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Hallazgos

Print version ISSN 1794-3841On-line version ISSN 2422-409X

Hallazgos vol.17 no.34 Bogotá July/Dec. 2020  Epub Sep 01, 2020

https://doi.org/10.15332/2422409x.5239 

Artículos de reflexión

Itagüí: violencia estatal y violencia narcoparamilitar. Una reflexión desde lo municipal sobre el monopolio de la violencia legitimada del Estado

Itagüí: state violence and narco-paramilitary violence: a reflection from the municipal level on State monopoly of the legitimate violence

Itagüí: violência estatal e violência narcoparamilitar: uma reflexão a partir do municipal sobre o monopólio da violência legitimada do Estado

JOHNATAN ANDRÉS SOTO AGUIRRE1 

1Antropólogo de la Universidad de Antioquia. Investigador independiente. Colombia. Correo electrónico: ezsotto@gmail.com ORCID: 0000-0002-7553-4512


Resumen

Para explicar la existencia y el control que ejercen los grupos armados ilegales (GAI) asociados al narcotráfico, son recurrentes argumentaciones sustentadas en ideas como la ausencia de Estado, la exclusión de servicios de seguridad y justicia o la referencia a las subculturas de la ilegalidad. El propósito de este texto es cuestionar los marcos interpretativos que suponen que la ausencia del Estado es precondición para el crecimiento del poder ilegal o que el fortalecimiento de la capacidad coercitiva del Estado implica su desaparición. Al aproximarnos a la relación entre el Estado, los GAI y las prácticas y representaciones ciudadanas desde lo municipal encontramos un proceso continuo en el que los diferentes actores coexisten, interactúan y se reproducen en contextos híbridos de ilegalidadlegalidad. Itagüí es un claro ejemplo de la necesidad de pensar el monopolio de la violencia legitimada del Estado desde otros marcos explicativos, en los que se considere que la acción del Estado dependerá de las relaciones sociales contextualizadas, que no hay tal cosa como el poder general del Estado, y que es necesario identificar el conjunto de poderes particulares en lo local y su manera de amalgamarse para generar estructuras específicas de dominación.

Palabras clave ausencia del Estado; contextos híbridos de ilegalidad-legalidad; narcoparamilitarismo; poder estatal

Abstract

To explain the existence and control exercised by illegal armed groups (iag) associated with drug trafficking, there are recurrent arguments based on ideas such as the absence of the State, the exclusion of safety and justice services or the reference to the subcultures of illegality. The purpose of this paper is to question the interpretative frameworks that assume that the absence of the State is a precondition for the growth of illegal power or that the strengthening of the State’s coercive capacity implies its disappearance. As we approach the relationship between the State, the iag and citizen practices and representations from the municipal level, we find a continuous process in which the different actors coexist, interact and reproduce in hybrid contexts of illegality-legality. Itagüí is a clear example of the need to think about the State monopoly of the legitimate violence from other explanatory frameworks, in which it is considered that the action of the State will depend on contextualized social relations, that there is no such thing as the general power of the State, and that it is necessary to identify the set of particular powers at local level and its way of integrating to generate specific structures of domination.

Keywords absence of the State; hybrid contexts of illegality-legality; narco-paramilitarism; state power

Resumo

Para explicar a existência e o controle que os grupos armados ilegais (GAI) associados ao narcotráfico exercem, são recorrentes as argumentações apoiadas em ideias como a ausência do Estado, a exclusão de serviços de segurança e justiça ou a referência às subculturas da ilegalidade. O objetivo deste texto é questionar os referenciais interpretativos que supõem que a ausência do Estado é precondição para o crescimento do poder ilegal ou que o fortalecimento da capacidade coerciva do Estado implica seu desaparecimento. Ao aproximarmos da relação entre o Estado, os GAI e as práticas e representações cidadãs a partir do municipal, encontramos um processo contínuo em que os diferentes atores coexistem, interagem e se reproduzem em contextos híbridos de ilegalidadelegalidade. Itagüí é um exemplo claro da necessidade de pensar o monopólio da violência legitimada do Estado com base em outros referenciais explicativos, nos quais se considere que a ação do Estado dependerá das relações sociais contextualizadas, que não há tal coisa como o poder geral do Estado e que é necessário identificar o conjunto de poderes particulares no local e sua maneira de vincular-se para gerar estruturas específicas de dominação.

Palavras-chave ausência do Estado; contextos híbridos de ilegalidade-legalidade; narcoparamilitarismo; poder estatal

Introducción

El ejercicio del monopolio de la violencia por parte del Estado es una característica fundante del Estado moderno, al igual que la regulación y el control social que de él se deriva. Claro está que el Estado como institución social no es solo pie de fuerza; requiere mucho más que eso para convertirse en el poder central de una sociedad. El poder estatal, como configuración histórica específica, también ha de hacerse legítimo (es el lugar del poder delegado), garantizar derechos (responder a demandas ciudadanas) y labrarse un espacio en los imaginarios de los ciudadanos para que estos le otorguen consentimiento a sus acciones (introducir elementos en el espacio simbólico).

Buena parte de la reflexión sociológica e histórica sobre la formación del Estado ha girado en torno a la capacidad estatal de coerción directa e inmediata sobre una población asentada en un territorio determinado (Dri, 2000). Ejemplo de ello es la obra clásica de Thomas Hobbes, en la que la guerra o la violencia estatalizada se manifiesta como fundadora del orden1; la definición de Max Weber en relación con el monopolio legítimo de la fuerza estatal 2, al igual que los trabajos de Charles Tilly sobre la centralidad de la guerra en la formación de los Estados europeos3 y el papel que desempeñaron la coerción y el capital.

En Colombia, las reflexiones alrededor de la construcción del Estado han gravitado en torno a la pregunta sobre la configuración del monopolio de la fuerza legitimada (Bolívar, 1999), hasta el punto de suponer que el Estado colombiano es un Estado débil o fallido porque la fuerza pública no ejerce “control” en buena parte del territorio nacional, y en su lugar lo hacen grupos ilegales armados: paramilitares, guerrillas, bandas criminales (bacrim), grupos delictivos organizados (GDO) o grupos armados organizados (GAO), todos ellos con capacidad de controlar territorios y coordinar un fuerte accionar militar.

Para explicar la existencia y el control que ejercen estos grupos, que en muchas ocasiones se instalan como poderes de facto, a guisa de microestados o reguladores cuasiomnímodos del orden social, son recurrentes argumentaciones sustentadas en ideas como: la ausencia de Estado, la exclusión de servicios de seguridad y justicia o la referencia a las subculturas de la ilegalidad y el dinero fácil que acogen, en buena medida —aunque no lo dicen siempre los defensores de esta tesis—, vastos sectores populares. Estos planteamientos se reproducen y son refinados desde la academia. Conspicuos investigadores —desde diferentes orillas ideológicas— emiten de manera contundente conclusiones que sirven de sustento a este tipo de argumentaciones: la violencia se produjo básicamente por la debilidad endémica del Estado (Pécaut, 1993); la incapacidad histórica del Estado para regular conflictos agrarios desató un espacio propicio para la violencia (Reyes, 1997); la debilidad del Estado le impidió enfrentar la amenaza terrorista (Gaviria, 2005); la amplia permisividad social frente a la transgresión de la ley permite la generación de una valoración cultural favorable para las conductas delictivas (Duncan, 2013); la impotencia del Estado para establecer límites regulatorios es resultado de que no pudo perfeccionarse un contrato social en torno a la autoridad del Estado en el sentido moderno (Palacios, 2012), y la muy extendida idea del abandono estatal que explicaría por si sola la presencia y permanencia de grupos armados ilegales4. Se hace especial hincapié desde estas aproximaciones analíticas, en los límites y debilidad del Estado, y se parte del presupuesto de que la insuficiencia en el ejercicio del monopolio de la fuerza impide la consolidación del Estado como poder central.

Pero en el actual escenario nacional, después de dos procesos de desmovilización en menos de dos décadas —los paramilitares (2003-2007) y la guerrilla de las FARC-EP (2012-2016)—, y en el que al mismo tiempo grupos posdesmovilización retoman el control del narcotráfico y poder militar, es necesario revisitar la pregunta sobre cómo se configura el monopolio de la fuerza legitimada del Estado en escenarios en los que este coexiste con grupos armados ilegales que no representan una amenaza armada en términos de guerra civil o violencia política5, pues impulsan un flujo de capital que se ajusta a los principios de la economía de mercado sin alterar la estructura económica existente6, y no toman decisiones en contra de los agentes de Estado, ya que usan las vías institucionales para lograr sus objetivos7.

La expansión y consolidación de estos “nuevos” actores se produce en el escenario reciente de la desmovilización de las FARC-EP, un escenario de posacuerdos en el que los agentes de Estado se comprometen discursivamente a ocupar los espacios que deja la insurgencia y a hacer presencia integral en todo el territorio nacional para dejar atrás el lastre de la ausencia del Estado, instalando el orden, la legalidad y el poder soberano del Estado8.

El propósito de este texto es cuestionar los marcos interpretativos que suponen que la ausencia del Estado es precondición para el crecimiento del poder ilegal, o que el fortalecimiento de la capacidad coercitiva del Estado implica la desaparición de los grupos armados ilegales y del uso que de estos hacen los ciudadanos para resolver conflictos. Lo que encontramos al aproximarnos a la relación entre Estado, grupos armados ilegales (GAI) y las prácticas y representaciones ciudadanas desde lo municipal es un proceso continuo en el que los actores (Estado, grupos armados ilegales y ciudadanía) coexisten, interactúan y se reproducen en contextos híbridos de ilegalidad-legalidad.

Itagüí9 está ubicado al sur del área metropolitana de Medellín, departamento de Antioquia (Colombia). En este municipio, durante las dos últimas décadas convergieron —como en otras partes del país—, varios fenómenos: se consolidó el poder narcoparamilitar (1998 a 2002); luego se desmovilizaron parcialmente grupos narcoparamilitares (2003 a 2006); se “rearmaron” los grupos posdesmovilización narcoparamilitar (2006 a 2017); disminuyeron visiblemente los principales índices de criminalidad que afectan a la sociedad civil (2009 a 2016), y el Estado municipal se fortaleció en términos de poder coercitivo policial (2010 a 2016)10. Dicho de otro modo, durante la última década, se ha presentado de forma simultánea una visible disminución de los índices de criminalidad (Soto, 2015), un incremento de la capacidad policial del Estado y un fortalecimiento del poder militar y territorial de los GAI.

Las ideas que se expondrán a continuación forman parte del interés académico por comprender el ejercicio del poder estatal y su relación con los grupos narcoparamilitares en el sur del Valle de Aburrá (Soto, 2013, 2014, 2015, 2017). Del mismo modo, el texto recopila y referencia bibliografía sobre el tema, presenta datos oficiales y fragmentos de entrevistas realizadas durante periodos de campo entre 2013 y 2017.

Es necesario indicar que la atención sobre lo local (municipal) no pretende desestimar los esfuerzos investigativos en el nivel de lo nacional, así se critiquen ciertas generalidades porque dejan de lado realidades concretas. Lo que se pretende es hacer evidente la diversidad de lo municipal y la multiplicidad de actores, prácticas e interacciones que confluyen en los órdenes institucional y social.

Más allá de la ausencia de Estado, la exclusión de los servicios de seguridad y las subculturas de la ilegalidad

La tendencia a pensar la construcción del Estado desde la pregunta por la configuración del monopolio de la fuerza legitimada en un país en el que la violencia parece ser una constante histórica, lleva a que ciertos análisis hagan hincapié en las inadecuaciones o limitaciones del Estado y a prestar atención al problema de la ocupación del territorio por parte de este (González, 2014). Esta inclinación en los análisis permite instalar un marco explicativo que agrupa tres ideas centrales: la ausencia de Estado, la exclusión de servicios de seguridad y justicia y la referencia a las subculturas de la ilegalidad y el dinero fácil.

Debe reconocerse que las ideas citadas explican, cada una o asociadas, aspectos relevantes de la realidad, pero es necesario señalar que ese marco explicativo y las ideas que agrupa se cimientan en dos premisas centrales con cariz teleológico, generalidades desde el nivel de lo nacional, y cuatro puntos ciegos.

Las dos premisas centrales son: la dicotomía legal-ilegal (se les entiende como antagónicas en el mundo real) y el deseo de construir un Estado “fuerte”, entendiendo que al hacerlo emergerá un escenario social libre de agentes ilegales en el que la sociedad prohijará el orden legal que de él emane y aceptará el orden social que este propugne. Es decir, las dos premisas de este marco explicativo se traducen en el ideal (telos) de construir un Estado fuerte en el que la sociedad interioriza la norma, avala la violencia ejercida por este y los rastros de ilegalidad se desvanecen.

Por otro lado, las generalidades de este marco explicativo parten de esquemas político-espaciales como: adentro-afuera, centro-periferia o centro-frontera (Blair, 2006), y de anteponer el nivel de lo nacional, dejando de lado la diversidad de las regiones (Cubides, Olaya y Ortiz, 1998). Es decir, que además del deseo de un Estado fuerte que logra imponer el imperio de la ley (de la legalidad), se imagina un centro urbano- político-económico (Bogotá, Medellín, un centro geográfico principalmente andino) en el que se concibe la periferia como desordenada, apolítica, controlada por grupos ilegales armados y dominada por la ilegalidad; y un centro con un Estado en formación (más fuerte que el de la periferia), pero en el que el orden, el poder político, el respeto a la fuerza pública y la legalidad son epicentro de la vida social, o al menos en mayor medida que en la periferia imaginada.

Además de las características señaladas, este marco explicativo obvia cuatro aspectos esenciales. En primer lugar, que la existencia y el control que ejercen los GAI no es producto exclusivo de la ausencia de Estado, es también resultado de la forma concreta que adquiere. El Estado —al menos en el caso colombiano— ha recurrido a violencia ilegal para defender el status quo (Romero, 2003) y para ampliar la oferta de servicios de seguridad y justicia ante las demandas de las regiones (Gutiérrez, 2015). Argüir que la ausencia de Estado o su debilidad en términos coercitivos propicia el caos niega de tajo que el Estado mismo puede ser catalizador de violencia indiscriminada. Después de todo, el Estado como institución social posee solo una autonomía relativa, ya que está anudado a intereses y presiones políticas o económicas de sectores sociales con poder para injerir en sus decisiones (Poulantzas, 1986; Urán, 2011). El Estado establece una relación diferencial con el conjunto de la sociedad (Jessop, 2017). En segundo lugar, no tiene en cuenta que el Estado, como forma histórica de dominación, compite permanentemente con otras formas de regulación y control social, y su ordenamiento (espacial, económico, cultural) no se impone del todo en los diversos ámbitos de la interacción social (Bolívar, 2006). Los grupos armados también pueden imponer límites espaciales (un ejemplo son las fronteras invisibles), promover rituales (celebraciones ostentosas, alboradas en diciembre), distribuir riqueza (hacer circular parte de las ganancias en todos los estratos sociales) y regular la vida social (definir horas de circulación o si se puede ser pareja de un policía). El control territorial, político, económico y cultural del Estado no se puede dar por sentado.

En tercer lugar, soslaya que las subjetividades que interactúan con el Estado pueden estar dotadas de un sentido práctico que trasciende el lenguaje oficial de lo legal. Más allá de una subcultura de la ilegalidad o una alta permisividad cultural del delito, puede encontrarse —resultado de procesos históricos en los que convergen múltiples variables— un distanciamiento o no interiorización de los “dispositivos de verdad” que pretenden articular expectativas, certidumbres y adherencias prácticas desde el Estado. En palabras de Álvaro García Linera (2004): “la población puede separarse de los marcos cognitivos que el Estado como maquinaria de producción de ideología produce” (p. 439).

En cuarto y último lugar, debe reconocerse que la ciudadanía puede reproducir modelos de seguridad —aunque convivan con agentes estatales, los reconozcan como autoridad y conozcan la norma— que disten de lo que se considera, desde el discurso oficial, modelos de seguridad adecuados, legítimos y legales. Los sujetos sociales pueden, en contravía de ideas como el derecho fundamental a la vida, el debido proceso o la pena privativa de la libertad como “castigo” adecuado para quien infringe la norma, promover modelos de seguridad centrados en otros criterios. Lo legal y lo ilegal se imbrican, repelen y amalgaman de acuerdo con los hechos, las circunstancias y los actores involucrados. No es una oposición dicotómica excluyente.

Hacer evidente las limitaciones del marco explicativo señalado permite colegir que es necesario una aproximación que parta de las formas como la ciudadanía representa e interactúa con los actores con capacidad coercitiva en lo municipal (Estado y GAI), conocer los criterios que tienen para usar la fuerza bélica de ambos (las nociones que se tienen sobre eficacia), las complejas relaciones que se establecen entre Estado y GAI en lo local, y avanzar hacia la reflexión sobre el poder del Estado, ya no como un ejercicio neutral, sino como una capacidad que deviene resultado de la tensión entre fuerzas sociales en pugna o de negociones permanentes.

Breve historia de los grupos armados ilegales que hacen presencia hoy en Itagüí

Los GAI, que hoy hacen presencia en el municipio de Itagüí, tienen su origen en la alianza entre paramilitares y narcotraficantes en la década de los ochenta. La historia reciente del narcoparamilitarismo en el municipio, al igual que en buena parte del Valle de Aburrá, se produjo por la confluencia de la expresión regional del paramilitarismo (Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá [ACCU], Perseguidos por Pablo Escobar [Pepes], el Bloque Metro [BM], entre otros) y los carteles del narcotráfico (el Cartel de Medellín11, principalmente); “si bien estos actores no tendrían que haber necesariamente coincidido, terminaron apoyándose mutuamente, con colaboración, promoción o tolerancia de la estructuras estatales” (Romero, 2007, p. 407).

Desde sus inicios, la alianza entre carteles del narcotráfico y paramilitares tuvo como epicentro el municipio de Itagüí. Son conocidas las denuncias que el entonces fiscal general Rodrigo Lara Bonilla, en 1983, hizo para sacar a la luz “los dineros calientes” que financiaron la campaña electoral del entonces congresista Pablo Escoba Gaviria. Tales denuncias revelaban que “en 1976 había sido capturado junto a otros cinco hombres cuando escondía treinta y nueve libras de cocaína en una casa de Itagüí” (De la Urbe, 2018, p. 2).

También es de conocimiento público que Itagüí fue fortín del Clan Galeano — organización que formaba parte del Cartel de Medellín— y que la disputa por una “caleta” con varios millones de dólares oculta en el municipio de Itagüí, en la comuna 3, generó la muerte de los hermanos Galeano en la cárcel La Catedral (Soto, 2013).

Itagüí, además, fue el municipio en el que Diego Fernando Murillo Bejarano, alias Don Berna, hizo su carrera criminal como miembro del Clan Galeano, y en este conoció a Fidel Castaño12(dirigente paramilitar) en 1986: “A Fidel Castaño lo conozco".

Esa alianza entre narcos y paras, desde la década de los años ochenta, antes de la expansión a escala nacional del fenómeno paramilitar, dinamizó el negocio del narcotráfico (principalmente cocaína) y permitió constituir grupos de sicarios al servicio del Cartel en Itagüí (La Rotta y Morales, 2009), aprovechando los grupos armados denominados “bandas”, que ya tenían asentamiento en los barrios del municipio13(Medina, 2006). El narcotráfico catalizó el potencial delincuencial de bandas como La Unión, El Rosario y Calle 15 que se dedicaban a pequeños robos y al tráfico de armas. Barrios como El Rincón, La Unión, Playa Rica, San Pío, San Gabriel, Simón Bolívar, entre otros, fueron reconocidos durante estas dos décadas como cantera del sicariato y territorios del Cartel14.

Después de la muerte de Pablo Escobar y la reconfiguración del Cartel de Medellín en la denominada Oficina de Envigado dirigida por Don Berna, Itagüí, al igual que toda el área metropolitana de Medellín —desde mediados de la década de los noventa hasta inicios del siglo XXI—, se ve abocada a la expansión y consolidación del poder narcoparamilitar bajo la forma de bloques paramilitares. Desaparecen los clanes y los carteles, y surgen el Bloque Metro (BM) y el Bloque Cacique Nutibara (BCN), este último también bajo la comandancia de Don Berna. El comienzo de siglo registró uno de los índices de homicidios más alto para Itagüí durante las últimas dos décadas (figura 1).

La alianza narcoparamilitar bajo la forma de bloques paramilitares logra hacerse con el monopolio de la ilegalidad en Itagüí y todo el Valle de Aburrá, para después participar de un proceso de desarme, desmovilización y re-incorporación (DDR) a la vida civil. En 2003, el BCN se desmoviliza y se convierte en el modelo piloto de desmovilización para todo el país. El 29 de noviembre de 2002 las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) deciden acogerse a un proceso de desmovilización y declaran unilateralmente el cese de hostilidades. El Gobierno nacional, como respuesta a esta decisión, nombró una comisión para explorar la posibilidad de adelantar una política de diálogo. Como resultado de este acercamiento se firmó el Acuerdo de Santa Fe de Ralito en julio de 200315. Desde este momento comenzó el desmonte gradual de 38 estructuras armadas con 31 671 desmovilizados y 18 051 armas entregadas (López, 2010).

Un hecho clave para entender la continuidad de los GAI asociados al narcoparamilitarismo en Itagüí sucedió en 2003 con la desmovilización del BCN. Los mandos medios y la mayoría de las armas no se entregaron. En esos mismos días varios de esos combatientes fueron enviados al municipio de San Carlos donde comenzó el rearme. La Oficina de Envigado articuló el conocido Bloque Héroes de Granada (BHG), que en lo fundamental estaba al servicio del narcotráfico (Verdad Abierta, 2007), y nuevamente bajo la comandancia del camaleónico Diego Fernando Murillo Bejarano (Don Berna). La creación del BHG permitió a los narcoparamilitares tener el control sobre el Valle de Aburrá después de la falsa desmovilización del BCN. El BHG fue la organización por medio de la cual se reestructuró la alianza narcoparamilitar. De acuerdo con las cifras de la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR), el número de desmovilizados de estructuras paramilitares en Itagüí, durante el proceso de 2003 a 2007, procedía principalmente del BHG (30,4 %) y el BCN (12,7 %) (Soto, 2015).

Cabe mencionar que el control militar y territorial que logró la alianza narcoparamilitar a través del BHG16 y otras organizaciones ilegales en Itagüí permitió que las cifras de homicidios —pero no de todos los índices de criminalidad— descendieran entre 2003 y 2008 (Soto 2015, 2017). A este fenómeno se le denominó el Milagro de la seguridad (figuras 1 y 2).

Pero después del 2008, la fase de relativa calma fue reemplazada por un incremento en la conflictividad. La Oficina de Envigado, nodo organizacional de la alianza narcoparamilitar, se fractura después del fracaso del proceso de desmovilización paramilitar y la extradición de su cúpula a Estados Unidos. La extradición en 2008 de Don Berna, así como la muerte y entrega a la justicia norteamericana de otros integrantes de la Oficina de Envigado, desató una lucha interna por el control del monopolio criminal protagonizada por Maximiliano Bonilla, alias “Valenciano” y Erick Vargas, alias “Sebastián”17. “La pugna entre ‘Valenciano’ y ‘Sebastián’ y otros grupos derivados del paramilitarismo por el monopolio de la criminalidad en Medellín y sus municipios cercanos, ha generado un incremento sustancial de diversas formas de violencia directa como los homicidios” (Gómez, 2012, p. 22).

La nueva confrontación, ya en la segunda década del siglo XXI, logró igualar las cifras registradas en el número de homicidios por año durante el apogeo de los bloques paramilitares. Entre 2009 y 2012 fueron asesinadas en Itagüí 942 personas (figura 1).

La confrontación entre las dos facciones de la Oficina de Envigado y otros grupos narcoparamilitares en el departamento de Antioquia (Los Urabeños18) finalizó con la firma de un pacto de fusil en 2013, que si bien no fue reconocido por la fuerza pública, fundaciones y organizaciones no gubernamentales vinculadas a la academia, sostuvieron que sí hubo un acuerdo entre los GAI para que cesara la confrontación y el negocio del narcotráfico continuara (Corpades, 2015). Este pacto permitió, además, la disminución de todos los índices de criminalidad (figura 2).

El accionar narcoparamilitar durante más de tres décadas en el municipio, su innegable capacidad de reorganización, sumado al potencial de cooptar agentes de la fuerza pública (como se mostrará más adelante), y el poder económico del narcotráfico que le permite hacer circular importantes recursos en las economías barriales y permear otros niveles del Estado para que este no obstruya sus actividades (Duncan, 2013), le posibilitan a los GAI hacer presencia actualmente en las seis comunas y ocho veredas de Itagüí (tabla 1 y figura 3).

Las ocho veredas que conforman el corregimiento están controladas por tres grupos bajo el dominio de Los Urabeños, y las seis comunas que conforman la zona urbana están bajo el control de la Oficina de Envigado a través de nueve grupos (Aguirre, 2014). Estos GAI, en su conjunto, garantizan la operación de al menos dos plazas (sitios de expendio de droga) por barrio y el ejercicio militar-coercitivo sobre la población que el negocio demanda (Soto, 2015)19.

La historia reciente del municipio de Itagüí ha estado marcada por la expansión y consolidación del poder de los GAI, la continuidad del narcotráfico como fuente de financiación de la ilegalidad, el control territorial que estos ejercen, la cooptación que hacen de miembros del Estado, y una estrecha ligazón con amplios sectores sociales por la oferta de servicios de seguridad que ofrecen y la ingente cantidad de recursos que hacen circular dentro de los circuitos económicos barriales.

Un Estado fuerte en lo municipal

El proceder de los GAI durante la historia reciente del municipio de Itagüí permitió que se alcanzaran altos niveles de violencia. Desde 2004 hasta 2011 —excepto 2008— la tasa de homicidios fue superior a la de Medellín, el Informe de Derechos Humanos del Instituto Popular de Capacitación (IPC, 2009) afirmaba: “Itagüí se ubica como el municipio con la tasa de homicidios más alta de la región [Valle de Aburrá], por encima de Medellín” (p. 117). Estas cifras ubicaron a Itagüí como el municipio no capital de Colombia con la tasa más alta de homicidios. En 2009 el número de asesinatos por cada 100 000 habitantes fue de 133; en Medellín era de 94 y en Colombia, de 39 (El Espectador, 2014). La tendencia comenzó a cambiar en 2012 (figura 1).

Esta inocultable realidad demandaba una respuesta del Estado, que consistió en implementar una estrategia de seguridad centrada en el incremento de la capacidad de operación de la fuerza pública para combatir los GAI y una mayor oferta de servicios de seguridad y justicia para la población.

Desde 2009, con el apoyo del Gobierno nacional, se buscó acrecentar el pie de fuerza en todo el territorio municipal hasta llegar a ser el municipio del área metropolitana —exceptuando a Medellín— con el mayor número de oficiales de la policía20. Antes de 2009 la estación de Policía del municipio contaba con menos de doscientos oficiales. Para 2014, casi triplicaba el número de miembros, registrando 529 policías activos (figura 4).

Paralelo al incremento del número de agentes de la policía, se comienza a implementar en 2010 el Modelo Nacional de Vigilancia Comunitaria por Cuadrantes (MNVCC), que convierte a Itagüí en la actualidad en el municipio con el mayor número de cuadrantes —exceptuando a Medellín— de toda el área metropolitana21. El MNVCC consiste en delimitar áreas dentro de las comunas. A cada área se le asigna un número determinado de oficiales que tendrán a cargo las tareas de vigilancia y ejecución de estrategias preventivas contra el delito. Cada cuadrante cuenta con una línea telefónica directa para que la ciudadanía denuncie y solicite los servicios que brinda la Policía. “El objetivo central del MNVCC es optimizar el servicio mediante la orientación estratégica de unidades territoriales pequeñas (cuadrantes), a partir de una articulación estrecha con las autoridades locales” (Policía Nacional, 2013, p. 12). El número de policías y su distribución en cuadrantes por todo el municipio fue incrementando año a año (figuras 4 y 5), y complementado con la construcción de comandos de atención inmediata (CAI). Un CAI es una unidad policial con una jurisdicción menor a la de una estación de policía, estratégicamente ubicada para permitir una vigilancia específica de los sectores asignados. La inmediatez y el acercamiento a la comunidad son las condiciones esenciales de este servicio. Itagüí es el municipio no capital del área metropolitana con el mayor número de CAI22.

Para complementar la presencia de la fuerza pública a través de cuadrantes y CAI, como parte de la estrategia de seguridad y con el objetivo de hacerse con el monopolio de la violencia en lo municipal, haciendo también uso de la tecnología, la Alcaldía, con el apoyo del Gobierno nacional, inauguró en 2014 un Centro de Monitoreo con 110 cámaras distribuidas en todo el municipio. Este centro permite hacer registro y seguimiento en tiempo real de buena parte del territorio. A la fecha, Itagüí cuenta con un sistema de 212 cámaras (Secretaría de Gobierno, 2018).

Adicionalmente, y con el propósito de ampliar la oferta de servicios de justicia y atención de conflictos más allá del esquema policivo, el Estado local crea la Casa de la Justicia en 2011. Se trata de un centro interinstitucional de información, orientación y prestación de servicios de resolución de conflictos, donde se aplican y ejecutan mecanismos de justicia formal y alternativa. En Itagüí, la Casa de Justicia cuenta con los servicios de comisaría de familia, policía de prevención ciudadana, consultorio psicológico, despacho de la Fiscalía y centro de conciliación.

En esta misma dirección, la Alcaldía de Itagüí inauguró en 2013 el primer Centro de Atención Penal Integrado (CAPI) del país para mejorar los procesos de atención a la población víctima de violencia. El CAPI incluía Unidades de Reacción Inmediata (URI), centro de atención a víctimas de violencia intrafamiliar (Cavif), un centro de atención e investigación integral a las víctimas de los delitos sexuales (Caivas), un equipo de 25 investigadores integrantes de la Sijín y diez investigadores del CTI. La sede de la Fiscalía aún tiene asiento en el municipio.

Las estrategias desplegadas por el Estado durante el periodo de mayor confrontación narcoparamilitar se tradujeron en capturas y bajas para los GAI. Durante el periodo 2003-2011, la fuerza pública capturó a doscientos dieciséis (216) y dio de baja a cuarenta y seis (46) miembros de los GAI (figura 6). Si bien estas acciones no llevaron a la desaparición de los grupos, obligaba a que estos se reconfiguraran rápidamente y buscaran alternativas para sobrellevar la confrontación entre ilegales y el Estado.

El Estado también desplegó acciones para debilitar el ámbito económico de las organizaciones: identificaba las plazas, ejecutaba capturas por porte y tráfico de estupefacientes y realizaba allanamientos para confiscar y llevar a cabo procedimientos de extinción de dominio. Durante el periodo 2007 a 2012 se realizaron ciento treinta y dos (132) allanamientos en el municipio. Después del pacto del fusil, los procedimientos de este tipo se redujeron. En el periodo 2013-2017 se realizaron solo 23 allanamientos (figura 7).

Pero a pesar del fortalecimiento del poder coercitivo del Estado en múltiples niveles y el avance en las acciones ofensivas, la contundencia de estas acciones y su efecto real sobre los GAI era cuestionada incluso por la misma fuerza pública. Muestra de ello es que a través de comunicación oficial el mayor Héctor Gutiérrez Arroyo, jefe de la seccional de investigación criminal de la Policía Metropolitana del Valle de Aburrá (Meval), afirmaba en 2014:

Debido a la complejidad de estas organizaciones delincuenciales y su dinámica misma en el crimen organizado, hacen que cambien permanentemente (por alianzas, divisiones, muertes, capturas, entre otros factores), lo que ocasiona que nuevos integrantes y cabecillas de zona asuman el control territorial en cada una de las jurisdicciones donde delinquen, mediante diferentes acciones delincuenciales, relacionada con la consolidación de sus fuentes ilegales de financiación.

Estas aseveraciones, además de reconocer de forma explícita el control territorial de los grupos y su enorme capacidad de adaptación, evidencian lo menguado del efecto de las acciones que desde el Estado se implementaban.

Por otro lado, es importante anotar, para comprender las dinámicas del narcoparamilitarismo descritas hasta aquí y su relación con la fuerza pública (materialización del poder coercitivo del Estado) en lo local, que también durante el periodo de mayor “confrontación” fueron capturados tres comandantes de la policía del municipio por relaciones con estos grupos.

El primer capturado fue el mayor Luis Augusto Manrique Mantilla, comandante de la estación de policía de Itagüí entre 2008 y 2009, condenado a 28 años de prisión en 2010 por la desaparición de tres jóvenes y un hombre (alias 28, miembro del GAI La Unión que opera en Itagüí) en el municipio de La Estrella, en 2009. Fue destituido de su cargo por este crimen, de acuerdo con la Fiscalía, porque los asesinatos se cometieron con la intensión de limpiar los lazos entre la policía y los paramilitares. El segundo fue el mayor Jaime Jiménez, comandante en 2009. Fue detenido en Orito, departamento de Putumayo, en 2012, por sus vínculos con el grupo narcoparamilitar denominado San Gabriel, que opera hasta hoy en la comuna 3 al sur del municipio de Itagüí. El tercer comandante de la Policía de Itagüí, capturado en 2016, fue el mayor William Quintero, comandante de la Estación municipal durante 2013, también por nexos con grupos paramilitares y la participación en ejecuciones extrajudiciales o falsos positivos (Soto, 2017).

Para finalizar este acápite, es importante indicar que la relación entre la fuerza pública y la ciudadanía no es completamente armónica. Las quejas contra agentes de la policía por abuso de la fuerza o extralimitación de funciones contra la población civil durante el periodo 2007-2011 fueron 156, y aumentaron durante el periodo en el que las confrontaciones descendieron. Entre 2012 y 2017 se registraron 213 quejas contra miembros de la policía (figura 8).

Es claro que Itagüí posee una importante capacidad estatal y, en términos generales —comparado con otros municipios del área metropolitana—, una significativa fuerza policial, que en última instancia se traduce en poder coercitivo y una consecuente capacidad de regulación social. Esto, sin embargo, no ha impedido que los GAI prevalezcan en el territorio municipal; no se ha llegado a una disolución total de la relación entre estos y la ciudadanía, y mucho menos a una relación completamente armónica entre agentes de la fuerza pública y la ciudadanía.

El incremento en la capacidad del ejercicio de la fuerza no ha devenido en monopolio. Las relaciones entre agentes de la fuerza pública y miembros de los GAI demuestran que el Estado —al menos una parte de él— puede ser catalizador de la violencia. Las tensiones entre la ciudadanía y la fuerza pública expresadas en las denuncias (casi 400 ante la Personería Municipal en la última década) demostrarían que el acrecentamiento de la fuerza estatal no deriva en una aceptación del ejercicio del poder estatal, y que un Estado relativamente fuerte puede coexistir con GAI relativamente fuertes.

El campo de lo simbólico en disputa

La insoslayable coexistencia entre Estado y GAI lleva a que cohabiten en el territorio municipal dos actores con fuerza coercitiva. Por un lado, el actor ilegal, aunque pone, en ocasiones, en tela de juicio las acciones que desde el Estado se ejercen para garantizar derechos, no representa una amenaza en términos de guerra civil o violencia política, y la actividad del narcotráfico que propala se ajusta a los principios de la economía de mercado. Por otro lado, el Estado se fortalece para combatirlo, pero tal crecimiento se crea en medio de la continuidad de los grupos ilegales.

Es relevante, además, tener en cuenta que la ciudadanía en ciertas circunstancias se inclina por el ejercicio de la fuerza ejercida por los actores armados ilegales. Abundan los relatos en barrios y veredas en los que la población narra cómo hizo uso de los servicios de seguridad que ofrecen los GAI:

Mire, es muy fácil; usted llama a la Policía y se demoran mucho, lo mandan a dar vueltas a todas partes y no pasa nada. Sí, es cierto que hay cuadrantes y que uno puede llamar, pero no sirve de nada. Por ejemplo, yo tengo un local en el que vendo licor cerca al parque central, y me han robado varias veces. Una vez llamé a la policía, se tardaron pero llegaron, y eso que estoy a dos cuadras del parque central y a seis de la estación; tomaron mi versión, la de algunos amigos que estaban ahí y después de unos días no pasó nada. En otra ocasión, llamé a uno de los muchachos, llegaron muy rápido, no sé cómo hicieron pero al tipo que me había robado lo cogieron en menos de dos horas, lo llevaron al bar, confirmaron que fuera el ladrón, recuperaron la plata que me había robado y le dieron una “cascada” [sic] tremenda. (Comunicación personal, agosto de 2015)

En esta narración es claro que el poder coercitivo del Estado no se desconoce, ni se obvia la autoridad “oficial”, ni se deja de reconocerle como un actor que puede garantizar el “orden”. Lo que sucede es que al momento de considerar criterios como la eficacia y velocidad del servicio, parece que es mucho más expedito el poder militar impelido por los GAI, y algunos segmentos de la sociedad los reconoce como actores garantes del orden.

En esa misma dirección, debe tenerse presente que la proximidad o distancia con miembros de los GAI genera una jerarquía social que es reconocida en los barrios y veredas. Si una familia o individuo es cercano a un grupo, es revestido de un estatus social que lo hace menos vulnerable y le granjea prestigio dentro de las comunidades. Es fundamental no perder de vista este elemento, porque las redes de parentesco y amistad blindan a algunas familias o individuos y a otros los hace más vulnerables.

Ellos no pueden matar a quién quieran, a mí por ejemplo el Ñato me tenía ganas, eso me veía y quería era comerme, darme piso de una; pero yo hablé con el Jetón, un amigo de hace años, y le dije que yo no había hecho nada, que ese man me la tenía montada y que yo no sabía porque; entonces el Jetón habló con él y le dijo que pilas, que si me pasaba algo él iba a ser el primero en morirse. Por ahí pasa cada rato y me mira feo, pero no azara, ya no puede hacer nada y yo no le debo nada a nadie. (Comunicación personal, septiembre de 2014)

El valor de la confianza, los lazos de parentesco, la amistad y el uso de la violencia como factor disuasivo cimientan las bases de un orden social local sustentando en la proximidad o distancia con los GAI, que además restringe o habilita la “garantía de derechos”. La noción de orden legal en el que todos son iguales pasa a ser remplazada en la realidad por relaciones sociales locales sumamente asimétricas mediadas por la relación con los actores armados, en la que el poder coercitivo del Estado es un actor más.

En este escenario híbrido de legalidad-ilegalidad, no encasillable en la dicotomía antagónica oficial, la economía también se mueve en esta misma lógica. La racionalidad de provisión de recursos no es pensada desde la permisividad a la ilegalidad, la apología al delito o la alabanza al dinero fácil. El sentido práctico en lo local crea un sistema de doble ocupación en el que la legitimidad del recurso obtenido proviene de la posibilidad que estos permiten de cubrir alguna necesidad:

Yo soy contratista de la Alcaldía, tengo y tendré un buen cargo durante esta administración, y mi salario no es malo; pero soy madre cabeza de familia y tengo que responder por mis tres hijos y mi madre. Yo no me meto en las vueltas peligrosas, lo que hago es facilitar mi cuenta bancaria para que se hagan transacciones periódicas no muy grandes y a cambio cobro una comisión. Dios sabe que todo lo que hago lo hago por mi familia; por mi familia hago lo que sea, y la misericordia infinita de Dios no dejará que me pase nada. (Comunicación personal, julio de 2016)

Se puede ser partícipe de la economía formal-legal y al mismo tiempo de actividades económicas de tipo ilegal asociadas al quehacer de los GAI. Las racionalidades de los sujetos inmersos en estas realidades no se mueven exclusivamente de la dualidad legalidad-ilegalidad. La larga historia de violencia y la presencia de economías ilegales en el municipio han configurado poco a poco subjetividades dotadas de un sentido práctico que trasciende el lenguaje oficial.

El campo de lo simbólico, por tanto, está en permanente disputa: la instrumentalización de la violencia por parte de amplios sectores sociales, la jerarquización reconocida y prohijada fuera de los esquemas oficiales y legales y el sistema de doble ocupación más allá de la racionalidad de lo formal-legal son claros ejemplos de que aunque se cuenta en el municipio de Itagüí con un Estado relativamente fuerte en términos de capacidad coercitiva, los marcos cognitivos que el Estado reproduce no son interiorizados por la población y se ve obligado a competir o negociar permanentemente con otras formas de regulación y expresiones de poder en el territorio.

Conclusiones

La ausencia o debilidad del Estado como tesis central para explicar la permanencia y el poder de GAI, y dar cuenta, en última instancia, de la construcción diferenciada del Estado en el territorio nacional, no considera que puede coexistir en un mismo territorio (incluso en las zonas metropolitanas o céntricas) un Estado “fuerte” en términos coercitivos con poderosos grupos narcoparamilitares y lógicas ciudadanas que no obedecen el lenguaje simbólico de lo legal.

Para comprender la complejidad de las relaciones sociales que traslapan el Estado y no simplificar la realidad, se deben considerar las formas concretas en que el Estado se erige en lo local, los contextos históricos específicos, la interacción de los actores y su capacidad de agencia, la falta de neutralidad del Estado y la competencia permanente que el Estado debe afrontar con otros actores por el control social y político.

Por otro lado, no puede obviarse que tal coexistencia no tiene por qué traducirse en una contradicción o confrontación total. Pueden hallarse trazas de coincidencia estructural entre agentes ilegales y Estado. El orden social, político y económico en el que conviven les es favorable a ambos: un escenario jerárquico, de libre mercado, en el que la liquidez que hace circular el narcotráfico en lo municipal apacigua las demandas sociales y al mismo tiempo reduce las obligaciones del Estado local, permitiendo que las élites municipales no sientan amenazado su lugar y que el orden social imperante perdure, y en el que los ejercicios coercitivos de ambos actores cohabitan en escenarios híbridos de legalidad-ilegalidad.

Hoy los GAI no representan una amenaza en términos de violencia política o guerra civil para el Estado. Su accionar no incluye decisiones en contra de este. Se inclinan más por la cooptación de miembros de la fuerza pública y negociar con el poder Estatal. El narcotráfico se ajusta a la dinámica y los principios de la economía mercado, y los GAI pueden ser, como lo demuestran las capturas de los comandantes de policía de Itagüí, expresión de la forma concreta que adquiere el Estado en lo local. Itagüí es un claro ejemplo de la necesidad de pensar el monopolio de la violencia legitimada del Estado desde otros marcos explicativos, en los que se considere que lo que haga el Estado dependerá de las relaciones sociales contextualizadas, que no hay tal cosa como el poder general del Estado, y que los marcos cognitivos y culturales también están en disputa. El reto es identificar el conjunto de poderes particulares y cómo se combinan para crear estructuras específicas de dominación.

Sobre el autor

Johnatan Andrés Soto Aguirre. Antropólogo de la universidad de Antioquia. Áreas de interés: la antropología social y política, las violencias urbanas y la etnografía de Estado.

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1“El Leviatán conjura la guerra, surge para asegurar la integridad de los sujetos en sus vidas y bienes, como una estrategia para protegerse del miedo, la incertidumbre y la inseguridad que produce el saberse vulnerable ante los ataques de los otros hombres” (Hobbes, 1980, p. 22).

2Weber define el Estado como una “comunidad humana que (exitosamente) reclama el monopolio del uso legítimo de la fuerza física dentro de un territorio determinado” (1964, p. 45).

3La relevancia de Charles Tilly radica en su interpretación sobre la violencia; deja de concebirla como algo esencialmente anómico y pasa a considerarla como un factor estructurante del cambio social (Tilly, 1992).

4Las construcciones teóricas desde lo nacional que prestan especial atención en la debilidad o fragilidad del Estado también tienen su correlato internacional en categorías como Estado fallido (Cammack, McLeod, Rocha y Christiansen, 2006), Estado sombra (Reno, 2006), entre otras.

5Las tipificaciones que realiza el mismo Estado desde el Ministerio de Defensa reducen los grupos posdesmovilización a meros grupúsculos organizados de narcotraficantes. Al respecto, véase la Directiva Permanente 15 de 2016 (Ministerio de Defensa Nacional, 2016).

6Véanse los trabajos de Estrada (2015) y Duncan (2011). Si bien los autores parten de marcos teóricos diferentes, ambos demuestran que el narcotráfico es un elemento central de la economía nacional: Estrada, al señalar que es un elemento estructural de la economía, y Duncan, al afirmar que posibilita la inclusión en el mercado de sectores marginados y la existencia de una economía política que permite sostener el conflicto de manera indefinida.

7Véanse los trabajos de Garay (2010) y López (2010) sobre reconfiguración cooptada del Estado y parapolítica, respectivamente.

8Cabe señalar, como lo hacía en su momento la profesora María Teresa Uribe de Hincapié (1998) que: “más que de omnipresencia, el Estado Nacional ha carecido de omnipotencia para tomar la decisión soberana, lo que devela no sólo el fracaso del consenso y de los instrumentos legales para la instauración de una soberanía representada —o Leviatán domado— sino, ante todo, el fracaso en el uso de las armas y de la fuerza para restaurar el orden institucional a través de un Leviatán omnipotente” (p. 18).

9Itagüí es el tercer municipio más pequeño de Colombia con una extensión aproximada de 22 km2. Cuenta con población cercana a los 270 000 habitantes, está conformado por la cabecera municipal dividida en 64 barrios organizados en seis comunas y un corregimiento (El Manzanillo), constituido por ocho veredas.

10Véanse referencias bibliográficas de Soto (2015; 2017).

11Organización de narcotraficantes que aglomeraba un conjunto de subgrupos denominados clanes, bajo la coordinación de Pablo Escobar Gaviria. “El término cartel fue introducido por la DEA a partir de 1982 a raíz de una incautación efectuada en Cleveland. Desde entonces el término fue utilizado por la justicia norteamericana para explicar las alianza entre narcotraficantes” (Rojas y Atehortua, 2010, p. 8).

12Nació en el municipio de Amalfi, Antioquia, en 1951. Fue socio de Pablo Escobar en el negocio del narcotráfico. Cuando el Cartel tuvo problemas con el suministro de base de coca, que entonces la traían desde Bolivia, Fidel Castaño se apersonó del negocio en ese país. Se le conocía con el alias de “Rambo”, y estuvo al frente de la constitución de las Autodefensas de Córdoba y Urabá (Verdad Abierta, 2009).

13Las denominadas bandas eran organizaciones que, según el investigador Gilberto Medina (2006) del IPC, hacían evidente dos fenómenos: 1) incipientes niveles de organización delictiva en los ochenta, y 2) una tradición de autodefensa de los habitantes de los barrios populares, germen de las futuras milicias y de los narcotraficantes.

14Los nombres de los barrios y bandas fueron suministrados por personas entrevistadas durante julio y noviembre de 2014.

15En lo que se denominó el Acuerdo Ralito se planteó la desmovilización para 2005. “En el año 2004 se firma el acuerdo Ralito 2 donde se establece un área de reclusión para los jefes paramilitares. A finales de 2005 se comienza a aplicar la Ley de Justicia y Paz en el marco de la justicia transicional” (López, 2010, p. 42).

16

El BHG se desmovilizó el 1 de agosto de 2005 en la finca La Mariana, paraje Palo Negro en el corregimiento de Cristales, municipio de San Roque, con 2033 integrantes y 1120 armas.

“De alias Sebastián se sabe que desde muy joven ingresó al mundo del hampa como jalador de carros, ladrón de apartamentos y sicario en las laderas de la comuna 9 de Medellín” (Restrepo, 2015, p. 197).

17También conocidos en un primer momento como Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y como Los Usuga, los Urabeños surgen de disidencias del proceso de desmovilización paramilitar. Hoy son una de las organizaciones asociadas al narcotráfico con mayor poder militar en el país. Reciben su nombre porque su accionar se concentra principalmente en la región del Urabá en el departamento de Antioquia y la región del Pacífico.

18Es importante dejar claro que no se cuenta con fuentes confiables para determinar el número exacto de integrantes de los GAI que hacen presencia en el municipio ni la cantidad de dinero resultado del narcotráfico.}

19Para 2017, la Estación de Policía de Itagüí registraba 409 oficiales activos, municipios del área metropolitana similares en términos demográficos y de extensión territorial reportaron un número inferior de policías: Bello, 249; Envigado, 228; Sabaneta, 94 (Policía Metropolitana del Valle de Aburrá, 2018).

20Para 2017, Itagüí registraba 40 cuadrantes; municipios del área metropolitana similares en términos demográficos y de extensión territorial reportaron un número inferior: Envigado, 24; Bello, 21; Sabaneta, 6.

21Para 2017, Itagüí contaba con ocho CAI; municipios del área metropolitana similares en términos demográficos y de extensión territorial reportaron un número inferior: Bello, 4; Envigado, 3; Sabaneta, 0.

22Para 2017, Itagüí contaba con ocho CAI; municipios del área metropolitana similares en términos demográficos y de extensión territorial reportaron un número inferior: Bello, 4; Envigado, 3; Sabaneta, 0.

Recibido: 27 de Junio de 2019; Aprobado: 03 de Febrero de 2020

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