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Avances en Psicología Latinoamericana

versão impressa ISSN 1794-4724versão On-line ISSN 2145-4515

Av. Psicol. Latinoam. v.25 n.1 Bogotá jan./jun. 2007

 

Hostilidad, psicofisiología y salud cardiovascular

Hostility, psychophysiology and cardiovascular health

Francisco Palmero*
Consolación Gómez*
Cristina Guerrero*
Amparo Carpi*

José Luis Díez**
José Luis Diago***

* Universitat Jaume I (España)
** Hospital Doctor Peset de Valencia (España)
*** Hospital General de Castellón (España). Correspondencia: Francisco Palmero. Universidad Jaume I (Castellón-España). Correo electrónico: palmero@psb.uji.es

Fecha de recepción: febrero de 2006
Fecha de aceptación: mayo de 2007


Abstract

Cardiovascular diseases represent one of the main causes of death in our days. In addition to the classic factors of risk, there is the possibility that other variables, like the psychological ones, are also implied in this disease. Concretely, the complex anger-hostility is the one that is receiving greater attention from researchers.

Possible entailment of an emotional variable in the cardiovascular disease is supported by psychophysiological evidence. In this sense, the hypothesis of the cardiovascular reactivity has been used as an argument to understand how a psychological variable can affect the cardiovascular system, by the effects that produce in the sequence and frequency with which the blood runs through the cardiovascular system. The present situation seems to emphasize that is necessary to establish some conceptual adjustments with respect to hostility. Defensive hostility concept could be the best one to explain the greater predisposition to this type of disease.

Also, as far as the psychophysiological methodology, it seems pertinent to consider the three classic parameters in psychophysiology, this is, frequency, intensity and duration. Frequency and intensity have been taken into account. We consider that the inclusion of duration might represent important added information that helps us understand the existing connection between psychological variables and physiological disease.

Key words: cardiovascular disease, health psychology, anger, hostility, psychophysiology.

Resumen

Los trastornos cardiovasculares representan una de las principales causas de muerte en nuestros días. Además de los clásicos factores de riesgo, se sugiere la posibilidad de que otras variables, como las psicológicas, estén implicadas también en dicha enfermedad. De forma concreta, el complejo ira-hostilidad es el que está recibiendo mayor atención por parte de los investigadores.

La posible vinculación de una variable emocional en la enfermedad cardiovascular se encuentra apoyada por la evidencia psicofisiológica. Concretamente, la hipótesis de la reactividad cardiovascular ha sido el argumento utilizado para entender cómo variables psicológicas pueden llegar a afectar al sistema cardiovascular, por los efectos que producen en la secuencia y frecuencia con la que discurre la sangre a través del sistema cardiovascular.

La situación actual parece poner de relieve que es necesario establecer algunos ajustes conceptuales en lo que a la hostilidad se refiere. La hostilidad defensiva podría ser el constructo que mejor explica la mayor predisposición a este tipo de trastornos. Igualmente, en cuanto a la metodología psicofisiológica, parece pertinente considerar los tres parámetros clásicos en psicofisiología, esto es, la frecuencia, la intensidad y la duración.

De forma general, se han tenido en cuenta la frecuencia y la intensidad. Estimamos que la inclusión de la duración puede aportar una importante información añadida que ayude a entender la vinculación existente entre variables psicológicas y trastornos fisiológicos.

Palabras clave: enfermedad cardiovascular, psicología de la salud, ira, hostilidad, psicofisiología.


Antecedentes

Los trastornos cardiovasculares representan una de las principales causas de enfermedad y mortalidad en los países industrializados. A modo de ejemplo, hace tan solo dos décadas, los datos sobre prevalencia y mortalidad causadas por esta enfermedad en Estados Unidos resultaban alarmantes.

Concretamente, el número de personas afectadas por algún tipo de enfermedad del sistema cardiovascular superaba los 29 millones de casos, de los cuales más de un millón (cerca del 3,5%) tenían la muerte como desenlace (Daviglus, Liu, Greenland & Dyer, 1998).

Durante las últimas décadas, la elevada prevalencia y tasa de mortalidad causadas por los trastornos cardiovasculares ha llevado al progreso en la búsqueda e identificación de los factores de riesgo para el padecimiento de este tipo de trastornos, hallándose entre los más importantes la edad, el sexo, el colesterol, la hipertensión, el consumo de tabaco y la obesidad.

Sin embargo, a pesar de que la relación entre los anteriores factores de riesgo (comúnmente llamados factores “clásicos” de riesgo) y los trastornos cardiovasculares ha sido establecida, dichos factores, tanto si se les considera de forma independiente como de forma conjunta o interrelacionada, no explican más del 50% de la varianza en la predicción del riesgo a padecer alguna enfermedad cardiovascular, con lo cual la tesitura parece clara: es imprescindible buscar otros factores de riesgo más allá de los denominados “clásicos”.

La investigación ha tomado un rumbo más amplio, considerando la etiología de la enfermedad coronaria como algo complejo y multifactorial, que implica aspectos genéticos, fisiológicos, químicos, nutricionales, ambientales y psicosociales. Dentro de los aspectos psicosociales, los primeros intentos se centraron en el estudio del modo en que los sujetos que padecían trastornos coronarios se enfrentaban a las distintas situaciones.

Es decir, se estudió la posibilidad de que alguna forma particular de conducta pudiese tener una cierta relevancia a la hora de entender el porqué de los problemas cardiovasculares. Así, los pioneros trabajos de Rosenman y Friedman ponen de relieve el probable papel que juegan ciertas conductas y rasgos de personalidad a la hora de entender la predisposición al padecimiento de trastornos cardiovasculares (Friedman y Rosenman, 1959;  1961).

A partir de la observación clínica de sus pacientes afectados por cardiopatía isquémica, acuñaron el concepto patrón de conducta tipo A (PCTA), en el que se incluían todas aquellas conductas y rasgos de personalidad que encontraron de forma repetida en sus pacientes.

Estos autores definieron dicho patrón como “... un complejo de acción-emoción, que puede ser observado en cualquier persona que se encuentra agresivamente implicada en un crónico e incesante conflicto para conseguir más y más en el menor tiempo posible, y, si fuera necesario, en contra de los esfuerzos opositores de otras cosas o personas” (Rosenman, 1996, p. 91).

Lo que caracteriza a este patrón de conducta como elemento perjudicial para la salud de las personas que lo manifiestan es el peculiar estilo de afrontamiento, basado en un uso abusivo de estrategias activas, acompañadas con respuestas emocionales de hostilidad y apresuramiento.

Así, el PCTA está configurado por: componentes formales -voz alta, habla rápida, excesiva actividad psicomotora, tensión de la musculatura facial, excesiva gesticulación y otros manierismos típicos-; actitudes y emociones -hostilidad, impaciencia, ira y agresividad-; aspectos motivacionales -motivación de logro, competitividad, orientación al éxito, afán de superación y ambición-; conductas abiertas o manifiestas -urgencia de tiempo, prisa, rapidez, hiperactividad e implicación en el trabajo-; aspectos cognitivos -necesidad de control ambiental y estilo atribucional característico- (Friedman y Rosenman, 1974).

En definitiva, los resultados obtenidos en múltiples investigaciones permitieron vislumbrar la posibilidad de que este patrón conductual no solo estuviese asociado con la cardiopatía isquémica, sino que incluso pudiera ser considerado como un factor independiente de riesgo para esta enfermedad.

El PCTA puede ejercer su papel en la etiología y curso de la enfermedad, bien actuando directamente en el proceso aterogénico, bien funcionando como detonante que precipite eventos clínicos en pacientes con una aterosclerosis coronaria ya desarrollada, pudiendo encontrarse en la base de cualquiera de dichas posibilidades, tanto un incremento excesivo en la liberación de catecolaminas, que median la agregación plaquetaria, la formación de trombos y la producción de arritmias cardíacas, como la producción de cambios hemodinámicos de relevancia, tales como el incremento de la resistencia vascular periférica, la presión sanguínea y/o la tasa cardíaca, aspectos que pueden producir isquemia, coágulos o arritmias cardíacas (Rosenman, Brand, Jenkins, Friedman, Strauss & Wurm, 1975; Haynes, Feinleib & Kannel, 1980).

Tras un período de auge, al menos aparente, en el que parecían cumplirse todas las predicciones hipotetizadas por los investigadores respecto al PCTA, y cuando la comunidad científica comenzaba a asumir la relación entre PCTA y trastornos cardiovasculares, también empiezan a surgir resultados en los que se cuestiona dicha relación (Myrtek, 1995).

Son variadas, pero consistentes, las causas a las que se ha atribuido el hallazgo de resultados contradictorios.

En primer lugar, una posible explicación de dichos resultados puede radicar en las inconsistencias en cuanto al tipo de instrumento de medida utilizado para evaluar el PCTA. Concretamente, ha habido diversos procedimientos, debiendo destacar los siguientes: la entrevista estructurada (ES), el inventario de actividad de Jenkins (JAS), la escala Bortner, la escala Framingham, la escala Thurstone, entre otros.

El uso de técnicas tan dispares en la evaluación del PCTA puede haber influido en esos resultados contradictorios. A esto hay que añadir la falta de un criterio unánime a la hora de aplicar instrumentos de evaluación tales como la ES, en la que no solo se evalúa el contenido de las respuestas del sujeto, sino la forma de interacción entre el sujeto evaluado y el entrevistador, que depende en gran medida del “estilo” del entrevistador al llevar a cabo la entrevista.

La ES -que ha sido el principal instrumento para medir el PCTA- presentaba un índice muy bajo de fiabilidad, ya que daba lugar a un bajo acuerdo entre jueces. El JAS, desarrollado a partir de la ES para subsanar los inconvenientes de esta, también fue cuestionado, precisamente por la falta de coherencia con las clasificaciones realizadas con la ES.

En segundo lugar, debemos apuntar el inadecuado tamaño y composición de las muestras estudiadas en algunas investigaciones, puesto que, aunque se hayan realizado estudios con muestras suficientemente representativas, muchos de los trabajos se han llevado a cabo con muestras que no alcanzaban los 150 individuos. Además, gran parte de los estudios se han realizado con muestras compuestas casi exclusivamente por individuos de sexo masculino, existiendo tan solo un reducido número de trabajos realizados con muestras formadas por mujeres.

En tercer lugar, se ha argumentado también, como explicación a las inconsistencias y contradicciones en la relación entre PCTA y trastornos cardiovasculares, el hecho de que aquel sea considerado como un constructo multidimensional. Es esta naturaleza multidimensional la que puede conducir a inconsistencias a la hora de constatar su relación con los trastornos cardiovasculares.

Así, por una parte, la elevada puntuación de un individuo en cualquiera de los componentes o atributos del PCTA puede hacer que ese sujeto sea clasificado como tipo A; sin embargo, por otra parte, la elevada puntuación de un individuo en otro de los componentes del PCTA también permite que dicho individuo sea considerado como sujeto tipo A.

Cabe la posibilidad, harto probable, de que los dos individuos que han sido considerados como tipo A tengan muy pocas cosas en común (salvo la de la categorización de ambos como tipo A). Es decir, no está demostrado que todos los atributos o componentes englobados dentro de este constructo impliquen del mismo modo un patrón de predisposición a la enfermedad coronaria.

Puesto que las medidas existentes del constructo no explican qué aspectos diferentes del PCTA están relacionados (o no) con las distintas enfermedades cardiovasculares, y dado que algunos de los cuestionarios de autoinforme desarrollados con el fin de evaluar el PCTA parecen medir principalmente actitudes y no conductas, no es extraño que aparezcan distorsiones en la medición de algunos de los más importantes componentes del PCTA, como son las conductas observables.

Como indicaba el propio Rosenman (1996), el PCTA es un constructo multidimensional que representa una manifestación del modo mediante el que las personas tipo A perciben el mundo y a sí mismos. Entre las principales características que se asocian con el PCTA, están la agresión, la competitividad, el apresuramiento y la hostilidad. La existencia de diferentes componentes dentro de un mismo constructo ha dificultado considerablemente su asociación con la enfermedad cardiovascular.

En última instancia, esta situación llevó a cuestionar la equivalencia entre el PCTA y el patrón de predisposición a la enfermedad coronaria, siendo este último el que se relaciona con el padecimiento de enfermedades cardiovasculares. Así, el interés científico comenzó a focalizarse, de modo selectivo, en los distintos subcomponentes del PCTA, para delimitar cuál de ellos era el verdadero predictor de los trastornos cardiovasculares.

El núcleo más amplio de la investigación intentó afinar más en la búsqueda de las características del PCTA que incrementan la probabilidad de padecer enfermedades cardiovasculares. Así, el punto de mira de los investigadores se centró en un concepto de remotas y profundas raíces en el ámbito de la psicología: aquel que plantea que las intensas emociones negativas, precipitadas por las molestias habituales o eventos de la vida cotidiana, pueden afectar nuestra salud, incluso nuestra propia supervivencia.

Además, a las emociones cabría añadir todas las cogniciones ante dichas situaciones o molestias, que estarían estrechamente unidas a las citadas emociones negativas. Cuando las variables implicadas eran bien controladas, se podía apreciar una asociación bastante evidente entre el componente emocional del PCTA con la incidencia del infarto de miocardio (Jenkins, Rosenman & Friedman, 1966), así como con la incidencia de cardiopatías isquémicas (Hecker, Chesney, Black & Frautschi, 1988; Matthews, Glass, Rosenman & Bortner, 1977).

Este es el panorama que encontramos a lo largo de las dos últimas décadas cuando se trata de establecer la relevancia de las variables psicológicas en las enfermedades cardiovasculares. El factor “no físico” que se erigía como potencial elemento de riesgo era el complejo ira-hostilidad.

El componente emocional

Hemos visto que de las distintas críticas formuladas al PCTA, la más impactante fue la de su consideración como constructo multidimensional. Esta importante cuestión ha dado lugar a que se inicie la localización del componente tóxico en el constructo tipo A, si es que existe algún factor capaz de predecir la aparición de posteriores trastornos cardiovasculares.

Actualmente, se considera que el componente emocional del PCTA, particularmente el complejo ira-hostilidad, parece la variable más importante para detectar a los sujetos propensos a sufrir trastornos cardiovasculares.

Para medir este componente, el instrumento más utilizado ha sido el inventario de hostilidad de Cook y Medley (Ho), siguiendo en frecuencia de uso el inventario de hostilidad de Buss y Durkee (BDHI) y el factor S de la escala de actividad de Jenkins1. De hecho, el factor S correlaciona positiva y significativamente con la medida de la hostilidad obtenida mediante otros instrumentos.

Es decir, parece que algunos componentes del PCTA sí que poseen cierta relevancia para el estudio de los trastornos cardiovasculares, mientras que los otros componentes parecen no tener ninguna vinculación clara con este tipo de trastornos, incluso podrían desempeñar alguna suerte de papel protector de la salud del individuo (Palmero, Codina & Rosel, 1993).

En efecto, a raíz de las críticas vertidas sobre el PCTA, y una vez este fue descartado como indicador de una mayor probabilidad de padecer un trastorno cardiovascular, en distintos trabajos se pudo constatar que el estudio de la predisposición o propensión a los trastornos cardiovasculares podía seguir siendo viable si se consideraba que el complejo ira-hostilidad era ese factor tóxico capaz de incrementar el riesgo de ocurrencia de la enfermedad cardiovascular (Williams, Barefoot, Haney, Lee, Kong, Blumenthal & Whalen, 1980; Barefoot, Dahlstrom & Williams, 1983; Shekelle, Gale, Ostfeld & Paul, 1983; MacDougall, Dembroski, Dimsdale & Hackett, 1985; Hecker & cols., 1988; Dembroski, MacDougall, Costa & Grandits, 1989; King, 1997; Rosenman & Palmero, 1998; Gallacher, Sweetnam, Yarnell, Elwood & Stansfeld, 2003).

El complejo ira-hostilidad

Parece muy difícil ignorar la conexión existente entre la ira y la hostilidad. Dicha conexión posee connotaciones de retroactividad positiva, de tal suerte que la ira es una variable que incrementa la probabilidad de que aparezca la hostilidad, y la hostilidad incrementa la probabilidad de que se desencadene la ira.

La figura 1 ilustra el proceso de la emoción de ira, en el que se encuentran insertas la dimensión subjetiva o sentimiento de ira y la dimensión cognitiva o actitud de hostilidad, así como la repercusión de ambas variables sobre las distintas formas de respuesta.

Figura 1. El proceso de la ira y la hostilidad
Fuente: Autores

Por lo que respecta a la hostilidad, es considerada como una variable compleja y de difícil conceptualización, de la que carecemos de una definición comprensiva. La hostilidad se podría definir como una actitud negativa hacia los demás y hacia la misma naturaleza humana, que consiste en su enemistad, denigración y rencor.

En general, la hostilidad implica la devaluación de los motivos y valores de los demás, y la expectativa de que la gente es fuente de malas obras; implica también el deseo de oponerse a los demás, en cuanto a aspectos de relación, o incluso el deseo de causarles daño. Se trata de una actitud muy dependiente de los aprendizajes sociales, que presupone la existencia de un estilo atribucional basado en la cognición de amenaza y en la presunción de malevolencia por parte de los demás.

Existe también otro tipo de definiciones de la hostilidad, estando estas basadas en la perspectiva multidimensional. Este tipo de definiciones diferencia entre las tres formas de posibles manifestaciones que se hallarían incluidas en el concepto de hostilidad: cognitivas, afectivo-emocionales y conductuales.

El componente cognitivo consiste en las creencias negativas sobre los demás; estas creencias producen tendencias atribucionales que hacen más fácil interpretar la conducta de los demás como amenazadora u opositora. El componente afectivo-emocional incluye algunos estados emocionales como la ira, el enfado, el resentimiento, el disgusto y el desprecio. El componente conductual incluye la agresión, expresada de forma física y/o verbal, o de otros modos más sutiles y socialmente aceptados.

Lo que tratamos de decir es que la hostilidad es el resultado de las influencias que puede haber recibido un individuo por parte de su medio ambiente a lo largo de su vida, ya que el factor genético parece tener una implicación muy reducida. Los sujetos que muestran hostilidad se caracterizan por esperar lo peor de los demás, y se encuentran siempre a la defensiva, creando ambientes en los que predomina la competitividad y la tensión.

Estos sujetos perciben el ambiente como una lucha incesante y competitiva para lograr el objetivo que pretenden; para ello, permanecen constantemente alerta, pues temen que su “enemigo” lleve a cabo conductas malintencionadas con el fin de impedirles que consigan su propósito. Esta tensa situación deriva, lógicamente, en sentimientos de ira en numerosas ocasiones.

Por otra parte, el hecho de que estas personas se encuentren en un estado de hipervigilancia constante contribuye a que tengan mayor predisposición a padecer una enfermedad cardiovascular, ya que la activación de sus mecanismos de defensa para afrontar la situación -o estímulo estresor- perdura en el tiempo, cuando lo óptimo sería que se activasen en un momento determinado y concreto -el momento en el que se produce el estrés- e inmediatamente retornasen a sus niveles basales, justo cuando el estímulo estresor ha desaparecido.

Por lo que respecta a la ira, es considerada como una emoción displacentera que consiste en sentimientos que varían en intensidad desde la irritación al enfado, furia o rabia. Dichos sentimientos constituyen el componente subjetivo o experiencial de la emoción de ira, y van acompañados de forma característica por incrementos en la activación del sistema nervioso simpático y del sistema endocrino, tensión en la musculatura esqueletal, expresiones faciales características, patrones antagonistas de pensamiento y, a la vez, tendencias a comportarse de forma agresiva.

Este complejo emocional resulta más fácilmente elicitado por aspectos de relación, es decir, por situaciones interpersonales y sociales. Por otra parte, al hablar de ira, cabe diferenciar entre su experiencia y su expresión. La experiencia de la ira variará en intensidad, frecuencia y duración. La expresión de la ira no es más que una respuesta transaccional a las amenazas del medio, que sirve para regular el displacer emocional experimentado.

El signo expresivo más significativo de la ira son los gestos faciales, mientras que cognitivamente son muy frecuentes los pensamientos contradictorios y contrapuestos (Palmero, Espinosa y Breva, 1995). En este orden de cosas, hace unos años, Johnson (1990) proponía la existencia de tres estilos de afrontamiento ante un estímulo estresor que produce ira, con el fin de disminuir dicha sensación displacentera: 1) Estilo de supresión de la ira (anger-in), caracterizado por el hecho de que el sujeto afronta la situación inhibiendo la manifestación abierta de la ira; prefiere reprimirla, a pesar de sentir una intensa sensación de enfado, antes que expresarla verbal o físicamente. 2) Estilo de expresión de la ira (anger-out), mediante el cual la persona tiende a expresar abiertamente su ira, manifestando conductas airadas hacia sujetos u objetos, tanto verbal como físicamente, pero sin intención de realizar ningún daño o perjuicio hacia la otra persona. Sin embargo, no podemos dejar de señalar que en numerosas ocasiones estos episodios abiertos de ira dejan paso a conductas de agresión por parte del sujeto que sí denotan claras intenciones de dañar a la otra persona. 3) Estilo de control de la ira (anger-control), mediante el que la persona intenta canalizar toda la energía provocada por sus sentimientos de enfado e ira y proyectarla a otros fines más constructivos que la conducta agresiva hacia el agente estresor, intentando llegar a una resolución positiva del problema que ha provocado dicha emoción displacentera. Esta sería la alternativa más adecuada para reducir la probabilidad de riesgo de enfermedades cardiovasculares.

En el complejo ira-hostilidad, la ira es considerada, en principio, como el componente esencial, ya que en muchas ocasiones lleva a la hostilidad y, eventualmente, puede dar lugar a la agresión (Johnson, 1990). Por tanto, no resulta casual que, con mucha frecuencia, las investigaciones estuviesen orientadas hacia la búsqueda de la posible relación entre los trastornos cardiovasculares y la ira, y más concretamente con la supresión y/o expresión de la misma (Palmero & cols., 1995; Rutledge, Reis, Olson, Owens, Kelsey, Pepine, Reichek, Rogers, Merz, Sopko, Cornell & Matthews, 2001).

Sin embargo, siendo relevante la ira, parecía conveniente considerar también como variable notable la hostilidad. La ira, como emoción que es, resulta temporalmente muy breve, transitoria e inestable, por lo cual resulta comprensible y necesaria la consideración del componente cognitivo del complejo ira-hostilidad, ya que es más estable, duradero y fácil de apresar en las investigaciones (Siegman, 1994; Dembroski & cols., 1989; Steptoe & Whitehead, 2005).

Además, como sugeríamos anteriormente, la hostilidad parece un elemento crucial para la ocurrencia de la ira, ya que disminuye los umbrales de disparo de esta emoción: una persona hostil posee una mayor predisposición o proclividad a estallar en un intenso arrebato de ira. Así pues, la consideración de la hostilidad parecía facilitar la tarea de localizar la eventual relación existente entre procesos emocionales y enfermedades cardiovasculares (Palmero & cols., 1995).

A partir de este momento los esfuerzos de los investigadores se centraron en un doble objetivo. Por una parte, verificar la relación existente entre la hostilidad y la enfermedad cardiovascular, y, por otra, mostrar la asociación entre la hostilidad y la reactividad psicofisiológica cardiovascular.

En lo que se refiere a la relación entre la hostilidad y la enfermedad cardiovascular, algunos trabajos ponen de relieve la posibilidad de que la hostilidad sea el único componente relacionado con el desarrollo, mantenimiento y progresión de las alteraciones cardiovasculares, haciendo pensar que dicha variable es un factor independiente de riesgo (Rosenman & Chesney, 1980; Dembrosky & MacDougall, 1983; Williams, Barefoot & Shekelle, 1985; Sloan, Bagiella, Shapiro, Kuhl, Chernikhova, Berg & Myers, 2001; Llabre, Spitzer, Siegel, Saab & Schneiderman, 2004).

A estos trabajos previos cabe añadir los estudios longitudinales realizados, en los que se confirma la probable capacidad predictiva de la hostilidad en la enfermedad de infarto de miocardio (Barefoot & cols., 1983; Powell & Thoresen, 1985, Hecker & cols., 1988; Eaker, Sullivan, Kelly-Hayes, D’Agostino & Benjamin, 2004).

Por lo que respecta a la relación entre la hostilidad y la reactividad cardiovascular, los resultados obtenidos mostraron una tendencia generalmente aceptable. Los estudios realizados en el ámbito del laboratorio ponían de relieve que, cuando se emplean las tareas adecuadas, se observa una asociación entre la hostilidad y la reactividad cardiovascular (Suarez & Williams, 1989; Suarez, Williams, Kuhn, Zimmerman & Schanbers, 1991; Williams & cols. 1980; MacDougall, Dembroski & Krantz, 1981; Davis, Matthews & McGrath, 2000; Kamarck & Lovallo, 2003).

En ambos objetivos se intentaba establecer la vinculación del componente emocional con el riesgo de enfermedad cardiovascular. Para ello, se utilizó todo el arsenal tecnológico que permitiera reforzar la objetividad de los resultados obtenidos, posibilitando su verificación y replicación.

La metodología psicofisiológica, junto con todo el conglomerado de técnicas y procedimientos, representaba la aproximación apropiada para establecer la eventual vinculación existente entre variables psicológicas (particularmente las referidas a procesos emcionales) y el potencial riesgo de enfermedad cardiovascular. Se hacía necesario demostrar el vínculo de unión entre una variable psicológica y una biológica.

Dicho vínculo se localizó en el funcionamiento psicofisiológico, particularmente en la reactividad cardiovascular. Esta relación entre los factores psicosociales y la enfermedad cardiovascular ha recibido el nombre genérico de “hipótesis de la reactividad cardiovascular”, pudiendo comprobar que existen múltiples trabajos prospectivos que sustentan dicha hipótesis (Keys & Taylor, 1971; Schiffer, Hartley, Schulman & Abelmann, 1976; Manuck, Olsson, Hjemdahl & Renhqvist, 1992; Steptoe, Cropley & Joekes, 2000).

El apoyo psicofisiológico

El problema con el que sistemáticamente se encontraba la orientación psicosomática consiste en la demostración del vínculo de unión entre una variable psicológica, con características subjetivas e intangibles, y una disfunción, trastorno o enfermedad, con características físicas, tangibles y observables.

Si cupiese la posibilidad de establecer empíricamente que la ansiedad, o la ira, o cualquier otra emoción o variable psicológica en general, producen un efecto concreto sobre una variable fisiológica, o biológica en general, estaríamos en disposición de sostener que dicha variable psicológica es un factor notable, y probablemente independiente, referido al riesgo de sufrir algún trastorno en particular.

Pues bien, a modo de ejemplo, a partir de los resultados obtenidos en distintas investigaciones, en la actualidad se ha podido confirmar la relación existente entre los factores psicosociales y la formación de la placa de ateroma, circunstancia que constituye la lesión básica que se produce en la enfermedad cardiovascular (Kaplan, Manuck, Clarkson, Lusso, Taub & Miller, 1983; Manuck, Kaplan & Clarkson, 1983; Manuck, Kaplan & Matthews, 1986; Manuck, Kaplan, Adams & Clarkson, 1989; Kaplan, Manuck, Adams, Weingand & Clarkson, 1987).

La relación entre los factores psicosociales y la formación de la placa de ateroma se puede explicar a partir de los mecanismos implicados en la formación de esta, a saber: el factor mecánico y el factor químico. El factor mecánico tiene su efecto en las bifurcaciones y curvas de las arterias coronarias, en las cuales el flujo sanguíneo provoca turbulencias que facilitan la lesión del endotelio y consiguientemente la fijación de la placa de ateroma.

El mecanismo químico actúa principalmente a través de las lipoproteínas; las placas que se crean sobre las paredes arteriales están formadas por cristales de colesterol, que proceden de las lipoproteínas. Ambos mecanismos se encuentran seriamente influenciados por los factores y variables psicosociales, especialmente por las respuestas que ofrece el organismo cuando se enfrenta a las distintas situaciones de estrés o cuando experimenta intensos procesos emocionales.

En estas situaciones, se produce un incremento de la tasa cardíaca y de la presión arterial, provocando un incremento del flujo sanguíneo y un aumento de las turbulencias. Así mismo, se produce una importante movilización de lípidos, que es superior a los requisitos metabólicos del organismo y que facilita la agregación plaquetaria a las paredes arteriales y al tejido del corazón. El sencillo modelo teórico que explica dicha conexión queda reflejado en la figura 2.

Figura 2. Modelo de la reactividad psicofisiológica
Fuente: Autores

No obstante, la verificación empírica de la formulación teórica no siempre se producía. En efecto, la asociación entre hostilidad y enfermedades cardiovasculares, mediante el mecanismo de unión localizado en el funcionamiento psicofisiológico cardiovascular, reactividad psicofisiológica cardiovascular, parecía mostrarse esquiva.

Aunque en algunos estudios se confirmaba la existencia de una asociación entre la hostilidad y la enfermedad cardiovascular, el optimismo inicial comenzó a decaer con la aparición de las primeras inconsistencias. Nuevos estudios prospectivos encuentran dificultades a la hora de establecer la relación entre la hostilidad y las alteraciones cardiovasculares (Hallstrom, Lapidus, Bengtsson & Edstrom, 1986; McCraine, Watkins, Brandsma & Sisson, 1986; Leon, Finn, Murray & Bayley, 1988; Hearn, Murray & Lupker, 1989; Maruta, Hamburgen, Jenkins, Offord, Colligan, Frye & Malinchoc, 1993; Fitzmaurice, Kubzansky, Rimm & Kawachi, 2003).

De igual manera aparecen trabajos que no encuentran una vinculación entre la hostilidad y la reactividad cardiovascular en diferentes estudios de laboratorio (Smith & Allred, 1989; Carroll, Davey, Sheffield, Shipley & Marmot, 1997; Landeta, Barrenetxea, Corral & Otero, 1998). A estas inconsistencias hay que añadir que, en otro grupo de trabajos, la relación entre hostilidad y reactividad viene condicionada por el tipo de situación de laboratorio diseñada o por la medida de hostilidad empleada (Suarez & Williams, 1990; Siegman, Anderson, Herbst, Boyle & Wilkinson, 1992; Allen, Stoney, Omens & Matthews, 1993; Lawler, Harralson, Armstead & Schmied, 1993; Suarez, Harlan, Peoples & Williams, 1993; Suls & Wan, 1993; Siegman, 1994; Shapiro, Goldstein & Jammer, 1995).

Se propuso la existencia de diversos factores que podrían estar entorpeciendo la apreciación de la asociación entre hostilidad y enfermedades cardiovasculares. En primer lugar, aparecen resultados dudosos que pueden deberse a diferentes métodos de muestreo y a la distinta duración del tratamiento.

En segundo lugar, se encuentran resultados contradictorios que pueden estar producidos por diferencias en las muestras estudiadas y por los métodos estadísticos utilizados. En tercer lugar, pueden encontrarse resultados significativamente diferentes debidos a la incorrecta comparación de resultados procedentes de estudios metodológicamente distintos -estudios retrospectivos, prospectivos, de control de casos y transversales-, así como por la utilización de medidas observacionales y de autoinforme.

En cuarto lugar, el procedimiento seguido para admitir a los sujetos en un estudio también puede sesgar los resultados, ya que pueden incluirse en la muestra sujetos voluntarios y de alto riesgo. En quinto lugar, la hostilidad puede estar ligada a factores de riesgo para la salud en general, que pueden relacionarla indirectamente con la enfermedad coronaria.

Todos estos problemas que suscita la investigación de la relación existente entre la hostilidad y la enfermedad cardiovascular derivan en una escasa frecuencia de asociaciones significativas entre ambas (Rosenman y Palmero, 1998; Strike y Steptoe, 2005).

En última instancia, dichas incongruencias provocaron la aparición, nuevamente, de las críticas, las cuales versaban principalmente sobre las características de las manipulaciones metodológicas y, de nuevo, sobre la multidimensionalidad del concepto.

En función de esta última crítica reseñada, algunos autores consideraron que le podría estar sucediendo al complejo ira-hostilidad lo mismo que había sucedido con el patrón acuñado por Friedman y Rosenman, a saber, que la multidimensionalidad del constructo suponía que algunas de sus dimensiones estuvieran relacionadas con las enfermedades cardiovasculares, y otras, en cambio, fueran neutras o incluso disminuyeran el riesgo a padecer dicha enfermedad. De nuevo, aparecía la controversia, impulsando a los investigadores a localizar, de forma más nítida, el eventual papel de la hostilidad en el riesgo de sufrir trastornos cardiovasculares.

Situación actual

La aparición de resultados contradictorios está abriendo el abanico de posibilidades en la planificación de nuevas investigaciones. Aunque son muchas las iniciativas que se están llevando a cabo en los últimos años, estimamos que algunos aspectos tendrían que ser considerados y controlados, pues su propia relevancia hace de ellos piedras angulares en la localización de las variables psicológicas que pueden jugar un papel destacado en la predicción de ocurrencia de la enfermedad cardiovascular.

Uno de estos aspectos se refiere al propio concepto de la hostilidad, y el otro tiene que ver con la fundamentación metodológica de los procedimientos psicofisiológicos llevados a cabo en las investigaciones. La relevancia de estos dos aspectos no es un tema menor.

Así, por una parte, si consideramos que la hostilidad es -o puede llegar a ser- un factor de riesgo en la enfermedad cardiovascular, es necesario que todos los investigadores contemplen la misma acepción del concepto, utilicen los mismos instrumentos para medirlo y traten de controlar las distintas variables que pueden estar interfiriendo en su medición.

Pero, además, por otra parte, es necesario homogeneizar los criterios utilizados para interpretar correctamente los resultados obtenidos con procedimientos psicofisiológicos, ya que, si aceptamos la hipótesis de la reactividad psicofisiológica como el mecanismo de unión entre variables psicológicas y trastornos biológicos, “es preciso medir con las mismas unidades de medida”, y pronosticar correctamente el potencial riesgo de futuras disfunciones. De este modo podrá realizarse la posterior comparación de los resultados obtenidos en distintos estudios.

El factor conceptual

Desde un punto de vista conceptual, ha habido dos iniciativas que parecen las más prometedoras. Por una parte, Barefoot, Dahlstrom y Williams (1983) proponen una nueva medida de hostilidad, denominada hostilidad compuesta, obtenida a partir del Ho de Cook y Medley (1954), principal instrumento utilizado para medir dicho parámetro.

El Ho consta de siete subescalas: cinismo, sentimiento hostil, respuestas agresivas, atribución hostil, evitación social y otros. La escala de hostilidad compuesta estaría conformada por las subescalas de cinismo, sentimiento hostil y respuestas agresivas. La hostilidad compuesta parece recoger la dimensión más cognitiva del inventario (Larson & Langer, 1997; Boyle, Williams, Mark, Brummett, Siegler, Helms & Barefoot, 2004). Por otra parte, más recientemente, Helmers y Krantz (1996) proponen la posibilidad de que la hostilidad en interacción con otras variables podría ser un mejor predictor de la reactividad cardiovascular que la hostilidad por sí sola.

Concretamente, la interacción de la hostilidad y la defensividad, entendida esta última como la tendencia a reprimir aspectos de uno mismo no aceptados socialmente, podría ser considerada como el más importante criterio para predecir la reactividad cardiovascular.

La combinación de la hostilidad y la defensividad ha dado lugar a la aparición de nuevos trabajos con el objetivo de estudiar la relación entre la hostilidad y la enfermedad cardiovascular. En el momento presente, esta combinación conceptual parece ser una de las posibilidades más prometedoras para mostrar la relación que existe entre los factores psicosociales y las enfermedades cardiovasculares, a través de la reactividad psicofisiológica.

A la hora de medir este nuevo constructo se ha empleado la combinación de dos instrumentos clásicos. Por una parte, para medir la hostilidad, se ha utilizado la escala de hostilidad Ho (Cook-Medley, 1954), mientras que, para medir la defensividad, se ha utilizado el cuestionario de deseabilidad social de Marlowe y Crowne (CRP) (1964).

Algunos trabajos previos, realizados con pacientes con enfermedades coronarias, ponen de relieve que aquellos pacientes que obtienen altas puntuaciones en hostilidad defensiva muestran mayores índices de isquemia durante una situación de estrés mental, mayor daño por perfusión y una mayor duración de la isquemia durante las actividades diarias (Helmers, Krantz, Bairey, Klein, Kop, Gottdiener & Rozanski, 1995).

Así mismo, un estudio de campo realizado con personal sanitario muestra una mayor reactividad cardíaca por parte de las personas con alta hostilidad defensiva cuando deben hacer frente a situaciones de estrés (Jammer, Shapiro, Goldstein & Hug, 1991). Estos resultados, generalmente obtenidos a partir de situaciones reales, parecen encontrar respaldo en los escasos trabajos realizados en el laboratorio (Jorgensen, Abdul-Karim, Kahan & Frankowsi, 1995; Shapiro, Goldstein & Jammer, 1995; Helmers & Krantz, 1996; Larson & Langer, 1997), en los que se aprecia la existencia de un subgrupo de personas, caracterizado por una elevada “hostilidad defensiva”, que muestra una mayor reactividad cardiovascular. Frente a estas personas se encontraría otro subgrupo caracterizado por una baja hostilidad y una alta defensividad que mostraría una menor reactividad cardiovascular.

De forma sintética, las dos conclusiones que se pueden extraer de los trabajos comentados se refieren a dos aspectos. Por una parte, las personas con hostilidad defensiva muestran valores más elevados en la presión sanguínea en las situaciones de estrés (Helmers & Krantz, 1996), aunque, más recientemente, Helmers especifica que es la presión sistólica el índice que mejor refleja la elevada activación de los individuos hostiles defensivos (Mente & Helmers, 1999).

Por otra parte, las personas hostiles defensivas muestran una mayor reactividad general durante la fase de tarea que el resto de grupos que se pueden formar cuando se combinan las variables de hostilidad y defensividad (Larson & Langer, 1997). No obstante, como se ha podido apreciar en estos trabajos, también son variadas las inconsistencias encontradas, inconsistencias que, al menos en parte, proceden de las distintas tareas utilizadas para medir las variables cardiovasculares.

Estos resultados parecen sugerir la pertinencia de ampliar el espectro de investigaciones destinadas a afianzar la asociación entre variables psicológicas y reactividad cardiovascular, entendiendo que este último aspecto es el nexo de unión entre aquellas y las enfermedades cardiovasculares. Es decir, parece pertinente establecer si la hostilidad defensiva puede ser considerada como el componente tóxico en relación con la enfermedad cardiovascular.

Hay ciertos aspectos en los trabajos comentados que quedan sin aclarar: 1) si bien consideran las fases de reposo -o de adaptación previa a la tarea- y de tarea, de forma sistemática dejan sin considerar la fase de recuperación; 2) en los diseños de laboratorio, generalmente se suele utilizar como tarea experimental alguna actividad de estrés ficticio; 3) la actividad que se va a realizar suele tener una duración relativamente corta -por término medio, en torno a los cinco minutos-.

El factor de la metodología psicofisiológica

Es evidente que los procedimientos psicofisiológicos se han convertido en un elemento imprescindible de las investigaciones psicológicas a la hora de comprobar la eventual implicación de las variables psicológicas en el riesgo de enfermedad. De forma genérica, el parámetro estudiado ha sido la reactividad.

Siendo importante el nivel de activación que posee un organismo en un momento dado, parece tener más relevancia observar la forma que tiene ese organismo de adaptarse a las exigencias que le impone el medio ambiente en el que lleva a cabo su actividad diaria. Esto es: la forma de responder a la demanda de una situación de estrés. La reactividad psicofisiológica tiene que ver con los ajustes del organismo a las condiciones cambiantes de su medio ambiente.

La importancia de la reactividad ha llevado a que se traten de perfilar las características de la misma, ya que, de no ser así, es difícil interpretar los resultados heterogéneos que muchas veces se obtienen. Así, se puede hablar de reactividad cardiovascular en un sentido amplio, estableciendo que el sistema cardiovascular funciona para proporcionar los nutrientes necesarios a los distintos tejidos que conforman el organismo de un individuo.

Para conseguir este objetivo, el sistema cardíaco y el sistema vascular funcionan de una manera combinada con el fin de garantizar el éxito. Lógicamente, el sistema cardiovascular se encuentra en una incesante reactividad, pues incesantes son también las distintas necesidades a las que tiene que responder. En un sentido más restrictivo, el que procede de la investigación básica de laboratorio, la reactividad cardiovascular se refiere a los cambios fisiológicos que, desde una línea base o fase de reposo, se producen como consecuencia de algún agente estresor o estímulo particular (Palmero, Breva & Landeta, 2002).

La investigación realizada hasta nuestros días ha puesto de relieve que los individuos en quienes se aprecia una reactividad muy intensa se encuentran con un mayor riesgo de sufrir trastornos cardiovasculares de muy diversa índole (Manuck, Kasprowicz, Monroe, Larkin & Kaplan, 1989; Manuck & cols., 1992).

El argumento que se defiende se refiere a la estereotipia de respuesta: si la reactividad cardiovascular es una característica fisiológica estable y consistente en un individuo, es lógico encontrar los mismos patrones de respuesta cada vez que el individuo se enfrenta a una situación de estrés. Lógicamente, con algunas limitaciones, las situaciones de laboratorio pueden ser consideradas como un procedimiento que aporta información acerca del funcionamiento fisiológico de un individuo en la vida real (Allen, Sherwood, Obrist, Crowell & Grange, 1987; Allen & Matthews, 1997).

Aquellos individuos cuyo patrón de funcionamiento cardiovascular se caracterice por la manifestación de grandes respuestas son los que, con el paso del tiempo, es probable que experimenten alguna disfunción cardiovascular (Everson, Kaplan, Goldberg & Salonen, 1996; Markovitz, Raczynski, Wallace, Chettur & Chesney, 1998).

Para medir la reactividad cardiovascular, hay que tener en cuenta, al menos, dos factores. Por una parte, los índices cardiovasculares que se eligen para realizar la medición propiamente dicha. Por otra, la metodología empleada para establecer lo que es la reactividad. En cuanto a los índices elegidos para medir la reactividad, la frecuencia cardíaca, la presión sistólica y la presión diastólica son los que con mayor frecuencia se utilizan.

En cuanto al procedimiento metodológico empleado para calcular la reactividad, son varias las posibilidades, aunque existen dos que son las que con mayor frecuencia se llevan a cabo: la de los valores basales preestimulares y la de los valores basales de adaptación.

La ley de los niveles basales es imprescindible para entender la significación de la reactividad cardiovascular, ya que, si la medida de la reactividad refleja el grado de cambio desde un período de reposo hasta una situación de respuesta por efecto del estrés, lo relevante es localizar la mejor forma de medir ese cambio para establecer la significación del mismo.

A nuestro modo de ver, en este apartado de metodología psicofisiológica queda por resolver un aspecto que consideramos crucial: la duración de la reactividad. Es decir, siendo importante, que sin duda lo es, la magnitud de la respuesta que ofrece el organismo cuando aparece un estímulo o situación que supone un peligro o riesgo de desequilibrio, tan importante o más resulta el tiempo que invierte ese organismo en retornar a sus valores basales previos a la situación que provocó su respuesta. En la figura 3 se muestran las tres posibilidades de respuesta psicofisiológica tras la aparición de un estímulo importante.

Figura 3. Modalidades de recuperación
Fuente: Autores

Como se puede apreciar, de las tres posibilidades, hay una, el denominado patrón 1 (habituación), que sí que es adaptativo, ya que el individuo, después de ofrecer la respuesta, va recuperando progresivamente sus valores basales. Las otras dos posibilidades no son adaptativas, pues, en un caso, patrón 2 (mantenimiento), después de ofrecer la respuesta al estímulo en cuestión, el individuo se mantiene con el mismo nivel que alcanzó al responder, mientras que, en el otro caso, patrón 3 (sensibilización), los valores de la variable en cuestión van incrementándose a medida que pasa el tiempo.

Como fácilmente se desprende de la representación gráfica, solo el patrón 1 puede ser considerado saludable, y así queda reflejado en los distintos trabajos que han utilizado este tipo de diseño experimental. En cierta forma, es la consecuencia lógica de la consideración y control incorrectos de la metodología psicofisiológica.

Esto es, de los tres parámetros fundamentales en psicofisiología -frecuencia, intensidad y duración-, se ha utilizado de forma genérica la intensidad (a mayor intensidad, mayor riesgo); se ha utilizado con mucha profusión también la frecuencia (a mayor frecuencia, mayor riesgo); incluso se ha utilizado con notable asiduidad la combinación de la intensidad y la frecuencia. Sin embargo, son muy escasos los trabajos en los que se considera la duración de la respuesta.

Y, a nuestro juicio, es un grave error, pues esta circunstancia podría explicar una parte importante de la heterogeneidad de los resultados obtenidos. El tiempo que tarda un individuo en recuperar sus valores basales es, además, un tiempo de exposición del organismo a los efectos de las sustancias liberadas con la ejecución de la respuesta. Y estos efectos puede que no sean tan adaptativos transcurrido un tiempo prudencial. La figura 4 ilustra lo que tratamos de decir.

Figura 4. Tipos de recuperación adaptativa
Fuente: Autores

Esto es, sobre el patrón 1, que es la forma prototípica de respuesta adaptativa, podemos dibujar distintas posibilidades, todas ellas podrían recibir la notación de “perfil adaptativo”, pues en todas se aprecia la tendencia a la recuperación de los valores basales previos a la situación que provocó la respuesta.

Sin embargo, todos convendremos que, dentro del abanico de posibles perfiles adaptativos, hay algunos que lo son más que otros. La recuperación puede producirse de forma rápida (RR), de forma lenta (LR), incluso de forma muy lenta (MLR). Hablando en todo caso de patrones adaptativos, al menos desde la formulación teórica, podríamos establecer una gradación adaptativa que iría desde la respuesta más adaptativa (patrón RR) hasta la menos adaptativa (patrón MLR).

De este modo, cabría la posibilidad de pensar que el hecho de considerar solo la intensidad de la respuesta, sin tener en cuenta la duración de la misma, estuviera enmascarando el auténtico papel que pudiera jugar la hostilidad en el mayor o menor riesgo de sufrir un trastorno cardiovascular.

En un trabajo reciente (Palmero, Breva & Landeta, 2002), utilizando la hostilidad y la defensividad como variables independientes, formamos cuatro grupos de personas: grupo con alta hostilidad y alta defensividad, grupo con alta hostilidad y baja defensividad, grupo con baja hostilidad y alta defensividad, grupo con baja hostilidad y baja defensividad.

Para la medición de la hostilidad, se utilizó la escala compuesta Ho de Cook-Medley, que, como ya hemos indicado, está formada por las subescalas de cinismo, sentimiento hostil y respuestas agresivas. Para medir la defensividad, se utilizó el cuestionario de deseabilidad social de Marlowe y Crowne.

Los índices psicofisiológicos estudiados fueron la frecuencia cardíaca, la presión sistólica y la presión diastólica.

Pudimos comprobar que el grupo con alta hostilidad y alta defensividad obtiene los mayores valores en las tres fases y en las tres variables estudiadas. Nuestros resultados coinciden con los obtenidos en los pocos trabajos previos, en los que se encuentra que las personas hostiles defensivas obtienen mayores valores en la fase de tarea (Larson & Langer, 1997; Mente & Helmers, 1999).

Además, dentro de la prudencia que debe caracterizar este tipo de investigaciones, nuestros resultados amplían los hallazgos disponibles, pues, al incluir la fase de recuperación, hemos podido constatar que este grupo de individuos tarda más en recuperarse tras la situación de estrés; eso es lo que denotan los mayores valores encontrados durante la fase de recuperación.

En cuanto a la tasa cardíaca, la figura 5 permite apreciar los perfiles de los cuatro grupos de personas.

Figura 5. Presión sanguínea sistólica (Valores promediados)
Fuente: Autores

La tasa cardíaca aporta información interesante. La existencia de un efecto de interacción entre hostilidad y defensividad en la fase de tarea nos indica que, con la utilización de la hostilidad sola, no habría aparecido ninguna diferencia significativa, hecho que pudimos comprobar con los análisis pertinentes. Son datos que sustentan la hipótesis referida a la superioridad de la hostilidad defensiva, respecto a la hostilidad sola, para predecir el funcionamiento cardiovascular.

Los perfiles que aparecen son claramente adaptativos, aunque el hecho de que los individuos hostiles defensivos muestren los valores más elevados durante la fase de recuperación denota que dicho perfil es el menos adaptativo de los cuatro.

Algo parecido ocurre con la presión sistólica. En la figura 6 se muestran los perfiles de los cuatro grupos.

En este caso, se aprecia la existencia de efectos principales para la variable hostilidad, tanto en la fase de tarea como en la de recuperación, lo que significa que las personas que puntúan alto en hostilidad, como grupo general, obtienen valores más elevados que las personas bajas en hostilidad.

El hecho de que el grupo de personas hostiles defensivas sea el que obtiene esos valores más elevados, de nuevo, coincide con los trabajos previos realizados en el ambiente de laboratorio (Jorgensen & cols., 1995; Shapiro & cols., 1995; Helmers & Krantz, 1996), confirma nuestra hipótesis y nos lleva a proponer que la hostilidad defensiva, más que la hostilidad sola, predice mejor el funcionamiento cardiovascular en situaciones de estrés.

Por lo que respecta a la presión diastólica, estimamos que es el índice en el que aparecen resultados más interesantes. La figura 7 muestra los perfiles de los cuatro grupos.

Figura 7. Tasa cardíaca (Valores promediados)
Fuente: Autores

Como se aprecia en la figura, además de la existencia de los efectos de interacción entre las variables de hostilidad y defensividad en las fases de tarea y de recuperación, hecho que denota los importantes valores que obtiene el grupo alto en hostilidad y defensividad, es interesante reseñar que este grupo rompe la tendencia a la habituación que se aprecia en los restantes grupos y en los restantes índices cardiovasculares.

Es un hecho notable, pues el perfil de los individuos hostiles defensivos no es adaptativo, ya que se aprecia un incremento en la fase de recuperación respecto a los valores obtenidos en la fase de tarea. A nuestro modo de ver, la presión diastólica, si bien sigue la pauta de las otras variables durante la fase de tarea, es la variable más importante para detectar el funcionamiento cardiovascular de los individuos hostiles defensivos en la fase de recuperación.

En suma, la situación actual en el estudio de la relación entre hostilidad y riesgo de enfermedad cardiovascular parece decantarse hacia la localización de nuevos horizontes que puedan ayudar a perfilar el verdadero papel que juegan las variables psicológicas, en general, y las afectivas, en particular.

La hostilidad defensiva representa uno de los nuevos ámbitos en los que este tipo de estudios pueden aportar información relevante. En este mismo sentido, otra de las orientaciones más recientes, también relacionada con la hostilidad defensiva, está abriéndose camino en el momento presente.

En ella se establece la probable existencia de una forma particular de afrontamiento, genéricamente denominada personalidad tipo D, que se caracteriza por una marcada tendencia a la afectividad negativa y por una clara restricción, incluso inhibición completa, de la interacción social. Se ha podido comprobar que esta forma concreta de comportamiento puede predecir la ocurrencia de futuros trastornos cardiovasculares (Pedersen, Van Domburg, Theuns, Jordanes & Erdman, 2004; Denollet, 2005; Sher, 2005). Estos son aspectos atractivos que merecen ser explorados.

Conclusión

Nadie puede discutir que las enfermedades cardiovasculares se ven claramente influenciadas por los factores clásicos de riesgo aportados por el modelo biomédico. No obstante, dado que dichos factores resultan insuficientes para explicar la elevada incidencia observada en este tipo de enfermedades, parece evidente recurrir a otro tipo de variables. Entre este tipo de nuevos factores, se encuentra, qué duda cabe, la hostilidad. Ahora bien, falta por dilucidar una serie de aspectos que, a nuestro modo de ver, son esenciales.

En el plano de la dimensión conceptual y teórica, es necesario establecer qué componente de la hostilidad, o qué interacción entre hostilidad y alguna otra variable, posee la mayor capacidad predictiva del riesgo de enfermedad cardiovascular.

En el plano de la dimensión metodológica, son varios los aspectos por tener en cuenta: 1) Unificar criterios para conformar las muestras; esto es, a la hora de decidir si un individuo es categorizado como hostil o no hostil, es necesario establecer protocolos homogéneos para poder comparar los resultados obtenidos en distintas investigaciones. 2) En los experimentos de laboratorio, es conveniente utilizar situaciones de estrés real, ya que, cuanto más se aproximen las simulaciones de laboratorio a la situación real, tanto mayor será el ajuste de las respuestas psicofisiológicas de la situación de laboratorio a las respuestas psicofisiológicas que muestran los individuos habitualmente. 3) En el plano de la dimensión psicofisiológica, es necesario homogeneizar, hasta donde se pueda, los procedimientos de registro psicofisiológico: a. en lo que se refiere a los parámetros seleccionados para los estudios, b. en lo referido a la metodología de medición de dichos parámetros, c. en lo referido a la consideración de la duración de la respuesta, y no solo a la intensidad de la misma.

NOTA AL PIE

1. No parece descabellada esta posibilidad, si asumimos que el PCTA permitió en múltiples trabajos predecir con bastante éxito la ocurrencia de trastornos cardiovasculares. Probablemente, la divergencia de resultados se deba a que los individuos fueron categorizados como tipo A mediante distintos criterios, entre ellos las distintas subescalas que conforman el Jenkins Activity Survey (JAS), de tal suerte que -se podría pensar- cuando el criterio utilizado fue la escala S del JAS, el PCTA mostraba una aceptable capacidad predictiva, mientras que, cuando se utilizaba cualesquiera otros factores o escalas del JAS, el constructo PCTA no parecía un procedimiento apropiado para detectar el riesgo de enfermedad cardiovascular.


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