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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.6 no.10 Medellín Jan./June 2009

 

Dossier

La desobediencia civil revisitada. Problematicidad, situación y límites de su concepto*

 

Civil Disobedience Revisited. Problematicity, current situation and boundaries of its Concept

 

Oscar Mejía Quintana

omejiaq@unal.edu.co

Profesor Titular, Departamento de Ciencia Política, Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

Recibido: enero 7 de 2009. Aprobado: marzo 21 de 2009

*Este artículo proviene de una investigación desarrollada en el Grupo de investigación "Cultura política, instituciones y globalización" adscrito al Departamento de Ciencia Política de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia.


Resumen:

Este ensayo intenta acercarse a la problematicidad del concepto de desobediencia civil en especial a la apropiación que el pensamiento liberal ha hecho de la misma usufructuándola como dispositivo ideológico-político de neutralización de las protestas sociales, por debajo de las conceptualizaciones postconvencionales de Rawls y Dworkin que incluso propiciaban la justificación constitucional de la misma, explorando las opciones complementarias que el marxismo heterodoxo y posthabermasiano ofrecen en las figuras de la desobediencia civil como praxis simbólica de la tercera Escuela de Frankfurt, la resistencia de la multitud de Negri y Hardt y la contestación contramayoritaria del republicanismo, retomando inclusive las del éxodo y la violencia ética allí donde la democracia liberal adopta manifestaciones de carácter autoritario que vulneran los derechos de participación de las minorías.

Palabras clave: Desobediencia civil; desobediencia civil como praxis simbólica; resistencia de la multitud; contestación republicana; violencia ética.


Abstract:

This article analyzes the problematique posed by the concept of civil disobedience. In particular, the author focuses on its appropriation by liberal
thought and its use as an ideological-political tool for neuturalizing social protest, notwithstanding post-conventional conceptualizations of authors such as Rawls and Dworkin, who propose the constitutional justification of this mechanism. The article goes on to explore complementary ideas offered by heterodox and post-Habermasian Marxism, including civil disobedience as symbolic praxis (third Frankfurt School), the resistance of the multitude (Negri and Hardt), and counter-majority contestation (Republicanism). The author also revisits the notions of exodus and ethical violence in cases in which liberal democracy adopts traces of authoritarianism that violate the right of participation of minority groups.

Key words: Civil Disobedience; Civil Disobedience as symbolic praxis; resistencia de la multitud; republican contestación; ethical violence.


Introducción

En la actualidad el concepto de desobediencia civil se ha constituido en uno de los más utilizados y citados en diversos tipos de discursos y debates. Todo el mundo pretende justificar una amplia gama de acciones argumentando que pueden interpretarse como un acto de desobediencia civil. Esta situación lo único que muestra es la existencia de una ambigüedad en la idea que se tiene de desobediencia civil. En nuestro medio se puede apreciar con claridad la existencia de un profundo desconocimiento de esta categoría que ha podido ser puesta en conexión con el más diverso tipo de acciones y la más variada gama de resultados y expectativas.

Cuando se habla de desobediencia civil se debe tener en cuenta que esta categoría forma parte de una enredada tipología de formas de resistencia, en donde resulta complicado establecer diferencias entre unas y otras. Dentro del considerable número de autores que analizan el tema en lengua castellana Jorge Malem es quien mejor se acerca a una caracterización integral de la tipología de las diferentes formas de resistencia. Este ensayo parte de esa caracterización en la perspectiva de proporcionar un marco de referencia adecuado para la comprensión de la desobediencia civil (Malem, 1988).

La desobediencia civil hace parte del espectro más amplio de la desobediencia, una categoría análoga a la de disidencia que más abajo detallaremos. Ambas son una derivación del derecho de resistencia que hunde sus raíces en la noción premoderna de resistencia del común, articulada incluso a la categoría medieval del derecho de gentes, que legitimaba el levantamiento de la comunidad cuando el gobernante no respondía los preceptos de bien común de su sociedad tradicional.

Derecho de resistencia latu sensu que remite pues a la potestad -sin duda de origen iusnaturalista- que una comunidad política tiene para oponerse al gobernante que no garantiza los fundamentos de su eticidad o que pretenda atropellar arbitrariamente al colectivo que gobierna. La primera definición claramente remite al iunaturalismo antiguo y la segunda es más clara en el iusnaturalismo de la modernidad temprana. En este último caso es expresa su alusión en Hobbes. Derecho de resistencia latu sensu que se encuentra incluso tipificado en las declaraciones de la revolución francesa y norteamericana y, más tarde, incluso contemplado o implícitamente supuesto en muchas constituciones occidentales contemporáneas.

Quisiera sin embargo empezar distinguiendo entre este derecho de resistencia latu sensu, de origen iusnaturalista, y el concepto de resistencia del que, incluso, se ha derivado la aserción resistencia civil. No cabe duda que el estado del arte describe una tensión entre ambos conceptos, el de desobediencia que incluye la desobediencia civil, y el de resistencia que igualmente incluye el de resistencia civil.

Si bien algunos autores utilizan esta última tanto para describir expresiones colectivas de enfrentamiento pasivo y activo al ordenamiento en general, la resistencia incluye eventualmente elementos de violencia que, por tanto, no pueden ser asimilados a la desobediencia civil, por lo menos, que no implica de manera expresa el factor de la violencia. A lo sumo podría equipararse a lo que Malem denomina "desobediencia armada", si bien la desobediencia en general no aboga por un cambio constitucional mientras que la resistencia aleatoriamente si puede reivindicar una revolución por fuera del orden institucional. Quede claro, por tanto, que en este escrito no voy a problematizar la distinción entre desobediencia en general y desobediencia civil en particular frente a resistencia en general y resistencia civil en particular.

Voy a partir inicialmente, sin compartir totalmente su tipología, del planteamiento de Malem para distinguir entre las diferentes formas de insubordinación que el contempla y que incluye varias subdivisiones. En primer lugar la de desobediencia en la cual se encuentra, primero, la desobediencia armada, que no pretende implementar un cambio radical en el sistema constitucional y que, por el contrario, puede ser una expresión para su defensa a través de métodos "ilegales" y/o violentos; segundo, la desobediencia eclesiástica, que puede ser la insubordinación proclamada por una iglesia determinada contra el orden civil; tercero, la desobediencia administrativa, que sería la actitud de una autoridad institucional contra otro poder o autoridad del estado; cuatro, la desobediencia criminal que es básicamente las manifestaciones delincuenciales contra el orden legal y, finalmente, la desobediencia civil de la que se ocupará este escrito más adelante.

En segundo lugar, la de la disidencia, que a diferencia de la desobediencia que no confronta y no pretender sustituir el orden constitucional, esta si lo propende, contemplando un número similar de subdivisiones. Primero, la disidencia pacifica, que se manifiesta cuando el o los ciudadanos que experimentan algún desacuerdo con el sistema utilizan de manera legal los medios que el Estado y la Ley le brindan para expresar su descontento. Esta forma de disidencia se caracteriza por llevarse a cabo de manera ordenada y no violenta. Segundo, la disidencia revolucionaria, utilizada por diferentes sectores en las luchas por la liberación nacional o la igualdad cultural en las décadas de los 50 y 60 y que propendía por buscar el cambio de sistema constitucional. Tercero, la disidencia anarquista, donde no sólo se desconoce la ley sino que también es puesto en cuestión el mismo Estado. El disidente anarquista busca la supresión de todo el sistema legal por cualquier medio, así tenga que recurrir a medios violentos. Cuarto, finalmente, la disidencia terrorista que concibe métodos y procederes violentos como la única solución posible.

Malem incluye dos variedades cuya justificación no puede ser otra que la de contemplar, además de las anteriores opciones normativas, las dos manifestaciones reales que el siglo XX puso sobre la paleta histórica, como son los llamados movimientos de no-cooperación, que buscan generar el colapso o cambio del sistema, debido a que las personas encargadas de ponerlo en funcionamiento y darle apoyo se niegan a cumplir ese papel. Pese a la aparente sencillez de este tipo de protesta es difícil clasificarlo, pues no se sabe si debe ser tomado como una forma de desobediencia pasiva o como una forma de disidencia que encubre la violencia.

El movimiento de no cooperación más importante ha sido el Satyagraha, por medio del cual Gandhi logro la liberación de la India, a través de la parálisis de todo el sistema de administración colonial ingles. La característica primordial del Satyagraha es la forma en que su actuar político se encuentra fuertemente vinculado a una convicción religiosa y espiritual que subyace a todas sus acciones. Otro tipo de manifestación de desacuerdo difícil de clasificar es el reformador moral, que busca implantar un cambio en el sistema a través de la reivindicación de un tipo diferente de moral y concepción ética y que podría asimilarse al de Martín Luther King en Estados Unidos.

En el marco de esta tipología es que la desobediencia civil, por supuesto, adquiere en los ordenamientos occidentales en los últimos 50 años la falsa connotación de ser la única manifestación legítima de insubordinación, prolongando así, a decir de Hans Joas, el "olvido moderno" sobre la violencia como instrumento de confrontación y transformación política, incluso por debajo de la conceptualización rawlsiana que en un momento dado alcanza a justificar formas de desobediencia no pacifica si las mayorías no rectifican sus posiciones.

Concepciones bastante recortadas de desobediencia civil que acuden incluso a defensas descontextualizadas de "no violencia", acudiendo equívocamente a las propuestas de Ghandi y Luther King, que no alcanzan a constituir alternativas plausibles frente a dinámicas de "guerra sucia" como las observables en latitudes como la nuestra. La desobediencia civil adquiere así, incluso cuando no es criminalizada, el cuestionable estatus de "amo significante" lacaniano, de carácter ideológico-hegemónico, que no permite ni interpretar las situaciones políticas presentes ni desde ella formular estrategias efectivas de contención de expresiones autoritarias.

Hasta aquí la interpretación convencional de la desobediencia civil entendida como un acto político, razonado, público y no violento, por medio del cual una parte de los integrantes de la sociedad presentan una serie de razones y argumentos para desobedecer una ley o marco legal que perjudica sus intereses grupales y que tiene como objetivo último generar unas dinámicas de cambio al interior del orden institucional para que se corrijan una serie de fallas presentes en el mismo.

Es en este punto donde vale la pena explorar, desde el marco de interpretación del marxismo heterodoxo en los planteamientos de Arendt y Habermas, tres propuestas "posthabermasianas" que desarrollan, en el recuadro de sus respectivos modelos de democracia, alternativas al concepto hegemónico-ideológico de desobediencia civil de ese liberalismo de mayorías, como lo denominara Rawls, y que anticipan posibilidades políticas más complejas para confrontar el autoritarismo institucional contemporáneo.

La primera opción es la representada por la tercera generación de la Escuela de Frankfurt que indudablemente profundiza la propuesta habermasiana de una democracia radical, bastante sistémica pese a la significativa crítica que hiciera Habermas del abandono de la cuestión democrática por parte de Marx, reivindicándola desde el anarquismo. En efecto, su propuesta, basada en un modelo sociológico de política deliberativa de doble vía, termina estando más cerca de Luhmann que de Bakunin por el excesivo cuidado habermasiano de no apostarle a propuestas normativas que no estén solidamente afianzadas en estudios empíricos y sociológicos, así como por su exagerado realismo político y la necesidad de proponer modelos plausibles y no meras utopías irrealizables.

Pero esa carencia de utopía sin duda es rescatada por la tercera generación de la Escuela de Frankfurt (denominación que muchos de ellos rechazarían pero que los distingue en el flujo de una misma tradición marxista, heterodoxa y crítica), sin caer en los proyectos desmedidos de las filosofías de la historia de los siglos pasados. Wellmer, Dubiel, Honneth retoman la bandera de la democracia radical para radicalizarla (valga la redundancia) y mostrar -hasta donde sus propias condiciones históricas y sociales lo permiten- hasta que punto la cuestión democrática es propia del pensamiento marxista heterodoxo, y en qué términos la reflexión postsocialista puede asimilarla como propia, sin concesiones al pensamiento burgués liberal. En este contexto se desarrolla la reflexión sobre la desobediencia civil como praxis simbólica que matiza sustancialmente la concepción liberal incluyendo ya la consideración sobre la violencia simbólica de arragaimbre postestructuralista.

La segunda opción la representa la propuesta de Negri, posteriormente desarrollada con Hardt, de una democracia real o absoluta. Frente al estudio socio-histórico que representa Poder Constituyente mostrando la maduración paulatina que la multitud adquiere como sujeto emancipatorio durante toda la modernidad, Imperio pretende diagnosticar el carácter que la sociedad capitalista postmoderna adquiere en tanto sistema imperial y la plausibilidad emancipatoria que en ese contexto puede tener la multitud como categoría que da razón de una nueva subjetividad revolucionaria.

De ahí el interés de Multitud por resolver los vacíos de Imperio, desafortunadamente de nuevo, sin lograr definir con precisión, al menos teóricamente, los contornos y proyecciones de este como sujeto revolucionario. Pero si el texto no logra satisfacer los cánones reconocidos de una teoría revolucionaria, lo que si muestra es qué se ha hecho en términos de confrontación al mismo que aunque no logra concretar un marco conceptual que determine los parámetros tanto por comprender teóricamente la situación actual como para proyectar las tendencias revolucionarias con las que poder enfrentarla, reconstruye sistemáticamente en sus hitos sustanciales la resistencia de la multitud contra el capitalismo global.

La tercera opción a explorar es la del republicanismo. Más que en su versión anglosajona que ha fungido como muletas del liberalismo, definida por sus críticos franceses como "neo-republicanismo", o incluso en su versión francesa de "post-republicanismo" (si se me permite la expresión, para diferenciarla de la versión anglosajona) que parece constituir lo que Negri ha denominado el "republicanismo revolucionario postmoderno", es imprescindible recabar en la propuesta más integral de Pettit que al fundamentar la modalidad de una democracia disputatoria desarrolla una opción alternativa frente al liberalismo, catalizando una visión postsocialista de contestación contramayoritaria, alternativa a la desobediencia civil liberal, que parece combinar desde las expresiones pacíficas de disputación legítima frente al estado hasta manifestaciones de fuerza cívica contra mayorías excluyentes.

Pero todos estos planteamientos siguen obviando la cuestión teórica y política de la fuerza, si no de la violencia que, en todo caso a decir de algunos, tiene que ser considerada en contextos autoritarios como los actuales.

Se sostendrá que frente a la apropiación que el pensamiento liberal autoritario ha hecho de la desobediencia civil usufructuándola como dispositivo ideológico-político de neutralización de las protestas sociales, por debajo de las conceptualizaciones postconvencionales de Rawls y Dworkin que incluso propiciaban la justificación constitucional de la misma, es imperativo explorar las opciones complementarias que el marxismo heterodoxo y posthabermasiano ofrecen en las figuras de la desobediencia civil como praxis simbólica, la resistencia de la multitud y la contestación contramayoritaria, retomando inclusive las del éxodo y la violencia ética allí donde la democracia liberal adopta manifestaciones mayoritarias de carácter autoritario vulnerando los derechos de participación de las minorías.

 

1. Desobediencia Civil en el Pensamiento (post)liberal

1.1 La desobediencia civil postconvencional

En la Teoría de la Justicia el concepto de desobediencia civil aparece como la parte final de las instituciones de la justicia, después de todo el proceso de fundamentación que Rawls había venido adelantando en los capítulos anteriores. De esto puede deducirse que Rawls delimita su teoría de la desobediencia civil a un marco político específico. Efectivamente, para Rawls, la desobediencia civil encuentra el ambiente propicio para su desarrollo en una sociedad casi justa, en su mayor parte bien ordenada y por consiguiente en una sociedad democrática, pero que no está exenta de cometer injusticias contra una parte de sus integrantes. Rawls refine la desobediencia civil como un "acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno" (Rawls, 1979: 332). La Desobediencia civil es un mecanismo de excepción con el que cuentan las minorías para defenderse de una mayoría que promulga leyes que están perjudicándolas y que no quiere hacer caso a sus reclamos y exigencias.

A través de la desobediencia civil se está apelando al sentido de justicia de la comunidad, argumentando la violación del acuerdo entre personas libres e iguales. Para el este autor, también vale la pena tener en cuenta que "la desobediencia civil es un acto político, no sólo en el sentido que va dirigido a la mayoría que ejerce el poder político, sino también porque es un acto guiado y justificado por principios políticos, es decir, por los principios de justicia que regulan la constitución y en general las instituciones sociales" (Rawls, 1979: 333).

El manejo de la desobediencia civil resulta ser algo muy delicado, por lo cual Rawls coloca una serie de condiciones para su correcto ejercicio: en primer lugar, se aplica a casos claramente injustos como aquellos que suponen un óbice cuando se trata de evitar otras injusticias. Se trata de restringir la desobediencia a las violaciones de los dos principios de justicia rawlsianos y de manera más especifica a la violación del principio de libertad.

Por otro lado la desobediencia civil se concibe como el último recurso en ser utilizado, una vez han sido agotadas todas las vías legales debido a la falta de atención e indiferencia de las mayorías. Finalmente, la desobediencia civil debe darse dentro de un marco de absoluto respeto a la ley, porque ella "expresa la desobediencia a la ley dentro de los límites de la fidelidad a la ley, aunque está en el límite extremo de la misma" (Rawls, 1979: 334). Con ella "se viola la ley, pero la fidelidad a la ley queda expresada por la naturaleza pública y no violenta del acto, por la voluntad de aceptar las consecuencias legales de la propia conducta" (Rawls, 1979: 334).

Para Rawls esta última condición resulta ser muy importante pues per-mite probar a las mayorías que el acto del desobediente es político, sincero y legitimo, Lo que apoya el llamado que se hace a la concepción de justicia de la comunidad. Para que la desobediencia civil dé resultados favorables el autor también señala una serie de restricciones o precauciones que deben tener en cuenta los desobedientes: no se debe pretender colapsar o desestabilizar el sistema, se debe estar seguro de la imposibilidad de recurrir a los medios legales y se debe realizar un estudio concienzudo de la situación para examinar la conveniencia del acto de desobediencia y de ser necesario recurrir a formas alternativas de protesta.

Pese a todo, Rawls reconoce la posibilidad de una radicalización de la Desobediencia civil llegando a adquirir formas violentas en caso de no ser debidamente atendidas las demandas de los desobedientes. Puesto que "quienes utilizan la desobediencia civil para protestar contra leyes injustas no está dispuestos a desistir de su protesta en caso que los tribunales no estén de acuerdo con ellos" (Rawls, 1979: 333). Esta situación no deslegitima el acto de desobediencia. En este punto surge la pregunta ¿cuál es la última instancia posible para evaluar las razones y los actos de los desobedientes?

El último tribunal de apelación, sostiene Rawls, es la opinión pública en general. No hay peligro de anarquía en tanto haya cierto acuerdo entre las concepciones de justicia que detentan los ciudadanos. Aunque la desobediencia civil está justificada lo cierto es que parece amenazar la concordia ciudadana. En ese caso, la responsabilidad no recae en aquellos que protestan sino en aquellos cuyo abuso de poder y de autoridad justifica tal oposición porque usar el aparato coercitivo para mantener instituciones injustas es una forma de fuerza ilegítima a la que los hombres tienen derecho a resistirse.

Sin embargo, en el planteamiento ralwsiano existe un constructo aún más radical que la misma Desobediencia civil, el Equilibrio Reflexivo, con la cual la plausibilidad de los principios se irá comprobando paulatinamente al contraponerlos con las propias convicciones y contrastarlos con orientaciones concretas en situaciones particulares. Esta figura admite dos lecturas, la primera es metodológica, y consiste en buscar argumentos convincentes que permitan aceptar como válidos el procedimiento y los principios derivados.

En este momento se denomina equilibrio porque "... finalmente, nuestros principios y juicios coinciden; y es reflexivo puesto que sabemos a qué principios se ajustan nuestros juicios reflexivos y conocemos las premisas de su derivación" (Rawls, 1979: 38). Este equilibrio no se concibe como algo estable o permanente, sino que se encuentra sujeto a transformaciones por exámenes ulteriores que pueden hacer variar la situación contractual inicial.

No basta justificar una determinada decisión racional, deben justificarse también las condicionantes y circunstancias procedimentales. En este sentido, se busca confrontar las ideas intuitivas sobre la justicia, que todos poseemos, con los principios asumidos, logrando un proceso de ajuste y reajuste continuo hasta alcanzar una perfecta concordancia. En este proceso tienen cabida tanto los juicios éticos como las concepciones morales de los individuos. Para esta lectura el Equilibrio Reflexivo se constituye en una especie de auditaje subjetivo desde el cual el individuo asume e interioriza los principios concertados como propios, pero con la posibilidad permanente de cuestionarlos y replantearlos de acuerdo a las nuevas circunstancias.

Ello se convierte en un recurso individual que garantiza que el ciudadano, en tanto persona moral, pueda tomar distancia frente a las decisiones mayoritarias que considere arbitrarias e inconvenientes; de esta manera, la "exigencia de unanimidad... deja de ser una coacción" (Rawls, 1979: 623). La voluntad general no puede ser impuesta con el argumento de ser oralmente legítima por ser mayoritaria: tiene que ser subsumida libremente por el individuo, en todo tiempo y lugar.

El equilibrio reflexivo es la polea que permite articular la dimensión política con la individual, dándole al ciudadano, como persona moral, la posibilidad de replantear los principios de justicia y la estructura social que se deriva de ellos cuando sus convicciones así se lo sugieran. De esta manera Rawls pretende resolver la contradicción que había quedado pendiente en el contractualismo clásico entre la voluntad general y la autonomía individual, que Kant había intentado resolver sin mucha fortuna.

La segunda lectura del Equilibrio Reflexivo es política y, sin duda, más prospectiva. Aquí, los principios deben ser refrendados por la cotidianidad misma de las comunidades en tres dimensiones contextuales específicas: la de la familia, la del trabajo y la de la comunidad, en general. Sólo cuando desde tales ámbitos los principios universales pueden ser subsumidos efectivamente, se completa el proceso. En este punto pueden darse varias alternativas: la primera es la aceptación de los principios, y del ordenamiento jurídico-político derivado de ellos, por su congruencia con nuestro sentido vital de justicia.

La segunda es la marginación del pacto pero reconociendo que los demás sí pueden convivir con ellos y que es una minoría la que se aparta de sus parámetros, reclamando tanto el respeto para su decisión como las mis-mas garantías que cualquiera puede exigir dentro del ordenamiento. La tercera es el rechazo a los principios y la exigencia de recomenzar el contra-to social, es decir, el reclamo por que el disenso radical sea tenido en cuenta para rectificar los términos iniciales del mismo. Normativamente significa que el pacto nunca se cierra y que siempre tiene que quedar abierta la posibilidad de replantearlo.

Este constructo coloca al pensamiento de Rawls dentro de las teorías del contrato social permanente, debido a que el Equilibrio Reflexivo evita que se clausure el pacto. Por el contrario, éste está siendo corregido y refrendado permanentemente, por lo que jamás puede considerarse el proceso constituyente como cerrado. El contrato social tiene que tener la posibilidad de ser legitimado permanentemente, no sólo desde el impulso del consenso mayoritario sino, antes que todo, desde la disidencia ciudadana que busca del orden jurídico político existente1 a su realidad y expectativas con ella expandir y ajustar.

1.2 La objeción de conciencia

Dworkin hace la lectura de la desobediencia civil a partir de la figura de la objeción de conciencia2 . Con respecto al asunto Dworkin comienza preguntándose sobre el trato qué ha de dar el gobierno a quienes desobedecen las leyes por motivos de conciencia. Muchos creen que el gobierno debe procesar a los objetores y castigarlos. Esto se sostiene en la simple opinión de que la desobediencia por motivos de conciencia es lo mismo que el simple desacato a la ley, considerando anarquistas a los objetores. Sin embargo, algunos juristas reconocen que la desobediencia al derecho puede estar moralmente justificada pero insisten en que no se la puede justificar jurídicamente y piensan que de ello se deduce que la ley debe cumplirse (Dworkin, 1989: 304-327).

Empero, el argumento según el cual si el gobierno cree que un hombre ha cometido un delito debe procesarlo, es mucho más débil de lo que parece. Del supuesto de que la sociedad ‘no puede mantenerse si se permite la desobediencia' no se sigue que ésta se desmoronaría si se tolera alguna. Por lo menos en los Estados Unidos los fiscales deben determinar discrecionalmente los casos en que se han de hacer cumplir las leyes, es decir, un fiscal puede no insistir en los cargos. Sin que esto sea una licencia: hay prima facie buenas razones para no procesar a quienes desobedecen las leyes. Una sería que los objetores actúan por mejores motivos que quienes infringen la ley por codicia. Otra razón sería práctica y consiste en que la sociedad sufre una perdida si castiga a algunos de sus ciudadanos leales y respetuosos.

Esta polémica acerca del trato que se debe dar al objetor de conciencia se convierte en una discusión sobre el carácter de la ley, ¿cómo puede determinarse si una ley es valida o no?, ¿cómo debe actuarse frente a una ley que se considera invalida? Esto puesto que puede verse un conflicto de interpretaciones, debido a que las personas que consideran inadmisible la Objeción de Conciencia sostienen que los objetores están violando de manera conciente y premeditada una ley válida; mientras que los objetores de conciencia alegan que esta ley es inválida y lesiona su fuero interno, de manera que si son obligados a cumplirla se les está ocasionando un daño moral irreparable3 ; el gran problema que surge en este caso se presenta cuando ambas partes tienen argumentos plausibles para justificar su posición.

Estos casos son más frecuentes de lo que parece, debido a que en todo sistema jurídico existe un cierto grado de incertidumbre con respecto a la norma, que sólo puede ser superado por medio del ejercicio práctico de la jurisprudencia y la discrecionalidad del juez. Entonces, para Dworkin la pregunta se transforma en, ¿qué debe hacer un ciudadano cuando la ley no es clara y él piensa que permite algo que no está permitido en opinión de otros?; o en otros términos ¿cómo debe actuar el ciudadano frente a una ley dudosa que lo está afectando? Dworkin quiere auscultar cuál es la actitud adecuada en cuanto al ciudadano. Para ello no hay una respuesta obvia con la cual coincida la mayoría de los ciudadanos.

Dworkin presenta tres respuestas posibles: primero, si la ley es dudosa el ciudadano debe suponer lo peor y actuar sobre la base de que no se lo permite y, por tanto, obedecer a las autoridades ejecutivas aún cuando crea que se equivocan y ha de valerse del proceso político para cambiar la ley. Segundo, si la ley es dudosa él puede seguir su propio juicio; puede hacer lo que quiera si cree que es más defendible la afirmación de que la ley se lo permite que la afirmación de que se lo prohíbe, pero sólo puede seguir su juicio hasta que una institución (por ejemplo un tribunal) decida lo contrario. Una vez que se ha llegado a una decisión institucional el ciudadano debe seguir tal decisión, aun cuando la considere equivocada. Tercero, si la ley es dudosa el ciudadano puede seguir su propio juicio aun después de una decisión en contrario de la suprema instancia competente. La pregunta que se plantea Dworkin es cuál de estos tres modelos se adecua mejor a las prácticas sociales y jurídicas.

A juicio de Dworkin, no debe seguirse el primero de estos modelos, esto es, no se debe esperar que los ciudadanos supongan lo peor. Si ningún tribunal se ha pronunciado sobre el problema y un hombre piensa que la ley está de su parte, es perfectamente correcto que siga su propio juicio. Cuando la ley es incierta, la razón reside generalmente en que hay una colisión entre diferentes directrices políticas y principios jurídicos y no está clara la forma de resolver el conflicto. El derecho se resentiría, especialmente si se aplicara este modelo a problemas constitucionales, se perdería el principal vehículo del que se dispone para cuestionar la ley por motivos morales y con el tiempo los ciudadanos se verían regidos por un derecho cada vez menos equitativo y justo, y la libertad de éstos quedaría disminuida.

Para Dworkin, también cabe rechazar el segundo modelo, según el cual el ciudadano puede seguir su juicio mientras que el tribunal supremo no haya fallado que se equivoca. Este modelo no llega a tener en cuenta el hecho de que cualquier tribunal, incluso la Suprema Corte, puede desestimar sus propias decisiones y cambiar su propia jurisprudencia; por otro lado, si los objetores obedecen la ley mientras esperan el momento propicio, sufrirían el agravio irreparable de hacer aquello que su conciencia les prohibía que hiciesen. Además, como el tribunal puede arrepentirse, las razones para rechazar el primer modelo son igualmente válidas para el segundo.

Por tanto, para Dworkin, el tercer modelo constituye la expresión más equitativa de cuál es el deber social de un ciudadano en la comunidad4 . Este debe lealtad al derecho y no a la opinión que cualquier particular ten-ga de lo que es el derecho y su comportamiento no será injusto mientras se guíe por su propia opinión, considerada y razonable, de lo que exige la ley.

Empero, esto no es lo mismo que decir que un individuo puede desatender lo que hayan dicho los tribunales. Según Dworkin, mediante la cláusula del proceso debido, la igual protección, la Primera Enmienda y otras disposiciones, la Constitución introduce gran cantidad de elementos de la moralidad política en el problema de la validez de una ley. Por lo tanto, los objetores tienen creencias que dan firme apoyo a la opinión de que el derecho está de parte de ellos aunque no tienen conocimientos jurídicos suficientes para concluir que la ley es invalida, es decir, no hay mayor diferencia entre ellos y sus colegas más informados.

A la luz de lo anteriormente expuesto, Dworkin extrae algunas conclusiones. Cuando la ley es incierta se puede dar una defensa plausible de ambas posiciones y un ciudadano que siga su propio juicio no está incurriendo en un comportamiento injusto. En casos así, las prácticas le permiten seguir su propio juicio y lo estimulan a que lo haga, el gobierno tiene la responsabilidad de tratar de protegerlo y de aliviar su situación, siempre que pueda hacerlo sin causar daño a otros.

De ahí no se sigue que el gobierno pueda garantizarle la inmunidad, pues no puede adoptar como norma la de enjuiciar a nadie que discrepe por motivos de conciencia, ni condenar a nadie a que discrepe razonablemente de los tribunales. La consecuencia que se saca es que cuando las razones prácticas para enjuiciar son relativamente débiles, la senda de la equidad pasa por la tolerancia. La opinión popular de que ‘la ley es la ley' se niega a distinguir entre el ciudadano que actúa según su juicio de una ley dudosa y el delincuente común.

Para Dworkin es importante señalar que un tribunal no debe condenar, por lo menos en algunas circunstancias, incluso cuando respalde las leyes existentes y encuentre que los hechos son los que se denuncian. Cuando hay razones muy válidas por las que un tribunal absuelva en razón de que antes de su decisión la validez de la ley era dudosa, sería injusto castigar a un hombre por desobedecerla. Así pues, condenar a un ciudadano en virtud de una ley penal cuyos términos no sean vagos, pero cuya validez sea dudosa, vulnera la cláusula de la Constitución americana del proceso debido, pues lo obliga a suponer lo peor o a actuar por su cuenta y riesgo5 .

A modo de conclusión provisional puede decirse que los juristas tienen una responsabilidad hacia quienes desobedecen las leyes por motivos de conciencia y que puede exigirse que no se los enjuicie, sino más bien que se cambien las leyes o se adapten los procedimientos judiciales para darles cabida, "Las proposiciones simples y draconianas, según las cuales el crimen debe ser castigado y quien entiende mal la ley debe atenerse a las consecuencias, tiene extraordinario arraigo en la imaginación tanto profesional como popular. Pero la norma de derecho es más compleja y más inteligente y es importante que sobreviva" (Dworkin, 1992: 326).

1.3 Desobediencia civil como defensa de la Constitución

Uno de los problemas centrales de la teoría de la desobediencia civil radica en la pregunta por la existencia de una justificación, jurídica o legal para este acto. Los tres autores que han sido analizados hasta el momento toman partido por la justificación de la desobediencia civil, pero ¿los argumentos por ellos esgrimidos constituyen una justificación jurídica? Si bien, la Desobediencia civil se concibe como una parte importante del ordenamiento legal, siempre aparece como un mecanismo de excepción que se halla en el límite de la legalidad, incluso fuera de ella. En Rawls puede verse la predisposición de los disidentes a aceptar el castigo al que se hagan acreedores por la ejecución del acto de desobediencia.

Malem retoma este problema y con base a él desarrolla una reflexión acerca de la posibilidad de la justificación jurídica de la desobediencia civil (Malem, 1990). La pregunta que guía toda la reflexión de Malem es si quienes desobedecen civilmente, aunque hayan violado la ley, invocan argumentos que les permitan ser eximidos de la pena. Según este autor, en orden a dar respuesta a dicho interrogante, es preciso considerar la moderna teoría constitucional, que hace remontar hasta Locke y toda la disputa del parlamentarismo contra la monarquía. En su opinión, esta teoría tenía una doble preocupación: por una parte, subrayar la necesidad de que los ciudadanos respeten las leyes fundamentales del Estado, como garantía para el ejercicio de las libertades y, por otra, la limitación de la actuación de los órganos estatales.

Para Malem salta a la vista la pregunta sobre qué quiere decir que la violación de una ley está jurídicamente justificada y cuándo es ello posible.

Para algunas posiciones en el ámbito de la teoría del derecho es contradictorio pensar que esto pueda ser posible pues parecería implicar la existencia de una ley que permitiría la violación de la ley. Es más, la Desobediencia civil no podría ser considerada como un caso de excepción de ley. En definitiva, el hecho de que quienes cometen actos de este tipo estén protestando contra leyes que ellos consideren injustas no crea ningún tipo de circunstancias excepcionales (Malem, 1990: 195-200).

Contra la justificación de la desobediencia civil se esgrimen varias críticas. Una primera afirma que la corrección de las injusticias por intimidación, por medios extralegales o inspirada en el miedo a la violencia no puede justificarse. Una segunda consiste en el problema de la validez jurídica en cuanto las inobservancias legales cometidas con el propósito de instar la declaración de inconstitucionalidad de la ley violada no constituyen realmente ningún acto de Desobediencia civil. Y, finalmente, en una línea diferente, el que la Desobediencia civil reúne, bajo un mismo techo, acciones legales e ilegales y por ello resulta peligroso proponerla como mecanismo para probar la inconstitucionalidad de la ley.

Malem concluye que violar civilmente normas vigentes en un momento determinado es, a menudo, el único medio para solicitar la nulidad radical de una de éstas y, por lo tanto, es un medio congruente con el sistema jurídico en su conjunto. Pese a ello, se considera que jurídicamente no existe una justificación, pues la Desobediencia civil sigue apareciendo al margen de la legalidad y no logra ser incluida adecuadamente dentro del sistema jurídico. Todavía el debate acerca de castigar o no al desobediente está centrado fuera del terreno legal y las instancias meramente jurídicas se ven en problemas para tomar decisiones al respecto.

Contra la tesis de Malem, otras posiciones consideran la existencia de una justificación constitucional de la desobediencia civil6 , que garantiza la legitimidad de este acto, dentro del ordenamiento jurídico político. Esta es la tesis defendida, en el contexto iberoamericano, por J. A. Estévez (1994: 139-150), quien sostiene que la pérdida de precisión de las normas jurídicas determina un aumento del poder de decisión de los órganos administrativos. En este sentido, la transformación de las normas de derecho fundamental en principios supone una materialización del derecho constitucional, por tanto, el intérprete debe determinar qué peso atribuye a los diferentes principios en función de las circunstancias.

Una de las líneas de solución ha sido la introducción de mecanismos participativos en el propio proceso de aplicación del derecho. Esto ha sido denominado procedimentalización del derecho para que aquellos llenen el déficit de legitimidad del procedimiento, superando la idea de que la legitimidad se genera por el procedimiento mismo. En este sentido, según Estévez, la legitimidad de los procedimientos depende de que sean útiles como mecanismos de control: los procedimientos participativos deben servir para asegurar la derogación de la legislación infraconstitucional no deseada. De manera que los mecanismos representativos han de hacer posible el control de los representados sobre las decisiones que los representantes adopten. Además, los procedimientos deben servir para que todos los puntos de vista estén representados.

En este orden, autores como J. H. Ely y P. Häberle consideran que los procedimientos deben garantizar que todas las opiniones sean tenidas en cuenta a la hora de tomar decisiones. La legitimidad del procedimiento depende de que puedan realizar esta función. A su vez, para cumplir esta función, es menester que todas las opiniones tengan posibilidades de manifestarse, y para ello hay que tener en cuenta los procesos sociales de formación de la opinión pública: para que una determinada propuesta se convierta en alternativa ha de ser posible la discusión pública de la misma. En definitiva, para que la procedimentalización sea capaz de reducir el déficit de legitimidad generado por la materialización del derecho es preciso que los procedimientos que se establezcan estén vinculados a procesos abiertos de formación y voluntad de la opinión pública.

La defensa de la constitución, a juicio de Estévez, es un ámbito de decisión estatal insuficientemente procedimentalizado. El problema es que los procedimientos no establecen canales de participación democrática. Cabe anotar que una procedimentalización suficiente significaría el establecimiento de mecanismos de participación de los ciudadanos. Estos mecanismos podrían consistir en el reconocimiento de los ciudadanos de la posibilidad de cuestionar directamente la constitucionalidad de las leyes, en un incremento de las posibilidades de apersonarse de alegaciones, en el establecimiento de mecanismos que permitieran cuestionar al tribunal constitucional y el establecimiento de mecanismos de responsabilidad política para los miembros de este último. Todo este planteamiento considera la constitución como un texto abierto a la opinión pública, de tal suerte que los puntos de vista existentes en la esfera pública se convierten en criterios relevantes para la interpretación de la constitución.

Dicho todo esto, el problema de la desobediencia civil se inscribe en la crisis de legitimidad de los procedimientos de defensa de la constitución. La desobediencia civil debe ser entendida, pues, como un mecanismo informal e indirecto de participación en un ámbito de toma de decisiones que no cuenta con suficientes canales participativos. En este caso se abren dos formas de entender la Desobediencia civil: en primer lugar, como un test de constitucionalidad; debido al carácter de pública y no violenta. Por otro lado, también se puede entender como el ejercicio de un derecho, cuando las personas afectadas consideren que en la situación especifica la decisión de la autoridad supone una restricción abusiva y por tanto opta por desobedecerla. Lo que el desobediente quiere señalar es que en la decisión tomada por la autoridad no se tuvieron en cuenta, o no se les dio importancia, a ciertos intereses, valores, perspectivas.

Según Estévez, la tesis de la imposible justificación jurídica de la Desobediencia civil presupone que las instituciones estatales detentan el monopolio de la interpretación de la constitución. Así, los ciudadanos que tienen dudas acerca de la constitucionalidad de una ley deben seguir obedeciéndola mientras una decisión no declare la inconstitucionalidad y si la autoridad restringe el ejercicio de derechos se debe acatar su decisión y usar los recursos legales. Sin embargo, este planteamiento que niega toda posible justificación jurídica de la desobediencia sólo puede sustentarse desde los presupuestos de un positivismo estricto o un decisionismo de corte autoritario.

Desde la concepción descrita, la Desobediencia civil aparece como un mecanismo legítimo de participación en la formación de opinión pública, por lo tanto debe ser aceptada y respetada por las instituciones. Para aspirar a tener justificación, la Desobediencia civil debe cumplir con una serie de condiciones, que dan fuerza a los argumentos de los desobedientes y garantizan la legitimidad del acto7 . Estos actos deben ser públicos, no violentos, y sobre los cuales los desobedientes están dispuestos a recibir el castigo que la ley impone por el acto de desobediencia.

Deben, además, esgrimir argumentos serios, apoyados en uno o varios principios aplicables a la situación particular, reconociendo la complementariedad de las esferas pública y privada, sin pretender sacrificar una en virtud de la otra. Finalmente, tiene que existir una evaluación del carácter proporcionado de la protesta, con lo que se pretende determinar si en un contexto particular la Desobediencia civil opera como el medio adecuado para defender los derechos (Dreier, 1994). En líneas generales, el recurso a la Desobediencia civil se consideran proporcionado si los desobedientes no cuentan con otro medio para expresar su opinión.

Si el acto de Desobediencia civil cumple con estas condiciones y no existía otra opción menos dañina para efectuar el reclamo, se considera que es legítima y está suficientemente justificada, por lo que el Estado y las instituciones deben respetar la protesta y permitir que se desarrolle de la mejor manera. Entendida en esta forma la Desobediencia civil resulta ser una condición legítima de la democracia8 , pues se encuentra en concordancia con el ideal participativo democrático. La Desobediencia civil, correctamente ejercida, permite el cumplimiento de las metas y objetivos que promueven las democracias y evitan que el Estado y las instituciones se desvíen de su objetivo primario, garantizar la concordia social respetando la libertad y los derechos del individuo. Por todo esto resultan absurdas las tesis que sostienen que la desobediencia civil no puede ser justificada. El que la desobediencia civil esté justificada, más que una opción, es una necesidad de los modernos sistemas democráticos.

 

2. Desobediencia Civil y Marxismo Heterodoxo

2.1 Desobediencia civil en Arendt

En la teoría de Arendt la justificación de la desobediencia civil se deriva del principio de la legitimidad democrática y no de la justificación moral de la misma o la vulneración de los derechos: el tema cuestionado por los desobedientes hace referencia al grado de representatividad, inclusividad y participación ciudadana. El principio fundamental de la democracia radica en la participación directa de los ciudadanos en la vida pública con miras a articular un acuerdo institucional que permita sentar las bases de la sociedad con ciudadanos capaces de gobernar y ser gobernados.

Arendt discute con la corriente liberal la caracterización de la desobediencia a partir de un fenómeno como la objeción de conciencia. Este tipo de análisis justifica la desobediencia civil como el acto adelantado por un individuo que se opone de manera subjetiva y conciente a las leyes y costumbres de la comunidad. El problema, objeta Arendt, es que la situación del desobediente civil no es análoga a la de un individuo aislado ya que aquel sólo puede actuar y funcionar como miembro de un grupo9 .

En este orden de ideas, la desobediencia civil es el producto de una acción colectiva movida por una opinión común y su justificación comprende un problema político antes que uno de carácter moral. Lo que está en juego, no es la integridad moral del individuo o las reglas de conciencia subjetiva sino la legitimidad de una acción política por parte de ciudadanos que actúan en concierto.

Por otro lado, Arendt, a diferencia de los enfoques liberales, no insiste en la no violencia como elemento distintivo de la desobediencia civil, ni enfatiza en su justificación sólo en casos de violación de los derechos individuales. Ahora bien, eso no quiere decir que Arendt afirme la violencia, más aún cuando ésta es concebida por la autora como todo lo opuesto a la acción política. Lo que busca tal consideración es mostrar cómo la complejidad de la acción colectiva hace que su carácter se defina más por los motivos políticos que persigue que por el uso o la abstención de la violencia.

Arendt conecta la desobediencia civil con las raíces de la tradición republicana norteamericana que subyace en su espíritu constitucional. Prácticas como la asociación voluntaria, el establecimiento de vínculos y obligaciones por medio de promesas y la reunión de ciudadanos privados para actuar concertadamente son rescatadas por Arendt como las bases que justifican la desobediencia civil como una forma de asociación voluntaria en la que los ciudadanos ejercen su derecho a disentir y asociarse para articular una opinión minoritaria que disminuya el poder de la mayoría, ejerciendo así las virtudes públicas del ideal republicano.

No obstante, la teoría de Arendt, adolece de algunas deficiencias derivadas de su visión hipostasiada de la comunidad política que además de anacrónica (dado su raigambre aristotélico) parece superponerse ontológicamente al individuo y a las instituciones del constitucionalismo moderno que generan ambigüedades en su concepción de la desobediencia civil. Por un lado, su teoría ofrece importantes argumentos para entender la desobediencia como un ejercicio normal orientado a defender la participación política de los ciudadanos privados en la sociedad civil y a ampliar su influencia en la sociedad económica y la sociedad política.

Pero por otro lado, Arendt considera la tradición de la asociación voluntaria como un elemento de puede llegar a sustituir las instituciones políticas representativas de las sociedades modernas tales como los partidos políticos y los parlamentos. Así, la desobediencia busca ampliar la participación ciudadana en la sociedad política pero a través de organizaciones alternativas a las construidas por esta.

2.2 Democracia discursiva y desobediencia civil

Para Habermas la sociedad se debe construir sobre un modelo de esferas concéntricas que se comunican a través de un sistema de esclusas que permite que la presión que se da en las esferas más alejadas del centro se pueda transmitir a éste. De igual manera, las reacciones y respuestas que el centro produce se comunican a la periferia. Este modelo de esclusas, llamado por Habermas metáfora hidráulica, coloca al Estado en el centro para ser rodeado por sucesivos círculos que comprenden a la sociedad civil burguesa (periferia interna), con toda la formalización que posee, y a la sociedad civil (en sentido hegeliano) compuesta por las diferentes formas de vida (periferia externa), donde tienen cabida todas las particularidades propias de los sujetos colectivos particulares.

Basado en este constructo, Habermas plantea un modelo de política deliberativa de doble vía en donde se inscribe una estrategia de iniciativa exterior en la toma de decisiones con respecto a lo político. Esta estrategia de iniciativa del exterior se aplica cuando un grupo está fuera de la estructura del gobierno y articulando lo que considera una vulneración de los intereses, trata de extender el asunto a otros grupos para introducir el tema en la agenda pública, creando una presión sobre quienes toman las decisiones (Habermas, 1997: 460-466; 1997); (Malem, 1990: 145-154).

La sociedad civil periférica tiene la ventaja de poseer mayor sensibilidad ante los problemas porque está imbuida en ellos. Quienes actúan en el escenario político deben su influencia al público que ocupa las gradas. Los temas cobran la oportunidad de ser discutidos sólo cuando los medios de comunicación los propagan al público. Empero, a menudo son necesarias acciones como protestas masivas para que los temas se introduzcan en el ámbito político. Y aunque los temas pueden seguir otros cursos también pueden provocar en la periferia la conciencia de crisis. La autoridad de las tomas de postura del público se refuerza en el curso de la controversia, pues en una movilización vinculada a una conciencia de crisis la comunicación pública informal se mueve por unas vías que impiden la formación de masas adoctrinadas lo cual refuerza los potenciales críticos del público. Cuando las condiciones de comunicación no son respetadas y se encuentran manipuladas, el último medio con el que cuentan las capas periféricas para expresar sus argumentos es la Desobediencia civil.

Para Habermas, estos actos se encuentran suficientemente justificados y consisten en una trasgresión simbólica de las normas exenta de violencia y se entienden como protesta contra las decisiones vinculantes que, si bien son ‘legales', son ilegítimas según los principios constitucionales. Aquello que la desobediencia implica y defiende es la conexión retroalimentativa de la formación de la voluntad política con los procesos informales de comunicación en el espacio público. Mediante ello la desobediencia se remite a una sociedad civil que en los casos de crisis actualiza los contenidos normativos del estado democrático y los hace valer contra la inercia sistémica del Estado.

La desobediencia civil implica actos ilegales pero públicos por parte de los autores que hacen referencia a principios y que son esencialmente simbólicos, actos que implican medios no violentos y que apelan al sentido de justicia de la población. Los actores reivindican principios utópicos de las democracias constitucionales apelando a la idea de los derechos fundamentales o de la legitimidad democrática. Se manifiesta aquí la autoconciencia de una sociedad que se arroga la potestad de reforzar de tal modo la presión que la opinión pública ejerce sobre el sistema político que éste sólo puede optar por neutralizar la circulación no oficial del poder.

Habermas considera que la justificación de la desobediencia civil se encuentra en una comprensión de la constitución como proyecto inacabado. El estado de derecho se presenta, pues, como una empresa débil y necesitada de revisión. Así las cosas, ésta es la perspectiva de los ciudadanos que se implican activamente en la realización de derechos, que tratan de superar desde la práctica la tensión entre facticidad y validez10 . Por otra parte, Habermas cree que esta forma de disidencia es un indicador de la madurez alcanzada por una democracia. De manera que la desobediencia civil tiene su lugar en un sistema democrático, en la medida en que se mantiene cierta lealtad constitucional, expresada en el carácter simbólico y pacífico de la protesta11 .

La desobediencia civil no puede ser separada de la crisis de los sistemas democráticos, es decir, su práctica ha de ser entendida como una crítica en clave democrático-radical de los procedimientos representativos tradicionales. Un argumento a favor de la Desobediencia civil sería su adecuación al principio básico de cualquier estado democrático, esto es, la participación ciudadana en la toma de decisiones públicas. La acción política cada vez discurre más en las sociedades avanzadas por cauces menos institucionalizados, lejos de las opciones de partido. En última instancia, si la insatisfacción persiste lo más apropiado sería corregir algunas disfuncionalidades y de ahí la búsqueda de nuevas formas de participación que no pasen por el tamiz burocratizado de los partidos políticos.

Los desobedientes invocan principios morales que sirven de marco normativo a la democracia. En la justificación por parte de quienes desobedecen se entrecruzan razones jurídicas y político-morales. El desobediente busca otras vías de participación no convencionales y ello no significa que sea antidemócrata sino mas bien un demócrata radical. De modo que una interpretación adecuada de la Desobediencia civil sería considerarla como un complemento de la democracia, indispensable para la creación y sostenimiento de una cultura política participativa.

El disenso es tan esencial como el consenso. La disidencia tiene una función creativa con un significado propio en el proceso político. Y en este contexto, la desobediencia civil puede ser un instrumento imprescindible para proteger los derechos de las minorías sin violentar por ello la regla de la mayoría, dos principios constitutivos de la democracia. La nueva cultura emergente que representan los movimientos sociales exige, para profundizar en el componente participativo, una mayor valoración de la disidencia política.

Para un paradigma discursivo, como el que defiende Habermas, la desobediencia civil se constituye en un elemento primordial para garantizar la esencia comunicativa de la sociedad, logrando mantener siempre abiertos los canales participativos; aún en el caso que las mayorías o los grupos de intereses poderosos se apropien de las instancias de comunicación y pretendan ponerlas a su servicio; en conclusión, la disidencia es un componente necesario para la conservación de la buena salud democrática, y debe ser respetada tolerada e incluso alentada; claro esta, con base en un análisis serie y responsable de la situación particular.

 

2.3 Las lecturas posthabermasianas

2.3.1 La desobediencia civil como práxis simbólica

La Tercera Escuela de Frankfurt (Wellmer, Honneth, Dubiel particularmente) intenta radicalizar el planteamiento habermasiano concibiendo la desobediencia civil como dispositivo simbólico de la democracia que por su intermedio procura garantizar tanto la actualización permanente del texto constitucional como la incorporación de las formas de vida alternativas y los actores políticos disidentes, en el contexto de un proyecto democrático abierto a refrendación y reformulación constantes. En este sentido, su legitimidad proviene de una remisión normativa a los principios de la república democrática al denotar la ausencia de puntos finales y mantener en funcionamiento la divergencia de las opiniones y la alternancia de mayoría y minoría12 .

Al obligar a los actores políticos y al público en general a reflexionar sobre los límites actuales de la democracia, la desobediencia civil llama la atención sobre el hecho de que no existen obligaciones supremas, a la manera de un derecho metafísico, que determinen la cuestión democrática, e invita a mostrar la falibilidad de la ley y la posibilidad de su interpretación permanente. Con esto, el ciudadano recupera su papel de escrutador de las normas, superando su condición silenciosa y sometida e impulsa la revisión constante de las decisiones políticas, legales y judiciales.

Este ciudadano contestatario, vigilante del sentido de justicia, activa la noción de república democrática como proyecto inacabado. Advierte así sobre el hecho de que el proceso democrático se haya siempre en construcción y que el "destino" de la democracia es también una cuestión abierta13 . Desde la concepción descrita, la desobediencia civil aparece como un mecanismo legítimo de participación en la formación de opinión pública, por lo tanto debe ser aceptada y respetada por las instituciones14 .

La desobediencia civil es así un dispositivo simbólico que produce dos efectos fundamentales. De un lado, plantea demandas democráticas a los actores políticos (autoridades, parlamento, tribunales de justicia) y al público en general en situaciones caracterizadas por el predominio de proyectos elitistas y abusos del poder. De otro, crea un espacio público para la formación de opinión y voluntad ciudadanas de cara a un proceso de autolegislación democrática. Con esto, la desobediencia civil no es una mera demanda, una mera inquisición, sino que es también una oferta, una respuesta15 .

Detrás de la desobediencia civil, por lo general se esconde la exigencia de legitimación de una constitución democrática. Una constitución democrática no ordena obediencia para que reine la calma, sino que espera que los ciudadanos se sientan obligados a defenderla, basada en la noción de democracia como autogobierno: pero quien practica la desobediencia civil también está llamado a ello. Lo anterior pone de presente la ambigüedad que se plantea entre la legalidad y la legitimidad, entre el derecho positivo que obliga a su cumplimiento, y la idea de democracia como autogobierno.

En adición, los autores reflexionan sobre si el derecho a la libertad de expresión, incluso el derecho a la protesta pacífica, incorporan el reconocimiento del derecho a la desobediencia civil, para responder que, a la luz del Derecho Constitucional, ésta significaría el exceso del ejercicio de los derechos fundamentales, pero finalmente reconoce la construcción de un derecho fundamental que legitime la infracción pública no violenta de normas jurídicas cuando la protesta se dirija de forma proporcionada contra una injusticia grave y no sea posible otro remedio, configurándose así el hermano menor del derecho de oposición. Es quizás allí donde encaja el derecho a la protesta pacífica antes mencionado, de tal suerte que lo más importante no es la justicia o injusticia de la desobediencia civil, sino su existencia como derecho.

Pero la desobediencia civil puede incluso recurrir a lo que Dubiel, Frankerberg y Rödel denominan violencia como práxis simbólica. Reconociendo el límite cercano entre la desobediencia civil y la violencia ponen de presente que, en efecto, aquella tendría una tendencia interna hacia la violencia por cuanto cuestiona las barreras internas de la ciudadanía para respetar la autoridad y obediencia del derecho. Según esta perspectiva, la desobediencia civil puede desembocar, en el corto o largo plazo, en expresiones de desobediencia violencia, principalmente por dos razones: el carácter intrínsecamente confrontador que tendría la desobediencia civil y el mandato superior que tienen las fuerzas del orden de exigir la obediencia, dado que el Estado no acepta una aceptación selectiva del derecho. Esta tensión parece insalvable en la defensa de la desobediencia civil pese a manifestaciones como las de Gandhi y Martin Luther King que siempre fueron partidarios de la protesta no violenta.

2.3.2 La resistencia de la multitud

La democracia real o absoluta tiene tres momentos en la obra de Negri. Poder Constituyente16 desarrolla histórica y estructuralmente el eje que se presenta entre revolución-democracia-multitud a lo largo de la modernidad mostrando las respectivas revoluciones que expresan grados de proyección del poder constituyente, siempre canalizados por el poder constituido. Negri reivindica varios momentos de clímax político en este largo proceso, momentos donde la democracia real o absoluta, como la denomina en la línea de Spinoza, alcanza sus expresiones más plenas y radicales, pese a terminar prisioneras del poder constituido respectivo.

La revolución francesa y la revolución rusa sin duda representan los puntos más altos del poder constituyente de la multitud donde, sin embargo, la democracia burguesa e incluso la estalinización de los soviets terminan coartando la potencialidad constituyente de la multitud. Pero el punto de máxima ruptura es, para Negri, la Revolución de Mayo del 68 donde la multitud parecería eclosionar en un espectro de nuevas subjetividades que aunque no concretan una revolución social constituyen lo que podría denominarse la socialización de la revolución.

Un segundo momento lo representa Imperio17 , escrito conjuntamente con Hardt, que da razón de una etapa última del capitalismo donde pasamos definitivamente de un régimen de acumulación capitalista de carácter fordista basado en la industria y el estado de bienestar a un régimen postfordista basado en el sistema financiero y un estado mínimo neoliberal. La pregunta que se hacen Negri y Hardt en este contexto es ¿de dónde proviene la resistencia en una sociedad donde el capital todo lo invade? La respuesta reside en la noción de multitud. El concepto de multitud quiere afrontar la cuestión del nuevo sujeto de la política. La multitud no es ni los individuos ni la clase, sino un conjunto amplio de subjetividades que no actúan ni de manera contractual ni por toma de conciencia. La acción que Hardt y Negri plantean como alternativa a la guerra globalizada es la construcción de una democracia radical sin poder constituido.

La multitud es el sujeto político en el contexto del imperio. Se trata de una potencia autónoma que debe a sí misma su existencia y que tiene como dirección la inversión del orden imperial. N&H definen la multitud como el nuevo proletariado del capitalismo global que reúne a todos aquellos cuyo trabajo es explotado por el capital y no una nueva clase trabajadora industrial, distinguiéndose del pueblo, la nación y la clase y poseyendo una naturaleza revolucionaria.

Se torna política cuando comienza a afrontar las acciones represivas del imperio, no permitiéndoles reestablecer el orden y cruzando y rompiendo los límites y segmentaciones que se imponen a la nueva fuerza laboral colectiva, así como unificando experiencias de resistencia y esgrimiéndolas contra el comando imperial Su proyecto político se articula con demandas de ciudadanía global, derecho a un salario social y derecho a la reapropiación de los medios de producción. De esta forma, la multitud empieza a constituir la sociedad sin clases ni estado bajo el imperio, esto es una democracia sin soberanía.

N&H reivindican la tradición republicana radical como el paradigma más apropiado para este pasaje entre la modernidad a la posmodernidad desde el cual afrontar al imperio. Esta versión de republicanismo postmoderno se construye en medio de las experiencias de la multitud global. Su característica principal es, como lo enfatizan, de la manera más básica y elemental, la voluntad de estar en contra, la desobediencia a la autoridad como uno de los actos más naturales del ser humano.Y que frente al imperio global se manifiestan hoy en día en la deserción y el éxodo como formas de lucha contra y dentro de la posmodernidad imperial, pese al nivel de espontaneidad con que se manifiestan.

Por su parte, Multitud18 intenta responder a las críticas suscitadas por Imperio puntualmente sobre el carácter y proyección de la multitud como sujeto revolucionario. No deja de ser sintomática la división triádica del texto que recuerda las dialécticas triadas hegelianas donde el tercer término constituye el momento de la subsunción y superación de los anteriores. En ese orden de razonamiento, el libro expondría inicialmente el momento de la guerra, en segundo lugar, como momento negativo, la multitud, uno de los polos de la misma en tanto sujeto emancipador, y en tercer lugar la democracia como último momento de conciliación y concreción de una nueva realidad.

"Guerra"19 , en efecto, busca dar razón del estado de conflicto global que se viene dando desde la Segunda Guerra Mundial, las diversas formas de contrainsurgencia que se han ido concibiendo e implementando por el capitalismo imperial y las expresiones de resistencia que se han venido oponiendo de forma correspondiente. Básicamente, N&H abordan la dialéctica militar entre el poder imperial del capitalismo y el contrapoder de la resistencia, la naturaleza biopolítica que adopta este conflicto mundial y las diversas expresiones de dominación militar y de resistencia global que se contraponen a su dinámica, incluyendo manifestaciones novedosas como puede ser la resistencia virtual.

La segunda parte, "Multitud"20 , muestra primero el cambio profundo que el postformismo ha provocado en la vida social, la conversión que ello genera en el trabajo productivo y el ocaso para el mundo campesino que esto ha generado, de manera definitiva. La multitud que el postfordismo lleva a su máxima expresión la entroniza sistemicamente con el capital global mismo. En este contexto se ha impuesto la coordinación que las elites económicas, políticas y jurídicas han generado para garantizar el orden capitalista global que, después del 11/S, acentúa un estado de excepción permanente. La multitud se revela dualmente como sujeto productivo y potencial sujeto emancipador, el único capaz, como antaño el proletariado en el capitalismo industrial, de hacer saltar el capitalismo financiero postfordista por medio de lo que N&H denominan la "movilización de lo común".

Pero es la tercera parte, "Democracia"21 , la que paradójicamente cierra la triada. Es interesante observar que a lo largo de esta última parte, N&H hacen una reconstrucción paralela, de una parte, del desarrollo de la democracia en la modernidad, el proyecto inacabado que representó tanto la democracia burguesa como la socialista, y la crisis que sufre en medio del estado de excepción global permanente que el mundo vive actualmente, apuntando a las demandas mundiales por una democracia global y presentando incluso una muy pragmática agenda de reformas para democratizar el orden internacional. Y, por la otra, una reconstrucción, que quizás es el aporte más significativo del libro, de las diversas expresiones contestatarias de la multitud contra el orden global que vienen produciéndose en determinados encuentros de los organismos políticos y económicos de coordinación del imperio, a todo lo largo de la mitad del siglo XX y, en especial, desde 1989 para acá.

Pero es la tercera sección, "la democracia de la multitud"22 , la que intenta ofrecer un marco conceptual desde el cual interpretar esta democracia radical que vehiculiza la multitud hoy en día. Y aunque la fórmula de unir a Madison y Lenin, es decir, al republicanismo con el marxismo, haciendo una vez más alusión a figuras un tanto controvertibles del cristianismo popular, no parezca realmente la más convincente, la limitación en ofrecer una proyección y orientación estratégica de la proyección de la multitud y su lucha por la democracia tiene que ser interpretada más como la imposibilidad histórica por desentrañar, no la dirección pero si los medios concretos para materializar esta democracia revolucionaria de la multitud.

En suma, en el conjunto de sus obras, Negri y posteriormente Negri y Hardt, en particular en las dos últimas, si bien reivindican una dimensión de violencia revolucionaria que claramente desborda el paradigma dominante de la desobediencia civil, y con su fórmula republicano-marxista rescatan de manera expresa la esencia contestataria de una democracia radical, son presos en todo caso de su momento histórico que no permite visualizar claramente mas que las manifestaciones aisladas de esa confrontación que aunque anticipan su destino no alcanzan a precisar proyecciones y posibilidades objetivas en torno a los medios para alcanzarlo. Terminando más con una propuesta pragmática de reformas globales que una teorización plausible de la revolución mundial.

2.3.3 Republicanismo y contestación contramayoritaria

El concepto de democracia disputatoria, en una de sus más completas formulaciones, tiene lugar en la obra de Philip Pettit, Republicanismo23 . Para el autor, que se ubica en el debate de la libertad en sentido positivo (o de los antiguos) y negativo (o de los modernos), resulta fundamental distinguir un tercer tipo de libertad, a saber, la libertad como no dominación, la cual es entendida ya no en términos de autodominio o ausencia de interferencia, como lo hiciesen las anteriores nociones, sino en términos de ausencia de servidumbre24 .

Dentro de las estrategias para conseguir la no dominación, Pettit identifica la necesidad de un gobierno que satisfaga condiciones constitucionales tales como imperio de la ley, división de poderes y protección contramayoritaria. En adición, se hace necesaria la promoción de un tipo disputatorio de democracia. Tal necesidad parte del reconocimiento de una posible falibilidad de las condiciones constitucionales.

De esta suerte, para excluir la toma arbitraria de decisiones por parte de los legisladores y los jueces, fundadas en sus intereses o interpretaciones personales, se hace imperativo garantizar que la toma pública de decisiones atienda a los intereses y las interpretaciones de los ciudadanos por ella afectados. La garantía de ello no se encuentra en la apelación a consensos como en el criterio de disputabilidad, pues solo en la medida en que el ciudadano es capaz de disputar y criticar cualquier interferencia que no corresponda a sus propios intereses e interpretaciones, puede decirse que la interferencia del legislador no es arbitraria, y que por lo mismo no es dominador.

Con esto, Pettit subvierte el modo tradicional de legitimación de las decisiones fundado en el consentimiento, para definirlo en clave de contestación o apelación efectiva25 . A fin que la toma pública decisiones sea disputable, Pettit señala al menos tres precondiciones que deben quedar satisfechas. En primer lugar, que la toma de decisiones se conduzca de modo tal que haya una base potencial para la disputa. Esta forma se corresponde más con el tipo de toma propio del debate que con el inherente a la negociación. Las disputas surgidas por el debate deben estar abiertas a todos los que consigan arguir plausiblemente en contra de las decisiones públicas, sin requerir de un gran peso o poder para el logro de una decisión razonada26 .

En segundo lugar, de haya también un canal o una voz por cuyo cauce pueda discurrir la disputa. Se trata en últimas de asegurar la existencia de medios a través de los cuales los ciudadanos puedan responder en defensa de sus intereses e interpretaciones. Esto implica que la democracia, para ser realmente disputatotoria, debe ser incluyente y deliberatoria. Más allá de la representación, la inclusión implica la posibilidad de que todos los grupos puedan ejercer la protesta ante los cuerpos estatales, manifestando sus quejas y solicitando su compensación.

La tercera precondición es que exista un foro adecuado en el cual hacer audibles las disputas27 . Para que sirva a los propósitos republicanos este foro debe ser capaz de dar audiencia a alianzas y compromisos y estar abierto a transformaciones profundas y de largo alcance. Además, deben existir procedimientos a fin de asegurar que las instancias a las cuales se apela no harán caso omiso de las impugnaciones de que son objeto.

Si bien esta democracia disputatoria no parece concebir, en una primera reflexión, más que la desobediencia civil en términos más enfáticos por el carácter mismo que la disputación entraña y puede adquirir en la práctica, sin duda la apelación a la contestación ciudadana abre las puertas a expresiones de desobediencia ciudadana más radicales y extremas, exponencialmente proporcionales a la no satisfacción de las condiciones institucionales de disputatibilidad enunciadas. Si estas condiciones no son cumplidas para una disputación institucional de la ciudadanía, se dan por contraposición las condiciones para una contestación ciudadana más radical en aras a garantizar el contrapeso fáctico de la legalidad desbordada.

 

3. Más Allá de la Desobediencia Civil

3.1 El sueño de una modernidad sin violencia

El libro de Hans Joas, Guerra y Modernidad28 , constituye una aproximación sistemática y sugestiva a un problema que parecía tercamente obviarse en las ciencias sociales y, en especial la sociología, del último cuarto de siglo: el papel de la guerra en la construcción de la modernidad y el sentido que la violencia continúa teniendo en el proyecto moderno y, por extensión, también postmoderno. El estudio de Joas pone al descubierto la imposibilidad de invisibilizar la violencia y, al mismo tiempo, la invisibilización que de un tiempo para acá se ha hecho de la misma como factor social determinante, acudiendo a una tradición que recorre la modernidad desde la Ilustración, más que cándida ya hoy abiertamente ideológica, de obviar la guerra como catalizador del proyecto modernizador.

La reconstrucción de Joas revela de qué manera el estudio sobre la violencia no ha hecho parte de la investigación en las ciencias sociales en el último siglo, pese a dos guerras mundiales y reiteradas guerras convencionales y de "baja intensidad" como las de Corea, Vietnam, Centroamérica, África, etc. En todo ello, pese al estudio de las causas, procesos y efectos de las guerras no se ha abordado la cuestión teórica sustancial y determinante: la actualidad de la violencia colectiva frente a los mecanismos institucionales, nacionales e internacionales, que el proyecto moderno idealizó como mecanismo para conciliar el conflicto y obviar el recurso de la violencia.

Joas inicia su estudio acercándose a esa falta de interés de las ciencias sociales en el tema de la violencia que inicialmente explica en "la estrecha relación entre las ciencias sociales y la cosmovisión del liberalismo"29 , posteriormente recogida incluso por el marxismo y su ideal de una sociedad comunista conciliada donde parecería no tener lugar el recurso de la violencia. A diferencia de estas cosmovisiones Joas se encuentra convencido de que la guerra y la violencia hacen parte de la modernidad y no como se ha sostenido por muchos autores que aseguran que la modernidad está exenta de ella al haber superado el espíritu bélico aristocrático.

Critica entonces la teoría de la modernización y más exactamente la idea de una modernidad sin violencia basada en la capacidad de obviarla en la regulación normativa de los conflictos intrasociales. De hecho, la casi totalidad de los sucesos históricos que han marcado el desarrollo histórico contemporáneo han establecido una relación estructural entre modernidad, guerra y revolución. Es ahí donde se evidencia el lugar determinante que la guerra ha tenido en el surgimiento de la modernidad aunque ello no permite establecer qué tipo de guerras serían justificables.

Lo realmente interesante en el abordaje de Joas es la resurrección, al menos para la teoría sociológica contemporánea, del papel de la guerra en el proyecto de la modernidad y la puesta en evidencia de dos cuestiones íntimamente ligadas: primero, la reedición de la pregunta -llamémosla filosófica- por el papel de la violencia en la historia, pregunta que, pese a la contundencia de los hechos, ha sido, más que retocada cosméticamente, ignorada de manera sistemática por el pensamiento sociológico, Y, segundo, ligado a esta invisibilización obviamente ideológica en un mundo donde la violencia sigue estando vigente, a la necesidad de volver sobre algo que se consideraba "superado" y redefinir, en el marco del estado de excepción permanente en que vivimos, su significado y proyección política hacia el futuro.

 

Conclusión

A lo largo de este escrito he querido revisitar el problema conceptual y, por supuesto, práctico que implica la desobediencia civil en la política contemporánea. Revisión que intentaba recoger las reflexiones postsocialistas que maduran después de la caída del Muro de Berlín, dado que mi consideración inicial había versado sobre la desobediencia civil desde la crítica postliberal de Rawls, sin tener en cuenta estos nuevos planteamientos que ya desbordaban una interpretación que a todas luces ya se evidenciaba como cooptada por un pensamiento liberal autoritario o, en palabras de Rawls, un liberalismo procedimental de mayorías inclinado a imponer sus decisiones atropellando a las minorías de la sociedad.

Es sin duda en ese punto donde la desobediencia civil va adquiriendo un sesgo ideológico deviniendo un dispositivo de dominación hegemónica que desarticula las protestas sociales en un contexto de crisis que, al contrario, tendía a radicalizarlas. Y es en este punto donde, frente a una desobediencia civil amordazada, surgen opciones que intentan desbordarla mostrando expresiones alternativas de insubordinación que incluso contemplan la legitimidad de la fuerza y la violencia simbólica. Tales son, como lo vimos, los planteamientos posthabermasianos (podríamos decir también postarendtianos) de la tercera Escuela de Frankfut, Negri y Hardt y el republicanismo.

Observamos entonces tres propuestas que no solo matizan sino confrontan esa desobediencia civil no violenta per se que el pensamiento liberal parecía haber impuesto: la desobediencia civil como praxis simbólica incluye, tenue pero explícitamente, la reivindicación de una violencia simbólica que no excluye la fuerza alegórica de la protesta social. La resistencia de la multitud, desde la ambigüedad pero también sana ambivalencia del concepto de resistencia, supone no solo la resistencia pasiva sino también la activa y en la reconstrucción que hacen N&H de las luchas por la democracia en los últimos 20 años, la dimensión de una confrontación social a una globalización excluyente que no puede sino asumir la protesta violenta como expresión legítima contra el régimen de acumulación postfordista. Y finalmente la contestación contramayoritaria del republicanismo que, análogamente, presupone una protesta ciudadana que no se queda maniatada en las acciones no violentas y que en sus posturas contestatarias responde de diversas formas, que no excluyen la fuerza, a la imposición autoritaria de las mayorías.

En estas conceptualizaciones es claro como se desborda el concepto liberal de la desobediencia civil en su connotación "no violenta", incluyendo ya una violencia simbólica ya una resistencia o contestación que suponen expresiones de fuerza violenta, siempre relativamente en los marcos de la institucionalidad. Es decir, manifestaciones de fuerza ciudadana que operan dentro de un orden constitucional, incluso para la defensa del mismo cuando es usurpado por mayorías autoritarias.

Parafraseando el controvertido "… y sin embargo se mueve!" galileano, habría que decir -recogiendo la observación de Joas- que más allá del intencionado interés del pensamiento liberal por desconocer o negar la violencia como expresión macropolítica, ya espontánea ya estratégica, de esta hay que reconocer que "… sin embargo se mueve!".

Pues en efecto por más que se repudie, se ignore o se mimetice en un discurso que difícilmente la puede reivindicar, salvo para panfletizarse y en cierto sentido autodescalificarse del discurso académico y de lo "políticamente correcto", la violencia está ahí no solo como problema teórico-político sino como opción política frente no solo a regimenes dictatoriales donde está plenamente justificada sino también frente a democracias liberales que además de haberse transformado en democracias de mayorías que atropellan a las minorías -como ya Rawls agudamente lo apuntaba-, terminaron además adoptando el carácter de excepción.

Frente a una democracia constitucional autoritaria la sola desobediencia civil no violenta, pública y política que el liberalismo de mayorías defiende se constituye en un dispositivo no solo ideológico sino hegemónico de desmovilización de la protesta legitima ciudadana. La necesidad conceptual y práctica de considerar las opciones aquí reconstruidas es un camino que allana una democracia deliberativa socialmente consensual e incluyente.

 

Notas al pie

1 Ver (Schmidt, 1992: 82- 115).

2 Sobre la objeción de conciencia ver, en general, (Gazcón, 1990); (Gordillo, 1993); (Ibarra, 1992); (Millán, 1992); (Rius, 1988); (Sánchez, 1980).

3 Ver también (Landrove, 1992); (Villar, 1991); (Muñiz, 1974).

4 Ver como complemento, (Escobar, 1993).

5 Ver, además, (Dworkin, 1993; 1992).

6 Ver también: (Mejía, 2000: 262-268).

7 Ver (Alexy, 1989; 1994; 1995).

8 Ver (Rubio-Carracedo, 1990); (Lara, 1992); (Gonzáles & Quesada, 1992); (Estévez, 1994); (Bobbio, 1994); (Mejía & Tickner, 1992).

9 (Arendt, 1973: 98; 1993; 1997; 1988).

10 Sobre la filosofía política de Habermas ver también sus trabajos (1987; 1990; 1991; 1992; 1998).

11 Ver (Rubio-Carracedo, 1990); (Lara, 1992); (González & Quesada, 1992); (Estevez, 1994); (Bobbio, 1994); (Mejía & Tickner, 1992).

12 (Dubiel, Frankenberg & Rödel, 1997: 60).

13 (Estevez, 1994).

14 (Dubiel, Frankenberg & Rödel, 1997: p. 60).

15 (Dubiel, Frankenberg & Rödel, 1997: p. 60).

16 (Negri, 1994).

17 (Negri & Hardt, 2001).

18 (Negri & Hardt, 2004).

19 (Negri & Hardt, 2004: 21-124).

20 (Negri & Hardt, 2004: 125-264).

21 (Negri & Hardt, 2004: 257-406).

22 (Negri & Hardt, 2004: 373-406).

23 (Pettit, 1999).

24 (Pettit, 1999: 96).

25 (Pettit, 1999: 266).

26 En este punto, Pettit parece coincidir con otros teóricos de la democracia deliberativa como Cass Sunstein y Quentin Skinner. Al respecto véanse (Skinner, 1978; 1998; 1986; 1981), así como (Sunstein, 2003; 1993; 2001).

27 (Pettit, 1999: 254).

28 (Joas, 2005).

29 (Joas, 2005: 48).

 

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