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Revista Lasallista de Investigación

Print version ISSN 1794-4449

Rev. Lasallista Investig. vol.11 no.2 Caldas July/Dec. 2014

 

Artículo de reflexión / Reflection article / Artigo Reflexão

Ciudadanía, Identidad Nacional y Estado-Nación *

Citizenship, national identity and nation-state

Cidadania, identidade nacional e estado-nação

Raúl Andrés Jaramillo Echavarría**

* Este artículo es el resultado del proyecto de investigación: ¿Quiénes éramos nosotros?, del grupo de investigación Filosofía y Cultura, de la Universidad de Caldas. Proyecto que se encuentra adscrito y financiado por la Vicerrectoría de Investigaciones y Postgrados de la Universidad de Caldas. Manizales, Caldas, Colombia. Además, el artículo es el resultado de las discusiones del seminario 'Egalitarianism' del IAS de Princeton y del panel de discusión del proyecto 'Money, Credit, and Debt' de Interactivity Foundation.

** Graduado en Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario. Actualmente. Certificate in Refugees and Humanitarian Emergencies y Master of Laws in International Legal Studies.

Correspondencia: Raúl Andrés Jaramillo Echavarría, e- mail: indexing@imedpub.com.

Artículo recibido: 01/03/2014 Artículo aprobado: 31/10/2014


Resumen

El concepto de Estado-nación como una comunidad imaginada ha ganado importancia en la literatura durante la última década. ¿Cómo construir la identidad nacional? ¿Qué se entiende por ciudadanía? Estas preguntas serán analizadas en el presente artículo. Por medio de un método de descripción y análisis de estos fenómenos, nos centraremos en la construcción discursiva de ciudadanía. Al centrarnos en la construcción discursiva de ciudadanía e identidad (nacional), este estudio abre una nueva perspectiva acerca del análisis histórico-discursivo, que hasta ahora solo se ha preocupado por la construcción discursiva en torno a la diferencia.

Palabras clave: acto discursivo, autogobierno popular, ciudadano, ciudadanía, comunidad imaginada, comunidad política, Estado-nación, nacionalidad.


Abstract

The nation-state concept as an imagined community has gained relevance in the literature during the last decade. How can national identity be built? What is understood as citizenship? These questions will be analyzed in this paper. By the use of a description and an analysis of these phenomena, we will focus on the discursive construction of citizenship. By focusing on the construction of citizenship and (national) identity, this study opens a new perspective of the historical-discursive analysis, which so far has only been focused on the discursive construction concerning difference.

Key words: discursive act, popular self-government, citizen, citizenship, imagined community, political community, nation-state, nationality.


Resumo

O conceito de Estado-nação como uma comunidade imaginada ganhou importância na literatura durante a última década. Como construir a identidade nacional? Que se entende por cidadania? Estas perguntas serão analisadas no presente artigo. Por meio de um método de descrição e análise destes fen ômenos, nos centraremos na construção discursiva de cidadania. Ao centrar-nos na construção discursiva de cidadania e identidade (nacional), este estudo abre uma nova perspectiva a respeito da análise histórica-discursivo, que até agora só se preocupou pela análise da construção discursiva em torno da diferença.

Palavras importantes: ato discursivo, autogoverno popular, cidadão, cidadania, comunidade imaginada, comunidade política, Estado-nação, nacionalidade.


I Introducción

¿Qué es ser ciudadano?, y, ¿qué significa ser miembro de una comunidad política? El concepto de ciudadano y su rol dentro de una comunidad han sido objeto de debate desde la antigua Grecia. La ciudadanía no es un concepto analítico claro y estable, sino que ha sido constantemente modificado a través de las prácticas políticas, y acomodado de acuerdo con las cambiantes situaciones históricas.

El concepto 'ciudadano' se deriva del latín civis o civitas, es decir, miembro de una ciudad-Estado antigua, especialmente de la república romana. Empero, civitas es una representación romana del término griego: polites, miembro de una polis griega. Los polites (concepción aristotélica) era la persona que, viviendo en la ciudad, participaba en los procesos políticos y económicos, alguien que podía gobernar y, a su vez, ser gobernado. Asimismo, históricamente la ciudadanía fue concebida como la demarcación de una comunidad urbana de iguales. Para los griegos no existía una clara distinción entre lo moral y lo legal. El ciudadano era, esencialmente, un ser político, de lo cual se desprendían obligaciones tanto morales como legales.

La ciudadanía era un privilegio hereditario que, además, incluía el derecho al voto -de elección y de nombramiento o a ser jurado- y, en general, a participar en los debates políticos como miembros iguales de la comunidad. Pero dado que la polis se basaba en un principio restringido de igualdad, esta configuración social excluía a la mayor parte de la población de participar en los asuntos públicos.

Así pues, desde sus orígenes, el término 'ciudadano' conllevó la exclusión porque no todos estaban en posesión del mismo. De hecho, la mayoría de los habitantes de Atenas incluidos los extranjeros -como el propio Aristóteles- no tenían derecho a participar de los beneficios que otorgaba la ciudadanía, ya que una ciudadanía que fuese más amplia o inclusiva tenía menos recursos para ofrecer a todos los ciudadanos. Por consiguiente, debía limitarse. En este orden de ideas, los griegos prefirieron una ciudadanía que condujese a la exclusión con el fin de restringir los recursos sociales y los derechos políticos a un pequeño número de personas privilegiadas. Así que la exclusión podría tomar la forma de ostracismo del territorio geopolítico o subordinación a la condición de no ciudadano, así como compartir el destino de los esclavos, las mujeres y los niños (Lape, 2010).

Con base en lo anterior, el significado de ciudadano como sujeto de derechos políticos que participa de forma activa en los procesos de autogobierno popular es el primer y más antiguo significado de ciudadanía, por lo que 'ciudadanía' es conceptualmente inseparable de la gobernanza política. Este viejo ideal de ciudadanía como autogobierno popular sigue desempeñando un papel importante en el discurso político moderno y ha servido, a menudo, como fuente de inspiración e instrumento político para lograr una mayor inclusión y participación democrática en la vida política. Sin embargo, por esa misma razón, el concepto de ciudadanía es con frecuencia políticamente amenazante para muchos gobernantes que intentaron o intentan suprimir o redefinir dicho concepto.

Este fue, por ejemplo, el caso de los romanos donde la ciudadanía llegó a tener un significado diferente al establecido por Aristóteles para los griegos. En principio, la ciudadanía romana también llevaba consigo el derecho a participar en la asamblea legislativa, la cual había sido el sello distintivo de la ciudadanía ateniense, pero a medida que la participación en dicha asamblea se hizo cada vez más concurrida y poco práctica para la mayoría de los habitantes imperiales, la ciudadanía romana se convirtió, esencialmente, en un estatuto jurídico que se definió por la pertenencia a la comunidad política romana, es decir, la res publica (Smith, 2004).

La res pública proporcionaba el derecho a la tutela judicial por parte de los soldados romanos y de los jueces a cambio de la lealtad a Roma. Por consiguiente, el individuo era visto ante los ojos de la ley como un ser legal, sujeto de derechos, otorgándole un reconocimiento más fuerte a la ciudadanía, la cual fue comprendida como una cuestión de igualdad formal ante el dominio público. No obstante, no existía una relación tan fuerte entre política y ciudadanía que se derivase de las prácticas reales de autogobierno.

Sin embargo, y a pesar de lo anterior, la concepción romana de ciudadanía trataba de preservar el vínculo -con el énfasis griego de la participación en la vida pública-, pero más conectado con la necesidad de una regulación legal de los derechos de propiedad en una sociedad más compleja que la polis griega. Así, en la sociedad romana, la ley y la propiedad se convirtieron en los indicadores fundamentales de la 'ciudadanía', lo que significó la participación de la comunidad en el desarrollo del denominado Common law.

No obstante, la concepción moderna de ciudadanía se ha suscitado gracias a las revoluciones anti-monárquicas que dieron origen a las primeras repúblicas modernas, incluyendo la efímera Commonwealth del siglo XVII y la república francesa de finales del siglo XVIII, así como los Estados Unidos. Por lo que en el siglo XVIII, en Francia y América del Norte, el concepto de ciudadano se entendió una vez más como aquel que concebía a una persona involucrada en los procesos políticos de autogobierno, al igual que ocurría en el imperio romano.

A su vez, la concepción de ciudadano implementada por estos nuevos Estados tiene su origen en las experiencias de las ciudades-Estado italianas del Renacimiento, las cuales habían logrado tanto su independencia como una medida significativa del concepto de autogobierno popular. Empero, a diferencia de las ciudades-Estado italianas renacentista, los ciudadanos de las 'repúblicas modernas' rechazaron los gobiernos de las familias monárquicas y aristocráticas hereditarias -caso Medici u Orsini-, en favor de una comunidad más igualitaria en lo que a política se refiere, implementando el concepto de democracia participativa. Por otra parte, en las repúblicas modernas, la autonomía de los ciudadanos no se llevó a cabo en ciudades-Estado, sino dentro de los denominados Estados nacionales (Roche, 1992).

Los Estados nacionales fueron conformados por poblaciones sustancialmente más grandes, y sus ciudadanos no podían estar cara-a-cara y tener conocimiento el 'uno del otro' como ocurría en la asamblea ateniense o romana, por lo que solo se encontraban vinculados a través de lazos simbólicos. Estas 'comunidades imaginadas' podían participar de forma activa en el autogobierno, en todo caso, tan solo a través de la utilización de los sistemas de representación que se convirtieron en un rasgo distintivo de las sociedades modernas.

Por tanto, la forma básica de la ciudadanía moderna se basó en la idea universalista de igualdad jurídica, al mismo tiempo que se cambió el significado de ciudadanía -como demarcación exclusiva de un grupo privilegiado de personas- por la inclusión continua del pueblo (δῆμος), haciendo a la democracia más expansiva y menos exclusiva.

II

El concepto moderno de ciudadanía surgió con la creación de un sistema internacional de Estados y se ha formalizado e institucionalizado a través del ordenamiento jurídico de cada uno de ellos. Por ende, la ciudadanía moderna nace de ciertos derechos y obligaciones que el Estado les otorga a las personas que se encuentran bajo su autoridad y jurisdicción. Asimismo, con el desarrollo de las estructuras administrativas avanzadas del sistema de gobierno nacional, el Estado fue capaz de movilizar a la ciudadanía con base en el nacionalismo. Por eso, el nacionalismo consiste en una demanda colectiva de 'nación ' lo que implica psicológicamente un reclamo de 'grupalidad', que por lo general se articula en una definición y legitimación del grupo y de sus límites basados en la interdependencia histórica, territorial, lingüística, religiosa o cultural, entre sus miembros. Todo esto viene aunado a un mensaje de diferenciación intergrupal, así como de reclamaciones territoriales.

Por esta razón, el nacionalismo implica un proceso de construcción social, por lo que las diferencias existentes entre los miembros de los diferentes grupos están dotadas de significado psicológico, de tal manera que las categorías se convierten en parte de un programa cognitivo de representación colectiva en el que el grupo ahora pasa a ser una 'unidad', mas no una masa, con una percepción diferenciadora de otras unidades (Smith, 2002).

La nación de hecho constituye la categoría más frecuentemente invocada para la construcción de 'identidad' a pesar de la difusión masiva de los discursos trans y supranacionales. Para muchos, 'nación ' es un punto de estabilidad y referencia en un mundo en constante movimiento, donde la fragilidad de los vínculos sociales y la inseguridad existencial contribuyen a los sentimientos de impotencia e ineficacia. Pero como la 'nación ' es necesariamente una comunidad imaginada, su cohesión debe definirse y ejecutarse en términos de símbolos y valores que, a su vez, implican una definición normativa de los criterios de inclusión.

Es por ello que la nación es, particularmente, sensible a las amenazas en contra de sus valores y creencias fundamentales. El deseo de excluir a los miembros de ciertas categorías sociales se basa en la idea de que la nación debe ser protegida contra las personas que potencialmente podrían poner en cuestión los valores vistos por la mayoría de la población nativa como los bloques fundamentales de cohesión nacional.

La construcción de 'nación ', por tanto, implica una redefinición constante de lo que es y de lo que no es comunidad política. En el plano legal, los procesos de inclusión y exclusión se basan en dos mecanismos regulativos básicos: la nacionalidad y la ciudadanía. Tanto la nacionalidad como la ciudadanía se refieren al Estado-nación. Ambos identifican la situación jurídica de una persona en términos de membrecía estatal.

Difieren, sin embargo, ya que cada término se refiere a un marco legal diferente. Mientras que la nacionalidad se relaciona a la dimensión jurídica internacional en el contexto de un sistema de un Estado a otro, la ciudadanía se limita en gran medida a la dimensión nacional. De acuerdo con el derecho internacional, cada Estado puede determinar quién es considerado un ciudadano de dicho Estado. Por ello la nacionalidad es un componente esencial de la ciudadanía, en el sentido de que es un principio fundamental para el acceso a ella, distinguiendo entre aquellos a los que se les otorgó el derecho a los beneficios y a la protección, y aquellos a quienes se les niegan los mencionados derechos.

Con base en lo anterior, la nacionalidad es entendida como una especie de 'exclusión desde afuera'. El estatuto jurídico de la ciudadanía implica el reconocimiento de las características específicas de los ciudadanos por parte del Estado y constituye la base formal de los derechos y responsabilidades de la persona en relación con este, definiendo los criterios legales e institucionales que confieren los derechos civiles, políticos y sociales a las personas y grupos indicados en función de su pertenencia a un Estado-nación (Roche, 1992). Por tanto, la ciudadanía lleva a cabo una función de asignación dentro de los límites políticos construidos por el propio Estado en el que se controla el acceso a los escasos recursos, además de dar legitimidad a las jerarquías sociales entre los diferentes grupos dentro de la sociedad.

Así las cosas, las luchas por la inclusión dentro del círculo de la ciudadanía son tanto la lucha por el acceso a los recursos como las luchas por su significado y pertenencia, aunadas a la lucha por el reconocimiento social. En la construcción de 'nación ', la nacionalidad y la ciudadanía son cuestionadas y debatidas con el fin de definir o redefinir las fronteras y el contenido de la pertenencia a la comunidad política.

En el sentido más general, la concepción moderna de ciudadanía se ha fundado en la idea de que la pertenencia a una sociedad debe basarse en un principio de igualdad formal. Por lo general, los derechos derivados de la pertenencia a un Estado-nación incluyen los derechos civiles, políticos y sociales. Esta distinción clásica tripartita de la ciudadanía fue introducida por el sociólogo inglés Thomas H. Marshall en su ensayo seminal: "Ciudadanía y clase social", el cual fue publicado originalmente en 1950. En dicho ensayo, su concepción de ciudadanía era de carácter progresista, ya que argumentó que estas dimensiones de la ciudadanía debían ser desarrolladas como parte del proceso de modernización de la industria capitalista y de las sociedades occidentales de finales del siglo XVII (Marshall, 1998).

El camino progresivo a través del cual Marshall llegó a este concepto de ciudadanía, según él, comenzó con la adquisición de los derechos civiles, seguida de los derechos políticos y, finalmente, los sociales. Los derechos civiles y políticos se concedieron por primera vez en respuesta a la demanda de una clase capitalista emergente y fueron ampliados más tarde a la clase obrera. "Estos ayudaron a garantizar la libertad del ejercicio coercitivo del poder necesario para el florecimiento de las relaciones capitalistas" (Marshall, 1998, 8).

En cuanto a la dimensión civil de los derechos de ciudadanía esta incluye los derechos de propiedad, libertad individual y protección legal. De acuerdo con Marshall,

[...] el elemento civil está compuesto por los derechos necesarios para la libertad individual - la libertad personal, libertad de expresión, de pensamiento y de fe, el derecho a la propiedad y a entablar contratos válidos, y el derecho a la justicia (1998, 10).

En tanto, los derechos políticos se refieren a la participación en el ámbito público e incluyen el derecho de los ciudadanos a votar y a participar en el proceso político. "Por el elemento político me refiero al derecho a participar en el ejercicio del poder político, como miembro de un cuerpo investido de autoridad política o como elector de los miembros de ese cuerpo" (Marshall, 1998, 11).

Por su parte, los derechos sociales incluyen los ingresos y las oportunidades de vivienda digna, así como el derecho a la salud y a la educación para todos los ciudadanos. Los derechos sociales llevaron a cabo los derechos puramente formales de la ciudadanía (cívica y política) al aliviar las desigualdades estructurales del capitalismo y, por tanto, tenían la intención de provocar efectos de ecualización y una mayor igualdad de oportunidades sociales.

Sin embargo, la teoría de la ciudadanía de Marshall ha sido severamente criticada sobre todo por su hipótesis de un camino progresivo y político de los derechos sociales, así como su parcialidad al centrarse en la clase obrera masculina durante la Revolución Industrial en Gran Bretaña. La teoría de Marshall es de hecho silenciosa ante aspectos como la raza, el género y los derechos de las personas cuyas tierras fueron colonizadas.

Empero, la teoría de Marshall ha sido tan influyente que muchos académicos y activistas políticos la equiparan a una ciudadanía genuina con la plena posesión de los tres tipos de derechos; además, utilizan su teoría como un marco de referencia para el estudio de los derechos políticos y la gobernabilidad democrática, así como una base normativa para la formulación de reclamaciones hacia tres instituciones de las sociedades modernas que participan en la regulación de la ciudadanía, a saber: los sistemas jurídicos, los gubernamentales y los sistemas de protección social de las democracias occidentales modernas.

Debido a que los derechos de ciudadanía son multidimensionales y multicapas, es útil describir con más detalle cómo funcionan estos derechos en la sociedad. Hohfeld ha desarrollado una teoría de los derechos relacionada con las libertades, reclamaciones, poderes e inmunidades, a la que Janoski se refiere con el fin de clasificar los diferentes derechos de ciudadanía. Así, para Janoski, la libertad se ejerce sin obligar a los otros a cooperar. Una reclamación impone un deber que corresponde a los demás con el fin de defender determinado derecho. En consecuencia, una reclamación requiere de la cooperación y está limitada, en tanto que la libertad es relativamente abierta (Janoski, 2002). Los poderes son entendidos como los controles de cooperación que pueden imponerse a los demás, mientras que las inmunidades son exactamente lo opuesto, es decir, mecanismos para poder escapar del control coercitivo del Estado1. Para el propósito de este artículo, nos reservamos tres categorías de derechos: libertades, reclamaciones y poderes, los cuales son esenciales para poder ilustrar la diferente naturaleza de los 'derechos' de la ciudadanía.

Los derechos civiles como la libertad de religión o culto, de expresión, el debido proceso, a menudo son articulados como las libertades, en el sentido de que se refieren a la capacidad de las personas para actuar como les plazca, siempre y cuando los demás no se vean perjudicados. Los derechos políticos suelen reclamarse como poderes. Al votar, los ciudadanos cooperativamente controlan la agenda para la acción política. Con la celebración de los comicios electorales, los ciudadanos controlan a los otros ciudadanos de forma directa. A su vez, los derechos sociales, finalmente, son invocados en las solicitudes de una buena educación y una variedad de servicios de asistencia social que requieren los deberes correlativos de los demás.

Si bien la idea de ciudadanía hoy en día puede ser universal, su significado no lo es. Las definiciones de lo que implica ser ciudadano son diferentes en varios contextos nacionales, ya que las leyes nacionales sobre quién es un ciudadano varían de Estado a Estado. Las concepciones occidentales de ciudadanía han evolucionado a partir de, y continúan siendo enmarcadas por, las dos grandes tradiciones del concepto ciudadanía, es decir, los planteamientos republicanos y liberales sobre esta. La teoría liberal es minimalista. El liberalismo pone un fuerte énfasis en el individuo como actor social autónomo y, por consiguiente, los derechos liberales reflejan, principalmente, las libertades individuales. Por tal motivo, se pretende que el papel del Estado sea el de proteger la libertad de sus ciudadanos, especialmente, mediante la protección del derecho a la propiedad privada y la eliminación de los obstáculos al libre intercambio entre los individuos en el mercado. Así las cosas, las concepciones liberales tienden a defender una concepción más pasiva de ciudadanía, ya que entienden los derechos de ciudadanía, principalmente, como libertades y no implican una responsabilidad colectiva y de participación (Shuck, 2002).

Por el contrario, las concepciones republicanas sostienen que la ciudadanía debe incluir derechos y prácticas de participación política para lograr el bien común, haciendo hincapié en una participación más activa. Las teorías republicanas pusieron un mayor énfasis en los derechos individuales y colectivos sumados a la responsabilidad y solidaridad. Entonces, se articulan los derechos de ciudadanía como poderes y reclamaciones, por lo que hacen un mayor énfasis en el papel del conflicto y la contestación en la expansión de este tipo de derechos. Estas tradiciones se han elaborado, con el tiempo, en una serie de diferentes enfoques, incluyendo sus variaciones comunitarias2.

El comunitarismo destaca el predominio de la comunidad (sociedad, nación) sobre sus miembros. La principal preocupación de la ciudadanía comunitaria es una sociedad cohesionada, organizada en torno a un conjunto común de valores que se espera que todos los miembros de la comunidad posean. La buena sociedad se construye a través del apoyo mutuo y la acción de grupo en lugar de, y a través de, opciones atomistas y de libertad individual. Las obligaciones para con la sociedad pueden predominar sobre los derechos, ya que su objetivo es construir una comunidad fuerte basada en los principios de identidad común, reciprocidad, participación e integración (Dagger, 2002).

Si bien es útil en la comprensión de las diversas teorías y prácticas de la ciudadanía en gran parte de los Estados democráticos, esta teoría no capta adecuadamente la naturaleza cambiante de la ciudadanía en el siglo XXI. La realidad de la emigración y la inmigración, la formación de organismos supranacionales y transnacionales como la Unión Europea, la formación de nuevos Estados sucesores, el movimiento de las poblaciones de refugiados y la codificación de las normas internacionales de derechos humanos han desafiado la comprensión moderna de pertenencia y han contribuido a repensar el significado de ciudadanía. Muchas de estas tendencias recientes que ponen en cuestión puntos de vista tradicionales acerca de la ciudadanía pueden observarse, por ejemplo, en el África sahariana, Croacia, Irak y la ex-Yugoslavia.

III

En las últimas dos décadas, dos procesos principales desafiaron al Estado-nación como la única fuente de autoridad de la ciudadanía y la democracia: la globalización y la posmodernidad. Estas presiones gemelas difuminaron los límites de los derechos y las obligaciones de la ciudadanía y las formas de democracia asociadas a ella, por lo cual debió ampliarse el concepto de ciudadanía.

La concepción de la ciudadanía como un mero estatus celebrada bajo la autoridad de un Estado ha sido impugnada y ampliada para incluir diversas luchas sociales y políticas de reconocimiento y redistribución como instancias de reclamación de decisiones y, por tanto, por extensión, a la ciudadanía (Isin & Turner, 2002, 2).

En los países occidentales, por ejemplo, los principales problemas sociales tales como la situación de los inmigrantes; los refugiados; la igualdad de género; la injusticia ambiental o la pobreza extrema han sido recientemente enmarcados en lo que a ciudadanía se refiere, a diferencia de la concepción propuesta por Marshall que los dejaba de lado. Este nuevo lenguaje de la ciudadanía es el resultado de lo que se ha denominado la 'revolución de los derechos'. Desde la década de 1990, la cuestión del reconocimiento colectivo sobre la base de notificaciones de grupo o acciones afirmativas ha ampliado el alcance de los derechos en juego, por ejemplo, a través de las reclamaciones sobre derechos étnicos, culturales, lingüísticos y de discapacidad. El reconocimiento colectivo se basa en simbologías y motivaciones materiales donde los grupos luchan por la inclusión y la pertenencia, ya sea mediante la búsqueda de diferenciación de los demás con el fin de afirmar su identidad o, en su defecto, abogando por los principios de igualdad y la no diferenciación. Tales tensiones entre demandas de igualdad y especificidad son un elemento central en los debates actuales sobre el papel de los derechos colectivos -o de los derechos de grupo- en la ciudadanía.

Al reclamar los derechos de grupo, las minorías tienen por objeto corregir una situación en la que se sienten en desventaja, ya sea porque se enfrentan a un trato injusto o a desventajas estructurales, o porque no están satisfechas con el estatus simbólico de su grupo en relación con un grupo de referencia dominante, incluyendo, por ejemplo, las reclamaciones contra la discriminación a favor de la autonomía política. Dado que los derechos de grupo no se conceden de manera no problemática y consensuada, por lo general implican el debate político, la lucha social y la movilización colectiva. Por tanto, las reclamaciones de grupo que se formulan como derechos ciudadanos le confieren a la ciudadanía un componente orientado a procesos y activos.

Así las cosas, la reclamación de los grupos se define y, a su vez, se definen a sí mismos en relación con otros grupos en una sociedad estructurada por los diversos principios de la división social que organizan la subordinación de los grupos. Para conceder derechos a los miembros del grupo, los límites del grupo deben definirse con la menor ambigüedad posible y los criterios adoptados para definirlos se encuentran regularmente en el centro del debate político. Por tanto, gracias a los derechos que reclaman, los grupos sociales se construyen como agentes políticos dotados de un estatuto particular a través del cual se les reconoce como una unidad políticamente relevante.

En términos más generales, estas luchas han llamado la atención sobre las prácticas de la ciudadanía informal que van más allá del voto, incluyendo el compromiso cívico, la participación en los movimientos sociales y de protesta, ayuda a los vecinos o las acciones que han sido hasta ahora asociadas a la esfera privada, como la participación de la familia en un sinnúmero de actividades, en especial, actividades sin ánimo de lucro. Asimismo, en la actualidad, existe un consenso creciente de que la ciudadanía también debe ser definida como un proceso social por el cual los individuos y los grupos sociales participan en la reivindicación, la ampliación o la pérdida de sus derechos (Isin & Wood, 1999).

Sin embargo, cada vez más, reivindicar los derechos sobre el nombre de un grupo no es solo un proceso social, sino también una fuente y el marcador de la identidad social. En diversas ocasiones muchos grupos se articulan en torno a las reivindicaciones que emanan de las minorías étnicas, por ejemplo, al igual que la identificación con los grupos étnicos, religiosos o lingüísticos en una forma subnacional o transnacional de las identidades de los ciudadanos y el significado que atribuyen a su experiencia de ciudadanía. En función de los grupos a los que pertenecen o a los que se sienten conectados, la pertenencia al Estado-nación puede ser impugnada o defendida.

IV

En los últimos diez años, el interés académico se ha centrado mayormente en la ciudadanía como el resultado de procesos de interacción entre las diferentes formas de pertenencia, por ejemplo, la articulación entre la pertenencia (étnica) al Estado-nación y la identificación a ciertos subgrupos (LGBTI, religiosos, entre otros) o entre lealtades supranacionales, nacionales o regionales o, más generalmente, entre los principios de la 'diferencia' e 'igualdad'.

La manera en que estas interacciones dan forma a los patrones de acceso y la exclusión de los derechos de los ciudadanos en los diferentes contextos políticos se ha convertido en un tema clave para los estudios sobre ciudadanía3. Si bien los enfoques metodológicos y disciplinarios son muy diversificados en el emergente campo del estudio de la ciudadanía, investigadores de diversas disciplinas y ámbitos políticos como la educación, el bienestar, las relaciones internacionales, la migración (por mencionar tan solo algunos) comparten la misma preocupación urgente: repensar el agente político (individual y de grupo) en estas nuevas condiciones económicas, sociales y culturales que hacen posible la articulación de nuevas reclamaciones y la forma, y el contenido, de los derechos de la ciudadanía (Isin & Turner, 2002).

Para el estudio de este proceso de redefinición y reconfiguración de la ciudadanía, Turner propone un marco conceptual basado en tres ejes fundamentales de ciudadanía: medida, contenido y profundidad. El alcance de la ciudadanía en un Estado-nación está determinado por las reglas y normas de inclusión y exclusión, la definición de cómo deben establecerse los límites de pertenencia dentro de una comunidad política o entre las diversas comunidades políticas. El contenido de la ciudadanía se refiere a la combinación específica de los derechos y responsabilidades de la ciudadanía en un contexto determinado, que regula la forma de distribuir los beneficios y cargas de la membrecía. Se espera que un Estado moderno y democrático defienda una combinación de los derechos y obligaciones de la ciudadanía, a pesar de que la combinación precisa y la profundidad de estos derechos varían de un Estado a otro. Por último, la práctica de la ciudadanía depende de su profundidad, es decir, sobre cómo deben ser comprendidas y acomodas las identidades de los miembros de una comunidad política. Una ciudadanía 'fuerte' prescribe ciudadanos educados, activos y participativos, mientras que una ciudadanía 'débil' se basa en una visión minimalista de los miembros de una comunidad política, que solo tienen derecho a los derechos pasivos de la protección legal y la participación formal a través de la votación o el pago de impuestos.

En este orden de ideas, Tilly propuso una visión que abarca las complejidades del concepto moderno de ciudadanía, mediante la descripción de esta como una identidad relacional-histórica, cultural, pública y contingente. Es histórica, porque llama la atención acerca de que la actualización depende de la trayectoria de los recuerdos, la comprensión y los medios de acción en la construcción de la ciudadanía. Los Estados-nación a menudo usan otros lazos ya existentes (por ejemplo, los mitos fundacionales, distorsiones históricas, entre otros), como base para nuevas formas de ciudadanía o como base para la forma de exclusión ciudadana. La etnia o la imputación de nacionalidad proporcionan ejemplos de ello. La ciudadanía es relacional en el sentido de que localiza las identidades en las conexiones entre los individuos, los grupos y el Estado, más que en las mentes de las personas particulares o las poblaciones enteras. La ciudadanía es cultural, insiste Tilly, porque las identidades sociales se apoyan en los conocimientos compartidos y sus representaciones. Y, por último, la ciudadanía es contingente, ya que se refiere a sus prácticas como una interacción estratégica susceptible de ruptura y no como una expresión directa de los atributos de un actor (Tilly, 1996).

Así las cosas, la ciudadanía debe entenderse como un proceso social históricamente embebido,

así como un principio de organización de la interacción social entre los individuos, los grupos sociales y el Estado. La mayoría de los estudios sobre ciudadanía se centran en la regulación de la ciudadanía desde una perspectiva legal, política o económica. Estudian, por ejemplo, las consecuencias sociales y políticas de estos mecanismos reguladores para grupos sociales específicos o el impacto de las políticas públicas en ámbitos relevantes para la ciudadanía como son la educación, el bienestar, la migración o las relaciones internacionales. Aquí, hemos optado por un enfoque diferente para el estudio de la ciudadanía: se analiza como una nueva generación de ciudadanos de a pie que le da sentido a su experiencia ciudadana, como miembros de los Estados-nación.

Asi mismo, debemos partir de la suposición de que las naciones deben ser entendidas como construcciones mentales, como una 'comunidad imaginada' políticamente, que se representa en la mente y los recuerdos de los sujetos nacionalizados como unidades políticas soberanas y limitadas que pueden convertirse en ideas rectoras muy influyentes incluso en ciertas ocasiones con consecuencias tremendamente graves y destructivas, por ejemplo, la Alemania nazi.

Además, se supone que las identidades nacionales -concebidas como formas específicas de las identidades sociales- son discursivamente, por medio del lenguaje y otros sistemas semióticos, producidas, reproducidas, transformadas y destruidas. La idea de una comunidad nacional específica se convierte en realidad en el ámbito de las convicciones y creencias a través de cosificar discursos figurativos continuamente lanzados por los políticos, intelectuales y gente de los medios, los cuales son difundidos a través de los sistemas de educación, la comunicación en masa, la militarización, así como a través de los encuentros deportivos, entre otros.

V

Con base en lo anterior, es necesario incluir la noción de habitus de Pierre Bourdieu, ya que la identidad nacional se puede considerar como una especie de habitus, es decir, como un conjunto de ideas comunes, conceptos o esquemas de percepción, a saber: (i) de las actitudes emocionales relacionadas intersubjetivamente y compartidas dentro de un grupo específico de personas; (ii) así como de las disposiciones conductuales similares; (iii) ambas interiorizadas a través de la socialización nacional. Al mismo tiempo, el 'habitus nacional' también tiene que ver con las nociones estereotipadas de otras naciones y su cultura, historia, entre otros. Las actitudes emocionales a las que Bourdieu se refiere son las que se manifiestan hacia lo nacional dentro del grupo. A su vez, las disposiciones conductuales incluyen tanto disposiciones hacia la solidaridad con un grupo de nacionales propios, así como la disposición para excluir a los 'otros' de este colectivo construido (Bourdieu, 1994).

Así pues, la construcción discursiva de las naciones y de las identidades nacionales siempre va de la mano con la construcción de la diferencia-singularidad y unicidad. Tan pronto como se eleva a un nivel imaginario colectivo en la construcción de la uniformidad y la construcción de la diferencia se viola la variedad y multiplicidad pluralista y democrática de homogeneización interna del grupo. En palabras de Benhabib, cada búsqueda de la identidad incluye diferenciarse de lo que no se es; las políticas de identidad siempre y necesariamente son una política de la creación de la diferencia (Benhabib, 1996).

En efecto, no hay tal cosa como una única identidad nacional en un sentido esencialista, sino más bien que las diferentes identidades se construyen discursivamente en función del contexto, es decir, según el ámbito social, el ajuste de la situación del acto discursivo y el tópico en discusión. En otras palabras, las identidades nacionales no son completamente consistentes, estables e inmutables. Estas son, por el contrario, dinámicas, frágiles, 'vulnerables' y a menudo incoherentes. Sin embargo, también asumimos que hay ciertas relaciones (de la transferencia y la contradicción) entre las imágenes de la identidad que se ofrecen por las élites políticas o los medios de comunicación y los 'discursos cotidianos' sobre las naciones y las identidades nacionales.

En este orden de ideas, las naciones para Anderson (1998) son 'comunidades imaginadas'. Los miembros, incluso de los países más pequeños, no saben que la mayoría de sus conciudadanos no cumplen con todos los requisitos y ni si quiera escuchan o apoyan a los otros. Y, sin embargo, están convencidos de que pertenecen a una única comunidad nacional, entre otras cosas, porque ellos leen en gran medida los mismos periódicos, ven ampliamente los mismos programas de televisión, escuchan ampliamente los mismos programas de radio, comen de los mismos alimentos, y así sucesivamente, por lo que las naciones son percibidas como limitadas y, por tanto, separadas de las naciones vecinas, ya que ninguna nación se identifica con la humanidad en su totalidad.

Así pues, la nación es percibida como una comunidad de similares y considerada como soberana, lo que en parte se remonta a sus raíces seculares, en la era de la Ilustración y de la Revolución Francesa, cuando el Estado soberano se llegó a equiparar y simbolizar al concepto de libertad. La construcción de la identidad nacional se basa en el énfasis en una historia común y la historia siempre tiene que ver con el recuerdo y la memoria, a saber, el concepto de 'memoria colectiva' de Halbwachs, entendido como la recolección selectiva de los hechos pasados -que se cree- que son importantes para los miembros de una comunidad específica, con el fin de identificar una conexión entre los discursos más bien teóricos sobre la identidad nacional y los mitos, símbolos y rituales de la vida cotidiana. A su vez, la conciencia nacional hace uso de los símbolos de los grupos (a partir de las diferentes áreas de la vida cotidiana) y define las estructuras convencionalizadas como las normas específicas de cada grupo que se presentan en el nivel simbólico en forma de re-presentaciones, simbolizaciones y manifestaciones teatrales, así como en objetos y materiales.

Por ello, la memoria colectiva, de acuerdo con Halbwachs, mantiene la continuidad histórica recordando los elementos específicos del archivo de la 'memoria histórica'. El concepto de Halbwachs es de particular interés para una aproximación analítica de la construcción discursiva subjetiva de la identidad nacional, especialmente, porque la historia nacional les dice a los ciudadanos de una nación qué y cómo recordar y, además, cuáles 'acontecimientos' hacen una conexión con la denominada 'narrativa nacional' (Halbwachs, 1992), como, por ejemplo, la muerte de Lincoln, en el caso de los Estados Unidos o el grito de independencia, para el caso colombiano.

Mientras Halbwachs se centra en el concepto de memoria, Stuart Hall hace hincapié en el papel de la cultura para la construcción de las naciones y de las identidades nacionales. Hall describe las naciones no solo como construcciones políticas, sino también como sistemas de representaciones culturales por medio de los cuales una comunidad imaginada puede ser interpretada. En este enfoque, las personas no solo son ciudadanos por la ley, sino que también participan en la formación de la idea de nación y de cómo se representa en la cultura nacional. Así, una nación es una comunidad simbólica construida discursivamente.

Por tal motivo, una cultura nacional es un discurso, una forma de construir significados que influyen y organizan tanto nuestras acciones como nuestras percepciones de nosotros mismos. Debido a que las culturas nacionales construyen identidades creando significados de lo que es 'nación ' con lo cual, a su vez, nos podemos identificar, ya que están contenidos en las historias que se cuentan acerca de la nación, en los recuerdos que vinculan su presente con su pasado y en las percepciones de lo que se construye (Hall, 1996).

En una línea similar, Uri Ram afirma que la nacionalidad es un relato, una historia que la gente dice acerca de sí misma con el fin de dar sentido a su mundo social. Por tal motivo, las narrativas nacionales no surgen de la nada y no operan en el vacío. Son, más bien, producidas, reproducidas y difundidas por los actores en contextos concretos, es decir, institucionalizados. Los diseñadores de las identidades nacionales y las culturas nacionales tienen por objeto la vinculación política dentro del Estado-nación y la identificación con la cultura nacional (Ram, 1994), de modo que la cultura y el Estado se convierten en idénticos. Todas las naciones modernas son, de acuerdo con Hall y Ram, culturalmente híbridas: las comunidades y organizaciones se integran y relacionan en nuevos términos espacio-temporales debido a los procesos actuales de cambio tales como la homogeneización global y el surgimiento paralelo de identidades locales y grupos específicos, según los sociólogos en tribus urbanas.

En lo que se refiere a la relación entre las identidades nacionales como un habitus interiorizado y su construcción discursiva, al menos un punto necesita ser enfatizado. Si consideramos las identidades nacionales solo como construcciones discursivas que se componen de las narrativas nacionales de identidad específicamente construidas, la cuestión sigue siendo el por qué alguien va a reproducir una construcción discursiva específica dada.

A esta cuestión, Martin ofrece una respuesta convincente; para decirlo en pocas palabras, los canales de la narrativa de la identidad y sus emociones políticas para que puedan impulsar los esfuerzos para modificar el equilibrio de poder tienen que transformar la percepción del pasado y del presente, cambiando la organización de los grupos humanos y creando otros nuevos, alterando culturas, haciendo hincapié en ciertas características y sesgando sus significados y lógica. Entonces, la identidad narrativa trae una nueva interpretación del mundo con el fin de modificarlo (Martin, 2010).

Sin embargo, se supone que no solo se trata de representaciones y discursos sobre la identidad nacional, sino también de la identidad nacional como un impulso de una estructura interiorizada que influye en mayor o menor medida en las prácticas sociales de los ciudadanos. Esto nos lleva de nuevo al concepto de habitus introducido anteriormente de Bourdieu. En este punto de vista, el habitus nacional puede entenderse tanto como un resultado estructurado ('opus operatum') que como fuerza de formación ('modus operandi'). En su ensayo "Repensando el Estado" (1994), Bourdieu describe la contribución del Estado o, más precisamente, de sus agentes políticos y representantes en la creación de la identidad nacional de la siguiente manera: a través de los sistemas de clasificación (sobre todo en función del sexo y la edad) inscritos en la ley, a través de procedimientos burocráticos, las estructuras educativas y los rituales sociales, las estructuras mentales y los moldes estatales contribuyen a la construcción de lo que se designa comúnmente como la identidad nacional.

De acuerdo con Bourdieu, es en gran medida a través de las escuelas y del sistema educativo que las formas estatales entronizan la percepción, la categorización, la interpretación y la memoria histórica, las cuales sirven para determinar la orquestación del habitus que, a su vez, es la base constitutiva de una especie de sentido común nacional (Bourdieu, 1994).

Por último, debemos referirnos a la dimensión histórica de los actos discursivos; así, el enfoque histórico-discursivo trata de integrar toda la información disponible sobre los antecedentes históricos y las fuentes en las que los 'eventos' discursivos originales están incrustados, así como las formas en que los tipos y géneros de discursos particulares están sujetos a un cambio diacrónico, lo que supone una relación dialéctica entre determinados acontecimientos discursivos y las situaciones, instituciones y estructuras sociales en las que están inmersos, a saber: por un lado, los contextos situacionales, institucionales y sociales dan forma y afectan los discursos y, por otro, los discursos influyen en la realidad social y política. En otras palabras, el discurso constituye la práctica social y es, al mismo tiempo, constituido por ella.

Por tanto, a través del discurso los actores sociales constituyen conocimientos, situaciones, roles sociales, así como las identidades y las relaciones interpersonales entre los diversos grupos sociales que interactúan dentro del Estado-nación. Además, los actos discursivos son socialmente constitutivos en un sinnúmero de maneras.

Finalizando, en primer lugar, los actos discursivos juegan un papel decisivo en la génesis, desarrollo y construcción de ciertas condiciones sociales. Por ello, los discursos pueden servir para la construcción de las identidades nacionales al estilo de Ram. En segundo lugar, podrían perpetuar, reproducir o justificar un determinado statu quo social (y de las identidades nacionales en relación con el mismo). En tercer lugar, juegan un papel decisivo en la transformación del statu quo (y las identidades nacionales relacionadas con el mismo). Y en cuarto lugar, las prácticas discursivas pueden tener un efecto en la destrucción o desmantelamiento del statu quo (y de las identidades nacionales relacionadas con el mismo).

Conclusión

De manera breve, hay que destacar la principal conclusión sugerida por análisis de la construcción discursiva de la ciudadanía y la identidad nacional, subrayando su dependencia en la definición de lo que es un Estado-nación.

Así pues, la gama de significados asociados con el concepto de Estado-nación es muy amplia y abarca, por un lado, una noción que se deriva de las definiciones de ciudadanía, al igual que de otras instituciones legales y democráticas, y, por otro, la comprensión cultural-étnica y tradicional de identidad nacional. A la luz de este análisis histórico-discursivo, los modelos ideales tradicionales de Estado y cultura parecen ser inadecuados para la descripción empírica de un Estado-nación específico, si se supone que los dos conceptos son mutuamente excluyentes. Tanto el Estado como la cultura casi siempre juegan un papel en la construcción de la identidad nacional, aunque en el discurso oficial, la cultura sea de poca importancia, siendo más relevante el discurso político. En el discurso semioficial y cuasi-privado, sin embargo, las ideas culturales (mentalidad, carácter, disposiciones conductuales, idioma, religión, narrativa y demás) plantean un imaginario colectivo de ascendencia común de una 'nacionalidad innata'.

Por tanto, este estudio revela que la distinción entre estos dos conceptos ilumina las diferencias de la auto-imagen nacional dentro de un mismo Estado-nación, es decir, las diferencias entre las distintas orientaciones y afiliaciones políticas e ideológicas dentro de dicho Estado. Retomemos parte de nuestra discusión, a saber, las tensiones entre la globalización y la nacionalización, y el contexto de la dependencia de los diseños de las identidades discursivas que hemos identificado como dinámicas e inestables. Así las cosas, las complejidades globales y la inseguridad postmoderna parecen alimentar la necesidad de una identidad nacional que, a su vez, forma un tipo de enclaves sociales. Por ello, el proceso de globalización parece estar acompañado de un redescubrimiento y de la revitalización del pasado, especialmente de la memoria colectiva y de los relatos premodernos de la comunidad imaginada, es decir, de los sentimientos patrióticos profundamente emocionales y atávicos hacia la propia nación. Como Dubiel sostiene, "cada desilusión forzada del mundo se repone por nuevas formas de mistificación y de creación del mito" (1994, 208).

Finalmente, mediante la recopilación de datos procedentes de diferentes espacios sociales en el contexto de un concepto más amplio de lo 'político', hemos concluido que la construcción discursiva de las identidades nacionales es un fenómeno multidimensional. De hecho, este estudio muestra la importancia para el análisis crítico del discurso, y, especialmente, para la investigación sobre el discurso político, de la inclusión de la narrativa y de la memoria histórica, y complementa el estudio del discurso de las élites con la investigación etnográfica, con el fin de comprender las tensiones y relaciones interdiscursivas dentro y entre el discurso oficial, semioficial y cuasi-privado, así como entre las formas discursivas y de otra índole de la práctica social del concepto de ciudadanía.

Agradecimientos

A Michel Walzer, Mark Notturno, Ieva Notturno y Moody Ahmad por sus valiosos comentarios y aportes en la construcción del presente texto.


Pie de página

1 Janoski adapta la clasificación de Hohfeld sobre los derechos en cuatro tipos de derechos de ciudadanía: legales, sociales, políticos y derechos de participación, haciéndolos corresponder con una clase de derechos (los derechos sociales son derechos, los derechos políticos son poderes, por ejemplo). Sin embargo, las prácticas de la mayoría de los derechos de ciudadanía parecen demasiado complejas para ser subsumidas bajo una misma categoría de derechos.

2 Gran parte del debate comunitario sobre la ciudadanía ha sido confundido debido a la incapacidad de hacer frente a las diferentes formas que ha adoptado. Por tanto, es necesario distinguir al menos dos formas: el comunitarismo liberal, asociado con Charles Taylor, Michael Sandel, Michael Walzer y Alisdair MacIntyre; y su versión republicana, el comunitarismo cívico, asociado con el trabajo de Hannah Arendt, Quentin Skinner y Benjamin Barber.

3 Los estudios sobre ciudadanía aún no son un campo institucionalizado. Se han establecido de facto como un campo interdisciplinario en las humanidades y las ciencias sociales desde la década de 1990 e incluyen, hoy en día, una creciente literatura que abarca estudios: feministas; aborígenes; africanos; la diáspora; los refugiados; la raza y los estudios étnicos; la migración; estudios ambientales; estudios urbanos; los cuales están explorando y abordando los conceptos de ciudadanía tales como: ciudadanía sexual; ciudadanía ecológica; ciudadanía de la diáspora; ciudadanía multicultural; ciudadanía diferenciada.


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