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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.5 no.9 Medellín July/Dec. 2008

 

La paz imposible San Agustín como antecedente del Realismo Político 1

The impossible peace. Saint Augustine as antecedent to Political Realism

 

Saúl Horacio Echavarría Yepes *

syepes@eafit.edu.co

*Filósofo y profesor de la Universidad Eafit.

Recepción: 28 de julio de 2008. Aprobación: 21 de agosto de 2008


Resumen:

El propósito de este texto es exponer la tensión constante de los conceptos de guerra y paz en san Agustín. Para ello vamos, primero, a realizar un seguimiento de los supuestos sicológicos que el hiponense formula como fundamentos de su consideración política; segundo, exponer las consecuencias de tales consideraciones dentro del orden político humano; y, finalmente, abordar el carácter analógico del concepto de paz, con el cual es usado en el escenario político como ideal del orden. Tanto en la introducción como en la conclusión, se abordará la cuestión de la inscripción de san Agustín dentro de los antecedentes clásicos del llamado ‘realismo político'.

Palabras clave: Agustín de Hipona, relaciones internacionales, paz, guerra, política internacional, realismo político.


Abstract:

The papers main purpose is to expose the struggle between peace and war concepts in St. Augustine political work. The purpose will be to revise the psychological basements of St. Augustine Political Thought. Second, to expose the political consequences of his thought and, finally, to deal with analogical character which the saint gives to the peace concept in order to be used in political stage as an ideal of political order. Both introduction and conclusion will deal with the question of Saint Augustine inscription as theoretical antecedent of political realism.

Key words: Augustine of Hippo, International Relationships, Peace, War, Political realism, International politics.


 

Los hombres quieren en general la paz, de la misma manera que

desean ser ricos, felices o célebres. Pero, ¿quieren también los medios

capaces de satisfacer tales deseos? He aquí toda la cuestión.

Verdaderamente, ¿es trabajar a favor de la paz inscribirse en el

movimiento de la paz, participar en sus congresos, firmar peticiones y

mociones y aun tomar parte en una marcha de protesta contra el

armamento nuclear? ¿A quién se le ocurriría hacerse rico, célebre o

feliz dando su adhesión a un movimiento en pro de la riqueza, la

felicidad o la celebridad y firmando las peticiones de esos eventuales

organismos, o haciendo una marcha de protesta en Wall Street, en la

Academia Francesa, o… en el paraíso? Querer la paz en semejante

sentido es no querer nada en absoluto; es a lo sumo ser el devoto de

una pura idea.

Julien Freund. Con ocasión del 75 aniversario de Carl Schmitt

 

Agustín y los realistas

En 1953 uno de los principales expositores del realismo, Reinhold Niebuhr dentro de su clásica obra Christian Realism redactó un listado de los pensadores que a lo largo del tiempo han tenido como característica común, según él, la virtud de asumir con escepticismo todos los proyectos teóricos que formulen la posibilidad de una paz duradera. El listado incluye a pensadores tales como Maquiavelo, Hobbes, Rousseau, De Maistre, pero Niebuhr destaca como el primero de tal tradición en la era cristiana a san Agustín de Hipona y lo califica como "el primer gran realista en la historia de occidente" (Niebuhr, 1953:20). En la misma línea, diez años después, Herbert Deane (1963:235), en un estudio sobre las ideas políticas del santo, lo calificará como el "Hobbes romano", en virtud de su perspectiva realista.

En los últimos treinta años ha sido frecuente la producción de los académicos que han retornado a las obras de algunos autores clásicos bien con el propósito de defender y, en ocasiones, precisar los alcances de la tesis de Niebuhr (Loriaux, 1992; Söndergaard, 2008; Bethke –citada por Tinder, 1997:433–), o bien con la intención de discutir abiertamente el papel fundador del santo respecto de una corriente de pensamiento cuyos métodos y alcances podrían exceder o contradecir las pretensiones filosóficas y morales de aquel. (Stevenson, 1988; Craig, 2003), etc.). Este polémico retorno a las tesis políticas de Agustín puede ser caracterizado, no obstante, como el intento de repensar el realismo como teoría política, cuyo desprestigio según algunos de estos autores se debe a los ‘realistas' de tiempos recientes, cuya noción de homo oeconomicus pretende operacionalizar una filosofía política prescriptiva con alcances predictivos, incurriendo necesariamente en la formulación de flagrantes falacias teóricas y obteniendo, como consecuencia, una considerable pérdida de relevancia para las ciencias sociales contemporáneas (Loriaux). El retorno, entonces, se presenta como el intento de refrescar y recrear la comprensión de la tradición realista, reconstruyendo sus fundamentos dentro de los textos clásicos, deconstruyendo algunas de las nociones distintivas y reconociendo las marcas que desde el principio han caracterizado a las obras de tal tradición, con el propósito final de hacer de ella un instrumento de consideración fiel y útil en el mundo contemporáneo.

Respecto de las corrientes mencionadas –la apologética y la indignada–, lo que aquí se presenta, de cierto modo, contradice a la segunda sin darle la razón a la primera.

La tesis de Niebuhr tiene primero, sentido histórico, pues como representante de aquella generación de autodenominados realistas que en los previos de la II guerra mundial decían que la guerra estaba creciendo en el mundo porque los estados habían extraviado las herramientas para prevenirla, Niebuhr y los realistas sindican de idealista o ingenuo a cualquier programa o propuesta que propenda por el establecimiento de la paz mundial mediante la firma de acuerdos de buena voluntad entre pueblos cuya historia y tradición ha sido posible gracias a la existencia de intereses encontrados que a menudo los han conducido al campo de batalla (Thomas, 2001:906). Frente al idealismo, entonces, los realistas asumen un punto de partida escéptico, que los conducirá a la formulación de programas y estrategias ya no escépticos, sino, según ellos, conformes a la realidad de la vida política (Loriaux, 1992:406; Söndergaard, 2008:37). El escepticismo es su punto de partida y, cada tanto, intervendrá para enfrentarse como contrapeso a las consideraciones que sean sospechosas de idealismo. La acción racional estratégica no tiene, por principio consideraciones ideales.

El punto de partida del realismo es, como se dijo, el escepticismo respecto de cualquier proyecto de paz duradera, pero el realismo allí se detiene y da paso a una consideración que pone toda su confianza en la racionalidad estratégica para lograr los bienes y satisfacer los intereses de la comunidad o pueblo que mejor despliegue su estrategia (Morgenthau, 2001:50-53). Un mundo realista, entonces, es aquel en el que cada estado, nación o pueblo diseña su estrategias racionalmente con miras a obtener lo que estima como sus intereses, siendo la guerra una posibilidad real de la acción racional, pero siendo también la paz un consecuencia posible del equilibrio de poderes desplegados racionalmente, la cual se mantendrá mientras las fuerzas conserven su tensión, es decir, siempre de un modo transitorio.

 

I. La paz Agustiniana

Vale la pena hacer dos comentarios generales para introducir las consideraciones siguientes. El primero está referido uno de los supuestos que más rendimientos tiene en la obra del santo y, quizás, en el 90% de los textos de filosofía política producidos después de él. Y es el de la naturaleza caída o, mejor, empobrecida. Este supuesto que Agustín legará a la tradición occidental tiene en su obra una alta incidencia en la caracterización de la circunstancialidad psicológica del hombre corriente, al presentar las razones de su extravío, su desorientación, su duda, su rechazo, su insistencia y su esperanza. Lo segundo que hay que tener en cuenta y que se vincula con lo anterior es la concepción que Agustín tiene de la política como actividad humana. De un lado, y por lo dicho, al ser la actividad de un ser caído, la política es necesariamente una actividad poco segura, dudosa, vacilante, riesgosa, como todas las demás. Pero, por otra parte, Agustín sin dejar de reconocer los juegos que ésta tiene con el azar, también la reconoce como la única actividad que puede o podría, de algún modo, permitir acaso el restablecimiento del orden perdido, o al menos hacer más llevadero el enorme peso del desorden presente (Rossi, 2000:139-144). Es en todo caso, recogiendo el dictum de H. Deane, una política de la imperfección (Lewis, 1964:441). Siguiendo también a Deane y a Lewis, y como comentario metodológico, la perspectiva de lo que aquí se dice no comparte la tesis según la cual la obra política de san Agustín para ser comprendida requiere el marco referencial de un estado cristianizado o sus consideraciones teológicas.

Con ello en mente, vayamos a la paz agustiniana.

En Civ. Dei. XIX, 12, Agustín hace la presentación de la paz como el bien que place universalmente, en tanto que se la considera como el medio ideal en el que han de transcurrir todos los actos humanos.

No hay quien no guste de tener paz. Pues hasta los mismos que desean la guerra apetecen vencer y, guerreando, llegar a una gloriosa paz (…) Así que con intención de la paz se sostiene la guerra. Es entonces evidente que la paz es el deseado fin de la guerra. Porque todos los hombres aun con la guerra buscan la paz, pero ninguno con la paz busca la guerra. Incluso los que quieren perturbar la paz en que viven, no lo hacen porque odien la paz, sino porque quieren tener una paz que dependa de ellos. No quieren pues que deje de haber paz, sino que haya la que ellos desean. (…) Por eso los mismos bandoleros, para perturbar con más fuerza y seguridad suya la paz de los otros, desean la paz con sus compañeros.

Agustín en estas citas constata que la paz es el mayor bien al que el hombre aspira, que ella se presenta como el medio idóneo para realizar cualquier acción, que ella constituye la meta de las acciones propias y colectivas. Pero, y de modo importantísimo, que lo que el hombre siente por la paz no es más deseo. Y dado que el hombre sólo desea aquello de lo que carece, la vehemencia con la que desea la paz demuestra con claridad que ésta se le presenta como un bien esquivo y difícil de alcanzar. ¿Por qué la dificultad? ¿Qué hacer para allanarla? Estas dos preguntas orientarán la exposición de lo que sigue.

En contra de los neoplatónicos que afirmaban tanto la existencia de un orden universal armonioso que descansa como soporte detrás de los mundos físico y moral, así como la posibilidad de que este orden fuera susceptible de ser comprendido por el intelecto para encontrar el orden político, Agustín fabrica su contraargumento en una línea de lo humano que no había sido atendida por aquellos pensadores, la afectividad humana. Así, presenta su concepción de la voluntad como contraargumento suficiente para negar tales aspiraciones a la razón humana. Diversos escritores han expuesto las complejidades que tiene el deseo en Agustín (Loriaux, 1992:403; Rossi, 2005:84-85; Schopenhauer, 1993:123, 176, 331). El término genérico Voluntad (Voluntas), escribe el santo en De Docthrina Cristiana (I, 22-29), abarca un espectro de términos que varían de acuerdo a la intensidad del sentimiento y al objeto del mismo (Velle, Amoris, Cupiditas, Dilectio, Caritas), pero el vínculo que comparten es el querer, comprendido éste como el principio de la acción.

La razón del hombre caído, según el santo, es incapaz de liberarse de la voluntad para perseguir y alcanzar el conocimiento general de las cosas. De hecho, la razón sólo puede conocer si hay un querer conocer, es decir, si la voluntad así lo quiere. Los apetitos (cupiditae) hacen presencia constante en el pecho humano, y aunque los objetos varíen, con ellos varía lo que se apetece, pero no el apetito. Y la razón no puede por sí misma en modo alguno cambiar la dirección en la que la voluntad desea. (Ver Rosati, 2000) Lo que Agustín presenta como el conflicto característico del ser humano y como la explicación de la diferencia específica entre los humanos no es aquel viejo argumento de los maniqueos de la lucha entre el bien y mal, así como tampoco la disputa entre la razón y los apetitos por el dominio del cuerpo, sino que el conflicto de lo humano se genera por una voluntad que, en ocasiones, lleva a la razón a desear el conocimiento, pero en otras la dirige hacia los objetos que desea de modo inmediato e inaplazable (Loriaux, 1992:402), sin que ante ella la razón pueda decidir nada, pues la que quiere es precisamente la voluntad.

Las dos consecuencias de esta presentación de la afectividad humana son importantes para acercarse a la comprensión que tiene Agustín del orden político humano: la primera es que si los seres humanos están escindidos íntimamente del modo descrito, entonces no existe un orden como el que los neoplatónicos afirman. Y la segunda, que se desprende necesariamente de la primera, es que la posibilidad de conocer tal orden queda enteramente relegada a la mera ficción.

Esta posición de Agustín frente al idealismo neoplatónico lo desplaza un poco de un lugar en la línea que Niebuhr establece para los realistas, pues su posición se presenta más que como una declaración escéptica frente a proyectos ideales para la humanidad, como simple y clara negación de los mismos. Y es que el hiponense va mucho más allá de lo que los realistas estarían dispuestos a ir sin poner en riesgo su racionalidad estratégica (Waltz, 1979:cap. 7). El santo no se conforma con presentar la forma general de su tesis referida a la humanidad en abstracto, sino que lleva esta pugna entre afectividad y conocimiento al interior humano y la expone en sus más íntimas consecuencias al interior de las diversas formas de la organización política. A ello dedica los capítulos 5, 6 y 7 del libro XIX de la Civ. Dei., en los que examina la posibilidad del orden humano en la familia, la ciudad y el orbe, respectivamente.

 

II. La imposibilidad de la paz

La sociabilidad parece ser, según el santo de Hipona, una marca distintiva no sólo de la Humanidad sino de todo ser vivo: "¿Qué milano, por más solitario que vuelva sobre la presa, no busca hembra, hace su nido, empolla los huevos, alimenta sus polluelos y mantiene como puede la paz en su casa con su compañera, como una especie de madre de familia? ¡Cuánto más es arrastrado el hombre por las leyes de su naturaleza a formar sociedad con todos los hombres y a lograr la paz en cuanto esté de su parte!" (Civ. Dei. XIX, 12).

Sin embargo, tal marca parece desvanecerse cuando se examina más de cerca el modo mediante el cual transcurre la convivencia de los hombres. Para señalar el carácter paradójico de la sociabilidad humana, Agustín refiere los males que aquejan todo tipo de convivencia humana, comenzando por la familia:

Los agravios, sospechas, enemistades, guerras y, de nuevo, la paz ¿no han llenado enteramente la vida humana? La vida humana está llena de ellas y en ella experimentamos agravios, sospechas, enemistades, guerras, como males ciertos.

Y la paz, a su vez, la experimentamos como un bien incierto y dudoso porque no sabemos ni la limitación de nuestras facultades puede penetrar los corazones de aquellos con los que deseamos tener paz y conservarla. Y aun cuando hoy los pudiéramos conocer, sin duda nos sabríamos cómo serían mañana. (Civ. Dei. XIX, 5)

Y a renglón seguido:

¿Quiénes son y deberían ser más amigos que los que viven en una misma casa y familia? Y, con todo, ¿quién está seguro de ello habiendo sucedido tantos males por ocultas maquinaciones, traiciones y calamidades, tanto más amargas cuanto más agradable y dulce era la paz que se creía verdadera, mientras que astuta y dolosamente se la fingía?

La vida privada se presenta, entonces, regida por dos hilos tan invisibles como inviolables, emergidos de aquel conflicto entre voluntad y razón: la afectividad y la ignorancia. Cada uno se presenta como suelo fértil para el otro, y entre ambos se prestan constante apoyo para aumentar los problemas y dilatar las soluciones, prestando sólo salidas temporales para permitirles regresar con mayor fuerza e inclemencia.

Aquello que desconocemos en las relaciones afectivas –en este caso, familiares–, y cuya ignorancia aumenta su volumen conflictivo, es "el corazón" de quienes nos rodean. Este objeto no puede ser conocido, pues todas nuestras facultades encuentran ahí su límite, dado que con ellas sólo podemos conocer lo que aparece antes nuestros ojos y, mediante ellos, en nuestra mente. Frente al otro experimentamos, según el santo, un desconocimiento tal que aunque lo veamos y lo escuchemos, no sabremos si lo que vemos y escuchamos es coherente y consecuente con lo que él, en su intimidad, piensa, siente y cree. Esta imposibilidad de saber genera perversos efectos en el ámbito familiar e íntimo. En éste, todas las relaciones establecidas entre los individuos son exclusivamente afectivas, comenzadas desde temprana edad, sin estar mediadas por el establecimiento objetivo de algún tipo de utilidad o interés –como las demás relaciones sociales. Como consecuencia, el individuo se ve expuesto a los peores ataques que pueda recibir, pues su atacante será en todo caso un enemigo encubierto bajo el velo del afecto, y de quien nunca habría esperado una traición. Además, la afectividad que media sus relaciones incrementará sensiblemente cualquier altercado hasta el punto de convertir en dolor puro algo que, sin afecto, habría pasado desapercibido (Cf. Echavarría, 2008:125-127). En apoyo de su tesis, trae Agustín el evangelio de san Mateo 10,36: "los enemigos del hombre son sus domésticos y familiares."

Concluye el capítulo V del libro XIX abandonando la posibilidad de la sociabilidad y de una paz duradera en el ámbito familiar y anticipando los problemas que por ignorancia la ciudad no puede anticipar:

Si la casa, pues, que es en los males de esta vida el común y sagrado refugio de los hombres, no está segura, ¿qué será la ciudad, la cual cuanto es mayor tanto más llena está de pleitos y cuestiones cuando no de discordias, que suelen llegar a turbulencias muchas veces sangrientas, o a guerras civiles, de las cuales en ocasiones están libres las ciudades, pero de sus peligros nunca?

Mediante la ignorancia, Agustín vincula el ámbito familiar al público. El caos propio de la familia generado por la ignorancia será ampliado en el escenario de la ciudad, pues en ella está ausente la afectividad. Pero para que las diversas familias puedan coexistir en la ciudad, es necesario modificar, de cierta manera, el ser de cada uno de ellos, considerándolos de un modo distinto al que decide su vida privada. En la ciudad se pierden todos los vínculos familiares de la consanguinidad, etc., así como también las calidades de la amistad privada, quedando como recurso formal sólo la amistad pública. Esta amistad pública recibe el nombre de ciudadanía, y en ella la amistad no es decidida por los afectos, sentimientos o pasiones propias del individuo, sino que las condiciones de la amistad son dadas por la ciudad misma, sin el concurso inicial de los individuos que a ella deberán plegarse.

Las leyes sientan los fundamentos de la amistad pública. Así, serán amigos los que acatando las mismas leyes comparten una vida en común al interior de un territorio determinado. Para el santo, la ciudad toma medidas intentando extinguir los dos grandes problemas que aquejan a la vida en el ámbito familiar, por un lado, procura que el fundamento de la amistad sea visible para todos y no se esconda en el oscuro mundo de los afectos individuales y, por otro, establece un criterio a partir del cual pueda identificarse fácilmente quién es amigo y quién no lo es. La ciudad, entonces, no pretende eliminar la amistad privada, sino que reconociendo las complejidades anejas a ésta, la desestima como parámetro para la ciudadanía, y mediante cierta asepsia, diseña la amistad por ley queriendo coartar los influjos de la afectividad y la ignorancia.

Agustín en el cap. VI del L. XIX, deja ver su escepticismo frente al éxito de estas medidas para intentar generar un orden dentro de las cosas humanas. Pues si la ley se presenta ahora como criterio para afirmar la amistad, la ignorancia propia del hombre se impone nuevamente como obstáculo definitivo para su logro. Siguiendo el camino de Cicerón (Rep. III, 9), Agustín reconoce que la ley puede ser un conducto para asegurar ciertas condiciones de orden, pero en el momento en que ella sea infringida se revelará nuevamente la condena del humano por su ignorancia. En el ámbito público, el infractor de la ley será juzgado como enemigo de la comunidad, pues ha roto las leyes de la amistad pública y será sometido y tratado según su nueva condición, pero ¿cómo podemos estar seguros de que efectivamente infringió las leyes?, ¿y de que lo hizo con la intención de dañar la amistad pública? La persona del juez es el objeto del análisis agustiniano, pues en él se deposita la confianza de la comunidad para resolver los conflictos de acuerdo a un criterio no personal. El juez es percibido como una suerte de personificación de la ley y no porque él genere o dé existencia a la ley (Civ. Dei. XIX, 6), sino porque él hace presente la ley al interior de la comunidad que la comparte y la reconoce. Justo en virtud de ello, la existencia del juez constituye la posibilidad de la superación de los conflictos meramente afectivos, pues con la ley se ha hecho posible el cambio de naturaleza entre los individuos y el juez es la persona que conserva y da sentido a este nuevo modo de ser.

Pero nuevamente y casi como con consecuencia analítica, la ignorancia del humano resulta devastadora para este intento de regulación que supone vanamente una superación del estado que le es connatural.

El punto crítico con la amistad política –como si aún no se hubiera llegado a uno– lo presenta el santo en el capítulo VII del mismo libro de la Ciudad de Dios. "El tercer grado de la política humana lo ponen en el orbe de la tierra, el cual, sin duda como un océano y abismo de agua, cuanto es mayor, tanto más circundado está de peligros" (Civ. Dei. XIX, 7).

Si los intentos de regular los peligros de la ignorancia y la afectividad de la vida privada y de la pública fracasaron, pocas esperanzas hay de que en el orden internacional, se corra con mayor suerte. Y justamente, a propósito de este escenario dice Agustín:

En primer lugar, la diversidad de idiomas enajena y divide al hombre del hombre, porque si en un camino se encuentran dos hombres de diferentes lenguas, que no se entiendan entre sí y no pueden seguir adelante, sino que por necesidad hayan de estar juntos, más fácil se acomodarán y juntarán unos animales mudos, aún de distinta especie, que no ellos, a pesar de ser hombres. Porque cuando los hombres no pueden comunicar entre sí lo que sienten, sólo por la diversidad de las lenguas, de nada sirve la semejanza física que por naturaleza tienen, sino que con mayor complacencia estará un hombre asociado con su perro que con un hombre extranjero. (Civ. Dei. XIX, 7)

Después de haber expuesto las dificultades que tenemos con el amigo, el familiar o el conciudadano, en este punto Agustín nos presenta al absoluto otro, con el que la imposibilidad es definitiva y con el que ninguna comparación es posible. El escepticismo de Agustín respecto del concepto de humanidad como posible salida es elocuente tanto por su claridad cuanto por su crudeza. Si con el familiar que, además de una historia en común, comparto lengua y costumbres, me es imposible sentirlo como mi amigo, con el extranjero esta relación es incluso absurdo pensarla. Con el extranjero no es posible el acercamiento, ni la negociación a no ser considerando el riesgo de la existencia mediante el sometimiento de una de las partes a la otra.

En este punto Agustín ha llegado al más alto nivel en el que ponen los hombres la posibilidad del orden, y si éste no estaba presente en los grados inferiores, lo que hace presencia en el plano orbital es la guerra universal. Aunque vale la pena hacer notar que la guerra con el extranjero es sumamente eventual, mientras que el enfrentamiento con los ciudadanos es frecuente y el conflicto con la familia es cotidiano. Pero en el escenario de la guerra entre las naciones es donde el santo comienza su camino descendente, pues es aquí donde exhibe las acciones humanas que pretenden con algún grado de realidad lograr la paz:

La imperiosa ciudad de Roma, para la conservación de la paz política en las naciones conquistadas, no sólo las obligó a recibir el yugo, sino también su idioma […], y ¿con cuántas y cuán crueles guerras y con cuánta mortandad de hombres y con cuánto derramamiento de sangre humana se alcanzó? […] y aunque no han faltado ni falten enemigos, como son las naciones extranjeras, con quienes se ha sostenido y se sostiene continua guerra, la misma grandeza del imperio ha producido otra especie peor de guerra, y de peor condición, las guerras civiles y sociales, con las cuales se destruyen más infelizmente los hombres. (Civ. Dei. XIX, 7)

El mecanismo romano para evitar la aniquilación de los oponentes y ensanchar los límites de su territorio, consiste en la destrucción total y completa de lo que le permite al otro ser efectivamente otro, pues justamente esta otredad es la que se presenta como amenaza y como causa constante de temor por quien ahora se ve obligado a tenerlo cerca de él. La destrucción de lo ajeno se realiza mediante la implementación de lo propio. Al otro se le quita su lengua y su ley, y se le obliga a aceptar como propio el marco cultural, lingüístico y legislativo que dio origen, conservó e hizo crecer al pueblo que ahora lo ha derrotado.

 

III.La paz analógica

Agustín no duda en nombrar a estas acciones como relativas a la paz política, pues contienen todos los ingredientes de la política humana, con sus distinciones y sus procedimientos. Si es imposible mediante la facultad cognoscitiva determinar quién es amigo leal y quién no lo es, entonces el ejercicio del poder emanado de una decisión de quien sea qué, será el único instrumento con el cual la guerra y la paz serán alcanzadas en el contexto político. Aquí la paz no se presenta como ideal que debe ser alcanzado, sino como un momento de las relaciones políticas que sucede y antecede a su contrario. Por ello, en el caso descrito por Agustín, puede apreciarse que la consecuencia que sobrevendrá a la guerra con el extranjero, será la guerra con el ciudadano.

Pero entonces nos preguntamos, ¿esta paz así lograda, que además de violenta es imposible de conservar, es la paz que antes definimos como el mayor bien al que el hombre aspiraba en la vida política? La respuesta puede ser desconsoladora, pero antes de ella vale la pena registrar el trabajo que realiza Agustín a propósito del significado originario de la paz para, a partir de él, comprender cuál sea el sentido del término en el escenario político.

En el capítulo 13 del libro XIX, se realiza una presentación de los sentidos en los que se usa el término paz, y allí el lector puede ver que el método de exposición es ascendente en complejidad, pues el santo adjudica el primer y primordial sentido del término paz a la relación de concordia y quietud que tienen entre sí las partes de un cuerpo físico. Este sentido originario del término, ha sido ya antes expuesto por el santo, como ‘opuesto al movimiento'. Es la pura quietud, que para algunas sectas filosóficas constituye el mayor bien al que se puede aspirar.

El mismo Agustín reconoce esta quietud suma, propia de lo físico, como uno de los tres tipos de bienes en lo cuales se puede recoger la variedad de deseos humanos (Civ. Dei. XIX, cap. 1-3) El sentido originario del término paz se refiere al estado de perfecta acomodación que le permite a un cuerpo material inerte, compuesto de partes, permanecer inalterado durante un largo período de tiempo. Este es el significado real que el término paz puede ofrecer para la intelección humana, de acuerdo al santo. Cualquier otro uso del término referido a otros objetos o usado en otros contextos es sólo un uso analógico del mismo y por lo tanto de significación confusa o vaga.

Los siguientes sentidos del término en la exposición de Agustín dan cuenta de ello, pues para usar el término paz con relación a un ser vivo, con ella sólo se nombran o refieren los momentos en los que los apetitos del animal están satisfechos y ningún dolor le aqueja, pero con la paz así usada ya no se nombra la perfecta quietud, pues el animal –como su nombre lo indica– necesariamente se mueve. Para el caso del hombre, la distancia del sentido originario es aun mayor, pues hay que buscar el estado en el que sin tener dolores, ni necesidades, pueda disponer metódicamente su vida de acuerdo a su particular constitución.

La paz como la más pura quietud es el estado propio de lo inerte que no participa de ningún movimiento; lo vivo, por definición, está excluido de tal estado, pero incluso cuando muere, mientras sus partes se descomponen tampoco lo alcanza (Civ. Dei. XIX, 13). La paz así entendida es un estado que después de perdido por el ente es irrecuperable.

A continuación Agustín prescribe que cuando con el término paz no vamos a calificar ya el estado de un ente individual, sino la relación que establece un hombre con los demás, es necesario hacer intervenir un nuevo elemento para que la analogía siga dándole algún sentido al uso del término, y este nuevo invitado es la obediencia. Así, cuando se dice que entre dos hombres hay paz, lo único que se dice es que entre ellos es clara la aceptación por parte de ambos de la relación de mando y obediencia en la que están involucrados. Lo mismo sucederá con la paz en la familia y en la ciudad. Pues la condición servil es una de las caras de la naturaleza caída, en ella "el hombre está sometido al hombre de modo análogo a como lo están los animales." (Ibíd.)

La obediencia, que es necesario hacer intervenir cuando se usa la paz para definir una relación entre dos o más hombres, sólo garantiza un mínimo aceptable de paz, pero exige a cambio la aceptación de la coerción que ella implica. Esta paz para Agustín es a efectos prácticos un mal menor. Pero es lo máximo que la política humana puede lograr. Y ella es la única que puede hacerlo.

La obediencia como aceptación voluntaria, como reconocimiento del sometimiento, es la fórmula que según Agustín avala el uso del término paz en el contexto político. Y en caso de que ésta se logre, allí la rueda gira nuevamente y se aprecia que si la obediencia es la condición de la paz, quien tenga el mando tendrá la paz a su disposición mientras conserve los medios de coerción, Cuando esta consideración sea hecha por quienes obedecen disconformes, ellos iniciarán la guerra por tener el mando, es decir, iniciarán la guerra por la paz.

 

IV. Un escéptico entre escépticos

Acerca de los problemas en las relaciones internacionales y de las soluciones para los mismos, el santo de Hipona no está muy lejos de la perspectiva de los realistas del siglo XX. Ciertamente Agustín comparte con los ellos su mirada desconfiada respecto de proyectos políticos de alcances ideales También comparte con ellos la convicción de que ningún orden político puede lograr el asentamiento pleno de la justicia, pues elconflicto es inherente al mundo de los hombres y que para controlarlo es necesario el uso de la coerción, la cual genera, de modo igualmente necesario e inevitable la desigualdad. La dominación es un mal derivado de la naturaleza caída. Un tercer punto en el que están unidos es en la reserva para discriminar entre sociedades políticas de acuerdo a los supuestos méritos de sus estructuras o valores constitucionales.

Pero podemos señalar dos puntos en los que podemos decir que la convergencia no es más que una apariencia: el interés y la paz. Tanto en Niebuhr como en Morgenthau podemos encontrar la referencia explícita al concepto de interés como momento central en sus consideraciones políticas, queriendo ver de modo imparcial la realidad del egoísmo humano. Con este mismo interés, conformarán luego el concepto de interés nacional, instancia ya definitiva para la teoría de las relaciones internacionales en perspectiva realista (Morgenthau, 2001:43-61). Pero el paso del plano individual al colectivo que tendría lugar según ellos gracias a la racionalidad estratégica, nunca sería posible desde la visión agustiniana. La teoría de los "dos amores" que han fundado dos ciudades (Civ. Dei. XIV, 28) es una consecuencia de la concepción agustiniana de la voluntad que ya expusimos arriba, y ésta es el contenido determinante del ser individual; por lo cual el individuo no renunciaría a sus propios intereses a favor de los colectivos sin dejar de ser quien es. La idea de nación, tan cara para los realistas o la naturaleza tribal (Gilpin, 1986:305; también Carr, 1964 –ctado por Loriaux,1992:409–, es virtualmente imposible en Agustín, quien en los tres escenarios de la agrupación humana, ha dejado claro que, para él, la convivencia común se encuentra definitivamente impedida.

Además, en sus consideraciones sobre la paz, Agustín como lo dijimos antes, va mucho más allá de lo que los ánimos de los realistas contemporáneos estarían dispuestos a ir. El escepticismo de Agustín es inquebrantable, en palabras de Loriaux, y no lo abandona, como lo hacen otros realistas contemporáneos, para entrar en consideraciones de orden económico o estratégico, pues en la facultad racional humana no ve seguridad alguna que le permita tener una confianza en un proyecto de acción continua para el logro de una paz que, para él, es sólo un término analógico, que remite a una quietud perdida y que sólo logrará el ser vivo cuando vuelva ser estrictamente nada más que un objeto físico.

 

Notas al pie

1 Este artículo es resultado del proyecto de investigación: "Teorías del orden político en la filosofía medieval", realizado en el grupo de investigación Estudios sobre política y lenguaje, patrocinado por la Universidad Eafit.

 

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