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Revista Lasallista de Investigación

Print version ISSN 1794-4449

Rev. Lasallista Investig. vol.11 no.1 Caldas Jan./jun. 2014

 

Artículo original/Article original/Artigo originais

La experimentación con animales: perspectivas filosóficas*

Experimentation with animals: philosophical perspectives

A experimentação com animais: perspectivas filosóficas

Alfredo Marcos**

* Artículo de reflexión realizado dentro de las actividades del Grupo de Investigación Reconocido por la Universidad de Valladolid "Ciencia y arte en filosofía", llevado a cabo a lo largo del curso 2013-2014. Este artículo da continuidad a las líneas de investigación sobre ética ambiental y naturaleza humana emprendidas por el autor hace más de una década, y busca la integración de ambas.

** Doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona, profesor de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Valladolid, Valladolid, España, donde ha sido también Director del Departamento de Filosofía. Dentro de la Filosofía, se ha ocupado de muchos temas: desde la filosofía general de la ciencia hasta los estudios aristotélicos y postmodernidad, pasando por la filosofía de la biología, la bioética, la ética ambiental y la filosofía de la información y comunicación de la ciencia. Ha publicado más de una decena de libros, capítulos de libros y artículos en revistas nacionales e internacionales. Ha impartido clases y conferencias en numerosas universidades españolas, así como en Italia, Francia, México, Argentina y Colombia.

Correspondencia: Alfredo Marcos, email: amarcos@fyl.uva.es

Artículo recibido: 04/03/2014; Artículo aprobado: 03/06/2014


Resumen

El objetivo de este texto es debatir la fundamentación filosófica de los principios bioéticos que deben regir la experimentación con animales. La tesis al respecto es que dicha fundamentación ha de buscarse en el valor de los animales. Este tipo de fundamentación, como defenderé, es mucho más sólida que su alternativa, formulada habitualmente en términos de derechos de los animales e igualdad entre humanos y animales. En contraposición, cuando se hace investigación clínica sobre humanos, se debe tomar como fundamento moral la dignidad de las personas.

Palabras clave: experimentación con animales, dignidad, valor, ética de la investigación.


Abstract

The objective of this text is to discuss the philosophical base of the bioethical principles that must regulate experiments with animals. The thesis on the issue is that such base must be seeked in the value of the animals. This kind of base, as I will defend in my argumentation, is more solid than its alternative, usually formulated in terms of the rights of the animals and the equality between humans and animals. As a contraposition, when a clinical research work about humans is developed, the dignity of people must be taken as a moral base.

Key words: experiments with animals, dignity, value, research ethics.


Resumo

O objetivo deste texto é debater a fundamentação filosófica dos princípios bioéticos que devem reger a experimentação com animais. A tese ao respeito é que dita fundamentação tem de procurar-se no valor dos animais. Este tipo de fundamentação, como defenderei, é muito sólida que sua alternativa, formulada habitualmente em termos de direitos dos animais e igualdade entre humanos e animais. Em contraposição, quando se faz investigação clínica sobre humanos, deve-se tomar como fundamento moral a dignidade das pessoas.

Palavras importantes: experimentação com animais, dignidade, valor, ética da investigação.


1. Introducción: ciencia y ética

La ciencia es acción humana. Es una actividad que no está rígidamente conducida por un método algorítmico, sino gestionada por la prudencia y la creatividad de las personas, como otras muchas actividades humanas. El individuo que hace ciencia es siempre una persona humana. Al pensar la ciencia como acción personal orientada hacia el conocimiento, el bienestar y la libertad, se abre una pléyade de nuevos problemas. En especial, se nos hacen evidentes los problemas éticos que la investigación científica comporta.

Cuando se trata de experimentación animal y de investigación clínica sobre humanos está claro que la ciencia ha de aceptar ciertos controles éticos. Pero, por otro lado, la autonomía de la ciencia es, sin duda, un valor deseable. Nuestro problema consiste en lograr un equilibrio aceptable, de modo que la autonomía científica sea respetada, y los valores éticos, también. El filósofo italiano Evandro Agazzi (1996) ha realizado importantes aportaciones encaminadas al logro de este equilibrio. Él propone tratar la cuestión con las herramientas conceptuales propias de la teoría de sistemas.

Desde la perspectiva sistémica, la tecnociencia es vista como un sistema de acciones humanas. Dicho sistema viene a ser un subsistema del sistema social, junto con otros subsistemas, como el político, el económico, el educativo y, por supuesto, el ético. Podemos entender que todos estos subsistemas forman el entorno, el medio ambiente social en el que la ciencia se mueve. Los intercambios de la ciencia con todos estos subsistemas son más que evidentes. Por ejemplo, el sistema científico suministra una buena parte de los conocimientos que se imparten en el sistema educativo, y este, a su vez, da formación a muchas personas que se integrarán como científicos en el primero.

Lo peculiar de la ciencia son sus funciones constitutivas, o variables esenciales. Según Agazzi, la ciencia sirve a dos propósitos esenciales: la producción de conocimiento riguroso y objetivo, y la difusión del mismo. Intuitivamente es claro que si la ciencia dejase de producir conocimiento riguroso, objetivo y eficaz, si dejase de difundirlo y de aplicarlo, sencillamente habría dejado de existir algo que pudiéramos con justicia llamar sistema científico.

En general, la interacción con otros subsistemas podemos conceptualizarla en términos de inputs y outputs. Pero no se puede olvidar que con frecuencia se establecen entre el sistema y su entorno ciclos de realimentación o feedback, de modo que las acciones llevadas a cabo por los miembros del sistema acaban teniendo efectos indirectos sobre el mismo a través de estos ciclos. Si la investigación científica se llevase a cabo atentando contra valores socialmente reconocidos, por ejemplo, contra la dignidad de los seres humanos o contra la salud o la seguridad, probablemente esto tendría efectos sobre otros subsistemas sociales que, a su vez, reaccionarían poniendo obstáculos legales o económicos o de otros tipos a la investigación científica. Los ciclos no tienen por qué ser negativos. Como es obvio, también pueden establecerse ciclos de feedback positivos.

Apreciamos que, como cualquier otro sistema, la ciencia necesita un medio ambiente saludable con el que interactuar. Si en busca de la maximización de sus variables esenciales la ciencia ahogase a otros subsistemas de su entorno, acabaría sufriendo también las consecuencias. Es la necesidad sistémica la que debería impulsar a los científicos a optimizar dichas variables, no a maximizarlas. Es decir, las variables pueden crecer, pero solo en la medida en que el funcionamiento de la ciencia siga siendo compatible con el correcto funcionamiento de otros subsistemas de entorno. Está claro que se obtendría más conocimiento sobre la neurofisiología del dolor, y más rápidamente, si pudiéramos experimentar libremente con el dolor animal y humano. Pero a veces la búsqueda del conocimiento debe aceptar retrasos y controles. De lo contrario, la desconfianza social hacia la ciencia acabaría por hacer imposible la propia ciencia.

Dicho de otro modo, la ciencia funcionará mejor rodeada de sistemas adecuados, un sistema político democrático, un sistema jurídico seguro, un sistema económico próspero, un sistema educativo correcto, un ecosistema saludable… y también un sistema ético solvente. El respeto a los valores de estos otros subsistemas se aprecia, desde la perspectiva teórica que venimos trazando, como beneficioso para los objetivos propios de la ciencia. El punto de equilibrio lo encontramos en la optimización de los objetivos propios de la ciencia, con renuncia a la simple maximización de los mismos.

Veamos, ahora, cómo se pueden articular estos equilibrios en el caso de la experimentación animal. Recordemos que hay dos grandes líneas de pensamiento al respecto: la que equipara a los seres humanos con los demás animales (o al menos con algunos de ellos) y la que establece una clara diferencia. Abogaré por esta última y, en consecuencia, buscaré fundamentos distintos para la ética de la investigación clínica sobre humanos y para la ética de la experimentación sobre otros animales. La primera ha de apoyarse en la dignidad de toda persona humana, la segunda en el valor de los animales.

2. La investigación clínica sobre seres humanos: dignidad y naturaleza humana

La conciencia de la necesidad de regulación de la investigación clínica se fue abriendo camino a partir de la Segunda Guerra Mundial. El Código de Nuremberg (1946) fue la primera regulación explícita de la investigación clínica sobre seres humanos. Este código incorpora la exigencia del consentimiento voluntario, que ha derivado en lo que actualmente se conoce como consentimiento informado. Esto supone un importante progreso y un reconocimiento patente de la dignidad de la persona sobre la que se investiga. Debe quedar claro, no obstante, que el requisito del consentimiento informado no es suficiente. Hans Jonas nos recuerda que hace falta algo más que controles formales. Se requiere, además, la presencia de virtudes en los agentes (Jonas, 1997, pp. 85 y 90). Estas son imprescindibles, junto con las regulaciones formales, para el buen funcionamiento de la investigación clínica.

Algunos de los valores e intereses presentes en la investigación clínica son de tal importancia que difícilmente podrían ser confiados, sin más, a una autorregulación (Jonas, 1997, p. 90). En especial, la dignidad de las personas tiene que ser preservada mediante una regulación estricta y legítima. De hecho, la voluntad de autorregulación de la comunidad médica y las regulaciones externas no son realidades en conflicto, sino más bien complementarias, pues las regulaciones promulgadas por diversos estados incorporan de un modo u otro el espíritu de la Declaración de Helsinki (1964) de la Asociación Médica Mundial.

En 1978 se hace público el Informe Belmont, donde aparecen los principios básicos de la investigación clínica y de la bioética médica: respeto a las personas, beneficencia y justicia. Posteriormente, otros bioeticistas han aclarado y completado la lista de principios éticos de la investigación clínica y de la bioética en general. Actualmente hay consenso en la aceptación de los principios de autonomía, beneficencia, no maleficencia y justicia.

Tiene especial importancia para nuestra reflexión la aparición a partir de los años setenta de los comités éticos de investigación científica, pues se trata de un nodo de interconexión institucionalizado entre varios subsistemas sociales (científico, técnico, jurídico, ético, sanitario, político…). Si repasamos las funciones de estos comités observamos una clara interacción entre aspectos científicos y éticos. Recordemos que los comités se denominan "éticos". Podríamos preguntarnos por qué habrían de conocer sobre aspectos metodológicos de la investigación, o sobre la competencia del equipo investigador, o sobre otras cuestiones de carácter científico y técnico. El convencimiento que subyace es que el primer requisito para que el sujeto de la investigación reciba un trato éticamente correcto es que el ensayo sea impecable desde el punto de vista científico. Dicho de otro modo, donde hay mala ciencia no puede haber buena ética: bad science, bad ethics.

En el otro sentido, no se puede hacer buena ciencia desde una actitud ética fraudulenta que restaría valor científico a los resultados. Y, sin llegar al extremo del fraude, es obvio que no se puede hacer investigación clínica de calidad en ausencia de unos mínimos éticos. Aquí podríamos completar el aserto anterior con este otro: bad ethics, bad science.

Todos estos principios y exigencias que rigen la investigación clínica tienen su fundamento en la naturaleza y dignidad propia de los seres humanos. Por las razones que veremos, dicho fundamento no es útil para regular la experimentación animal. En primer lugar, existen marcadas diferencias entre la naturaleza humana y la de cada uno de los animales. En segundo término, la noción de dignidad es aplicable al ser humano, pero no a los animales. Esto no quiere decir en absoluto que deban quedar desprotegidos los animales no humanos, sino que el fundamento para su protección hay que establecerlo en términos de valor.

Una exposición muy clara de la distinción entre dignidad y valor la encontramos en la obra de Adela Cortina (2009) titulada Las fronteras de la persona. El valor de los animales y la dignidad de los humanos. La autora se basa en la tradición kantiana para argumentar a favor de la dignidad humana. Según Kant, la autonomía del ser humano, que no solo actúa siguiendo normas o razones, sino que es capaz de revisar y criticar estas normas y de ponderar las razones, incluso de hacerlo en diálogo con otros, que, en suma, se da a sí mismo las normas, es lo que hace de él un ser dotado de dignidad. Cada persona constituye un fin en sí misma, no es intercambiable por ninguna otra cosa o persona, no puede ser tomada solamente como un medio, es decir, está dotada de dignidad. Entre otras cosas, esta dignidad funda la exigencia de consentimiento informado (o de tutela, en su caso) en toda investigación clínica.

Estas sugerencias de la tradición kantiana sobre la dignidad de la persona pueden ser reforzadas con otras procedentes de la tradición aristotélica. Las aportaciones de esta última tradición son importantes en lo que respecta a la noción de naturaleza humana. Existe actualmente un vivo debate sobre la naturaleza humana. No voy a entrar a fondo en el mismo1, tan solo mencionaré las posiciones más comunes -negación, naturalización, artificialización- y haré una propuesta propia a partir de la cual podamos avanzar hacia una genuina fundamentación de los principios bioéticos.

Entre las teorías de la naturaleza humana, destaca la idea de que el ser humano simplemente carece de naturaleza propia. Se trata, sin duda, de una exageración. El ser humano posee libertad y arbitrio, pero no está exento de condicionamientos de diverso tipo, entre los que cuentan aquellos que derivan de su propia naturaleza. Sin naturaleza humana no habría nada en común entre el ser humano y la propia naturaleza, ni entre los humanos mismos.

En el otro extremo -más bien en el otro exceso- encontramos las posiciones naturalistas radicales. Según estas, el ser humano es eso, naturaleza y solo naturaleza. La pregunta por el hombre tendría, así, una sencilla respuesta: cada uno de nosotros es un organismo de la especie Homo sapiens, un primate2.

Curiosamente, las posiciones que en principio parecen contrarias producen el mismo fruto, la artificialización del ser humano, y poseen similares raíces intelectuales. La convergencia de la naturalización y de la negación se aprecia ya en Nietzsche, uno de los autores que más influyen tanto en los negadores de la naturaleza humana, como en los partidarios de su radical naturalización. Esta conexión produce también una agenda similar: transhumanista, al estilo oxoniense, o poshumanista, al estilo continental. Desde ambas partes -negadores y naturalizadores- se propone una profunda modificación y artificialización del ser humano, "mejora" (enhancement), lo llaman. En última instancia, si la naturaleza humana es totalmente natural, entonces es técnicamente disponible; y si la naturaleza humana simplemente no existe, entonces tenemos la tarea de inventarla técnicamente. Las antropotecnias sin criterio están indicadas en ambos casos.

Mi propuesta se distancia de estas tres posiciones: negación, naturalización radical y artificialización de la naturaleza humana. En términos positivos, consiste en desarrollar una concepción de la naturaleza humana de inspiración aristotélica y próxima, por lo demás, al sentido común y la experiencia cotidiana. Para decirlo en breve, el ser humano sí tiene naturaleza, a saber, es un animal social racional (zoon politikon logon). El hecho de que seamos animales tiene hondas implicaciones. El viejo racionalismo desencarnado tendía a identificar el ser humano solo con la racionalidad. Hoy sabemos que esto fue un error. Si, por naturaleza, somos animales, ello significa, entre otras muchas cosas, que estamos situados en un entorno natural, en un mundo (Welt) que es para nosotros entorno (Umwelt). Significa también que somos vulnerables, susceptibles de daño y sufrimiento. Observemos que el hecho de ser vulnerables no nos hace menos humanos, sino que es parte de aquello en lo que consiste precisamente ser humano. Asimismo, nuestra condición animal debe hacernos recordar lo mucho que compartimos con los otros animales.

Nuestra condición social nos hace mutuamente dependientes y nos ubica en una determinada comunidad, la familia humana. Lo mismo que sucedía con la vulnerabilidad sucede con la dependencia, es decir, que no nos hace menos humanos, sino que es precisamente una parte de aquello en lo que consiste ser humano.

La racionalidad nos ubica en una nueva esfera espiritual. Incluye nuestra capacidad de pensar y de pensarnos, de reflexionar, de contemplar y de ponderar las razones para hacer y creer. Entiendo aquí lo racional en un sentido amplio y contemporáneo, que incluye e integra la inteligencia emocional, las aportaciones de la intuición, y en general la sensatez. Gracias al aspecto racional de la condición humana nos constituimos como sujetos autónomos, podemos darnos a nosotros mismos las normas y criterios, y aceptar o no de manera lúcida y libre aquellas orientaciones que recibimos de fuera. Nuestra capacidad de autonomía, tal y como lo vio Kant, arraiga en esta zona de lo humano.

La relación de la naturaleza humana con los principios bioéticos empieza a parecer evidente. Nuestra condición animal, que implica vulnerabilidad, da base a los principios de no maleficencia y beneficencia; nuestra condición social, que nos hace mutuamente dependientes, al de justicia, y nuestra condición racional, que nos hace autónomos, al principio bioético de autonomía.

Lo interesante del caso es que estas tres dimensiones de lo humano no son reductibles entre sí ni están meramente yuxtapuestas. Su relación mutua viene mejor descrita por el término integración: cada una de ellas impregna completamente a las otras dos. Por lo mismo, incluso la animalidad y sociabilidad de los animales no humanos son diferentes a las características análogas de los humanos, dada la diferencia crucial en cuando a la racionalidad.

3. La experimentación con animales

Por todo lo antedicho, parece una empresa desesperada la de fundar los principios éticos de la experimentación animal en la supuesta igualdad entre animales y humanos, y en el otorgamiento de derechos a los animales no humanos. Esta línea de fundamentación, según trataré de argumentar, perjudica a los humanos sin favorecer a los demás animales.

La fundamentación más firme que se puede establecer para la protección de los animales de experimentación la hallaremos en el concepto de valor. Según apunta Kant en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, "en el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente, en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad" (2007, pp. 47-48). Los seres humanos tienen dignidad, las cosas, precio. Pero nuestro problema es que los animales parecen tener algo intermedio entre dignidad y precio. En cierto modo también son fines en sí mismos. Cada uno de ellos ordena su constitución y comportamiento a su propia supervivencia y reproducción. No se puede decir que sean exactamente sustituibles unos por otros, ni tampoco que sean estrictamente objetos sobre los que se pueda tener propiedad. Quienes trabajan con animales de laboratorio son conscientes de esta condición intermedia de dichos seres. No son como los seres humanos, pero tampoco como los matraces o las sillas.

Esta posición de los animales se puede captar adecuadamente a través del concepto de valor. Tienen, por supuesto, un valor utilitario, que se puede calcular como precio, pero también poseen un valor propio, intrínseco o inherente, que no es equivalente a ningún precio. Los principios que rigen la experimentación con animales deben atender a estas dos fuentes de valor.

3.1 Igualitarismo anti-especista y derechos de los animales

La fundamentación igualitarista ha sido intentada por Peter Singer y sus seguidores. Según este pensador, deberíamos ampliar lo que llama el círculo de los iguales hasta incluir en el mismo a todos los sintientes, sin discriminación por motivo de especie. Obsérvese que este movimiento resta relevancia moral a todos los seres vivos no sintientes. Al margen de ello, la clave de bóveda del mismo es el llamado antiespecismo.

El especismo sería, según Peter Singer, una forma de discriminación similar al racismo o al sexismo, y por tanto, injusta. Como antiespecista, pide que no se discrimine a ningún viviente en función de la especie a la que pertenece. Aquí se abre ante nosotros la alternativa conocida como "dilema del anti-especista": o bien no ejercemos ninguna discriminación entre los vivientes, o bien discriminamos en función de algún otro criterio distinto de la especie.

Obviamente el primer camino del dilema resulta intransitable, y el segundo nos obligaría a buscar algún criterio de discriminación independiente de la especie. Por ejemplo, podemos discriminar en función de las capacidades intelectuales de cada ser vivo. Mas, de obrar así, estaría en riesgo la igualdad básica entre los seres humanos, pues tal criterio de discriminación debería ser aplicado también a los humanos, sin hacer una excepción por su pertenencia a la especie humana. Si hiciésemos tal excepción recaeríamos en el especismo.

Esta segunda vía del dilema puede resultar terrible moralmente y, desde luego, es impresentable desde el punto de vista político, ya que equivaldría a sancionar la desigualdad de los humanos en cuanto a su dignidad y valor. Sin embargo, esta es la vía que adopta Singer en tanto que filósofo. Para él no todos los humanos son igualmente valiosos, hasta la gravedad del asesinato se mide según el ser humano asesinado. Acaba incluso por justificar el infanticidio:

La vida de un recién nacido - afirma Singer - tiene menos valor que la de un cerdo, un perro o un chimpancé […] No considero que el conflicto entre la posición que he adoptado y tan ampliamente aceptadas opiniones sobre la santidad de la vida infantil sea motivo para abandonar mi posición. Creo que es necesario cuestionar esas opiniones de tan amplia aceptación […] Nada de todo eso demuestra que la matanza de un niño sea tan mala como la de un adulto (inocente) (1998, pp. 155-160).

Pero, si las premisas de Singer llevan a las conclusiones que él extrae, tan absolutamente contrarias a la sensatez, es prueba suficiente de que son falsas.

En mi opinión, la raíz del problema está más atrás, en la caracterización que Singer hace del especismo, tanto en el plano conceptual como en el histórico. Una vez que ha construido la figura inaceptable del especismo como forma de discriminación injusta, el anti-especismo parece obligado, y el dilema sin posible salida llega necesariamente. Sin embargo, el calificativo de "especista" solo afecta a quien pone la discriminación moral en función de la especie, entendida esta en un sentido estrictamente biológico. Pero la transposición directa de un concepto de la biología a contextos morales y políticos no está justificada.

Ni santo Tomás ni Kant, a los que Singer critica, pensaron su filosofía moral para una entidad como la especie Homo Sapiens, y es una desfiguración injusta de sus posiciones el atribuirles anacrónicamente algo así. Ninguna declaración de derechos, desde la Revolución Francesa en adelante, se pensó para una especie en el sentido biológico de la palabra, ninguna utiliza siquiera esta terminología. Simplemente no existen los derechos del Homo Sapiens, sino los derechos del hombre y del ciudadano, o los derechos humanos. Categorías morales como la familia humana, la humanidad o el género humano, presentes en la tradición filosófica que Singer critica, nunca fueron pensadas como taxones biológicos, sino como nombres adecuados para la concreta comunidad de los seres humanos.

El concepto biológico de especie en contextos morales introduce más confusión que otra cosa. La noción de especie pertenece hoy a la biología, y ya dentro de esta ciencia es considerablemente compleja y polémica3. Es obvio que en contextos éticos cuentan principalmente los organismos individuales y las poblaciones, que a diferencia de las especies son entidades concretas. Por tanto, cuando queramos referirnos a los seres humanos en su conjunto es preferible utilizar una expresión con claras connotaciones morales, como "familia humana", tal como hace en su preámbulo la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (1948). Esta expresión no trae consigo toda la polémica complejidad técnica de la noción de especie. La familia humana es una entidad concreta, localizada en el tiempo y en el espacio, mientras que la especie Homo sapiens puede ser vista perfectamente como una idea abstracta. El llamado problema del especismo tiene sus raíces en esta confusión categorial. La coespecificidad no es una relación que conlleve necesariamente vínculos emotivos, sociales, afectivos y morales, mientras que la pertenencia a una misma familia sí.

Por último, tendremos que atender a la idea de que el respeto hacia los animales se puede fundar en algún tipo de declaración de derechos. La presencia pública de esta posición se sustancia principalmente a través del Proyecto Gran Simio (PGS), promovido entre otros por Peter Singer. Curiosamente, el mismo pensador que en el terreno académico se declara anti-especista promueve el Proyecto Gran Simio en el terreno del activismo político. Dicho proyecto es obviamente especista4. Lo es porque reclama derechos para una serie de animales precisamente en función de su pertenencia a ciertas especies concretas (Gorilla gorilla, Pan troglodytes, Pan paniscus y Pongo pygmaeus). Se podría decir que, a la larga, este otorgamiento de derechos a los grandes simios acabaría beneficiando a los miembros de otras especies. Como estrategia política podría incluso ser astuta, pero sigue siendo obviamente especista y anti-igualitaria: si eres un gorila recibirás beneficios ahora, si eres un mandril o un delfín tendrás que esperar.

Veamos el análisis que hace el primatólogo Frans de Waal. Según él, ya se está produciendo en la sociedad un avance significativo en cuanto el trato que se da a los animales, y en especial a los primates.

Dado que me siento próximo a los animales con los que trabajo -nos dice Frans de Waal-, me alegro de este desarrollo […] Al mismo tiempo debo expresar cierto malestar ante los intentos de formular estas cuestiones en términos de derechos […] Una propuesta particularmente radical es la de Paola Cavalieri y Peter Singer […] En mi opinión, el planteamiento de Cavalieri y Singer refleja una profunda condescendencia. ¿De veras hemos llegado al punto en que el respeto por los simios se defiende de un modo más eficaz si los retratamos como disminuidos psíquicos con un traje peludo? Y ya que estamos, ¿por qué no clasificamos a un babuino como un simio con una deficiencia mental? Sería el cuento de nunca acabar: si otorgamos a los simios una posición de igualdad sobre una base tan cuestionable, nos será imposible excluir a las cucarachas […] Por muy bien intencionada que sea la preocupación por los derechos de los animales, a menudo esta se presenta de una manera que puede llegar a enfurecer a cualquiera que, además de preocuparse por los animales, también se preocupa por la gente (1997, pp. 275-77).

3.2 El valor de los animales

A pesar de todo lo dicho hasta aquí, el planteamiento de Singer y del PGS presentan algún aspecto positivo, en lo que tienen de justa protesta contra el sufrimiento animal y de llamada a la compasión. La cuestión es si se puede apoyar el bienestar animal sin caer en las consecuencias antihumanistas y antihumanitarias de Singer. Yo creo que sí. Se debe y se puede buscar otro fundamento para abogar contra la crueldad, un fundamento que no nos conduzca al desprecio de la vida de los humanos más débiles. Necesitamos un fundamento articulado desde una cultura de la vida. De lo contrario, tras la liberación racial y de las mujeres, tras la liberación de los animales, tendremos que abordar la liberación de los humanos más indefensos y dependientes. Por añadidura, las bases filosóficas que ahora propondré no niegan valor intrínseco a los seres naturales carentes de sensibilidad, cosa que sí hace la ética de Singer.

Las bases filosóficas que propongo para abordar la cuestión proceden de la obra de Aristóteles y de la de algunos neo-aristotélicos contemporáneos, especialmente Hans Jonas y Alasdair MacIntyre. Obviamente no es este el marco para una exposición minuciosa de las ideas éticas de estos tres autores, pero sí podemos destacar aquellas que pueden resultar más útiles para la cuestión que estamos tratando.

En primer lugar, cabe recordar que Aristóteles es universalmente considerado como uno de los fundadores de las ciencias biológicas, y muy especialmente de la zoología, tanto como de la ética filosófica. Además, la aproximación del griego al estudio de los vivientes nunca fue un ejercicio solo de la fría y abstracta razón, sino que a lo largo de toda su vida observó con dedicación compasiva el comportamiento de los animales. Aportaré una sola cita a título de ilustración, pero podría traer infinidad de ellas en el mismo sentido:

Se citan una multitud de hechos que demuestran la dulzura y familiaridad de los delfines, y en particular de sus manifestaciones de amor y pasión por sus hijos […] Se vio un día a un grupo de delfines, grandes y pequeños, seguidos a poca distancia de otros dos que nadando sostenían, cuando se hundía, a un delfín pequeño muerto, ellos lo levantaban con su dorso, como llenos de compasión, para impedir que fuera presa de algún animal voraz (Aristóteles, Historia Animalium, 631a 8 y ss.).

Este es Aristóteles, no un filósofo racionalista moderno de los que consideran, desde la distancia de la abstracción, que los animales son simples máquinas, sino un zoólogo que aprecia delicadamente las peculiaridades de los animales, a los que atribuye alma, emociones e incluso un cierto tipo de phrónesis. Parece, pues, que las obras del griego son una fuente prometedora de inspiración para abordar las cuestiones éticas que aquí nos preocupan.

En segundo lugar nos interesa Aristóteles como filósofo integrador, no jerarquizador, como filósofo del justo término medio. Me explico: la ética aristotélica y su antropología, ambas íntimamente conectadas, buscan una integración adecuada de la razón y la tradición, es decir, del pensamiento crítico racional y de los usos, costumbres y valores de una determinada sociedad. Aristóteles considera siempre con respeto la perspectiva del sentido común, es capaz de tomarla como punto de partida de la reflexión, como elemento de contraste para sus conclusiones, pero también es capaz de distanciarse críticamente de la misma para perfeccionarla. Juega, por decirlo con terminología contemporánea, a la integración de tradición y crítica mediante una suerte de equilibrio reflexivo, y rechaza la simpleza de la jerarquización. La ética de Aristóteles se escribe desde la sensatez de la moderación, del justo término medio, y en lo político genera un espíritu reformista y nunca revolucionario. Cualquier aristotélico consideraría como una señal de alarma lo que a Singer le trae sin cuidado, a saber, el choque con las "tan ampliamente aceptadas opiniones sobre la santidad de la vida infantil". Cualquier aristotélico pararía mientes antes de hacer propuestas que chocan frontalmente con las bases del ordenamiento jurídico de la sociedad occidental. Cualquier aristotélico preferiría mejorar el trato que damos a los animales mediante reformas progresivas antes que la revolución que procla-man los defensores del PGS.

En el terreno antropológico, Aristóteles también prefiere la integración antes que la jerarquización, integración esta vez de razón y sentimiento: "Inteligencia deseosa o deseo inteligente, esta clase de principio es el hombre" (Ética Nicomaquea, 1139b 4-6). Singer y el PGS se sitúan, por el contrario, en la línea del emotivismo humeano, en la convicción de que "la razón es y debe ser solamente la esclava de las pasiones" (D. Hume, Tratado sobre la naturaleza humana, 2, 3, 3). No hay aquí integración, sino simple ordenación jerárquica de fines a medios, sometimiento de una razón instrumental y calculadora a la constelación de emociones y compasiones. En este terreno, de nuevo hay algo que aprender de la ética aristotélica. Entiendo que es mejor esta alternativa integradora que el círculo jerarquizador que encontramos en Singer. Este arranca de la base emocional, de la compasión que sentimos ante el dolor de los animales. A partir de ahí, y al servicio de este sentimiento, pone en marcha una maquinaria racional que acaba conduciendo a conclusiones socialmente extravagantes, políticamente radicales, jurídicamente revolucionarias, rayanas en la crueldad con los humanos más débiles y dependientes. Semejante choque debe resolverse, en opinión de Singer, por sometimiento de la realidad social, de los usos y valores vigentes, a sus abstracciones lógicas que, a su vez, nacen ya sometidas a su particular universo emocional.

De un neo-aristotélico como Hans Jonas, en cambio, podemos obtener un valiosísimo instrumento filosófico que evita la proliferación descontrolada de nuevos sujetos de derechos, y ello sin desproteger un ápice los intereses de los seres vivos, humanos y no humanos. En su libro El principio de responsabilidad desarrolla una teoría del valor intrínseco de todos los seres vivos. Jonas propone ir la raíz metafísica de la cuestión, es decir, a la pregunta por la primacía del ser sobre el no-ser. Se pregunta por qué el ser tiene valor, por qué es mejor que el no-ser. La respuesta es que solo en lo que es puede haber valor, de modo que esta mera posibilidad es ya un valor que hace preferible el ser a la nada, es decir, que lo hace mejor y por tanto preferible. Dicho de otro modo, solo puede haber algo bueno si hay algo, de modo que obrar a favor del ser es obrar, por lo pronto, a favor de la posibilidad del bien: "Hay que observar que la mera posibilidad de atribuir valor a lo que es, independientemente de lo mucho o lo poco que se encuentre actualmente presente, determina la superioridad del ser sobre la nada" (Jonas, 1995, pp. 95-96). Pero este valor del ser no se da por igual en todas las sustancias naturales. Unas pueden ser más plenamente que otras y, en consecuencia, variará su valor por la variación de su mera posibilidad de sustentar valores. Jonas formula esta idea en términos de la capacidad de cada sustancia para tener fines, y en el caso del hombre también para proponerse fines:

En la capacidad de tener en general fines podemos ver un bien-en-sí del cual es instintivamente seguro que es infinitamente superior a toda ausencia de fines en el ser […] Que de aquí se sigue un deber […] es algo que resulta analíticamente del concepto formal de bien en sí (1995, pp. 146-147).

Contamos con la profunda intuición moral de que el ser vale más que el no ser, que los vivientes valen más que las cosas no vivas y que no todos los vivientes valen lo mismo, que no todos poseen el mismo valor intrínseco ni merecen el mismo trato. Nos parece que no es lo mismo dañar a un simio que a un vegetal, nuestros sentimientos no son iguales ante el exterminio de un ave que ante el de un virus. Pero la ética, que debe tomar en consideración los sentimientos, las emociones y las intuiciones morales, no debería limitarse a eso, pues no siempre constituyen una buena guía. La búsqueda de la claridad exige una adecuada base científica y filosófica. Las ideas de Jonas justifican intelectualmente el valor de los vivientes y la gradualidad del mismo sin acudir para nada al concepto de especie. Además, como él afirma, del reconocimiento del valor intrínseco de los vivientes se siguen inmediatamente deberes. Por supuesto, estos deberes atañen solo a los seres humanos, los únicos capaces de atribuirse deberes. Sobre la base de estos deberes, la más firme que pueda haber, en un tercer paso podemos reclamar para los seres humanos los derechos adecuados para que puedan cumplir dichos deberes.

En resumen, tenemos el siguiente trayecto: i) reconocimiento del valor intrínseco y gradual de todos los seres, y en especial de los vivientes; ii) reconocimiento de los deberes que de ahí se derivan para el ser humano, iii) reconocimiento de los derechos que faciliten el cumplimiento de los deberes. En este planteamiento, como parece sensato, el sujeto de los derechos es siempre el ser humano, que podrá tener derecho a reclamar protección para los vivientes en el grado que les corresponda según su valor. Este será muy alto en el caso de los primates, los cetáceos, los elefantes, los perros y otros animales dotados de una notable inteligencia, además de cierta vida emocional y social.

Esta solución presenta varias ventajas respecto a la línea del igualitarismo y de los derechos animales: es más coherente y fundada desde el punto de vista filosófico, no choca contra los usos político-jurídicos, pues el sujeto de derecho sigue siendo siempre un ser humano, protege no solo a los sintientes, como haría Singer, sino a todos los vivientes, en puridad a todos los seres naturales, y a todos en función de su grado objetivo de valor.

Para cerrar este apartado quisiera traer, como complemento a lo dicho por Jonas, algunas ideas de Alasdair MacIntyre, expuestas en su libro Animales racionales y dependientes. Como en el caso de Aristóteles y en el de Jonas, también respecto de MacIntyre cabe recordar que no estamos ante un "peligroso antropocentrista", ni ante un mecanicista que niegue todo valor intrínseco a los otros animales. Si Aristóteles atribuye alma a todos los vivientes, si Jonas propone la atribución de valor intrínseco a todos ellos, MacIntyre (2001) atribuye incluso razón práctica a los delfines y dedica un capítulo entero a ponderar su más que notable inteligencia. La interpretación que MacIntyre hace del pensamiento de Aristóteles y de santo Tomás en lo tocante a la naturaleza de los animales es mucho más ajustada y rigurosa que la de Singer. De hecho, las anotaciones históricas que Singer hace sobre el especismo son claramente simplificaciones contaminadas de anacronismos.

Santo Tomás sigue en esto el argumento de Aristóteles -concluye MacIntyre-. Los animales no humanos, admite, 'se mueven por preceptos' y en ocasiones aprenden de la experiencia pasada y reconocen una u otra cosa como amigable u hostil. En virtud de su naturaleza y de esa capacidad para aprender, son capaces de realizar lo que santo Tomás denomina 'juicios naturales'. De manera que manifiestan lo que santo Tomás llama 'una apariencia de razón' y 'participan de' lo que denomina una 'prudencia natural' (2001, p. 73).

Pero mi objetivo central al citar aquí a MacIntyre es buscar unas bases filosóficas sólidas para el respeto a los derechos humanos en toda su extensión, es decir, el respeto de los derechos de todos los seres humanos, y muy especialmente los de las personas más vulnerables y dependientes. El "nosotros" del sujeto moral incluirá también a las personas no perfectamente autónomas, dependientes, porque personas dependientes en algún momento de la vida somos todos. Incluir en el círculo de los iguales a las personas discapacitadas es trazar correctamente el círculo de los iguales, pues los discapacitados en cierto sentido somos todos y esto no depende de ninguna consideración especista.

Ahora vemos con claridad que el especismo y el anti-especismo, así como todas las consecuencias desagradables de ambos, sobrevienen únicamente por la confusión de categorías biológicas, como la especie, con categorías morales, como la comunidad o la familia, desde la nuclear a la entera familia humana. Trabajando con categorías morales, MacIntyre establece adecuadamente las bases de la igualdad entre todos los humanos. Reflexionemos: la tutela de los humanos discapacitados la ejercen normalmente sus padres o familiares, de un modo natural se insertan en la comunidad a través de personas que velan por sus intereses. De hecho, nacen ya insertos en comunidades humanas. El tratar a los otros animales como discapacitados humanos no deja de ser un contrasentido, nos obliga a introducirlos en una comunidad política que no es la suya, a hacerlos ingresar de modo forzado y contrario su naturaleza en las instituciones humanas, y nos enfrenta al absurdo problema de asignarles arbitrariamente un tutor.

"Hay individuos -escribe MacIntyre- cuya discapacidad extrema es de tal naturaleza que solo pueden ser miembros pasivos de una comunidad […] incluso cuando uno está discapacitado de tal modo que no puede emprender proyectos valiosos, también merece un cuidado atento" (2001, pp. 150 y 160). Estas consideraciones de MacIntyre nos permiten salvaguardar la igualdad entre los miembros de la familia humana, sin necesidad de escalar el valor de cada individuo en función de su inteligencia o sensibilidad. Son los nexos de familiaridad, la pertenencia de modo natural a una cierta comunidad -ya que el hombre es por naturaleza un animal político- la que confiere a todos y cada uno de nosotros los mismos derechos y nos instala en el círculo de los iguales.

Esta constatación no debe llevar aparejado el desprecio hacia el resto de los seres. Al contrario, desde el fortalecimiento de una comunidad humana en la que se reconozcan y respeten los derechos de todos, será más fácil arbitrar medidas de protección para evitar la destrucción y, en su caso, el sufrimiento, no solo de los grandes simios, sino también del resto de los seres naturales. Y, como hemos visto, esto se puede hacer, de hecho ya se está haciendo, sin necesidad de incluir arbitrariamente en las comunidades humanas a todos los animales.

Conclusiones

La ciencia no consta solo de resultados, sino también de acciones llevadas a cabo por personas. Por ser acción personal, la ciencia nos plantea problemas de carácter ético. En especial, cuando la investigación científica se lleva a cabo sobre seres vivos nos encontraremos con problemas de carácter bioético. Si es verdad que se requiere un cierto control ético de la actividad científica, también lo es que dicha actividad exige un cierto margen de autonomía. Se impone, pues, una suerte de equilibrio entre autonomía y control que hemos tratado de encontrar mediante un enfoque sistémico. Desde este enfoque hemos descubierto que la ciencia ha de respetar los valores propios de otros subsistemas de su entorno, y ello por razones sistémicas, es decir, en busca de la propia eficacia de la empresa científica.

Cuando se trata de experimentar sobre humanos u otros animales, el equilibrio entre la autonomía de la ciencia y el control ético sobre la misma se vuelve especialmente importante y delicado. En el caso de la investigación clínica sobre seres humanos, hemos visto que el mejor fundamento para el correcto equilibrio está en el reconocimiento de la dignidad de las personas y en el respeto a su naturaleza humana.

En el caso de la experimentación animal nos topamos con un encendido debate. Para algunos, el fundamento de los principios morales de la experimentación con animales hay que buscarlo en el igualitarismo anti-especista y en el otorgamiento de derechos a ciertos animales. Sin embargo, esta propuesta, como hemos visto, carece de coherencia interna y produce consecuencias indeseables para muchos seres humanos, y muy particularmente para los más vulnerables y dependientes.

Una propuesta alternativa de fundamentación la encontramos en la tradición aristotélica, representada hoy día por autores como Hans Jonas y Alasdair MacIntyre, y coincidente, por otra parte, con el sentido común. Se trata de reconocer y graduar el valor intrínseco de los animales. A partir de ahí podemos establecer nuestros deberes para con ellos en función de dicho valor. Los titulares de derechos, en cambio, serán siempre los seres humanos, y todos ellos por igual dada su igual dignidad.

Sobre este fundamento se pueden establecer estrategias y medidas legislativas reformistas y sensatas, en pro del bienestar animal (animal welfare) y para la evitación del sufrimiento, sin necesidad de apelar a supuestos derechos animales (animal rights). De hecho, ya se están poniendo en marcha en muchas partes del mundo reformas legislativas y estrategias sensatas, como por ejemplo la conocida como estrategia de las tres erres, que posibilitan al mismo tiempo el desarrollo de la investigación científica y el respeto hacia los animales. Dichas estrategias pueden encontrar su fundamento y sentido en la tradición aristotélica a la que hemos apelado5.


Pie de página

1 Acerca del debate actual sobre la naturaleza humana puede verse Marcos (2010).

2 Una clara exposición de esta teoría puede verse en Mosterín (2006).

3 Véase al respecto Marcos (2008).

4 Véase al respecto Marcos (2007).

5 Un estudio muy completo de las posibilidades de la tradición aristotélica para fundar la bioética de la experimentación animal puede verse en la tesis doctoral de Luis Fernando Garcés Giraldo (2014).


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