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Co-herencia

versión impresa ISSN 1794-5887

Co-herencia v.5 n.8 Medellín ene./jun. 2008

 

Los discursos del perdón y del castigo en la guerra civil colombiana de 1859-18621

Discourse on Forgiveness and Punishment in the Colombian Civil-War 1859-1862

 

 

María Teresa Uribe de Hincapié*

Liliana María López Lopera**

 

llopezlo@eafit.edu.co

* Jefe del Departamento de Humanidades, profesora e investigadora de la Universidad Eafit.

** Jefe del Departamento de Humanidades, profesora e investigadora de la Universidad Eafit.

Recepción: 27 de febrero de 2008. Aprobación: 17 de abril de 2008


Resumen:

Este artículo muestra el entrecruzamiento de losdiscursos de la guerra y la paz, el perdón y el castigo, y la venganza y la clemencia en el contexto de la guerra civil colombiana entre 1859 y 1862. Se trata de señalar que lo que caracterizó las estrategias de paz, con sus discursos del perdón y la clemencia, fue el uso de la fuerza, que no se aplicaba necesariamente para derrotar al enemigo sino para obtener mejores recursos en la negociación; y que lo que caracterizó la guerra, con sus discursos de la tiranía, la conspiración y la traición, fue su relación con el derecho en tres ejes: la guerra como medio para resarcir derechos agraviados, como objeto de reglamentación y acotación del derecho y como fuente de un nuevo ordenamiento jurídico.

Palabras clave: Guerra civil, derecho de gentes, ius in bello, ius ad bellum, perdón, castigo, clemencia, lenguaje de la contención.


Abstract:

This article shows the crossroads of the war discourse with, peace, forgiveness and punishment, and revenge and clemency in the context of the Colombian civil war between 1859 and 1862. It attempts to emphasize that what distinguished the peace strategy, with its discourses on forgiveness and clemency, was the use of force, which was not necessarily used to defeat the enemy but to improve the chances of a favorable negotiation outcome; and that what distinguished war, with its discourses on tyranny, conspiracy, and treason, was its tri-axial relationship to law: war to obtain retribution for aggravated rights, as a Law regulating hedge, and as the approach to a new legal order.

Key words: Civil war, the law of nations, ius in bello, ius ad bellum, forgiveness, punishment, clemency, language of containment.


 

Lejos de ser el Derecho de Gentes un resto de barbarie antigua,

es una creación del derecho moderno; en lugar de ser

obra de un poder infernal, es una rama del Cristianismo. Y

está muy distante de ser el talión su única ley. El talión era en

efecto el instinto de los pueblos salvajes y el único correctivo

conocido de las acciones humanas: ojo por ojo diente por

diente, era la lógica de la venganza y el principio de la justicia

entre los pueblos atrasados de otras épocas; pero no es ese el

principio del código internacional moderno.

Salvador Camacho Roldán

 

Tres interpretaciones han hecho carrera respecto del proceso de adopción del ius in bello en la carta constitucional de Colombia en 1863. La primera atribuye la inclusión del derecho de gentes al papel jugado por Tomas Cipriano de Mosquera en la guerra abierta contra el presidente Mariano Ospina en 1859 y a la posterior victoria de la facción rebelde2. La segunda señala que es posible identificar importantes razones de índole estructural que se conjugaron para hacer posible la internalización del derecho de gentes (ver: Orozco Abad, 1992). Dentro de estas razones estructurales se enuncian, entre otras, la existencia de estructuras de dominación político-territorial delimitadas por múltiples afueras en el territorio nacional, la debilidad del Estado como aparato central con capacidad de ejercer la soberanía en todo el territorio nacional, el relativo empate político-militar de los dos partidos políticos y la enemistad relativa derivada de la identidad de clase de las elites políticomilitares. Finalmente, la tercera interpretación señala que la invocación del derecho de gentes se correspondía con la mentalidad de las elites guerreras que pretendían llevar a cabo una buena guerra, ajustándola a los "códigos de honor y cortesía caballeresca" que caracterizaban a las repúblicas civilizadas (Sánchez y Aguilera Peña, 2001, pp. 314 y ss.).

Los antecedentes obligan a poner el énfasis en los factores estructurales, pues resulta claro que la adopción del derecho de gentes en Colombia fue mucho más que el resultado de la utilización de un lenguaje moral coyuntural, politizado y altamente selectivo. En este sentido, es necesario señalar, siguiendo las tesis de Iván Orozco Abad, que la adopción final del derecho de gentes como estatuto para tramitar los conflictos civiles, fue el producto de una decisión inevitable dada la cuasi internacionalización del espacio político interior. Sin embargo, si se considera que las palabras de la guerra juegan un papel determinante en la configuración y refiguración del accionar bélico, también es válido afirmar que la dimensión retórica que acompañó el accionar bélico emprendido por Tomas Cipriano de Mosquera, contribuyó a la generalización de un discurso normativo que pretendía, aunque fuera de manera instrumental y moralmente selectiva, delimitar los medios y la conducta que se debían implementar en la guerra.

En el marco de las discusiones que sobre el derecho de gentes desarrollaron civiles y militares en el siglo XIX colombiano, este artículo muestra el entrecruzamiento de los discursos de la guerra y la paz, el perdón y el castigo, y la venganza y la clemencia en el contexto particular de la guerra civil ocurrida en Colombia entre 1859 y 1862. Se trata de mostrar que lo que caracterizó las estrategias de paz, con sus discursos del perdón y la clemencia, fue una mezcla entre el uso de la fuerza, que no se aplicaba necesariamente para derrotar al enemigo sino para obtener mayores recursos en la negociación del conflicto, y el uso de los acuerdos inter-pares, que no operaban necesariamente como un instrumento para lograr la paz sino como arma para ganar batallas por fuera de los escenarios bélicos. En un sentido análogo, se muestra que lo que caracterizó la guerra, con sus discursos de la tiranía, la conspiración y la traición, fue su relación con el derecho en tres ejes fundamentales: la guerra como medio para resarcir derechos agraviados, la guerra como objeto de reglamentación y acotación por parte del derecho, y la guerra como fuente de un nuevo ordenamiento jurídico. En la interpretación de la guerra como medio del derecho, entendemos por derecho una justa pretensión que se debe hacer valer, y por guerra la guerra justificable y defendible. En la relación de la guerra como objeto del derecho, asumimos el derecho como regla de conducta y norma jurídica, y la guerra como guerra acotada, limitada y legal. Cuando se habla de la guerra como fuente del derecho se entiende el derecho como forma de control y transformación del poder, y la guerra como guerra revolucionaria3 .

Para el logro de los objetivos de este artículo se da prioridad al lenguaje de la guerra en su tono jurídico, porque en la guerra civil que va de 1859 a 1862 se descomponen los viejos lenguajes de la conspiración y la tiranía y se incorpora el lenguaje de la contención, es decir, aquel referido a la necesidad de poner límites y reglamentaciones al accionar bélico de un conflicto considerado justo y legítimo. El eje central del análisis es, entonces, la guerra declarada, argumentada y defendida a través de decretos, normas constituciones y enunciaciones jurídicas, y no aquella de las proclamas y pronunciamientos.

 

I. ¿De qué guerra se trataba?

La guerra civil ocurrida en Colombia entre 1859 y 1862 comparte con las confrontaciones armadas anteriores muchas facetas: fue una guerra esencialmente política, con un alto perfil ideológico y orientada hacia la definición de líneas de poder institucional y público, es decir, una guerra en torno a la definición de la estructura interna del aparato del Estado y de los derechos civiles de los ciudadanos4. Sin embargo, esta guerra difiere de las anteriores al menos en tres aspectos: 1. la disputa estuvo centrada en la definición y los alcances de la soberanía, esto es, la competencia por los atributos soberanos entre los Estados federales y el Estado central; 2. la guerra se desarrolló dentro del corpus administrativo, institucional y legal del Estado y, 3. las prácticas y acciones bélicas produjeron giros significativos en la relación entre guerra y derecho. Específicamente, esta guerra propició la internacionalización del espacio político interior y la incorporación en el orden constitucional del derecho de gentes, reconociendo el carácter de guerra a la guerra civil y el carácter de enemigo público a los rebeldes.

En lo referido al primer aspecto, esa disputa por la soberanía tuvo dos connotaciones. En un primer momento, la guerra estuvo profundamente ligada a la discusión en torno a la soberanía interna y los contenidos de las competencias para gobernar, controlar, dirigir y orientar los destinos de los ciudadanos. En su fase final estuvo permeada por la discusión sobre la soberanía externa y la indebida intromisión de la iglesia y el vaticano en los destinos del país5.

Cuando se afirma que ésta fue, en sus primeras fases, una guerra por la soberanía interna, en la que se confrontó el poder central con los poderes regionales, es necesario señalar que en este conflicto se sobrepusieron dos tipos de lealtades: las que tenían que ver con las sociabilidades partidistas y la adscripción de los ciudadanos y los Estados a alguna de las dos colectividades políticas del ámbito nacional -los partidos liberal y conservadory aquellas otras relacionadas con intereses regionales y locales de fuerte arraigo. En el escenario de lealtades cruzadas y superpuestas entre caudillos regionales y partidos políticos, se fueron definiendo los perfiles de una guerra que unas veces se dirigía hacia la secesión y otras hacia la lucha convencional entre dos colectividades políticas en formación, que se disputaban por las armas su acceso al poder.

Las narrativas historiográficas presentan esta guerra como una confrontación entre el gobierno conservador del doctor Mariano Ospina Rodríguez y liberales rebeldes de distintas vertientes, radicales unos, viejos draconianos los más y, entre estos dos polos, la figura desafiante del general Mosquera que hacía su tránsito del partido conservador hacia el partido liberal, pasando por una tercería de corta duración, el partido nacional, en nombre del cual se presentó al debate electoral de 1856. A su vez, esas narrativas historiográficas caracterizan la guerra como una lucha por imponer un régimen político determinado, centralista para el gobierno y los conservadores, federal para sus opositores. Esta visión dicotómica encubre, sin embargo, realidades sociales mucho más complejas, pues anuda las lógicas de lo regional y lo partidista en una sola matriz, presentándola como una disputa armada entre los centralistas conservadores y los federalistas liberales.

En contraste con esta visión, en este texto se afirma que en dicha guerra lo que estaba en juego no era propiamente el régimen político (central o federal) sino la dominación misma del Estado y su expresión soberana. En este conflicto se cruza el propósito del gobierno central de establecer el dominio directo del Estado a través de sus propias burocracias, y la resistencia armada y beligerante de intermediarios regionales de ambos partidos que reclamaban soberanía territorial para manejar, con relativa autonomía, la vida política y económica de sus regiones y para mantener formas de dominio indirecto del Estado. En este sentido, lo que estaba en juego era el Estado mismo y sus formas de dominación, en un contexto en el que la discusión sobre el régimen político era un asunto de segundo nivel.

La particularidad de esta guerra se encuentra en la participación de rebeldes que hacían parte de la fronda burocrática del aparato estatal - gobernadores de los Estados (Mosquera en el Cauca, Nieto en Bolívar, Padilla en Santander, Consuegra en el Magdalena, Giraldo en Antioquia), jefes políticos de provincia, miembros de asambleas legislativas de los Estados y del Congreso, y otros funcionarios públicos de diferentes niveles- y funcionarios públicos del orden nacional que asumen la defensa armada del gobierno nacional en los Estados federales levantados en armas -intendentes de hacienda y guardaparques (Canal en Santander, Miramón en el Magdalena, Pedro Navas Azuero en Bolívar y Carrillo y Prías en el Cauca, entre otros). En los inicios de la guerra estos representantes del poder central organizaron ejércitos, consiguieron armas, reclutaron soldados y desplegaron acciones bélicas orientadas a controlar las rebeliones regionales. Posteriormente entraron en acción los ejércitos del poder central y se concretó el apoyo de los gobernadores leales al gobierno central con armas, pertrechos y hombres (Gutiérrez Lee en Cundinamarca, Giraldo en Antioquia y Pedro Fernández Madrid en Boyacá).

La guerra se libra, entonces, entre las burocracias regionales y nacionales. No se trata de grupos rebeldes que pretenden derrocar un poder establecido y ponerle condiciones, sino de funcionarios públicos que hacen uso de los recursos institucionales a su cargo para dirimir la forma predominante de control sobre la sociedad. Tal como lo señaló Eugenio Gutiérrez Cely, es una guerra del Estado contra sí mismo, en la cual se combinan los choques directos, las declaraciones y pronunciamientos, con los decretos, normas, modificaciones constitucionales, acuerdos, leyes y reglamentos emitidos por la autoridad competente, de tal suerte que esta guerra se desarrolla, también, en el espacio de la legalidad y la institucionalidad. En ella se confunde la palabra y la sangre, lo legal y lo ilegal, la guerra y la política y lo arbitrario con lo ajustado a las normas vigentes.

Esta guerra por la soberanía, que debe leerse como la lucha entre las burocracias regionales y nacionales por imponer formas de dominio directo o indirecto del Estado, no se despliega en contextos de formación originaria de la autoridad pública, tal como lo describe Charles Tilly para la Europa de los siglos XVI y XVII, sino en el ámbito de un Estado republicano formalmente constituido, con división de poderes, atributos soberanos, reconocimiento de derechos ciudadanos, leyes, instituciones, burocracias y procedimientos, es decir, en el marco de instituciones, rituales y vocabularios que denotan la existencia formal -aunque débil y precaria- del Estado moderno.

No se trata, como en las guerras civiles anteriores, de grupos de civiles armados con suficiente poder para obligar al Estado en formación a negociar con ellos sus mandatos y a gobernar con su intermediación, sino que la Guerra por las Soberanías tiene ocurrencia dentro del corpus burocrático, jurídico y orgánico del aparato estatal, y se libra entre burocracias formalmente adscritas al orden institucional público, con recursos socioeconómicos y culturales suficientes para imponerse, en igualdad de condiciones, al orden central y conservar niveles significativos de autonomía. El enemigo político durante esta guerra adquiere, entonces, un doble carácter: el de funcionario público con poder legal y recursos económicos y bélicos suficientes, y el de rebelde que combate en nombre y representación de un ordenamiento constitucional que, a su juicio, el gobierno central estaría violando. Don Felipe Pérez, en sus Anales sobre la Revolución, logró expresar la particularidad de esta guerra; para él no se trataba de una guerra entre dos partidos, o entre el Estado y una parte de la sociedad, sino de una confrontación armada entre el gobierno nacional y gobiernos regionales, y de éstos últimos entre sí (Pérez, 1862, p. 2261). Esta es, entonces, una confrontación entre burocracias armadas que se despliega en campos de batalla, pero también mediante el uso de la ley, la constitución y el ordenamiento jurídico. Es una guerra en la que el tema del ius in bello, el reconocimiento del opositor como beligerante y los alcances de los armisticios y exponsiones tuvo su mayor desarrollo.

Esta incorporación de principios humanitarios en la legislación colombiana no hizo de ésta una guerra menos violenta. Por el contrario, ella tuvo episodios de retaliaciones y venganzas legalizadas, trato indigno a prisioneros y atropellos contra la población no combatiente. Sin embargo, el lenguaje de la contención se incorporó como lenguaje político al patrimonio de los recursos retóricos de los republicanos de ambos partidos y se utilizó como estrategia de lucha entre las burocracias enfrentadas. Las retóricas humanitarias dejaron su impronta en la constitución, en la legislación penal y en las mentalidades y sentidos comunes de los actores políticos.

 

II. Las retóricas de la justificación.Traición, tiranía y conspiración

El siglo XIX colombiano está marcado por la presencia de discursos retóricos orientados a crear climas bélicos y estados de hostilidad manifiesta, que servían como elemento justificatorio de guerras y batallas posteriores. A través de esos discursos justificatorios y exculpadores se argumentó el casus belli y se convenció a diversos públicos de la necesidad moral, política y cívica de tomar las armas. Los actores políticos y militares y los rebeldes insurrectos defendían el régimen político republicano, y existía cierto consenso iuris sobre la necesidad de un gobierno electivo y representativo, regido por un conjunto de leyes abstractas que se incorporaban al corpus constitucional. Existía además un acuerdo mínimo sobre la necesidad de localizar la guerra en las fronteras. Sin embargo, la precariedad de la nación imaginada, la fragilidad del Estado y la virtualidad del ciudadano, colocó a los actores políticos en una situación en la cual la guerra civil aparecía como hecho inevitable y necesario para apoyar al Estado legítimo, vengar la nación y salvar la patria. En este sentido, la nación imaginada en los momentos prebélicos y bélicos de las diferentes guerras no se estructuró a través de las instituciones legales, la acción política o los lenguajes políticos de la identidad y los derechos, sino que se configuró apelando a un lenguaje que invitaba a defender la patria de los enemigos internos. La guerra, como un recurso inevitable de salvación política que responde a sus propias pautas y reglas narrativas, recreó el mundo real convirtiéndolo en el sueño ilusorio de aquel ciudadano que debe luchar por la constitución de un gobierno legítimo y por el orden institucional6.

Las palabras y las retóricas con las cuales se justificaron las guerras civiles del siglo XIX se estructuraron, en lo fundamental, a través de los lenguajes propios de la política, es decir, apelando a la discusión sobre la ampliación de los derechos y la ciudadanía, la garantía de la soberanía, la autonomía de los Estados y la estabilidad del orden constitucional. En una dimensión muy significativa y generalizada, la justificación de las guerras también recayó sobre un lenguaje patriótico que recordaba a aquellos nobles predecesores que habían combatido lustros para conquistar la independencia y servir de «redentores de las libertades patrias». Con la clara intención de generar adhesiones, despertar sentimientos patrióticos y vincular a los ciudadanos virtuales a la guerra, los rebeldes y los militares apelaban a un lenguaje político que, real o imaginario, asignaba a los ciudadanos virtuosos -los héroes- la función primordial de salvar la República y restablecer en ella la "entidad sagrada de la legalidad".

En un siglo marcado por múltiples confrontaciones, los actores civiles y militares abordaron el tema del derecho a la guerra apelando a dos tradiciones: aquella que se ocupa de establecer los motivos de la causa justa desde una perspectiva moral de culpabilidad y responsabilidad jurídica, y aquella que acentúa el carácter público-político de la guerra y separa el enemigo público -el iustus hostis- de la causa. La discusión sobre la justicia y legitimidad de la guerra se desarrolló, por tanto, en el plano de los contenidos sustantivos de la guerra y en el plano de sus cualidades formarles. En su exposición de motivos, los protagonistas presentan situaciones asociadas a las guerras defensivas -como la trasgresión a la Constitución, la formulación de leyes inconstitucionales, la violación de la autonomía regional y la usurpación de competencias de los Estados- y razones y motivaciones que no siempre consisten en actos de esta naturaleza, como la necesidad de preservar algunos elementos del orden político y social previo a la guerra o la necesidad de instaurar un orden nuevo. El entrecruzamiento de estos motivos de naturaleza diferente introduce una profunda ambigüedad al momento de delimitar el carácter justo o injusto del uso de las armas y, fundamentalmente, borra la frontera entre guerra civil defensiva y guerra civil revolucionaria.

Para contrarrestar esa ambigüedad, los participantes en las guerras establecieron diferencias entre el término justas armas, que hace referencia a la resistencia legítima de los ciudadanos frente a un gobierno central despótico y arbitrario, y el término resistencia abierta y revolucionaria, que nombra la pretensión de derrocar el poder y producir una transformación total en el orden constitucional 7. Esta distinción permite a los protagonistas deslizarse desde el problema de las causas hacia el de la enemistad política, y del problema de las razones justificatorias hacia los motivos de conveniencia y utilidad pública. Además, permite establecer un puente entre la guerra como medio para reparar derechos violados y la guerra como fuente de nuevos derechos.

Durante la guerra civil de 1859-1862, las retóricas justificatorias se orientaron a demostrar que el gobierno central, dirigido por Mariano Ospina Rodríguez, encarnaba la tiranía, negaba los principios republicanos, violaba el principio sagrado de la federación y atentaba contra la autonomía de los estados. Desde esta perspectiva, la guerra era justa en tanto que pretendía reparar derechos agraviados e injurias recibidas. Esta primera forma de justificación aparece, por ejemplo, en los argumentos de José María Samper y Felipe Pérez. Desde la perspectiva del primero, "la tiranía es la fuerza, y la fuerza de la autoridad hace necesaria la violencia de la sociedad […] Cuando el gobernante tiraniza libra de la obediencia al gobernado y le da derecho a la insurrección" (Samper, 1984, p. 338). Por su parte, Felipe Pérez afirmaba que:

cuando todo se conculca en las sociedades humanas, queda una palabra mágica que vuelve todo a su lugar; esa palabra es la guerra […] La guerra justa la consciente el derecho, la historia y el cristianismo; solamente los esclavos se humillan y tiemblan delante del látigo señorial […] La guerra es un tremendo mal pero hay casos en que es también una santa necesidad. (Pérez, 1862, p. 325)

La ruptura del pacto y la transgresión de los derechos de los estados soberanos se inscriben en el discurso justificatorio de la guerra y dan forma a las representaciones dominantes de una nación sólo imaginable en la trama común de los atropellos y las vejaciones. Por ello el discurso contra la tiranía permite a los protagonistas argumentar la necesidad e inevitabilidad de la guerra. En correspondencia privada -del 20 de septiembre de 1859- Mosquera expone al Presidente Mariano Ospina sus razones:

Me vi obligado a suspender mi correspondencia confidencial con usted, porque usted no quiso entrar en contestaciones conmigo sobre puntos importantes […] hoy interrumpo mi silencio porque la voz del patriotismo me lo aconseja, y porque los acontecimientos que pasan en toda la república deben manifestar a usted que es inútil ensangrentar el país con una guerra civil, y que el gobierno general no tiene derecho de hacerlo para sostener las leyes que han violado el pacto, y cuando la legitimidad está de parte de los Estados que defienden su Constitución y la de la Confederación. (1860, Rollo 7609, pp. 3-4)

Un año después, en su declaratoria de guerra, Mosquera es enfático en señalar que, roto el pacto federal, conculcada la soberanía de los Estados y agotadas las salidas políticas, la separación del Cauca y la guerra son un imperativo jurídico y moral, más que un simple capricho de un mandatario regional. Dentro de sus argumentos destaca:

habiendo sido ineficaces […] las reiteradas reclamaciones a los poderes colegisladores de la República, es llegado el caso de apelar al recurso extremo que la lógica y la justicia demandan […]. Hoy se halla en el imperioso deber de poner al Cauca fuera del alcance de los que invistiéndose del poder público, usurpan la soberanía de los Estados y han roto los títulos de autoridad que les delegara el pueblo. (Arboleda, 1990, tomo XII, p. 17)

Legalidad, legitimidad, preservación de la soberanía y blindaje legal es la estrategia de esta conspicua declaración de guerra. Se trata de un lenguaje sobrio, legalista, racional, argumentado y de una retórica jurídica y abstracta que cumple con los requisitos de una declaración de guerra; es decir, demuestra que la acción de rebeldía es justa, pero también legal y legítima; que es necesaria porque entraña una obligación constitucional, e inevitable porque los poderes nacionales rompieron unilateralmente el pacto fundacional del Estado.

La segunda forma que adquiere la retórica bélica se engloba en los discursos de la traición y la conspiración. A través de estos se afirmaba que la revolución no era obra ciega del azar sino producto de un plan. Cada facción o partido, según fuera el caso, aducía que su adversario conspiraba para hacerse con el poder o para conservarlo por vías ilegales y violentas. En la perspectiva de los discursos de la tiranía y la conspiración, la guerra era inevitable y necesaria, en unos casos para restablecer el estado de cosas -ante bellum- y restituir el orden y equilibrio político y jurídico preexistente, y en otros casos para subvertir la estructura del Estado y el orden político vigente -en este caso se asume como guerra civil revolucionaria. Aquí es ilustrativo el siguiente texto de Felipe Pérez:

La revolución que está azotando al país tan bárbaramente, era cuestión resuelta de antemano en la mente de los personajes más sombríos del partido conservador: Su jefe, el señor Ospina, ha profesado siempre el principio de que ‘del exceso del mal nace el remedio’ […], y de allí ha derivado la mayor parte de sus planes políticos, todos absurdos, y por consiguiente desgraciados. Por eso votó por la elección del General López en 1849, y por eso, según se afirma, aconsejó la elección del general Obando en 1851; y fue por esto, tal vez, que se hizo partidario de la federación en teoría, para bastardearla y traicionarla luego en la práctica. (Pérez, 1862, p. 10)

Estos dos discursos, que pueden asumirse como discursos políticos vivos8, hacen suya la tesis formulada por los teóricos del derecho de gentes, según la cual los ciudadanos tienen derecho a usar las armas en legítima defensa cuando el Estado o el soberano incumple con su obligación de gobernar, comete injuria e injusticia contra sus súbditos y se ha convertido en su enemigo. Mosquera conocía muy bien la tradición teórica del derecho de gentes, había leído a Vattel y a Bello, y sabía que apelar a la inconstitucionalidad de la leyes expedidas por Ospina en 18599, demostrar la violación a la soberanía de los Estados y denunciar las violaciones a los derechos y libertades individuales con los decretos de orden público, dotaba de legitimidad y justicia la guerra por él dirigida.

Para Mosquera y la facción Gólgota del partido liberal que se había aliado con él para contrarrestar al gobierno conservador de Ospina Rodríguez, el estado de guerra debía existir sólo en las fronteras. Sin embargo, en la situación del país dicho estado se había hecho extensivo a la sociedad política y exigía, por tanto, respuesta de ella. A pesar de las diferencias respecto del régimen político, la concepción del poder y las funciones asignadas al Estado, los liberales, tanto Gólgotas como Draconianos, comparten con Mosquera la tesis de la guerra defensiva, es decir, una guerra que debía librarse con el fin de "salvar la república federal verdadera". En ese sentido la guerra es necesaria y responde a una acción punible en términos legales y morales. En el periódico El Tiempo, órgano de difusión del partido liberal, se lee:

La moderación en ciertos casos si no es miedo se le parece mucho, y miedo no debe tener el que ataca las demasías de los gobernantes sosteniendo dignamente la causa popular, los fueros de la República y la santidad de sus instituciones. Digamos, pues, la verdad en voz alta, con la fuerza de la convicción y sin que nos detengan consideraciones egoístas o motivos de interés precario. Si la tormenta se desata y no valen nuestros esfuerzos para salvarla y salvarnos, perezcamos con ella, que esto es lo que aconsejan la dignidad propia, la honradez política y el amor patrio contra las previsiones del egoísmo y el cálculo frío de esos hombres de alma metalizada y corazón de hielo […] ¿Se nos podría aconsejar, como un acto prudente que transigiéramos con el bandido que roba nuestra propiedad y que atenta a nuestra vida? Pues tampoco debe aconsejarse que, en obsequio de la paz, se transija con un Gobierno que, haciendo traición a la confianza de los gobernados y desdeñando sus más imperiosos deberes, vulnera premeditadamente los derechos de la sociedad. A Gobiernos como ese hay que hacerles resistencia y procurar su caída por medio de la prensa, de la tribuna y del sufragio; y si esta libertad no existe, o se ha hecho irrisoria, se les debe resistir con las armas hasta que sucumban con ignominia y que quede así la sociedad revindicada. (Artículo del tiempo sobre el decreto expedido por el presidente Ospina en julio 23 de 1860)

Los discursos contra la tiranía, la traición y la conspiración se convierten, entonces, en una justificación para hacer la guerra cuando el soberano, por su negligencia o manera de gobernar, no tutela los derechos del ciudadano, o cuando por la excesiva extensión de su dominio y poder comete injuria e injusticia. Este discurso de los protagonistas de la guerra se ubica plenamente en el sentido originario del derecho de gentes, que no es otra cosa que el derecho de la naturaleza aplicada a las Naciones (Vattel, 1836, p. 40).

 

III. El lenguaje de la contención. Los límites de la guerra

La discusión sobre el derecho de guerra -ius ad bellumpermitía a los actores establecer criterios de legitimidad y justificar el uso de las armas para restablecer los derechos de soberanía y autonomía que la Constitución de 1858 había consagrado. Sin embargo, en las actuaciones de Mosquera y otros generales que lo acompañaron, como José Hilario López y José María Obando, se evidencia la conciencia que se tenía para la época del postulado según el cual, para que una guerra sea justa, no basta con que sea legal, pues ella debe desarrollarse, además, siguiendo reglas orientadas a limitar sus efectos nocivos. Desde su perspectiva, se trataba de diferenciar entre una guerra reglamentada y ajustada a los códigos de honor y cortesía caballeresca, propios de las naciones civilizadas y cristianas, y una guerra irregular dirigida por grupos subordinados a un ejército regular y con rasgos fuertes de violencia criminal y "partisana".

Con esta diferenciación entre guerra civilizada y mala guerra, se pretendía establecer, según sus protagonistas, la distancia entre una guerra regular desarrollada por enemigos públicos y una guerra irregular liderada por guerrilleros. En otras palabras, los grandes conductores de las guerras trataban de diferenciar entre un combatiente regular, que tiene jefe, porta uniforme, realiza una guerra de posiciones y establece niveles de proporcionalidad entre los medios utilizados, y un "guerrillero", que actuaba según la premisa de que el fin justifica hacer daño al enemigo con todos los medios posibles. Esta discusión se hace presente, fundamentalmente, en la última fase de la guerra -hacia 1862-, cuando es notorio que se intentan aplicar las convenciones del derecho de gentes a la guerra con la guerrilla de Guasca, caracterizada por la irregularidad, la movilidad en la lucha y la utilización de la violencia criminal10.

El discurso de la contención, que aparece en esta guerra con la adopción de algunos de los principios del ius in bello, pretende imponer a la acción bélica dos tipos de limitaciones. Las primeras se refieren al principio de la proporcionalidad entre objetivos políticos y medios para lograrlos. Las segundas nombran el principio de la discriminación, esto es, el principio que justifica la muerte de los combatientes y declara la inmunidad para los no combatientes.

La exhortación de algunos de estos principios obedeció a la necesidad de Mosquera y los liberales draconianos de legitimarse como enemigos públicos. Se trataba de mantener relaciones horizontales y de aparecer como respetuosos del derecho de gentes. Para tal efecto se invocaba un lenguaje normativo orientado a definir quién estaba autorizado para llevar a cabo los actos de guerra, sobre quién debían desarrollarse dichos actos y en qué forma, con qué medios y con cuánta intensidad. En sentido estricto, la invocación realizada por los rebeldes al derecho de gentes respondía a razones de humanidad, pero también a razones de oportunidad política. Esta apelación a razones de orden moral y de oportunidad no constituye, sin embargo, una ambigüedad, pues teóricamente el principio de la proporcionalidad se encuentra vinculado con la idea de la necesidad militar e involucra, por tanto, los principios del ius ad bellum y del ius in bello. En una carta oficial dirigida por Mosquera al gobernador del Estado de Antioquia se aprecia esta doble invocación a los principios de la guerra justa:

os dirigí una carta oficial reclamando la actitud bélica que tomabais contra el Estado; pero nunca creí que me dieseis motivo para requeriros por los escandalosos acontecimientos que han tenido lugar en ese Estado y de que sois inmediatamente responsable. [Un hecho] más escandaloso acababa de verificarse por vuestras tropas invadiendo el territorio del Cauca a deshoras de la noche y rompiendo el fuego contra los pacíficos habitantes de la Aldea de María en donde no había un solo hombre en armas, y sin embargo han sido asesinados algunos, aprisionados otros, rotas sus casas y taladas sus propiedades, cuyos acontecimientos se me han comunicado por los ciudadanos que al abrigo de la oscuridad de la noche pudieron escaparse y pasar al Cuartel General de la Tercera División en busca de asilo. Habéis, pues, Señor Gobernador mandado ejecutar un acto bárbaro y sanguinario que os hace responsable de sus consecuencias y, si no me guiasen los principios de moderación y civilización que emplearé contra vuestras fuerzas, me darían derecho a represalias, pero no las ejecutaré sobre las poblaciones de ese Estado hermano y limitaré mi acción contra los que se han hecho acreedores a ellas. Ojalá este acto bárbaro haya sido abusivo y no seáis vos el responsable de tamaño exceso, que me sería agradable recibir una explicación antes de tomar las medidas con que debo vindicar el honor ultrajado del Cauca. (Mosquera, 1860, documento 6, folio 6, rollo 65)

Otro ejemplo de la preocupación por la regulación de la guerra intraestatal puede verse en algunos fragmentos de las bases propuestas por Mosquera, como Gobernador de Estado del Cauca, al General Braulio Henao, en la conferencia sostenida en el Puente de Chinchiná el 27 de agosto de 1860:

Que la guerra entre el ejército del Cauca y el que yo comando se hará conforme a los principios del derecho de gentes: Que no se derramará más sangre que la que haya en el momento del combate sin permitir a los jefes, oficiales y clases de tropa, ejecuten actos de atrocidad y muerte en individuos rendidos. Que en la persecución tampoco se derramará sangre, excepto en el caso de que los fugitivos resistían con las armas. Que a los prisioneros de guerra, si pertenecen a la clase de jefes y oficiales se les dará su pasaporte para donde lo exijan siempre que ofrezcan bajo palabra de honor no volver a tomar las armas contra Antioquia y los otros Estados sometidos al gobierno general, y si pertenecen a la clase de tropa se les pondrá en libertad inmediatamente para que regresen a sus casas. Los heridos que queden en el campo y se tomen en la persecución, serán curados y atendidos como si perteneciesen al ejército de Antioquia, y tratados como lo exigen la humanidad y la civilización y las buenas relaciones que han existido entre Antioquia y el Cauca.

La conferencia realizada en el Puente de Chinchiná, que se conoce como el primer antecedente de regulación de la guerra intraestatal11, hace explícita la preocupación de Mosquera y de algunos generales del gobierno central por contener la guerra. Se trata de establecer principios de contención que suponen que al limitar la guerra se evitan sufrimientos innecesarios.

En el discurso de la contención se hace evidente la relación entre guerra y derecho, es decir, aquella que ve la guerra no como el medio o instrumento para restablecer un derecho agraviado, sino como objeto de regulación por parte del derecho. En otras palabras, una cosa es decir que determinada guerra es justa porque pretende resistir a una agresión, y otra afirmar que se ha desarrollado de manera justa. En la guerra civil de 1860, el despliegue de la guerra como acción estuvo acompañado, en primer lugar, de una retórica jurídica cuya intención era mostrar que los juicios jurídicos sobre la guerra requerían limitaciones éticas y morales y, en segundo lugar, de una retórica jurídica orientada a afirmar que el juicio sobre lo que es o no jurídico es un juicio de hecho, que no debe confundirse con juicios morales (ver: Walzer, 2001, pp. 51-67).

La influencia de estas dos retóricas jurídicas sobre la conducción de la guerra se evidencia en la apelación de los rebeldes a las figuras propias de las convenciones bélicas, en la implementación de armisticios con el propósito de suspender las hostilidades por un breve espacio de tiempo, en la firma de tratados de paz que tenían como objeto poner fin a la guerra, en la realización de exponsiones que pretendían realizar ajustes en los negocios del Estado y en las declaratorias de amnistía que buscaban declarar olvido completo y lograr la reconciliación o la retribución.

 

IV. La retaliación como derecho versus la guerra justa

Las ideas de límites, regulaciones y acotaciones generalmente se entienden como opuestas a la noción de extrema necesidad militar, es decir, aparecen como la otra cara de aquellos principios que legitiman toda acción militar que tenga por finalidad lograr un objetivo o meta final12 o responder a una agresión grave. En la guerra de 1860, el discurso de la contención no sólo estuvo limitado por las posturas que invisibilizaban y proscribían la guerra civil, costumbre en las guerras anteriores, sino que también estuvo limitado por aquellos otros discursos que buscaban legalizar y legitimar la retaliación y la represalia como derecho usado en casos de extrema necesidad. Al igual que el discurso de la contención, la retórica de la retaliación tuvo antecedentes en varias de las guerras civiles de la posindependencia colombiana; Mosquera, por ejemplo, justificó los fusilamientos de Salvador Córdoba y otras cuatro personas en la plaza de Cartago en julio de 1841, de la siguiente manera:

La noticia del vandalismo y excesos que había cometido Obando en Popayán; la falta de reglas con que hacía la guerra, matando a los que quería, y apurando la amargura y el sufrimiento de los que conservaba vivos para sacarles dinero y tener amedrentado el país […] Esta fue mi situación embarazosa en la tarde del 7 de julio, una de las más duras que he tenido en mi vida. Al emprender mi marcha para Cali y Buga, era seguro que los prisioneros se escapaban, y no respondiéndome ni el jefe político ni autoridad alguna por su seguridad, yo exponía la salud de la patria […] Para no equivocarme en mis resoluciones con frecuencia estudiaba algunos tratados sobre las leyes de la paz y de la guerra. Vattel dice con mucha propiedad, hablando de la situación de Enrique V, rey de Inglaterra, cuando mandó a ejecutar a los prisioneros de la batalla de Angicourt una necesidad extrema puede únicamente justificar una acción tan terrible, y se debe compadecer al general que se halla en el caso de ordenarla […] Bello en su Derecho de Gentes sostiene que cuando nuestra seguridad propia prescribe este doloroso sacrificio, es permitido quitar la vida al enemigo […] Tales fueron los principios que guiaron mi razón para ordenar la ejecución de la pena de muerte, con toda la solemnidad y publicidad con que tales actos deben mandarse hacer y dando a los condenados los auxilios que ordena la religión. No podía conservar absolutamente la vida de aquellos hombres sin exponer la salud de la República, y por esta sola razón pude ordenar su muerte, prescindiendo de la necesidad de tomar medidas de represalias y de aplicar el talión después de las matanzas de Obando. (Posada Gutiérrez, 1971, p. 43)13
.

Este acontecimiento, que corresponde a la trama bélica de la Guerra de los Supremos de 1839, muestra que los principios del derecho de gentes funcionaban retóricamente para explicar las tramas de la guerra, pues el ius in bello no estaba constitucionalizado y su aplicación dependía de la voluntad particular y arbitraria de cada uno de los bandos. Sin embargo, las guerras desbordaron las pretensiones de aplicar el derecho de gentes europeo, pues no fueron libradas entre enemigos públicos sino entre enemigos personales, familiares y de clase, con quienes era imposible llegar a un acuerdo14. En este sentido, la guerra y su lenguaje apelaba al perdón como recurso retórico pero, al mismo tiempo ese discurso sobre el perdón, que aparecía en las amnistías e indultos generales, mostraba que la rebelión seguía siendo "el delito de los derrotados", de quienes debían ser juzgados como reos por delitos de traición, rebelión y conspiración.

La retórica de la retaliación que se despliega en la guerra civil de 1860 se apoyó en las tradicionales elaboraciones teóricas de Vattel, Andrés Bello y Manuel María Madiedo y, fundamentalmente, en la elaboración de un conjunto de textos jurídicos orientados a postular su justificación legal. En sentido estricto, esta fue la primera guerra colombiana en la cual se legaliza y legitima el derecho de represalia. Ese proceso se hizo de manera natural, pues se asumía que el derecho de gentes tenía que estar condicionado por la reciprocidad entre las partes beligerantes. Se afirmaba que las reglas de la guerra sufren modificaciones cuando el enemigo no observa ningún principio y ninguna ley más allá de aquella que se deriva de la fuerza sin freno. Madiedo, en su compendio sobre el derecho de gentes, señalaba que:

con un enemigo feroz y despiadado no es posible una conducta magnánima: habría inhumanidad en no detenerlo en la vía de sus atrocidades; y si para ello fuera preciso superarlo para imponerle respeto por el espanto y obligarlo a refrenar sus malos instintos, y no hubiera otro medio de obtener ese útil y necesario resultado, habría que escarmentarlo de manera que comprendiera que le iba en ello su propia seguridad y la de sus satélites. En este caso su conducta no sería el reflejo de la suya; y en nosotros el cumplimiento de un sagrado deber: compeler a un enemigo bárbaro a respetar los derechos del género humano. (Madiedo, 1874, pp. 472-473)

Las exigencias de reciprocidad y las retóricas de la necesidad militar obligan al agresor a hacerse responsable de las consecuencias de sus acciones. Este principio guiaba la retórica jurídica de Mosquera y Julio Arboleda, que en decretos, cartas y proclamas apelaban a la reciprocidad. La forma de invocación de este principio muestra que los protagonistas tenían un amplio conocimiento de la teoría clásica de la guerra y un amplio reconocimiento a la tesis que afirma que la guerra es un acto de violencia en el cual se enfrentan voluntades que pretenden someterse la una a la otra por medio de la fuerza15.

En la guerra de 1859 la retórica de la retaliación se apoya en el principio según el cual quien utiliza la fuerza de forma implacable no puede amedrentarse por el derramamiento de sangre y debe, por el contrario, obtener una ventaja si su oponente no hace lo mismo. Desde la perspectiva de los protagonistas, esta guerra no representa un acto inmoral e inhumano, pues lo que se busca es dar cumplimiento al derecho natural de legítima defensa y al principio que señala que la guerra es una acción recíproca que implica, por lo menos, dos fuerzas vivas que se justifican entre sí. De acuerdo con esto, no es de extrañar que en esta guerra las acciones humanitarias estuvieran mezcladas con actos de barbarie, como fusilamientos fuera de combate y retaliaciones a poblaciones civiles. Aunque parezca paradójico, ambos procedimientos encontraban fundamento en el derecho de gentes de acuerdo con las interpretaciones domésticas. Mosquera fusiló sin fórmula de juicio, al día siguiente de la toma de Bogotá y su entrada triunfal (19 de julio de 1861), al señor Plácido Morales, sindicado de la masacre de los presos de Santander huidos de la cárcel en marzo, acto calificado por el general como delito de guerra; fusiló también a su viejo amigo Andrés Aguilar, sindicado de los mismos acontecimientos, y a Atanasio Hernández, señalado como responsable de asesinar fuera de combate al general José María Obando, al doctor Patrocinio Cuéllar y a la escolta que los acompañaba.

Estas acciones dramáticas fueron anunciadas por el general Mosquera al presidente Calvo, a principios del mes de junio de 1861, en una carta en la que pedía un tratamiento justo para los prisioneros de guerra, pues de lo contrario se sentiría con derecho a hacer lo mismo con quienes estuviesen en sus manos, de acuerdo con el "Derecho de Represalia". En dicha carta, el general Mosquera decía:

[es increíble] que en esta época y por hombres que se llaman civilizados se cometan asesinatos como los del 7 de marzo, los perpetrados en Cruz Verde con el general Obando y otros ciudadanos y que a los prisioneros de la guerra civil se los trate tan inicuamente como se hace con los bandidos y malhechores […] mi carta no tiene otro objeto que requerirle para que los prisioneros sean tratados con decoro y alimentados […] considere usted señor Calvo que pocos son los días que le restan a usted en el ejercicio de su poder efímero y que el Derecho Natural y el de Guerra me autorizan a hacer como ustedes han hecho con nuestros desgraciados compatriotas que han caído en su poder. (Citado por Pérez, 1862, p. 616. Subrayado nuestro)

Según José María Arboleda Llorente, biógrafo de Julio Arboleda, cuando éste se enteró en Popayán de los fusilamientos de Mosquera en Bogotá mandó poner en capilla a tres de sus prisioneros (el 25 de agosto de 1861) y le hizo saber que aplicaría el derecho de guerra según el cual debe hacerse "al enemigo el mismo mal que él hace a fin de llevarlo a términos humanitarios cuando no hay ley ni autoridad que pueda contenerlo" (Arboleda, 1996, p. 7); viendo que seguían los actos, los asesinatos y los incendios Julio Arboleda dictó el decreto del 28 de octubre de 1861, en virtud del cual pretendía aplicar el derecho de represalia en los siguientes términos, según algunos de sus considerandos y artículos:

Que los indios bárbaros de Tierra-adentro mandados por Nicolás Hurtado y Ezequiel Hurtado, tenientes del tirano Tomás Mosquera, han incendiado el 31 de agosto último, y reducido a cenizas el pueblo de Vivorá en el cual no ha quedado una sola casa, y han dejado a muchas familias en la más espantosa miseria y orfandad; Que los mismos bárbaros acaudillados por los Hurtado, tenientes de Mosquera, han degollado y dejado insepultos en el pueblo de Inzá veinte y cinco personas inermes e indefensas, en su mayor parte mujeres e infantes inocentes; Que los mismos bárbaros cogieron en Pitayó cuatro conciudadanos nuestros, a quienes alancearon, y derrumbaron por un peñasco para impedir que un hombre misericordioso les diese sepultura; Que los indios rojos de Timbío, acaudillados por José Sánchez, teniente también de Mosquera, tomaron prisionero el día ocho del corriente al Sargento Bonifacio Montero herido, y le alancearon a sangre fría.

Artículos:

Art. 1. Cualquiera individuo del Ejército Unido que mate a un hombre rendido será pasado por armas.

Art. 2. Procédase a poner en capilla hoy mismo en justa y necesaria represalia de los treinta y tantos asesinados y de los incendios hechos por los agentes del tirano Mosquera a los prisioneros más conspicuos por haber servido una revolución tan fecunda en delitos atroces.

Art. 4. Por cada prisionero u otro individuo inocente, a quien en lo sucesivo matase o hiciere matar el tirano Mosquera, de un modo franco y público, se pasará por las armas uno de los suyos; por cada individuo que hiciere asesinar de un modo alevoso y oculto, morirán dos o más de los suyos; por cada mujer inocente a quien mate o haga matar el tirano Mosquera, morirán tres de sus partidarios; por cada infante que sus bárbaros degüellen, morirán cuatro de los suyos; y por cada población que él o sus tenientes incendien, se pasarán por nosotros diez o más de sus copartidarios por las armas. (Arboleda, 1861, doc. 219, f. 230, rollo 446)

El decreto en mención fue emitido por el general Arboleda desde Popayán. Con él se configura una dosimetría de penas de acuerdo con los delitos y la naturaleza de las víctimas. Pareciese que la formalización y reglamentación del derecho de represalia lo revistiese de legitimidad y le otorgase la legalidad necesaria en los marcos del derecho de gentes.

Estos dos textos son sólo una muestra del paralelismo judicial y de la aplicación de la pena de muerte por la vía de la ley del talión16. En el fondo de este tipo de argumentos se aprecia la idea de que en la guerra, ante el apremio y la necesidad, la moral está fuera de lugar. La guerra es un fenómeno que sitúa frente a una "emergencia suprema" o un "peligro inminente" y, en ambos casos se requiere de acciones indispensables que, por su carácter, no pueden ser asumidas como gratuitas o arbitrarias. Tal como lo señala Julio Arboleda, se trata de actos indignos de hombres republicanos en respuesta a medios indignos, y por ello "sería igualmente indigno de nuestro carácter republicano, ordenar, por vía de represalia, asesinatos cobardes y alevosos, perpetrados en las tinieblas que, corrompiendo al pueblo granadino, sólo tenderían a hacer esta guerra más feroz, más bárbara y sanguinaria" (Arboleda, 1861, doc. 219, f. 230, rollo 446).

La guerra de 1859-1862, con sus lenguajes y discursos, señala que la confrontación debía acotarse, tematizarse y justificarse. Pero también apela al principio de la reciprocidad y a la posibilidad de la retaliación. Los discursos, decretos y convenciones evidencian la posible paradoja existente entre la apelación permanente a un discurso de la contención y otro discurso que, apoyándose en el principio de la necesidad militar, justifica decisiones que jurídicamente se encuentran por fuera de las reglas de la guerra interestatal. En la mayoría de las narraciones y en los textos jurídicos de la guerra se despliegan discursos éticos, políticos y morales de su justificación y se apela al derecho de gentes como concepto asociado a los postulados de la civilización, el progreso y la humanidad. Sin embargo, también se despliegan estrategias discursivas y militares en las que se hace explícita la afirmación de que "en la guerra todo se vale". El Decreto de Julio Arboleda y la proclama de Mosquera representan, entonces, los rasgos centrales de un discurso que responde a una retórica en la que se planteó la clásica antinomia entre lo moral y lo político, lo legítimo y lo arbitrario, lo bárbaro y lo civilizado.

 

V. Acuerdos humanitarios. Discursos de la clemencia y la venganza

Otro campo en el que aparecen los discursos de la contención y la necesidad militar son los referidos a las negociaciones entre los ejércitos. Desde comienzos de la guerra de 1860 Mosquera había divulgado, mediante comunicaciones con el gobierno, proclamas y decretos, que estaba haciendo la guerra de acuerdo con el derecho de gentes y que aplicaba en sus acciones bélicas los principios humanitarios con el enemigo vencido. Según su relato, los habría aplicado cuando se aproximó al Estado de Antioquia antes de la exponsión de Manizales (27 de agosto de 1860), después de la batalla de Segovia y en el Armisticio de Chaguaní (3 de abril de 1861), al tiempo que los demandó de sus enemigos durante todo el conflicto en todo el territorio nacional17.

Los acuerdos humanitarios consistían en la suspensión de hostilidades por un tiempo corto y la designación de un lugar neutral para auxiliar a los heridos y enterrar a los muertos en batallas particularmente sangrientas. La tregua también era utilizada para despejar los campamentos de todo tipo de escombros y despojos de animales muertos. La batalla de Subachoque (25 de abril de 1861), particularmente desastrosa en términos de muertos y heridos, tiene mucha importancia porque dio lugar al Acuerdo Humanitario del mismo nombre. A pesar del funcionamiento irregular de la tregua y del eventual aprovechamiento de la misma por el general Mosquera para fines menos humanitarios, lo que habría que rescatar es, en primer lugar, que en ella se declara en forma bilateral y por acuerdo mutuo entre los hostiles, una tregua para mitigar la barbarie de la batalla y, en segundo lugar, ella constituye un punto de partida para la lenta incorporación de estas prácticas en los sucesivos enfrentamientos armados, abriéndole paso a los principios de proporcionalidad y contención propios del ius in bello.

La vía de la represalia fue combinada magistralmente con la de amnistías e indultos. La estrategia de perdón y olvido fue ampliamente utilizada por el general Mosquera para lograr la consolidación del nuevo orden, ganar legitimidad y conseguir alguna gobernabilidad, en un momento en el cual subsistían amenazantes focos de oposición. Además, con los decretos de tuición y desamortización, que golpeaban al poder eclesiástico de manera significativa, se abría un nuevo abanico de tensiones para el gobierno rebelde recientemente instaurado. Quizá por eso, pasados los primeros días marcados por fusilamientos, destierros y confinaciones, el general Mosquera adoptó una política de clemencia y reconciliación, formulada en indultos y amnistías para regiones y personas que permanecían en armas después de instalado el gobierno provisorio en Bogotá, a partir de julio de 1861.

Es en ese sentido que puede decirse que esta guerra desarrolló de manera magistral una retórica del olvido. Esa retórica se consagró en indultos y amnistías y, como en las guerras anteriores, operó como un mecanismo que en principio permitía aclarar y justificar el presente, encarar el futuro y diferenciar estos dos momentos del pasado. Esta retórica se tradujo en numerosos decretos de olvido jurídico, referidos a actos delictivos generales y colectivos, así como a indultos particulares dirigidos a eliminar, suspender o conmutar penas. Esta postura puede verse claramente en la proclama dirigida por el general Mosquera a los habitantes de Tolima el 10 de noviembre de 1862, cuando estaba en Medellín organizando el gobierno del Estado de Antioquia después de la rendición; en esa proclama el presidente provisorio dice:

Al dirigirme a vosotros os acompaño un decreto de completa amnistía para que sirva de base a la reconciliación y que cesen los odios y los escándalos […] Querer aplicar el principio de justicia en medio de tantos culpables de uno y otro partido, de unas y otras opiniones sería hacer una injuria al buen sentido y para casos tales como los que se tratan en el Tolima, es que corresponde al gobierno el uso precioso de dar una amnistía y un indulto. (Mosquera, 1862, p. 6)

Esa postura de Mosquera puede ser asimilada a la tesis contemporánea de la "barbarie horizontal" (Orozco Abad, 2005). Según esta tesis, los crímenes y atropellos cometidos por los actores involucrados en la guerra impiden a la justicia hacer distinciones entre culpables e inocentes. A juicio de Mosquera, en ese contexto sólo es posible restablecer el orden sobre el compromiso de perdonar y olvidar a todos los implicados, y para justificarlo apela a la significación política que tiene el olvido para la reconciliación y la paz. En un fragmento de su proclama dice que:

alimentadas las pasiones de venganza y odio por ofensas y mutuas inculpaciones: víctimas inocentes han dejado en orfandad y luto a las familias y toca al gobierno cerrar las heridas que atormentan al cuerpo social del Tolima […] el remedio único es el olvido de lo pasado, un indulto completo y una amnistía que borre las huellas de sangre que ha dejado la revolución del Tolima. (Mosquera, "A los habitantes del Estado del Tolima")

El discurso de perdón y olvido, la defensa de la reconciliación y la clemencia con el vencido, y la estrategia del silencio para curar las heridas de la sociedad y evitar en el futuro venganzas y odios, se enfrenta con aquellas posturas que afirman que la clemencia sin límites y el perdón total resultan perjudiciales para el logro de la paz y de la reconciliación. La política de perdón y olvido impulsada mediante indultos y amnistías no contaba, entonces, con aceptación general; existían desconfianzas, miedos, odios y deseos de venganza que se veían estorbados por estos decretos humanitarios que pretendían dejar todo en el pasado para refundar la república. A pesar de las críticas a la política de indulto y amnistía, Mosquera lanza su último decreto en la instalación de la Convención de Rionegro. Era de usanza que las constituciones se acompañasen de indultos amplios y generosos como forma de manifestación simbólica de que se estaba en un momento refundacional, que el pasado con todos sus errores y violencias quedaba atrás y que un nuevo pacto político entre iguales se instauraba para garantizar la convivencia y asegurar la paz. El pasado debía dejarse en el olvido y todos los ciudadanos, con prescindencia de sus historias de víctimas o victimarios, de delitos o heroísmos, eran convocados en pie de igualdad para un nuevo comienzo. En el preámbulo del documento de amnistía se lee: "Perdón y olvido; he ahí las palabras pronunciadas a todos los ángulos del país como el mejor empleo de la victoria […] Hoy, no hay ya vencedores ni vencidos; reos ni jueces no hay más que ciudadanos colombianos. Colombia arropa con su bandera de amor y de paz a todos sus hijos […]. Ninguno queda afuera de sus fajones y estrellas". El artículo primero del decreto dice: "Concédese amnistía plena para todos los errores políticos que se hayan cometido hasta la fecha en el territorio de los Estados Unidos de Colombia" (Convención Nacional, (s. e), 1863).

 

VI. La Rutinización de la amnistía

Desde el inicio de la Guerra de los Supremos, en 1839, hasta la finalización de la guerra civil dirigida por Mosquera, se produjeron 35 indultos y 13 amnistías. En el periodo que va de 1860 a 1862 Mosquera decretó seis amnistías y dos indultos. El punto de partida de todos esos actos jurídicos señala que la conveniencia pública y la paz en la posguerra reclaman una reconciliación general de todos los granadinos, que sólo puede lograrse concediendo amnistías por los extravíos pasados y los errores políticos.

Una mirada a la variedad de decretos de olvido jurídico permite señalar que los conductores políticos y militares de las guerras civiles le dieron a la amnistía, por lo menos, una triple función. En primer lugar, la utilizaron como recurso jurídico-político cuando se llegaba a lo que Gonzalo Sánchez define como "equilibrio catastrófico" de las fuerzas enfrentadas, es decir, cuando éstas, después de sucesivos combates, se reconocen impotentes para definir la guerra claramente a su favor. En este caso la amnistía se asume como tregua o armisticio, con lo cual no se suspenden necesariamente las hostilidades sino sus efectos, y se la entiende como un procedimiento para amortiguar la crisis.

En segundo lugar, fue utilizada de manera ambigua y restrictiva para perdonar algunos actos hostiles de carácter general y como sanción judicial y penal para perseguir indefinidamente a los autores de algunos crímenes particulares. En este caso se apela a la imprescriptibilidad, que señala que la extrema gravedad de algunos crímenes justifica la persecución de los criminales sin límite de tiempo18. Esta segunda función muestra los dilemas que se presentan al momento de conciliar una retórica del perdón que hipotéticamente buscaba sanear el pasado, acotar el presente y encarar el futuro, con la imposibilidad que tenían los protagonistas de saldar sus antiguas rivalidades. No resulta extraño encontrar en un mismo decreto de olvido jurídico, declaratorias de guerra e imposición de castigos a cabecillas y responsables de la sangre derramada de algún héroe militar o civil19.

La tercera función asignada a la amnistía corresponde claramente con la función política que tradicionalmente se le otorga, es decir, como "un olvido perfecto del pasado" y como instrumento a través del cual se pueden extinguir los motivos de la discordia. La amnistía significa aquí una capitulación con el pasado y, en ese sentido, supone que los beligerantes renuncian al derecho de cometer actos de hostilidad, sea por el motivo que ha dado ocasión a la guerra, sea por motivos que surjan en el despliegue de la misma. Desde esta perspectiva, la rebelión y la guerra civil no se consideran delitos, "sino errores políticos" que deben relegarse a un perpetuo olvido para "no dejar en el país una huella eterna de rencores y venganzas que lo lleven a la barbarie". En términos de los protagonistas, se debían olvidar las "tristes y dolorosas reminiscencias de partido" y evitar las "consecuencias de los odios y rencores engendrados a causa de tantos desastres y durante tantos años". En esta misma línea de argumentación, la guerra civil pasa a ser "una cosa no avenida" y se convierte en la esencia más problemática de la justicia en la posguerra. Se trata, por un lado, de decretar un olvido institucional como garantía de la paz y la restauración del orden y, por otro, de negar el pasado y con él la guerra, como si ella no hubiera ocurrido. La amnistía decretada por Mosquera el 30 de enero de 1863 es ilustrativa de la tercera funcionalidad.

Mario Aguilera señala que la amnistía fue usada de manera natural como instrumento político para descriminalizar la guerra y reconocer el estatus de enemigo político a sus actores y, a la vez, como instrumento jurídico de sanción y castigo para los vencidos. Sin embargo, la dialéctica entre memoria, perdón y olvido es problemática, ya que la amnistía hace referencia a un olvido institucional impuesto - por decreto- que toca las raíces mismas de lo político, y a través de éste, afecta la relación con el pasado y, como correlato, la relación con el perdón. Se trata de una ficción jurídica que pretende perdonar un delito como si no hubiera sucedido, a la vez que exige la reconciliación con un crimen que "no ha tenido lugar". Según Iván Orozco,

los caminos básicos para salir de la guerra son dos: la victoria o la negociación. Existen por supuesto caminos intermedios, victorias negociadas y negociaciones que equivalen a victorias. Existen además mil maneras de vencer y de negociar. Sin embargo, cabe decir que, en general, mientras los actores armados conserven el control de la situación de salida, las victorias implican impunidad para los vencedores y castigo para los derrotados, en tanto que las negociaciones implican […] una combinación de castigo y amnistía variable para todos los bandos, según las correlaciones de fuerza. (Orozco, 2005, p. 252)

En la guerra de 1859-1862, los discursos de perdón y olvido se conjugaron con los de la sangre derramada, la vejación y el atropello, dando forma a un lenguaje político instrumental y moralmente selectivo20. Las retóricas del perdón, el olvido y la clemencia fueron los elementos discursivos a través de los cuales se buscaba conjurar e interrumpir el tiempo y el automatismo del discurso de los agravios. Se trata de un lenguaje político y moral que tiene la función de proteger el futuro de acontecimientos y "errores" del pasado21. Dicha retórica, junto con la abundante y generalizada aplicación de amnistías e indultos, produce lo que Gonzalo Sánchez define como "rutinización del olvido que alimenta a la rutinalización de la guerra" (Sánchez, 2003, p. 20) y, como correlato, impide que la guerra aparezca como un proceso cumplido y desarrollado en su potencialidad histórica y política. La rutinización del olvido explica el hecho de que las guerras civiles del siglo XIX colombiano sean inconclusas y que la perdurabilidad de los estados de guerra en arcos de tiempo prolongados, posibilite que terminen alimentándose a sí mismas con nuevos reclamos, agravios e injusticias.

Las retóricas de la vejación, los atropellos y los agravios, abusando de las funciones de la memoria, en especial de la memoria trágica de la nación, hacen de la vejación y del atropello el hilo imaginario que une el pasado con el presente, y que define el futuro. Para esta segunda retórica, el perdón no calma las pasiones ni modifica las ideas de venganza, pues la generosidad absoluta para con el vencido resulta abiertamente peligrosa para la paz y la reconciliación. En esta expresión, los lenguajes pasan a convertirse en argumentos para una nueva guerra, ya que resaltan las razones morales que justificarían de nuevo tomar las armas.

En el contexto de guerras inconclusas, la paz aparece como una "simple suspensión de hostilidades", tal como lo señala Hobbes al referirse al estado de naturaleza como estado de guerra (2004, p. 102). Los estados de guerra prolongados, además de develar verdaderos dominios territoriales -como ocurrió en el siglo XIX a través de los caudillos regionales-, se alimentan de su propia dinámica y, en tanto tal, terminan apartándose de las razones morales y las justas causas aducidas para usar las armas contra enemigos supuestos o reales. En síntesis, la prolongación de los estados de guerra evidencia la imposibilidad de mantener congeladas o relativamente estables en el tiempo, las situaciones, los objetivos políticos y las justificaciones que se producen en el despliegue de la guerra como acción. Esta perdurabilidad de los estados de guerra en arcos de tiempo prolongados y territorialmente diferenciados, diluye las razones morales y las causas aducidas para usar las armas y, por tanto, hace que las dinámicas bélicas se alimenten a sí mismas con nuevos reclamos y nuevos discursos

 

Notas al pie

1 Este texto hace parte de la investigación Las palabras de la guerra. Un estudio sobre los lenguajes políticos de la guerra civil de 1859-1862 en Colombia, financiada por el Comité para el Desarrollo de la Investigación y el Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia.  Profesora e investigadora del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia.

2  Se trata de la primera guerra civil del siglo XIX colombiano en la que la victoria la obtiene la facción rebelde.

3  Utilizamos aquí tres de las cuatro tipologías que presenta Norberto Bobbio para entender la relación de la guerra con el derecho (Bobbio, 1982, pp. 95 y ss).  Nos referimos a las guerras de la postindependencia: la Guerra de los Supremos 1839-1842, la Guerra del 7 de Marzo 1851 y la Guerra Artesano-Militar de 1854. Sus contextos y tramas argumentativas y narrativas pueden verse en: Uribe y López, 2006.

4 Nos referimos a las guerras de la postindependencia: la Guerra de los Supremos 1839-1842, la Guerra del 7 de Marzo 1851 y la Guerra Artesano-Militar de 1854. Sus contextos y tramas argumentativas y narrativas pueden verse en: Uribe y López, 2006.

5 Estas disputas por la soberanía introdujeron giros importantes en el desarrollo del conflicto: redefinieron las relaciones entre los beligerantes y tejieron los hilos sobre los cuales se fueron creando las tramas socioculturales y políticas de la guerra civil de 1876.

6 Sobre el lenguaje de republicanismo patriótico y la nación en armas, puede verse: López Lopera, 2002, pp. 31-52.

7  Según AndrésBello, se llaman pretextos a las razones aparentemente fundadas que se alegan para emprender la guerra, pero que no son de bastante importancia, sólo se emplean para paliar designios ambiciosos (Bello, 1840).

8Los lenguajes políticos vivos se corresponden a estructuras lógicas, precipitados culturales, redes de conceptos puestosen contexto, en contacto con el mundo de la experiencia, con situaciones prácticas y específicas en las cuales la trama lógica y conceptual de los lenguajes políticos se despliega para nominar o nombrar una situación dada que se pretende modificar o preservar a través de las palabras. Al respecto véase: Uribe y López, 2006, p. 16.

9  Las que estuvieron en disputa fueron la Ley de Elecciones, la Ley Orgánica de Hacienda y la Ley Orgánica de la Fuerza Pública en los Estados.

10 A finales de 1862 la Asamblea de Cundinamarca dictó un decreto de amnistía dirigido a la guerrilla de Guasca, como estrategia para desmontar los hostigamientos sobre las poblaciones de la Sabana de Bogotá y la misma ciudad. El convenio fue improbado por el gobierno provisorio de Mosquera (ver: López, 1862).

11 Decimos guerra intraestatal refiriéndonos a guerra civil, pues el pacto firmado entre Pablo Morillo y Simón Bolívar el 15 de noviembre de 1820 en Trujillo, Venezuela, suele situarse como primer antecedente de la regularización de la guerra "entre nacionales". Al respecto, véase: Valencia Villa, 1991, p. 98.

12 Tomamos la acepción más cruda porque existen nociones de necesidad militar que se entienden como medidas indispensables para asegurar los fines y objetivos bélicos, pero acordes a las leyes y costumbres de la guerra, o que no están prohibidas expresamente por las costumbres de la guerra.

13 La historiografía colombiana considera que esos fusilamientos fueron uno de los actos más graves atribuidos a la vida pública de Tomas Cipriano de Mosquera.

14 Las múltiples apelaciones al derecho de gentes no fueron una aceptación de que la república se hallara en guerra civil. Asignar el carácter de guerra pública a la guerra civil era dotar de estatus a los rebeldes sublevados. Posiblemente la conciencia moral y política de la época no permitía este reconocimiento, que sólo se logró al finalizar la guerra en 1862.

15 Para el gran teórico de la guerra -Clausewitz-, ésta es un acto de fuerza y no hay un límite para su aplicación: los adversarios se justifican uno al otro, y esto redunda en acciones recíprocas llevadas por principio a su extremo; véase: Clausewitz, 1992, pp. 31-32.

16 Sobre los paralelismos judiciales y la aplicación de la pena de muerte, véase: Aguilera Peña. 2001, p. 306.

17 Una mirada amplia sobre los armisticios y expansiones puede verse en: Uribe y López, 2008, pp. 215-240.

18 No puede olvidarse aquí que un rasgo característico de las guerras civiles fue que la sangre derramada de víctimas, "héroes" o "villanos", otorgaba, por lo general, nuevos argumentos morales a la rebelión.

19 El asesinato de José María Obando es un ejemplo de ello. Otros ejemplos son las amnistías que Mosquera, en calidad de presidente provisorio de los Estados Unidos de Colombia, otorgó a los comprometidos en la revolución contra la soberanía de los Estados, individuos que pertenecieron al Gobierno vencido en 1861, y el Decreto, con fecha del 26 de noviembre de 1862, que concedió amnistía por todos los hechos sucedidos en los Estados de Bolívar, Cundinamarca, Magdalena y Panamá.

20 La conjugación de un discurso moral con otro político instrumental dio vida a dos retóricas que, aunque excluyentes, fueron utilizadas paralelamente por los protagonistas.

21 Sobre indultos y amnistías, véase: Aguilera, 2001, pp. 8-13.

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