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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.6 no.11 Medellín Jul./Dec. 2009

 

 

El ethos de la imaginación como ética de la motivación: una mirada desde la idea de Responsabilidad Social Universitaria*

L'ethos de l'imagination en tant qu'éthique de la motivation: un regard de l'idée de Responsabilité Sociale Universitaire

 

Mónica Marcela Jaramillo R.

monicajaramil@hotmail.com

Doctora en Filosofía, Universidad de la Sorbona, Paris. Profesora, Escuela de Filosofía, Universidad Industrial de Santander.

Recibido: julio 2 de 2009. Aprobado: septiembre 11 de 2009

* Este artículo hace parte de los resultados de investigación del Grupo Civitas, reconocido por COLCIENCIAS, y particularmente de la línea de investigación "Ser políticos hoy. Visiones de lo político desde la filosofía contemporánea", avalado y patrocinado por la Vicerrectoría de Investigación y Extensión, Universidad Industrial de Santander, Bucaramanga.


Resumen:

Con base en la propuesta fenomenológica de la necesidad de configuración de una ética de la motivación fundada en la reactivación de la facultad de imaginación, el artículo se propone delinear la perspectiva de una visión pluralista y democrática del concepto de Responsabilidad Social Universitaria a partir del desarrollo de una fenomenología de la imaginación política como posibilidad de constitución del principio de ciudadanía universitaria. Se intenta hacer un diagnóstico éticopolitológico del mundo globalizado en el que hoy en día vivimos para mostrar las aporías inherentes al modelo etocrático y homogenizador de las morales prescriptivistas del discurso institucionalizado. Y siguiendo ese propósito se intenta también desentrañar algunos de los supuestos del Modelo de Control para las Instituciones del Estado (MECI), paradigma, en el caso de Colombia, de las morales autoritaristas y cantinflescas como principal obstáculo para la realización de una universidad democrática, es decir, reciudadanizada y autorregulada éticamente desde los principios de autonomía, autorresponsabilidad y conciencia ciudadana, los cuales están en la base de toda política incluyente y constituyente.

Palabras clave: Desetización, axiocracia, sociedad de goma, 'conducta estándar', funcionarismo universitario, moral cantinflesca, 'reflexividad institucional.


Résumé:

En partant de la voie ouverte par la phénoménologie concernant le besoin de configuration d'une éthique de la motivation fondée sur la réactivation de la faculté d'imagination, cet article se propose de dessiner la perspective d'une vision pluraliste et démocratique de l'idée de Responsabilité Sociale Universitaire par le truchement d'une phénoménologie de l'imagination politique en tant que possibilité de constitution du principe de la citoyenneté universitaire. L'on essaie de faire un diagnostic éthico-politologique du monde globalisé qui est le nôtre afin de essayer de soulever les apories inhérentes au modèle hocratique et homogénéisateur des morales prescriptivistes du discours institutionnalisé. Et, pour ce faire, l'on voudrait aussi dégager les implicites du Modèle de Contrôle pour les Institutions de l'État (MECI), en tant que paradigme, dans le cas colombien, des morales autoritaristes et 'cantinflesques',comme obstacle majeur en vue de la réalisation d'une université émocratique, c'est-à-dire, recitoyannisée et auto-réglée de façon éthique sur la base des principes d'autonomie, d'autorresponsabilité et de conscience citoyenne lesquels sont à l'origine de toute politique constituante et d'inclusion.

Mots clés: Déséthisation, axiocratie, société de gomme, conduite standard, fonctionnarisme universitaire, morale 'cantinflesque', réfléxivité institutionnelle.


 

¿Acaso un humanismo verdadero no debe hacerse cargo de todo cuanto agrada universalmente sin concepto, y más aun: de todo cuanto vale universalmente sin motivo? (…) Pues la verdadera libertad y la dignidad de la vocación ontológica de las personas no descansan sino en esa espontaneidad espiritual y esa expresión creadora que constituye el campo de lo imaginario. (…) Por tanto, creemos que al lado de la cultura física y del razonamiento, se impone una pedagogía de la imaginación (…); una terapéutica humanista (…). Y sobre todo, la imaginación es el contrapunto axiológico de la acción. Lo que lastra con un peso específico el vacío semiológico de los fenómenos, lo que vivifica la representación y le despierta una sed de realización, lo que siempre hizo pensar que la imaginación era la facultad de lo posible, el poder de contingencia del futuro. Gilbert Durand (Durand, 2005: 432, 434, 437)

 

Introducción

No es tarea fácil hablar de "ética de la imaginación" o, para decirlo en el lenguaje de la fenomenología, de la 'imaginación proyectiva como 'principio de la decisión moral automotivada de modo consciente y autónomo', en un mundo social cada vez más pasivista, conformista y derrotista, es decir, estandarizado, desciudadanizado y despolitizado, pero, sobre todo, cada vez más degradado y deshumanizado: un mundo en el que ya no se trata tan sólo de buscar la supervivencia de nuestra existencia material, sino de luchar por la pervivencia de lo que nos define y constituye como humanos.

Inútil decir que ese estado actual de cosas, que de alguna manera nos ha ido conduciendo a un progresivo proceso de reversión a la barbarie, está directamente relacionado con el fenómeno de la 'desetización' de la sociedad. Y es en este punto donde las posiciones cesan inmediatamente de coincidir. Algunos tratarán de explicar el fenómeno apelando a la idea de que dicha desetización obedece a la degradación moral de las costumbres y a la pérdida de nuestros más ancestrales y conspicuos valores y en la que soterradamente se encubre la ideología nacionalista de las míticas 'refundaciones' y 'construcciones' regionales y nacionales': el respeto hacia los mayores, el sentido del honor, el pudor, el valor del trabajo, la unión familiar o la solidaridad con los vecinos, para mencionar sólo unos cuantos. Sin embargo, existe asimismo un contra-valor para cada valor voluntarista y arbitrariamente elegido con base en meros criterios moralizantes de normalización y de racionalización de lo social; al reverso oscuro de la medalla axiocrática bien podrían corresponderle los valores negativos del autoritarismo, el revanchismo, la misoginia, el culto al dinero, el egoísmo, la claustrofilia y la mixofobia resulta ciertamente difícil hacer rupturas con los valores que nos 'inculcaron' y enseñaron nuestros mayores, pero muchos de esos valores son, precisamente, los del mundo que hoy estamos obligados a desaprender'.

Es obvio, empero, que hoy en día asistimos a una real crisis de nuestros juicios valorativos y a una pérdida casi absoluta del sentido de lo ético. ¿Pero de qué valores estamos hablando y cómo es posible empezar a transformar los discursos moralizadores conminatorios en experiencia individual y colectivamente reinterpretada, orientada y asumida en función de criterios y comportamientos moralmente autorregulados? La pregunta no es exclusivamente filosófica; no existe para ella una respuesta posible, si no se plantea la cuestión fundamental que tendría necesariamente que precederla y que exige de los filósofos un paso de frontera hacia los campos, que muy pocos de ellos se deciden todavía a transitar, de la sociología, la antropología, la economía política, la historia, la literatura y el derecho. Y esa cuestión fundamental es la siguiente: ¿Cuál es y cómo es el mundo en el que hoy en día vivimos?

Para traer a colación las afirmaciones del antropólogo inglés Ernest Gellner en su bello ensayo "La jaula de goma: desencanto con el desencanto", si en la versión de Max Weber la jaula burocrática e ideológica de hierro del 'poder cognitivo, tecnológico y administrativo' pretendía sólo sustituir un mundo humano y lleno de sentido por uno más predecible, el mundo en el que hoy en día vivimos parece haber cambiado definitivamente de faz; no es un mundo al que se le puedan aplicar criterios de orden, disciplina y normas estrictas plenamente identificables como lo muestra, por ejemplo, el fenómeno contemporáneo de la contracultura de nuestros jóvenes que es todo, menos una cultura disidente "toda contracultura es en efecto asocial, apolítica o automarginada de la vida pública, es decir, desciudadanizada y socialmente irresponsable" (Gellner, 2003: 113, 121).

¿Puede hablarse, acaso, de 'desencanto del mundo' para referirse a aquellas generaciones que nunca han conocido un mundo con sentido realmente humano, ni 'la libertad y la dignidad de la vocación ontológica' de la que nos habla Gilbert Durand en el epígrafe? Porque de lo que ahora realmente se trata no es tanto de reencantar el mundo en el sentido novalisiano y Romántico de su 'repoetización' posible, sino más bien de 'desencantarlo' en el sentido catártico de la palabra, es decir, de 'desmitificarlo' y de conjurar sus ideologizados hechizos a través de los auto-exorcismos de la crítica y del ejercicio creativo, ponderado y autónomo de la palabra.

Haciendo abstracción del hecho de que el nuestro es también un mundo soporífero y de adormidera un universo de conciencias adormecidas, es decir, narcotizadas por el poder sedante de los medios de comunicación y reblandecido por nuestra discinesia moral un universo de 'buenas conciencias' enfervorizadas tan sólo por el emotivismo de los moralismos de grupo y de sus lógicas perversas del resentimiento, la retaliación, el revanchismo y los farisaicos llamados a 'la mano dura', el mundo en el que hoy en día vivimos dista mucho de ser el de "La Bella Durmiente del Bosque" de Charles Perrault, aunque sea éste precisamente el modo en que ideológicamente nos lo representan los defensores de las 'jaulas conceptuales y burocráticas de hierro': es decir, como un mundo estanco y autocontenido por rosales espinosos que los agentes del control social (animados en ello por la fe ciega en el poder regenerativo, mesiánico y soteriológico del beso del Príncipe) quisieran poder transformar en un microuniverso ordenado, seguro, indiviso y sin fisuras; en un mundo estandarizado, normalizado, homogeneizado, incontaminado y sistémicamente autorreferencial y autocontrolado.

Si bien los 'tumultuosos', 'turbulentos' y cada vez más desciudadanizados habitantes de la 'incoherente' e 'indulgente' jaula de goma (autoconfinados tras los barrotes invisibles del consumismo y aprisionados en la lógica individualista del 'sálvese quien pueda') no se han reconvertido todavía en actores sociales que hagan posible desmitificar críticamente el hechizo ideológico del mundo, eso no los hace, sin embargo, menos remisos a 'asimilar' las moralizadoras pócimas regeneracionistas que de modo voluntarista se les pretenden imponer, en el fallido intento de nivelarlo y de reordenarlo. Y entonces me pregunto, parafraseando a Weber y Gellner: ¿cómo es posible validar los criterios de aplicación hobbesianos de la jaula de hierro a nuestra volátil y reblandecida sociedad de goma?

Antes de examinar el sentido de esa pregunta habría que empezar, entonces, por inquirirse: ¿es posible aplicar al mundo en el que vivimos las mismas categorías de análisis (que hoy en día casi estaríamos autorizados a tildar de 'premodernas') con las que los filósofos y científicos sociales de los siglos XIX y XX intentaron comprender las crisis inherentes a la sociedad industrial en la que vivieron?

El mundo contemporáneo globalizado ya no es, en efecto, el mundo de Weber para quien los vínculos sociales se establecían en función de la sociedad estamental de clases (punto en el cual coinciden todos los sociólogos contemporáneos que cito a continuación); no es tampoco, por consiguiente, el mundo social de Marx entendido en función de la relación entre el obrero explotado y el patrón explotador, ni el mundo social que Freud definía, en su Psicología de las masas y análisis del Yo, en referencia a un grupo primario en el que los individuos que lo integran ponen el lugar de su 'Yo ideal' en un único y exclusivo objeto común hecho de una suerte de voz única y monocorde. El mundo contemporáneo1 es un mundo lábil; un mundo impredecible y desregulado hacia fuera, aunque regulado internamente en función de las políticas neoliberales del lucro del capital: es decir, dependiente de las lógicas de la economía de mercado y de poderes invisibles más que de las estructuras rígidas del poder. No es, pues, en definitiva, un mundo modélicamente diseñable en función de criterios burocráticos claramente definibles2 , o bien, no es un mundo que se pueda 'poner en orden' apelando a la 'ideología modernista' o 'antihumanista' (ambas expresiones son de Touraine) que pretende transformar a cada individuo en dividendo o en pieza de trueque; en 'capital humano' sujeto a las lógicas del rédito y a los criterios del rendimiento y de la eficacia.

No es de extrañar que, sobre la base de esa ideología modernista, el concepto de responsabilidad social se defina tan sólo en términos de productividad, crecimiento económico y 'desarrollo acelerado', esto es, de cínico y mercantilista balance social. De ahí que en ella se priorice la protección de los bienes y recursos públicos sobre el respeto por el ser humano y la defensa de su integridad física, psicológica y moral; de ahí también que el modernismo económico sólo pueda ser tildado de 'antihumanista'; toda vez que al reducir a la persona individual a no ser más que un simple 'recurso humano' funcionalmente intercambiable (cuando no una industriosa, eficiente, servil y robotizada mano de fábrica), contribuye en no poca medida a su desindividuación y deshumanización crecientes.

Sea como fuere, si bien es cierto que el siglo XIX y sus categorías de análisis e interpretación de lo social han quedado definitivamente desuetas, o al menos ya no sirven para entender nuestra cada vez más compleja realidad contemporánea, no hemos dejado de ser, empero, los herederos y emuladores de su visión modernista o racionalista y maniqueísta del mundo, en la que todo aquello que no puede ser determinado como 'fenómeno objetivo' o ser rígidamente encapsulado en el molde de los 'hechos' -no hay que olvidar que 'los hechos hablan por sí solos'- queda inmediatamente relegado del lado de las fantasías delirantes: es decir, del opaco, enrarecido e intranquilizante mundo de la ilusión y de la apariencia en oposición a la inteligibilidad de lo fáctico; de lo anormal, patológico y anómalo frente a lo socialmente permitido, moralmente 'sano' y 'políticamente correcto'; de lo excéntrico o 'marginal' en oposición a los dictámenes de la 'conducta estándar'; de lo irracional que socava los principios y la cimiente misma de la razón autosuficiente, triunfante, legisladora, universalizadora y soberana y, finalmente, del reino sagrado del 'interés común' (que a decir verdad, concebido en términos burocráticos, es el menos común de los intereses3 ).

Como afirma, en consecuencia, Zygmunt Bauman:

La dicotomía es un ejercicio de poder y, al mismo tiempo, su disfraz. Aunque ninguna dicotomía se sostendría sin el poder de separar, de discriminar, crea una ilusión de simetría (…). De ahí que la anormalidad sea lo otro de la norma; la desviación, lo otro de la ley por cumplir; la enfermedad lo otro de la salud, la barbarie lo otro de la civilización, el animal lo otro del hombre, el enemigo lo otro del amigo, 'ellos' lo otro de 'nosotros', la locura lo otro de la razón, el extranjero lo otro del compatriota, el público lego lo otro del experto. Ambas caras dependen una de otra, pero la dependencia no es simétrica (…). La producción de desperdicio (y, por tanto, la preocupación por el desperdicio) es tan moderna como la clasificación y el diseño del orden. La maleza es el desecho de la jardinería; los barrios bajos el desecho del urbanismo; la disidencia, el de la unidad ideológica; la herejía, el de la ortodoxia; la extrañeidad, el de la formación estado-nacional. Son desperdicios ya que desafían la clasificación y rompen el trazado de la cuadrícula. Son la combinación prohibida de categorías que no deben mezclarse. Merecen la sentencia de muerte por resistir la separación. El tribunal moderno no consideraría válido el hecho de que no se situarían al otro lado de la estacada de no haberse construido primero ésta. El tribunal está ahí para preservar la estabilidad de las murallas construidas (Bauman, 2005: 35-36).

Es precisamente del lado del mundo de las apariencias como su 'cara opuesta' (hoy ideológicamente denominado 'esfera de lo privado'), que la racionalidad occidental (llámesela 'razón suficiente'. 'razonante', 'instrumental', 'providencial' o 'pensamiento cálculo') ha dictado cuál es el lugar que la conciencia imaginativa ha de ocupar entre nosotros. Un problema que se agudiza en nuestros días en donde la imaginación ha dejado inclusive de ser tildada buenamente como "la loca de la casa", hasta llegar a convertirse en la Pandora del irracionalismo: en la causa eficiente de todos nuestros desvíos, depravaciones y psicosis colectivas. ¿Acaso hemos olvidado que en el cofre de Pandora quedó también apresada la esperanza?

Y cuando 'la loca de la casa', esa peligrosa invasora, ha traspasado el umbral de nuestras universidades, es decir, cuando ha violado el espacio público sagrado, hay que apuntalar firmemente los barrotes de la 'jaula de hierro' -que sólo en las mentes de los retardatarios ávidos de seguridad se resiste a desaparecer, confiados en que sólo la jaula cientificista y conminatoria de la 'etocracia cantinflesca', puede librarnos de los riesgos de la contaminación, el desorden y el 'anarquista' espíritu de disidencia4 .

Bajo ese mismo esquema de etocracia ingenieril, ha sido calcado punto por punto el diseño del MECI (o del 'Modelo Estándar de Control Interno' para las Entidades del Estado, seriada y estereotipada jaula de hierro que supuestamente 'rige' a nuestras universidades públicas), en cuya jerga eticista se afirma que sólo la ética administrativamente gestionada puede "garantizar que cada miembro del colectivo sienta disminuida la incertidumbre por los riesgos propios de encontrarse habitando un mundo eminentemente plural y diversificado"5 .

¿Cómo designar, acaso, de otro modo que como 'etocracia cantinflesca' a una visión que no sólo hace del pluralismo el directo responsable del incremento de la incertidumbre colectiva, sino que además promueve 'institucionalizados valores de mano dura' para un desmirriado universo de estandarizados y homogeneizados barrotes de goma?, ¿hasta qué punto la instrumentalización de la ética, su conversión en burocrática política de gestión de lo público, no ha autogenerado ella misma los riesgos que pretende mágicamente eliminar? Para traer de nuevo a colación las incisivas palabras de Bauman, quien habla en pasado de una experiencia que en nuestras premodernas e imitativas universidades colombianas no sólo se conjuga todavía en presente, sino desde un malhadado intento de confiscación de nuestro futuro:

La burocracia moderna fue (o mejor dicho, ya que nunca logró un éxito completo, aspiró a ser) el instrumento principal de las artes gemelas de la adiaforización (definida más arriba por el autor como la tendencia a "restar importancia a los criterios morales o, en la medida de lo posible, a eliminarlos por completo de la evaluación de la conveniencia (o, incluso, la licitud) de las acciones humanas, y que conduce, en última instancia, a la expropiación de la sensibilidad moral de los agentes humanos individuales y a la represión de sus instintos morales") y la emancipación de responsabilidades (…). Se esforzó por situar los despachos fuera del alcance de las emociones humanas, de los vínculos espirituales que se extendían por el exterior de esos despachos, de las lealtades a cualquier otro objetivo distinto al oficialmente autorizado, y de las normas de conducta recomendadas por autoridades que no fueran la emanada de los códigos estatuarios de los despachos de la administración (…). La burocracia exigía una conformidad con la norma, no un juicio moral. En realidad, la moralidad del funcionario fue redefinida en términos de obediencia al mando y disposición a considerar el trabajo bien hecho (cualquiera que fuese la naturaleza del trabajo encargado y la repercusión de éste en los destinatarios de la acción administrativa). La burocracia era un aparato al servicio de la tarea de la inhabilitación ética de los individuos (Bauman, 2007: 115).

Así, pues, en un mundo sistémico que privilegia exclusivamente los criterios economicistas de la productividad, el crecimiento, el progreso, el rendimiento, la eficiencia-eficacia, la atribución, el ingenio-máquina, la seguridad, la búsqueda de la utilidad común y la estandarización de los modos de vida y que lo hace, precisamente, en detrimento de la creatividad, el emprendimiento humano, el logro individual, el criterio del salario-calificación, la distribución, el ingenio-facultad, el valor de lo impredecible, la búsqueda del bien común y el mejoramiento de la calidad de vida; en un mundo que, para decirlo en una palabra, antepone la idea del homo-faber a la del homo-fabro, es decir, a la visión éticopolítica del individuo como artífice de lo humano: ¿cómo extrañarse, acaso, de que la creación destructiva haya ocupado el terreno vuelto infértil del uso creativo de la razón proyectiva?, ¿cómo hablar de Responsabilidad Social Universitaria en un mundo abstractamente controlado por procesos de supervisión institucional en donde la autonomía individual que le presta soporte y fundamento no tiene realmente cabida? Y, finalmente, si (para decirlo en el lenguaje de la fenomenología) la ética pública sólo se construye cuando los sujetos individuales han alcanzado ya una orientación moral previa, una ética individual susceptible de motivar efectos sociales que hagan posible la configuración intersubjetiva de una 'colectividad ética', ¿es posible, acaso, hablar de ética colectiva, o de moral pública, desconociendo al mismo tiempo el valor de la ética individual mediante el hábil y perverso recurso ideológico de diferenciar de manera tajante y radical la ética de la moral o, lo que es lo mismo, de oponer lo público a lo privado, el interés general al particular, el 'Estado securitario' a la sociedad civil y el bien público al bien privado?

Al formular el tema de mi artículo del modo en que lo he hecho: "El ethos de la imaginación como ética de la motivación: una mirada desde la RSU" me guían esencialmente dos propósitos: el primero (que podría llamar con Teun A. Van Dijk, aunque obviamente con pretensiones más modestas, 'intención de análisis discursivo sociocognitivo') busca mostrar si, y hasta qué punto, el modelo funcionalista-sistémico del MECI y las nociones desorientadoras que ideológicamente lo legitiman no sólo son incompatibles con el carácter público de nuestras instituciones sociales de servicio educativo, sino con el sentido mismo de la ética pública y del ethos universitario y, por consiguiente, con la exigencia de fomentar en nuestras universidades un real sentido de Responsabilidad Social Universitaria que, siendo irreductible a la responsabilidad social empresarial, pueda serle éticamente armonizable.

La Responsabilidad Social Universitaria no ha de confundirse, en efecto, con la responsabilidad social empresarial. Sobre todo porque esta última visión parecería estar menos empeñada, para parafrasear al filósofo francés Vincent Descombes en su bello libro Filosofía en tiempos espesos, en modernizar los espíritus y las conciencias, que en la modernización económica, puramente imitativa, de las técnicas, los armamentos y las recetas económicas fallidas de los modelos de desarrollo de las potencias industriales extranjeras (Descombes, 1989: 134-135). "Imitadores por fuerza tardíos -añadiría Bauman-, que desean unirse al festín que aquellos que ahora lo abandonan con sinsabor una vez gozaron orgullosamente" (Bauman, 2005: 356). De ahí también la necesidad de diferenciar la visión universitaria de la empresa y sus necesarios vínculos con el sector empresarial y productivo, con los criterios meramente productivos y cuasi fordistas de la universidad-empresa.

El segundo propósito que me anima es el de intentar sugerir una visión de la ética que sea quizá más acorde con los requerimientos del mundo en el que hoy en día vivimos; y esto, motivada por el intento de dar respuesta a algunas de mis preocupaciones más vitales en torno a la redefinición de nuestro quehacer universitario y a la exigencia de promover en el ámbito académico una verdadera cultura democrática y de paz (fundada en el reconocimiento de la autonomía de todos y cada uno de los miembros de la ciudad universitaria como ciudadanos universitarios) y un real sentido de sensibilidad ética y social.

Tomo prestada de la fenomenología la idea de una ética de la motivación como reactivación de la imaginación, de la que por limitaciones de espacio haré apenas un esbozo, intentando centrar mis reflexiones en la posibilidad de constitución de una 'pedagogía de la imaginación como terapéutica humanística' para emplear las bellas palabras de Gilbert Durand que, no sin justa razón, podríamos aplicar a una propuesta ética que, como la fenomenológica, podría ser de particular relevancia en el contexto universitario colombiano, así el mismo Husserl apenas sí haya alcanzado a formularla.

Hechas estas aclaraciones, dividiré mi conferencia en dos partes: 1) De la jaula de hierro a la universidad democrática y proyectiva y 2) y a modo de conclusión, intentaré poner en claro el sentido de la formación del ethos de la imaginación proyectiva como fundamento de una ética de la motivación y en cuanto propuesta alternativa de una posible realización autónoma del principio de Responsabilidad Social Universitaria.

 

De la jaula de hierro a la universidad democrática y proyectiva

He dicho de qué manera el temor al desorden y el amor por el bienestar, conducían insensiblemente a los pueblos democráticos a aumentar las atribuciones del gobierno central, único poder en su opinión bastante fuerte por sí mismo, inteligente y estable, para protegerlos contra la anarquía (…). El afán de sosiego público se hace entonces pasión ciega […]. (Ese 'poder tutelar') no destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y dirige; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no destruye, pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce, en fin a cada nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos, cuyo pastor es el gobernante.

Alexis de Tocqueville (2005: 622, 634).

Ya no vivimos en una sociedad de control, estandarización y orden, sino de fragmentación, diversidad y cambio; en una sociedad cuyos mecanismos de integración y de cohesión social no se fundan en la imposición, sino en pautas (de comportamiento) reasumidas críticamente por los individuos y agentes involucrados, a partir de una 'ética de la convicción'. El control institucional no es posible sin los procesos no institucionalizados de la concertación política, social y cultural, es decir, sin democracia participativa, sin una "lógica del consentimiento" y sin la incorporación progresiva de los principios de la 'ética de la responsabilidad individual' a los requerimientos de una 'ética de la convicción' (Jaramillo, 2006: 38) (utilizo sólo de nombre los dos conceptos de la terminología weberiana cuyo sentido asumo, por mi parte, en función de su mutua interdependencia).

Si en aquella ocasión me propuse hacer un pormenorizado análisis de las aporías y tergiversaciones ideológicas contenidas en el Modelo de Gestión Ética del MECI, ahora tan sólo voy a ocuparme de un aspecto de la visión del mencionado modelo desde el punto de vista de su orientación sistémica y de su definición del sentido de lo público, para mostrar de qué manera tales concepciones riñen con la idea de Responsabilidad Social Universitaria que me propongo desarrollar.

Para ello sería necesario empezar por precisar qué se entiende 'desde el punto de vista biográfico' por modelo sistémico' y por 'control administrativo o institucional'; para lo cual me apoyo en las lúcidas definiciones de los sociólogos alemanes Ulrich Beck y Anthony Giddens. Según Beck, lo que mejor define 'la idea de sistema' es el hecho de que:

se puede hacer algo y seguir haciéndolo sin tener que responsabilizarse personalmente de ello. Se actúa, por decirlo así, en ausencia de uno mismo. Se actúa físicamente sin actuar moral y políticamente. El otro generalizado (el sistema) actúa en uno y a través de uno: ésta es la moral civilizatoria de los esclavos, en la que social y personalmente se actúa como si uno se encontrara bajo un destino natural, bajo la 'ley de gravedad' del sistema (Beck, 2006: 47)6 .

La visión de Beck tiene profundas afinidades con la de su homólogo Anthony Giddens quien define, por su parte, el control administrativo organizado de modo sistémico, del modo siguiente:

El control administrativo es un fenómeno no dirigido del todo por nadie en particular, pues afecta precisamente a las actividades de todos. La supervisión actúa siempre en unión con la reflexividad institucional (…) (y esto) significa un 'pulimiento de los bordes ásperos' de modo que las conductas no integradas en un sistema -es decir, no acopladas de forma conocida a los mecanismos de reproducción del sistema- resulte ajena y separada. El sistema se vuelve por entero internamente referencial hasta el punto de que tales exterioridades quedan reducidas a cero (…). El 'control social' no fue, por tanto, primordialmente un modo de controlar formas preexistentes de conducta 'desviada'. El 'desvío' estaba creado, de hecho, en buena medida por los imperativos derivados de la transmutación de condiciones naturalmente dadas en otras manipulables (…). El 'desvío' se inventó como parte de los sistemas internamente referenciales de la modernidad y, por tanto, se definió en términos de control (Giddens, 1991: 191-192, 201, 204).

En otras palabras, no sólo el sistema administrativo de control es abstracto, sino que se funda en la visión misma de los individuos como abstracciones funcionalmente intercambiables al interior del modelo ideal. Como ya tuve ocasión de precisarlo en este mismo espacio, la estrategia metodológica para el diseño del modelo de control se obtiene apelando a las categorías de análisis del funcionalismo (modelo social introducido en los años 40 por el etnólogo inglés, de origen polaco, Bronislaw Malinowski) y, por consiguiente, a su visión estática de la sociedad como una totalidad sistémica integrada por un colectivo de particulares ('el todo es igual a la suma de las partes') y en la cual cada elemento constitutivo del sistema social puede explicarse por el rol que desempeña en dicho sistema tomado como un todo. De modo que las posibles 'disfunciones' es decir, los conflictos como 'agentes externos de perturbación y desestabilización de la armonía del sistema', así como la exigencia de 'adaptabilidad' de cada elemento a la totalidad cohesiva del conjunto pueden ser fácilmente suprimidos, comoquiera que es precisamente el carácter sistémicamente intercambiable de los elementos lo que garantiza, al menos en el papel, la pervivencia del sistema.

No bastaba empero con hacer del 'componente ético' un 'subsistema del control estratégico' o, lo que es lo mismo en transformar la ética en ética instrumental, para que el modelo se hiciese, a su vez, internamente coherente y menos todavía para que pudiese ser legitimado externamente con miras a su realización operativa: esto es, a su 'interiorización efectiva' y a su 'reproducción social'7 que hagan posible la 'interiorización efectiva de las normas', era todavía preciso intentar transformar la ética gestionada en una suerte de nomocrática 'religión civil' (el término es de Rousseau) cimentada en los valores adscriptivos de la tradición histórica secular. De ahí la necesidad para los diseñadores del MECI de apelar, por una parte, a tergiversación de las nociones propias a la teoría moral y de los enfoques filosóficos que las sustentan y, por otra, a los mecanismos retóricos de ideologización del discurso ético-político. En el primer caso, a través de la hipóstasis del concepto aristotélico de êthos como 'formación del talante social' del ciudadano para la vida de la pólis' con miras a la realización de una vida digna, por la visión ciceroniana del mos como 'morada, costumbre y tradición'. De ahí la tajante distinción que se establece entre la ética como 'ciencia normativa suprema' y el ámbito de la moral como dominio de lo arbitrario, es decir, de las visiones relativistas y emotivistas y de las preferencias subjetivas. Quedaba de esta manera abonado el terreno para establecer la disociación absoluta entre lo público y lo privado que está siempre en el origen de las morales autoritarias y de los credos totalitarios.

Antes de pasar a examinar en qué medida es posible transformar esa visión funcionarista del 'control' como 'control de lo social' por el concepto ético-político de la autorregulación ética como construcción responsable de lo social, quisiera traer a colación, y a modo de elemental ilustración, algunos de las definiciones dadas por el MECI en torno a su simplista, tergiversada e ideologizada visión del sentido de lo público:

Lo público es lo de interés (sic.) o utilidad común, que atañe al colectivo, que concierne (sic.) a la comunidad y por ende a la autoridad de allí emanada, lo que es visible y transparente, lo que es accesible a todos, en oposición a lo privado, a lo que es individual, lo invisible u opaco, lo secreto y lo cerrado.

También lo público es aquello que conviene a todos de la misma manera, para la dignidad de todos (…). Lo público se construye en los espacios para la deliberación, el debate y la concertación, en tanto que su legitimación solo (sic.) es posible en la medida en que resulte de un proceso de inclusión y de participación entre los ciudadanos (que aquí parece alcanzarse simplemente por decreto). Por ello lo público se configura en aquellos lugares en donde se toman las decisiones, en los espacios educativos, y de producción del saber, en los medios de comunicación, en el Estado y en espacios no Estatales, en los organismos de elección pública, en los espacios de discusión y concertación entre vecinos, en las empresas audiovisuales, y en general en aquellos lugares donde se producen y distribuyen los bienes simbólicos que dan sentido colectivo a la sociedad (…). Lo público es construido por las élites, es decir, por todas aquellas personas o grupos cuyas actividades y propósitos trascienden el ámbito de lo privado y de los entornos inmediatos, y que con su actuación y decisión pueden modificar los modos de pensar, sentir y actuar de una sociedad. Esta capacidad de transformación y de influencia convierte a la persona o al grupo en un referente porque puede expresar, ordenar u orientar las aspiraciones o expectativas colectivas (VV.AA., 2006: 30). Los énfasis son míos.

Aunque leído en un medio académico el texto precedente se pasa de todo comentario, baste con señalar que tales afirmaciones no sólo son enteramente incompatibles con la noción misma de autonomía universitaria y con la posibilidad de configuración de un êthos universitario orientado hacia la realización del principio de Responsabilidad Social Universitaria, sino que se dan a contracorriente de la sociedad en la que vivimos o, más bien, de la sociedad por la que hemos dejado de desvivirnos y en la que se mata de manera alevosa, sanguinaria y fratricida.

Pensar el problema de la autonomía universitaria desde la oposición economicista entre lo público y lo privado es asumirla desde los criterios de la libertad negativista (como libertad de no hacerse éticamente a sí mismo, para no hacer políticamente nada). La universidad no podrá nunca incidir en los procesos de recomposición de una sociedad moralmente degradada y en su renovación posible, si en ella se refrenan las formas de acción democrática y de control democrático razonable y sin la voluntad de cada uno para autorregularse y reformarse a sí mismo. Todo contrato social, toda forma de asociación, se fundan en la conciencia del autorrespeto y éste, a su vez, genera un valor de mutualidad como recíproco reconocimiento. La libertad de autorregulación ética, como autonomía de gestión, es la expresión de la posibilidad de realización de un sentido compartido de nuestros derechos y de nuestros compromisos para la constitución de un plan de vida razonable a partir de la confrontación argumentada de nuestros puntos de vista propios y de nuestros desacuerdos; de lo que hace de la universidad una institución crítica, dinámica y viviente.

Si el propósito declarado de las políticas del MECI es dictaminar formas de control institucional que hagan posible el cumplimiento de los propósitos misionales de las instituciones públicas, entonces habría que empezar por diferenciar el carácter sui generis de las universidades públicas en el respeto de la autonomía universitaria y el reconocimiento de la 'naturaleza de sus funciones' como reza en los artículos 69 y 269 de nuestra Constitución Política, el último de los cuales cito a continuación:

"En las entidades públicas, las autoridades correspondientes están obligadas a diseñar y aplicar, según la naturaleza de sus funciones, métodos y procedimientos de control interno de conformidad con lo que disponga la ley, la cual podrá establecer excepciones y autorizar la contratación de dichos servicios con empresas privadas colombianas". Pero esto último no significa que la excepción haya de convertirse en regla y que las empresas privadas puedan contravenir impunemente al principio inalienable de la autonomía universitaria (e 'inalienable', como diría Alain Touraine, es todo derecho que se reivindica como derecho de resistencia contra todo abuso de poder, ingerencia externa u opresión).

Esto no nos impide reconocer, desde luego, que la administración universitaria está llamada a preservar los bienes ecológicos, sociales, culturales, materiales, y patrimoniales de la universidad; a velar por el buen uso y el manejo pulcro y transparente de los recursos públicos que administra y por el cumplimiento de las funciones de sus servidores públicos en concordancia con los propósitos misionales que la orientan. Pero no es menos cierto que la preservación de los bienes públicos ha de pasar, en primera instancia por la defensa y promoción de los derechos fundamentales, como el derecho a la vida, la integridad física, psicológica y moral de las personas, la autonomía moral, la libertad de expresión y movimiento y el desarrollo personal en los que se soporta verdaderamente el principio de la dignidad humana.

No niego, por tanto, la importancia de la autorregulación institucional interna como componente esencial de las políticas de autorregulación autónoma de la ciudadanía universitaria y del control ciudadano, no menos que la de sus 'políticas de administración de riesgos' (siempre y cuando éstas estén orientadas por criterios de real 'predecibilidad' que hagan posible su identificación y prevención)8 , así como de sus 'políticas de operación' o de manejo ponderado de la gestión pública de las que el principio de la "rendición de cuentas" me parece constituir el aspecto más esencial -siempre y cuando éste vaya mucho más allá de la presentación de meros balances financieros y se le haga extensivo a la exigencia de dar cuenta del rendimiento probado que ha de acompañar el desempeño de toda función y gestión públicas9 -. No es casual que los griegos hayan hecho de la rendición de cuentas (eúthyna) como 'principio de transparencia' ('dar cuenta es dar razones'), uno de los pilares fundamentales de su estructura democrática y la primera de las formas del control político democrático (Musti, 2000: 17, 96-98).

En ese principio de la rendición de cuentas, que los griegos entendían desde la perspectiva de la representatividad democrática integral y del control ciudadadano, podríamos inclusive reconocer un primer antecedente histórico de la idea de responsabilidad social. Aunque no es menos cierto que un tal principio sólo puede fundarse -eso ya lo decía Aristóteles en su crítica del colectivismo platónico- en un auténtico sentido de pertenencia a la ciudad (entendida en nuestro caso como 'ciudad universitaria'); un sentido de pertenencia que sólo es cívica y afectivamente configurable en procesos de participación democrática y de acción social compartida. En palabras del Estagirita: "Hay dos cosas principalmente que hacen que los hombres tengan interés y afecto: la pertenencia y la estimación. Ninguna de estas dos puede existir en los sometidos a tal gobierno" (Aristóteles, 1988: libro II, 1262b 9). Y más adelante inquiere: "Y, si no participan del gobierno, ¿cómo podrán sentirse afectos a él?" (Aristóteles, 1988: 1268 a6). Pregunta a la que parecen hacer eco las palabras del sociólogo francés Alain Touraine:

¿Qué significa la libre elección de los gobernantes si los gobernados no se interesan en el gobierno, si no sienten que pertenecen a una sociedad política sino únicamente a una familia, una aldea, una categoría profesional, una etnia, una confesión religiosa? Esta conciencia de pertenencia no está presente en todas partes, y no todos reivindican el derecho a la ciudadanía. Ya sea porque se contentan con ocupar lugares en la sociedad sin interesarse por modificar las decisiones y las leyes que regulan su funcionamiento, ya porque procuran escapar a unas responsabilidades que pueden implicar grandes sacrificios. Con frecuencia, el gobierno es percibido como perteneciente a un mundo separado del de la gente corriente; ellos, se dice, no viven en el mismo mundo que nosotros (Touraine, 2001: 43-44).

El funcionarismo académico y administrativo es, quizá, uno de los factores más adversos a la posibilidad de generación de un real sentido de Responsabilidad Social Universitaria e incide no poco en la fragmentación de esos dos mundos interdependientes y funcionalmente indisociables, aunque orientados por lógicas distintas, y que se miran uno al otro con creciente suspicacia y desdén; lo son también el aislacionismo, la estrechez de miras, el espíritu de amoldamiento, el conformismo, el pasivismo, el individualismo, el elitismo, la masificación y rutinización de la enseñanza, y la desciudadanización de los individuos. Lo es, sobre todo, la ausencia de iniciativa individual y la incapacidad de poner en obra la imaginación creadora por efectos de esa razón perezosa que ha acabado por invadir a nuestras universidades y que ya denunciaba Kant en su célebre texto ¿qué es la ilustración?, a saber, la razón que se delega en los tutores y en su 'tarea de supervisión' cuando ellos mismos están dominados por el espíritu imitativo, reproductivo, servil y de 'calco' que alienta siempre las líneas del menor y del más estéril esfuerzo.

Entiendo, por tanto, por êthos universitario un proceso de sensibilización progresiva en torno a la necesidad de redefinir el verdadero alcance y sentido de la universidad pública como agente de construcción de una sociedad más democrática y, por lo tanto, más equitativa e incluyente10 . Y por Responsabilidad Social Universitaria, las acciones sociales que lo hacen posible. Porque la idea de responsabilidad, para decirlo en el lenguaje de la fenomenología, es siempre responsabilidad 'ante sí mismo y por el otro' y 'con y para los otros', el principio de responsabilidad es inseparable de la conciencia moral y de la sensibilidad social, aunque sólo es éticamente configurable como autorresponsabilidad, es decir, como una toma de conciencia que hace posible la acción de la voluntad como 'autorregulación racional' (autoafirmación) y 'autoconfiguración' de la vida personal en actos de motivación propios: (…) "Configurarla como una vida vivida con perfecta conciencia moral, como una vida que su sujeto sea capaz de justificar ante sí en todo momento y por completo" (Husserl, 2002: 34). Y añade Husserl, porque la ética no es sólo ética individual, sino además ética social, la renovación del hombre y de la cultura sólo es posible en y a través de actos moralmente vinculantes de corresponsabilidad social, frente a un entorno del que nos hemos productivamente apropiado y hemos hecho críticamente nuestro de modo voluntario, libre y consciente. Y Alain Touraine no dice otra cosa cuando escribe: "La idea de vínculo social voluntario es sinónimo de la ciudadanía, si se admite que la aceptación de un vínculo sólo es voluntaria con la condición de que pueda ser renovada, suspendida o retomada libremente, mientras que la identificación colectiva con un jefe o una nación es la pérdida de la voluntad individual en una experiencia colectiva superior contra la cual no hay recurso" (Touraine, 2001: 118).

Cierto es que la definición que he dado de Êthos universitario parece simplificada en exceso. No porque en ella haga exclusivamente referencia a la universidad pública, sino porque definirla de entrada como 'agente de construcción de una sociedad más democrática' supondría negar el hecho de que progresivamente la hemos ido convirtiendo en universidad de goma; en una universidad cada vez más replegada en sí misma y menos consciente de cuáles han de ser sus reales responsabilidades y desafíos en el proceso de recuperación gradual de nuestro perdido sentido de lo humano. ¿Hasta qué punto la universidad no parece estar a punto de convertirse, si no en una 'organización' independiente de la sociedad, sí al menos uno de sus más cínicos reflejos?

Partiendo, por tanto, de la premisa de que la universidad no ha de ser un reflejo de la sociedad, sino el espacio privilegiado de su transformación posible o, dicho con otras palabras, el espacio por excelencia de la imaginación productiva y de la utopia creadora como imaginación proyectiva en donde, parafraseando a Husserl, la espontaneidad no debería, de ninguna manera, ser suplantada por el pasivismo, el acostumbramiento y la rutina, formulo ahora la pregunta: ¿es posible redefinir el sentido del Êthos universitario desde un verdadero principio de responsabilidad social fundado en una 'pedagogía de la imaginación' como 'terapéutica humanista'?

Es esa precisamente la pregunta a la que, a modo de conclusión, trataré de responder en el espacio que me resta, desde la idea fenomenológica del êthos de la imaginación como ética de la motivación.

 

A modo de conclusión: La Responsabilidad Social Universitaria como uso autónomo de la imaginación empática, proyectiva e innovadora

La acción democrática consiste en desmasificar la sociedad extendiendo los lugares y los procesos de decisión que permiten relacionar las coacciones impersonales que pesan sobre la acción con los proyectos y las preferencias individuales. Es ante todo a la educación a la que corresponde este papel de desmasificación (…). Lejos de oponer vida privada y vida pública, hay que comprender que todo lo que fortalece al sujeto individual o colectivo contribuye directamente a mantener y vivificar la democracia.

Alain Touraine (Touraine, 2001: 212-213)

El propósito de mi artículo era mostrar si, y en qué medida, el principio de Responsabilidad Social Universitaria puede inscribirse en el ámbito de lo que el filósofo alemán Edmund Husserl denomina "ética de la motivación" como principio de realización de la autonomía pública (definida por las actitudes del 'Yo quiero', 'Yo puedo', ' Yo hago', 'me decido por' y 'tomé una decisión razonable y la mantengo') y la cual sólo puede desplegarse en (y a través de) una fenomenología de la imaginación en la asunción de sus formas progresivas, a saber, de la imaginación empática como actitud moral; de la imaginación como conciencia neutra (como suspensión de los juicios de valor y de las actitudes de retaliación) la cual está asimismo en la base de la imaginación como imaginación proyectiva (focus imaginarius): como 'la fuerza imperativa para una acción liberadora' que al modo del Eros griego puede hacer 'que las montañas se muevan' sustrayéndonos de ese modo de la indolencia moral y de la indiferencia como actitud de acostumbramiento: Imaginar es, según Husserl, comportarse como si (als ob) pudiese obrar, pensar, vivir y sentir de otra manera; como si me fuese dable, al proyectarme en un mundo otro, crear las condiciones de su realización posible en actos propios de motivación moral.

Ahora bien, ¿cómo es posible fomentar en el ámbito universitario un auténtico êthos de la imaginación como 'pedagogía de la imaginación' y 'terapéutica humanística'? El ejercicio de la imaginación comienza ciertamente en el aula; y habría de empezar por el proceso de 'desmasificación' como deinvisibilización del otro que está en la base de su reconocimiento en cuanto individuo y, por eso mismo, de la inclusión social y el autorrespeto sin los cuales no es posible la aminoración de la violencia.

El criterio burocrático, heredado del colectivismo platónico, de 'a cada uno según la función que le corresponde' no sólo impide el verdadero desarrollo del espíritu de creatividad y de la iniciativa individual, sino que contribuye en no poca medida a la autogeneración de lo que Zygmunt Bauman denomina la 'sedación ética de la sociedad' como 'dejadez común', es decir, la actitud creciente a anteponer la comodidad propia a la de los demás que bien a menudo se ampara en el lema de 'no es esa mi (o nuestra) función' (no hay que confundir, en efecto, las extralimitaciones del 'poder-dominio' como 'dominio de nadie' con la capacidad proyectiva y autoproyectiva del poder hacer, ni el cumplimiento de las funciones con la burocratización creciente de lo público y el desistimiento ético).

El ethos de la imaginación como terapéutica humanista supone el progresivo desarrollo de una ética de la motivación como actitud de sensibilización y reimplicación individual en lo social y como redignificación colectiva del valor de lo humano y del sentido de lo público. La imaginación es, en efecto, la facultad de lo posible porque sólo ella permite generar actitudes de descentramiento individual y colectivo que reaviven la conciencia, cooperación y el compromiso ciudadanos y la posibilidad de constitución de un verdadero principio de ciudadanía global que nos permita neutralizar los efectos perversos de la globalización económica y crear mecanismos alternativos para conjurar los peligros inherentes a las políticas economicistas del "apartheid global".

Vivir en un mundo globalizado exige tomar conciencia de que nuestros arraigos locales, nacionales (y en ocasiones continentales), no pueden desligarse de nuestra pertenencia a la 'comunidad humana' y de que, querámoslo o no, nuestro porvenir se inscribe en el futuro planetario (como nos lo recuerda la situación que hoy vivimos a consecuencia de las emisiones de dióxido de carbono cuyos dramáticos efectos se hacen sentir en el 'fenómeno de invernadero' y en el calentamiento del planeta).

La cultura política ayuda a fomentar el diálogo intrapersonal, intergeneracional e intercultural y hace posible la construcción de relaciones socio-políticas intersolidarias. Es el medio a través del cual todo régimen democrático encamina sus esfuerzos hacia la búsqueda de pautas reguladas de coexistencia pacífica, confraternización, convivencia y corresponsabilidad (conceptos políticos que tienen un carácter progresivo y que deben ser estrictamente diferenciados en cuanto son la expresión misma de los principios ético-políticos de la tolerancia recíproca, de la solidaridad y de la responsabilidad social o ciudadana desde los postulados de una ética individual y colectiva). La cultura de lo político no sólo nos ayuda a tomar conciencia de en qué mundo vivimos, sino además de la manera como nos proyectamos en el mundo y asumimos nuestra tarea formadora; a disolver los dogmas académicos, los credos ideológicos o doctrinales de sesgo ideocrático y los monopolios del saber y de la verdad.

He recalcado estos puntos por que creo que ya es hora de que empecemos a reflexionar sobre los retos que nos plantea la construcción de la universidad del siglo XXI. Porque estoy convencida de que la universidad sólo se nutre del debate, del disenso y de las interpretaciones plurisémicas, hago mías las palabras que escribiera hace unos años el académico Ricardo Campa a propósito de los procesos de transformación que ha sufrido la Universidad de Bolonia a lo largo de sus casi novecientos años de historia:

(La Universidad) es el primer ejemplo de democracia participativa fundada sobre el equilibrio entre efectividad y selectividad, entre vocación de consenso y decisión de disenso, entre armonía y discordancia (…). Pero en un mundo en el cual también la arbitrariedad puede asumir connotaciones conservadoras, la Universidad sigue siendo el único punto de referencia para la formulación de una «nueva alianza» entre las masas hegemónicas y los espíritus inquietos, entre el conformismo camuflado alegremente de vanguardismo y el rigorismo crítico que se fortalece en el tejido material de la realidad y aspira a innovarlo con cada arte, de las liberales a las más sofisticadas, como en los inicios de la época de la modernidad (Campa, 1989: 26-27).

Porque sólo habiendo eliminado las jaulas de hierro y una vez deshechos los desmirriados barrotes de goma, nos será dable poner en uso la imaginación proyectiva como principio y condición de realización de toda utopía creadora.

 

Notas al pie

1 Llámesele 'modernidad tardía', 'modernidad reciente' o 'sociedad postradicional' (Anthony Giddens); nueva modernidad', 'sociedad tardomoderna', 'programada' o 'fragmentada' (Alain Touraine); 'sociedad industrial desarrollada' o 'atomizada' (el antropólogo social Ernest Gellner); 'modernidad líquida', mundo 'ambivalente', 'desasosegado', 'mundo de las particularidades universales', 'de la racionalidad triunfante' o 'sociedad de consumo' (Zygmunt Bauman); 'sociedad industrial del riesgo', 'de la carencia', 'sociedad avanzada', 'sociedad tabú de la infalibilidad', 'segunda modernidad' (Ulrich Beck) o 'mundo del biopoder global de la soberanía imperial y de las fuerzas biopolíticas de la producción social' (los filósofos Hardt y Negri)

2 Bien dice Zygmunt Bauman que "un diseño a toda prueba de riesgo, es prácticamente una contradicción en sus términos" (Bauman, 2006: 39).

3 A menos que la idea de interés común se entienda y oriente en el sentido de lo que Hardt y Negri denominan "derechos de la singularidad" para distinguirlos de los tradicionalmente llamados 'derechos a la privacidad', cuya reivindicación conduce, en no pocas ocasiones, a la justificación de 'la ideología del "individualismo posesivo": "El interés común, a diferencia del interés general que fundamentó el dogma legal del Estadonación, es una producción de la multitud (entendida ésta, en oposición a la idea unitarista de 'pueblo 'que reduce las diferencias sociales en una identidad', como 'un conjunto de singularidades plurales' (…) 'en donde todas las diferencias puedan expresarse de un modo libre y equitativo'). El interés común, en otras palabras, es un interés general no reducido a la abstracción por el control del Estado, sino recuperado por las singularidades que cooperan en la producción social, biopolítica. Se trata pues, de un interés común que no queda en manos de una burocracia, sino que es administrado democráticamente por la multitud (…). En resumen, lo común marca una nueva forma de soberanía, una soberanía democrática (o más exactamente, una forma de organización social que desplaza a la soberanía), en donde las singularidades sociales controlan, en virtud de su propia actividad biopolítica (es decir, fundada en la cooperación como producción en común), los bienes y servicios que hacen posible la reproducción de la propia multitud. Ello implica que se opera un tránsito de la res publica a la res communis". (Hardt - Negri, 2004: 243); sobre la diferencia entre 'pueblo' y 'multitud', véase, (Hardt - Negri, 2004: 15-16, 107, 127, 237).

4 Bien dice, asimismo, Bauman que "en la batalla de la ingeniería social (…) el orden se volvió sinónimo de monopolio de poder, del control y represión a la 'alteridad' en resistencia" (Bauman, 2005: 202).

5 Modelo de Gestión Ética para Entidades del Estado. "Fundamentos Conceptuales y Manual Metodológico". (VV.AA., 2006: 29). Por descabellado e inaudito que pueda parecernos semejante despropósito, no se trata, obviamente, de una afirmación 'políticamente neutra' ni 'inocente'. Para ilustrar mejor lo que digo, permítaseme citar lo que escribe Bauman, a propósito de la célebre prueba de Miligram (que intentaba probar, por vía científico-naturalista y de modo autoritariamente inducido, que la crueldad es innata en el hombre): "Frente al pluralismo de la autoridad (el desacuerdo entre las autoridades científicas dio al traste, finalmente, con el experimento), los sujetos se reafirmaron y volvieron a ganar el control de su conducta. Por así decirlo, la ética retornó de su exilio obligatorio. Los objetos amorfos del experimento volvieron a tener rostro. El escudo protector con el que la organización bien estructurada, monolítica y de objetivo solía separar al sujeto de su responsabilidad, se desintegró. Parece entonces que el único factor con capacidad real de oponer contrapesos y de compensar eventualmente el potencial genocida que subyace a las funcionalidades instrumentales de la modernidad y su mentalidad-racional instrumental es el pluralismo del poder, y por tanto el pluralismo de la opinión autorizante. Sólo el pluralismo retorna la responsabilidad moral de la acción a su portador natural: el individuo actuante. La disipación de la gestión central que el pluralismo conlleva, inevitablemente implica la ausencia de un centro gerencial capaz de soñar con un 'orden uniforme y universal', dejando a un lado la capacidad de realizarlo". (Bauman, 2005: 82).

6 Las cursivas son mías. Bauman no dice otra cosa cuando escribe: "La burocracia sobresalió también a la hora de liberar a los ejecutores de la tarea de toda responsabilidad por los resultados y las repercusiones de ésta. Reemplazó eficazmente la 'responsabilidad por', por la 'responsabilidad ante': la asunción de responsabilidades por los efectos de una acción determinada sobre el objeto de ésta fue sustituida por la responsabilidad ante el superior jerárquico, el transmisor de órdenes. Como todos los superiores salvo uno eran agentes al servicio de sus superiores respectivos que daban o transmitían la orden y supervisaban su cumplimiento, para la mayoría (si no la totalidad) de los funcionarios y de los niveles jerárquicos de la burocracia, los orígenes de la orden y de la autoridad que refrendaba la obligación de obedecer se difuminaron en un lejano y borroso 'desde arriba' con un doble efecto: en primer lugar (recordando la acertada expresión de Hannah Arendt), acentuar el carácter 'flotante' de la responsabilidad para hacer casi imposible su localización y atribución precisa, y convertirla así, a efectos prácticos, en responsabilidad 'de nadie'; y, en segundo lugar, investir la obligación de obedecer órdenes de un poder absoluto (casi irresistible), no muy inferior a la fuerza de las órdenes divinas". (Bauman, 2007: 116).

7 Por 'reproducción social' entiendo, con el sociólogo francés Pierre Bourdieu, las formas simbólicas de reproducción de los esquemas económicos, políticos y culturales vigentes en una cultura dominante, a través de la puesta en ejercicio de los mecanismos 'persuasorios' de la 'violencia' simbólica'). En efecto, dado que no hay poder sobre los agentes sociales sin la supresión ideológica de los actores sociales a través de mecanismos persuasorios de 'ambientación' (léase de habituación inculcada).

8 Como afirma Bauman: "Los riesgos son aquellos peligros cuya probabilidad podemos (o creemos ser capaces de) calcular: los riesgos son los peligros calculables. Definidos de este modo, los riesgos son lo más parecido que podemos tener a la (por desgracia inalcanzable) certeza. Conviene señalar, no obstante, que 'calculabilidad' no es lo mismo que 'predecibilidad'; lo único que se calcula en este caso es la probabilidad de que las cosas salgan mal y nos veamos asolados por el desastre. Los cálculos de probabilidad indican algo fiable acerca de la difusión de los efectos de un gran número de acciones similares, pero son casi inútiles como medio de predicción cuando se usan (de forma bastante ilegítima) como guía para iniciar una empresa específica. La probabilidad, incluso cuando se calcula lo más concienzudamente posible, no ofrece certeza alguna sobre si se evitarán finalmente los peligros en este caso en concreto, aquí y ahora, o en ese otro, allí y entonces". (Bauman, 2007: 20-21).

9 Porque, como señalan, por ejemplo, Hardt y Negri: "El concepto de responsabilidad para rendir cuentas podría aludir a mecanismos de representación social, pero no siempre es así. Uno se pregunta: '¿rendir cuentas ante quién? (…). Desde hace tiempo, la rendición de cuentas y la gobernabilidad son conceptos centrales del vocabulario teórico de las corporaciones capitalistas y arrastran muchas connotaciones de dicho ámbito. En relación a términos como 'responsabilidad', por ejemplo, 'rendir cuentas' implica el vaciamiento de la representatividad democrática y la reducción del concepto a una operación técnica que lo relega al campo de la contabilidad. (Como muchos idiomas carecen de equivalencia para accountability y se ven obligados a traducirla como 'responsabilidad', casi se tiene la impresión de que sea un término específico del mundo empresarial angloamericano). Las nociones de rendición de cuentas y de gobernabilidad en esas propuestas van muy claramente encaminadas a asegurar la eficacia económica y la estabilidad, no a construir una forma representativa de control democrático". (Hardt - Negri, 2004: 333-334).

10 La noción de inclusión social reclamaría, ciertamente, de nosotros, un más pormenorizado análisis. La inclusión social es inseparable de la democracia efectiva y, por lo tanto, de una visión integral de los derechos (como interdependencia entre los derechos políticos, sociales y culturales de las personas) y de la búsqueda de la igualdad social como justicia distributiva, proporcional ('trato igual') o social en la que se conjuga la lucha contra la pobreza con la lucha contra la exclusión y la discriminación. De ahí la necesidad de poner en tela de juicio la amalgama que hacen algunos economistas entre igualitarismo e 'inclusión social'.Nadie niega que no hay desarrollo social sin modernización e innovación tecno-científicas ni, como afirma, por ejemplo, Gellner, que el desarrollo humano no va enteramente en contravía del igualitarismo; los avances tecnológicos de la sociedad industrial desarrollada, a diferencia de las sociedades agrarias, han contribuido en no poca medida a generar 'una vulnerabilidad menor' y una cierta 'igualdad formal' en el ámbito de las relaciones laborales y de la satisfacción de las necesidades humanas: "La sociedad industrial moderna es igualitaria y móvil. Pero es igualitaria porque es móvil en vez de ser móvil porque es igualitaria (…). La igualdad formal -en las condiciones modernas la intolerable práctica de dividir a los hombres en clases de seres humanos - no es tan sólo la lisonja del vicio jerárquico a la virtud igualitaria, sino que es también el reconocimiento de la genuina realidad de la movilidad ocupacional y, por lo tanto, el reconocimiento de que no es viable ningún sistema serio de rangos que prejuzgue el status independientemente de la posición ocupacional. Cuando esta posición es crucial e impredecible, el único sistema viable de rasgo hereditario es un sistema que confiera el mismo rango a todo el mundo; en otras palabras, el igualitarismo. Obsérvese que una compleja división del trabajo junto con la movilidad en cuanto a las ocupaciones son fenómenos que están internacionalmente impuestos. No hay economías autarquicas, y todas las economías nacionales están obligadas a marchar si no han de quedarse en el mismo lugar". (Gellner, 2003: 104, 106-107). Sobre la crítica del igualitarismo y sus consecuencias éticopolíticas, véase: (Berlin, 1978: 147-178).

 

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