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Hallazgos

versión impresa ISSN 1794-3841versión On-line ISSN 2422-409X

Hallazgos vol.18 no.36 Bogotá jul./dic. 2021  Epub 01-Jul-2021

https://doi.org/10.15332/2422409x.5595 

Artículos de Reflexión

Un encuadre sistémico del populismo*

A systemic framing of populism

Um panorama sistêmico do populismo

Juan Antonio González de Requena Farré1  **
http://orcid.org/0000-0002-4296-2211

Sebastián Bustamante Guerrero2  ***
http://orcid.org/0000-0003-2957-3438

1Profesor asociado e investigador del Instituto de Psicología de la Universidad Austral de Chile

2Licenciado en Psicología (Universidad Austral de Chile)


Resumen

A juzgar por su protagonismo en la discusión pública y por la abundante bibliografía reciente, cabría pensar que el populismo es uno de los fenómenos decisivos de la política contemporánea. Su conceptualización se ha centrado básicamente en el dominio político y en los aspectos ideacionales y retóricos de la ideología o estilo político populista, en desmedro de aspectos estructurales y sistémicos. En este artículo, se pretende aprovechar la contribución de la teoría sistémica a la teorización de la diferenciación funcional, los problemas de autogobierno, la posibilidad de sobrecarga de los sistemas sociales y las crisis de legitimación en el capitalismo tardío. A través de un encuadre sistémico de las opciones de la ruptura populista en los subsistemas político, económico y jurídico, así como en el ámbito sociocultural, se exploran los componentes estructurales y rendimientos sistémicos del populismo, más allá de sus manifestaciones en el dominio político. Como conclusión, se reconstruyen los tipos ideales del populismo autoritario de derecha y del populismo radical de izquierda, a partir de sus respectivos circuitos de opciones sistémicas.

Palabras clave Crisis de legitimación; Ideología populista; Populismo cultural; Populismo económico; Populismo jurídico; Teoría de sistemas

Abstract

Judging by its leading role in public discussion and by the abundant recent bibliography, one might think that populism could be considered one of the decisive phenomena in contemporary politics. The conceptualization of populism has basically focused on the political domain and on the ideational and rhetorical aspects of populist ideology or political style, to the detriment of structural and systemic aspects. In this article, the purpose is to make the most of the contribution of the systemic theory to the theorizing of functional differentiation, the problems of self-government, the possibility of overloading social systems and the legitimation crises in late capitalism. Through a systemic framing of the options of populist rupture in the political, economic and legal subsystems, as well as in the sociocultural sphere, the structural components and systemic performances of populism are explored, beyond its manifestations in the political domain. In conclusion, the ideal types of authoritarian right-wing populism and radical left-wing populism are reconstructed, starting from their respective circuits of systemic options.

Keywords Legitimation crisis; Populist ideology; Cultural populism; Economic populism; Legal populism; Systems theory

Resumo

A julgar por seu protagonismo na discussão pública e pela abundante bibliografia recente, poderíamos afirmar que o populismo é um dos fenômenos decisivos da política contemporânea. A sua conceituação centrou-se basicamente no domínio político e nos aspectos ideativos e retóricos da ideologia populista ou estilo político populista, em detrimento de aspectos estruturais e sistêmicos. Neste artigo, busca-se aproveitar a contribuição da teoria sistêmica para a teorização da diferenciação funcional, dos problemas de autogoverno, da possibilidade de sobrecarga dos sistemas sociais e das crises de legitimação no capitalismo tardio. Por meio de um panorama sistêmico das opções de ruptura populista nos subsistemas político, econômico e jurídico, bem como no âmbito sociocultural, exploram-se os componentes estruturais e os retornos sistêmicos do populismo, para além de suas manifestações no domínio político. Conclui-se que os tipos ideais de populismo autoritário de direita e do populismo radical de esquerda são reconstruídos a partir de seus respectivos circuitos de opções sistêmicas.

Palavras-chave Crise de legitimação; Ideologia populista; Populismo cultural; Populismo econômico; Populismo legal; Teoria dos sistemas

Una historia conceptual del populismo

La conceptualización del populismo clásico

A pesar del crecimiento exponencial de la bibliografía en las últimas décadas, la conceptualización del populismo sigue sujeta a tales conflictos interpretativos que cabría pensar ―con uno de los principales teóricos del fenómeno, Ernesto Laclau― que estamos ante un significante flotante, cuyo sentido depende de sus usos enunciativos polémicos. La diversidad de acepciones del concepto de populismo parece remitir a los variables contextos sociohistóricos en que se inscribe el fenómeno populista. En la pionera teorización sociológica de Edwuard Shils, el populismo norteamericano (en la estela del People’s Party) se asociaba a cierta proclamación de la justicia sustantiva de la voluntad popular y de la superioridad moral del pueblo sobre cualquier criterio institucional tradicional. En ese sentido, el fenómeno populista implicaba la desconfianza de las élites y de la cultura urbana, la negación de la autonomía de las instituciones gubernamentales y los poderes públicos, así como un estilo campechano y reacio a la sofisticación cultural (Shils, 1956, pp. 98-104).

En la década de los sesenta, el populismo latinoamericano (paradigmáticamente el peronismo) fue concebido en el marco funcionalista de un enfoque socioeconómico de clases. Gino Germani (1973, pp. 22-37) teorizó el populismo como una modalidad de movimiento interclasista de masas, asociado a una ideología nacionalista y a regímenes autoritarios, en contextos de modernización y movilización socioeconómica acelerada y bajo situaciones de dependencia económica y política, de modo que la participación popular inmediata supera la capacidad de los mecanismos de integración institucional. Así mismo, Torquato Di Tella (1973, p. 48) caracterizó el fenómeno populista latinoamericano como un movimiento político de base popular e interclasista, cuyos nexos organizativos responden a una motivación contra el statu quo, a una movilización resultante de la revolución de las aspiraciones en sociedades en desarrollo y a una ideología difusa, emotivamente cargada e inductora del entusiasmo colectivo.

A finales de los sesenta, en el libro editado por Ghita Ionescu y Ernest Gellner (1969), la inquietud sobre los significados del populismo se pondría de manifiesto desde varias perspectivas socioculturales. En efecto, Ionescu y Gellner (1969, pp. 3-4) entendieron que, a pesar de involucrar una mentalidad característica común de carácter negativo (anticapitalista, antiurbana, antiinmigración, etc.) y de culto al pueblo excluido, e incluso cierta psicología política ligada a la manía persecutoria, el populismo suscita cuestiones críticas: ¿Se trata de un movimiento o de una ideología? ¿No será una mentalidad sociohistórica geográficamente acotada, más que un fenómeno universal? ¿Podrá la mentalidad populista estar presente en otras ideologías y movimientos (socialistas o nacionalistas, por ejemplo)? La respuesta de Peter Wiles en el libro se orientaba a que el populismo era un síndrome, más que una doctrina, caracterizado por la premisa de que la virtud reside en el pueblo y por ciertas implicaciones: el moralismo, la personalización del liderazgo, la oposición al establishment y a las élites, el antiintelectualismo, el componente religioso, la laxitud ideológica y organizativa, etc. (Wiles, 1969, pp. 167-171).

Por su parte, en ese mismo volumen, Peter Worsley (1969) también consideró el populismo como una dimensión o estilo de la cultura política, que requiere contextos sociales e interpretaciones institucionalizadas, más que como una ideología particular que pueda aplicarse genéricamente. En ese sentido, distingue algunos contextos del populismo: el movimiento narodnik ruso del XIX, el populismo decimonónico norteamericano del People’s Party, los movimientos populistas tercermundistas contemporáneos (interclasistas y centrados en la movilización nacional de masas mediante un partido único, frente a los poderes coloniales), así como los movimientos e ideologías que apelan a la voluntad popular y el liderazgo personalizado (e, incluso, el populismo radical de derechas que invoca al hombre común frente a los grandes poderes del capitalismo industrial). A través de estos contextos, cabe reconocer cierto concepto analítico o tipo ideal de populismo, cuyos rasgos principales son la apelación a la supremacía moral y justicia inherente de la voluntad popular, la relación directa entre pueblo y líder o la participación popular sin mediaciones institucionales y, por último, el resentimiento ideológico contra las élites y la creencia en la pureza del hombre común (Worsley, 1969, pp-244-248).

La dispersión de las conceptualizaciones del populismo se acentuaría en las siguientes décadas. A finales de los años setenta, Ernesto Laclau (1986, pp. 166-184) afrontó el carácter elusivo del concepto de populismo y cuestionó tanto sus caracterizaciones analíticas o empíricas, que no dan cuenta de la experiencia populista o no lo definen, como los enfoques funcionalistas, incapaces de incorporar la estructura de clases y de entender la articulación del significado del discurso ideológico populista. Para Laclau (1986, pp. 228-233), aunque el populismo presupone estructuras y antagonismos de clase, es un tipo de articulación discursiva de interpelaciones populares no clasistas frente al discurso ideológico dominante del bloque en el poder. Desde este enfoque discursivo del populismo, fenómenos como el peronismo se entienden como la articulación de un discurso popular-democrático de masas antagónico a la oligarquía, el cual integró contenidos ideológicos como el antiliberalismo, el nacionalismo, la defensa de tradiciones populares frente al capitalismo y el liderazgo personalista opuesto al statu quo (Laclau, 1986, pp. 206-224).

Frente a esta especulativa caracterización del discurso populista, y frente a cualquier intento de estipular una teoría general coherente sobre la estructura esencial del populismo, Margaret Canovan (1981; 1982) apostó por una estrategia descriptiva fenomenológica: entender el populismo como una categoría prototípica que permite reconocer parecidos de familia entre diferentes rasgos populistas. Aunque no haya un catálogo cerrado y exhaustivo de populismos, se pueden identificar síndromes que agrupan rasgos, sin que ninguno agote el conjunto de posibilidades ni de los populismos agrarios (el radicalismo granjero del People’s Party, los movimientos campesinos centroeuropeos, el socialismo agrario intelectual de los narodniki rusos) ni de los populismos propiamente políticos (dictaduras populistas como el peronismo, formas de democracia participativa populista, populismos reaccionarios, o bien el populismo generalizado de los políticos que invocan al pueblo) (Canovan, 1981, p. 13). Según Canovan, estos populismos solo comparten una retórica marcada por el antielitismo, la exaltación de la pureza del pueblo y el énfasis imaginario en la experiencia del hombre común, y esta retórica resulta compatible con distintos contextos sociopolíticos y formulaciones ideológicas (Canovan, 1982, p. 552).

Algunas de estas inquietudes sobre la problemática conceptualización del populismo se han mantenido en los trabajos de especialistas como Paul Taggart (2000, pp. 3-5), quien reconoce una serie de temas independientes transversales a los diferentes fenómenos populistas: la hostilidad a la política representativa, la identificación con una patria idealizada, la reacción a crisis extremas, así como la falta de valores ideológicos, el carácter camaleónico y adaptativo, o bien los dilemas y ambivalencia políticos que hacen del populismo un fenómeno político episódico. No obstante, a pesar de los diferentes contextos y formas de los fenómenos populistas, Taggart no renuncia a la caracterización genérica del populismo como un tipo ideal: “una celebración episódica, antipolítica, descorazonada y camaleónica de la patria en presencia de una crisis” (Taggart, 2000, p. 5).

Populismo y neopopulismo

Tras la aparición de líderes populistas tanto en Latinoamérica (Fujimori o Menem, por ejemplo) como en Europa (Berlusconi o Le Pen, entre otros) en los noventa, a fines de la década se renovó la discusión sobre el populismo, y la idea de neopopulismo generó cierto debate. A propósito del neopopulismo latinoamericano, Kurt Weyland (2001) reconoció el problema que plantea la conceptualización del populismo: las definiciones acumulativas que exigen una conjunción de rasgos (estilo político carismático y plebiscitario, movimiento multiclasista, programa económico desarrollista y redistributivo, ausencia de mediaciones institucionales, eclecticismo ideológico, etc.) son demasiado restrictivas, y las definiciones radiales que categorizan cualquier caso en el cual se dé al menos un rasgo populista son demasiado abiertas.

Por eso Weyland apostó por una conceptualización del populismo en términos de género y diferencia específica o condiciones necesarias y suficientes para la aplicación del concepto en el dominio político. De acuerdo con la definición política, el populismo es un modo de competición política y de ejercicio del poder, que concierne a la esfera de la dominación y da forma a los patrones de gobierno político: se trata de una estrategia política mediante la cual un líder personalista busca o ejerce el poder gubernamental con el apoyo masivo, directo y no institucional de una masa de seguidores, de modo que el líder populista tiene que promover una conexión cercana y carismática con sus seguidores (Weyland, 2001, pp. 12-14).

Ahora bien, la variante populista clásica, en el escenario desarrollista entre los treinta y los sesenta, presentaba cierta organización (sindical o partidaria) de su base social, las masas populares, que eran convocadas en manifestaciones públicas por líderes carismáticos. Pero en los ochenta y noventa habría surgido una variante neopopulista caracterizada por la ausencia de organización y escasa institucionalización, por una base social de masas de individuos, por la apelación privada a la gente común y al individuo ordinario a través de los medios y sondeos, y por cierta sinergia con el neoliberalismo, las reformas neoliberales y la economía de mercado (Weyland, 2001, pp. 14-16; 2003).

En el caso de Pierre-André Taguieff (1997), la conceptualización del neopopulismo también enfrenta el problema conceptual asociado al populismo: no consistiría en un tipo específico de régimen o ideología política que se puedan estudiar con un modelo teórico general o una tipología fenomenológica, sino que constituiría un estilo político (con operaciones retóricas y contenidos simbólicos típicos, y asociado a distintas ideologías), que se puede categorizar de modo radial, o sea prototípicamente y con variantes opcionales. Entre las características típicas destacaría la apelación directa al pueblo, sin mediación institucional, la retórica de las virtudes de la gente común y de culpabilización de las élites, la idealización de la cercanía y lo originario, la preexistencia de alguna crisis de legitimación, y la torsión ya sea radical (hiperdemocrática) o reaccionaria (antidemocrática) del principio democrático (Taguieff, 1997, pp. 4-6).

Para Taguieff, fenómenos políticos como el lepenismo ilustrarían un nuevo populismo: se trataría de un telepopulismo que se dirige personalmente al pueblo a través de la mediatización de la imagen telegénica del líder carismático. Además, este nuevo populismo nacional autoritario invocaría al pueblo auténtico, culturalmente étnico y originario, como totalidad indivisa y apela a la unidad nacional interclasista. Por otra parte, habría un llamado redentor al cambio ante la corrupción del sistema, y una convocatoria a preferir a los nacionales frente a grupos etnoculturales supuestamente inasimilables (Taguieff, 1997, pp. 18-22). También cabría reconocer cierto neopopulismo en las democracias posautoritarias latinoamericanas y en los Estados postotalitarios del Este, el cual combina la apuesta neoliberal por la modernización económica (liberal-populismo), la apatía colectiva en contextos de democracias mediatizadas institucionalmente débiles, así como la personalización y emocionalización identitaria bajo liderazgos telegénicos seudocarismáticos (Taguieff, 1997, pp. 22-28).

También Guy Hermet (2001; 2003) discutió la categoría de neopopulismo: si bien parece describir un tipo de populismo teledemocrático y mediático, así como una modalidad de marketing político asociada a las reformas económicas neoliberales latinoamericanas, parece aplicarse indistintamente a partidos europeos antiinmigración, etnopopulismos del Este, populismos radicales, etc. Además, cabe preguntarse si es populista el neopopulismo liberal mediático por una serie de razones: no es antipolítico, sino que explota el corto plazo y la inmediatez temporal para agendas neoliberales; no cuestiona la democracia representativa, sino que la enmienda de modo plebiscitario; no responde tanto al compromiso emocional con un líder carismático como a la responsabilidad con la modernización neoliberal (Hermet, 2001, pp. 14-20; 2003, pp. 12-13). En todo caso, Hermet también distingue un populismo de los antiguos (caracterizado por la hostilidad hacia el statu quo y la culpabilización de las élites, la movilización popular igualitaria y espontánea, el liderazgo carismático y la negación de la política democrática institucional) y un nuevo populismo o populismo de los modernos, marcado por la apatía política y la frustración ante la globalización, el resentimiento hacia los inmigrantes extranjeros y los tecnócratas cosmopolitas, la búsqueda de seguridad para los connacionales y la impugnación del asistencialismo en tiempos de precarización laboral (Hermet, 2001, pp. 20-33; 2003, pp. 14-18).

La reivindicación del populismo radical

La publicación del libro de Laclau La razón populista, en 2005, reanimó la discusión sobre el populismo al reivindicar la lógica eminentemente política y el componente democrático de dicho fenómeno. En La razón populista, la concepción discursiva del populismo del Laclau de los setenta se amplificó con la teoría discursiva del vínculo social desarrollada junto con Chantal Mouffe en el libro Hegemonía y estrategia socialista de 1985. Bajo el presupuesto de que toda identidad sociodiscursiva consiste en una articulación de significantes mediante movimientos tropológicos del discurso, sin fundamento a priori o esencial del lazo social, Laclau y Mouffe propusieron una comprensión de la política como juego retórico de significantes, en el cual el sentido hegemónico de lo social se fija mediante significantes flotantes que articulan de modo parcial las demandas mediante una identificación política equivalencial (Laclau y Mouffe, 1987, pp. 105-166).

Desde esa perspectiva, Laclau defendió la idea de que el populismo no es una ideología o movimiento con una base social determinada: constituiría una lógica política de articulación discursiva, mediante la constitución de un sujeto político que integra las demandas frente a un poder antagónico. Esa lógica populista involucraría una nominación performativa y una investidura afectiva en torno al nombre del líder, tanto como una oposición dicotómica y una exterioridad constitutiva ante el poder dominante (Laclau, 2005, pp. 277-288). En esta concepción discursiva, resulta decisiva la noción de ruptura populista: los actores sociales se perciben dicotómicamente como campos enfrentados y se apela a los de abajo contra el statu quo. Así, en escenario de deslegitimación institucional resulta posible esbozar una nueva hegemonía mediante la articulación equivalencial de las demandas y su encarnación en el nombre del líder. Laclau pensó que algunos populismos de izquierda, como la apuesta bolivariana de Chávez en Venezuela, respondían fielmente a este guion y revelaban el potencial político democrático del discurso populista (Laclau, 2006).

Francisco Panizza exploró también la relación constitutiva entre la lógica populista y la democracia, como se evidenciaría en los experimentos populistas radicales de la Venezuela de Chávez o la Bolivia de Evo Morales. En la introducción al volumen El populismo como espejo de la democracia, Panizza apostaba (con Laclau) por una lectura sintomática y no esencialista del populismo como constitución discursiva del pueblo como actor histórico. Bajo semejante lectura, el populismo aparece como un discurso contrario al statu quo, que simplifica dicotómicamente el espacio político mediante la división entre el pueblo y su otro. La identidad del pueblo es, por tanto, una construcción política conformada simbólicamente mediante una identificación antagónica en que se decide la forma y contenido del significante pueblo frente al otro opresor o explotador (Panizza, 2009, pp. 13-21).

Para Panizza, el estilo político populista se basa en una identificación intensa con el líder (con el discurso, las narrativas, los símbolos e, incluso, el cuerpo y la vida del líder) y depende de un proceso de nominación que dota retroactivamente de sentido al vacío simbólico del pueblo mediante el nombre y la figura del líder, del liderazgo personalista y de cierta asimilación con la cultura plebeya de los de abajo (Panizza, 2009, pp. 33-46). De ese modo, aunque el populismo haya sido considerado como un fantasma de la democracia liberal (por el riesgo de identificación plena y apropiación del lugar del poder, por la relación vertical con el líder, por la apelación a pasiones multitudinarias burdas o por el desprecio a las instituciones políticas y al Estado de derecho), en sus versiones radicales se perfila como un espejo de la democracia: mantiene vigente el reconocimiento de que hay una falta constitutiva en la identificación política; reabre el espacio democrático de discusión; exhibe la brecha entre legalidad y legitimidad; pone en tensión los aspectos democráticos de la soberanía popular y las limitaciones constitucionales, así como cuestiona la subordinación de la política a la razón tecnocrática y a los dictados del mercado (Panizza, 2008; 2009, pp. 47-49).

Yannis Stavrakakis ha seguido esta influyente senda del enfoque discursivo del populismo propuesto por Laclau: las identificaciones políticas tendrían un carácter discursivo-representacional y afectivo, y el significado social se constituiría discursivamente en torno a puntos nodales como el significante pueblo; en ese sentido, el discurso populista supondría la articulación de demandas heterogéneas mediante la identificación con el líder y la representación antagónica de una sociedad dividida entre el pueblo excluido y el bloque en el poder (Stavrakakis y Katsambekis, 2014, pp. 121-124). Por ejemplo, en el caso de partidos populistas de izquierda como Syriza, en Grecia (o Podemos, en España), el líder escenificó la identificación con el pueblo y promovió una representación dicotómica de la sociedad al capitalizar los sentimientos de frustración contra las medidas de austeridad económica y los ajustes neoliberales dictados por las instituciones europeas. De ese modo, Syriza habría encarnado un tipo de populismo incluyente y emancipador que integró demandas heterogéneas (de inmigrantes, de derechos LGTB, etc.) en nombre del pueblo excluido y de su dignidad (Stavrakakis y Katsambekis, 2014, pp. 124-138; Stavrakakis, 2015).

La discusión actual sobre la ideología populista

En la década de los noventa, con el avance de nuevos partidos y movimientos de extrema derecha radical (como el Frente Nacional francés, el Partido por la Libertad austriaco o la Liga Norte italiana, entre otros), investigadores como Hans-Georg Betz recurrieron al concepto de populismo para caracterizar la nueva oleada de derecha radical: se trataría de un populismo excluyente (un populismo nativista y antiinmigración), que se servía de la táctica y la retórica populista: la apelación al pueblo contra el establishment; la posición antisistema, unida a la promesa de renovación democrática y participación popular genuina; la movilización del resentimiento popular; así mismo, el ataque a las élites culturales y a la corrección política, en nombre de los valores de la gente común (Betz, 1994, pp. 169-174; 2003, pp. 77-80).

Enfrentado al problema de la caracterización de ideología de extrema derecha radical, Cas Mudde (2000) observó que frecuentemente se acudía al amplio término populismo para caracterizar a los nuevos partidos de ultraderecha (como populismo de derecha, populismo de derecha radical, populismo nacional, etc.); en ocasiones el término se empleaba para distinguir a los partidos más moderados de extrema derecha y, otras veces, para describir cierto estilo político: la creencia en la sensatez de la gente común, el antielitismo, así como el apoyo a la democracia popular directa y plebiscitaria (Mudde, 2000, p. 3).

Recientemente, Mudde (en colaboración con Cristóbal Rovira Kaltwasser) ha considerado que el populismo es uno de los conceptos políticos más confusos del siglo XXI, y ha propuesto una teoría ideacional del populismo (Mudde y Rovira-Kaltwasser, 2017; Mudde, 2017). En la definición ideacional, el populismo se concibe como una ideología (un discurso, un modo de identificación o una visión del mundo, que aportan un cuerpo de ideas normativas sobre el orden social), aunque se trataría de una ideología delgada o débil, pues no aportaría una solución comprehensiva para todos los problemas sociopolíticos. En la conceptualización de Mudde, la ideología populista considera que la sociedad está dividida dicotómicamente entre el pueblo puro y la élite corrupta, y defendería que la política debiera ser una expresión genuina de la voluntad popular general (Mudde y Rovira-Kaltwasser, 2017, pp. 5-6; Mudde, 2017, pp. 27-31).

Como se puede apreciar, la ideología populista giraría en torno a tres supuestos: el pueblo como comunidad imaginaria y significante vacío (que puede aludir a la nación, a la clase trabajadora o a la gente común, según el uso ideológico); la élite como antítesis moral o, a veces, étnica del pueblo; finalmente, la voluntad general como expresión homogénea y transparente de la voz del pueblo y del sentido común de la gente corriente (Mudde y Rovira-Kaltwasser, 2017, pp. 9-19; Mudde, 2017, pp. 31-34).

En la perspectiva de Benjamin Moffitt (2016), el discurso y la ideología populistas solo resultan concebibles si se sitúan sobre el trasfondo de la mediatización de lo social y los nuevos modos de representación e identificación política en el panorama de los medios de comunicación globales y las nuevas redes de información. En ese contexto, el populismo se perfila como un estilo político, esto es, como un repertorio de actuaciones encarnadas y mediadas simbólicamente en el ámbito político y cotidiano, o bien como actuaciones y escenificaciones performativas con aspectos retóricos relacionados con la argumentación persuasiva y el modo de enunciación, así como con aspectos estéticos vinculados a la autopresentación, la imagen y el diseño escénico (Moffitt, 2016, pp. 38-50).

En ese sentido, el estilo político populista cuenta con un actor definido (el líder que encarna al pueblo, bien en su aspecto ordinario o en su dimensión extraordinaria), una determinada audiencia (la representación mediatizada del pueblo, desdoblado entre el pueblo por quien habla el populista y el destinatario del discurso populista), un escenario (los medios, las tecnologías de comunicación de masas y redes de información) y cierta puesta en escena (la escenificación de la crisis como espectáculo del fracaso que enmarca la actuación populista) (Moffitt, 2016, p. 3).

En gran medida, los rasgos del estilo político populista responden a la lógica mediática: la apelación al pueblo y el discurso antisistema y contra las élites encuentran su equivalente en la dramatización mediática del conflicto y el espectáculo de la provocación; la vulgaridad populista y el rechazo plebeyo de lo apropiado remiten al estereotipado, la personalización y la emocionalización mediáticas; el recurso a la ruptura y énfasis populista en la crisis amenazadora reflejan la simplificación mediática y el foco en la producción de escándalos (Moffitt, 2016, p. 76). Como estilo político centrado en la convocatoria del pueblo, el discurso plebeyo y la representación de la crisis, el populismo se contrapondría básicamente al estilo político tecnocrático de apelación a los expertos y escenificación de la corrección política y el control estable (Moffitt, 2016, pp. 46-47).

De manera análoga, en su tratamiento de los componentes causales del populismo, Takis S. Pappas (2019) no solo considera al pueblo ordinario como base electoral (el pueblo bajo, la gente común o alguna comunidad nativa), así como a los líderes políticos y estilos de liderazgo extraordinarios, radicalizados y personalistas, inmediatos y apasionados (que movilizan a las masas populares ante un conflicto decisivo), sino que también analiza ciertas políticas simbólicas expresadas en los discursos y narrativas populistas (Pappas, 2019, p. 7).

Pappas concibe el populismo como una forma de iliberalismo democrático que compite electoralmente y acepta las reglas de la democracia parlamentaria, pero divide dicotómicamente la sociedad entre pueblo y élite, promueve la polarización política y enaltece a las mayorías, en desmedro del Estado de derecho constitucional, el consenso político y el pluralismo de la sociedad (Pappas, 2019, p. 33). Así entendido, el populismo dependería de ciertas políticas simbólicas que permiten forjar identificaciones colectivas, construir discursivamente ideologías legitimadoras y movilizar solidaridades grupales. Las políticas simbólicas del populismo escenifican un drama con narrativas y retóricas intensamente morales y emocionales, que brindan marcos interpretativos relacionados con el sentido existencial y el cambio colectivo.

Concretamente, las narrativas populistas invocan una victimización comprehensiva frente a los mercados, las élites políticas y el imperialismo, para sostener una percepción dicotómica de la sociedad. Además, movilizan el resentimiento respecto a la desigualdad social, la exclusión y la dependencia nacional como fuente de polarización y antagonismo. Por último, prometen una redención final y una rectificación de las injusticias históricas, mediante la invocación de la justicia social, la soberanía popular y la independencia nacional, de modo que se avala el principio de mayoría en desmedro del constitucionalismo y el gobierno de la ley (Pappas, 2019, pp. 113-116).

Un encuadre sistémico del populismo

Potencialidades del enfoque sistémico

A grandes rasgos, la conceptualización contemporánea del populismo parece haber transitado desde los acercamientos funcionales de Germani o Di Tella (centrados en las condiciones estructurales del populismo como movimiento popular-nacional interclasista en contextos de modernización), hasta las más recientes interpretaciones ideacionales, discursivas y retóricas de Laclau, Moffitt o Mude y Rovira, que ponen el foco en la identificación colectiva, la ideología, los estilos de escenificación política o las narrativas simbólicas populistas. Ahora bien, el concepto de ideología (como también las nociones de discurso, estilo o narrativa) resulta no menos problemático que el de populismo. Como argumenta Terry Eagleton, la noción de ideología se ha desgastado en la cultura contemporánea ―como un residuo de pensamiento totalizador―, en un contexto marcado por el rechazo de la idea de representación, por el escepticismo epistemológico respecto a la posibilidad de una conciencia verdadera y por la asunción de que cualquier racionalidad involucra intereses (Eagleton, 2005, pp. 13-14). Además, el concepto de ideología comprendería demasiadas definiciones, a menudo incompatibles (falsa conciencia, ilusión socialmente necesaria, representación socialmente interesada, conjunto de ideas y representaciones de un grupo, creencias legitimadoras de un orden político, etc.) (pp. 19-20).

Por otra parte, siguiendo a Slavoj Žižek, cabría considerar problemático el concepto de ideología, porque la ideología en sí (el conjunto de ideas, convicciones, creencias, procedimientos argumentativos) no agota la ideología en su apariencia externa, o para sí (la materialidad de los aparatos ideológicos del Estado y de los rituales institucionales), ni tampoco la ideología en sí para sí, esto es, la ideología espontánea que opera invisible en el centro de la realidad social como una elusiva red de actitudes cotidianas y supuestos implícitos de todas las prácticas sociales (Žižek, 2003, pp. 17-24). En fin, la caracterización del populismo como una ideología débil (o sea, como un conjunto de ideas o representaciones normativas no comprehensivas) resulta discutible o, incluso, redundante si asumimos que toda ideología es de suyo elusiva, parcial y fragmentaria.

Del mismo modo, la conceptualización del populismo como una retórica discursiva, un estilo performativo o una narrativa simbólica quizá permite comprender el sentido de los procesos de subjetivación de los actores políticos populistas, pero no suministra mecanismos ni condiciones estructurales del funcionamiento y operaciones del populismo en los sistemas sociopolíticos. La invocación de la ideología (o del discurso o estilo) populista tal vez solo introduce un residuo explicativo confuso y lábil, al sobreestimar el peso de los aspectos ideacionales (o retóricos) en los procesos sociales.

Todo ese énfasis en la caracterización del populismo como retórica discursiva, guion ideológico, estilo performativo o narrativa simbólica parece estar en concordancia con cierta renuncia posmoderna a la teorización de gran escala, a los enfoques sistémicos y a las explicaciones estructurales o funcionales. Así mismo, remite a la preferencia en la teoría política contemporánea por las microteorías centradas en el actor, en los movimientos sociales, en las modalidades estéticas de autoexpresión, en las construcciones culturales y en el sentido concebido subjetivamente en el mundo de vida (Von Beyme, 1994, pp. 319-326).

No obstante, podría resultar contraproducente para la teorización política desechar las dimensiones estructurales, los rendimientos funcionales, los requisitos organizacionales y los entornos institucionales de los sistemas políticos. En ese sentido, un enfoque sistémico tiene bastante que aportar al concebir la relación entre la política y sus contextos, al entender las tensiones entre organizaciones y colectivos sociales, o bien al señalar la interdependencia de las instituciones y funciones políticas, entre otros aspectos (Vallès, 2006, pp. 45-52).

Desde que David Easton lo introdujo en teoría política, el enfoque sistémico ha permitido concebir la organización interna de los sistemas políticos, los mecanismos de adaptación estructural a los entornos y los componentes funcionales que posibilitan la asignación de valores autorizados, los insumos políticos en cuanto a apoyos y demandas, los productos políticos consistentes en acciones y decisiones de las autoridades, así como las interacciones y las formas de retroalimentación sistémicas (Easton, 1982, pp. 221-229).

En la perspectiva de Talcott Parsons (1982), el enfoque sistémico permitía concebir la diferenciación del sistema social y especificar la función del subsistema político al servicio de la consecución de metas, siempre en articulación y coordinación con otros subsistemas sociales: el subsistema responsable del mantenimiento cultural de las pautas del sistema social, el subsistema a cargo de la integración legal y del control social normativo, o bien el subsistema de la adaptación económica mediante la producción y distribución de recursos.

Según Parsons, cada subsistema dispone de un código o medio generalizado de comunicación y control (el poder en el subsistema político, el dinero en el económico, la influencia en el subsistema de integración normativa y el compromiso en el subsistema cultural); pero, además, entre el subsistema político y los otros subsistemas existirían rendimientos sistémicos (el subsistema político sostiene intercambios con el económico mediante la movilización de recursos, con el cultural mediante la legitimación de la autoridad o con el integrativo mediante el apoyo político) (Parsons, 1982, pp. 164-174).

En cuanto a la teoría sistémica de Niklas Luhmann, hizo posible concebir la autoobservación y autoorganización del sistema político en virtud de la propia distinción entre sistema y entorno, así como la reducción de la contingencia por medio de la diferenciación funcional, de la autolimitación estructural y de la selección interna de opciones disponibles. Con los sistemas autopoiéticos de Luhmann, resulta concebible la conformación autorreferencial de la agenda política y la clausura operacional del sistema político mediante el código sistémico del poder y a través de la diferencia entre gobierno y oposición, o por medio de la clasificación de los temas como progresistas y conservadores (Luhmann, 1994, pp. 53-57).

Cuando el sistema político se autoconcibe de modo expansivo, cuando desborda los límites inmanentes de su función y asume un exceso de tareas respecto a las posibilidades de actuación, se generaría una sobrecarga del sistema político sobre sí mismo: al incorporar cada vez más intereses y necesidades sociales, no solo se saturaría la atención política de la opinión pública, se distorsionaría la selección de personal político y se desbordarían los marcos del derecho, sino que también se terminaría abusando de los medios de ordenación legales y los recursos financieros, para la resolución de problemas en los cuales no son adecuados; y esto provoca innumerables quejas por demandas insatisfechas, como ocurre en el Estado del bienestar (Luhmann, 1994, pp. 152-157).

La integración del enfoque sistémico y la perspectiva de los actores

Aunque la teoría sistémica tiene notables rendimientos para dar cuenta de los aspectos estructurales, los mecanismos funcionales y las interdependencias del sistema político, ha sido criticada por privilegiar un tipo de racionalidad y planificación funcional comprehensivas, que no distinguirían los aspectos analítico-empíricos y los aspectos normativos. Tampoco diferencian la teorización científica de la administración política, ni consideran los procesos de socialización y participación individuales. En ese orden de ideas, cabría pensar que la racionalidad y la planificación sistémicas se centran exclusivamente (y de modo oportunista) en la reducción de complejidad y aumento de selectividad por medio de una autoconservación del sistema político que es simultáneamente autoorganización y autoobservación, de espaldas a cualquier expectativa normativa, de la racionalidad comunicativa del mundo de vida y de la racionalidad práctica de los actores (Habermas, 1991, pp. 155-168).

No obstante, en la teorización política resulta posible integrar las consideraciones relativas a la integración sistémica y a la socialización de los actores, como pone de manifiesto la reflexión de Jürgen Habermas. En su obra Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, intenta concebir la problemática conexión entre el paradigma sistémico (centrado en el autogobierno de un sistema autorregulado mediante la conservación de sus límites y la reducción de la complejidad) y el paradigma de la racionalidad comunicativa inherente al mundo de vida, que da cuenta de la integración social mediante instituciones en que los sujetos se socializan y participan en el entendimiento en un mundo vital cotidiano normativamente estructurado mediante la interacción simbólica (Habermas, 1991, pp. 19-20).

Para Habermas, el análisis de las estructuras normativas del entendimiento en el mundo de vida se puede complementar con el análisis de las limitaciones y capacidades funcionales de autogobierno sistémico. En ese sentido, la normalidad de los sistemas sociales no dependería solo del subsistema político de distribución del poder y racionalización administrativa, ni únicamente del subsistema económico de asignación de recursos y movilización de las fuerzas productivas, sino que también requiere las expectativas normativas y asignación de valores en una forma de vida sociocultural (Habermas, 1991, pp. 19-20).

Una sociedad entraría en crisis solo si los problemas de autogobierno sistémico no se pueden resolver bajo el principio de organización que regula la capacidad sistémica de aprender sin perder la identidad, esto es: hay crisis social solo cuando las perturbaciones estructurales son experimentadas por los actores sociales como una amenaza para su identidad, para el consenso normativo y para la integración social (Habermas, 1991, p. 23).

En ese sentido, resulta ilustrativa la reconstrucción que Habermas (1991) realiza de la crisis de legitimación en el capitalismo tardío: en el capitalismo liberal las crisis sociales eran sistémicas por tratarse de crisis de autorregulación económica que amenazaban la integración social y generaban conflictos de clase. En el capitalismo del Estado del bienestar, las crisis económicas se complicarían debido a la repolitización de las relaciones económicas derivadas de la intervención estatal organizativa, a la expansión del sector público y a las regulaciones estatales en una situación de acumulación monopólica del capital.

Por otra parte, el Estado del bienestar también se enfrenta a tendencias a la crisis política bajo la doble forma de una crisis de la racionalidad administrativa (cuando el sistema administrativo no logra compatibilizar y cumplir los imperativos de autogobierno en situación económica de una producción socializada) y de una crisis de legitimación (en la medida en que no se logra la lealtad de masas, dada la desorganización administrativa). Finalmente, en el modelo de Habermas, el capitalismo tardío afronta tendencias a la crisis sociocultural: la integración social sufre perturbaciones debido a la crisis de provisión de bienes y servicios económicos y a causa de los problemas políticos de Gobierno, decisión y control de la seguridad social y pública, de modo que se produce una crisis de legitimación. Pero, además, en el mundo de vida sociocultural se produce una crisis de motivación social y una crisis cultural, pues se ven afectadas las expectativas y las necesidades interpretadas de los ciudadanos, a través de la erosión de las tradiciones, y puesto que las expectativas normativas universales plantean exigencias desmedidas, necesidades emergentes e, incluso, demandas contraculturales (Habermas, 1991, pp. 49-68).

La teoría de la acción comunicativa de Habermas reforzaría esta apreciación de que los conflictos centrales de la sociedad contemporánea corresponden a problemas de legitimación presentes en el mundo de vida sociocultural. No en vano, Habermas considera que las principales formas de cosificación patológica de las prácticas socioculturales de entendimiento comunicativo se deben a la colonización del mundo de vida: los imperativos sistémicos, procedentes del sistema económico y político, incidirían en los ámbitos de acción ligados a la comunicación intersubjetiva, de manera que las tareas de reproducción cultural, integración social y socialización se adaptarían crecientemente a imperativos económicos y administrativos, y se verían expuestos a procesos de monetarización, juridificación, burocratización y mediatización, relacionados con las necesidades funcionales de la modernización capitalista (Habermas, 1992, pp. 429-562).

Aunque el análisis de Habermas remitía específicamente al marco histórico del Estado del bienestar, su diagnóstico respecto a la crisis de legitimación en el capitalismo tardío podría resultar particularmente pertinente para dar cuenta de los fenómenos populistas contemporáneos, incluso en los inciertos escenarios actuales de globalización, desregulación del mercado mundial, desbordamiento de la soberanía estatal, desmantelamiento del Estado asistencial, mediatización cultural y privatismo generalizado.

Incluso cabría pensar que el populismo actual es un fenómeno sistémico inverso, complementario y circularmente dependiente de las tendencias a la crisis de legitimación en el capitalismo tardío: la crisis de legitimación contemporánea consistiría no solo en problemas de autogobierno económico y administrativo, sino también en la crisis motivacional por el incumplimiento de las expectativas socioculturales extralimitadas y las demandas sociales desbordadas. En consecuencia, el fenómeno populista respondería precisamente al desbordamiento de las demandas socioculturales, así como a una irrupción generalizada de las necesidades emergentes identitarias e interpersonales, o bien las expectativas de identificación e integración social, transparencia consensual y participación plena, más allá de los límites estructurales e imperativos organizacionales del sistema económico, del sistema político y del derecho.

Así pues, el principio de organización de una sociedad no solo se puede ver amenazado por la penetración de una crisis sistémica del autogobierno económico o político en los procesos de integración sociocultural y en la trama de expectativas normativas del mundo de vida cotidiano. También cabe concebir un tipo de crisis y un repertorio de conflictos sociales atribuibles a la extralimitación de las expectativas y necesidades del mundo de vida, de modo que se vean perturbados tanto la diferenciación funcional y el autogobierno de los subsistemas sociales como los rendimientos de sus interacciones sistémicas, al verse sobrepasados los límites institucionales del sistema político, económico o jurídico.

No solo habría problemas estructurales y crisis de legitimación en la modernización capitalista atribuibles a la colonización sistémica del mundo de vida, sino también podríamos hablar de cierta colonización de los subsistemas sociales por las expectativas y necesidades del mundo vital cotidiano. En suma, consideramos que el fenómeno populista podría resultar más adecuadamente concebido si el populismo no se reduce solo al dominio político, ya sea como una estrategia, una ideología, una retórica discursiva o un estilo político. Un enfoque sistémico permitiría concebir la lógica política del populismo en el entorno más amplio de las interacciones con los sistemas económico y jurídico, con las pautas de interacción simbólica y con los modos de integración socioculturales.

Sería, pues, conveniente retomar los rendimientos teóricos de todas aquellas aproximaciones al populismo que han abordado sus condiciones estructurales. No solo convendría rescatar y actualizar los enfoques funcionalistas de Germani y Di Tella, que ligaron explícitamente el populismo a las expectativas crecientes de las masas populares movilizadas en escenarios de modernización desarrollista, sino también todos los mecanismos funcionales mencionados en la bibliografía sobre el fenómeno populista: la importancia de los escenarios de crisis política, económica o socioculturalmente percibida, en épocas de agitación política, económica o sociocultural (en contextos de urbanización, modernización o globalización); el peso que tiene en el fenómeno populista el contexto histórico desarrollista y redistributivo, o bien de reformas neoliberales y de profundización de la economía de mercado, así como la crisis del Estado del bienestar y los temores ante las crisis ambientales y demográficas; el papel de la estructura de oportunidades políticas y los modos de organización y participación institucionalizados (en sindicatos o partidos); la pérdida de confianza en el sistema político, la crisis de representación democrática, el desprestigio de los partidos y el desplazamiento de la acción política ciudadana hacia ámbitos asociativos extrainstitucionales; la relevancia de las nuevas formas de representación y las reestructuraciones de la opinión pública atribuibles a los nuevos medios de comunicación de masas y a las redes de información globales; los entornos de incertidumbre e inseguridad creciente implicados en la globalización económica, política y cultural, etc.

El populismo como fenómeno sistémico

Cuando se aborda el fenómeno populista de modo sistémico, no basta con considerar las características típicamente asociadas al populismo como estrategia en el dominio político, a saber: el ejercicio de un liderazgo personalista en el poder gubernamental, por medio de una relación fluida, no mediada y desorganizada con las masas movilizadas (Weyland, 2001). Tampoco parece suficiente centrarse en los modos de identificación simbólica del sujeto político populista, mediante la articulación retórica de un campo discusivo sustentado en el significante flotante del pueblo, en la nominación del líder y en la representación antagónica del campo político (Laclau, 2005; Panizza, 2009); ni podemos contentarnos con apelar a cierta ideología débil, caracterizada por la división de la sociedad entre el pueblo puro y las élites corruptas, o por la consagración de la voluntad general del pueblo (Mudde y Rovira-Kaltwasser, 2017); o bien invocar un estilo político populista que consistiría en la puesta en escena de una apelación al pueblo frente a la élite, en la exhibición plebeya y la escenificación de una crisis amenazadora (Moffitt, 2016). En primera instancia, un enfoque apropiado del populismo requiere una clarificación de las dinámicas intrapolíticas atribuibles a una sobrecarga del sistema político por la irrupción de las necesidades identitarias, las expectativas interpersonales, las demandas socioculturales y las movilizaciones populares.

En ese sentido, los estudios sobre el populismo suelen suministrar claves precisas sobre los efectos que la ruptura populista genera en los modos de administración y organización, en las formas de selección de personal y en la construcción de la agenda de la opinión pública: desbordamiento de los marcos jurídicos y las reglas de juego del Estado de derecho, cuestionamiento del pluralismo democrático y ataque a las minorías, suspensión de la alternancia política entre Gobierno y oposición, formas de control difusas y fluidas sin mediación institucional, restricción de las asociaciones intermedias de la sociedad civil y de las organizaciones no gubernamentales, construcción de liderazgos personales, registro plebiscitario del apoyo político, oportunismo en la selección de temas para la agenda política, ocupación clientelar de los aparatos del Estado, polarización extrema de la opinión pública, publicidad aclamatoria, formatos de participación política emocional, etc. Todos estos fenómenos políticos constituyen posibles aspectos y manifestaciones del populismo en el poder (Müller, 2016, cap. 2; Urbinati, 2019).

No obstante, un enfoque sistémico del populismo también debiera concebir los modos en que las necesidades identitarias, las expectativas interpersonales, las demandas socioculturales y las movilizaciones populares interfieren (y eventualmente perturban) las funciones y rendimientos sistémicos de los otros subsistemas sociales: el sistema jurídico de integración normativa y ordenamiento legal, el sistema económico de provisión de recursos y movilización de las fuerzas productivas, así como también la propia trama comunicativa y los modos de subjetivación y socialización que posibilitan el mantenimiento de las pautas en el marco sociocultural del mundo de vida cotidiano.

Populismo económico. ¿Puede hablarse de un populismo económico? Al menos, cabe concebir distintas modalidades de irrupción de las necesidades identitarias e interpersonales, de las expectativas socioculturales o de las demandas populares en el subsistema económico de la sociedad, de manera que se desborden los límites y modos de autogobierno en la asignación de recursos y en la producción de bienes. Desde los estudios de Germani en los años sesenta, el populismo se vinculó a la revolución de aspiraciones, a la movilidad ascensional por participación creciente y a la expansión del consumo, en escenarios de modernización desarrollista y bajo políticas económicas de industrialización y sustitución de importaciones (Germani, 1973, pp. 20-30).

En los años noventa, Rudiger Dornbusch y Sebastián Edwards asociaron el populismo económico a un repertorio de políticas macroeconómicas con propósitos redistributivos; concretamente, se impulsarían políticas económicas desarrollistas, para resolver los problemas del subdesarrollo mediante la participación de los trabajadores en la industrialización con un objetivo redistributivo, y se implementarían programas económicos de expansión del gasto fiscal y políticas crediticias para fomentar el crecimiento y distribuir el ingreso. En ese sentido, la receta del populismo económico consistiría en la reactivación de la economía, la redistribución del ingreso y la reestructuración económica, sin considerar las limitaciones y constricciones asociadas a la economía fiscal y al mercado externo; como consecuencia, la apuesta autodestructiva populista en economía terminaría en inflación, disminución de salarios, dificultades de pago de la deuda externa y, finalmente, el colapso del sistema económico, con la consiguiente inestabilidad para el sistema político (Dornbusch y Edwards, 1991, pp. 7-13).

En todo caso, el populismo económico puede asumir otro aspecto: el crítico cultural Thomas Frank (2000) acuñó la noción populismo de mercado para caracterizar el modo en que en ciertos ambientes de la economía neoliberal norteamericana se identifica el mercado con la democracia y con la voluntad del pueblo. Según Frank, en la década de los noventa se habría extendido esta creencia en que los mercados son un sistema más cercano a la gente y una forma de organización más democrática y pluralista que los gobiernos elegidos; como si los mercados fueran, más que un medio de intercambio, un ámbito de consenso y una forma de referéndum y plebiscito de lo que la gente quiere, un foro de expresión de la voluntad popular, de legitimación democrática y de defensa de intereses de la gente común frente a la arrogancia de las élites en el poder y el establishment liberal (Frank, 2000, p. XIV).

De ese modo, el populismo de mercado sobreestima la racionalidad y sabiduría de la gente común como actores económicos (la plena autoconciencia de sus intereses y su capacidad de expresión de sus necesidades), frente a aquellos agentes del gobierno e intelectuales que no entienden la lógica del mercado, la menosprecian con arrogancia y pretenden regularla e intervenirla; de ahí el tono antiintelectual y antipolítico del populismo de mercado. A veces, este tipo de populismo económico se enfoca en el poder y astucia del consumidor; en otros casos, se insiste en el carácter democrático de las encuestas y grupos focales de los medios, así como en la expresión de la voluntad popular en Internet y en los supermercados, o bien se recalca la civilidad necesaria para hacer más amables los mercados y frenar los monopolios y las bajas salariales.

Así mismo, el populismo empresarial parece consagrar al emprendedor con iniciativa, capaz de inventar su propio futuro y de pilotar los cambios económicos y tecnológicos. Este empresariado democrático encarnaría la lucha contra los privilegios de las élites económicas y políticas, al tiempo que sirve al público y atiende a los deseos de la gente (Frank, 2000, pp. XVI-XVII y 29-30). En los ambientes de este populismo de mercado parece proponerse una fórmula económica que hace equivaler la prosperidad a un capitalismo acelerado, resultante de una suma de la privatización, la desregulación y la globalización de la nueva economía, bajo el supuesto de que el mercado global y las nuevas redes tecnológicas e informacionales mundiales son inherentemente democratizadoras (Frank, 2000, p. 17).

Populismo legal. En el sistema jurídico también cabe reconocer formas de irrupción populista de las expectativas socioculturales del mundo de vida y de las demandas populares. Desde finales de los noventa se ha identificado el desarrollo de una forma de populismo penal que parece impugnar la racionalidad del derecho penal, el sentido del ordenamiento jurídico moderno y del propio Estado de derecho.

John Pratt (2007) argumenta que el populismo penal consiste en algo más que en una perspectiva punitiva del derecho penal centrada en el encarcelamiento, y representa una reconfiguración de la práctica judicial en tiempos de incertidumbre e inseguridad, de mediatización tanto del crimen como de la victimización, de pérdida de la deferencia con las autoridades públicas y de resistencia a dejar las cuestiones de justicia penal en manos de los tribunales. Lo específico del populismo penal es que reclama expresar la voz de la mayoría excluida y el desencanto público con la justicia establecida. Requiere cierta presión popular externa al establishment judicial y político, remarca la diferencia entre las expectativas penales del público y las prácticas del sistema judicial, y reivindica el sentido común popular sobre el conocimiento experto de los tribunales y juristas, de manera que adopta una posición penal antiintelectual y de sentido común.

En ese sentido, el populismo penal reconfigura el eje del derecho penal y revierte asunciones previas sobre las garantías judiciales: exige más prisión, así como la conversión de la pena en un espectáculo público; exacerba el discurso apasionado sobre el crimen en la opinión pública (particularmente, la sobreexposición de ciertos estereotipos de criminales con impacto) y simplifica la discusión, haciendo caso omiso de las estadísticas y las cifras oficiales; así mismo, se concentra en la figura simbólica de la víctima, privilegia su autenticidad por sobre el criterio de los expertos, y reviste de una autoridad eminente a la voz testimonial de la víctima, ya que considera que la justicia oficial atiende más a los intereses de los criminales (Pratt, 2007, pp. 12-35; Pratt y Miao, 2017, pp. 46-52).

Por otra parte, también existe cierta presión populista en el ámbito del derecho constitucional. Como argumenta Paul Blokker (2019), el populismo constitucional parte de una crítica a la comprensión liberal del Estado de derecho, por considerar que la racionalidad legal y la imparcialidad procedimental de las instituciones se traduce en la despolitización: aliena a la ciudadanía de la participación institucional y no incita ningún tipo de compromiso colectivo, simbólico y afectivo. Por eso el populismo constitucional propende a reducir la distancia entre la gente común y las instituciones, así como a restablecer el sentido popular de la democracia, más allá de las constricciones del sistema legal, del imperio de la ley y de la independencia judicial.

Según Blokker, el populismo constitucional asume cierto imaginario constitucional democrático del poder popular, el poder constituyente, la autodeterminación y el autogobierno, en desmedro de la autocomprensión legal del moderno Estado de derecho (Blokker, 2019, pp. 537-540). En consecuencia, el constitucionalismo populista se sustenta básicamente en la afirmación de la soberanía popular como principio de justificación (una expresión legitimadora anclada en cierta teología política que consagra la idea de un pueblo indiviso, homogéneo y puro); se funda en la regla de mayoría (o en el mayoritarismo) como modo de gobierno, a expensas del pluralismo de la sociedad civil y de los derechos de las minorías (Blokker, 2019, pp. 541-545).

Por otra parte, presupone una aproximación instrumental al derecho público como herramienta de algún proyecto colectivista, de modo que la legislación ordinaria y la política constitucional dejan de distinguirse, y hay una sobreproducción de normas constitucionales y una multiplicación de decretos con forma de ley en relación con asuntos políticos contingentes; por último, el populismo constitucional se asocia a la actitud de resentimiento legal hacia la normatividad de ley y el Estado de derecho, basada en una perspectiva emocional y eventualmente mesiánica de las funciones del derecho en la acción política y en la promoción del interés común.

En todo caso, si el constitucionalismo democrático pretendía ampliar y profundizar el autogobierno ciudadano, el populismo constitucional antepone la idea de un pueblo unido bajo un líder que lo encarna, frente a la corrupta élite en el poder (Blokker, 2019, pp. 545-551). De ese modo, el populismo constitucional tensiona radicalmente los principios del constitucionalismo democrático: deslegitima la constitución preexistente como expresión jurídico-política de la élite y del statu quo, y promueve una nueva fundación basada en el consenso plebiscitariamente renovado entre el líder y las bases populares (Anselmi, 2018, p. 88).

Populismo cultural. En lo que respecta a los aspectos socioculturales del populismo, Pierre Ostiguy (2015; 2017) ha argumentado que la identificación política no solo supone cierta interpelación del sistema político a la opinión pública (de arriba hacia abajo), en busca de apoyo y legitimación, sino también vínculos relacionales y formas socioculturales de reconocimiento que los actores populares dirigen hacia el poder político (de abajo hacia arriba). De ese modo, el actor social del fenómeno populista se constituiría relacionalmente, a través de experiencias subjetivas vividas de reconocimiento enmarcadas en ciertos discursos y gramáticas socioculturales (Ostiguy, 2015, pp. 136-152).

Según Ostiguy, el populismo consiste básicamente en una gramática plebeya antagonista que se expresa tanto en el orden político como en el ámbito sociocultural: la relación política entre líderes y bases sociales se sostiene en una apelación a lo bajo y lo ordinario, tal como resuenan vívidamente en el mundo cotidiano, y así se lleva a cabo una escenificación política que alardea de lo plebeyo, lo incorrecto, lo transgresor y lo impropio, frente a los códigos elevados de las élites.

En el sistema político, la gramática populista se traduce en la personalización del vínculo y de las formas de liderazgo (esto es, relaciones emotivas y cercanas con la gente, o bien autoridad personalmente encarnada en un líder), en desmedro de las formas políticas elevadas de corrección procedimental, las reglas legales impersonales, la imparcialidad formal y la mediación institucional. En el campo sociocultural, el populismo introduce las prácticas expresivas y comunicativas desinhibidas, callejeras o campechanas y directas, así como el discurso hogareño de corte nativista, frente a las prácticas socioculturales sofisticadas y los buenos modales de la alta cultura cosmopolita (Ostiguy, 2017, pp. 73-84).

De modo análogo, Manuel Anselmi (2018) ha considerado que el fenómeno populista no se reduce al ámbito político y ha caracterizado algunas dimensiones y dinámicas del populismo en el campo cultural. El nexo entre populismo y cultura sería profundo, ya que las transformaciones populistas del sistema político suelen estar acompañadas de deformaciones populistas de la esfera pública y de los procesos socioculturales. Un primer aspecto del populismo cultural concierne a la reivindicación de la cultura de masas y de la popularización cultural, en contextos de democratización de la opinión pública, a expensas de la alta cultura elitista. En todo caso, puesto que actualmente se han desdibujado los límites entre alta y baja cultura, la referencia al populismo cultural o estético tendría que ver con la crisis de los mecanismos institucionales de mediación cultural que eran propios de la esfera pública letrada.

En ese contexto, el populismo cultural se expresaría en varios rasgos funcionales y sistémicos: la polarización cultural y la devaluación de la alta cultura como elitista; la deslegitimación de las instituciones culturales tradicionales y del trabajo intelectual académico o científico; la visión glamurosa, mediatizada y aclamatoria del personaje del escritor o intelectual; el infoentretenimiento, es decir, la confusión de seriedad informativa y entretenimiento trivial en la programación de los medios; por último, la posverdad y la profusión de rumores y bulos en las redes de información globales, que resultan difícilmente verificables por el ciudadano común (Anselmi, 2018, pp. 78-82).

Cada una de estas opciones del populismo cultural baraja de distintas maneras ciertos repertorios de identificación, comunicación e integración sociopolítica: en primera instancia, el populismo cultural puede asociarse variablemente a la personalización de la cultura pública, esto es, el reconocimiento en las personalidades públicas y sus biografías personales, así como la legitimación mediante la cercanía (Pasquino, 2016), o bien la mediatización del escándalo personal y la provocación transgresora de las normas y de lo políticamente correcto (Wodak, 2015, pp. 11-12). Por otro lado, la integración sociopolítica populista involucra frecuentemente la irrupción en la esfera pública de expectativas redentoras de unanimidad moral o la persistente nostalgia cuasirreligiosa de una comunidad plena (Zanatta, 2019).

Así mismo, el populismo sociocultural se caracterizaría por la profusión emocional en el espacio público y el establecimiento de un régimen afectivo intenso basado en el temor conspiratorio, el sentimiento de rechazo excluyente, el sentimiento de impotencia o abandono y el resentimiento (Rosanvallon, 2020, pp. 65-74), o bien la furia contra el establishment, la indignación moral, el sentimiento de eficacia política y el entusiasmo participativo, bajo la guía de la esperanza colectiva (Capelos y Demertzis, 2018).

A modo de conclusión: las opciones sistémicas del populismo

Si bien gran parte de la bibliografía sobre el populismo se concentra en el dominio político y, más específicamente, en la estrategia, ideología o estilo político populista, es posible brindar una conceptualización sistémica que no solo especifique los componentes estructurales y funcionales del populismo en el subsistema político, sino que también describa las interacciones del populismo político con otras formas de desbordamiento populista de los principios de autogobierno sistémico en los sistemas económico y legal e, incluso, en el ámbito del mundo de vida sociocultural.

En cada subsistema social, la irrupción de necesidades socioculturales, de expectativas del mundo vital y de demandas populares genera una redefinición específica de las funciones y opciones sistémicas. Bajo la presión de la ruptura populista, el subsistema político reduce sus opciones decisionales entre el mayoritarismo democrático (asociado a un apoyo de la opinión pública plebiscitario) y el ejercicio de un liderismo autoritario (en virtud de la selección personalizada y no mediada institucionalmente de los dirigentes).

En el caso del populismo económico, las opciones de asignación de recursos y producción de bienes en el subsistema económico oscilan contextualmente entre cierto desarrollismo redistributivo y la apuesta por el emprendimiento de mercado. No obstante, también existen vías híbridas proteccionistas de mercado, como evidencian algunas reacciones nacional-populistas ante las consecuencias críticas de la globalización económica: el chovinismo del bienestar, el bienestarismo excluyente, o bien el nacional-proteccionismo, que consagran la seguridad económica y la asistencia solo para los nuestros, los connacionales (Rosanvallon, 2020, pp. 57-64).

En el populismo jurídico, el arco de opciones de un subsistema legal desbordado por las expectativas populares va desde el ímpetu de refundación constitucional hasta el énfasis en los aspectos restitutivos de la justicia (que caracteriza al populismo penal). Por último, las expresiones del populismo cultural en el ámbito sociocultural del mundo de vida comprenden tanto el recurso simbólico a la gramática plebeya como la espectacularización de la esfera cultural y el primado del popularismo aclamatorio en la opinión pública.

Las transformaciones estructurales y funcionales de cada subsistema social, bajo la presión populista de demandas populares y necesidades socioculturales desbordadas, se asocian a una redefinición de los intercambios y rendimientos entre los sistemas político y económico, jurídico y el ámbito sociocultural, según ciertas afinidades electivas, como se aprecia en la figura 1.

Fuente: elaboración propia.

Figura 1. Circuitos de opciones sistémicas y tipos ideales del populismo autoritario de derecha (en azul) y del populismo radical de izquierda (en rojo). 

En ese sentido, hay cierta constelación posible de opciones del populismo autoritario de derechas, en cuanto tipo ideal: la espectacularización y popularismo de la cultura pública contribuyen a la legitimación de liderazgos personalizados. En consonancia, la asignación de recursos y la producción de bienes giran en torno al emprendimiento individual de mercado. Por último, la integración legal normativa privilegia la agenda penal, la personalización del crimen y de la víctima, así como la dureza punitiva con el delincuente.

En el tipo ideal de un populismo radical de izquierda, también se establece cierto circuito de rendimientos funcionales: el mayoritarismo plebiscitario recibe legitimación del rescate simbólico de la gramática plebeya de los de abajo. La integración legal responde al incentivo de la refundación constitucional y la legislación para los intereses populares. Así mismo, la asignación de recursos y la producción de bienes se concretan en políticas económicas desarrollistas y redistributivas al servicio del bienestar social.

Obviamente, estos tipos ideales no agotan las configuraciones sistémicas del populismo, y será tarea de la investigación empírica trazar los contornos específicos de cada realización histórica del populismo en algún sistema social.

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Notas

*Artículo realizado para el Seminario Conceptualización y claves psicopolíticas del populismo (Universidad Austral de Chile).

Recibido: 31 de Marzo de 2020; Aprobado: 26 de Noviembre de 2020

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Juan Antonio González de Requena Farré. Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Es académico e investigador del Instituto de Psicología de la Universidad Austral de Chile, sede Puerto Montt. Trabaja primordialmente en los campos de la filosofía política, los estudios del discurso y la retórica. En la revista Hallazgos, 14(27) publicó “La retórica de lo extremo en la ultraderecha chilena” (2017). Entre sus publicaciones recientes se destacan los siguientes artículos: “Proyecciones del arte de prudencia de Gracián en el homo politicus moderno” (2019); “Aspectos discursivos del yihadismo de al Qaeda en textos de Azzam, Bin Laden y Setmarian” (2019); “La conceptualización de la mentira en tiempos de la posverdad” (2019).

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Sebastián Bustamante Guerrero. Psicólogo y Licenciado en Psicología por la Universidad Austral de Chile. Sus intereses académicos se centran en la psicología política y las ciencias cognitivas. En el 2020 publicó una reseña del libro Chile despertó: lecturas desde la Historia del estallido social de octubre (Universidad de Chile, 2019).

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