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Co-herencia

versión impresa ISSN 1794-5887

Co-herencia v.5 n.8 Medellín ene./jun. 2008

 

Ideologías políticas tras la máscara literaria1

Political ideologies behind the literary mask

 

María Yanet Gómez Sosa*

 

mgomezso@eafit.edu.co

* Historiadora de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, catedrática del Departamento de Humanidades de la Universidad Eafit.

Recepción: 16 de febrero de 2008. Aprobación: 10 de abril de 2008


Resumen:

A partir de dos novelas colombianas del siglo XIX: De Sobremesa de José Asunción Silva y El Moro de José Manuel Marroquín, del período de la Regeneración, se propone evidenciar ideologías políticas latentes en su tejido discursivo. Para lograrlo, se utiliza la figura de la máscara como una de las formas en las que el discurso ficcional mediatiza el discurso histórico. Si se des-vela la máscara no es para que emerja una verdad, es para que su decir enfrente lo dicho por la historia. Así la obra literaria deviene archivo, su discursividad re-crea historias.

Palabras clave: Regeneración, Rafael Núñez, ideología, diferenciación social, guerras civiles, máscara, máscara como metáfora historia, ficción, literatura colombiana siglo XIX, discurso literario.


Abstract:

To begin with, the purpose is to bring forth latent political ideologies ingrained in the discursive weavings of two Colombian novels from the XIX century Regeneration Period: De Sobremesa by Jose Asuncion Silva and El Moro by Jose Manuel Marroquín. In order to achieve that, the figure of the mask is used as one of the ways in which fictional discourse has some bearing on historical discourse. If the mask is unveiled it is not so that the truth emerges but so that its tales meet head-on the tales of history. Thus the literary work becomes record, its discursivity re-creates history.

Key words: Regeneration, Rafael Nunez, ideology, social differentiation, civil wars, masks, mask as historic metaphor, fiction, XIX century Colombian literature, literary discourse.


 

Todo lo que es profundo ama la máscara

F. Nietzsche

En este artículo, la máscara la entendemos como propone Giovanni Reale: un juego "que oculta y al mismo tiempo permite ver, es decir tiene la hábil ficción de velar para des-velar sólo al que es capaz de entender" (2004, p. 28). Aquí se muestra cómo algunos personajes históricos usan el ropaje de los de la ficción y la prosopopeya como mediación de la doctrina social y moral de un entorno histórico. No se trata de una relación de correspondencia entre discurso histórico y discurso literario, sino de la correlación de discursos literarios que enmascaran discursos ideológicos. En este sentido la máscara no es asumida como falseamiento de "lo real", sino como representación de una realidad re-configurada en el discurso literario de una época.

Dos novelas que pueden ser leídas desde el vértice lateral de la máscara, desde donde se percibe el anverso y se intuye el reverso, fueron escritas en el período de la llamada Regeneración. El Moro fue publicada en 1897 y De sobremesa, escrita entre 1887-1896, fue publicada en 1925 (Pineda, 1996, p. 50). Para ese entonces los políticos colombianos, en vez de hacer tratados, solían utilizar la literatura para hacer públicas sus concepciones ideológicas, sus proyectos políticos y sus caracterizaciones de lo social.

Ese período estuvo caracterizado por transformaciones políticas en todos los ámbitos, conflictos que derivan del intento de los conservadores de "regenerar" el país y una extraordinaria actividad intelectual, en su mayor parte adherida al proyecto político conservador, en contra de las ideologías radicales que imperaron hasta entonces.

 

I. El proyecto regenerador en De sobremesa

En esta novela, el advenimiento de la moderna sociedad burguesa figura como teatro. Los políticos colombianos, también escritores en su mayoría, no relegaban aún el papel social de los poetas y los artistas como se venía haciendo en países europeos, en los que las técnicas y la reflexión científica estorbaban el protagonismo de los hombres que se dedicaban a las "bellas letras"; en todo caso, en Colombia podían convivir sin excluirse. Dicha novela habla de una época en la que el modernismo en Colombia coincidió con la instauración de una sociedad católica tradicional. Bogotá era "La Atenas Suramericana", ciudad gobernada por gramáticos, en la que Miguel Antonio Caro y Marco Fidel Suárez abanderaban algunos de los discursos del mundo moderno. Pero el mundo moderno se instalaba como copia de copia en las familias ricas provincianas y en la élite bogotana, cimentada en lujos abigarrados que les concedía su árbol genealógico, según la tradición, o sus negocios, según la modernidad.

En el discurso de De sobremesa entra en escena la máscara en la figura de un escritor burgués criticando la incipiente burguesía tendiente al totalitarismo, que para el cuadro colombiano fue personificada por Rafael Núñez con su "Regeneración".

En este acápite se contrasta el discurso de la novela que enmascara, entre líneas, con alusiones precisas o no, el proyecto que lideró Rafael Núñez en la política colombiana de finales del siglo XIX. Se transita a saltos desde el discurso literario hasta el histórico 2 y viceversa, para mostrar a través de la metáfora de la máscara cómo la literatura hace historia y la historia se hace literatura.

Con nombres propios trocados, la crítica a la Regeneración, con su despliegue práctico, aparece como el sueño de un poeta que huye a un lugar de paz cercano a París. Al buscar un plan al cual consagrar su vida, "imagina" una ideología con la que gobernaría su país -Colombia- cuando fuera presidente de la república. Idea entonces un plan "claro y preciso como una fórmula matemática" (Silva, 1993, p. 74).

En el plano paralelo, el de la historia, Núñez dice: "Nuestra confianza en la lógica es ilimitada [...] Ella es una escala que en el orden ascendente conduce siempre a la victoria, así como en el orden inverso conduce al abismo" (Lemaitre, 1990, p. 93). En el plan ficcional, el poeta José Fernández construye una estrategia económica para garantizar su poderío, pues es claro que para lanzarse a la política necesita negociar, en términos capitalistas, con otros países, y aumentar su fortuna. Sus negocios son emprendidos en Nueva York, París y Londres, y sobre todo en Panamá. "Iré por temporadas a Panamá a dirigir en persona las pesquerías de perlas, que darán al explotar los bancos desconocidos hasta hoy, maravillas como las que produjeron cuando Pedrarias Dávila remitió a los Reyes de España la que remata la corona real" (Silva, 1993, p. 75).

Aquellos lugares en los que Fernández amasará su fortuna hacen alusión a sitios en los que el poeta regenerador Rafael Núñez realizó actividades políticas. La perla que pescó Núñez en Panamá: Dolores Gallego, hermana de la esposa de Obaldía, el hombre políticamente más influyente del Istmo. Y fue esa también la conquista de un feudo electoral, pues Núñez con su matrimonio "entró inmediatamente a un círculo social y político cuyas influencias le habrían de servir poderosamente en su vida pública" (Liévano, 1977, p. 63).

Núñez trabajó en Nueva York casi un año como periodista, poniendo en circulación sus posiciones políticas en varios periódicos hispanoamericanos. Sus ensayos de esa época fueron recogidos en Ensayos de Crítica Social. De Nueva York viajó a Francia para desempeñarse como cónsul en El Havre, cargo único de Colombia en el continente europeo. Más tarde fue promovido, a petición suya, al Consulado de Liverpool en Inglaterra. En estos países continuó vinculado con la política colombiana a través de la escritura.

El narrador de ficciones, José Fernández, sabe que necesita inventarse un modelo de progreso y civilización, meta por alcanzar en la política que fundará en su país. Por ello, mientras consolida sus negocios se consagra: "en alma y cuerpo a recorrer los Estados Unidos, a estudiar el engranaje de la civilización norteamericana, a indagar los porqués del desarrollo fabuloso de aquella tierra de la energía y a ver qué puede aprovecharse, como lección, para ensayarlo luego, en mi experiencia" (Silva, 1993, p. 75).

Mientras, Núñez, el poeta regenerador, es encandilado con la grandeza histórica y las luminosas ondas de la madura civilización inglesa (Lemaitre, 1990, p. 26) y se dedica al estudio comparativo entre la economía, la sociedad y la política de países del viejo mundo, en contraste con las de Colombia, para sacar conclusiones sobre qué experimentos serían más ventajosos para su país. Su idea era importar lo mejor para engrandecer su patria.

En los enunciados del también poeta Fernández, en contraste con los de Núñez, hay una suplantación geográfica. Dicho cambio es enmascaramiento de la novela o extensión del campo de estudio. Estudiar otras culturas en términos comparativos fue una estrategia que caracterizó a los políticos del siglo XIX, en cuyos imaginarios estaba el de diferenciar entre países civilizados y países por civilizar. Estados Unidos fue también tomado como modelo de república para Colombia.

Pero sigamos escuchando al poeta Fernández en su itinerario:

lo que hoy poseo estará listo para el momento en que regrese a mi tierra, no a la capital sino a los Estados Unidos [de Colombia], a las provincias que recorreré una por una, indagando sus necesidades, estudiando los cultivos adecuados al suelo, las vías de comunicación posibles, las riquezas naturales, la índole de los habitantes, todo esto acompañado de un cuerpo de ingenieros y de sabios, que serán para mis compatriotas, ingleses que viajan en busca de orquídeas. Pasaré unos meses entre las tribus salvajes, desconocidas para todos allá y que me aparecen como un elemento aprovechable para la civilización por su vigor violento las unas, por su indolencia dejativa las otras. (Silva, 1993, p. 75)

Núñez regresa a principios de 1875 a Colombia como Senador del Estado Soberano de Bolívar. Sus ideas liberales habían dado un vuelco capaz de revolucionar el país. Volvía de Europa con la convicción de que había que acabar con el federalismo; seguramente ya tarareaba bambucos patrióticos a la manera de Pombo, que proclamaba una Patria grande, toda una Nación con suficiente fuerza para anexarse esas "tierras chiquitas", perdedoras y escolladas. El ideal, en este sentido, era el canto repetitivo y cadencioso de la poesía:

Yo soy de Colombia entera;

de un trozo de ella, jamás;

y ojalá más grande fuera,

que así me gustara más.

(Pombo, 1974, pp. 58-59)

Pero acabar con el federalismo implicaba cambiar las políticas económicas que regían en esos momentos. La situación de las provincias lo dejó alarmado. De la provincia había que desplazarse hasta el centro, pues la capital requería reformadores; según Fernández, la estrategia era contundente: "me instalaré en la capital e intrigaré con todas mis fuerzas y a empujones entraré en la política para lograr un puestecillo cualquiera, de esos que se consiguen en nuestras tierras sudamericanas por la amistad con el presidente" (Silva, 1993, pp. 75-76).

Núñez, mucho antes de viajar a Europa, pertenecía a la vida política del país. Sus intrigas y amistades lo habían encumbrado. Antes de ser presidente pasó por varias secretarías generales de gobierno (Cartagena, Panamá); fue representante a la Cámara, presidente de Panamá, secretario de Guerra y de Hacienda, director del Crédito Nacional, Ministro de Hacienda... El conocimiento de las teorías económicas y su carisma de liberal renovado le permitieron cierta aceptación por parte de la élite política del país. Así lo afirma el poeta máscara:

En dos años de consagración y de incesante estudio habré ideado un plan de finanzas racional, que es la base de todo gobierno y conoceré a fondo la administración en todos sus detalles. El país es rico, formidablemente rico y tiene recursos inexplotados, es cuestión de habilidad, de simple cálculo, de ciencia pura, resolver los problemas actuales. (Silva, 1993, p. 76)

El plan de finanzas concebido por Rafael Núñez implicó reemplazar el librecambio por un sistema proteccionista que fortaleciera las industrias; el poder de manejo del crédito social pasó de manos de los comerciantes particulares y de los bancos privados al Estado; el patrón oro fue reemplazado por la moneda fiduciaria de papel. Así, la Regeneración logró sus propósitos económicos a través de la instalación del Banco nacional y el papel moneda de curso forzoso, sumado a una política tributaria que contribuyó a lanzar al país en la búsqueda de la anhelada modernización. Por lo tanto, Núñez comenzó cuestionando el estado de la agricultura apenas naciente, el desequilibrio entre el consumo y la producción, la necesidad de ferrocarriles que comunicaran el centro con los litorales y el exterior, además de la imperiosa restauración de puertos marítimos. Y así el regenerador iba consolidando su proyecto económico (Lemaitre, 1990, pp. 94-95) tal como lo trama la máscara: "En un ministerio, logrado con mis dineros y mis influencias puestas en juego, podré mostrar algo de lo que se puede hacer cuando hay voluntad" (Silva, 1993, p. 76).

Lo que mostró Núñez, pues "había voluntad" y medios, fue la persistencia con que quería imponer su proyecto político. Al perder la candidatura para la presidencia contra Aquileo Parra, concibió una estrategia propicia para insertarse en el poder en los dos años siguientes a esa administración. Y así, detrás del general Julián Trujillo, se erigió en presidente del senado y ocupó la secretaría de hacienda. El día que pronunció el discurso de posesión del nuevo séquito presidencial, habló de paz científica y de regeneración o catástrofe; los radicales se consideraron perdidos y engañados. Pero faltaba aún su carta fundamental; según la máscara: "De ahí a organizar un centro donde se recluten los civilizados de todos los partidos para formar un partido nuevo, distante de todo fanatismo político o religioso, un partido de civilizados que crean en la ciencia y pongan su esfuerzo al servicio de la gran idea, hay un paso" (Silva, 1993, p. 76).

Núñez sabía que su proyecto regenerador no podía llevarse a cabo con pocos hombres, ni siquiera con un solo partido, sino que necesitaba "un gran movimiento nacional bipartidista, que [...] podría ser conducido y adelantado bajo la dirección del partido liberal regenerado" (Lemaitre, 1990, pp. 96-97). Núñez argumentaba que el liberalismo podía revestir varios ropajes -máscaras- dentro de una política de manos abiertas como la que él proponía. La idea de formar un nuevo partido de centro, cohesionado con los principios de orden, justicia, benevolencia y tolerancia, se fue gestando con el propósito de ejecutar la Reforma (Lemaitre, 1990, pp. 153-154).

Núñez estaba ya camino a la silla presidencial. José Fernández lo presiente: "De ahí a la presidencia de la República previa la necesaria propaganda hecha por diez periódicos que denuncien abusos anteriores, previas promesas de contratos, de puestos brillantes, de grandes mejoras materiales" (Silva, 1993, p. 76) hay otro paso.

Núñez, con sus promesas de salvar el país del caos federal y sus ofertas de paz, que no eran otra cosa que augurios de guerra, fue elegido presidente de los Estados Unidos de Colombia para el período 1880-1882, posición que ocupó o delegó consecutivamente hasta su muerte, en 1894. Rodeado de actores, con sus respectivos maquillajes, de gentes que lo odiaban, de escritores que lo ensalzaban, comenzó su camino a la monumentalización. Mientras el poeta-máscara nombra el camino al poder trazado por su ‘imaginación’:

hay que recurrir a los resortes supremos para excitar al pueblo a la guerra, a los medios que nos procura el gobierno con su falso liberalismo para provocar una poderosa reacción conservadora, aprovechar la libertad de imprenta ilimitada que otorga la Constitución actual, para denunciar los robos y los abusos del gobierno general y los de los estados, a la influencia del clero perseguido para levantar las masas fanáticas, al orgullo de la vieja aristocracia conservadora lastimada por la oclocracia de los últimos años, al egoísmo de los ricos, a la necesidad que siente ya el país de un orden de cosas estable. (Silva, 1993, p. 76)

La guerra civil marcó el período de "regeneración" en Colombia. Los radicales se resistieron a perder el poder. Las distintas facciones del liberalismo y del conservatismo entraron en complejas luchas, a veces a favor del proyecto regenerador, otras en contra. Las traiciones, los ires y venires de un bando a otro, culminaron en guerras de las que Núñez ha sido considerado responsable en tanto representante de un proyecto que defendió con todas las formas de lucha posibles. Desde el alzamiento en armas de los conservadores, en 1876, contra el anticlericalismo de los radicales, se presintió la influencia de Núñez, quien, para la campaña a la presidencia de 1875, había ofrecido alianza con el partido conservador a cambio de apoyo político:

proceder a la americana del sur y tras de una guerra en que sucumban unos cuantos miles de indios infelices, hay que asaltar el poder, espada en mano y fundar una tiranía, en los primeros años apoyada en un ejército formidable y en la carencia de límites del poder y que se transformará en poco tiempo en una dictadura con su nueva Constitución suficientemente elástica para que permita prevenir las revueltas de forma republicana por supuesto, que son los nombres lo que les importa a los pueblos, con sus periodistas de la oposición presos cada quince días, sus destierros de los jefes contrarios, sus confiscaciones de los bienes enemigos y sus sesiones tempestuosas de las Cámaras disueltas a bayonetazos, todo el juego. (Silva, 1993, p. 77)

Aquí la voz del poeta de ficción alude a la guerra civil de 1885, tras la cual se erige la constitución de 1886. Guerra que Núñez había previsto: "Mi programa [...] se funda en el cambio de las instituciones [...] Pero para acabar con ese estado de cosas se necesita otra guerra, y esta es la calamidad que quiero evitarle a mi patria" (Lemaitre, 1990, p. 161). Calamidad que no pudo evitarse, pues ya en los nueve estados que formaban el país había serias disputas entre conservadores y liberales. Y aunque hubiera dejado constancia en una de sus editoriales, de que no se hacía responsable de la guerra en caso de entrar en ella, se desempeñó especialmente como el mejor general, invistiendo un ejército de milicianos conservadores con las armas de la república para que actuaran en defensa del nuevo orden (Lemaitre, 1990, p. 181).

"Aunque parezca increíble, Núñez fue el verdadero Director de la Guerra de 1885, y en esa labor se reveló casi tan hábil como para la paz. ‘Rafael dirigía la guerra, créamelo, era el General en Jefe. Estaba siempre en el telégrafo y sobre los mapas" -decía Soledad Román (Lemaitre, 1990, p. 199). Con el júbilo de otra guerra ganada, el regenerador declara la inapelable sentencia: ¡La Constitución de 1863 ha dejado de existir! (Lemaitre, 1990, p. 221).

Es ese contexto el que permite al poeta Fernández decir que:

Este camino que me parece el más práctico, puesto que es el más brutal, requiere para tomarlo, otros estudios que haré con placer, cediendo a la atracción que sobre mi espíritu han ejercido siempre los triunfos de la fuerza. ¡Con qué placer os estudiaré monstruosas máquinas de guerra, cuyo acero donde estalla la mezcla explosiva, derrama la lluvia de proyectiles en el campo enemigo y siembra la muerte en las filas destrozadas [...] cómo inquiriré los secretos de vuestra estrategia, las sutilezas de vuestra táctica, sombras de monstruos a quienes la humanidad degradada venera, legendarios Molochs, Alejandros, Césares, Aníbales, Bonapartes, al pie de cuyos altares enrojece el suelo la hecatombe humana y humea como un incienso el humo de las batallas. (Silva, 1993, pp. 76-77)

La constitución de 1886, producto de varias guerras civiles, fue considerada pieza maestra en la que la luz brillaría para todos los partidos: Dios vuelve a encabezar a su pueblo, el federalismo es derrocado a cambio de un poder central, las tendencias económicas protegen los productos nacionales, las libertades absolutas se convierten en restringidas posibilidades. La guerra continúa y el Estado celebra sus victorias y los poetas loan la fortuna de los soldados que dieron media pierna o la vida entera "para que el pueblo viviera feliz" (Pombo, 1974, pp. 57-58).

Entre 1899 y 1902 se libró la Guerra de los Mil Días, que "evidencia las dificultades que la realidad social y geográfica oponía al modelo nacional integrado, impuesto por la regeneración" (González, 1998, p. 149). De tal manera que sólo la guerra le dio viabilidad al proyecto de Rafael Núñez, en ese momento coordinado por el gramático Miguel Antonio Caro.

No son pues exagerados los sueños del poeta en De sobremesa, novela en la que se afirma que la revolución se vivía en el siglo XIX como el sport predilecto (Silva, 1993, p. 76). El poeta Fernández vuelve sobre las fortalezas económicas que exhibió la Regeneración: "Equilibrados los presupuestos por medio de sabias medidas económicas: disminución de los derechos aduaneros, que a la larga, facilitando enormes introducciones duplicará la renta; supresión de los inútiles empleos, reorganización de los impuestos sobre bases científicas, economías de todo género" (Silva, 1993, p. 78).

Con las leyes 39 y 40 de 1880, en las que se confería poder al Estado para la monopolización y centralización de la moneda a través del Banco Nacional, y con el aumento de las tarifas de aduanas, se intentó proteger la incipiente industria nacional. En Colombia se comenzaron a fabricar zapatos, jabones, fósforos… sin sufrir la competencia extranjera (Lemaitre, 1990, p. 114):

a los pocos años el país es rico y para resolver sus actuales problemas económicos, basta un esfuerzo de orden; llegará el día en que el actual déficit de los balances, sea un superávit que se transforme en carreteras, en ferrocarriles indispensables para el desarrollo de la industria, en puentes que crucen los ríos torrentosos, en todos los medios de comunicación de que carecemos hoy, y cuya falta sujeta a la patria, como una cadena de hierro, y la condena a inacción lamentable. (Silva, 1993, p. 78)

En efecto, al finalizar el último año de la presidencia, para el período 1880-1882, Núñez presentó ante el Congreso la realización de obras materiales que apoyaban su reforma política y económica: las calzadas, rieles, locomotoras, carros y demás materiales se dispusieron para la realización del ferrocarril de Girardot; se construyó el de La Dorada, suministró fondos para el de Soto, impulsó el de Buenaventura y el de Antioquia, dejando además iniciada la construcción del ferrocarril del Magdalena y la prolongación del de Salgar (Lemaitre, 1990, p. 105). Para la época el hierro representaba en Colombia el trampolín al progreso, por eso alzaban plegarias, se encumbraba al obrero para que siguiera forjando hasta los confines del mundo, tendiendo rieles tras de rieles, siguiendo el vapor, el vapor… (Pombo, 1974, p. 36).

Y todos, los que podían hablar sin ser censurados, alabaron las reformas que "civilizaban" poco a poco un país de labriegos y poetas. La máscara construye también una mirada:

Monstruosas fábricas donde aquellos infelices encuentren trabajo y pan nublarán en ese entonces con el humo denso de sus chimeneas el azul profundo de los cielos que cobijan nuestros paisajes tropicales. Vibrará en los llanos el grito metálico de las locomotoras que cruzan los rieles comunicando las ciudades y los pueblecillos [...] como una red aérea los hilos del telégrafo y del teléfono agitados por la idea se extenderán por el aire [...] rápidos vapores que anulen las distancias y lleven al mar los cargamentos de frutos y convertidos éstos en oro en los mercados del mundo, volverán a la tierra que los produjo a multiplicar, en progresión geométrica, sus fuerzas gigantescas. (Silva, 1993, p. 80)

El primer gobierno de Núñez contribuyó a que hubiera un nuevo vapor en el Alto del Magdalena; contrató la navegación del Lebrija y la del Dique. Grandes ferrerías, como las de Samacá y La Pradera, fueron impulsadas, así como la multiplicación de las líneas telegráficas que pusieron en comunicación a Bogotá con Caracas. El servicio de correo se amplió y se hizo más eficaz debido a un mayor gasto por parte del Estado. Se fundó la Unión Postal y se implementó un cable submarino que puso en comunicación rápida y directa a los colombianos con el resto del globo (Lemaitre, 1990, p. 106)... marcha directa hacia el progreso:

¡Luz! ¡Más luz!... las últimas palabras del poeta sublime de Fausto serán el lema del pueblo que así emprende el camino del progreso. La instrucción pública atendida con especial empeño y propaganda por todos los medios posibles [...] levantará al pueblo a una altura intelectual y moral superior a la de los más avanzados de Europa. (Silva, 1993, pp. 80-81)

La luz de Cristo es la que alumbrará el camino al progreso. Las escuelas y universidades deberán estar regidas por la palabra de Dios. Esto garantizará, según la Regeneración, el control moral que los pueblos necesitan. La religión no se puede excluir de la política, dice Núñez mientras que el poeta que lo representa canta: "Grotescas religiones del fin del siglo diecinueve, asquerosas parodias, plagios de los antiguos cultos, dejad que un hijo del siglo, al agonizar de éste, os envuelva en una sola carcajada de desprecio y os escupa a la cara" (pp. 200-201).

Dice el poeta Fernández, en De sobremesa, su tribuna:

La capital transformada a golpes de pica y de millones [...] recibirá al extranjero adornada con todas las flores de sus jardines y las verduras de sus parques, le ofrecerá en amplios hoteles refinamientos de confort que le permitan forjarse la ilusión de no haber abandonado el risueño home y ostentará ante él -en la perspectiva de anchas avenidas y verdeantes plazoletas- las estatuas de sus grandes hombres, el orgullo de sus palacios de mármol, la grandeza melancólica de los viejos edificios de la época colonial, el esplendor de teatros, circos y deslumbrantes vitrinas de almacenes: bibliotecas y librerías que junten en sus estantes los libros europeos y americanos ofrecerán nobles placeres a su inteligencia y como flor de esos progresos materiales podrá contemplar el desarrollo de un arte, de una ciencia, de una novela que tengan sabor netamente nacional, y de una poesía que cante las viejas leyendas aborígenes, la gloriosa epopeya de las guerras de emancipación, las bellezas naturales y el porvenir glorioso de la tierra regenerada. (Silva, 1993, p. 81)

En la tercera administración de Núñez destaca la prolongación del Ferrocarril de Barranquilla hasta Puerto Belillo (Puerto Colombia), con su primer muelle de madera; la construcción del primer acueducto de Bogotá y la terminación del famoso Teatro Colón, epicentro de la vida artística colombiana.

En la vida intelectual del país irrumpió, como carta de navegación, la publicación de la Lira Nueva, que señalaba las tendencias a las que los poetas y escritores se debían adherir. La Regeneración impuso control sistemático sobre la circulación de discursos. Su postura en contra de la libertad de imprenta fue una medida contundente para erradicar las ideologías liberales de corte radical. Por consiguiente, la actividad intelectual tomó un rumbo más privado que público, casi en forma de sectas, ya que algunos escritores fueron perseguidos (Villa, 2000).

Los letrados "regenerados" impusieron el nuevo orden, tanto en la concepción como en la ejecución se revistieron de promesa redentora; en ellos se consolidaba La verdad y El camino.

Fue Bogotá, centro del poder político e intelectual, donde se movieron estas ideologías. La ciudad entraba en un proceso de modernización bajo el modelo francés; las pretensiones de la clase alta eran las de desalojarla de sus viejas "costumbres coloniales". La elegancia, el buen decir, el castellano castizo, puro, sumado a la demostración de alta alcurnia, se convirtieron en elementos opresores para los demás grupos sociales.

Los militares empezaban a tener prestancia debido a las guerras civiles. En De sobremesa se evoca la emergencia de un grupo de generales que pertenecen al círculo político y literario de la época. Un extranjero se burla, haciendo alusión a que todos los colombianos que conocía eran generales, "frase evocatoria de las charreteras de fácil adquisición en nuestras repúblicas latinoamericanas" (Silva, 1993, p. 164). A los generales se sumaban los sacerdotes, y los nuevos ricos: burgueses dedicados al comercio que se disputaban el poder con los oligarcas. Cuatro grupos para quienes la ciudad era centro.

Los cambios arquitectónicos con modelos extranjeros fueron creando ambientes modernos para gentes cultas. Se implementaron alcantarillado, acueducto y luz eléctrica, y se acortaron distancias en la comunicación (Santos, 1996, p. 25). Con tranvía, ferrocarril, teléfono y cables submarinos el país conectó sus regiones, y a éstas con el exterior. Las élites bogotanas, en su clasicismo francés o inglés, se consideraban tan letradas como cultas, adoradoras del libro, la palabra, los salones para el té y las obras de arte (García, 1996, p. 29). Además los alardes de cosmopolitismo y el lujo exagerado eran para las gentes educadas un acercamiento a lo que se consideraba como el mundo real (Santos, 1996, pp. 11-12).

La modernidad impera en tiempos de dictadura, como fue considerado el proyecto regenerador por sus detractores. El poeta Fernández lo enuncia:

Establecer una dictadura conservadora como la de García Moreno en el Ecuador o la de Cabrera en Guatemala y pensar que bajo ese régimen sombrío con oscuridades de mazmorra y negruras de inquisición, se verifique el milagro de la transformación con que sueño, parece absurdo a primera vista. No lo es si se medita. Está cansado el país de peroratas demagógicas y falsas libertades escritas en la carta constitucional y violadas todos los días en la práctica y ansía una forma política más clara, prefiere ya el grito de un dictador de quien sabe que procederá de acuerdo con sus amenazas, a las platónicas promesas de respeto por la ley burladas al día siguiente. (Silva, 1993, p.81)

Un Estado fuerte erigido como condición para la soberanía y la libertad individual, se plasmó como época "signada, en muchos sentidos, por la endogamia política, por el nepotismo, por el peso de la herencia y por la obnubilación hegemónica de la voluntad de poder" (Restrepo, 1996, p. 134). Voluntad detentada por los letrados que ocuparon por años consecutivos la tribuna, el confesionario, la cátedra y el control de los medios de circulación de discursos. La imprenta y sus libertades engendraban el mal para el proyecto regenerador, por lo que se establecieron medidas, cada vez más rígidas, que evitaran la publicación en letras de molde de algún contra-discurso político (Villa, 2000). El periodista, más que el escritor en general, fue tomado como medio para educar a la muchedumbre, pues se reconocía la dificultad de los pueblos para acceder a otras fuentes. Sin embargo, Núñez proclamaba que "La imprenta debe ser antorcha y no tea, cordial y no tósigo; debe ser mensajera de verdad, y no error ni calumnia, porque la herida que se hace a la honra y al sosiego es con frecuencia la más grave de todas" (Villa, 2000, p. 51).

Se suponía que la escritura controlada propiciaría la civilización que el pueblo necesitaba:

Lento aprendizaje de la civilización por un pueblo niño, que al traducirte en mi cerebro en una imagen plástica y casi grotesca por la reducción, me hace pensar en los gateos del chiquitín que balbucea sílabas informes […] ¡las piernecitas que apenas lo sostienen, tendrán más tarde tendones y músculos y osatura formidable con que oprima los ijares del caballo fogoso en que cruce la llanura y las manos pequeñas llenas de sonrosados hoyuelos, cuyos dedillos sostenían con dificultad el juguete preferido, alzarán la azada para labrar el suelo de la patria y la espada para defenderlo! (Silva, 1993, pp. 82-83)

Así se esboza la idea de pueblo construida en el siglo XIX, que la Regeneración mantuvo en cada uno de los personajes que acompañaron y precedieron a Núñez. En De sobremesa se hace explícita la idea de que los dirigentes políticos que toman el pueblo como estandarte de su poder, aluden a una causa en la que no creen, pues a medida que lo excitan más se ríen de él (Silva, 1993, p. 30).

Pero la risa no inhibe los "grandes proyectos".

Las fórmulas regeneradoras predicadas a través de los medios de comunicación y legisladas por la carta constitucional, pretendían mostrar que el futuro del país estaba ya asegurado, pues las gentes: "Se darán cuenta [...] de que los problemas que a sus padres les parecieron insolubles, se resolvieron casi de por sí al fundar un gobierno estable y darles ocupación a los vagos, al cultivar la tierra y al tender rieles que facilitaran el desarrollo del país" (Silva, 1993, p. 83).

Y así se llega al final del plan concebido por el millonario José Fernández, con palabras que remiten a los últimos días del poeta Núñez:

En ese entonces, desprendido del poder que quedará en manos seguras, retirado en una casa de campo rodeada de jardines y de bosques de palmas, desde donde se divise en lontananza el azul del mar [...] escribiré singulares estrofas envueltas en brumas de misticismo y pobladas de las visiones apocalípticas que contrastando de extraña manera con los versos llenos de lujuria y de fuego que forjé a los veinte años, harán soñar abundantemente a los poetas venideros. (Silva, 1993, p. 84)

Los biógrafos de Núñez de quienes nos hemos servido, hablan de este hombre político en su estancia El Cabrero, en Cartagena, muriendo sin desprenderse de la pluma que acompañó su destino político. La escritura fue su arma más poderosa. En momentos en que su figura desaparecía de la silla presidencial, cuando se alejó del país, cuando se "desprendió del poder", estuvo sujeto a ese otro poder enmascarado en la escritura. Como su máscara afirma: ¡oh!, qué delicia la de escribir, después de instalar un gobierno de fuerza, grande y buen amigo, al acreditar los respectivos plenipotenciarios que pedirán su reconocimiento ante todos los presidentes de todas las republiquitas [...] y de pensar que en virtud de un plan elaborado con la frialdad con que se resuelve una incógnita matemática, llegó uno al puesto que ambiciona con el fin de modificar un pueblo y elevarlo. (Silva, 1993, p. 77)

El poeta-máscara, para dar una pista de la verosimilitud del plan novelístico, lo expone ante terceros, amigos burgueses que no consideran locura la pretensión del poeta de considerarse el llamado a "salvar" su país con su proyecto de dictadura. Al contrario, afirman que es la única vez que el poeta ha estado en su juicio (Silva, 1993, p. 84).

El poeta Fernández fue influido por gente "visionaria" para que abandonara su proyecto de "ir a civilizar un país rebelde al progreso por la debilidad de la raza que lo puebla y por la influencia de su clima, donde la carencia de las estaciones no favorece el desarrollo de la planta humana" (Silva, 1993, p. 121), pues estando inserto en una economía de industrias capitalistas era mejor que su talento fuera puesto al servicio de la estética de los consumidores. A Fernández lo hicieron vacilar con esta pregunta: "¿Francamente, no cree usted más cómodo y más práctico vivir dirigiendo una fábrica en Inglaterra que ir a hacer ese papel de Próspero de Shakespeare con que usted sueña, en un país de calibanes?" (Silva, 1993, pp. 121-122).

Pues bien, a Núñez nadie lo cuestionó de esa manera, por eso luchó contra viento y marea para erigir su trono.

Así, desde dos ámbitos, la novela y la biografía como documentos históricos, se construye un itinerario no exento de ironía: la historia ha monumentalizado héroes, la literatura ha humanizado propósitos, y viceversa.

 

II. El Moro, o la prosopopeya como máscara

El Moro (1897), de José Manuel Marroquín, disfraza a través de la prosopopeya -figura que concede a un ser irracional, facultades propias de los seres humanos- una postura política respecto de la sociedad colombiana del siglo XIX. Tras la voz de un caballo hay un discurso moralizante que habla del hombre y la sociedad, a quienes a su vez interpela. Un discurso sobre la decadencia de la "pureza de sangre" y la permanencia de su discurso excluyente.

El Moro se sabe caballo de alta alcurnia destinado, por lo tanto, a la grandeza. Su rango va cambiando según el dueño que lo posee. Mediante esta estrategia la novela ronda la situación social de la época, haciendo que el caballo discursee sobre su devenir. Las personas que hacen parte de la vida del Moro son perfiladas por éste en su condición más simple de humanidad. El caballo se dedica, entonces, a retratar y criticar los vicios y bajezas humanas. Sus posturas, más que al lenguaje equino, pertenecen al lenguaje aristocrático y letrado. Son estas características las que fundan su estatuto de héroe.

Añadiendo a este enfoque la metáfora de la máscara, se hace visible el decir de la exclusión acompañado de ideologías propias de una época que se debatió en la búsqueda de "la civilización" y "el progreso":

El caballo ha sido hecho para vivir con el hombre y para servirle: así lo prueban la facilidad con que se doma el hecho de que, mientras los individuos de las castas o familias caballares que caen bajo la mano del hombre van adquiriendo perfecciones y desarrollo que jamás alcanzarían permaneciendo en su prístina salvajez, las razas que no salen de ésta van en decadencia progresiva. (Marroquín, 1978, p. 15)

Es la domesticación, dispositivo que caracteriza también a las sociedades en este discurso, el modelo mediante el cual se lleva a cabo el proceso de civilización. Así como a los caballos hay que acercárseles poco a poco hasta acostumbrarlos a ser montados, se consideraba que el pueblo arraigado a través de las instituciones sociales se iba conduciendo lentamente por el camino del progreso técnico, moral y social. También se les doma, preferiblemente, por la fuerza, por el subyugamiento. Pero este proceso de domesticación, según la novela, debe ser cuidado, debe utilizar métodos adecuados, indoloros y, sobre todo, no se debe dejar en manos de personas o instituciones inmorales e innobles. Los roces entre las gentes que forman una sociedad deben ser controlados, pues debido a las influencias el espíritu de la humanidad se va degradando, tal como sucede cuando un sujeto (en este caso el caballo) es susceptible de ser cambiado en sus hábitos y costumbres. Como la bestia, el hombre vive sujeto a los demás: "Pero la bestia que ha sido hecha para vivir sujeta a los hombres, tarde o temprano es supeditada por la porfía con que cualquiera de ellos, sea grande o pequeño, poderoso y esforzado o desvalido y enclenque, trata de acostumbrarla a hacer algo que le repugne" (p. 120).

El Moro adquirió el defecto más despreciable en su raza equina, debido a un mal uso de las formas de domesticación. Aprendió a colear, lo que implicó dejar de pertenecer a hombres ricos e inteligentes que tuvieran los medios para brindarle cuidados, abastecimiento. A lo que se le suma la pena de verse objeto de burlas y chanzas por parte de otros caballos. Su "amansador" lo imposibilitó para ser un caballo de clase, pero fue su dueño el que dejó un tesoro al cuidado de un perverso instructor:

Que el hombre que mire mi desgracia como de poca monta, se figure haber esperado en su adolescencia pertenecer a la más elevada de las clases sociales, brillar por sus talentos y nadar en comodidades, y que un revés de fortuna o una enfermedad cerebral lo ha condenado a no ser más que portero de oficina o repartidor de periódicos: así podrá tener una idea de lo que fue la ruina de todas mis esperanzas. (p. 29)

Pero la situación del Moro no sólo era desventajosa respecto de los de su casta, y por motivos de educación, sino también respecto de los extranjeros que tenían acceso a mejores haciendas por razones de origen. La forma en que son descritos los caballos ingleses remite, otra vez, a la concepción de lo extranjero civilizado en contraposición con lo provinciano o local, repudiado por bárbaro:

Recuerdo que cierto día estuve un rato reunido en una manga con dos poderosos caballotes que habían venido a la hacienda tirando de un coche. Yo les pregunté de qué hacienda eran, y ellos se echaron a reír.

- "¿De qué hacienda, dice usted?" Me contestó uno de los dos. "Nosotros estamos nacidos en Inglaterra". Y al decir esto, se le llenaba la boca y erguía la cabeza con arrogancia.

- Pero bien, ¿esa no es una hacienda?

- ¡Hacienda! (y aquí echó un vizcaíno malísimamente pronunciado).

- Inglaterra, terció el otro, [...] es un distante país y mucho civilizado; y aunque allí también hay haciendas, el sistema de criando las caballas está diferente de como esto (p. 16)

Los "poderosos caballotes" dieron además suficiente información para que su situación fuera considerada ventajosa, y "muy civilizada":

en aquel país de que, según lo referí, me hablaron dos caballos extranjeros, se habitúa a los potros a acostarse, y a ellos y a todos los individuos de nuestra especie que viven al lado del hombre, se les pone y se les mulle y limpia todos los días una buena cama. Pero en esta nuestra tierra, en donde se deja crecer al potro en estado salvaje, no se le infunde aquel hábito, ni al caballo ya domado se le da otra cama que el santísimo suelo, ni cuando está en una pesebrera, hay quien se duela del martirio a que se le somete no arreglando el piso de suerte que en él pueda estar echado. (p. 186)

De lo anterior se infiere, a partir de la civilizada forma de tratar a los caballos, que a las personas también les iba mejor en el extranjero. Éste fue el sueño que sustentó la clase dominante de entonces, aspecto que se evidencia en la novelística de la época. Sin embargo, si las dotes de caballo emancipado que el Moro quería ostentar no pudieron lucirse frente a los ingleses, su espíritu superior se manifestó en la situación familiar, muy penosa por cierto, en la que con disgusto y sorpresa descubre que ha nacido un muleto del vientre de su madre:

Instintivamente volví las ancas hacia donde estaba, y produciendo el sonido, asaz contumelioso, que suele acompañar a tales actos, disparé al aire un par de coces, dedicándoselas acá en mis adentros al bastardo orejudo, a quien no habría reconocido por hermano ni aunque me lo hubieran predicado frailes descalzos.

Desde entonces quedaron relajados los vínculos que me unían a mi madre, y mi trato con ella empezó a adolecer de una frialdad muy sensible. (pp. 17-18)

 

No podía ser de otro modo; su nobleza, la pureza de su sangre, símbolo de un linaje que tanto había luchado por conservarse desde la colonia, le impide ver al otro, reconocerlo como hermano. Al regresar a las páginas de otras novelas del siglo XIX se volverá a leer lo mismo. La diferencia es que el caballo pierde su antropomorfismo y, en su lugar, habla el hombre de la estirpe elegida, no maldita. No hay que aspirar a ser caballo para comprenderlo.

Ni siquiera la vejez y la pérdida de posición social lograron que el Moro domara su espíritu repulsivo hacia el muleto. En el único encuentro que tienen, el otro puede expresarse. Habla el lenguaje del que espera ser reivindicado:

- Con que es orgulloso ¿no? Yo no soy más que un pobre macho; pero, aunque le pese, los dos somos de una misma sangre.

Yo, dándole siempre el anca, pude hacer cierto ruido, el que mejor podía expresar el desdén y la antipatía con que miraba al bastardo. (p. 220)

Esta repulsión hacia los que no son de su tipo es el rasgo característico de la "personalidad" del Moro. Los demás pasaban por su escrutinio y eran, generalmente, evaluados con desdén. Sus travesías dan cuenta de ello. En ellas el Moro conoce a fondo la personalidad de sus dueños o de las personas que lo tienen en su poder. A través de Don Cesáreo, especulador que vendía como nuevos caballos viejos, conoce el discurso político que hace del pueblo su estandarte. Así, el caballo accede a las posturas políticas de sus amos. Entre sonrisas de satisfacción permanentes, simulacros de acciones de gracias emergía siempre la conversación de don Cesáreo, la cual "versaba comúnmente sobre la necesidad de moralizar al pueblo y de atenuar sus penalidades" (pp. 19-20). Pareciera que el especulador reconoce el valorprecio del pueblo como mercancía y de ahí su necesidad de convertirlo en el objetivo político de su discurso.

Esta experiencia en relación con don Cesáreo, si bien le dejó al Moro un amplio conocimiento del mundo debido a la selecta sociedad a la que caballo y amo frecuentaban, también le dejó la certeza de que, en cierta forma, el engaño y la mentira sustentan la sociedad. La máscara habla también de sí misma: "Que los hombres sean de una naturaleza superior a la de los brutos no puedo dudarlo; pero nunca entenderé cómo se compadece esa superioridad del hombre con su disposición a engañar. Yo me enorgullezco sintiendo que no puedo hacerlo; y creo que aunque pudiera, me contendría la vergüenza" (p. 21).

Mientras muchos hombres se preocupaban porque la sociedad no los tuviese por ladrones, borrachos, libertinos o blasfemos, se envilecían, según el Moro, mintiendo y engañando a los demás. La lisonja, la alabanza, era medio para ocultar los verdaderos sentimientos de rechazo por el otro.

Entre caballos la hipocresía también es evidente, y aunque no se palmotean la espalda por incomodidad, sí sostienen un discurso edificante frente al homenajeado, que se torna destructivo cuando éste se aleja:

algunos de los oyentes [otros caballos] le dirigieron las más lisonjeras alabanzas por la manera como había hecho su narración. Yo noté que alguno de los que con más calor se las había dirigido, le censuró ácremente después que nos hubimos dispersado, asegurando que había estado pesada y muy poco interesante. Así es el mundo. (p. 108)
 

La certeza de que el mundo marcha a contra pelo de la moral generó varias crisis al caballo, quien discurre en contra de los tiranos, aquellos hombres que se encargan de limitar los medios de subsistencia de los otros, reconociendo que si "procuran alimento y otras conveniencias no lo hacen generosamente, por benevolencia ni por afecto, sino porque les interesa conservarnos y mantenernos en un estado en que podamos servirles" (p. 35). Cuando el Moro reconoce las infamias de estar supeditado a un amo determinado, quien pone límites y cortapisas al libre desarrollo del hombre, perdón, del caballo, siente deseos de revelarse, de huir, pero... recapacita, califica sus cavilaciones de insanas (p. 35), y en vez de quitarse el yugo vuelve a su querencia, quizá movido por amor patrio (p. 42). El discurso romántico que considera la tierra para el sustento de todos, la producción de la tierra perteneciente al hombre tal como el aire y la luz del sol, se vuelve bruma en el lenguaje equino. La moraleja aflora de los pensamientos insanos: no hay por qué revelarse a la domesticación. Así, el Moro se constituye en ejemplo de lo que un joven rebelde debe refrenar para insertarse de lleno en la sociedad.

Cuando el Moro, en su primera juventud, está ya domesticado, sin ánimos de resistencia, pasa a ser parte de la lucha por hallar un buen puesto. Entre paso y paso visita la capital; es paseado por las calles, exhibido. Acontecimiento que propicia la venta de un caballo, como el disimulo con que se ofrece una mujer:

Pretendiendo tentar el vado, quiso también que yo [...] fuera presentado en las calles de la capital, así como los padres de una muchacha la presentan a la sociedad cuando quieren salir de ella y dar a entender con disimulo que está a disposición de quien quiera llevársela. (p. 58)

En la anterior afirmación una cosa no parece tener que ver con la otra. Sin embargo es esa la estrategia narrativa de la novela: fundir las experiencia de un caballo con las prácticas sociales de la época para propiciar al menos dos lecturas: aquélla que procura divertimento con las hazañas del animal y la que insinúa la crítica a una sociedad que se descoloniza, es decir, que va perdiendo los valores españolizantes.

Las prácticas sociales son aludidas. Mostrarlo es el interés de esta reconstrucción.

En El Moro la humanidad es cuestionada, de tal manera que se hacen alusiones a otro tipo de humano dotado de la virtud de la humanidad (p. 136). Sueño equino en el que se erige la idea de un superhombre sin mácula, letrado además. La vida del Moro deriva hacia un devenir esclavo en medio de criminales, borrachos, jugadores y toda clase de gentes de baja procedencia. Los defectos de la humanidad son nombrados constantemente, hasta la redundancia. En ocasiones el animal es puesto por encima del hombre en cuanto a la moral. La lucha ansiosa por dinero y poder hacía enrojecer de vergüenza al noble caballo:

Entonces, más que nunca, me sentí maravillado de que los hombres estimen tanto el dinero, cuya utilidad no podemos comprender los animales; y entonces más que nunca ponderé la ventaja que les llevamos a los hombres no viéndonos agitados, atormentados y divididos por el anhelo de las riquezas. (pp. 116-117)

A los caballos ingenuos que todavía creyeran en la superioridad del hombre, se les adoctrina con descripciones en las que no les quede ninguna duda sobre la ambición que lo caracteriza, que lo hace capaz de cometer cualquier delito para ir en pos de sus intereses particulares: "Es necesario que usted sepa que en los más de los negocios que tratan los hombres, cuando está de por medio el interés, no hay de ordinario vergüenzas, ni oprobios, ni honores, ni victorias, ni cosa que valga. Los fraudes, las ruindades y las triquiñuelas son en esos negocios moneda corriente" (p. 142).

Si el discurso de la novela alude a los defectos de los hombres es porque el caballo-máscara se reviste de una pureza de sentimientos propia de su "carácter civilizado". Esto es lo que le confiere autoridad para criticar hasta los discursos más sensibleros de la época, representados a través del discurso amoroso. En todas las situaciones que vive, su espíritu elevado y aristócrata busca algo que la sociedad de la época no le brinda; los tiempos han cambiado, la sociedad representa los valores de otros grupos. El anhelo platónico de encontrar lo superior, la esencia de la vida de los hombres de élite del siglo XIX, herederos del clasicismo español, se frustra, dejando en cada experiencia del Moro la huella de un sinsabor.

Respecto del discurso amoroso el caballo-máscara, dice:

Yo había imaginado que tales coloquios se compondrían de finos y delicados conceptos, y que en ellos se descubriría cierta seriedad, puesto que, todo bien considerado, en ellos se trata de lo más serio y más trascendental que hay en la vida de los hombres. ¡Qué desengaño! Ni los mismos novios ni yo podríamos decir qué fue lo que hablaron: tan insustancial fue todo ello. Allí hubo quejas recíprocas y mil veces repetidas sobre imaginados y menudísimos agravios y desdenes. Burbujeaban preguntas tales como ¿me quieres? ¿me adoras? ¿me idolatras? y lloviznaban respuestas sazonadas con mi amor, mi lucero, ángel mío, mi cielo, mi encanto, mi gloria. (p. 131)

Lo que cuenta en esta escena es, además, la explicación de que los dos enamorados de la escena no eran "ningunos palurdos ni ningunos cursis" (p. 131); esta alusión tiene implícita otra conclusión, aquella en la que hay que imaginarse cómo sería de bochornoso escuchar los coloquios de otra pareja, en la que él no expusiera tan cómodamente sus aires de doctor y ella no supiera discurrir sobre literatura y artes de modo encumbrado y fino, como lo hacía la pareja de enamorados juzgada por el Moro.

El Moro no sólo presencia situaciones amorosas. La crueldad y el delirio de uno de sus amos le muestran otra perspectiva de su interacción con el mundo. La leyenda de Garmendia remite a la constante realidad de la impunidad recreada en la ficción:

se decía que el Tuerto había cometido varios asesinatos y que sus víctimas habían sido mujeres y hombres indefensos. Por lo demás no había mandamiento del Decálogo, ni artículo del Código Penal que él no hubiese violado. Las autoridades y las poblaciones se habían conmovido con cada uno de los atentados de Garmendia, pero nadie se había atrevido a proceder contra él. ¡Ay del que lo hubiera acusado, del testigo que hubiera depuesto en contra suya, y del juez que le hubiera levantado un sumario! (p. 67)

No sólo era una amenaza. La novela muestra de qué forma es castigado por la misma banda, aquel que para defender sus bienes del robo y el insulto se queja ante las autoridades. Éstas, en vez de intentar algo contra el acusado, divulgan el nombre del acusador, a quien le preparan un anticipo a la muerte. Mientras la cuadrilla se reúne en sesión extraordinaria para programar el atentado, el Moro, objeto de disputa, se complace en seguir conservando su nobleza a pesar de cargar, literalmente, con un criminal en su lomo, y su lista de cuentas por cobrar como equipaje.

Pero su altivez no sufrió menoscaba alguno, pues: "los caballos de raza noble nos sentimos llamados a fines más altos y participamos del orgullo que inspira al hombre el deseo de sobresalir entre sus semejantes por algo más que por el peso y el volumen del cuerpo (p. 94).

Igualmente, los paseos clandestinos en los que el Moro acompañaba a un mozo parrandero y bebedor, en vez de disminuir su talla, le enseñaron las delicias de la existencia contrarrestadas por los frenos que los demás imponen. La felicidad, cuando viola la norma, es vuelta de revés, y exige un precio:

Este cuadro de la dichosa vida de Emidio, tenía sus sombras. ¿Cómo no había de tenerlas? Cuando cometía alguna tunantada, si la cosa llegaba inmediatamente a conocimiento de su patrón o de sus padres, llevaba una tanda de azotes que le hacían poner los chillidos en el cielo; pero así como las tinieblas son lo que hace apreciar lo que vale la luz, esos sinsabores le hacían saborear más a Emidio las dulzuras de la existencia. (p. 114)

La relación entre los hombres y el Moro fue el pretexto para que la novela cumpliera su papel moralizador; los actos reprochables de los hombres aparecen caracterizados a través de los personajes con los que al Moro le toca compartir su vida, sean hombres o caballos; éstos últimos se visten, a su vez, con alguna máscara humana. La alusión a las constantes escenas que escandalizan la sensibilidad del caballo va consolidando el núcleo alrededor del cual se construye la historia. Entre lo reprochable, la guerra ocupa un lugar importante.

El temor a la guerra, el reproche que el caballo en su fuero interno mantiene en contra de los hombres que buscan la gloria a través de las armas y la muerte, logran amilanar la altivez de este caballo llamado a sobresalir. El Moro conoce detalladamente la vida de los caballos y los hombres de brigada a través de la historia que le cuenta un amigo que había servido a un jefe de armas. Sin embargo se niega a contarlo en la novela, puesto que empeñó su palabra en no decir nada al respecto. Pero en la sensación que describe pueden leerse los horrores de lo narrado:

Dicha relación me tuvo suspenso, pero cuando hubo concluido, noté que, lejos de disiparse con ella mi melancolía, ésta se había hecho más negra. Lo que oí en aquella ocasión me hacía temblar considerando que yo podía alguna vez ser declarado elemento de guerra, como están expuestos a serlo todos los caballos paisanos míos, hasta los que pertenecen a ministros diplomáticos. Desde aquel día me dominó un horror por la milicia y por la guerra. (p. 103)

La guerra, síntoma de la inestabilidad política de las sociedades colombianas en el siglo XIX, es ficcionada en la novelística de este período; en el caso del Moro fue necesario que se insertara en el teatro específico como actor para darle verosimilitud a la narración.

Por la fatalidad que el Moro tiene que afrontar, llega pues a ser objeto útil a la guerra. Una de tantas de las que se vivieron en la época es descrita veladamente, con alusiones a la poca importancia que se le daba a perderla o ganarla, cuando los que se diezmaban eran las gentes que formaban esa masa amorfa llamada pueblo:

Un rápido y bien encubierto movimiento del enemigo dejó sin efecto los planes concebidos. Nuestra retaguardia compuesta en mucha parte de las voluntarias (mujeres de ínfima condición que acompañan a los soldados en campaña y les procuran y les aparejan el sustento y todas las posibles comodidades) vino a quedar convertida en vanguardia, y esas mujeres infelicísimas que no conocen más que una virtud, pero que dan de ella el ejemplo más heroico, recibieron las primeras descargas de la vanguardia enemiga. (p. 173)

Tales fueron las escenas de dichas guerras en el ámbito no ficcional y también en ese orden la concepción era similar a la del caballo de la novela en cuestión: "Si nosotros éramos vencedores o vencidos, no lo sabía, ni lo supe nunca, ni me importaba saberlo" (p. 181). Muchas gentes eran parte o víctimas de una guerra sin que adoptaran posiciones políticas, en algunos casos eran reclutados forzosamente.

Las detonaciones comienzan a ser noveladas desde el momento en que los altos mandos militares conmemoran alguna fiesta patria. Los caballos son montados por los oficiales que hacen gala de su altura. El ruido, el humo vano que se mezcla con la algarabía de los corazones regocijados, henchidos de amor por una nación cada vez más abstracta, se convertirá, y el Moro lo sabe, en fuego que en el campo de batalla cercará atropelladamente los límites de las regiones, los partidos, los ideales políticos: "Yo no ignoraba que el fuego de ese día era de mojiganga [...] pero imaginé lo pavoroso que debía ser aquel estruendo cuando en una batalla cada una de las cien mil detonaciones puede ser anuncio de la muerte desastrada de un hombre o de la de un caballo" (p. 135).

Y así, a pesar de los temores de hacer parte de una guerra, el Moro fue puesto en combate. Cuando en los caminos públicos se anuncia una nueva guerra, cuando los partidos se aperciben, cuando en la República la bruma de la inconformidad deviene estrategia, el ruido de lo que antes era murmuración, posible caos... estalla. Los caminos conducen los escuadrones de "campesinos medio disfrazados de militares" (p. 167). Porque el disfraz deja de ser metáfora y se convierte en piel, carne que se cubre con los colores de una patria que dura lo que el fragor de la pelea.

El Moro conoce las jugadas certeras de los hombres influyentes en la guerra por su sabiduría o por su temeridad. Su antiguo amo, Garmendia, es convertido, dadas las necesidades de la guerra, en comandante. O sea que el disfraz de militar era también la forma de esconder viejos pecados, crímenes renovados. El criminal tiene ahora licencia: entra al campo de la legalidad. "¡Conque Garmendia impune, conque Garmendia empingorotado y con un grado militar, conque Garmendia en todas partes" (p. 172).

Buscar la gloria es también acceder al cielo, y al cielo o a la cumbre no sólo llegan los más valientes. El Moro, con ojo avisado, entra al combate para medir su alcance. Sus descripciones evidencian el horror de la masacre mientras critica la forma en que se escala al poder. Las ventanas de las casas vomitan fuego, los hombres se hacinan con los caballos: "aquello es una barrera de carne sangrienta erizada de miembros convulsos, que obstruye la calle; veo allí la muerte" (p. 179). Y también presencia la ascensión de hombres a altos cargos debido, no a la valentía sino a la cobardía de sus caballos, cuyo instinto los hace proceder en el momento justo para que lo que es huída sea considerado vencimiento. De esta manera el honor, la medalla y el rango llevan implícita la simulación, el artificio del parecer interpretado como deber ser.

Por esto, y debido a la percepción afinada de un caballo aristocrático, se sustenta el cuestionamiento sobre la gloria; entra a ser parte de las consignas que fundamentan el catecismo que se va tejiendo en la novela. "¿En dónde está la gloria? me decía yo: en alguna parte debe estar; pero de seguro no está en donde intervengan las pasiones de los hombres" (p. 175). El Moro sale de la guerra con heridas más morales que físicas. Se siente morir, pero reconoce que valió la pena pues la lucha estaba justificada: "Yo había estado matado; pero lo había estado en la campaña; y mis mataduras podían sobrellevarse, porque ¿qué eran sino gloriosas heridas recibidas por la patria o por no sé qué cosa muy decantada y estupenda?" (p. 208).

Y así, a pesar de la prevención que el Moro tenía de verse envuelto en conflictos militares, es esta experiencia la que le hace resaltar, después, uno de los ambientes en los que parece haber una especie de igualdad entre los hombres. En campaña se permiten formas de relacionarse y de proceder que no se admitirían en situaciones corrientes. El Moro, por ejemplo, fue convertido en caballo de soga: lo dejaban atado de un cabestro en una estaca mientras pastaba. Esta bajeza, según él, sólo pudo tolerarla en el ejército:

De este modo había yo pasado algunos días en los campamentos; pero el allanarse a seguir los usos de las bestias más humildes cuando uno está en campaña, no es desdoro ninguno. Mal podría serlo cuando los Generales y los demás jefes participan a menudo del rancho de los soldados y se acuestan con ellos en un tambo y hasta en un pantano: estas cosas, cuando se hacen en campaña, a nadie aplebeyan, sino que más bien honran y enaltecen. Pero verse uno estacado como los asnos y las demás bestezuelas de los labriegos, es cosa que no puede llevar en paciencia un caballo que sepa estimarse. (p. 184)
 

En momentos en que históricamente algunas ciudades estaban tendiendo hacia la modernización, el caballo es llevado a la capital a prestar sus servicios, lo que le implicó cambiar de dueño y de territorio. Antes, cuando fue exhibido en Bogotá, no clasificó entre los "más bellos", y por tanto más apetecibles… comprables, debido al movimiento de su cola.

El cambio del campo a la ciudad entraña grandes inconformidades. En este estado el Moro aprovecha para verter su nostalgia por la pérdida del contacto con la naturaleza. Su romanticismo bucólico se exacerba.

Al verme encerrado entre paredes y pisando empedrados, yo que estaba habituado a enseñorearme con la vista de todo el horizonte; a reputar mío un espacio amplio y abierto alrededor del sitio que ocupara; a respirar el aire libre, puro y embalsamado de las praderas; y a recrearme en compañía de amigos o de semejantes míos, suspiraba por la vida que, tal vez para siempre, había dejado. (p. 116)
 

Con el corazón herido y los ojos desorbitados marcha por los alrededores de la ciudad buscando algún lugar que le hiciera agradable la lejanía en la que se encontraba de sus campos. No obstante sus observaciones son desalentadoras:

Por los lados del sur y del oriente, recorrimos aquellos arrabales en que abundan los tejares y en que la tierra en lugar de producir frescas aromáticas y lozanas plantas que alegren la vista con sus flores y que con sus semillas fecunden el suelo que les da vida, no producen más que barro. ¡Qué triste me pareció el aspecto de esos lugares! En ellos está la tierra como desollada y llena de heridas, y parece que de allí huye la vida. (p. 121)
 

La nostalgia que el Moro siente por sus tierras perdidas la refiere al citar a Virgilio: "¡Dichosos, dichosos mil veces los que habitan en el campo si conocieran los bienes de que está en su manos disfrutar!" (p. 200). Otro argumento lo perfila como ilustrado. Las pocas amistades que estableció sobresalían por su "caballerosidad". Los discursos de sus amigos eran igualmente instruidos.

En los viajes que el Moro realizó se incluyen las tierras calientes, donde la vida se organizaba alrededor del trapiche en el que la situación de las gentes y los caballos era inhumana. "Allí vi que en ninguna parte faltaba modo de atormentar a los caballos imponiéndoles servicio duro y desproporcionado a sus fuerzas" (p. 161). Esta visita hace al Moro cuestionar la situación geográfica que favorece o limita las condiciones de vida de las gentes (caballos, en su caso). El determinismo geográfico hace su aparición en la novela. Sin embargo, las divagaciones del caballo se convierten, más bien, en el reconocimiento de la desigualdad en que viven las gentes del siglo XIX en Colombia, según las regiones que habitan. Desigualdad que considera producto de la naturaleza:

Y cualquiera que sea el trabajo del caballo en tierra caliente, es más duro y pesado que en la Sabana, pues allá hay que batallar con la flaqueza, la lasitud y la flojedad que hacen experimentar el clima y la falta de jugosidad en los pastos. ¡Dichosos los caballos y dichosos todos los vivientes a quienes ha tocado habitar en la Sabana de Bogotá. (p. 162)
 

Con el mismo estilo con que se compara la dicotomía campo-ciudad, se describen las situaciones en las que el Moro desciende a la clase baja. El primer síntoma de la caída de su condición social fue un cambio de nombre. "Avillanado y embastecido me sentí con aquel nombre. Este nombre incalificable me hizo palpar que yo había descendido de las alturas de la aristocracia caballuna a los abatimientos de la condición más plebeya" (p. 184). La condición plebeya entre los caballos era representada por las bestias de carga. En la novela se aprovecha esta situación para compararla con la sociedad, en la que la plebe o el sector trabajador funciona de la misma forma que una bestia de carga, "con la diferencia de que para los proletarios, lo interesante y lo provechoso es que haya trabajo; y, para los animales de carga, lo apetecible y lo perfecto es que no lo haya" (p. 228). Cuando en la novela se reúnen varios caballos a disertar sobre la condición de su vida en manos de hombres ricos y pobres, la condición de bienestar está en relación directamente proporcional con la situación económica de sus dueños. Es lógico que para los caballos que sirven a personas de alcurnia, ricas y delicadas, les alcance el bienestar que no pueden poseer aquellos que pertenecen a gente campesina y humilde. "El caballo [...] que se halla en poder de un labriego, está sujeto a las mismas estrecheces que su dueño, pasa por los altibajos que él, y naturalmente ha de verse abrumado con un trabajo mayor que el que tiene que sobrellevar el caballo de un rico" (p. 188). Sin embargo, el caballo-máscara comprende que los ricos también incurren en descuidos, a pesar de la prolijidad con que alimentan a los otros.

El cambio social que sufre el Moro es el pretexto para que la novela dé cuenta de los altibajos que vivía la oligarquía con la emergencia de sectores burgueses. Los personajes de la novela se dedican a algún negocio. Ahora bien, la oligarquía, vinculada a los cargos burocráticos, es objeto de las transformaciones sociales y políticas de la época, lo que se evidencia en los desplazamientos laborales o de rango:

Sólo el lector que haya pasado de la clase de hombre civil a la de militar, o de ésta a aquélla; de la de sirviente a la de amo, o al contrario; de la de sacristán a la de garitero, o viceversa, puede hacerse cargo de lo radical del cambio que se efectuó en mi modo de vivir cuando fui convertido en caballo de tiro. Parecióme que había pasado a habitar un mundo nuevo, y que yo no era yo.

He conversado con caballos extranjeros [...] y estoy informado de que esto de transformar de golpe y porrazo a un caballo de silla en caballo de tiro, como quien transforma en coronel a un notario, es peculiar de nuestra tierra. (p. 235)

De las experiencias del caballo, de sus habilidades en la observación y crítica de la humanidad queda la certeza de que el héroe no pierde la perspectiva desde donde mira a los otros, la de su tribuna. A pesar de que su devenir implicó el alquiler, la soga, la carga y el tiro, el caballo no cambia el escrutinio al que somete el mundo de los otros. El Moro no es, como personaje, víctima de los cambios sociales, es aquel que puede acceder a todos los estratos sociales para criticar el espacio en el que el otro se mueve. Incluso en la vejez el Moro marca su diferencia respecto de los demás. En este sentido, el discurso de la novela puede entenderse como excluyente y, aún más, en contrasentido con la realidad social de la época en la que se creía que la influencia del medio cambiaba los imaginarios o representaciones de los sujetos: el Moro permanece incólume ante la marginalidad a la que se le pretende someter con el cambio de su destino, de caballo aristocrático a caballo plebeyo. De ahí que se vislumbre en la novela la tensión entre dos ideologías: la del determinismo geográfico y la de la aristocracia pura sangre.

Un caballo que hace parte del bando de "los otros" se le acerca al Moro con intenciones de alternar con él. Las posibilidades de ser benévolo y urbano con el recién llegado se manifiestan sólo por temor a que fuera considerado malcriado. Sin embargo, cuando el otro toca la piel de su cabeza, invitándolo a hacer lo mismo, él se da cuenta que de los humanos algo ha aprendido:

Miré entonces hacia la cruz del jamelgo, y vi que en ella tenía una calva producida por la sarna. Una de las ventajas que los caballos les llevamos a los hombres (y no es de las menores) consiste en no conocer la sensación que ellos llaman asco. Sin embargo, en aquella coyuntura pude formar cabal idea de lo que es esa sensación. (p. 165)
 

El asco figura sólo como una idea entre tantas que asaltan a ese centauro que mira el mundo desde la supuesta des-identidad de la máscara. Juego de carnaval en el que lo uno se trueca en lo otro por la licencia del disfraz.

De esta manera, al leer algunas de las ficciones políticas del periodo de la Regeneración en De sobremesa y al retomar imaginarios sociales propios del siglo XIX colombiano en El Moro, desde la perspectiva literaria, pueden verse en acción algunas formas de consolidar historias y discursos: Rafael Núñez y su tiempo en su verosimilitud poética se convierte en una figura que encarna las ideas de progreso, civilización y orden, sostenidas por la mano invisible del único dios verdadero.

En esa misma dirección el Moro, caballo por demás, representa la metáfora de una Nación soñada por las élites en contraposición con las condiciones de posibilidad plenamente políticas de las otras clases sociales en convergencia.

Para ambos casos está la máscara como recurso, el eufemismo, el agazape ideológico tras el protagonismo de un caballo; el decir de la literatura con la posibilidad que le da el juego de ficción y la responsabilidad de la historia frente a su verosimilitud. En otras palabras, la relación singular entre literatura e historia en el caso estudiado, pone en evidencia un juego de mediaciones discursivas, en las que el discurso ideológico de un momento histórico es homologado a las estructuras del discurso literario que le sirve de máscara.

A modo de síntesis puede afirmarse que en la literatura y en la historia hay figuras que se obstinan en no dejarse desarmar, como rostros que adhieren la máscara que los oculta hasta fundirse. Máscaras que se niegan a ser una cara más. Se han convertido en el ropaje más visible, en el único dispuesto para ser exhibido; por lo tanto, que se asumen reales. Hay otras que pueden ser develadas: la máscara cae a los pies de su señor. El estrépito depende de sus años; sus años, de la perseverancia de la pintura. Otras son envoltorio del que se vale algún discurso para di-simular-se en escrituras

 

Notas al pie

1 Este artículo deriva de la investigación Entre historia y literatura: ficciones políticas en Colombia, 1860-1914, monografía de Historia, Universidad Nacional de Colombia, 2004.

2 Representado en forma biográfica, sin olvidar que cada archivo engendra sus propias ficciones.

 

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