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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.6 no.10 Medellín Jan./June 2009

 

Del comprender en la elocución retórica*

On Understanding in rhetorical elocution

 

Julder Gómez

jgomezp5@eafit.edu.co

Profesor del Departamento de Humanidades de la Universidad EAFIT.

Recibido: febrero 25 de 2009. Aprobado: abril 2 de 2009

* Este artículo se deriva de la investigación "Discurso y efectos de recepción" desarrollada en el departamento de humanidades de la Universidad EAFIT
en el grupo "Estudios sobre política y lenguaje".


Resumen:

Este escrito se ocupa de la relación entre elocución y comprensión. Para ello se ocupa, primero, de la distinción entre lenguaje natural y artificiosamente elaborado, luego, de las funciones del mensaje, por último, de la relación entre elocución y argumentación. El propósito es favorecer una concepción de la elocución retórica y la comprensión como término no independientes. Con este fin se exploran los siguientes argumentos: 1. No existe una cosa así como un discurso natural carente de elaboración artístico retórica, 2. La elaboración retórica le es esencial a todo discurso en la medida en que éste es intencional, 3. la función referencial (cognoscitiva) del discurso retórico no es independiente de las funciones con las cuales por lo general se asocia la elocución, e incluso, 4 puede ser comprendida como razón de la elección o invención de los argumentos.

Palabras clave: Elocución, argumentación, retórica, filosofía.


Abstract:

The following paper deals with the relationship between elocution and understanding. The purpose is to present four arguments against the usual dissociation of understanding and rhetorical elocution: First, there are not philosophical reasons for to dissociate the natural way of speck and the rhetorical one.
Second, because the discourse is always intentional a rhetorical dimension is inseparable from the meaning of the expressions. Third, the referential function of the rhetorical discourse depends of several functions associates with the rhetorical discourse. Fourth, the elocution can be understood as a reason for the choice of arguments, and not necessarily as an instrument for the persuasion.

Key words: Elocution, argumentation, rhetoric, philosophy.


 

Introducción

Este escrito está destinado a explorar algunos argumentos a favor de una relación de no independencia entre comprensión y elocución retórica. Ello se opone a la valoración del discurso retórico como procedimiento ordenado por reglas carentes de densidad intelectual y relevancia para el proceder y el sentido de las descripciones en humanidades y filosofía. Tal valoración cuenta con apoyos entre los cuales importa relevar, primero, que en la retórica se distingue entre elocución o exposición e intelección o comprensión, segundo, que fuera de la retórica se valora el primer término de esta distinción como parte independiente del segundo y, en tercer lugar, que desde un punto de vista gnoseológico se valora el segundo término como innecesario. En este escrito se esbozan algunos argumentos contra las últimas dos razones presupuestas en la señalada apreciación.

Se supone, pues, que la retórica está desligada de la concepción y, además, se la identifica con una de sus partes: la elocución. Al hablar así se postula que la retórica es un instrumento adecuado a la adaptación de una materia que existe con anterioridad y que, además, dicha materia existe de una manera esencialmente diferente a aquella en la que la encontramos una vez elaborada. El fin al que tal materia debe adaptarse es conocido como la utilidad de la causa del orador.

El primero de estos postulados hace parte de la retórica misma. La retórica, entendida como ars bene dicendi, consta, según se sabe, de una teoría del texto retórico y de una teoría de la elaboración del texto retórico. La primera se destina al estudio del exordio, de la narración, de la argumentación y de la perorata, esto es, se destina al estudio de las partes del texto retórico. La segunda, la teoría de la elaboración, es una teoría de la intelección de la materia del discurso, de la invención de los pensamientos que cumplen la función de argumentos, de la disposición y elocución de la obra, cuando no también de su memoria y acción o realización. En el capítulo de la elocución el sistema tradicional de la retórica trata los vicios y las virtudes de la expresión de los pensamientos hallados en la invención. Virtud principal de la obra retórica es lo aptum, la adecuación de la expresión al pensamiento con miras a la producción de la persuasión, virtudes subordinadas a ella son, desde el punto de vista gramatical, la corrección lingüística y, desde un punto de vista propiamente retórico, la perspicuidad y el ornato que abriga la distinción entre tropos y figuras (Cfr., Albaladejo, 1991: 43-53).

La distinción entre, por un lado, intelección e invención y, por el otro, disposición y elocución, la interpretación de esta distinción como distinción entre, de una parte, comprensión o hallazgo y, de la otra, presentación de lo hallado y comprendido, esto, representa, en el centro mismo de la teoría de la elaboración retórica, el postulado a partir del cual se justifica su crítica. Según ella, las más estudiadas operaciones retóricas de la disposición y la elocución son operaciones de segundo orden porque es posible comprender lo que se discute y seleccionar lo que es relevante con independencia de esas operaciones retóricas. Tales operaciones, continúo con la exposición de la posible crítica, son de segundo orden porque representan fases posteriores a, e independientes de, la comprensión de las cosas mismas del discurso y son, igualmente, de segundo orden porque se limitan a prescribir maneras más eficaces de la exposición, porque no alcanzan a afectar el contenido mismo del saber.

En contra de esta evaluación de la retórica se explorarán tres tópicos, primero (1), el de la presunta exterioridad o accidentalidad de la elaboración retórica relativamente al contenido informativo del discurso, segundo (2) el de una posible fundamentación de ello en la posible distinción abstracta entre aspectos o funciones de un mensaje y, tercero, (3) el de la subordinación de la elocución como medio a la argumentación que, a su vez, se subordina a la persuasión, también como medio.

(1) La exterioridad de la elaboración retórica parece encontrar unfundamento en la distinción de fases de la elaboración del texto retórico. Esta distinción, o mejor, el que esta distinción tenga un sentido temporal y no un sentido lógico sirve de fundamento a una apreciación según la cual el discurso retóricamente elaborado es artificioso. Al discurso artificioso se opondría uno natural, carente de énfasis y ornato:

"La operación fundamental de la elocutio, al decir de Barthes en La antigua retórica, es la elección de las palabras (electio), seguida inmediatamente de su combinación (compositio). El primer caso nos introduce en el amplio campo de los tropos, es decir, en el campo de las figuras de sustitución lingüística; las figuras son necesarias al escritor porque la comunicación normal es neutra, no connotada, y debe, por lo tanto, ser "personalizada", "ornada", "coloreada". La distancia retórica y estilística introduce los colores, las luces, las flores, los "adornos", en una palabra, para recubrir la base desnuda del estado normal de la comunicación" (Marchese & Forradellas, 1986: 116-117).

La naturalidad de la comunicación normal dejaría ver las cosas como ellas son, o cuando menos, como se las concibe verdaderamente, sin el obstáculo del interés de las partes, sin el encarecimiento de los aspectos favorables a cada una de ellas. Se traza aquí una oposición problemática. La dificultad consiste en que uno de sus términos es una conjetura inviable, primero, porque no se sigue de las premisas y, segundo, porque su consideración es incompatible con la evidente intencionalidad del lenguaje que la fenomenología más temprana ha expuesto con detenimiento y que aquí resultará útil evocar.

(1.1) El que la distinción misma de fases de elaboración del discursosuponga la posibilidad de adaptar la materia del discurso no significa necesariamente que en sentido estricto ésta pueda encontrarse alguna vez en una suerte de estado bruto de toda elaboración. La diferencia entre el orador perfecto y el imperfecto es de grado, no de sustancia. No se puede concebir un hablante que no sea orador ni un orador que no agencie un modo de decir que él supone adecuado a su propósito. Se puede alegar, tal vez, que hay maneras usuales de decir y que hay hablantes confinados al imperio de esos modos lingüísticos. Pero no se dice lo mismo con los términos "usual" y "natural". Este es el lugar del dictum del filósofo "la mayoría de los hombres hace esto , sea al azar, sea por una costumbre nacida de su modo de ser" (Aristóteles, 1354 a 510). Este aserto del estagirita es relevante en este momento, sobre todo, porque en el lugar de una oposición entre el arte de la retórica y un presunto discurso natural desprovisto de elaboración instaura una relación de fundamentación entre arte y costumbre.

Leemos en el segundo parágrafo del Manual de Retórica Literaria:

"La acción ejecutada por el hombre conforme a un plan entraña, pues, por su parte como condición previa la posibilidad natural de esa acción en el hombre: el hombre tiene que traer consigo los presupuestos naturales, la aptitud natural (physis) para esa acción. Si el hombre, dotado de la correspondiente aptitud natural, es todavía inexperto (apeiros "inexperto", apeiria "inexperiencia") en la acción respectiva, entonces queda sometido al azar (tyche) en lo que se refiere al éxito de su acción. La primera obra de arte (ergon, opus) nace, así, sobre la base de la physis (natura) mediante la apeiria y la tyche. El azar señala la cadena de acciones que conducen al éxito (casual) de la acción propia. La repetición de este complejo activo, sólo comprobado pero no comprendido, conduce a la "experiencia" (empeiros "experimentado, experto", empeiria "experimento, experiencia"). En la empeiria se hace que la tyche discurra bajo nuestra dirección por cauces comprobados y eficaces." (Lausberg, 1966: 60).

Dicho sea a modo de glosa que si las artes son el producto de la reflexión sobre la experiencia, si ellas ofrecen una generalización de las razones por las cuales en algunos casos las acciones productivas conducen al éxito y en otros casos no, y si estos casos -a pesar de todo- tienen lugar porque hay en el agente productor una capacidad natural para su realización, entonces la diferencia entre el proceder por mera disposición natural y el proceder según las reglas del arte reside en que, parafraseando de nuevo al estagirita, en ambos casos se dan buenos golpes, pero en el primero sólo algunas veces y por azar, mientras en el segundo siempre y con conocimiento de causa.

Así, pues, no se sigue del concepto de elaboración artística, ni de la consecuente distinción de fases, ninguna oposición entre discurso retóricamente elaborado y discurso natural, y no se sigue porque, primero, la diferencia es de grado, no es sustancial y, segundo, el concepto mismo de arte supone la aptitud natural que conduce a la experiencia de la cual se extraen las reglas por cuya meditación se gobierna el azar a fin de poner en su lugar la voluntad y el conocimiento.

Sin embargo, tal vez pueda esgrimirse contra estos filosofemas tradicionales que el término artificioso tiene entre nosotros un sentido que se captura mejor a través de la distinción searleana entre reglas regulativas y reglas constitutivas. Es esta una ya muy conocida distinción introducida del siguiente modo:

"podríamos decir que las reglas regulativas regulan formas de conducta existentes independiente o antecedentemente; por ejemplo, muchas reglas de etiqueta regulan relaciones interpersonales que existen independientemente de las reglas. Pero las reglas constitutivas no regulan meramente: crean o definen nuevas formas de conducta. Las reglas del fútbol o del ajedrez, por ejemplo, no regulan meramente el hecho de jugar al fútbol o al ajedrez, sino que crean, por así decirlo, la posibilidad misma de jugar tales juegos" (Searle, 2001: 42-43).

Aplicada al estudio de los actos de habla, esta distinción marca la frontera entre una caracterización, digamos, esencial del lenguaje y una, digamos, accidental del mismo. En efecto, volviendo sobre el asunto mismo del estatuto de la retórica, si las reglas del arte retórico son regulativas, esto es, si dan a saber cómo puede expresarse lo que de todos modos puede expresarse sin ellas, lo comprendido sin más, entonces tales reglas son prescripciones sólo circunstancialmente válidas de posibles modos lingüísticos de comportamiento. En el otro caso, en cambio, en el caso de que dichas reglas no sean regulativas, puede esperarse de ellas un conocimiento relativo a qué es hablar y a qué es expresar un modo de comprender.

La cuestión así planteada se puede dirimir estableciendo sí o no es posible hablar, expresar el modo en que uno comprende algo, sin observar reglas retóricas. Con esta cuestión llegamos a la incompatibilidad entre la conjetura de una expresión sin elaboración retórica y la intencionalidad del lenguaje.

(1.2) En efecto, el concepto pragmático de acto de habla al que Searleaplica el de regla constitutiva supone el concepto de expresión en el que, siguiendo a Frege (1985: 51-89), se distingue entre sentido y referencia o, siguiendo a Husserl (1995: 251-253), entre intención significativa e intuición impletiva. Esta distinción vale como argumento contra la conjetura de una expresión sin elaboración retórica porque es una distinción entre dos momentos que se dan por necesidad y de los cuales uno, la intención significativa, entraña el énfasis, el encarecimiento, la parcialidad y, en fin, la aptitud retórica a la cual tienden las operaciones de elaboración.

Recordemos brevemente las líneas generales del análisis: Husserl ha comenzado distinguiendo dos clases de signos, los signos indicativos y los signos expresivos. Con los primeros se refiere a aquellos para los cuales la existencia o no existencia de lo que significan es relevante para su significación. Estos son signos tales que si no son verdaderos entonces no significan. Ejemplos de ellos son las huellas porque no se dice que algo sea una huella falsa de un león sino simplemente que no es una huella o que no lo es de un león. A este tipo de signo se opone el de los expresivos, signos para cuya significación la existencia o no existencia de lo significado es irrelevante, es decir, signos que pueden ser falsos. En lo expresado por éstos se distingue más tarde entre lo expresado tal y como es dado en una intuición conforme que lo verifica y lo expresado con independencia de su verdad o no verdad, del posible contenido de un acto no significativo al que la expresión refiere. Es este el lugar de los términos intención significativa e intuición impletiva. Por el primero se entiende, a partir de y gracias a Husserl, el modo en que un estado de cosas es simbólicamente representado, con el segundo se designa, en cambio, el contenido de la percepción, rememoración, etc., que hace o puede hacer verdadera la expresión (Husserl, 1995: 233-259).

Se recordará el ejemplo del cuarto parágrafo de la sexta investigación lógica de Husserl (1995: 609):

"lanzo una mirada al jardín y doy expresión a mi percepción con estas palabras: un mirlo echa a volar… Sobre la base de esa misma percepción el enunciado podría ser muy distinto y desplegar por tanto un sentido muy distinto. Yo hubiese podido decir, por ejemplo: esto es negro, es un pájaro negro; este pájaro negro echa a volar, se remonta, etc."

La diferencia entre estas dos maneras de expresar un mismo acto de percepción es una diferencia entre intenciones significativas, lo que tienen en común, la percepción que expresan, es la intuición impletiva que les corresponde.

Pues bien, el punto en este momento de la discusión consiste en que hay un vínculo esencial entre "intención significativa" y elaboración retórica. Dicho vínculo viene determinado por el hecho de que la intención significativa de una expresión resulta comprensible para su intérprete sólo como la resultante de la diferencia entre la expresión efectivamente empleada y el conjunto de las otras expresiones que serían verdaderas en el mismo caso y que sin embargo no se han empleado.

El intérprete, en efecto, no puede menos que, primero, suponer que el hablante sabe lo que hace y elige lo mejor para su propósito, segundo, suponer en consecuencia que ha elegido una expresión aseverativa determinada y no otra porque ésta representa mejor la intención significativa que le interesa, concluir entonces, tercero, que el hablante ha elegido la expresión aseverativa que de hecho ha elegido porque ésta favorece tal o cual aspecto de la situación que simbólicamente quiere representar. El punto en este momento de la discusión consiste en que si la diferencia entre una expresión y las demás expresiones que serían verdaderas en el mismo caso es una diferencia marcada por aquello en lo que hace énfasis, por -digámoslo así - el lugar del discurso o de la situación al que conduce la atención del intérprete, entonces, la intención significativa de una expresión es el aspecto en que ésta resulta favorable a la utilidad de la causa de un orador y no de su contraparte. El punto es, entonces, que si toda expresión está dotada de intención significativa y toda intención favorece, entonces es parcial y encarecedora, retóricamente elaborada.

De hecho, lo que, desde el punto de vista de una pragmática integrada, Oswald Ducrot ha señalado como la presencia de la argumentación en la lengua reside muy precisamente en que "en todas las lenguas existen parejas de frases cuyos enunciados designan el mismo hecho cuando el contexto es el mismo y sin embargo las argumentaciones posibles a partir de esas frases son completamente diferentes" (Ducrot, 1990: 76). De manera relevante para el interés de esta exposición aquí se consigna, como se desprende del concepto mismo de intención significativa en Husserl, un vínculo esencial entre (a) la posibilidad de referir lo mismo de diversos modos y (b) la orientación argumentativa o elaboración retórica de la expresión elegida.

De esto se sigue que es necesario elegir entre el postulado de que es posible hablar sin elaboración retórica y el postulado de que a una misma intuición pueden corresponder múltiples sentidos así como un mismo sentido o una misma intención significativa puede cumplirse en múltiples intuiciones impletivas. Si se acepta aquel postulado retórico según el cual el aptum o decoro de la elocución del discurso reside en la adecuación de la expresión elegida al propósito del orador, si además se acepta que siempre entre dos expresiones cuyo sentido se cumple en la misma intuición una es más apropiada para persuadir a favor de algo y la otra más apropiada para persuadir a favor de otra cosa, entonces, como todo lo que puede decirse puede decirse de varios modos, se elige siempre entre las consecuencias asociadas a cada uno de estos modos o, lo que es lo mismo, se procede siempre al hablar de manera retórica.

Por supuesto que en este punto puede objetarse que existe sin duda la posibilidad de elegir mal, la posibilidad de elegir entre dos expresiones no la adecuada sino la inadecuada. Pero, lo que en este punto me importa señalar es que no parece haber una expresión neutral sino más bien una expresión inadecuada. De suerte que, si acaso hay aquí alguna oposición, dicha oposición no se traza entre el discurso retórico y el natural sino entre el retórico torpe y el retórico virtuoso. Esto, sin embargo, es otro asunto no contenido en lo anterior.

(2) Pero lo cierto es que la distinción entre intelección y elocuciónpuede fundamentarse como distinción entre partes abstractas independientes una de otra. Esto puede hacerse, por ejemplo, como distinción entre connotación y denotación o, más exhaustivamente, como distinción de funciones del mensaje. La idea básica es que aunque los aspectos o funciones se imbriquen, cada aspecto o función reclama para sí distintos tipos de valoración y, en consecuencia, cada aspecto o función debe ser considerada de manera independiente.

Es claro que las distinciones no son objetables por sí mismas y son empleadas con grandes rendimientos para varios propósitos teóricos. Pero en lo que hace a la retórica ocurre que si se mezclan con la adopción del lenguaje de las ciencias naturales como modelo a seguir y, por ende, se anula la distinción entre lo nombrado por los términos naturales y lo nombrado por los términos sociales, entonces se separa inadecuadamente la comprensión de la elocución, e incluso se genera algo así como una sospecha de procedimiento en contra de esta última.

La distinción de las funciones del mensaje tiene en las teorías de la comunicación una heterogénea trayectoria y en la metafísica que la soporta una vetusta fundación.

Se recordará sin duda aquél pasaje del Sobre la interpretación en que, frente a la multiplicidad de los nombres, Aristóteles asegura la identidad de lo nombrado gracias a que "aquello de lo que esas cosas <el sonido y la escritura> son signos primordialmente, las afecciones del alma, <son> las mismas para todos, y aquello de lo que éstas son semejanzas, las cosas, también <son> las mismas." (1995: 16a-10). Así se presenta ya aquí - tal vez no por primera vez ni fatalmente, pero sí de manera importante - la idea de que, en primer lugar, las cosas de las que se habla o se escribe son indiferentes respecto de las variaciones del habla o la escritura y, en segundo lugar, la idea de que la identidad de lo nombrado arraiga en la identidad de las afecciones que lo nombrado produce en el alma. La identidad de lo nombrado frente a la multiplicidad de los nombres se asegura, pues, a través de un razonamiento relativo a la física.

En el ámbito de las teorías de la comunicación ocurre algo semejante:

"los ingenieros de telecomunicaciones trataban de mejorar el rendimiento del telégrafo, es decir, aumentar la velocidad de transmisión del mensaje, disminuir las pérdidas en el curso de la transmisión, determinar la cantidad de información que es posible emitir en un tiempo dado. Más allá de las mejoras técnicas, algunos de ellos trataban también de construir una "teoría matemática del telégrafo", o teoría de la transmisión de un mensaje de un punto a otro. Claude Shanon logró formular una teoría clara y precisa. La "teoría matemática de la comunicación", que propuso en su libro de 1949, es, pues, una teoría de la transmisión… Para fijar previamente las ideas, Shanon propone un esquema del "sistema general de comunicación", que entiende como una cadena de elementos: la fuente de información que produce el mensaje (la palabra en el teléfono), el emisor, que transforma el mensaje en señales (el teléfono transforma la voz en oscilaciones eléctricas), el canal, que es el medio utilizado para transportar las señales (cable telefónico), el receptor, que construye el mensaje a partir de las señales, y el destino, que es la persona (o la cosa) a la que se envía el mensaje." (Winkin, 1994: 15-16).

En tercer lugar, a partir de K. Bühler y en sorprendente analogía con Shanon, en el ámbito de la lingüística, determina R. Jakobson las funciones posibles de un mensaje según el factor de la comunicación verbal hacia el cual se orienta. Así, le llama función referencial a la del mensaje que se orienta hacia el contexto; emotiva a la que se orienta hacia el destinador; conativa a la que se orienta al destinatario; fática a la que se orienta hacia el canal en la intención de asegurar la continuidad de la comunicación; metalingüística a la del mensaje que habla del lenguaje y poética a la del mensaje que se orienta hacia sí mismo (Cfr., Jakobson, 1981: 352-360).

Nadie niega que los factores de la comunicación y las funciones del mensaje sean distintos aspectos no separables más que conceptualmente de una misma cosa, en un caso de la comunicación y en otro del mensaje. Explícitamente se aclara, por ejemplo en Lingüística y poética, que sería "difícil hallar mensajes verbales que satisficieran una única función". Mas la distinción permite, según advertía con anterioridad, distinguir valoraciones y considerar por separado. Así, de un mensaje se diría que es verdadero si cumple cabalmente la función referencial, que es sincero si cumple la función emotiva del modo deseado, que es correcto si la metalingüística se ajusta a los criterios del caso, etc.

Ahora bien, si a lo anterior se suma el que una hipotética función retórica tiene que ser establecida por su particular orientación al destinatario y al mensaje, que no al contexto, toda vez que la definición de la retórica parece hacer más énfasis en el modo y el auditorio al que se dirige el discurso que en el tema del mismo, se obtiene con claridad que -aún si todo decir es intencional- las consideraciones retóricas son innecesarias cuando lo que está en cuestión es el conocimiento.

Cuando está en cuestión el conocimiento importa la función referencial que es la que corresponde a los mensajes orientados al contexto. Pero ¿Qué es aquí el "contexto"? El término no está en Shanon que apenas si se ocupa de la transmisión de señales y se introduce en Jackobson sin definición. De cualquier modo es evidente que la distinción de valoraciones que se funda en la de funciones del mensaje sólo resulta convincente si la noción de contexto y referente se define de tal manera que sitúe la materia del discurso por fuera, e incluso en oposición a, el ámbito de los interlocutores. El libro es azul constituye un ejemplo de mensaje preponderantemente referencial porque el ser o no azul del libro se concibe como independiente de la experiencia de los interlocutores.

Ahora bien, la posible vindicación de la retórica en este punto consiste en que la materia de ésta no es nunca, por definición, nada como el color de un libro. La cuestión de si el libro es o no azul no constituye una cuestión retórica. La retórica no se ocupa de las cosas que pueden ser percibidas o de alguna manera captadas. Este puede ser el sentido del segundo componente de la sentencia aristotélica:

"No es preciso examinar todo problema ni toda tesis, sino aquella en la que encuentre dificultad alguien que precise de un argumento y no de una corrección o de una sensación; en efecto, los que dudan sobre si es preciso honrar a los dioses y amar a los padres o no, precisan de una corrección, y los que dudan de si la nieve es blanca o no, precisan de una sensación." (1994: 105 a 5).

En la medida en que la sensación es física y con ello independiente de la experiencia de los interlocutores no hay a propósito de ella, en sentido estricto, ni controversia ni, por lo tanto, materia alguna del discurso retórico. Éste se ocupa, para seguir con Aristóteles, de "lo que parece que puede resolverse de dos modos" (1990: 1357a5). El que pueda resolverse de dos modos significa que a la materia del discurso le es inherente un carácter dialéctico en virtud del cual ésta se percibe con mayor claridad en el género judicial que por ello se ha tomado tradicionalmente como un modelo para el desarrollo de las cuestiones retóricas. Desde el punto de vista de este género de discurso es claro que hay retórica porque hay controversias y hay controversias porque hay contradicción entre las declaraciones de las partes.

En este punto importa subrayar esto: lo que las partes declaran es su experiencia, eso es lo que narran y es entre esas narraciones que se produce la confrontación. El concepto de experiencia de que aquí se trata es el referente de las declaraciones y, sin embargo, hay que distinguirlo claramente de conceptos tales como afección y sensación. La identidad de lo nombrado no se asegura aquí por la del cuerpo que genera una afección sino por la del juicio a que da lugar. El referente del mensaje no es aquí algo que pueda situarse por fuera de la experiencia de los interlocutores. Lo que en el discurso de la parte se nombra accede al lenguaje tal y como es vivido, es decir, de manera parcial, polémica, interpretada y valorativa.

Si se distingue, pues, entre el léxico que predicativamente empleado se orienta a la determinación espacio temporal de algo y el léxico que da a conocer el sentido de lo nombrado para la vida humana, esto es, el léxico de la parte o del discurso retórico; si de este modo se evita la asimilación del lenguaje a una nomenclatura, con ello no se desdice de la distinción de funciones del mensaje, ni siquiera de aquella otra entre connotación y denotación, pero sí que se aclara el hecho consistente en que, cuando el discurso excede la intención de adscribir cualidades físicas a puntos espacio temporales, la función referencial se realiza a través de las funciones emotiva, poética y conativa.

(3) El que haya una relación de fundamentación entre las distintasfunciones del mensaje se hace evidente en la argumentación. El hablante puede decir por qué ha elegido una expresión que denota una actitud favorable, desfavorable o neutra; puede decir por qué ha elegido una expresión procedente de un campo semántico particular; puede decir por qué considera que el contenido informativo de su mensaje es o debería ser apremiante para su interlocutor; etc. En todos estos casos el porqué de la elección se afinca en la experiencia que el hablante hace del referente y, a su vez, esta experiencia explica las correspondientes decisiones.

No obstante, el énfasis en el vínculo entre elocución y argumentación puede ir en detrimento de la atención al vínculo que aquí se quiere acentuar entre elocución y comprensión porque usualmente no se interpreta el modo en que alguien argumenta como una consecuencia del modo en que concibe aquello acerca de lo cual habla, sino como un medio de la persuasión y un fin de la elocución. Se supone que quien argumenta se ha trazado el propósito de persuadir a su interlocutor y que a ello endereza la invención de los argumentos que, por su parte, pueden verse fortalecidos por una adecuada elocución. Puestas así las cosas, las preguntas relevantes acerca de la elocución se inscriben todas en un horizonte prescriptivo de medios relativos a fines. Tal vez pueda explicarse esta concepción como una consecuencia de la determinación de la materia del discurso retórico a partir de los géneros oratorios y de la comprensión de estos a partir de los contextos en que tienen lugar: la plaza política y el juzgado, principalmente. Pero lo cierto es que al mantenerse fiel a esta manera de pensar la retórica corre el peligro de sacrificar su carácter filosófico al restringir la atención propia del espíritu lógico que le brinda a la argumentación a los casos y actitudes propias del interés de un procurador.

Contra esta manera de ver las cosas puede ser pertinente reiterar aquí algunas proposiciones bastante obvias.

Primero, tal vez haya ocasiones, y tal vez sean muchas las ocasiones, en que la argumentación no es más que una estrategia tendiente a la racionalización de un punto de vista que el orador mismo no puede mantener para sí y que expone ante otros por mera conveniencia económica o de otro tipo; de ello no se sigue, sin embargo, que esto sea así en todos los casos ni que en todos los ámbitos la voluntad de dominación tenga mala conciencia para consigo misma. La argumentación puede responder a la pregunta del porqué relativo a las pretensiones sancionadas como hechos, verdades, valores, etc. En este caso la argumentación puede ser apreciada como expresión lingüística de un modo de ser y concebir. Puede entonces ser estudiada con el propósito de acceder a más y mejores descripciones de formaciones epistémicas, ideologías, concepciones políticas, etc. Esto no se opone a la consideración con fines prescriptivos de la manera en que los auditorios reaccionan ante los argumentos y su elocución; pero afirmarlo es o parece útil porque hace de la elocución un fenómeno expresivo y no meramente estratégico.

En segundo lugar, si desde un punto de vista estratégico la elocución es un medio de la argumentación, desde un punto de vista descriptivo es una razón de la elección, preferencia y relevancia de los argumentos. El primer punto de vista favorece la desconexión de elocución y concepción, hace de la argumentación un instrumento posible entre otros, priva al discurso retórico de significado existencial. El segundo es más afín a los intereses de la filosofía y las humanidades, deja ver que se vive argumentativamente no porque se viva para convencer a otros sino porque la constitución lingüística de la experiencia trae consigo, como algo que le es esencial, la posibilidad de expresarse argumentativamente.

En tercer y último lugar, aunque no hay por qué ni para qué discutir el lugar que ocupan la asamblea, el tribunal y las fiestas conmemorativas en la historia de la retórica, sí hay que señalar que ese lugar hace que los discursos epidícticos, judiciales y deliberativos constituyan tipos, o mejor, modelos de posibles discursos retóricos. Ahora bien, un modelo no es un límite sino un punto de partida para la comprensión. En este caso, por ejemplo, significa que bien desde el punto de vista de la inscripción temporal de los objetos del discurso o bien desde el punto de vista de la actitud del auditorio frente al tema que se discute o bien desde el punto de vista del tipo de pregunta que es relevante formular, etc., los discursos pueden comprenderse por sus semejanzas -pero también entonces por sus diferencias- con los discursos típicos de la asamblea, el tribunal y la conmemoración. Por eso no es forzoso confinar la retórica al uso público del discurso en las situaciones típicas de índole político, legal y conmemorativo. (Cfr., Ricœur, 1989: 140-141).

A este respecto importa señalar que si bien el discurso argumentativo es siempre, a más de expresivo, social y funcional (Eemeren & Grootendorst, 2006: 28-30), y si bien se puede confiar en que "el análisis de la argumentación dirigida a los demás nos hará comprender mejor la deliberación con uno mismo" (Perelman, 2000: 87), este carácter dialéctico de la argumentación no se afinca de manera exclusiva en el aspecto interactivo de la argumentación. El carácter dialéctico del discurso argumentativo se debe también al carácter dialéctico de la experiencia que en él se expresa. El protagórico "sobre todas las cosas hay siempre dos puntos de vista" es una verdad relativa a la experiencia y no sólo, aunque tampoco menos, a la vida comunitaria. Por eso es necesario poner junto a la consideración de la elocución como medio estratégico de la argumentación una consideración de la elocución como expresión de la experiencia que exhibe su condición no menos parcial y encarecedora que racional en el discurso argumentativo.

Pero una serie de distinciones, o mejor, la atención preferente a los segundos términos de una serie de disociaciones (Cfr., Perelman & Olbrechts-Tyteca, 2000: 627-699) dificulta el apreciar hasta qué punto la elocución -siempre parcial y encarecedora- hace justicia al modo en que usualmente se desarrolla la experiencia. La atención preferente al objeto (término II) con independencia de la forma de vida o el contexto vivencial en que éste se yergue (término I), permite la aproximación física que se expresa en la idea de que si el objeto es el mismo para todos y también lo es la física de su percepción, una e imparcial debería ser su experiencia. La distinción misma entre palabra (término II) y objeto (I) permite el desarrollo de un estudio de las operaciones que se pueden realizar sobre aquélla con independencia de una intelección de lo que estas operaciones tienen que decir acerca de éste. Y, de manera significativa para los propósitos de este escrito, la atención a la relación entre elocución y persuasión o, en el mejor de los casos, a la relación entre elocución y argumentación, con independencia de la relación entre experiencia, elocución y convicción, favorece el abismo entre filosofía y retórica que se expresa claramente en la caracterización dominante de la elocución "ornato", "flores del discurso", etc., (Cfr. Marchese & Forradellas, 1986: 116-117). A propósito de esta "sofística de la atención" será útil retener la regla: "si se concentra la atención demasiado en un objeto, en un estado de cosas o en un suceso, se acaba por atenderlo inadecuadamente: por sucumbir en un vértigo argumental" (Pereda, 1994: 126).

Habría que precisar, a pesar de todo y a manera de coda, que este alegato es cualquier cosa menos una diatriba contra las distinciones y a favor de la retórica. Esto no parece viable porque las distinciones son indispensables para la mejor intelección de las pretensiones racionales y porque constituyen una herramienta fundamental de la retórica. El conjunto de estas líneas tiene otra intención: Preparar el camino a una pregunta por la posibilidad objetiva de la retórica. Esta pregunta no se formula fácilmente porque lo usual es suponer que la retórica es una disciplina que estudia estrategias para convencer acerca de cualquier cosa, lo que, a su vez, se interpreta como una disciplina relativa al hablar persuasivamente acerca de lo que sea, con independencia de lo que sea el caso. Al interior de esta concepción no hay lugar para una pregunta por la posibilidad objetiva de la retórica, pues esta concepción desliga completamente la retórica de las cosas de las que se habla. Desde el punto de vista de esta concepción sólo habría condiciones subjetivas de la retórica, a saber: el interés de las partes, la intención de obtener beneficios, etc. Por eso, para contribuir a la puesta en cuestión de esta concepción y facilitar así la pregunta por las condiciones objetivas de la retórica, en este artículo se ha querido vincular el aspecto lingüístico o elocutivo del bene dicendi a la comprensión o intelección del asunto del discurso. Con este fin se han tratado tres tópicos: la presunta exterioridad de la elaboración relativamente al discurso, la fundamentación de esta exterioridad en la distinción de aspectos contenidos en un mensaje y la relación entre elocución y argumentación; se han adelantado cuatro argumentos: 1. No existe una cosa así como un discurso natural carente de elaboración artístico retórica, 2. La elaboración retórica le es esencial a todo discurso en la medida en que éste es intencional, 3. la función referencial (cognoscitiva) del discurso retórico no es independiente de las funciones con las cuales por lo general se asocia la elocución, e incluso, 4 puede ser comprendida como razón de la elección o invención de los argumentos.

 

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