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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.5 no.9 Medellín July/Dec. 2008

 

Lo indígena en la obra de Juan Rulfo Vicisitudes de una "mente antropológica" 1

O indígena na obra de Juan Rulfo. Vicissitudes de uma "mente antropológica"

 

Juan Carlos Orrego Arismendi*

jorrego@geo.net.co

*Antropólogo y Magíster en Literatura Colombiana. Actualmente es profesor del Departamento de Antropología de la Universidad de Antioquia y miembro del Grupo de Investigación y Gestión del Patrimonio de la misma universidad.

Recepción: 10 de agosto 10 2007. Aprobación: 21 de agosto de 2008


Resumen:

Un examen panorámico de la obra literaria de Juan Rulfo (1917-1986) sugiere la presencia apenas esporádica de alusiones a lo indígena, hecho que se agrava por el confeso escepticismo del autor frente a preocupaciones antropológicas. Sin embargo, una revisión detenida de la misma deja ver que, de un modo latente, el escritor jalisciense plasmó una auténtica cosmovisión indígena, e incluso a través de procedimientos propios del indigenismo latinoamericano representado por autores como Mauricio Magdaleno y Jorge Icaza.

Palabras clave: Juan Rulfo, Pedro Páramo, El Llano en llamas, antropología, indigenismo, Mauricio Magdaleno.


Resumo:

Uma revisão geral da obra literária de Juan Rulfo (1917-1986) deixa ver, ao parecer, a esporádica presença de alusões ao indígena, fato agravado por um confesso cepticismo do autor perante as preocupações antropológicas. No entanto, depois da revisão qualificada da própria obra se descobre que, com latência, o escritor de Jalisco plasmou nela uma autêntica cosmovisão indígena, e inclusive através de procedimentos próprios do indigenismo latino-americano representado por autores como Mauricio Magdaleno e Jorge Icaza.

Palavras chave: Juan Rulfo, Pedro Páramo, El Llano en llamas, antropologia, indigenismo, Mauricio Magdaleno.


 

La sequía literaria de Juan Rulfo (1917-1986) después de la publicación de Pedro Páramo (1955) se ha convertido en un asunto casi mítico, abordado con un entusiasmo más o menos morboso poco dispuesto a reconocer la publicación, por ejemplo, del poema "La fórmula secreta" (1976), el cuento dramático "El despojo" (1976) y la novela corta El gallo de oro (1980), obras asimiladas, apenas, como textos para cine. Aunque el mismo Rulfo se refirió al último escrito como un producto propiamente literario –"después de Pedro Páramo escribí otros relatos, El gallo de oro, que eran, pues, cosas de galleros" (Becassino, 1985:7)–, se ha puesto más atención, para subrayar la idea del vacío creativo, en el carácter apócrifo de obras prometidas por el escritor como la novela La cordillera y los cuentos de Días sin floresta.

El silencio de Rulfo motivó la escritura de un famoso cuento de Augusto Monterroso, "El zorro es más sabio" que, incluido en La oveja negra y demás fábulas (1969), presenta la historia de un zorro escritor que se negó a publicar un nuevo libro después del éxito de los dos primeros: "En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer" (Monterroso, 1992:92). Federico Campbell ha especulado de otra manera, sugiriendo en Post scriptum triste (1994) que el escritor perdió la voluntad de escribir después de someterse a una terapia electroconvulsiva con la que pretendía combatir su predilección por el alcohol. Sin embargo, posiblemente sea más desconcertante la explicación difundida por el mismo Rulfo: a su juicio, no volvió a producir como escritor por culpa de la antropología, ciencia en cuyo ambiente académico se desenvolvió desde que en 1962 se vinculó como editor al Instituto Nacional Indigenista. En una conversación con Ángel Becassino declara:

Entonces encontré este trabajo de publicaciones, publicaciones antropológicas. [...] Y allí me clavé, me quedé. Como cualquier burócrata. Y en veintitantos años que tengo allí, pues tengo ya una mente antropológica. Ya no pienso literariamente las cosas, sino las pienso en forma antropológica, aunque no me gusta la antropología porque es un terreno árido. [...] Y la antropología me ha impedido escribir literatura. (Becassino, 1985:8)

Algunos textos preparados por Rulfo parecen ratificar esta declaración: por un lado, hay "mente antropológica" en "Los chinantecos de Oaxaca" (1962-1986), una descripción técnica de los aspectos más destacados –desde el entorno geográfico hasta problemas sociales– de la vida de un pueblo indígena vecino al río Papaloapan; así mismo, en "Dónde quedó nuestra historia" (1983), una conferencia en la que, con la idea de arrojar luces sobre la historia del estado de Colima, se describen las complejas migraciones y tránsitos culturales precolombinos que tuvieron lugar sobre buena parte del territorio mexicano, y en "Sahagún y su significado histórico" (1985), un prólogo en el que reconoce al monje como "antropólogo innato" y "gran lingüista" (Rulfo, 1997:440)2. Pero hay también pruebas de que para Rulfo la ciencia del hombre era un "terreno árido", no practicado con entera pericia. La descripción de la vida chinanteca es evidentemente fragmentaria, caprichosamente selectiva en los datos referidos en cada uno de sus ítem –el "Estado cultural" se reduce a rápidas noticias sobre el vestido, la disposición de la vivienda y la religión–, así como la radiografía histórica de Colima se anega en la confusión con que el autor refiere los flujos migratorios de incontables pueblos sobre diversos sectores de suelo mexicano; allí, la velocidad de la exposición no permite tener una clara visión de conjunto del problema abordado.

Es verdad que esa austeridad académica poco tiene que ver con la obra narrativa clásica de Rulfo –El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo – caracterizada por un deliberado uso de la primera persona, la focalización interna y los usos lingüísticos vernáculos. Y si lo antropológico ha de entenderse, en un sentido muy convencional, como un interés por las cosas indígenas3 –como una obligación etnográfica y etnológica que distrae de la labor creativa propiamente dicha–, tal manifestación, efectivamente, aparece con precariedad –dispuesta apenas a modo de salpicaduras– en una revisión a vuelo de pájaro de las páginas literarias: en "El Llano en llamas" se alude rápidamente a indios – tepehuanes, güeros, entre otros– reclutados por los escuadrones revolucionarios: nativos descritos con fugaz curiosidad por un narrador a quien alternativamente llaman la atención su estoicismo, su recelo o su vulnerabilidad ante los influjos climáticos. También, en aquel cuento se refiere la hostilidad con que los indios de Cerro Grande reciben a los bandoleros: "ya no nos querían. Dijeron que les habíamos matado sus animalitos. Y ahora cargan armas que les dio el gobierno y nos han mandado decir que nos matarán en cuanto nos vean" (Rulfo, 1985:52)4. En "Paso del Norte", aventureros mexicanos en la frontera con Estados Unidos creen haber sido atacados a balazos por apaches, "unos que así les dicen y que viven del otro lado" (p. 81). Mientras tanto, en Pedro Páramo una escena en la alcoba de Susana San Juan –enferma y confortada por Justina–, se ve preludiada por una descripción de ambiente en que, entre otras imágenes y menudas ocurrencias, se informa de una tentativa de mercado de los indios de Apango, devotos de la Virgen y frustrados en su comercio de hierbas silvestres a causa de la lluvia torrencial que cae sobre Comala.

Aparentemente, pues, y en cierto sentido, el Rulfo de la ficción es casi ajeno a lo indígena. Pero algunos hechos permiten dudar sobre eso casi al mismo momento de ratificar una apatía étnica, esto es, de aceptar como causal o rutinariamente escenográfico el inventario de alusiones a lo indio del párrafo anterior. Inicialmente, y sólo de un modo muy general, considérese el concepto de Reina Roffé sobre la tendencia de Rulfo a mentir cuando se le recababa algún testimonio sobre su vida o pensamiento: "se convirtió en una especie de juglar moderno [...] dando rienda suelta a su imaginación y ofreciendo versiones distintas, incluso arbitrarias, de ciertos hechos, porque la verdad no importaba demasiado" (Roffé, 2003:13). La sospecha, entonces, es obligatoria: ¿realmente ve Rulfo en los temas indígenas un obstáculo para su natural desempeño como literato? Posiblemente no, dado que su conocimiento de lo indio habría iniciado desde la misma infancia: su padre, Juan Nepomuceno Pérez Rulfo, se desempeñaba como confirmador de indios. También son testimonio contundente las fotografías tomadas por el escritor entre, aproximadamente, 1940 y 1955 (algunas divulgadas ya entre 1949 y 1952, esto es, antes de la aparición de El Llano en llamas), muchas de ellas interesadas por rostros indígenas, escenas de la vida nativa y ruinas del esplendoroso pasado azteca.

Si se trata de trascender lo que parece apenas anecdótico, vale la pena reparar en una reflexión de Martin Lienhard, quien pondera la dimensión antropológica de la ficción de Juan Rulfo a partir de las manifestaciones latentes de lo indígena en Pedro Páramo, en una modalidad de lectura que el crítico llama "trasterrana", por creer que en ella se descubre la sobrevivencia de valores culturales amarrados a la tierra desde tiempos ancestrales. Escribe Lienhard:

Una lectura superficial, pero atenta a los elementos "antiguos" de Pedro Páramo descubre, a nivel temático, la abundancia de motivos vinculados a creencias y ritos populares de México, más que nada a las concepciones respecto a la muerte y la vida de ultratumba. Sólo en la penúltima secuencia de la novela (la de la muerte de Pedro Páramo ,) se insinúa 1) que la muerte de una persona se percibe a distancia, 2) que uno puede entregar mensajes a los muertos antes de que se enfríe su cuerpo, 3) que las oraciones sirven para rechazar el demonio que anda suelto; todavía, 4) se ofrece una pequeña lista de enfermedades "folklóricas": el "mal de ojo", los "fríos", la "rescoldera". Las "almas en pena" son una presencia constante en Pedro Páramo, y el narrador-protagonista Juan Preciado muere [...] del "susto", quizá la enfermedad "folklórica" más prestigiosa. El conjunto de este tipo de elementos configura una especie de etnografía del campo mexicano. (Lienhard, 1990:276-277)5

Más allá de estos rasgos indígenas generales, Lienhard destaca dos puntos en común entre la novela de Rulfo y las tradiciones mesoamericanas. Inicialmente, compara el viaje de Juan Preciado a Comala con el viaje de Quetzalcóatl al Mictlan o reino del señor de los muertos, según como se consigna en el códice náhuatl de Cuauhtitlan (1558). Quetzalcóatl también busca a su padre entre los muertos, y en medio de la empresa, como Preciado, muere espantado. Según Lienhard hay también, entre ambos protagonistas, una semejanza en un plano menos denotativo: mientras, de acuerdo con el códice, Quetzalcóatl vierte su sangre sobre los huesos de los muertos para generar una nueva humanidad, Juan Preciado muere y se convierte en narrador, lo que hace posible una segunda vida –eso sí, apenas discursiva– para los susurrantes difuntos de Comala. Más adelante, Lienhard recuerda algunas asociaciones que la narración establece entre Pedro Páramo y la lluvia, lo cual, aunado al hecho de que el gamonal se cruza de brazos para negar la fertilidad agrícola a Comala y precipitar la aniquilación del pueblo, le permite asimilar a Páramo a la figura de Tlaloc, dios de la lluvia y fecundador de la tierra en el panteón tolteco-azteca6.

Aunque no se incluye en el inventario de motivos de Lienhard un fragmento de una conversación entre Susana San Juan y Justina, cobra interés a la luz de una lectura "trasterrana": al declarar Susana que sólo cree en el infierno y no en el cielo, como sugiere la otra, se pliega a una cosmovisión indígena descrita nítidamente por el mismo Rulfo en la ya citada entrevista con Ángel Becassino: "Para ellos [los indígenas] no existe el cielo, sólo el infierno" (Becassino, 1985:6). Resulta paradójico que en su primera intervención en aquel reportaje, a despecho de que más adelante se queje de la presunta mirada antropológica –la que agobia al tardío editor– que obstruye su voluntad de creación ficcional, Rulfo reconozca, como preludio a sus comentarios sobre las experiencias del indio con lo divino y la muerte, que "En realidad, en mi obra... literaria, hay una mezcla de tiempo indígena y tiempo español" (Becassino, 1985:6). No cabe duda de que en esa Comala en que los hechos y palabras de los que otrora vivieron, se han detenido en un eterno retorno, se está en un universo semejante al de los mitos de incontables pueblos indígenas: ni más ni menos, las sociedades frías –atrapadas en una historia circular, repetitiva y no acumulativa– de las que hablara Claude Lévi-Strauss.

Además de la diseminación de indicios étnicos y de la disposición circular de los hechos narrados en Pedro Páramo, revelados en una lectura "trasterrana", la obra de Rulfo se liga de otro modo al tema indígena: asumiendo preocupaciones y gestos de la literatura indigenista latinoamericana. Jorge Rufinelli, por ejemplo, no duda de que el indigenismo que siguió a la novela de la Revolución Mexicana –o que, mejor, se desarrolló como una extensión de ella– "es una de las coordenadas exteriores [...] en que hay que situar la narrativa de Rulfo" (Rufinelli, 1985: XIII). Por lo demás, la conexión entre Rulfo y el indigenismo literario tiene una clara prueba en el ensayo "Notas sobre la literatura indígena en México" (1981), texto en que el escritor jalisciense se refiere con propiedad a obras clásicas de la literatura sobre lo indio del siglo XX; obras que antecedieron a las suyas y que posiblemente, en alguna medida, las influyeron. Habla de El indio (1935) de Gregorio López y Fuentes, El resplandor (1937) de Mauricio Magdaleno, Lola Casanova (1947) y El diosero (1952) de Francisco Rojas González y El callado dolor de los tzotziles (1948) de Ramón Rubín, entre otros. Particularmente, esto escribe sobre el canónico Magdaleno:

Mauricio Magdaleno. Originario del estado de San Luis Potosí, es el último autor vivo de los llamados "novelistas de la Revolución". Su obra más importante es Resplandor [sic.], novela que trata la miseria y el despojo sufridos por los indios otomíes del árido Valle del Mezquital, de la cual se han hecho numerosas ediciones a partir de los años 40. Cuenta también con varios libros de cuentos donde la poesía encubre al hombre con el paisaje. En 1981 obtuvo el Premio Nacional de Letras que otorga México a sus más altos valores. (Rulfo, 1997:415)

La anotación es a todas luces escueta, pero no al punto de desalentar las presunciones críticas de quienes se han interesado en establecer los influjos de la producción literaria de Mauricio Magdaleno sobre la obra de Rulfo, augurados, entre otras cosas, por la comunión de ambos escritores en la preparación de guiones para cine7. Yvette Jiménez de Báez, en un artículo divulgado el mismo año de la muerte de Rulfo y Magdaleno, 1986, encuentra múltiples coincidencias

entre El resplandor y El Llano en llamas, entre ellas las temáticas de la esterilidad de la tierra que se ha dado en posesión y de la miseria de un pueblo que se rehúsa a abandonar sus muertos –propias, en El Llano en llamas, de cuentos como "Nos han dado la tierra" y "Luvina"– , el uso de monólogos interiores y la plasmación mítica de lo colectivo. Pero lo que más llama la atención a Jiménez de Báez es la candente semántica de ambos títulos, reforzada por el hecho de que un pasaje de El resplandor puede leerse como un anticipo del título de la recopilación de cuentos de Rulfo. Las referidas páginas de Magdaleno plasman la corriente de conciencia que se desata con la agonía de Bonifacio, un viejo líder indio:

Llamas llamas de pira llamas consumiendo el cuerpo el tremendo cuerpo del ahorcado que no acaba de morir Diosito Diosito Diosito esto ya acabó [...] aquí dejas a un hijo que sabrá lo que nos hiciste Saturnino llamas llamas ayes suspiras un día compareceremos toditos ante la Divina Majestad [...] cuántas llamas trece llamas la Piedra del Diablo está reseca cómo pudimos creer Diosito [...] ayúdame bendito San Andrés llamas llamas noche y llamas. (Magdaleno, 1937:374-375)8

La reiteración "llamas llamas" es, para la crítica, un anticipo de la "identidad metafórica" que a su juicio existe entre "llamas" y "llano" en la obra de Rulfo, pues allí el llano es, siempre, un lugar ardiente; asimismo, la cercanía entre ambos sustantivos estaría insinuada en la correspondencia fonética de las sílabas iniciales (Jiménez de Báez, 1986:577-578). Por su parte, Juan Domingo Argüelles, quien cree ver un sólido vinculo entre El resplandor y la novela de Rulfo, consigna en un opúsculo de 2006, escrito con motivo del centenario del nacimiento de Magdaleno, que "tanto Magdaleno como Rulfo, dos indudables protagonistas de nuestras letras, son dos escritores de parecida estirpe y de similares preocupaciones temáticas, a grado tal que quien lee El resplandor (1937), de Magdaleno, y Pedro Páramo (1955), de Rulfo, puede hallar sin esfuerzo algunas similitudes que reflejan la realidad de una Revolución Mexicana que se había pervertido" (Argüelles, 2006).

Aceptadas las observaciones y sospechas de Jiménez de Báez y Argüelles, una revisión general de El resplandor revela otros puntos de contacto con la obra narrativa de Juan Rulfo, no mencionados por dichos comentaristas. La historia de la comunidad otomí de San Andrés de la Cal, burlada y explotada por un mestizo criado en su propio seno y que se creía, vanamente, la redención de una seguidilla secular de capataces feroces, sirve, en términos generales, de contexto para la historia de un gamonal arquetípico como Pedro Páramo . Además, la novela de Magdaleno abona el campo semántico en que cobra sentido el nombre del señor de Comala que ha cruzado los brazos para condenar las tierras a la esterilidad: con insistencia, se habla allí del "páramo" como un desierto inhóspito, yerto, improductivo; un lugar "calcinado como un tronco reseco", una tierra ardiente "en una erosión de pedernales, salitre y cal" (Magdaleno, 1937:11). En esas circunstancias, San Andrés de la Cal y Comala coinciden en ser representaciones del Infierno en el mundo de los hombres: "Esto es un infierno" (p. 21), se dice el último párroco de San Andrés, mientras que Abundio cuenta a Juan Preciado que Comala "está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del Infierno" (Rulfo, 1986:111). Otros elementos de El resplandor, de suma particularidad, apuntan hacia algunos cuentos de El Llano en llamas y complementan las observaciones de Yvette Jiménez de Báez: como en "El día del derrumbe", los políticos capitalinos vomitan discursos grotescamente conceptuosos sobre la ignorancia de la masa pueblerina; como en "El Llano en llamas", los indios son reclutados por los revolucionarios para ser conducidos como carne de cañón a la guerra contra los terratenientes porfiristas; como en "Paso del Norte", la muerte ajena es declarada como un hecho plural y envolvente: "–Padre, nos mataron" (p. 80), se queja el hijo pródigo del relato de Rulfo a su regreso de la frontera, mientras que las palabras de un indio sobreviviente a una masacre perpetrada en San Andrés de la Cal son "¡Nos mataron a toditos!" (Magdaleno, 1937:380).

Estas semejanzas, por supuesto, podrían ser entendidas como simples casualidades o mecánicos reflejos de un contexto histórico común, y sólo al considerar los rasgos esenciales de la expresión indigenista puede observarse la vigorosa unidad –significativa antes que casual– que hay entre Rulfo y Magdaleno. Lo que atraviesa El resplandor hasta comunicarlo con El Llano en llamas y Pedro Páramo, no nace únicamente en la tradición novelística de la Revolución mexicana, pues, de hecho, las obras que más interesaron a Magdaleno –como Los de abajo (1916) de Mariano Azuela, por ejemplo, libro que le inspiró un memorable estudio– no se destacan propiamente por el abordaje del tema indígena9. Son de raigambre decididamente continental los recursos formales indigenistas –ya no sólo el tema– a que recurre Magdaleno y, por su influjo, Rulfo. El resplandor, como tres años atrás la canónica Huasipungo (1934) de Jorge Icaza, propone para sus personajes indios dos rasgos fundamentales: los presenta como los moradores de un universo sucio, enfermo y degradado que, por momentos, pide a la narración una especial virulencia naturalista, y, en segundo término, los plasma en una existencia plural, una en que los individuos, fundidos en el colectivo, parecen no tener voz particular y son apenas inflexiones de la voz global. Sin duda este segundo hecho, materializado en abundantes diálogos corales y anónimos con que se representa la voz de las comunidades, expresa aquello que Martin Lienhard entiende como lo más esencialmente amerindio: la oralidad, ésa a la que desde 1492 se opuso la palabra escrita (Lienhard, 1990). En el emblemático Huasipungo, el protagonismo indio renuncia a representarse a través de un solo personaje –como es el caso de Andrés Chiliquinga, inconstante en sus apariciones en los diversos episodios de la novela–, prefiriendo una presencia comunitaria que se expresa en un haz de voces indiferenciadas, única posibilidad de enfrentar –o cuando menos asimilar– los ataques del progreso occidental. Así lo ilustra un ejemplo entre muchos de la novela de Icaza:

– ¿Pur qué, pes, Taita Dius?

– ¿Qué culpa tienen lus guaguas?

– ¿Qué culpa tienen las guarmis?

– ¿Qué culpa tienen lus animalitus?

– ¿Qué culpa tienen lus sembradus?

– ¿Qué culpa tiene la choza?

– ¡Caraju! (Icaza, 1994:120)

Las intervenciones corales y las quejas a modo de letanía son frecuentes en la novela de Magdaleno. Un reclamo suele deshacerse en una secuencia de voces anónimas:

– Las cosechitas de la Brisa, Coyotito...

– Las tierritas de la vega, Coyotito...

– La presita, Coyotito... (Magdaleno, 1937:333-334)

Igualmente, se presentan como productos del rumor, como una voz colectiva, complejos párrafos quizá sólo posibles bajo la concepción de una suerte de genio étnico que diera paso a la corriente de su conciencia:

Las voces como susurros, como rumores distantes del aire, asustadas, clamaron:

– Lo andaba buscando para matarlo dormía muy mal quitado de la pena en la troje aquí a la vueltecita echó una frazada en la alfalfa y se acostó lo sorprendieron los señores traía tamaño cuchillo listo fue el diablo que se le metió qué mal hizo Diosito no más se perjudicó todos se lo dijimos no te comprometas Carmen vete de San Andrés. (p. 202)

Voces y murmullos se imponen sobre la iniciativa individual, al punto de producirse sin necesidad de que una boca los emita: palabras que ningún indio de San Andrés de la Cal reconoce como suyas, advierten sobre el presente inmediato –"Ahora sí, tlacuaches, van a ver lo que es bueno" (p. 382)– o llaman la atención sobre las obligaciones rituales –"¡Nadie se mueva! No se puede abandonar al difunto" (p. 385). Ejecutada sin soporte material, tal voz funge de voz ancestral, cíclica, y por ello atemporal. Esas cualidades también se revelan en otros hechos: casi sin solución de continuidad, los nativos de San Andrés de la Cal y San Felipe Tepetate han luchado cruentamente por usufructuar las escasas tierras fértiles de la comarca; los blancos dueños de la tierra, en particular de la hacienda La Brisa, han repetido sus nombres –Gonzalo, Luz, Alberto– a lo largo de los siglos, como si se tratara de unos mismas personas imperecederas; en el mundo indio, los difuntos siguen acompañando a los vivos –"los muertos, que seguían velando por sus parentelas y a cuyas ánimas se encomendaba el deudo atribulado en sus trances amargos" (p. 59). Posiblemente no se desligue de estos hechos la convivencia incestuosa de hermanos y hermanas bajo los techos miserables de San Andrés de la Cal: en la medida en que todo vuelve a ser otra vez y nada desaparece definitivamente, las diferencias entre las cosas o los seres acaban por hacerse relativas. Pues bien, las mismas lógicas de atemporalidad, permanencia y disolución de límites definen la vida fantasmagórica y marginal de Comala, un pueblo que vendría a resultar más indígena de lo que regularmente ha sido aceptado por la crítica –sesgada hacia una interpretación en términos de una comarca campesina asolada sucesivamente por el gamonalismo y la Revolución–, por más que el mismo

Rulfo ya lo hubiera confesado en las líneas ya citadas: "En realidad, en mi obra... literaria, hay una mezcla de tiempo indígena y tiempo español".

Mientras tanto, El Llano en llamas ofrece incontables ejemplos de la voz colectiva que representa la sobrevivencia de una antigua "comunidad mexicana", según las palabras de Jorge Rufinelli (1985: XXIX). Conviene ilustrar lo que este crítico apenas deja cifrado en una expresión general. En el cuento que da título al volumen, por ejemplo, la narración del Pichón supone a los indios hablando como un ser plural: "‘No queremos verlos; pero si los vemos los matamos', nos mandaron decir" (Rulfo, 1985:53). En "Nos han dado la tierra", el título hace explícito el carácter múltiple del protagonismo. En "Talpa" el narrador supone, sin que nada lo autorice, que sus reflexiones mentales son también las de su cuñada: aunque advierte que Natalia ya no tiene trato con él, está seguro de que en la cabeza de ella no se resuelve el enigma del destino que ambos escogieron para Tanilo –el hermano y marido–, "algo que no podemos entender ahora" (Rulfo, 1985:36). En "Diles que no me maten", aunque se conoce que sólo el coronel Terreros está hablando dentro de un recinto, el narrador se refiere a su voz como si ésta fuera anónima y general: "¿Cuál hombre? –preguntaron" (p. 58). Tanto en "La noche que lo dejaron solo" como en "No oyes ladrar los perros", los personajes se orientan por rumores difundidos por un emisor colectivo: "Dicen que eran tres" (p. 69), "Dicen que allí hay un doctor" (p. 75). En "Paso del Norte" el hijo usa una significativa forma plural para referir al padre lo que le ocurrió en la frontera: "–Padre, nos mataron" (p. 80). A todas éstas, en Pedro Páramo se replica la situación descrita para "Diles que no me maten": aunque Juan Preciado sabe que sólo lo acompaña Abundio, da noticia de las palabras del otro como si las emitiera una instancia general e indiferenciada: "–¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? –oí que me preguntaron" (p. 110). Más adelante, los indios de Apango coinciden minuciosamente en pensamientos que más parecen las palabras emitidas por un individuo en particular: "Piensan: ‘Si al menos hubiéramos traído tantito pulque, no importaría; pero el cogollo de los magueyes está hecho un mar de agua. En fin, qué se le va a hacer" (p. 167). Más importante, sin embargo, resulta el hecho global de que la novela ponga de relieve la múltiple y simultánea voz de un pueblo, situación que transitoriamente sugirió en el autor el título de Los murmullos. Susan Sontag, consciente de la multitud de voces y aunándola con una especial condición de Comala, ya mencionada, escribe que la novela plantea una "estancia coral en los infiernos" (Sontag, 2007:126).

En otras páginas que ya no son las de las publicaciones afamadas de Rulfo, se mantienen los rasgos indigenistas precitados y, así, una queja expresada a modo de escéptica rogativa grupal; notoriamente próxima a las que componen los diálogos de Huasipungo, conforma la mitad de la segunda parte del poema "La fórmula secreta". En ese mismo sentido, llama poderosamente la atención el remate de una carta de 1944 que envía Rulfo a Clara Aparicio. En un par de poéticas líneas, el escritor se figura que al nombre de su prometida "el viento lo ha llevado hasta los montes y lo ha puesto en las espigas de los trigales" (Rulfo, 2000:24); una imagen similar domina el final de la novela de Icaza: espigas de cebada, movidas por el viento, reproducen las demandas de la masa india que ha sido asesinada10.

De modo que si una modalidad de mentalidad antropológica corresponde a la preocupación por los asuntos indígenas o a la reproducción de perspectivas, valores y elementos asociados a alguno o algunos de los tantos universos culturales indios, Juan Rulfo ya pensaba en una "forma antropológica" cuando escribió El Llano en llamas y Pedro Páramo. El hecho, atestiguado tanto por varias circunstancias de una vida relativamente cercana a lo indígena como por la apropiación –acaso con mucha conciencia– de temas y modos de la literatura indigenista mexicana y latinoamericana (es decir: en Rulfo hace presencia lo indígena como efecto tanto de su adscripción a un contexto étnico como de su aprendizaje a través de la experiencia literaria), reduciría a meras frases efectistas aquellas declaradas por el escritor a Becassino sobre la supuesta incompatibilidad entre su mente de creador de ficciones y su mente antropológica.

Lo que no debe dudarse en la exploración de lo indígena, es que el escritor de Jalisco prefirió un modo de abordaje indirecto, poco interesado por explícitos rasgos folclóricos y a todas luces ganado por las manifestaciones latentes. En ese sentido sí varían sus escritos antes y después de su llegada al Instituto Nacional Indigenista: en los primeros rara vez se materializa lo indio en personajes y etiquetas étnicas definidas, mientras que en los segundos la abundancia de referencias deviene algunas veces en confusión. Pareciera como si algún procedimiento académico especialmente cauteloso, caracterizado por una "aséptica" mirada desde fuera, le hubiera impedido seguir adelante con los monólogos interiores de sus personajes, en esencia indios si se recoge un comentario de Jorge Rufinelli, en el sentido de que su "desamor" y "frialdad expresiva" corresponden a un "hieratismo de raíz indígena y mestiza" (Rufinelli, 1986: XX). Esos personajes nativos yertos, reducidos a su propia conciencia11, sugieren en Rulfo la narrativa íntima y confesional de sus dos primeros libros, justo la que desaparece en la tardía novela El gallo de oro, obra dominada por la más ortodoxa narración objetiva en tercera persona. Pero la misma entrevista concedida a Becassino documenta cómo la aceptación de las posibilidades y limitaciones de la investigación científica terminaron convenciendo al escritor de lo vano que resultaría simular el pensamiento ajeno. Este pasaje del testimonio no podría ser más claro:

Sabemos muy poco de todo esto. La destrucción de Yucatán, Tula... bueno, Tula sabemos que fue incendiada por los chichimecas, pero, ¿qué sabemos de Xochicalco? Que la fundaron los Toltecas, la primera tribu que introdujo el arte en México. Y detrás están los Olmecas, los de las cabezas gigantes, y de esos no sabemos nada, ni qué idioma hablaban, ni a qué se dedicaban... Entonces, ¿qué significado tiene para nosotros una cabeza gigantesca? Nada más que una pieza arqueológica [...] Y está el trabajo de observar a los campesinos que quedan de aquellas culturas, tratar de descubrir qué piensan, por qué viven, cómo actúan y por qué actúan así... Tratar de descubrir si aún laten esas culturas o si fueron aniquiladas; que todavía no se sabe. (Becassino, 1985:7)

La aparente contradicción implícita en el escepticismo frente la antropología de un escritor que, como Juan Rulfo, concibió obras de alta comprensión antropológica, se resolvería ensayando una interpretación a todas luces sencilla: aquella de que lo que agobia al autor es la modalidad académica de la mentalidad antropológica, en cuyo suelo, por sus implicaciones metodológicas, ya no sería posible otra vez la germinación de la fantasmagórica Comala ni de las voces –apenas presentidas– de tanta comunidad ancestral. Sin embargo, no debe entenderse como un doloroso tránsito en contravía del paso entre una y otra versión de lo antropológico en Rulfo, pues su caso quizá no sea otra cosa que la manifestación individual de un proceso necesario y común en Latinoamérica: el de la transición entre una antropología acometida desde la literatura –cuando no se habían fundado, en países como México, Perú y Colombia, los institutos académicos que habrían de encargarse oficialmente de la enseñanza y ejercicio de la ciencia del hombre– y una antropología científica ortodoxa que, tras recibir el testimonio de mano de un versátil humanismo, habría de fundar sus propios discursos. Esta presunción se confirmaría para Rulfo si se considera que su literatura con sentido antropológico –su colección de relatos y su novela– nació al influjo de dos hechos tempranos que precedieron la puesta en vigor de muchas empresas de la antropología de índole universitaria: la vecindad que tuvo con el México nativo por los días de su infancia y juventud, y el surgimiento –por esa misma época– de la literatura indigenista latinoamericana.

En los años sesenta, la decisión de editar la producción académica de los antropólogos del Instituto Nacional Indigenista sólo representaría, para Rulfo, el natural arribo a modos de explorar la cultura que, sin que pudiera adivinar lo que le deparaban como escritor, tenía por qué creer necesarios en su inveterada vocación de pesquisidor de la condición humana y mexicana. Apenas en la madurez, el autor de Pedro Páramo estaría en situación de efectuar un balance de las dos modalidades de su antropología, y entonces –necesario es advertir– el hallazgo no sería lo suficientemente claro como para apoyar su pretendida condena a la antropología institucional, pues es evidente, según lo aquí esbozado, que el temprano Rulfo introspectivo quiso revivir miméticamente perspectivas mexicanas antiguas que, de acuerdo con el sentido estricto de su propia reflexión, no podían imaginarse, mientras que el Rulfo etnólogo, privado de la licencia de suponer los cuadros mentales indios, apenas pudo plasmar la limitada vida indígena atrapada en la precisión objetiva de las categorías científicas. Parece, en consecuencia, que en todo esto no hay otra cosa que una "mente antropológica" que se estorba a sí misma.

 

Notas al pie

1 Este artículo deriva de las investigaciones en torno a la Literatura hispanoamericana y el indigenismo, llevadas a cabo en el marco del Doctorado en Literatura realizado en la Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia.

2 En este breve inventario puede incluirse un concepto del autor de Pedro Páramo, sobre la relativa frivolidad de los escritores mexicanos a la hora de asumir cierta conciencia cultural, difundido en un suplemento de prensa en 1979. Rulfo acusa a representativos escritores de no conocer la vida nativa: "Estos temas tientan a muchos y son pocos los que saben algo sobre las costumbres indígenas" (Rulfo, 1997:410).

3 Por supuesto, se trata apenas de un modo de entender lo "antropológico"; otro es el enfoque, por ejemplo, de Anthony Stanton en el artículo "Estructuras antropológicas en Pedro Páramo " (1988). Allí, el crítico se interesa por la "trasgresión de límites" que tiene lugar en el contexto de las estructuras antropológicas subyacentes al incesto, el parricidio y el parentesco (Stanton, 1997).

4 En la primera edición del cuento, aparecida en la revista América 64, diciembre de 1950, el narrador es más explícito sobre la adscripción étnica de estos indígenas: "Y ahora resulta que esos animales eran de los indios mecas; estos indios que habitan todo el Cerro Grande y que siempre habían estado con nosotros desde la primera revuelta" (Rulfo, 1997:86).

5 En el mismo sentido escribe Alberto Vital en el prólogo al epistolario de Rulfo con Clara Aparicio, que "un escritor importante es un centro en el que confluyen tradiciones y relatos, voces e ideas, inquietudes y preguntas de él y de los otros" (Vital, 2000:8).

6 Recurriendo a una suerte de método comparativo, Lienhard lleva su búsqueda de semejanzas –a propósito de la deidad pluvial– hasta un cuento mixteco en que el dios de la lluvia es asesinado por un joven, con el claro deseo, por parte del analista, de encontrar correspondencias con la muerte de Pedro Páramo a manos de su hijo Abundio.

7 Entre los guiones escritos por Magdaleno se destacan: Flor Silvestre (1943), María Candelaria (1943), Las abandonadas (1944), Bugambilia (1947), Río escondido (1947), Pueblerina (1948) y Maclovia (1948). Por su parte, Rulfo trabajó en las líneas argumentales de El despojo (1960), Paloma herida (1962), El gallo de oro (1964) y El hombre de la Media Luna (1976).

8 Cito de la edición original de la novela corrigiendo la referencia de la comentarista, quien pone "Magdaleno 1936: 252-253"; al parecer, se trata de una confusión al combinar el dato de la existencia, en 1936, del manuscrito inédito de El resplandor, y la lectura de una edición tardía de 1950.

9 En Los de abajo lo indígena subsiste casi exclusivamente en las fugaces alusiones al ancestro indio de Demetrio Macías, en cuyas "mejillas cobrizas de indígena de pura raza corría de nuevo la sangra roja y caliente" (Azuela, 1976:50).

10 Llama la atención que en La obsesión (1926) de Daniel Samper Ortega, novela que anuncia el indigenismo colombiano, la segunda parte del libro –clara en su propósito americanista, materializado en la disputa de un indio-campesino contra su patrón– lleve como título, de un modo inexplicable sólo aparentemente, "Al rumor de los trigales".

11 Significativamente, El resplandor ofrece una explicación del característico silencio indígena frente a las tentativas de la indagación blanca o citadina, en las palabras que una anciana otomí dirige a un niño de su comunidad: "A los señores nunca se les dice nada. ¿Entiendes? Y mucho menos lo que se habla entre los tlacuaches. Ni ellos te entenderán ni tú a ellos. Se les ventea la intención, se les oye y se calla uno el hocico. Los cristianos blancos nunca han admitido que un indio diga nada. Cuando lo buscan a uno nunca es para bien. ¿Qué para dónde vas? Pues voy para allá, señor amo, y en la primera loma das la vuelta y jalas por el lado contrario. ¿Qué si sabes esto o aquello? Pues no, señor amo, los indios no sabemos nada. ¿Qué así o asado? Como su buena merced diga" (Magdaleno, 1937: 144).

 

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