados” y falsas equivalencias (entre poder y dominación, violencia y poder, y así). El foco de Nietzsche es el triunfo de las fuerzas reactivas en el hombre —en cierto tipo de hombre—. “La tierra, dijo él, tiene una piel; y esa piel tiene enfermedades. Una de ellas se llama, por ejemplo: ‘hombre’” (Nietzsche Za De grandes acontecimientos).

Ortega y Dilthey

Ahora bien, ¿es dicho misreading particular de América Latina? A pesar de la perturbación que ejerce Nietzsche en América Latina, no sobra recordar que el primer desencuentro de Nietzsche fue con Europa —mas no solo con Alemania—. El caso de José Ortega y Gasset es un ejemplo monumental al respecto. La figura de Ortega y Gasset emerge no solo como eje central de la traducción del pensamiento alemán al español desde la Revista de Occidente a partir de 1923. También es presentado como bisagra para la entrada de Nietzsche en Latinoamérica a través de su “raciovitalismo”. Además es expuesto como “la fuerza más importante en la transición del positivismo al vitalismo” (Millán-Zaibert y Salles, 2005, p. 5); como un “hito” en la escritura filosófica entendida en tanto historia de la filosofía (Cerutti-Guldberg, 2005, p. 198), o como quien logra “poner a filosofar a la lengua española, una lengua que nunca había hecho filosofía” (Sierra Mejía, 1996, pp. 36-37)10; y como uno de los autores centrales para convertir a la razón universal en razón geográfica, a través del historicismo, lo que permitió entender esa razón en su “circunstancia” latinoamericana. Al respecto del caso mexicano —que no difiere de la exposición de Arturo Ardao en Uruguay— escribe Zea (1969):

El perspectivismo y el vitalismo filosófico daban el instrumental justificativo para una meditación, y para toda meditación a partir de una determinada circunstancia. José Ortega y Gasset —dice Samuel Ramos— vino a “resolver el problema mostrando la historicidad de la filosofía en el Tema de nuestro tiempo. Reuniendo estas ideas con algunas otras que había expuesto en las Meditaciones del Quijote, aquella generación mexicana encontraba la justificación etimológica de una filosofía nacional”. (p. 67)

Historizar entonces la razón para por fin ingresar al continente de la historia, sea como súplica o como alteridad. Salvar a la razón en su circunstancia —de cariz nacional, pues “a ningún griego se le ocurrió preguntarse por la existencia de una filosofía griega, así como a ningún latino o medieval, ya fuese francés, inglés o alemán, se le ocurrió preguntarse por la existencia de su filosofía” (Zea, 1969, p. 11)—. Pero el punto no es la existencia, o su realidad. Es más bien el tipo de preguntas o reclamos que permiten —o bloquean— la emergencia de los problemas. Si los franceses son “terratenientes cuya renta es el cógito”, y a los alemanes los atraviesa “una rabia fundadora”, convirtiendo la conciencia en el medio para “desbrozar y afirmar ese suelo sin descanso” que extraviaron en Grecia, ¿qué serán entonces latinoamericanos? ¿Acreedores del origen?

Nacionalismo filosófico, territorialidad y circunstancia: de ahí que el invitado no sea solo Hegel, o Heidegger, sino Wilhelm Dilthey. El camino para esa relativización de la razón universal fue entonces utilizar una particular concepción de la vida y del tiempo, la de Dilthey —que va a ser precisamente la criticada por Nietzsche en sus escritos—. Ya en 1946 Ardao había planteado la pertinencia de Dilthey, al señalar cómo “la originalidad, la individualidad, la irreductibilidad del espíritu en función de las circunstancias de tiempo y de lugar” del historicismo encarnado en éste autor, va a definir “la personalidad filosófica de América Latina”. Más aún: “por esa vía América Latina se descubre a sí misma como objeto filosófico” (Ardao, 1963, pp. 64, 68). Del sur al norte de Latinoamérica, de Gaos a Dussel, el pensamiento de Dilthey será el que, al final, desbrozará el camino para arribar a las reflexiones sobre el re-inicio, “desocultamiento” (de-velamiento) del auténtico ser latinoamericano, el “núcleo míticoontológico” y “lo popular oculto” en América Latina (la idea de una “Metafísica desde Latinoamérica”) (Dussel, 1966, p. 41; Gaos, 2000; Matute, 2002, p. 32).

En contra de la presunta cercanía entre Ortega y Nietzsche, precisamente será Ortega, vía Dilthey (y no Nietzsche), el que dibuje el semblante de ese tipo de pensamiento latinoamericano. “No es ocioso orientar desde luego al lector”, escribe Ortega, “advirtiéndole que Dilthey es un filósofo y, además, que es el filósofo más importante de la segunda mitad del siglo XIX” (1964, p. 165). Lograr la unidad de saber (filosofía), vida (conciencia vital) y razón (razón vital) será uno de los motivos de Ortega: pero no el de una vida humana, demasiado humana, sino el de una vida humanista, antropomórfica: casi una década después que Nietzsche nos dijera, he ahí el hombre, Ortega nos dice en Adán en el Paraíso, de 1910, “Esto es el hombre: el problema de la vida” (1966a, p. 480). Y en lo que es una escritura al revés del primer párrafo de Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Ortega escribe, punto por punto, precisamente contra lo que se había levantado Nietzsche en ese escrito, ¡casi cuarenta años atrás!

Un día, pues, dijo Dios: “Hagamos el hombre a nuestra imagen”. El suceso fue de enorme trascendencia: el hombre nació y súbitamente sonaron sones y ruidos inmensos a lo ancho del universo, iluminaron luces los ámbitos, se llenó el mundo de olores y sabores, de alegrías y sufrimientos. En una palabra, cuando nació el hombre, cuando empezó a vivir, comenzó asimismo la vida universal. (p. 480)

En este punto, entre Ortega, “el animal astuto” lleno de soberbia y mentira, y Nietzsche la distancia se vuelve inconmensurable. La cercanía de Nietzsche con Ortega, tantas veces mentada, resulta por tanto cuando menos problemática, a pesar de esfuerzos recientes por modernizarla a ambos lados del Atlántico (Castro-Gómez, 2011, p. 247; Conill, 2001, pp. 55-56). En efecto, ya en 1908, en el texto titulado “El Sobrehombre”, Ortega evocará esa “zona tórrida de Nietzsche” que recorrió en su juventud, para describir su desplazamiento: “luego hemos arribado a regiones de más suave y fecundo clima, donde nos hemos refrigerado el torrefacto espíritu con aguas de alguna perenne fontana clásica, y solo nos queda de aquella comarca ideal recorrida, toda arena ardiente y viento de fuego, la remembranza de un calor insoportable e injustificado” (1966b, p. 91). Nuevamente, la zona tórrida, ardiente y calurosa: el trópico. Esto, de paso, permite entender cómo Ortega “urbaniza” a Nietzsche.

El de Ortega, no obstante, es un vitalismo antinietzscheano, ligado precisamente al optimismo que Nietzsche no cesa de criticar. Porque en Nietzsche no se trata solo de la necesidad del “filosofar histórico”, diestro en atravesar las formas fijas y los datos eternos (Hh I 2), sino de la práctica de la observación psicológica que, a través de un uso específico de la filología, es capaz de oponer la genealogía a la historia. La reconstrucción de la filosofía que propagó la normalización era una historia de hechos y discursos incapaz de captar los pasajes, las irrupciones del pensamiento: de atisbar el pensamiento en términos de planos y ambientes; de acontecimientos y no de orígenes. Por eso se encerró en historias “nacionalitarias”, territoriales: Deleuze nos recuerda que el saber —en este caso, el saber de lo latinoamericano— es el territorio, pues el saber es cuestión de formas, que son terrestres —no oceánicas—. Por eso al escribir la historia de los sentimientos morales a través de ese tipo de lente psicológico nietzscheano se llega es a una disección genealógica de la vida. Disección que está lejos del optimismo, o la esperanza, pues parte de un sentido trágico ajeno a la voluntad de sufrir: de un “pesimismo de la fortaleza”. Ortega mismo será quien, tras reiterar que “la vida no es una tragedia”, marcará su distancia con Nietzsche. Y expone así, de nuevo, su procedencia: Dilthey.

Nietzsche, que como dije antes, escribió su ensayo —un espléndido ensayo— sobre “La filosofía trágica de los griegos”, no supo ver bien las cosas en su estructura fundamental, aunque, como siempre, tiene chispazos gloriosos. No supo verlas, porque, como último romántico, tampoco sabía ser veraz. Para él, como para tantos pensadores del siglo XIX, pensar era malabarizar con las palabras. Nietzsche no llegó a saber ni lo que era la tragedia ni lo que era la filosofía. Entró en ambos asuntos maniáticamente —con la manía de Schopenhauer y de Wagner y de los “hombres fuertes” y demás zarandajas “fin de siécle”. (1965, pp. 307-308)

Ortega de hecho hablará del “sentido deportivo y festival”, que no está nada lejos del optimismo que precisamente criticará Nietzsche en El nacimiento de la tragedia. Y muy cerca de concebir la tragedia como pesimismo: Nietzsche, por su parte, entiende la tragedia como la contra-instancia del pesimismo (Ci Lo que yo debo a los antiguos 5). Ortega, en tanto, sentenciará a Nietzsche por su valoración de lo que él llama “la moral greco-cristiana”:

Nietzsche busca también una norma de validez universal que determine lo que es bueno y lo que es malo. Cuando habla “allende el bien y el mal”, entiéndase el bien y el mal estatuido por la moral greco-cristiana, con quien es necia y groseramente injusto. (1966b, p. 93)

En estas páginas de Ortega deambula la mitografía del Nietzsche “antilatino”. Mas aquí las incomprensiones no son solo de lectura —como sugiere Borges (1977) en su nota sobre Ortega, a quien llama “mal lector” (p. 702)—, sino de tipos psicológicos: Ortega es un pensador de Estado, alguien incapaz de pensar sin Dios (“Dios es el símbolo del torrente vital” dice al finalizar El tema de nuestro tiempo)11. Es, al final, el trasmundano, el que desatiende la enseñanza del Zaratustra: “¡a dejar de esconder la cabeza en la arena de las cosas celestes, y a llevarla libremente, una cabeza terrena, la cual es la que crea el sentido de la tierra!” (Nietzsche Za De los trasmundanos). Vistas las cosas en estos términos, lo que hace Ortega es, precisamente, un análisis antigenealógico de la vida, del pensamiento y la historia. Así, frente a quien como Nietzsche tiene al error como una de las que podría ser condiciones de la vida —por eso “la vida no es un argumento” (Cj III 121)—, Ortega escribe, en su celebrado ensayo “El tema de nuestro tiempo”, que “ha sido un error incalculable sostener que la vida, abandonada a sí misma, tiende al egoísmo, cuando es en su raíz y esencia inevitablemente altruista. La vida es el hecho cósmico del altruismo, y existe solo como perpetua emigración del Yo vital hacia lo Otro” (p. 187). Ortega está, además, pensando en la vida no solo como un principio, sino como un derecho (179). De esta manera se sitúa en la antípoda de la polémica de Nietzsche en La genealogía de la moral, contra Schopenhauer, los moralistas, contra Occidente,… contra ti, contra mí: no se puede evaluar el valor de la vida, y, por ende, la vida no es justa. Escribe Nietzsche: Acaso “¿Vivir no es evaluar, preferir, ser injusto, ser limitado, querer-ser-diferente?” (Nietzsche Mbm 36).

Así, un juicio de valor sobre la vida (la vida no es justa), la atribuye a la vida lo que pertenece al juicio de valor. “Los juicios” escribe Nietzsche, “los juicios de valor sobre la vida, en favor o en contra, no pueden, en definitiva, ser verdaderos nunca: únicamente tienen valor como síntomas”. Y a continuación escribe algo inquietante y maravilloso: “Hay que alargar del todo los dedos hacia ella y hacer el intento de agarrar esta sorprendente finesse [finura], que el valor de la vida no puede ser tasado” (Ci El problema de Sócrates 2). ¿Por qué? O mejor: ¿por quién? ¿Por quién no puede ser tasado ese valor? Por un viviente, dice, “porque este es parte, es más, incluso objeto de litigio, y no juez” (2). La vida entonces no es justa o injusta, es un conjunto de fuerzas ciegas que arremeten en diferentes sentidos: “La vida misma”, en tanto voluntad de poder, “es la que nos compele a establecer valores, la vida misma es la que valora a través de nosotros cuando establecemos valores”. Por eso, “una condena de la vida por parte del viviente no deja de ser, en última instancia, más que el síntoma de una especie determinada de vida” (Ci La moral como contranaturaleza 5). Aquí es donde la confusión de Nietzsche con el vitalismo romántico y conservador de Ortega y Gasset, rey de “jefatura espiritual” latinoamericana según Romero, no solo es inviable: es depresiva, triste. El vitalismo de Ortega es, al final del día, pre-trágico. Esa travesía llevará a toparse con que la verdad, al igual que la vida, puede ser tan engañosa, y absurda, o tan malvada, como la mentira. En el prólogo a La Invención de Morel, Borges nos sugiere algo sobre Ortega, el “mal lector”: es alguien incapaz de imaginar tramas interesantes en ese difícil momento del siglo, 1940, confinando a la novela, en su texto La deshumanización del arte, al ámbito psicológico (1972, pp. 11-14). Incapaz, al igual que la filosofía latinoamericana mayoritaria, de imaginar otro tipo de vida.

Atacar las débiles fuerzas del sufrimiento

Es entonces sobre esta superficie “vitalista” que se inscribirá el cuerpo latinoamericano normalizado. Esta concepción anti-genealógica de la vida será la que prefigure la idea de un cuerpo que padece. Es decir, lo que late en la filosofía latinoamericana mayoritaria conforma, precisamente, lo que Nietzsche critica: decir que la vida es un argumento. De ahí que a la par de la auto-violentación, la “voluntad de autotortura,” el hacer de sí mismo un ser sufriente (la mala conciencia opera hacia adentro, “es culpa mía”), está el resentimiento que, dirigido hacia los otros, no cesa de acusar: “es culpa tuya”. Por eso es tan frecuente observar el aplauso hacia el fuerte, y por ende tan perturbador el desear el cuerpo imperialista, un cuerpo saturado de nihilismo. El llegar a ser lo que Europa no fue. No sin antes, claro, acusar: eres tú el que me ha hecho sufrir. Eres tú el que dañó mi vida, haciéndola injusta —por eso hay que redimirla—. Escribe Dussel: “El oprimido, torturado, destruido en su corporalidad sufriente simplemente grita, clama justicia: —¡Tengo hambre! ¡No me mates! ¡Ten compasión de mí!” (1998b, p. 20). El problema es, como dice Nietzsche, que el com-padecer implica el padecer. Es ahí cuando el filósofo se convierte en aquel moralista que señala con el dedo el mal del mundo. El problema es, como dice Nietzsche, que el com-padecer implica el padecer.

La disputa de Nietzsche contra esa valoración del sufrimiento es similar a su disputa frente a “la prevención contra la apariencia y el error: causa del sufrimiento, la superstición de que la felicidad estaría ligada a la verdad” (FP 8[2]). Placer y dolor van de la mano, son “estados acompañantes” que, sin embargo, no son los criterios últimos de valoración, en tanto “se tiene que querer ambas cosas si se quiere conseguir algo” (FP 8[2]). Si quieres algo lo debes querer todo. “La diferencia engendra odio”, dice Nietzsche en otro momento. El punto es que al observar el ejercicio de la crueldad desplegado en América Latina, éste produce escozor, asco. Tan terrible como esto, sin embargo, es la genealogía de la crueldad, su valor: “Casi todo lo que nosotros denominamos ‘cultura superior’ se basa en la espiritualización y profundización de la crueldad —esa es mi tesis; aquel ‘animal salvaje’ no ha sido muerto en absoluto, vive, prospera, únicamente— se ha divinizado” (Mbm 229). El nuevo sacerdote es la clave aquí.

Los médicos del alma y del dolor. Todos los predicadores de la moral, al igual que todos los teólogos, se caracterizan por poseer un vicio común: todos ellos buscan convencer a los hombres de que se encuentran muy mal, por lo que es menester una cura dura, última y radical. (Nietzsche Cj 763-764)

En el marco de la liberación, la crítica de Nietzsche al altruismo hacía entonces difícil, si no imposible, su encuentro con el continente de lo real maravilloso. “No hablamos del homo ludens de Nietzsche y sus comentaristas” prosigue Dussel. “No se trata de la fiesta dionisíaca o báquica; del vino derrochado y que emborracha a los que pueden adquirirlo; de las fiestas de los dominadores, las del otiurn o la sjolé. Es otra fiesta” (127). Ya vimos con Ortega y Gasset que su concepción de la vida como principio, derecho y altruismo, es antinietzscheana. Nietzsche será entonces presentado como avivador de la voracidad individual y el egoísmo pues, dice Dussel, “¿Qué es Nietzsche sino una apología del hombre conquistador y guerrero?” (20).

Desde Nietzsche, entonces, el problema no es de victimización, de víctimas alienadas, sino de impotencia, de debilidad. En efecto hay una separación, pero no en términos de una conciencia que se escinde frente al mundo, o en sí misma, sino una separación entre la fuerza y aquello que puede esa fuerza. No se trata, por supuesto, de alabar la carnicería de la Conquista. O de elogiar la expropiación capitalista, pues no se trata del derecho del más fuerte, “sino que lo más fuerte y lo más débil son en esto idénticos, extienden su poder todo lo que pueden” (Nietzsche FP IV 12[48]). Se trata, pues, de situar el posicionamiento de esa filosofía latinoamericana frente a esas problemáticas, indagar por la valoración que hace de esos procesos. Y su posicionamiento, lejos de ser liberador o crítico, es reactivo, en tanto moraliza el sufrimiento. El presupuesto de esa operación será entender el displacer, en su forma radical, como sufrimiento. Esto le permitirá a esa filosofía situar el sufrimiento no solo en lo anómalo, sino en lo evitable. Y perfilar la reconciliación como objeto perdido, o visión de futuro, más allá de la vida dañada. El presupuesto de Nietzsche es otro, ajeno a la conservación de la vida, o a su restauración. Ni conservación, ni autoconservación: aumento de la fuerza. Pero no es simplemente la fuerza del fuerte en tanto que “el pez grande se come al pequeño”: es aumento de la fuerza en tanto la fuerza es plural, pues “cuanto más el impulso hacia la variedad, la diferencia, la interna disgregación, tanto más fuerza hay” (Nietzsche FP IV 36[21]). Es la fuerza en su devenir múltiple enfrentando fuerzas que desobedecen, que fastidian y hieren.

El displacer, en cuanto impedimento a su voluntad de poder, es, pues, un faktum normal, el ingrediente normal de todo acontecer orgánico, el ser humano no lo elude, al contrario, lo necesita constantemente: toda victoria, todo sentimiento de placer, todo acontecer presupone una resistencia superada. (FP IV 14[174])

El horror ante el displacer asienta el terreno para las fuerzas que conforman no la voluntad de poder, sino la voluntad nihilista. Ahora, ¿qué pasa si toma consistencia por completo un mundo compasivo dividido en víctimas y victimarios, inundado con la voluntad de sufrir? Nietzsche diagnosticó ese mundo, el suyo, como nihilismo. La cuestión es que el nihilismo es algo más que un padecimiento europeo. Nietzsche nos dice que el nihilismo no tiene un único origen; aparece en diversas culturas: “Este mismo proceso evolutivo se ha dado en la India, con total independencia, y, por tanto, demuestra algo: el mismo ideal forzando a la misma conclusión; el punto decisivo cinco siglos antes de la era europea, con Buda” (Gm III 27), sino que ha devenido planetario. No es solo cosa de ricos, o de europeos. También lo es de humildes y plebeyos. Por eso cuanto más se globalizaba el nihilismo más despuntaba el nacionalismo filosófico latinoamericano, su clamor continental. Esa será una de las razones por las cuales Nietzsche resulta insoportable para la experiencia y el pensamiento latinoamericanos —como diciendo: aquí en el trópico no hay nada de eso—. El nihilismo proclama que todo da igual o nada vale la pena, y que estamos sumidos en el intercambio generalizado e indiferenciado de personas, objetos y afectos. Es hundirse en la equivalencia generalizada, en el elemento indiferente dice Deleuze, de lo que vale en sí o vale para todos. Por eso es que de la mano del nihilismo va el resentimiento: la incapacidad de plantear y asumir el problema del valor. Esto es: el problema del poder (Cano, 2009). Evitar formular la pregunta por el valor de la moral, y por el valor del valor: ese parece ser el conjuro de la normalización filosófica en América Latina. Es decir que no se trata simplemente de un misreading referido a Nietzsche.

Es desde ahí que es interesante leer la fascinación con Alemania, pues el “no-ser-siempre-todavía” serviría no solo como slogan del déficit, sino como una suerte de exculpación frente al estado del mundo: ya que aún no somos, ¿qué, si algo, tenemos que ver con el estado de cosas del mundo? Y ya que en esa infantilización aún no somos “nihilistas”, ¿por qué no resonar con la idea de purificar nuestra procedencia? (¡aún estamos a tiempo de hacerlo!). En esa fijación en ahondar la distinción entre el insensato y el loco, el razonable y el caótico bárbaro, existe una negación persistente: se iba a buscar insistentemente en Alemania (Kant, Hegel y Heidegger, no Nietzsche), aquello que quizás había en Iberia (Calderón de la Barca, Quevedo, Gracián, o en la influencia árabe), a saber, aquella razón ibérica capaz de dar cuenta de las distintas racionalidades del poder político y moral en Latinoamérica. Nietzsche mismo da una veta para pensar esto en el aforismo 60 de El Anticristo:

El cristianismo nos arrebató la cosecha de la cultura antigua, más tarde volvió a arrebatarnos la cosecha de la cultura islámica. El prodigioso mundo de la cultura mora de España, que en el fondo es más afín a nosotros que Roma y que Grecia, que habla a nuestro sentido y a nuestro gusto con más fuerza que aquéllas, fue pisoteado —no digo por qué pies— ¿por qué?, ¡porque debía su génesis a unos instintos aristocráticos, a unos instintos varoniles, porque decía sí a la vida incluso con las raras y refinadas suntuosidades de la vida mora!

El que la expulsión de los árabes de la península ibérica coincida con el arribo de los españoles a las Américas será así un síntoma más de lo que se nos arrebató en esta suerte de interrupción de los legados. En efecto se puede trazar una prolongación de ese “arrebatarnos” en la interrupción del caudal proveniente de la filosofía árabe, que mezclaba tensamente a los griegos con los árabes y, más aún, a musulmanes, judíos, cristianos y paganos. El silencio casi absoluto en las historias de la filosofía latinoamericana y en los textos de sus voceros en torno al legado árabe es elocuente: en su afán por situar un inicio que no sea griego, el corte lo establecen en los “pueblos originarios”. De manera que el problema de la filosofía árabe y del movimiento de traducciones greco-árabes Al-Ándalus (la península Ibérica) sigue sin ser un objeto pensable para la filosofía latinoamericana12.

Por eso es que casi un siglo después de publicado El Anticristo, de este lado del Atlántico el crítico literario uruguayo Angel Rama ratificaba, por su parte, el olvido de lo ibérico: “nacidas de las espléndidas lenguas y suntuosas literaturas de España y Portugal, las letras latinoamericanas nunca se resignaron a sus orígenes, y nunca se reconciliaron con su pasado ibérico” (Rama, 2008, p. 15). Lo ibérico ha sido vergonzante. En especial su veta mora y judía, según lo muestra José Gaos —autor de la traducción usada durante el siglo XX de Ser y Tiempo de Heidegger— quien escribirá en 1945 que

[…] las modernas filosofías nacionales empiezan con el término de la constitución de los modernos Estados nacionales y con el empleo de los idiomas correspondientes. Por tanto, Séneca, San Isidoro, los filósofos árabes y judío españoles no integran o contribuyen a integrar una filosofía propiamente española. (2010, p. 50)

De un tajo, entonces, la Andalucía de Ibn Arabi y la Córdoba de Averroes quedan fuera del ámbito pensable de una filosofía ibérica13. Esto, en parte, puede explicar la suerte que corrió Spinoza, aquel que no reconoce diferencia alguna “entre los tontos y locos y los sensatos”, dentro de la filosofía latinoamericana. Las concepciones spinozistas en torno al mal, la verdad y los prejuicios, ofreciendo un perspectivismo de singulares irreductibles, de hecho no están nada lejos de muchos de los combates que luego dará Nietzsche —si bien su relación con Spinoza, el pulidor de lentes, será tensa—. Lo valora como “predecesor” (“su sangre retumba en la mía” dice en un apunte de 1881), como acompañante bajo el árbol sin sombra: mi soledad, escribe a Overbeck ese mismo año, “ahora al menos es una soledad de dos” (Nietzsche “A Franz Overbeck en Basilea”). Es decir que aquí el problema de relación con lo ibérico no se refiere simplemente a “leyendas negras”. Es el duelo entre el juego de espejos de la filosofía latinoamericana, y el juego de prismas de una Iberia plural. Jorge Luis Borges, en un poema inigualable titulado, precisamente, “Spinoza”, nos dice que a este último “no lo turbaba la fama, ese reflejo de sueños en el sueño de otro espejo” (Borges, 1974b p. 482). Contra la noción especular del sueño, aparece el sueño nietzscheano arbitrario y confuso que desfigura aquello que hemos sido, aquel de la alucinación donde “recapitulamos la humanidad anterior” y cada hombre es todos los hombres.

La crítica de Alain de Libera al enclaustramiento de la razón occidental, a su narcicismo, nos tiende un hilo en este laberinto especular —sobre todo porque incluye a España y a Persia—. De Libera habla de las “amnesias erigidas en programas”, esto es, la expulsión sistemática de cualquier indicio árabe, atada a una “renovación directamente con la Grecia pagana excluyendo de Occidente todo lo que, al elegir, no es ni cristiano, ni romano ni germánico”. Comenta entonces el historiador: “La razón es griega. Así, todo es asunto de filiación. La razón occidental es una e indivisible: no podría tener dos riberas”:

La visión de la historia del ser como destino de Occidente hace comunicar directamente a Alemania y a Grecia, sin mediación extranjera, un mundo donde la coherencia y la unidad, más allá de las especulaciones sobre el parentesco de las lenguas griega y germánica como lenguas naturalmente filosóficas, parece evidentemente tener como único hecho el no implicar ni árabes ni judíos […] Un giro árabe, llámese andaluz o marroquí, es, si ocurre, inadmisible. Lo más simple es olvidarlo […] En este idilio europeo, Averroes es el agua-fiestas. (de Libera, 1998, p. 32)

Curioso olvido, más aún cuando Averroes será quien, entre otras cosas, a su vez haga el llamado por un retorno “genuino” y “prístino” a la Grecia de Aristóteles. A América Latina, entonces, llegará Madrid, no Andalucía: El Escorial, y no Córdoba. En “La busca de Averroes”, Borges escribirá sobre el “imposible” encuentro de Averroes con Aristóteles, mostrando la riqueza de la intraducibilidad de ciertas nociones griegas, desencuentro que, al final, será nuestra infructuosa busca de Averroes —y de Zaratustra, el iraní: el persa—.

infinitas cosas hay en la Tierra: cualquiera puede equipararse a cualquiera. Equiparar estrellas con hojas no es menos arbitrario que equipararlas con peces o con pájaros. En cambio nadie no sintió alguna vez que el destino es fuerte y es torpe, que es inocente y es también inhumano. (Borges, 1974a, p. 1035)

¿Es capaz la filosofía latinoamericana mayoritaria de experimentar esto? Todo un mundo mineral, animal, cósmico, tan poco humano como inhumano, escribe Nietzsche, “aquel mundo” que está bien oculto a los ojos del hombre dice, “aquel inhumano mundo deshumanizado, que es una nada celeste” (Nietzsche Za De los trasmundanos). Contra lo geográfico y el territorio nacional: lo geológico, una suerte de memoria no psicológica, cósmica —al mismo tiempo mineral, animal, vegetal y anorgánica—. La indagación genealógica de Nietzsche sobre la moral es una suerte de agrimensura de las fuerzas y formas que conforman la materia y lo viviente, el musgo de la tierra, y lo anorgánico. Si algo de telúrico tiene, ya no es lo identitario o sustancial, sino el estremecimiento para dar paso así a la geología de la moral.

“Lo que a mí me importaba era el valor de la moral”, dice Nietzsche, tras romper el lazo del bien con lo no-egoísta. Nietzsche lo dirá sin ambages: el presupuesto para el valor de lo no-egoísta es la mala conciencia (Gm II 18). Más aún, solo es no-egoísta quien es cruel, el no egoísmo lo que esconde es un instinto de crueldad: “el placer que siente el desinteresado, el abnegado, el que se sacrifica a sí mismo: ese placer pertenece a la crueldad” (Gm III 18). Crueldad ejercida sobre sí mismo tras interiorizar las fuerzas y contenerlas en el territorio latinoamericano. Crueldad sobre este cuerpo y esta tierra.

De su miseria querían escapar, y las estrellas les parecían demasiado lejanas. Entonces suspiraron: “¡Oh, si hubiese caminos celestes para deslizarse furtivamente en otro ser y en otra felicidad!” ¡Entonces se inventaron sus caminos furtivos y sus pequeños brebajes de sangre! Entonces estos ingratos se imaginaron estar sustraidos a su cuerpo y a esta tierra. Sin embargo, ¿a quién debían las convulsiones y delicias de su éxtasis? A este cuerpo y a esta tierra. (Nietzsche Za De los trasmundanos)

El cuerpo sufriente de la filosofía latinoamericana lo que había hecho era martirizar la tierra, convirtiéndola en la superficie para marcar el surco patriótico, nacional o continental: planteó el problema del territorio pero no el de la tierra, mucho menos el de los movimientos que van de uno a otro. El ir y venir desde una genealogía a una geofilosofía en una combinación de estratos y superficies que no corresponden al espacio habitable, ni al mar del ser, sino a una línea oceánica: la del afuera. Se trata así de valorar la tierra, dice Deleuze, no de evaluar la vida. Y hacerlo de forma no solo extramoral sino extrahumana14. Haber convertido a América Latina en profecía del destino o el reinicio del mundo, recodo trasmundano o territorio infante, no obedecía más que al estado de fuerzas dominadas, a un conjunto de prepotencias. ¿Qué variación forzará al pensamiento, no en tanto posible realizable, sino como virtualidad inmanente, más allá de las filosofías mayoritarias?

Sobrevendrán pasiones naturales, maneras de vivir lejanas del odio contra el mundo, que trasieguen mil riberas y litorales, “mundos en archipiélago” como aquellos pragmáticos de James o Melville, en pasajes o pases como los archipiélagos que Glissant opone a lo continental. Más allá del “pensador latinoamericano”, DeleuzeNietzsche pervierten genealógicamente sapere y sapiens en gusto y sabor, en el degustador, aquel que sale de los estratos del saber, y chapucea en el diagrama oceánico de las fuerzas, en el río del mundo exterior donde nadan la tenca y la perca dorada de Melville. El río de fuego de Nietzsche, chorreando sobre la divina mesa de la tierra. Gustoso de no inscribirse en la gesta histórico mundial del suelo, sino en el pasaje de la geosofía a la ecosofía: pensamiento no que adviene o vendrá ( yet to come), sino que deviene (become). Apátrida. Insomne. Capaz de atravesar el espejo, en el eterno retorno del territorio a la tierra. Pensamiento que no solo no diferencia entre tontos, locos y sensatos sino que no halla diferencia “entre los hombres y los demás individuos de la naturaleza”. Como Spinoza, el de Borges:

Libre de la metáfora y del mito Labra un arduo cristal: el infinito

mapa de Aquél que es todas Sus estrellas.

(Borges, 1974b, p. 482)

Sobre el autor

Alejandro Sánchez Lopera (Bogotá, 1979). Profesor e investigador en literatura y filosofía. Obtuvo su Ph.D. en la Universidad de Pittsburgh. Investiga sobre las relaciones entre moral, subjetividad y verdad. Ha publicado los libros Nihilismo y verdad. Nietzsche en América Latina (Londres: Peter Lang, 2018) y José Revueltas y Roberto Bolaño. Formas genéricas la experiencia (Raleigh: A Contracorriente/UNC, 2017). Coeditor con Chris Nielsen del libro Por otras políticas de la verdad en América Latina (Pittsburgh: IILI, 2017) y con Ernesto Hernández y Carlos E. Restrepo del libro Gilles Deleuze. Flores a su tumba (Bogotá: Gustavo Ibáñez, 2018).

Referencias

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1Theodor Adorno elabora una crítica lúcida y sarcástica a la vez de este aspecto de Heidegger en su Terminología filosófica, nota del 10 de julio de 1962 (Adorno, 1976). La figura del “sacristán pensador” y su tumba, “deseoso de notoriedad”, se encuentra en Sloterdijk (2001, pp. 10-11, 13- 14). La expresión de Heidegger del “mundo histórico-espiritual del pueblo” puede verse en su discurso del rectorado en (Heidegger, 2009, p. 16).

2Esa historia la cuentan tanto Hans Georg-Gadamer como Franco Volpi en “‘¿Aportes a la filosofía?’ El diario de un naufragio”, rechazada por la Editorial Adelphi como introducción a la edición italiana de los Aportes de Heidegger (Volpi, 2010, p. 60).

3Así puede verse, por ejemplo, en un reciente comentario de George Ciccariello-Maher, como leyenda a una foto suya con Enrique Dussel, que dice: “Con el maestro // with the master, the Hegel of Coyoacán: Enrique Dussel” (Ciccariello-Maher, 2017).

4Desde diferentes ángulos, los trabajos de Bruno Bosteels, Santiago Castro-Gómez y Neil Larsen constituyen las críticas más lúcidas a la filosofía latinoamericana (Bosteels, 2007; Castro- Gómez, 2011; Larsen, 2003, 2006). Para una crítica temprana, apoyada en las herramientas de Michel Foucault, pueden verse los trabajos de Roberto Salazar Ramos (1988, 1993). Más atrás aún está el trabajo de Edmundo O’Gorman La invención de América, de 1958, con su “destrucción de la metafísica de lo latinoamericano”, y la crítica de la visión de América como “cosa en sí” (1991, p. 48). Para una crítica sugestiva, que entiende la filosofía de la liberación latinoamericana como un comunitarismo, véase el texto de Oswaldo Guariglia (pp. 249-250).

5Aparte de los trabajos sobre Nietzsche en España (Conill, 2001; Parmeggiani y Fava, 2015; Savignano, 2007; Sobejano, 2004; Taberner Márquez, 2007; Vázquez García, 2011), existen estudios dispersos sobre la influencia de Nietzsche en el modernismo latinoamericano (Cristóbal, 2003; Moraga, 2001; Quiroga, 1992; Schutte, 1988; Ward, 2002) y, por supuesto, diversos y crecientes estudios filosóficos (véase, por ejemplo, Rivero, 2016; Frey, 2015), congresos y revistas especializadas en su pensamiento, dinamizados por las recientes ediciones críticas en español de sus obras completas, incluyendo cartas y fragmentos póstumos. De hecho, en países como Brasil (Marton, 2002), Uruguay (Drews López, 2013), México (Frey, 2014) o Argentina (Cragnolini, 2001; Ferreyra, 2009; Piossek Prebisch, 1995), su impacto empieza a analizarse desde los estudios de recepción de su pensamiento. Existen incluso trabajos que recogen textos de distintos autores latinoamericanos (Marton, 2006). Para el caso argentino, un texto especial es el de Sebastián Abad, en el que examina el uso que el escritor y crítico Ezequiel Martínez Estrada hace de Nietzsche, en parte por fuera de la idea de influencia (Abad, 2001). Así mismo, el bello texto de Cragnolini sobre Huidobro y Nietzsche (Cragnolini, 2000). Para una crítica sobre cómo algunos latinoamericanos como Mariátegui, considerado por algunos como nietzscheano, abordaron a Nietzsche, remito a mi libro Nietzsche en América Latina (Sánchez Lopera, 2018).

6La discusión sobre la relación de Borges con la filosofía se centra, básicamente, en el carácter sistemático o asistemático de la filosofía. Una muestra de ello puede verse en el libro coeditado por Gracia, Korsmeyer y Gasché (2002), Literary Philosophers: Borges, Calvino, Eco, en especial el capítulo de Gracia —quien también ha escrito sobre filosofía latinoamericana—. Sobre la relación de Borges con la filosofía y la anti-filosofía puede verse el texto de Bosteels (2006), “Borges como antifilósofo”. Para una revisión reciente de la literatura sobre el tema, véase el texto de Moreno (2019), “Is Borges’ fiction a kind of philosophy?”.

7Estas lecciones fueron escritas a pedido del Secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet. Dice en su prefacio: “Dentro del cuadro de la moral, abarcan nociones de sociología, antropología, política o educación cívica, higiene y urbanidad”. Escritas en tono abiertamente kantiano, cristiano, y al mismo tiempo evocador de ciertas referencias heideggerianas, fueron “preparadas al iniciarse la ‘campaña alfabética’”. Implican un personaje —“suponen la colaboración del preceptor”— y un hábitat o medio —“La Patria es el campo natural donde ejercitamos nuestros actos morales en bien de la sociedad” (Reyes, 2005)—.

8La cuestión de la “auto-génesis” en referencia a la noción de autor en Nietzsche, puede verse en la respuesta de Keith Ansell-Pearson a la reseña de Gudrun von Tevenar de su libro Nietzsche’s Search for Philosophy: On the Middle Writings (Ansell-Pearson, 2019).

9Escribe Dilthey (1949) en “Un sueño”: “Se trata de una vieja y fatal maraña. El filósofo busca un saber de valor universal y, mediante él, una decisión acerca del enigma de la vida. Es menester desenmarañarla. La filosofía muestra una faz doble. El insaciable afán metafísico se encamina a la solución del enigma del mundo y de la vida y en esto se emparentan los filósofos con los religiosos y los poetas. Pero el filósofo se diferencia de ellos porque pretende resolver el enigma mediante un saber de validez universal. Esta vieja maraña debe ser desenmarañada hoy por nosotros” (p. XXIV).

10De hecho, uno de los puntales de la reflexión poscolonial, Walter Mignolo (1995), que va a usufructuar la herencia de esa filosofía latinoamericana, presentará en The Darker Side of Renaissance lo que él llama “semiosis colonial”, una “nueva filología” apoyada según sus palabras en Ortega y Gasset (pp. XVII, 8).

11El estilo de Ortega, entre disparates, plagios y lucidez, parece verse unificado por un principio: su rechazo del marxismo y el liberalismo, a saber, su apoyo al franquismo. Para una crítica reciente de ese estilo, puede verse el trabajo de Sebastiaan Faber (2015). Para una crítica de su empresa filosófica, tan menor comparada con el proceso de Xavier Zubiri, pueden verse los trabajos de Rafael Gutiérrez-Girardot (1989). Y, por supuesto, la valoración que hace Gaos de este en “Salvación de Ortega” (Gaos, 2016).

12El caso reciente más notorio es el del monumentalvolumen Elpensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y ‘latino’ (1300-2000). Historia, corrientes, temas y filósofos, editado por Enrique Dussel, Eduardo Mendieta y Cármen Bohórquez en 2009, y que contó en su Comité de Honor y Comité Editor con buena parte de las figuras sobresalientes de la filosofía latinoamericana. En sus más de 1000 páginas, la Escuela de Toledo, Avicena y Averroes aparecen solo una vez cada uno. Salvo algunas alusiones sueltas en algunos textos de Enrique Dussel, y brevísimas alusiones en algunos de Walter Mignolo, la filosofía árabe y el problema del movimiento de traducciones greco-árabes Al-Ándalus (la península Ibérica) es un objeto impensable para la filosofía latinoamericana. Este silencio incluye incluso recuentos más recientes, como el de Carlos Berloegui.

13Sobre Ibn Arabi puede verse la conferencia de Pablo Beneito (2015).

14Sobre esto puede verse el fascinante texto de Gregory Flaxman, Gilles Deleuze and the fabulation of philosophy, especialmente el capítulo “From genealogy to geophilosophy” (Flaxman, 2012, pp. 72-114).

Recibido: 10 de Septiembre de 2019; Aprobado: 15 de Abril de 2020

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