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Co-herencia

versión impresa ISSN 1794-5887

Co-herencia v.7 n.12 Medellín ene./jun. 2010

 

Dossier: Hermenéutica y narración

 

Ricoeur y el concepto de texto*

Ricoeur and the Concept of Text

 

 

Mauricio Vélez Upegui

mavelez@eafit.edu.co

Magíster en Literatura Colombiana, Universidad de Antioquia. Profesor, Departamento de Humanidades, Universidad EAFIT.

 

Recibido: marzo 24 de 2010. Aprobado: abril 19 de 2010

*Este artículo procede de la investigación "Hermenéutica y los modos de ser del texto narrativo y poético". Grupo: Estudios sobre política y lenguaje (Categoría A de Colciencias) Universidad EAFIT, Departamento de Humanidades.


Resumen

Aunque la expresión "texto" deriva del latín (y por ende arrastra consigo siglos de uso cotidiano), sólo después de la segunda mitad del siglo XX alcanza estatuto conceptual. ¿De qué modo un autor como Paul Ricoeur convierte la expresión "texto" en un concepto? Sugerir una respuesta a tal interrogante es el propósito que anima este escrito. Para tal finalidad se propone la siguiente conjetura, dividida en tres componentes proposicionales: a) aquello realizado como discurso escrito detenta la condición de texto; b) aquello que detenta la condición de texto se destina a un lector para que lleve a cabo una interpretación; y c) el lector que interpreta un texto puede abrirse a la comprensión de sí.

Palabras clave: Texto, hermenéutica, comprensión, explicación, interpretación, sí mismo.


Abstract

Although the concept "text" derive from the Latin (and therefore carries with it centuries of daily use), only achieve conceptual status after of the second half of the twentieth century. How does an author such Paul Ricoeur makes the expression "text" in a concept? The purpose of this paper is to suggest an answer to such question. For this aim it is proposed the following conjecture, divided into three propositional components, namely, a) that performed as written discourse, holds the condition of text; b) that which holds the condition of text is assigned to a reader to carry out an interpretation; c) the reader who interprets a text may be open to the understanding of oneself.

Key words: Text, hermeneutics, understanding, explanation, interpretation, oneself.


 

"La hermenéutica [en Ricoeur] ya no se dedicará solamente al desciframiento de símbolos con doble sentido,

sino que se ocupará de cualquier conjunto significativo

susceptible de ser comprendido y que pueda ser llamado texto" Grondin, ¿Qué es la hermenéutica?

 

Es sabido que los conceptos requieren de las palabras para poder ser nombrados. No en vano éstas operan como vehículos de expresión de aquéllos. Pero las palabras, en cuanto entidades lingüísticas que hacen parte del acervo cultural de una comunidad, no son conceptos, si por tal se entiende aquellas entidades de razón que sirven de fuente, medio y fin al quehacer filosófico y al trabajo de no pocas disciplinas humanas. Ello no significa que las palabras no puedan llegar a alcanzar el estatuto de conceptos. Lo alcanzan cuando, por circunstancias diversas, ellas dejan de ser moneda contante y sonante de los intercambios conversacionales y comienzan a ser bienes simbólicos de uso especializado. Con ser abstractos, los conceptos constituyen un modo de nombrar, y más, de pensar realidades concretas. Median entre los individuos o grupos que los acuñan y las "cosas" a las que pretenden aprehender. De ahí su valor intelectual (epistemológico y metodológico).

De raigambre latina, la palabra "texto" es un ejemplo de lo dicho. Su historia, como la de muchas otras expresiones que han entrado a formar parte del vocabulario filológico, lingüístico o filosófico de nuestra cultura, da qué pensar. No es este el lugar para hacerlo. Basta anotar que, durante el largo período comprendido entre comienzos del siglo XVIII y finales del XX, este vocablo es entresacado del dominio técnico editorial (donde conforma una pareja con la noción de autor, tramitada legalmente para establecer los primeros derechos de propiedad intelectual) y llevada al ámbito de los estudios del lenguaje, en cuyo seno gana dimensión conceptual. Desde entonces es usual hablar de la existencia de un "pensamiento textuario" (Azuela, 1995: 340-341).

La década de los setenta del siglo XX es fértil en perspectivas teóricas que convierten al texto en objeto de reflexión. Aparte de consolidarse en Alemania la textolinguística como disciplina de estudio, gracias a los desarrollos del grupo de Constanza y el de Bielefeld (Bernal Leongómez, 1984: 259 y ss), el texto es abordado, tanto en el país germano como en otros países europeos, conforme a puntos de vista no estrictamente lingüísticos.

Uno de estos puntos de vista lo despliega meditativamente Paul Ricoeur. En efecto, su libro Del texto a la acción. Ensayos de hermenéutica II, (1986), recoge seis estudios dedicados a considerar explícita o implícitamente el concepto de texto. Son los siguientes: "Acerca de la interpretación" (ai), "La tarea de la hermenéutica: desde Schleiermacher y desde Dilthey" (th), "La función hermenéutica del distanciamiento" (fh), "¿Qué es un texto?" (qt) y "Explicar y comprender" (ec), "El modelo del texto: la acción significativa como texto"(mt)1 . Dos notas son comunes a ellos, una de índole formal y otra de índole sustantiva. Formal: Ricoeur se repite, incluso literalmente, de un ensayo a otro. Sin embargo, en él las repeticiones engendran diferencias. Al entrar cada una de ellas en contextos de reflexión cambiante, el pensamiento avanza hasta abonar y enriquecer nuevos problemas. Ello explica por qué la noción de texto, inicialmente considerada en sus determinaciones discursivas, después opere como fundamento de una teoría de la acción significativa y una teoría de la historia. Sustantiva: En Ricoeur gana fuerza la conciencia creciente de que la experiencia humana, acaso por su misma naturaleza lingüística e histórica, puede alcanzar una mayor autocomprensión a condición de explorar, no la vía de la introspección, sugerida por la tradición francesa de la filosofía reflexiva que arranca con Descartes y llega hasta Bergson, sino la vía que está representada por esas objetivaciones del espíritu que son los signos, los símbolos y los textos, sugerida por la tradición alemana de la filosofía romántica que vincula a Schleirmacher y llega hasta la fenomenología de Husserl (Grondin, 2008: 107).

En lo que sigue, nos limitaremos a exponer sólo aquello que Ri-coeur entiende por texto en tanto objeto posible de ese esfuerzo de explicación y comprensión al cual puede darse el nombre de hermenéutica, pues entendemos que texto y hermenéutica, en el filósofo francés, son dos nociones que se fecundan mutuamente. Procederemos a semejanza de un artesano, es decir, tomando de aquí y de allá los hilos necesarios para entrelazar la trama del tejido que nos proponemos reconstruir.

Para llevar a cabo el propósito anunciado queremos plantear la siguiente conjetura: sostendremos que texto es aquello que se realiza como discurso escrito y se destina a un lector que, al interpretarlo, puede abrirse a la comprensión de sí. La conjetura, ¡qué duda cabe!, enseña una forma de expresión apretada. Enuncia un juicio de índole sintético y hace resonar una de las tesis más notables de Ricoeur: aquella según la cual "si todo discurso se actualiza como acontecimiento, todo discurso es comprendido como sentido" (2003: 26). Descorrer el velo de lo que ella encierra implica no sólo desplegar el contenido proposicional de cada una de sus partes, sino argumentar en procura de conseguir, si no una aceptación irrestricta, alguna clase de validación.

Al reparar en la forma sintáctica de la conjetura, podemos notar que ella se compone de una oración compuesta por coordinación copulativa y que la segunda coordinada incluye a su vez una subordinada adjetiva o de relativo. Con otros términos, la tesis consta de tres partes entrelazadas por partículas de relación gramatical: a) primera parte, correspondiente a la primera coordinada: aquello realizado como discurso escrito detenta la condición de texto; b) segunda parte, correspondiente a la segunda coordinada: aquello que detenta la condición de texto se destina a un lector para que lleve a cabo una interpretación; y c) tercera parte, correspondiente a la subordinada incluida en la segunda coordinada: el lector que interpreta un texto puede abrirse a la comprensión de sí. Procedamos a su desarrollo.

 

A) Primera parte de la tesis: Texto es aquello que se realiza como discurso escrito.

Varios asuntos están implicados aquí. En principio, la noción de discurso. Para Ricoeur esta noción sólo puede ser comprendida en el marco de la distinción entre una lingüística de la lengua (tal como fuera establecida por Saussure) y una nueva lingüística, la del discurso (tal como anunciada por Benveniste). Mientras la primera establece como unidad básica de estudio los signos (ora en su articulación fonológica, regida por la determinación de rasgos distintivos entre los fonemas, ora en su articulación lexical, regida por la determinación de rasgos significativos entre las palabras), la segunda define como objeto de análisis el discurso, esto es, unidades lingüísticas de extensión igual o superior a la oración. El discurso, aunque se nutre de signos (de palabras), no se reduce a la suma de los signos que lo componen. Por consiguiente, más que ser una serie, es una unidad original que responde a un orden interno: el orden derivado de la estructura oracional o, si se quiere, del contenido proposicional. En tanto que unidad original estructurada, el discurso es concebido por Ricoeur en dos sentidos solidarios: lingüístico y fenomenológico. Conforme al primer sentido, discurso es el nexo predicativo producto de la unión del significado de un nombre y la significativa indicación del tiempo de un verbo (2003: 16); con-forme al segundo, el discurso es concebido como "acontecimiento del lenguaje" (2003: 23). ¿Dónde reside la solidaridad de estos dos sentidos? Si el discurso, respecto del sistema de la lengua, representa una realización concreta, una actualización de las potencialidades que el código ofrece a cualquier hablante, entonces algo ocurre cada vez que, aquí y ahora, alguien habla: no sólo se pone a prueba el orden lingüístico, las determinaciones contenidas en el código de la lengua (dimensión lingüística), sino que una experiencia humana, tramada por sueños, deseos, ideas, sensaciones, valores, etc., puede ser contada a alguien más, puede ser comunicada a otros, a fin de que un pedazo del mundo (dimensión fenomenológica) "llegue al lenguaje por medio del discurso"(fh, 97). Sin importar el incontable número de veces que este acontecimiento se produce a lo largo de la vida histórica de un ser humano, una cosa parece indudable: en todo acto de discurso, desde el más nimio hasta el más grave y sentencioso, asistimos a una especie de misteriosa ceremonia: ser testigos del modo como el mundo es reintegrado al lenguaje, "pues si no se habla del mundo, ¿de qué hablaríamos?"(fh, 97 y mt, 170). En últimas, frecuentar el ámbito del discurso equivale a tomar en cuenta aquello que justamente una lingüística de la lengua deja de lado o sobre lo cual pasa en silencio: el uso lingüístico.

Sobre el trasfondo de la distinción entre signos y enunciados, Ricoeur puntualiza cuatro diferencias esenciales entre el acontecimiento del discurso y el código de la lengua. Apelamos a cuatro adjetivos para nombrar esas diferencias: temporal, autorreferencial, referencial y comunicativa. Temporal, porque el discurso, a diferencia del sistema de la lengua que se sustrae a la ocurrencia en el tiempo, acontece siempre en una coordenada temporal precisa, relativa a la situación comunicativa en la que dos individuos cualesquiera en encuentran. Autorreferencial, porque el discurso, a diferencia de la lengua que se sustrae a cualquier determinación subjetiva, se refiere en principio, mediante los denominados embragues de enunciación, al sujeto de habla. Referencial, porque el discurso, a diferencia de la lengua que no es otra cosa que una estructura cerrada en sí misma y dotada de un funcionamiento particular, es siempre manifestación verbal acerca de algo (del mundo, de la realidad, de sí mismo); y comunicativa, porque el discurso, a diferencia de la lengua que es mera posibilidad de comunicación, admite ser definido como lenguaje actualizado o realización lingüística, y, por ende, realizado para otro, justamente aquel que motiva la actualización misma. (fh, 98, y mt, 170).

Aunque Ricoeur establece los estos cuatro rasgos como propios de una objetivación discursiva (y, más, como criterios de textualidad), dos rasgos adicionales pueden ser agregados a esta constelación de distinciones: Si el discurso es tributario de un "sentido múltiple" que es posible captar en narraciones históricas o de ficción, e incluso en creaciones poéticas intervenidas por el dispositivo de la metáfo-ra, el sistema de la lengua es portador de una polisemia constitutiva (Ricoeur, 2006: 62 y ss). Sólo que aquello que es un rasgo estructural de los signos que conforman una lengua natural, solamente se manifiesta como efecto de sentido ("función alegórica" del lenguaje) al momento de producirse la actualización discursiva. Mientras dicha actualización no se produzca en una situación comunicativa concreta, los signos de los cuales se componen los enunciados entrañan acepciones, pero no suscitan efectos de sentido. Asimismo, si lo propio del discurso es mediar en el vasto dominio de los intercambios comunicativos donde importa menos la relación de un signo con otro que la relación de los signos con el mundo, lo propio de la lengua es asegurar no sólo la relación entre un significante y un significado sino también el tratamiento de los signos al amparo de asociaciones por semejanza y encadenamientos por contigüidad, dentro de un sistema sin relación con la realidad externa.

En síntesis, estos rasgos del discurso como acontecimiento, a saber, a) el hecho de realizarse en el tiempo, b) de indicar lingüísticamente al sujeto que habla, c) de expresar algo, d) de expresar algo al alguien sobre algo, e) de ser depositario de un "sentido múltiple", y f) de mediar entre los individuos y el mundo, "sólo aparecen en el movimiento de la realización de la lengua en discurso, en la actualización de nuestra competencia lingüística" (fh, 98).

Ahora bien, el discurso, como actualización lingüística, puede realizarse de dos modos: oral y escrito. De ahí que sea posible hablar de discurso oral y de discurso escrito. Los seis rasgos mencionados están presentes en cada uno de estos dos tipos discursivos. ¿Acaso funcionan de la misma manera? Ya veremos que no.

Consideremos el discurso oral. Éste puede asumir dos formas distintas: el monólogo y el diálogo. Dado que Ricoeur centra su atención en el diálogo, dejemos de lado el monólogo. ¿Qué decir del diálogo? Constituye el modelo, por definición, de la comunicación humana. En el diálogo los seres humanos encuentran una condición existencial para intentar "transgredir o superar su soledad fundamental", aquella derivada de la imposibilidad de transferir directamente lo experimentado a alguien más (Ricoeur, 2003: 30).

En virtud de dicho modelo, alguien (hablante, en cuanto función indicada pronominalmente), dice algo a alguien (oyente, función asimismo indicada por los embragues discursivos) acerca de algo (dimensión referencial). Usualmente, lo que realiza el hablante, al momento de hablar de algo con alguien, son no tanto expresiones aisladas, palabras sueltas que equivaldrían a un listado de nombres usados para dar cuenta de un registro de cosas, cuanto expresiones combinadas, vale anotar, enunciados que tienden a materializarse en unidades funcionales sintéticas -llamadas oraciones-. Se objetará que un diálogo, muy a menudo, está salpicado de palabras sueltas; en tal caso, habría que responder que en una situación comunicativa las palabras sueltas valen por enunciados implícitos. Si no se expresan por entero, formando parte de un enunciado completo, es porque los individuos obran conforme al principio de economía lingüística.

Por lo demás, el proceso descrito, en términos generales, es eficaz, en cuanto no genera problemas de incomprensión o malentendido, y rutinario, dado que se lo repite día a día. Con todo, nada impide que surja algún problema de comprensión o entendimiento de lo dicho. En efecto, si durante el encuentro interpersonal ocurre un fenómeno de incomprensión o malentendido, generado a causa del sentido múltiple discursivo o debido a la dificultad para hacer una atribución o un reconocimiento de la referencia designada, el fenómeno tiende a resolverse en el seno de la misma situación comunicativa gracias a las posibilidades que ofrece a cada uno de los interlocutores el intercambio de preguntas y respuestas. Preguntar y responder son operaciones dialógicas que subyacen a los actos de hablar y escuchar. En el caso de la polisemia, el qué de lo dicho puede ser interrogado respecto de su querer-decir con el fin de volver moderadamente unívoco aquello que radicalmente no lo es. Basta con que alguien pregunte a otro qué quiere decir al decir algo -que no se ofrece a una comprensión inmediata o evidente-, para que el primero no sólo rearticule su discurso con otras palabras (acaso menos confusas y más familiares), sino que a su vez entienda que se le está solicitando una explicación. Por su parte, el sobre qué de lo dicho puede ser interrogado a partir de su plena significación enunciativa con el fin de que el acto de "remitir a la realidad (de hacer referencia a la realidad) equivalga a remitir a esta realidad" (qt, 129-130) [a la de la situación comunicativa que da soporte al diálogo].

Y aun si la lógica de preguntas y respuestas se revelara insuficiente para resolver los problemas de comprensión suscitados por el doble sentido o la referencia, el lenguaje, al acontecer como discurso, ofrece, al extremo, un último recurso de desciframiento: la dimensión ostensiva o digital. En un enunciado como "observa lo que está pasando allí", la atribución de referencia puede apelar a un gesto de señalamiento para eliminar su opacidad significativa. Si los pronombres demostrativos, los adverbios de lugar y las variaciones pronominales constituyen "expresiones esencialmente ocasionales" (Husserl, 1995: 272), es porque en ellos la frontera que delimita el carácter indicativo y expresivo de los signos aparece siempre borrosa, pues a la vez que significan, ellos indican en cada caso, existencialmente, al sujeto mismo de la enunciación. Razón le asiste a Ri-coeur al afirmar que en el diálogo, o, si se prefiere, en una situación comunicativa de interlocución, "el sentido muere en la referencia y la referencia muere en la mostración" (qt, 129-130), en el señalamiento circunstancial del mundo, de la realidad, de sí mismo.

Pero, ¿qué ocurre cuando la realización discursiva del lenguaje abandona el ámbito del diálogo y se inscribe en la escritura? ¿Acaso el habla es una suerte de escritura en espera de ser registrada sobre la materialidad del papel (o de la pantalla)? ¿Por ventura la escritura es fijación de habla, estabilización de significantes, custodia de la oralidad contingente? Sea lo que fuere, lo que ocurre es el advenimiento del texto. ¿Cómo lo define Ricoeur? "Texto es discurso fijado por la escritura" (qt, 128). Así, el modo oral de realización discursiva es al diálogo lo que el modo escrito es al texto. Al fundarse sobre la conocida regla de la cuarta proporcionalidad, la analogía enseña que resulta improcedente confundir la presencia dialógica con la existencia textual (lo que no implica que un escritor no pueda volcar sobre la superficie de su texto pasajes dialógicos), así como la existencia dialógica con la presencia textual (lo que no supone que un hablante no pueda conversar con alguien acerca de un pasaje leído). Que ello es cierto, lo confirma Ricoeur al advertir que la relación "hablar-escribir/responder-leer no es de equivalencia sino de simetría" (qt, 129-130). Si fuera de equivalencia no habría distinción notable entre una situación comunicativa dialógica y una lexeográfica (es decir, lo relativo a los procesos de escribir y leer). Pero la distinción resulta clara. Leer lo escrito no es dialogar con el autor, ni escuchar (responder a) lo dicho es escribirle al hablante. Como quiera que un texto es verdaderamente texto, no cuando llega a ser escrito, sino cuando llega a ser completado en el proceso de lectura, ni el escritor está presente -como sí ocurre con el locutor en el diálogo- cuando el lector lee, ni el lector está presente -como sí ocurre con el interlocutor en el diálogo- cuando el escritor escribe (qt, 129-130). Cierto que el lector, mientras lee, puede sentir como si el texto le dirigiera interpelaciones (piénsese en aquellos pasajes textuales que mueven a la relectura); cierto que el lector, al revés, puede dirigirle al texto una serie de preguntas, alentado por el propósito de captar la intencionalidad o el querer-decir del autor; pero no es menos cierto que en uno y otro caso el texto perdura sin la presencia de la voz enunciativa civil, autoral, y, por consiguiente, sin un locutor que pueda dirimir los conflictos de interpretación que se susciten al momento de leer. En suma: si en medio de un diálogo real la tríada locutor-mensaje-interlocutor está siempre presente, de suerte que los problemas de sentido y referencia se resuelven por la remisión a la misma situación, en el caso textual prima la dicotomía texto-lector, de suerte de que los problemas de sentido y referencia obligan a consideraciones interpretativas diferentes.

Volvamos a la definición de texto. Dos preguntas se imponen: ¿qué implica la fijación escrita? y ¿qué es en últimas lo fijado por la escritura? La fijación implica, no la cancelación de sentido ni la eliminación de la referencia, sino el tránsito hacia un registro particular cuya naturaleza no es la del habla: el registro en el que el régimen de la inscripción escrita, antes que devenir una simple trascripción de fonemas en forma de caracteres, llega a ser la marca gráfica de un acto humano cuya materialización revela, o puede revelar, la huella de una intención significativa. Dicho con otras palabras, texto es "un discurso que se habría podido decir, es cierto, pero que se lo escribe porque no se lo dice" (qt, 128). En la medida en que es aquello que se escribe, porque no se dice (pudiéndose decir), el texto se convierte en un objeto duradero o cuando menos no tan efímero como el acontecimiento del habla. A diferencia del habla que desaparece a poco de acontecer en cada encuentro intersubjetivo, el texto, como fijación escrita, perdura en el tiempo, a fin de hacer aparecer un habla ulterior (aquella que deriva del acto de lectura).

A su vez, lo que fija ese decir escrito llamado texto no es tanto la actividad de materialización gráfica, pues a fin de cuentas se trata de un hecho que tanto puede ser ejecutado por la mano como por la máquina, cuanto lo dicho como tal. Y lo dicho, según la teoría de los actos de habla de Austin y Searle, de la cual se sirve Ricoeur, son enunciados, es decir, actos discursivos (por ejemplo, describir un estado de cosas del mundo, impartir una orden, manifestar un sentimiento de solidaridad, declarar la guerra, comprometerse a pa-gar una deuda), que sirven de vehículo para que alguien diga algo a alguien (acto locucionario), para que haga algo al decir algo (acto ilocucionario) y para que produzca alguna clase de efecto al decirlo (acto perlocucionario) (Ricoeur, 2003: 28). Lo dicho, entonces, es una unidad discursiva integrada por "una jerarquía de actos subordinados: el acto de decir, lo que hacemos al decir, lo que hacemos por el hecho de decir" (fh, 99).

Al ser fijados por escrito, los actos locucionarios y ilocucionarios, más que los perlocucionarios (que constituyen "el aspecto me-nos inscribible del discurso y caracteriza preferentemente al discurso oral" (fh, 1002 ), se prestan al reconocimiento por parte del lector. El reconocimiento, en ambos tipos de actos, es de naturaleza sintáctica o gramatical. Sintáctico es el de los actos locucionarios, pues a menudo adoptan la forma de la oración como proposición (Decimos a menudo porque no faltan los textos en los que el plan de escritura parece obedecer a un intento por hacer estallar la estructura sintáctica fundamental del lenguaje. Las últimas obras de ficción de Beckett son un ejemplo de lo dicho). Su forma incluye una estructura tal que no es posible concebir una oración sin predicado, pero sí una sin sujeto (Ricoeur, 2003: 24). Allí donde falte el predicado, podemos hablar de frase nominal, de frase adjetiva, de frase adverbial, pero no de oración. Decir oración equivale a la sazón a decir unión de dos funciones lógicas: la función del sujeto y la función del predicado (proposición o contenido del acto de decir). En virtud de la primera es posible llevar a cabo procesos de identificación singular o plural; en virtud de la segunda, procesos de predicación (acciones, cualidades, relaciones, etc.) universales (Searle, 2001: 35). Gramatical es el reconocimiento de los actos ilucocionarios, pues son el producto de "paradigmas gramaticales (modos indicativo, imperativo y subjuntivo y otros procedimientos que exteriorizan la fuerza ilucucionaria) que permiten su identificación y reidentificación" [fh, 99 y mt, 172]. En la escritura son los signos parasintácticos los que prestan un auxilio al reconocimiento de la fuerza ilocutiva de lo dicho.

Al reproducir la forma oracional y los modos gramaticales, los enunciados locucionarios e ilocucionarios se tornan tributarios de los dos rasgos que, a juicio de Frege (1999: 53), están presentes en cualquier proposición, a saber, el sentido y la referencia. ¿Cómo interpreta Ricoeur estos dos conceptos siguiendo al lógico alemán? "Sentido es el objeto ideal al cual se refiere [El enunciado]; este sentido es puramente inmanente al discurso. Su referencia es su valor de verdad, su pretensión de alcanzar la realidad" (fh, 106). Luego, si un texto es un tipo de ordenamiento discursivo en el que se fija por escrito uno o más enunciados, y si lo propio de los enunciados es contar con un sentido y una referencia, entonces un texto, al ser un entramado de enunciados, difícilmente podría carecer de sentido y de referencia (De nuevo, decimos difícilmente porque no faltan los casos de textos en los que, por ejemplo, el plan de escritura parece responder al deseo de hacer vaciar el conjunto de enunciados que lo componen de cualquier sentido y, consecuentemente, de cualquier pretensión de vincular la realidad. La denominada poesía transracional rusa es un ejemplo de lo dicho).

Lo que Frege denomina sentido del signo, Ricoeur lo reconsidera, por extensión, como significado o significación de los enunciados3 . Dado que éstos se componen de signos, podría creerse que la significación es algo así como la sumatoria de los sentidos. Pero Ricoeur pronto subraya que la significación no es una adición de sentidos sino el producto de la correlación de los actos locucionario, ilocucionario y perlocucionario, "en la medida en que estos tres aspectos del acto de discurso están codificados y regulados según paradigmas, es decir, en la medida en que pueden ser identificados y reidentificados con el mismo sentido"4 (fh, 99). Si pueden ser identificados y reidentificados, los actos discursivos escritos fijan, en consecuencia, no sólo una intención comunicativa (el querer-decir del hablante o aspecto subjetivo del sentido o la significación) sino también una intención lingüística (el querer-decir de las oraciones, esto es, el contenido proposicional, la síntesis de la función identificadora singular y predicativa universal) (Ricoeur, 2003: 25).

Sólo que al objetivarse en forma de enunciados, al exteriorizarse discursivamente en la superficie del texto, la doble intención sufre un profundo cambio. No es sólo que lo dicho por escrito no coincida con aquello que intentaba decirse (cosa que acontece con frecuencia), es que lo dicho por escrito, al inscribirse en grafías lineales, adquiere "autonomía semántica". Si una situación dialógica garantiza que el hablante pueda hacerse cargo del contenido de su emisión discursiva, en la situación lexeográfica la ausencia del autor impide que él pueda hacerse cargo de las derivas significativas a que da lugar la escritura de su texto. En esta última situación lo que el texto significa (el qué del discurso) ya no coincide con el querer-decir del autor. "Significado verbal, es decir, textual, y significado mental, es decir, psicológico, tienen desde ahora destinos diferentes" (fh, 104). Común a ambos es el destino de la lectura; pero si el significado verbal reclama una lectura centrada en el texto (pero no en el autor), el mental privilegia una centrada en el autor (pero no en el texto). Más adelante veremos que a Ricoeur sólo le interesa el primer tipo de lectura.

¿Qué decir del referente? Ya hemos advertido que el par signosentido (Frege) equivale en cierta manera al par enunciado-signifi-cación (Ricoeur). Ahora es preciso anotar que, en términos generales, todo signo lingüístico y todo enunciado comunicativo (ficticio o no ficticio) remite a algo distinto de sí: el referente. Es función del signo, como lo es también de cualquier enunciado, dejar traslucir un sentido o una significación y remitir a una determinada realidad (Frege, 1999: 59). Tal es la condición mediadora que los caracteriza. Referente es, pues, aquello que no es el signo ni el enunciado, pero a lo cual uno y otro hacen relación: la realidad misma, o, si se prefiere, los entes del mundo designados por el signo o el enunciado. Y la realidad (el mundo empírico, cultural o imaginario), en el caso de los textos, es aquello de lo que se quiere escribir o se escribe. Sólo que en los textos, a diferencia de lo que ocurre en el caso del discurso oral, no es posible realizar una atribución inmediata de referencia (Ya anotamos la razón). En ellos la relación lenguaje realizado-mun-do designado no es similar a la del diálogo. Como observa Ricoeur, en los textos "el movimiento de la referencia a la mostración que-da interceptado" (qt, 135). La referencia no se cancela, pero sí se problematiza, en el sentido de no corresponder a la referencia del lenguaje ordinario. Otra referencia ha de ser liberada, "efectuada". Mientras tal cosa ocurre, el texto ofrece la posibilidad de ser leído de cierto modo. ¿Cómo? Llegamos a la segunda parte de la tesis.

 

B) Segunda parte de la tesis: aquello que detenta la condición de texto se destina a un lector para que lleve a cabo una interpretación.

Antes de entrar a dilucidar el proceso de lectura y el papel del lector, Ricoeur no olvida señalar que el texto, como discurso fijado por escrito, "es el producto de un trabajo" (fh, 101). Y ese producto se llama obra. Más que hacerse solo, más que surgir de la nada, el texto se hace, surge, como resultado de una actividad práctica, de una técnica de escritura, incluso, de un oficio. De ahí que, según Ri-coeur, "la obra aparezca como mediación práctica entre el irracionalismo del acontecimiento y el racionalismo del sentido" (fh, 102).

¿Qué caracteriza al discurso como obra? Tres elementos o rasgos: "composición (a), pertenencia a un género (b), estilo individual (c)" (fh, 101).

Composición (a), porque decir texto equivale a decir conjunto de enunciados escritos cuyas relaciones de cohesión sintáctica y coherencia semántica constituyen una unidad superior a la oración. La variable de la extensión no es suficiente para determinar cuándo un conjunto significante deviene texto. Sea cual sea la extensión, uno o varios enunciados, es necesario sobre todo que en él o en ellos haya, además de fijación escrita, forma interna. Pertenencia a un género (b), porque el texto, al poder entrar en contacto con otros textos, no puede menos de responder a las leyes de un canon discursivo. Por más originalidad formal que un texto exhiba, siempre es posible adscribirlo a un corpus mayor, integrado por textos entre los cuales existen "parecidos de familia". Y estilo individual (c), porque el texto, al ser el producto de una exteriorización intencional por parte de un sujeto de enunciación, recibe las improntas singulares del individuo que lo agencia. Con ser que el discurso no es propiedad de nadie en particular, dada su naturaleza esencialmente colectiva, puede ser usado de un modo tan especial que lo haga aparecer como si fuera privativo de alguien.

Complementemos un poco más cada uno de los estratos de signi ficación acotados. Composición alude a "organización y estructura", lo mejor, a oficio de escritura en virtud de cual se trata de imponer una forma lingüística a la materia informe, virtual y atemporal del lenguaje. En esa medida, el oficio de escritura, cuyo fin es la composición misma, reclama una técnica, un saber-hacer, que supone no sólo el conocimiento del material que se emplea sino también el fin perseguido en cada caso. Y más: implica equilibrio entre el conocimiento de los medios y el horizonte de los fines. Un exceso de competencia lingüística no desemboca por fuerza en una composición lograda; un defecto en la entrevisión de los fines puede echar a perder el plan de escritura que precede a la composición misma. Por consiguiente, medios y fines deben quedar soldados en unidad. En cuanto que actividad práctica ejecutada con las herramientas del lenguaje, la obra alcanza su hechura, su forma, su organización interna con base en incesantes reelaboraciones. En cada repaso, en cada acción de reescritura, la obra se perfila de un modo diferente. Son esas diferencias las que integran el proceso de estructuración.

Por su parte, codificación significa marco de referencia archi-textual en virtud del cual una composición determinada se acoge a las determinaciones de un género, esto es, de un conjunto de obras que participan de rasgos de expresión y contenido semejantes. No importa que, conforme a los vaivenes históricos, algunos géneros desaparezcan y nazcan otros nuevos. Una vez la composición acata las determinaciones estructurales de un género en lugar de otro, admite ser denominada poesía en vez de novela, drama en vez de poesía, ensayo en vez de cuento, texto descriptivo en vez de tex-to normativo, etc. (fh, 101) Se objetará que existen composiciones cuya singularidad formal y sustantiva impide que sean encajadas en un género determinado. Sin embargo, dichas obras, en tal caso, no están exentas de forjar un nuevo género y por lo tanto de erigirse en paradigmas de obras venideras. La actitud comparativa, a este respecto, resulta inevitable. Muchas veces el valor de una obra procede del hecho de ser contrastada con otras.

Finalmente, estilización significa "trabajo [u oficio de escritura] que individualiza, es decir, que produce lo individual, y, por tanto, que designa, igualmente, en forma retrospectiva, a su autor" (fh, 103). Autor, en este sentido, no sería tanto la persona natural que firma la obra o quien, según las exigencias de la industria editorial, se pasea por el mundo promocionándola, sino más bien la función discursiva responsable del proceso mismo de estructuración. Tal proceso oscila entre la tradición y la innovación.

En suma, captar el texto como obra, vale decir, como textura finita sometida a un lento y complejo proceso de composición, codificación y estilización es la tarea de cualquier ejercicio de interpretación.

De los tres elementos, el más importante es el de la composición, pues constituye la base de la incorporación ulterior de la obra a un género y el sustrato en el que es posible identificar los trazos de un trabajo de estilización individual. Sin obra, entonces, resulta inútil pensar en una tipología textual y en una impronta estilística. Pero habiendo obra la instancia del lector queda comprometida como eslabón de la cadena comunicativa. No en vano en la noción de obra, en cuanto estructuración lingüística trabajada con vistas a un fin específico, yace implicada la idea esencial de discurso, esto es, un enunciado o un conjunto de enunciados "donde alguien dice algo a alguien a propósito de algo" (fh, 103). Pese a ser invisible y anónimo, el lector se convertirá en un destinatario privilegiado para el autor a condición de que realice un esfuerzo hermenéutico.

Esta expresión, esfuerzo hermenéutico, deriva su significado, no de una hermenéutica "expresamente concebida como un desciframiento de símbolos, entendidos como expresiones de doble sentido" (Ricoeur, 1997: 33), sino de una considerada como "la teoría de las operaciones de la comprensión relacionadas con la interpretación de los textos" (th, 71 y ai, 32 y 33). Más que posar sus ojos sobre el texto para reconocer el entramado de caracteres que componen el abecedario de la lengua en la que aquél ha sido fijado por escrito, el lector ha de realizar una tarea correlativa al trabajo de estructuración discursiva ejecutado por el autor. Esa tarea se llama interpretación. Y su carácter esforzado reside en el hecho de que se compone de dos operaciones de pensamiento que a la vez son trasunto de dos comportamientos individuales: la explicación y la comprensión.

Dichos comportamientos operativos, presentes en Dilthey bajo la forma de una dicotomía irreconciliable concerniente a dos esferas de conocimiento diferente (la explicación como propia de las ciencias naturales y en consecuencia atingente a dominio de los hechos no humanos, y la comprensión como propia de las ciencias del espíritu y por lo tanto relativa al ámbito de la subjetividad humana), son retomados por Ricoeur con el fin de proponer un diálogo entre ellos, un vínculo menos tenso que, en vez de sostener la exclusión recíproca, favorezca una implicación mutua. En lo que atañe a la interpretación textual, Ricoeur no abogará por una explicación que no se cumpla en la comprensión ni por comprensión que pase por alto la explicación, sino por una relación complementaria entre am-bas. Leer un texto de manera interpretativa consistirá en una especie de actividad dinámica regulada por un movimiento pendular de características recursivas: de la explicación a la comprensión, y de ésta a aquélla (ec, 153-156). Movimiento soportado en la intuición (o quizás en la convicción) de que un texto que se precie de serlo nunca agotará su potencia de significación, dado el carácter esencialmente plurívoco que subyace a su constitución discursiva.

En este orden de ideas, si uno de los extremos del "arco interpretativo" (mt, 192) es el de la explicación, entonces ¿qué significa para Ricoeur explicar un texto? Respuesta llana: "comprender mejor" (ai, 25), es decir, hacerlo hablar desde su espesor textual como objeto discursivo que ha sido sometido a un lento proceso de composición formal. El lector, aquí, en actitud explicativa, puede actuar como el lingüista descriptivo, el analista lexical o el semantista estructural. A semejanza de lo que estos especialistas del lenguaje hacen con un sistema lingüístico, él puede analizar el texto como si se tratara de una estructura integrada por uno o varios enunciados cuyas significaciones, antes que ser el producto de la relación entre los enunciados mismos y los usuarios, son el resultado de la combinatoria de relaciones de semejanza, opositivas y diferenciales, inmanentes a la misma estructura. A fin de conjurar la posible objeción que alguien podría formular en el sentido de que no es posible aplicar al texto (como unidad discursiva) procedimientos que son privativos del abordaje lingüístico, Ricoeur nos recuerda que la "hipótesis de trabajo de todo análisis estructural (…) consiste en decir que, en ciertas condiciones, las grandes unidades del lenguaje, es decir, las unidades de nivel superior a la oración, ofrecen organizaciones comparables a las de las pequeñas unidades del lenguaje, es decir, las unidades de nivel inferior a la oración, aquellas que son precisamente de las cuales se ocupa la lingüística" (qt, 136).

Al intentar explicar un texto con las herramientas que el análisis lingüístico estructural provee, el lector se demora en la noción de significación que corresponde a todo enunciado (Lo cual no significa que ignore la referencia; sólo que la referencia no es atendida por el lector, dado que se trata de considerar el texto, en esta fase de lectura, como "texto sin mundo y sin autor" [qt, 135]). Y significación, en este contexto, no es otra cosa que reconocimiento del contenido proposicional de los enunciados que lo componen, o, incluso, y más específicamente, la posibilidad que tiene un elemento del texto de entrar en relación con otro elemento textual y con el texto en su totalidad. Y un texto como totalidad tiene significación al entrar en relaciones de semejanza, opositivas y diferenciales con el corpus architextual del cual hace parte o al cual puede ser adscrito. Insistimos: significación ha de entenderse de manera inmanente. Si como lectores estamos ante una novela (por ejemplo, Retrato del artista adolescente, de Joyce) diremos que la significación de un narrador autodiégetico (primer elemento textual) puede ser la de caracterizar a un personaje que es al mismo tiempo actor (segundo elemento textual), y que la significación de ambos elementos, respecto de la totalidad novelesca, puede ser la de identificar los rasgos propios de la denominada literatura de artista. Yendo más allá, podemos intentar determinar la significación de esta novela al compararla con los rasgos internos que otras novelas semejantes poseen, por ejemplo, Los años de aprendizaje de Wilhem Meister, de Goethe o Las tribulaciones del joven Törless, de Musil. En la medida en que las oraciones que conforman cada una de las novelas pueden ser identificadas y reidentificadas como portando un mismo sentido o una misma significación, la comparación es viable. Obsérvese que no nos preguntamos por el sentido social, educativo o moral de estas novelas ni por el valor estético de las mismas. Si fuera así, dejaríamos de permanecer en la clausura del texto, en el "sitio del texto" (lugar donde se produce el distanciamiento en relación con "la intención del hablante, la recepción del público primitivo y las circunstancias de la producción textual") [ai, 33], para ahondar en asuntos de significación extratextual. De modo similar procede el analista lexical. Para especificar el sentido o la significación de un lexema (una palabra) como desmanchábamos, puede acudir a su conocimiento del código de la lengua y pasar a descomponer la expresión en sus morfemas constituyentes: des (prefijo que indica negación), manch (raíz), a (partícula que da cuenta de infinitivo de primera clase), ba (verbo conjugado en pretérito imperfecto), m (signo de primera persona) o (género masculino) y s (número plural de primera persona). Repárese en el hecho de que estas unidades mínimas de significación no guardan relación con cosas dichas.

Explicar una cuestión lingüística o un texto en particular equivale a permanecer en el interior del sistema o del texto, procurando especificar sus articulaciones estructurales. Operación esencialmente analítica, la explicación constituye un ejercicio metadiscursivo, de segundo grado, que tiene por finalidad develar el cómo del objeto. No el cómo de la estructuración (a este propósito la Filosofía de la composición, de Poe, es un documento extraordinario), sino el cómo del objeto estructurado. Diríase que es un trabajo de penetración formal, de semántica profunda, puesto que su propósito es el establecimiento del mayor número posible de estratos de significación. Dos requerimientos demanda este trabajo al lector: uno, precaverse contra las tentaciones del atomismo lingüístico, en cuyas redes cae aquel que ignora la finalidad última de esta clase de análisis: el tejido de relaciones entre los elementos considerados; y dos, esquivar las seducciones que suscita un anhelo de trascendencia extemporáneo, bajo cuyo poder es sujetado aquel que concentra su interés en el qué del objeto estudiado. La permanencia racional del lector en el interior del texto representa una fase insuficiente, pero necesaria, de todo ejercicio de interpretación. No basta con acometer únicamente un análisis estructural, por más exhaustivo que sea. Es menester algo más: el lector, al adoptar la actitud explicativa, puntualiza Ri-coeur, debe reconstruir "la capacidad de la obra para proyectarse fuera de sí misma y engendrar un mundo que sería verdaderamente la cosa del texto" (ai, 34). Tocamos así el segundo extremo del arco hermenéutico, el de la comprensión (de la interpretación).

Así como en una situación dialógica carece de importancia la comprensión del acontecimiento del discurso oral debido a su naturaleza contingente y efímera, en la situación lexeográfica importa poco la comprensión del acontecimiento del discurso realizado por escrito, pues éste es más bien un objeto de averiguación que concierne a una sociología de la producción intelectual o artística. Pese a que el habla o el texto como obra advienen como acontecimiento, no es éste el que mueve a otro a realizar una operación de comprensión. Aquello que presta mérito comprensivo es menos el decir (el acto de hablar como tal) que lo dicho, y menos el proceso de estructuración del texto (su trabajo de artesanía, de escritura y reescritura sucesiva o intermitente) que el texto estructurado. Tampoco debe interesar al lector la comprensión de la presunta genialidad del autor que aparecería, detrás del la obra, como responsable de la enunciación de la misma, y, más todavía, como garante de sus inéditas significaciones. Tal era la pretensión de la hermenéutica romántica y, en cierto modo, la pretensión de Dilthey (2000: 27). Para éste y aquélla comprender consistía, no en focalizar la atención en la obra, en la objetivación discursiva producto de la labor de composición, codificación y estilización, en los signos sensibles exteriorizados merced a procesos de inscripción o fijación escrita, sino en la recreación de una mente genial cuyas vivencias habrían dado origen a la obra. El otro a comprender, para Dilthey y la escuela romántica, no era la obra creada sino el creador, asumido como la causa y el efecto de todas las determinaciones posibles y de todas las eventuales significaciones. Ricoeur toma nota de que al desplazarse la atención hacia la incognoscible subjetividad del individuo creador, no sólo se pierde de vista la posibilidad de encarar seriamente lo que es menos intuitivo, a saber, la obra estructurada, sino también la posibilidad de conferirle a las ciencias humanas la objetividad que buscan como requisito para alcanzar un estatuto científico comparable al de las ciencias naturales (ec, 150). De ahí la necesidad para él de olvidarse del autor en el sentido romántico del término y la exigencia de volcar el esfuerzo hermenéutica a lo que constituye la "proposición de mundo" que el texto formula (ec, 156)5 .

El presupuesto que subyace a esta consideración se entiende si atamos lo dicho antes con otros elementos de reflexión. Arriba hemos dicho que el texto, a diferencia del diálogo en el que la atribución de referencia se hace por remisión a la propia situación comunicativa, suspende temporalmente la atribución inmediata de referencia. Ahora podemos decir porqué. Porque es menester que el texto se organice, estructure, codifique y estilice, merced a un trabajo demorado, en términos de obra. Proceso complejo como el que más, si se tiene en cuenta que es el resultado de tensiones entre sedimentos de tradición e intentos de innovación por parte de esa función discursiva llamada autor. La consecuencia de esta función autoral de inscripción discursiva en términos de obra es la autonomización textual (aquí empalmamos con el final de la primera parte de la conjetura). Por más que el autor controle el proceso de transformación del discurso en texto, en obra, conforme a una intenciones que preceden a su acción discursiva, el resultado implica un distanciamiento fáctico respecto de dichas intenciones. Ya advertíamos que lo que se escribe pocas veces coincide con aquello que se quería escribir. La no coincidencia entre la intención y la acción es condición de posibilidad de la comprensión, que puede consagrarse al resultado de la acción discursiva, ya que es en ella ahora donde rebulle, no por la mediación autoral sino por la mediación discursiva, por la mediación de la intención del texto, la "proposición de mundo" que el texto plantea. Sólo puede haber "proposición de mundo" cuando la función autoral ha sometido el discurso escrito a un proceso de composición, codificación y estilización. Sin la confluencia organizada y estructurada de estas tres dimensiones que transforman el texto en obra, el discurso escrito es eso, simple discurso escrito. Ahora bien, lo característico de dicha proposición es que, al tiempo que arrostra consigo un sentido, pues de lo contrario no cabría llamarla proposición, ella remite a una referencia. ¿Cuál? Aquella que es problematizada por el entramado de enunciados. Problematizada, de un lado, en cuanto que no hay situación comunicativa inmediata -como sí la hay entre los interlocutores de un diálogo- entre escritor y lector, y, por ende, en cuanto que "las condiciones concretas del acto de mostrar no existen" (fh, 106), y, de otro, problematizada en cuanto que la referencia del texto, correspondiente a la proposición de mundo del texto, es creada por el mismo texto, y, por ende, debe ser explicitada por el trabajo comprensivo del lector. Como afirma Ricoeur: "la anulación de una referencia de primer grado (…) es condición de posibilidad para que sea liberada una referencia segunda, que se conecta con el mundo no sólo ya en el nivel de los objetos manipulables, sino en el nivel que Husserl designaba con la expresión Lebenswelt (el mundo de la vida) y Heidegger con la de ser-en-el-mundo" (fh, 107).

El lector, en actitud comprensiva, se ocupa, no del cómo estructurado, sino del qué propuesto. Ocuparse del qué significa, primero, ir más allá de las relaciones internas que hacen parte de la composición textual, segundo, tomar nota del sentido que corresponde a la referencia indirecta liberada, y, tercero, "acabar el texto como habla real" ("articular un discurso nuevo al discurso del texto") [qt, 140]. Como consecuencia del primer aspecto, la comprensión se apunta en la explicación, sin acabarse en ella. Es el paso necesario, pero todavía insuficiente, de un ejercicio pleno de interpretación. Como resultado del segundo aspecto, el lector aprehende cualidades de la realidad como las desplegadas por el texto como nuevas posibilidades de ser-en-el-mundo, y que no podrían ser aprehendidas más que de modo discursivo. Y como derivación del tercer aspecto, el texto, por así decirlo, se remoza, cobra vida (horizonte de significación) en el horizonte del lector, en el mundo del lector, que, al actualizarlo, lo inserta en una "dimensión semejante a la del habla" (qt, 142). El "afuera" textual se fusiona así con el afuera del lector, con su pro-pia situación existencial. Y en esta fusión lo que menos importa es intentar hacer coincidir la intención del autor con las expectativas del lector. Lo que importa, muy al contrario, es "reconstruir la capacidad de la obra para proyectarse fuera de sí misma y engendrar un mundo que sería la cosa del texto" (ai, 34).

Si la noción de "arco hermenéutico" en Ricoeur es correlativa a la noción de texto, y si dicho arco no está integrado por una actitud de pura explicación ni por una de pura comprensión, sino justamente por la dialéctica entre el explicar y el comprender, entonces un texto recibirá tratamiento hermenéutico (interpretativo) cuando el lector lleve a cabo dos procesos de lectura complementarios: el proceso que consiste en "extraer la estructura, es decir, las relaciones internas de dependencia que constituyen la estática del texto" y el proceso que consiste en "tomar el camino de pensamiento abierto por el texto, ponerse en ruta hacia el oriente del texto" (qt, 144). Al situarse en esta avenida, el lector, cuando menos, se mantendrá a distancia de dos ilusiones infértiles: la "ilusión romántica y la positivista", o, lo que es igual, la creencia de que comprender consiste en hacer dialogar dos "subjetividades presentes en la obra, la del autor y la del lector", y la creencia de que explicar equivale a manipular una "objetividad textual cerrada en sí misma e independiente de la subjetividad del autor y del lector" (ec, 34). Mientras se mantenga a la distancia de estas creencias o ilusiones, el lector podrá intentar realizar una interpretación objetiva del texto.

Este tipo de interpretación no elimina la subjetividad del lector; antes bien, la realza. ¿De qué modo? Al lector compete, respecto de la comprensión, formular una hipótesis de sentido, y, respecto de la explicación, una batería de argumentos pergeñada a favor de la hipótesis expuesta. No en vano Ricoeur afirma, cimentado en otro pensamiento analógico, que "el conjeturar es al comprender lo que validar es a explicar" (mt, 184). Lo primero, porque el tex-to, salvo que la explicite, no vocea, no hace pública, no comunica enfáticamente su "proposición de mundo". Lo que no significa que el texto sea una totalidad cerrada en sí misma. Muy al contrario, diríase que su apertura, aparte de comprometer una nueva posibilidad de ser, implica nuevas posibilidades de nombrar. El lector ha de poner en palabras dicha proposición. Debe decir lo no dicho. Debe articularla como habla, en el entendido de que el texto es también un habla fijada por escrito. Pero un habla cuya intención verbal no es un retrato fiel "de la experiencia psíquica del autor" (Idem, 185). Comprender es decir, a título de conjetura, cuál es la proposición de mundo generada por el texto.

Y lo segundo, porque leemos no sólo para nosotros mismos sino también para otros. En ambos casos esperamos que nuestra hipótesis sea, no verificada al modo como lo haría un naturalista, sino validada, aceptada, acogida al modo como lo haría un humanista, o mejor, un hombre cuya labor de reflexión se inscribe en al ámbito de las ciencias humanas. Por eso quien espera que su interpretación sea validada debe argumentar a favor de lo dicho, probar con argumentos (no demostrar con experimentos) que la hipótesis de sentido (léase la comprensión textual, bien sea de un pasaje, bien sea de la totalidad) es al tiempo "probable y más probable que otra" (Idem, 186). Este carácter de mayor validación es el que limita en cierto modo el infinito de las interpretaciones posibles. Si es cierto que el texto, por su misma composición discursiva, es depositario de múltiples sentidos y por consiguiente puede suscitar diversas lecturas, no es menos cierto que no todas las interpretaciones son igualmente válidas. Unas son inválidas (inaceptables), otras son válidas (rivalizando entre sí) y unas cuantas, sólo unas cuantas, son más validas que otras. ¿Cuáles? Aquellas que mediante argumentos razonables, y al acudir a "la carga de la prueba material ligada a la exigencia del documento y el archivo" (ai, 20), ganan entre el auditorio ante el cual se exponen una mayor aceptación. Explicar es decir, a título de argumento, cuál es la razón por la cual la conjetura planteada resulta persuasiva o convincente. El lector que opere conforme a la proporcionalidad implicada en la analogía arriba citada, estará listo a su manera para abrirse a la comprensión de sí. Llegamos así a la tercera parte de la tesis.

 

C) Tercera parte de la tesis: el lector que interpreta un texto puede abrirse a la comprensión de sí.

Como en las dos partes antes analizadas, aquí igualmente aparecen implicados varios asuntos. En principio, cabe afirmar que sólo cuando el texto, por la mediación de la función discursiva, cristaliza como obra, esto es, se ordena como "proposición de mundo" y en esa medida se destina públicamente a un lector anónimo, singular o plural, invisible en todo caso, éste puede intervenir. Su intervención se consolida en el acto de lectura. Leer es dejar valer el texto en su autonomía, en su alteridad, incluso en su extrañeza. No se lee un texto de entrada resistiéndose a sus indicaciones referenciales o enfrentándose a sus proposiciones de mundo. Es preciso dejarlo hablar, es imperativo dejarlo valer en su distanciamiento constitutivo. Sólo así se le puede explicar en lo que detenta de obra estructurada y organizada. Lo que sigue después de ello, a juicio de Ricoeur, es un "movimiento de apropiación o aplicación del texto a la situación presente del lector… La apropiación es todo lo contrario de la contemporaneidad y de la congenialidad [como lo pretendía la hermenéutica romántica y la hermenéutica diltheyana]; es comprensión por la distancia, a la distancia" (fh, 109).

Por eso la intervención del lector, luego de dejar hablar al texto, busca conseguir dos objetivos: intentar relacionar la "proposición de mundo" conjeturada con el mundo no textual y procurar relacionar dicha proposición con su propia situación existencial. ¿Por qué el primer objetivo? Porque aun cuando la "proposición de mundo" (cabe decir, la unión entre sentido y referencia) no sea un calco de la vida real u ordinaria, de todos modos toma elementos de ella con el fin de proponer un nuevo poder-ser-en-el-mundo (la resonancia, en este punto, es característicamente heideggeriana)6 . Si el texto, en cuanto obra, ancla su horizonte de referencia en el mundo real, no es para reflejarlo, para mostrarlo, para manifestarlo en lo que es, como si se tratara de un espejo; lo hace para re-figurarlo, para conjeturarlo, en sus eventuales posibilidades de ser. He ahí otra diferencia con una situación dialógica. En ésta el mundo es mostrado circunstancialmente en su realidad, mientras que en los textos el mundo real desaparece y reaparece imaginado, "presentificado por lo escrito" (qt, 131). ¿Por qué el segundo objetivo? Porque no hay interpretación que no sea ella misma una aplicación de lo comprendido a una situación presente. Así como los enunciados de un texto significan aquí y ahora algo (en el justo momento en que es leído por alguien), la comprensión es contemporánea de esa significación. Incluso el no entender algo (como forma de comprensión negativa) siempre se aplica a una situación presente de lectura. Aquí y ahora comprendo algo, o no lo comprendo. Si ocurre lo segundo, puedo releer el texto en espera de una ulterior captación significativa, o puedo hablar mi incomprensión a alguien más en espera de que el otro me haga claridad sobre los pasajes textuales que se resisten a una comprensión inmediata. En cualquier caso, lo que importa es saber que forma parte del destino de un verdadero texto "el poder descontextualizarse [de su propia situación, lo cual incluye dejar de lado las preocupaciones por la significación de las intenciones del autor] para que se lo pueda recontextualizar en una nueva situación: es lo que hace precisamente el acto de leer" (fh, 104).

No sobra señalar que la apropiación de la proposición de mundo ofrecido por el texto regula el intento del lector por anular el distanciamiento de partida. Volver cercano lo que yacía distanciado, tornar, si no propio, familiar lo que se erguía desconocido, en últimas, "efectuar la referencia", es la tarea última de un acto de interpretación textual que se apunta en la comprensión como "adivinación" (mt, 184). Un texto estará completo, no cuando el lenguaje se actualice como discurso escrito, o cuando el discurso escrito devenga obra estructurada y organizada, sino sobre todo cuando el lector corone la proposición de mundo que el texto ofrece. Coronar significa "actualizar las potencialidades semánticas de la obra textual" (qt, 141-142), es decir, poder hablar el discurso escrito conforme no sólo a lo que significan las oraciones que lo constituyen, sino también conforme a la referencia designada por él, así ésta entra en choque con la que es habitual en el lenguaje ordinario. Y quien puede hacerlo no es otro que el lector, quien, al hacerlo, puede a su vez comprenderse a sí mismo.

Ricoeur señala que "la interpretación de un texto se acaba en la interpretación de sí de un sujeto que desde entonces se comprende mejor, se comprende de otra manera o comienza a comprenderse" (qt, 141). No se llega al yo, no se aprehende el enigma del yo, no hay posibilidad de comprenderse a uno mismo, siguiendo el camino de una introspección que sea capaz de volcarse sin trabas sobre la ipseidad o dando por sentado el carácter unitario de la autoconciencia respecto de las cosas del mundo. Éste es uno de los principios básicos sobre los cuales se edifica la filosofía cartesiana (ai, 28). Contra tal consideración (la de creer que la conciencia de sí precede a la conciencia de algo) reacciona Ricoeur. Apoyándose en la idea husserliana de intencionalidad, entendida como "la propiedad de referirse a un sentido que se puede identificar" (th, 79), pero sin llevarla hasta sus consecuencias idealistas (suponer que la conciencia trascendental orienta la determinación del sentido), Ricoeur acoge el presupuesto fenomenológico de la precedencia de la conciencia de algo sobre la conciencia de sí, aduciendo en consecuencia la imposibilidad de penetrar inmediata y directamente en el ego mismo.

En su lugar, Ricoeur suscribe la convicción epistemológica (y aún metodológica) de que el conocimiento de sí es posible a condición de hacer un rodeo por esas objetivaciones del espíritu que son los "signos, los símbolos y los textos". En dichas objetivaciones se pone de manifiesto no sólo el carácter lingüístico de toda experiencia humana, sino además su carácter histórico (si se quiere, la temporalidad que la determina históricamente). Para Ricoeur la naturaleza lingüística de la historicidad de la experiencia humana es uno de los fundamentos del giro hermenéutico que toma su reflexión fenomenológica: "contrariamente a la tradición del cogito y a la pretensión del sujeto de conocerse a sí mismo por intuición inmediata, hay que decir que sólo nos comprendemos mediante el gran rodeo de los signos de la humanidad depositados en las obras culturales. ¿Qué sabríamos del amor y del odio, de los sentimientos éticos y, en general, de todo lo que llamamos el yo, si esto no hubiera sido llevado al lenguaje y articulado en literatura?" (fh, 109).

A través de la lectura, el hombre examina lo otro y, por mediación suya, el sí propio. Algo del sí mismo se revela al leer. No sólo cómo leemos; también cómo no lo hacemos. En cualquiera de los dos casos, nos vemos proyectados más allá de nuestra propia situación existencial. Esa especie de exteriorización de la conciencia se torna comprensiva, a condición de que el yo (cualquiera sea su modo de ser vislumbrado) se exponga al texto leído y reciba "de él un yo más vasto, que sería la proposición de existencia que responde de la manera más apropiada a la proposición de mundo" (fh, 109). En cada lectura que es realizada según la doble exigencia de la interpretación, el yo del lector amplía el horizonte de sentido de su pro-pia identidad, inexorablemente inacabada, merced a la proposición de mundo generada por la obra. Apropiarse de la obra, en el sentido de "seguir el movimiento de lo que dice a aquello a lo cual se refiere" (mt, 192), es una forma de luchar contra el distanciamiento constitutivo que la caracteriza. Pero dado que el lector, por más cauto que sea, no está libre de plegarse al primer sentido que se le ofrece, o de sucumbir a las ilusiones de la conciencia, es menester que junto con el movimiento de apropiación se de uno de desapropiación, en virtud del cual la conciencia se pone alerta para denunciar la ingenuidad de ese sentido captado primariamente o el peligro de esas ilusiones engañosas. La consecuencia es definitiva: "la comprensión es entonces tanto desapropiación como apropiación" (fh, 110).

Ahora, no es que los signos, los símbolos y los textos, mediante los cuales los seres humanos hablan de sus propias experiencias y de sus relaciones con el mundo, nos digan quiénes somos y en esa medida nos ahorren el problema de la comprensión o el conocimiento de sí. A quien tal cosa suponga debería recomendársele atender las enseñanzas de una "hermenéutica de la sospecha". Pero como manifestaciones sensibles ajenas (y distantes de nosotros en el tiempo y el espacio), ellos nos ayudan no sólo a reformularnos la pregunta ¿quienes somos? (interrogación en parte fenomenológica y en parte hermenéutica cuyos términos entrañan a su vez un cuestionamiento por el sentido de nuestras vidas y en esa medida por la dirección que podemos seguir para no desaguar en el sinsentido o la vanidad), sino a responder en términos de posibilidad. Si leemos ciertos textos en lugar de otros, es porque hallamos en ellos posibilidades de ser (de pensar, de habitar, de imaginar) que otros no nos ofrecen. Lo que en cambio nos ofrecen los textos que tendemos a frecuentar no es otra cosa que una opción de identidad, que no de identificación. La interpretación contenida en ellos, fruto de una comprensión previa, y que es destinada a la lectura como proposición de mundo, a buen seguro contribuye a constituir o reconstituir la identidad del yo del lector mismo (fh. 109). Y esa contribución es la que toma en cuenta Ricoeur para postular su célebre conclusión a este respecto: "comprender es comprenderse ante el texto" (Idem.)

Hemos llegado así al final de esta exposición reconstructiva. Texto, como hemos visto, es más que una simple expresión. La facilidad con que a diario la mencionamos en diferentes contextos de la vida cotidiana, no deja entrever la complejidad de su dimensión conceptual. Esa complejidad deriva tanto de sus constituyentes internos como de su extensión semántica. Pero aunque Ricoeur, a la sombra de una hermenéutica expandida, parece concebir una noción de texto de una manera bastante amplia (pues a lo largo de su trayectoria intelectual insistirá en pensar la acción humana significativa en términos de texto, o incluso los acontecimientos históricos como manifestaciones textuales, y aún la identidad de la propia vida a semejanza de un texto), queda claro en él que hay primariamente texto cuando y donde el discurso se realiza de modo escrito, como acontecimiento del lenguaje.

Al objetivarse en forma de discurso, el texto gana autonomía propia. Ya no depende del autor ni de las condiciones originales de producción para tener una existencia particular. Esa existencia es la de un entramado de enunciados, compuesto de sentidos o significaciones y referencias no ostensivas, cuyo destino es un espectro amplio de lectores potenciales. Lo que al lector debe interesar no es el acontecimiento, sino la comprensión de la significación, en la medida en que ésta, respecto de aquél, representa una especie de desbordamiento semántico que puede ser captado interpretativamente.

Interpretar no equivale solamente a explicar, si por tal se entiende el tipo de operación propia de las ciencias naturales, ni equivale únicamente a comprender, si por tal se entiende un tipo de transferencia psíquica entre dos subjetividades. En Ricoeur, interpretar es un único proceso de pensamiento (imagen del arco), cuyos dos extremos, el de la explicación y el de la comprensión, se interpenetran al ritmo de un movimiento recursivo: se explica porque se comprende mejor y se comprende para explicar mejor. Explicar es permanecer en la esfera interna de los enunciados que conforman el texto, sin más pretensión que la de comprender la naturaleza y funcionamiento de "sus códigos subyacentes en esta labor de estructuración que el lector acompaña" (ai, 35); y comprender es ir más allá de la esfera interna de los enunciados, a fin de conjeturar acerca del "tipo de mundo que la obra despliega de algún modo delante del texto" (ec, 156), y de ese modo ser capaz de "continuar en uno mismo la labor de estructuración de la obra" (ai, 35).

Al ser capaz de continuar dicha labor en sí mismo, el lector puede abrirse a la comprensión de sí. La apertura al mundo, del mundo, que la obra propone exige del lector una cualidad semejante: sólo si éste no se cierra sobre su propia autocomprensión, negándose a un ensanchamiento de conciencia, puede desarrollar las múltiples potencialidades que un texto le ofrece.

 

Notas al pie

1 Las letras entre paréntesis abrevian el nombre de los textos. Para citar, usaremos en adelante dichas abreviaturas, indicando por supuesto la página correspondiente. Cuando en las citas no aparezca ninguna de estas abreviaturas, significa que estamos usando una fuente bibliográfica distinta del mismo autor. En tal caso, procederemos conforme lo establece la convención.

2 "Aquí [en la acción perlocucionaria] el discurso actúa, no tanto porque mi interlocutor reconoce mi intención, sino, en cierto modo, al modo energético, por influencia directa sobre las emociones y las disposiciones afectivas del interlocutor". (fh, 100).

3 Sentido es la expresión dominante que usa Ricoeur en "El lenguaje como discurso" (Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido). En "El modelo del texto: la acción significativa considerada como un texto" la expresión que utiliza es significación en alternancia con significado (172). Y en "La función hermenéutica del distanciamiento" la expresión prevalente es la de significación (99-100).

4 "Doy aquí a la palabra significación una acepción muy amplia que abarca todos los aspectos y todos los niveles de la exteriorización intencional que hace posible a su vez la exteriorización del discurso en la obra y en lo escrito" (fh, 100).

5 ¿Cabe establecer una relación entre la noción de "proposición de mundo" de Ricoeur y la noción de "hipótesis ontológica-cosmológica" de Kundera? Apoyados en el hecho de que en este último el objeto de la reflexión es la novela, esto es, uno de los géneros del texto de ficción (justamente creado con base en un uso no descriptivo del lenguaje; uso por lo demás estudiado por Ricoeur), nos atrevemos a responder afirmativamente. Por ejemplo, a la pregunta, ¿cuál la "proposición de mundo" que plantea la obra de Kafka?, Kundera responde: El universo de la burocracia, "la oficina, no como un fenómeno social entre otros, sino como esencia del mundo" (cf Kundera, 1987: 60).

6 "Mediante la ficción, mediante la poesía, se abren en la realidad cotidiana nuevas posibilidades de ser-en-el-mundo. Ficción y poesía se dirigen al ser, no bajo la modalidad del ser-dado, sino bajo la modalidad del poder-ser". (fh, 107-108).

 

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