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Avances en Psicología Latinoamericana

versión impresa ISSN 1794-4724versión On-line ISSN 2145-4515

Av. Psicol. Latinoam. v.28 n.1 Bogotá ene./jun. 2010

 

Papel de la conducta prosocial y de las relaciones sociales en el bienestar psíquico y físico del adolescente

Role of prosocial behavior and social relationships in mental and physical well-being of adolescents

Agustín Ernesto Martínez González*
Cándido Inglés Saura**
José Antonio Piqueras Rodríguez***
Luis Armando Oblitas Guadalupe ****

* Dirección de correspondencia: Agustín Ernesto Martínez González, estudiante de doctorado. Clínica Neuropsicológica Mayor. C/Mayor Nº113 4ºC. 30820, Alicante, España. E-mail: cpcmayor@yahoo.es

** Departamento de Psicología de la Salud, Universidad Miguel Hernández, Elche (Alicante, España).

*** Departamento de Psicología de la Salud, Universidad Miguel Hernández, Elche (Alicante, España).

**** Universidad Intercontinental (México).

Recepción: 16 de junio de 2009
Aceptación: 7 de octubre de 2009


Abstract

The finding about the role of prosocial behaviour in mental and physical well-being of adolescents have a very clear set of implications in different areas. From our point of view, the biggest impact of this evidence should be given in education. Thus, there is an increasing agreement on the need to encourage in the secondary schools prosocial behaviour styles based on the assertiveness, in order to prevent the occurrence of violent behaviors (gender violence, etc.), and encourage prosocial behaviors with health benefits. In this regard, we consider interesting to outline the implementation, in the curricula of primary and secondary education, of a new content, which teaches transversely specific skills related to prosocial behavior and the development of emotional intelligence in children and adolescents.

Key words: prosocial behavior, social relationships, well-being, adolescents.

Resumen

El hallazgo de que la conducta prosocial juega un papel central en el bienestar psíquico y físico de los adolescentes tiene una serie de implicaciones muy claras en diferentes ámbitos. Desde nuestro punto de vista, el mayor impacto de esta evidencia se debería dar en el ámbito educativo. Así, cada vez existe más acuerdo respecto a la necesidad de fomentar en los colegios e institutos los estilos de conducta prosociales basados en la asertividad, con el fin de prevenir la aparición de conductas violentas (violencia de género, etc.), y fomentar las conductas de tipo prosocial beneficiosas para la salud. En este sentido, consideramos interesante plantear la implantación, en los planes de estudios educativos de primaria y secundaria, de una asignatura que, de forma transversal, se encargue de enseñar habilidades específicas relacionadas con las conductas prosociales y el desarrollo de la inteligencia emocional de los niños y adolescentes.

Palabras clave: conducta prosocial, relaciones sociales, bienestar, adolescente.


Introducción

La adolescencia es un período evolutivo caracterizado por cambios importantes tanto en el desarrollo físico, mental y emocional, como en las relaciones interpersonales, los cuales provocan ambivalencias y contradicciones en el proceso de búsqueda del equilibrio consigo mismo y con la sociedad a la que el adolescente desea incorporarse. Por ello, los adolescentes están en un período donde son moldeables a las influencias de los modelos sociales y de los entornos de vida (Inglés, 2007).

La mayoría de los estudios coinciden en destacar que el inicio de la adolescencia, o adolescencia temprana, es una etapa de perturbaciones temporales en diferentes áreas. Así, los resultados muestran que los adolescentes se autoperciben y se consideran más inadaptados que los niños o los adultos (Siverio y García, 2007). Probablemente, las razones del deterioro transitorio del estilo de vida del adolescente estén en la necesidad de buscar experiencias nuevas para ganarse la aceptación y respeto de los iguales, para establecer un amplio margen de autonomía en las relaciones con los padres, o repudiar la autoridad convencional (Jessor, 1988). En consecuencia, durante la adolescencia la necesidad de afiliación al grupo de iguales es un hecho común y necesario para el desarrollo evolutivo. Sin embargo, el motivo de afiliación hacia el grupo de iguales varía a lo largo del ciclo evolutivo (Rodrigo et al., 2004). En este sentido, los adolescentes de 13 años reconocen tener dificultades a la hora de mostrar desacuerdo ante la presión del grupo de iguales y se muestran insatisfechos en relación con los iguales, ya que desean tener más amigos/ as, mientras que los adolescentes de 16 y 17 años (adolescencia media) comienzan a sentirse integrados en el grupo de iguales, aunque dicha afiliación no suponga un aporte de apoyo o de comunicación (Rodrigo et al., 2004).

Esta etapa también se caracteriza por la existencia de cambios en las relaciones familiares (Inglés, 2007). En este período evolutivo, los adolescentes pasan más tiempo fuera de casa y disminuye el número de interacciones positivas con los padres. Los conflictos suelen relacionarse con aspectos de la vida cotidiana, tales como las tareas de casa, las amistades, la forma de vestir o la hora de volver a casa (Galambos y Almeida, 1992; Smetana, Braeges y Yau, 1991). Sin embargo, Laursen, Coy y Collins (1998), en un meta-análisis realizado sobre un gran número de investigaciones que estudian los conflictos familiares durante la adolescencia, hallaron que a partir de la pubertad hay una clara correlación negativa entre edad y número de conflictos entre padres e hijos. Así, conforme los adolescentes afirman su individualidad y autonomía, no se distancian de sus padres, sino que, por el contrario, requieren con mayor intensidad del apoyo o guía de éstos, lo que produce un acercamiento entre ellos (Mayseless, Wiseman y Hai, 1998; Rice y Mulkeen, 1995), debido, quizás, a que conforme los chicos y chicas se acercan a la adultez, su capacidad para ponerse en lugar de sus padres se ve incrementada (Smetana, 1989). Así pues, según numerosos investigadores, resulta erróneo pensar que los vínculos con el grupo de iguales suponen una disminución de la infl uencia de los padres (Rice, 1997). Por el contrario, cabe pensar que padres y amigos no compiten entre sí, sino que representan infl uencias complementarias que satisfacen diferentes necesidades del adolescente (Clark-Lempers, Lempers y Ho, 1991; Lempers y Clark-Lempers, 1992).

La fuente de mayor influencia sobre la conducta del adolescente varía según el asunto que se considere. De esta manera, los hallazgos de las investigaciones indican que es más probable que los jóvenes escuchen a sus padres que a los compañeros cuando se trata de cuestiones morales, educativas o que tengan que ver con el dinero o con el control de relaciones interpersonales, distintas de las que tienen con los compañeros. Por el contrario, los adolescentes son más susceptibles de escuchar a sus compañeros cuando se trata de elegir a amigos, controlar las relaciones con los compañeros o pasar el tiempo libre (Smetana, 1993).

A pesar de que la familia sigue ocupando un lugar preferente como contexto socializador durante la adolescencia, en la medida en que los jóvenes se van desvinculando de sus padres, las relaciones con los compañeros ganan importancia, intensidad y estabilidad, y el grupo de iguales se convierte en el contexto de socialización más influyente (Mayseless et al., 1998; Oliva, 1999; Rice, 1997). Como consecuencia de la maduración cognitiva y del tiempo que dedican a hablar de sí mismos, los adolescentes irán comprendiéndose mejor unos a otros, lo que va a repercutir en que las relaciones con los amigos estén marcadas por la reciprocidad y el apoyo mutuo (Volling, Youngblade y Blesky, 1997). También aumentará, sustancialmente, la intimidad de estas relaciones, sobre todo entre las chicas durante la adolescencia temprana y media (Bracken y Crain, 1994). Se produce una expansión de las redes extrafamiliares, de modo que el adolescente se expone a un amplio abanico de nuevas situaciones sociales (fiestas, bares, oficinas públicas, establecimientos comerciales, etc.), donde se relaciona con personas desconocidas o no allegadas (Flores y Díaz, 1995). Aparece una intensificación de las relaciones con compañeros del mismo sexo (Buhrmester y Furman, 1992; Mayseless, Wiseman y Hai, 1998) y del inicio de las relaciones románticas con el otro sexo (Bracken y Crain, 1994; Furman y Buhrmester, 1992).

Bienestar psicológico y ajuste social

Las relaciones con los iguales constituyen una experiencia muy gratificante para los adolescentes, por lo que son un factor relevante para su socialización (Rice, 1997). En general, tener amigos es un claro indicador de buenas habilidades interpersonales y un signo de un buen ajuste psicológico posterior (Inglés, Méndez e Hidalgo, 2001; Kimmel y Weiner, 1998; Kupersmidt, Coie y Dodge, 1990).

Por otro lado, los beneficios derivados de disponer de amigos en la adolescencia son abundantes. Así, un nivel adecuado de habilidades interpersonales y, por tanto, la ausencia de ansiedad social y conducta agresiva pueden incrementar la popularidad del adolescente, lo que dará más oportunidades para disfrutar de las interacciones grupales, las cuales, a su vez, mejoran las habilidades interpersonales e impiden la aparición de ansiedad social y de diferentes problemas en las relaciones interpersonales (Inglés, Méndez e Hidalgo, 2005).

Numerosas investigaciones han hallado que el éxito en las relaciones interpersonales se encuentra relacionado positivamente con aspectos generales del funcionamiento psicosocial. Así, las relaciones interpersonales pueden influir positivamente en la mejora de la autoestima (Huebner, Suldo y Gilman, 2006; Gilman y Huebner, 2006; Bijstra, Bosma y Jackson, 1994; Bijstra, Jackson y Bosma, 1995; Chou, 1997; Frankel y Myatt, 1996; Riggio, Throckmorton y De Paola, 1990; Riggio, Watring y Throckmorton, 1993), lo que proporciona bienestar (Bijstra et al., 1994; 1995) y felicidad (Argyle y Lo, 1990). Del mismo modo, el éxito en las interacciones con los demás está relacionado positivamente con el afrontamiento de situaciones sociales conflictivas (Bijstra et al., 1994, 1995), ya que, en cierta medida, se percibe el apoyo social proporcionado por padres y compañeros ante eventos estresantes (Supplee, Shaw, Hailstones. y Hartman, 2004; Bijstra et al., 1994, 1995; DeVet, 1997; Riggio et al., 1993; Wills, Resko, Ainette, y Mendoza, 2004; Wills y Resko 2004), lo cual indica que la relación positiva entre funcionamiento intrapersonal (por ejemplo: autoestima) y relaciones interpersonales (relación con los profesores, padres y semejantes) actúa como protector del funcionamiento desadaptativo, la depresión y la tensión o estrés social (Huebner et al., 2006; Gilman y Huebner, 2006; Inglés et al., 2005), disminuyendo el riesgo de suicidio y de trastornos psicopatológicos (Inglés et al., 2001).

Igualmente, los adolescentes que son prosociales tienen una mejor adaptación escolar y éxito académico (Frankel y Myatt, 1996; Lynch y Cicchetti, 1997; Patrick, 1997; Wentzel 1991a, 1991b; Redondo, 2007; Wentzel, Weinberger, Ford y Feldman, 1990). Suelen tener un buen desarrollo de las amistades, tienen éxito en las citas con el sexo opuesto (Clark, Turner, Beidel, Donovan, Kirisci y Jacob, 1994; La Greca y López, 1998) y son aceptados por los demás como populares (Inglés et al., 2005; Inglés, Ruiz, et al., 2005; Morison y Masten, 1991).

Así pues, se puede decir que la relación entre conducta prosocial y aceptación por parte del grupo de iguales es bidireccional, en el sentido en que los niños más prosociales son más aceptados por sus iguales, y los niños que mantienen una buena interacción con sus padres y son aceptados por éstos, desarrollan mayores niveles de conductas positivas sociales, de forma que el grupo de iguales se convierte para estos niños en fuente de aprendizaje de conductas prosociales.

Sobre esta condición, estudios recientes han hallado que el comportamiento prosocial de los amigos pronostica el cambio en la conducta prosocial de los individuos (Wentzel, Barry y Caldwell, 2004). Por el contrario, la evidencia ha puesto de manifiesto que las dificultades en las relaciones interpersonales (déficit de aserción, ansiedad social y agresividad o conducta antisocial) se encuentran relacionadas con una gran variedad de problemas psicológicos y conductuales. Así, las conductas antisociales, como el maltrato entre iguales por abuso de poder y violencia (Del Barrio, Martín, Almeida y Barrios, 2003), se relacionan positivamente con una variedad de problemas personales, tales como la elevada hiperactividad, irritabilidad, ansiedad e inestabilidad emocional, resentimiento y suspicacia (Garaigordobil, 2005), autoconcepto negativo (Calvo, González y Martorell, 2001; Garaigordobil, 2005) y déficit en habilidades sociales (Calvo et al., 2001; Garaigordobil, 2005; Inglés, Hidalgo, Méndez e Inderbitzen, 2003; Inglés, Méndez, Hidalgo y Spence, 2003; Méndez, Inglés e Hidalgo, 2002). Estos problemas de conducta acarrean un rechazo por parte de los adultos e iguales (Trianes et al., 2002; Wills, Resko, Ainette y Mendoza, 2004; Wills y Resko, 2004), lo que hace que los adolescentes sean menos aceptados y tengan un riesgo mayor de fracaso académico y/o abandono escolar (Estévez, 2005; Beidel, 1991; Francis y Radka, 1995; Garaigordobil, 2005; Last y Strauss, 1990), así como fracaso en las citas con el sexo opuesto (La Greca y López, 1998).

Del mismo modo, la ansiedad social tiene importantes consecuencias negativas para los adolescentes. Por ejemplo, la resistencia a participar en situaciones escolares, tales como realizar presentaciones orales, participar en debates y hacer preguntas en clase, puede contribuir al absentismo escolar, lo que disminuye significativamente el rendimiento académico de los jóvenes (Amerigen, Manzini y Farvorden, 2003). Igualmente, el predominio de un estilo pasivo o sumiso junto a la evitación de las relaciones con los compañeros genera retraimiento y sentimientos de soledad (Walters e Inderbitzen, 1998), una actitud de rechazo e, incluso, de maltrato o abuso por parte de los iguales (Storch, Masia-Warner, Crisp y Klein, 2005), lo que repercute negativamente en el aprendizaje y en la mejora de habilidades sociales (Inglés, Hidalgo et al., 2003; Inglés, Méndez et al., 2003). Además, el estrés social puede proporcionar la aparición de depresión y otros trastornos emocionales (Allan y Gilbert, 1997; Chan, 1993; Gilbert y Allan, 1994; Segrin, 1996, 1998, 2000; Spence y Liddle, 1990; Spirito, Hart, Overholser y Halverson, 1990; Stein et al., 2001), incluso, trastornos del comportamiento alimentario (Bulik, Beidel, Duchmann, Weltzin y Kaye, 1991; Chen, 2006; Fernández, Jiménez, Badía, Jaurrieta, Solano, y Vallejo, 2003). Otra consecuencia es que los adolescentes con menos habilidades interpersonales tienen más probabilidad de ser rechazados o ignorados por sus iguales (Chen, 2006; Inderbitzen, Walters y Bukowski, 1997; La Greca y Lopez, 1998; La Greca y Stone, 1993; Sletta, Valas y Skaalvik, 1996; Strauss, Walters e Inderbitzen, 1998).

Salud física

Durante la adolescencia los jóvenes van adquiriendo estilos de vida que van de más saludables a insaludables. En este sentido, durante la adolescencia temprana (12-13 años), los adolescentes todavía no han mantenido relaciones sexuales, ni se han iniciado en el consumo del tabaco, alcohol, etc., mientras que en la adolescencia media (14 años-15 años) los adolescentes comienzan a tener estilos de vida menos saludables, ya que consumen tabaco y alcohol los fines de semana (Rodrigo et al., 2004). De este modo, los iguales pueden influir de forma negativa o positiva durante el desarrollo de la adolescencia (Inglés, 2007).

El estilo de conducta agresivo y las dificultades en las relaciones interpersonales se encuentran relacionadas con el consumo de drogas legales, tales como el alcohol y el tabaco (Inglés et al., 2007; Clark, 1993; Goldberg y Botvin, 1993; Hover y Gaffney, 1991). Numerosas investigaciones han encontrado que este tipo de comportamientos desadaptativos son predictores muy potentes del consumo regular y abusivo de tabaco (Bergen, Martin, Roeger y Allison, 2005; Clark, Kirisci y Moss,1998; De Micheli y Formigoni, 2004; Kollins, McClernon y Fuemmeler, 2005; Upadhyaya, Brady, Wharton y Liao, 2003; Wu, Schlenger y Galvin, 2003) y de alcohol (Bergen et al., 2005; Blum e Ireland, 2004; Clark et al., 1998; De Micheli y Formigoni, 2004; Griffin, Botvin, Epstein, Doyle y Diaz, 2000; Harrier, Lambert y Ramos, 2001; Paschall, Flewelling y Rusell, 2004; Wu et al., 2003). Por ello, las puntuaciones en conducta antisocial autopercibida constituyen un factor predictivo significativo del consumo de tabaco y alcohol en la adolescencia (Inglés et al., 2007).

Asimismo, el estrés social también puede incrementar el riesgo de consumo de drogas en los adolescentes más pasivos socialmente (Zimmermann et al., 2003) y dicha conducta pasiva, junto al estrés, puede generar problemas en el comportamiento alimentario (Bulik, Beidel, Duchmann, Weltzin y Kaye, 1991; Fernández et al., 2003), que desembocan en problemas físicos importantes (anemia, ulceras de estomago, etc.), incluso pueden llegar a provocar la muerte.

La fobia social comienza, en la mayoría de casos, a una edad temprana que coincide con el inicio del consumo de tabaco (Sonntag, Wittchen, Höfl er, Kessler y Stein, 2000) y alcohol (Zimmermann et al., 2003). Por otra parte, la evidencia empírica ha demostrado que la fobia social es un predictor signifi cativo del consumo de tabaco (Sonntag et al., 2000; Wittchen, Stein y Kessler, 1999) y de alcohol (Weiller, Bisserbe, Boyer, Lepine y Lecrubier, 1996; Zimmermann et al., 2003), y ha hallado un elevado número de sujetos con fobia social que presentan un consumo abusivo de tabaco (O’Callaghan y Doyle, 2001; Sonntag et al., 2000; Wittchen et al., 1999) y alcohol (Clark, Bukstein, Smith y Kaczynski, 1995; Essau, Conradt y Petermann, 1999; Rabe-Jablonska, Dietrich-Muszalska y Gmitrowicz, 2004; Zimmermann et al., 2003). Finalmente, los jóvenes diagnosticados como fóbicos sociales describen el consumo de estas sustancias como una conducta de escape que compensa su elevado grado de ansiedad en situaciones interpersonales (Sonntag et al., 2000).

Por otra parte, las relaciones con los iguales también pueden influir de forma positiva en la aparición de conductas prosociales (Wentzel, Barry y Caldwell, 2004). Así, los adolescentes prosociales tienen una mayor facilidad para la adquisición de hábitos y estilos de vida saludable (Rodrigo et al., 2004), por lo que tienen menos riesgo de consumo de drogas. Así, diversas investigaciones han puesto de manifiesto que los adolescentes prosociales, asertivos y socialmente habilidosos, en comparación con los estudiantes antisociales, son menos proclives a manifestar conductas de riesgo para la salud, tales como el consumo de drogas legales e ilegales (Inglés et al., 2007; La Greca, Prinstein y Fetter, 2001; Martínez-González et al., 2003; Sussman et al., 2004), por lo que se espera que las puntuaciones en conducta prosocial no se relacionen significativamente ni constituyan un factor predictivo del consumo de tabaco y alcohol en la adolescencia.

Conclusión

Así pues, dentro del marco de las relaciones sociales, tanto la conducta agresiva (Ollendick, Weist, Borden y Greene, 1992) como la conducta prosocial (Wentzel, Barry y Caldwell, 2004) tienen un papel clave en el bienestar físico y psicológico de los adolescentes.

Se ha constatado que la conducta prosocial es un fuerte predictor de la popularidad, mientras que la conducta antisocial es un fuerte predictor del rechazo sociométrico (Coie, Dodge y Kupersmidt, 1990; Markiewicz, Doyle y Brendgen, 2001; Jiménez, 2003). Los niños y los adolescentes populares o aceptados por sus iguales reciben más refuerzo social, lo que lleva a su adaptación, no solo en áreas sociales, sino también en las personales y escolares (Chen, 2006).

Del mismo modo, la conducta prosocial actúa como protector de situaciones de riesgo físico, previniendo la aparición de acciones arriesgadas para la salud, como el consumo de sustancias o las conductas de evitación hacia la ingesta de alimentos. Tanto las conductas adictivas como de control extremo de la ingesta calórica suponen graves prejuicios en el sistema nervioso central y en el sistema inmunológico, acarreando problemas físicos importantes como el cansancio, la debilidad, etc. Del mismo modo, la conducta prosocial aprendida de los iguales supone un soporte vital para la prevención de trastornos psíquicos como la ansiedad, depresión o los trastornos de la alimentación.


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