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Co-herencia

versão impressa ISSN 1794-5887

Co-herencia v.7 n.12 Medellín jan./jun. 2010

 

Dossier: Hermenéutica y narración

 

Nación y narración: la escritura de la historia en la segunda mitad del siglo XIX colombiano*

Nation and Narration: The Writing of the History in the second-half of XIX Century in Colombia

 

 

Patricia Cardona

azuluaga@eafit.edu.co

Doctorando en Historia, Universidad de los Andes, Bogotá. Profesora, Departamento de Humanidades, Universidad EAFIT.

 

Recibido: julio 14 de 2009 Aprobado: mayo 3 de 2010

*El presente artículo se inscribe en el marco de la Investigación Narrativas de Nación, desarrollada con el apoyo de la oficina de Investigación y Docencia de la Universidad EAFIT. El curso de Historiografía de Colombia del doctorado de Historia de la Universidad de los Andes, maduró algunas de sus tesis. Agradezco a los estudiantes de la Maestría en Estudios Humanísticos de la Universidad EAFIT el haberme permitido desarrollar con ellos la relación Historia, narración y nación.


Resumen

Este artículo desarrolla el problema de la historia como narrativa nacional a través de su modelo más depurado, las historias patrias; que deben ser entendidas como modalidades "poéticas" en el sentido en que construyen una visión del pasado que legitima el presente y proyecta el futuro nacional. Estas historias se dirimen entre la ideología, la pedagogía, la moral y la sucesión de acontecimientos del pasado que organizan y definen los fines políticos de la narración de la nación.

Palabras clave: Historia, nación, narración, historias patrias.


Abstract

This article develops the topic of history as national narrative through the "homeland histories" model. This class of history must be understood as poetics since they build a vision of the past that legitimize the present and project the future. These histories debate themselves between ideology, pedagogy, moral and the successions of events of the past which organize and define the political goals of national accounts.

Key words: History, nation, narration, country histories.


 

De lo que se trata es de popularizar, sin boato ni exageración, los principios cardinales de nuestra organización política, las condiciones realmente ventajosas de nuestro país, y los hechos más notables de la historia nacional, a la vez que arrojar, principalmente en el corazón de los niños, simientes escogidas que el tiempo desarrolle y haga fructificar

Cerbeléon Pinzón. Catecismo republicano (1865)

 

Nación y narración. Diversidad, ambigüedad y tendencias

La historia como saber definido por los lineamientos epistemológicos del siglo XIX, suscribió tempranamente su compromiso de convertirse en el saber responsable de darle vida al pasado, o mejor, en términos del siglo XIX de narrar el pasado tal y como éste había acontecido. Esta pretensión realista y objetiva de la historia como saber fundado en la certeza de la objetividad y la realidad del pasado, determinó buena parte de las posturas de los historiadores con respecto al pasado, y aún más, demarcó sus usos políticos, como bastión sobre el cual se sustentaron buena parte de las ideologías del siglo XIX y saber con la capacidad de movilizar la pasión de los hombres en la defensa de ardores recién nacidos, pero por efectos del uso de la historia, recién envejecidos. Esencialmente, los incipientes Estados recurrieron a la historia para validar sus novedosas fundaciones.

La emergente democracia, la lucha de las burguesías por reemplazar el lugar de las tradicionales aristocracias, la soberanía popular, y la definición del Estado a partir de la concreción de las fronteras, de la certeza de los enemigos y de las riquezas geográficas, necesitaron de una narración que estableciera vínculos sociales coherentes con el nuevo orden político. La historia se estructuró como discurso que, aunque despojado de explicaciones de orden sobrenatural y religioso, se definió como una narración de los hechos del pasado que tenían una significación mítica en el nuevo contexto político. Así, cada hecho narrado se revestía de un halo sobrenatural que implicaba que aunque las acciones se enmarcaban dentro de las explicaciones puramente humanas, los móviles, o mejor la esencia de éstas estaba dada por lo sobrenatural. Por ello, en esta comprensión de la historia, el influjo divino es el punto de partida que dirige los actos humanos, y sobre todo, que permite la esquematización de la narración sobre modelos de virtud, discriminando a buenos y malos. Lo que también significa que cada una de las acciones de buenos y malos esté encadenada en una sucesión de hechos que encuentran su argumentación última en la voluntad divina que acompaña a los actos virtuosos.

Para explicarlo mejor nos referiremos a la historia denominada patria, cuyo esquematismo narrativo es un rico ejemplo de la concepción histórica del siglo XIX. Los libros de historia patria definen claramente quiénes son los buenos y los malos de la narración, pero además, las acciones de los buenos, por terribles que parezcan, están determinadas por la divinidad, quien mira impasible los actos, pero que además premia con la victoria las hazañas de aquéllos que se han definido desde el principio de la narración como los "mejores". Por eso, cuando aparecen los "otros", llámense indígenas, piratas, o españoles, en ellos se resalta el valor y la ferocidad, no tanto como un valor propio, sino como un medio de exaltar las dificultades y la grandeza de la hazañas de los victoriosos. Además, en función de la estructura retórica de la narración, los usos de los adjetivos ayudan a los lectores a identificar rápida y perentoriamente al vencedor que es en sí mismo el modelo de virtud.

La identificación de buenos y malos se anuncia en el relato, bajo la apariencia de la predestinación. Estos modelos históricos no son exactamente objetivos, ni corresponden a la realidad, pues es evidente que en el centro de la narración sigue presente la imagen de Dios que ubica a cada uno de los actores en el lugar que le corresponde y que organiza el tinglado de manera tal que los diversos hechos sucedan efectivamente de acuerdo con su voluntad. Antes que una historia en términos humanos, las historias patrias intentan sacralizar al Estado y a las figuras prominentes de su fundación, en la que cada uno de ellos no es más que un instrumento que permite la concreción del plan divino. Se plantea una resignificación de los órdenes políticos modernos bajo la apariencia sacramental, tan importante en el orden político.

El Estado y su metarelato, la nación, necesitaron de dispositivos narrativos (Bajtín, 2002), de esta especie de mitificación de la historia para otorgar legitimidad al orden emergente y dotar a sus gobernantes de la sacramentalidad que legitimara su accionar, además de crear vínculos sólidos y fraternales entre los nuevos ciudadanos, que entonces debieron sentirse como "salvados" o liberados del caos y conducidos a un nuevo orden de luz. Por eso, la existencia del Estado Moderno, impuso la idealización de las relaciones sociales a través de la política en su sentido tradicional, e inauguró relaciones inéditas con el pasado: lugar de convergencia de la voluntad de estar juntos, punto de anclaje de la sociedad, presencia dispuesta a servir de justificación para la lucha, y depósito realista de una identidad apenas inaugurada (Bhabha, 2002). Los recursos retóricos y documentales para mostrar la historia como la realidad vivida del pasado, en la historia patria la ficcionalización1 alcanza un alto nivel por cuenta de la necesidad de sacralizar la existencia y de justificar e incluso desear cualquier sacrificio que pueda hacerse por el Estado, envasado en su "ideal" la nación. Por ello, entender las dinámicas de las historias patrias, mostrar sus recursos narrativos, sus modos de ficcionalizar, lo que ellos definen como digno de historiar "de recordar y mantener en la memoria", resulta un ejercicio interesante para conocer las dinámicas discursivas y recursivas de una sociedad que necesita tejer una relación en el presente, sobre la premisa de ficcionalizar el pasado continuum que iguala, que hermana y que se objetiva, no en el presente, imperfecto y caótico, sino en el futuro que se concibe como el momento en el que tendrán sentido los sacrificios del pasado.

 

Algunas interpretaciones relevantes de los conceptos nación y nacionalismo

Al respecto hay una variedad considerable de corrientes que procuran entender la dimensión de un fenómeno complejo, ambiguo y paradójico como el nacionalismo. Al respecto se presentan dos posturas generales a partir de la cuales se desprenden interpretaciones que difieren en matices y tradiciones teóricas. Estas dos grandes posturas reúnen bajo idea de la nación como dato, de ella cual se derivan primordialistas y los perennialistas. Entre los primeros se destacan los trabajos de Pierre Van der Berghe, que sostiene la idea de que la nación se basa en la existencia de sentimientos étnicos conectados a su vez con una suerte de relación parental entre los miembros de las comunidades. Entre los segundos (perennialistas) se distinguen Anthony Smith, este autor sostiene que el nacionalismo, aunque producto de la sociedad moderna, requirió nutrirse en tradiciones étnicas que materializaron y dieron vigor a las nuevas formas de vinculación social introducidas por el mundo moderno y los ideales nacionalistas.

La condición familiar ha sido fuertemente criticada por los partidarios del nacionalismo-creación, vinculado a la preponderancia de los procesos de modernización, construcción y consolidación del Estado en su sentido moderno. Grosso modo, esta corriente define el nacionalismo como construcción de una élite política, que cimentó sobre la educación y el discurso cívico patriótico los ideales de identidad, integración y fraternidad nacional, representados en símbolos que sustentaron el carácter emotivo de nación. Pero en esta vertiente también se introducen matices, siendo las más importantes las representadas en Ellie Kedourie, quien entiende el proceso de nación y del nacionalismo en el contexto de las élites alemanas que retomaron la idea de autodeterminación kantiana, que a su vez remitía a un ideal colectivo cristiano y milenarista. De otro lado Ernest Gellner estableció las relaciones entre modernismo, industrialismo y nacionalismo; así pues, la transición de una sociedad agraria a una sociedad industrial requirió de la integración, consumada a través de la educación y de la centralización de la escritura. En la misma dirección aparecen los trabajos de Hosbsbawm, catalogados como tendientes a la interpretación del nacionalismo como de ingeniería social y de invención de tradiciones que dan contenido y profundidad histórica al nacionalismo. Finalmente aparece una corriente articulada con la anterior, pero más identificada con las tendencias narrativistas que definen a la nación como el resultado de relatos y narraciones que constituyen la argamasa de la nación y la nacionalidad. Pionero fue el trabajo de Benedict Anderson, quien introdujo el concepto de imaginación para mostrar que gracias al desarrollo del capitalismo impreso y a la dinamización de los medios masivos de comunicación se creó la nación como comunidad imaginada. Finalmente los estudios postcoloniales están redefiniendo el tema a partir de trabajos como los de Homi Bhabha, Bikhu Parekh, Edward Said, y Partha Chetterje, entre otros. Para esta corriente la nación debe ser repensada en función de las heterogeneidades del mundo no europeo, la inclusión de la alteridad, de los destiempos y de las narraciones que marcan otros derroteros a la idea de nación, pues no es más una evidencia empírica, sino el producto de narraciones que se renuevan cotidiana y localmente, pero que además implican una nueva dimensión en tanto la nación no es más la experiencia cotidiana dentro de las fronteras que la enmarcan, sino las estrategias que dirimen su internacionalización.

 

Historia, nación y narración

La historia como disciplina constituida de manera independiente de su matriz literaria es relativamente reciente. Este proceso toma fuerza con los planteamientos de la filosofía de la historia y de la historia universal que surgen con Hegel. En efecto, el proceso de conformación epistemológica de la historia no puede estudiarse al margen de dos fenómenos concomitantes, por un lado; el desarrollo de la idea de progreso (Campillo, 1985) como linealidad teleológica que señalaba la racionalización del porvenir sobre la noción de plan o proyecto (Koselleck, 1990), así el porvenir se redefinió como futuro, posible de ser controlado por el orden y la intervención humana. De otro lado se dio la secularización de la experiencia temporal, así, ésta no fue más entendida como destino, como ventura palmaria de la divinidad. Desde entonces el destino como noción del porvenir se eclipsó, para dar lugar a una experiencia temporal centrada en la idea de una progresión racionalmente articulada y proyectada en el futuro. La concepción del tiempo como despliegue planeado de la experiencia humana, significó la reinvención de la noción de pasado.

El pasado se redefinió como objeto perceptible: a través suyo podía constatarse con pruebas, fuentes y testimonios, el ascenso de la sociedad occidental hacia el progreso y la certeza de un futuro superior al pasado. La historia como saber probaba que todo tiempo presente era mejor y que los principios de racionalidad, ilustración, democracia y equidad, eran, con toda seguridad, los conceptos que conducirían a la sociedad a un estadio de superioridad con respecto a todas las que le habían antecedido e incluso, con relación a aquellos pueblos periféricos (Asia y América) (Castro, 2005) constituidos en testimonio de inferioridad con referencia a Europa; a su vez, Europa se erigía como el futuro deseado, como propósito imaginado, como escatología del porvenir, cuya argucia radicaba en su condición de discurso escrito y sustentado en pruebas y testimonios escritos; he-cho que no puede ser soslayado, porque precisamente el saber histórico conduce a una reificación de la memoria escrita como evidencia objetiva y racional del ascenso del mundo, mientras que la tradición oral se clasificó dentro de las manifestaciones folclóricas, aquietadas temporal y espacialmente, fósiles del pasado, de cuya existencia se ocupaban los etnólogos.

El segundo fenómeno que emerge como corolario de la noción de progreso y de la redefinición del pasado, tuvo que ver con la inédita noción de la nación. Este item pocas veces ha sido entendido como parte del proceso de definición de la historia y es premisa fundamental, entre otras razones, porque permitió la articulación de futuro y pasado en el tiempo nacional, a la vez que reabsorbió las veteranas nociones de pasado como depósito de hechos ejemplares y el futuro como porvenir. La idea de nación necesitó de la redefinición de la historia como experiencia, como tradición, como depósito y finalmente como saber a través del cual se establecía un hilo conductor entre pasado y futuro. Cuando nos referimos al tiempo nacional hacemos alusión a la experiencia del tiempo colectivo que se expresa en los relatos políticos, en la narración de las gestas heroicas, el tiempo medido por las cronologías políticas y que se produce y se experimenta colectivamente. Un tiempo que define Walter Benjamin como tiempo simultáneo, pasado y futuro vivenciado en un presente que augura mejor porvenir, materializado en los calendarios nacionales que destacan los acontecimientos fundacionales que remiten al tiempo sacrificial, o al hito fundacional que debe rememorarse de manera colectiva. Así, el tiempo nacional es más o menos semejante al tiempo de la historia2 . No obstante, esta categoría del tiempo es incompleta y no exacta, porque se afinca en la idea de un tiempo homogéneo que hermana a partir de las representaciones impresas y comunicativas: es decir, el tiempo de los medios de comunicación que se concreta en la práctica de ver el noticiero de televisión de las 7 de la noche, o la fiesta nacional que se conmemora en todos los rincones de la denominada nación (Chatatterjee, 2002: 124-164).

El problema es que éste es un tiempo representado, no el tiempo vivido, y en este sentido es que se deben sugerir dos nociones que permitieran sustraerse de la idea de nación que se deriva de una cierta ingeniería social, en términos de Hobsbawm; y que se insinúa en la idea de comunidad imaginada que postula Anderson. Más bien, y estos son los términos de los más importantes teóricos poscoloniales sobre este asunto, se intenta pensar el tiempo como experiencia simultánea y no sólo como tiempo vacío, que puede ser llenado por las representaciones colectivas y por la comunidad que establece vínculos emocionales, sin que para ello tengan que conocerse. La experiencia simultánea implica pensar el tiempo, no sólo en las retóricas de la representación, sino en los espacios concretos de la cotidianidad y la experiencia heterogénea de los diversos grupos humanos, que aunque homogeneizados merced a la pedagogía nacionalista, habitan un mismo espacio. Así pues, antes que una imposición producto de la ingeniería social o una invención más o menos artificiosa, la noción de tiempo simultáneo remite a la observancia de modos sociales y culturales de producir experiencias temporales, y relaciones con la historia, ahora entendida como el resultado de las relaciones entre memoria y olvido, entre lo que se recuerda narrativamente, pero también de aquello que se obvia en la narración.

En consecuencia la nación es una imposición, producto de las relaciones entre pasado, presente y futuro, fruto de la pervivencia de modalidades narrativas que se insertan en los relatos nacionales, resultado de la relación entre memoria y olvido, y concreción de un tiempo que se experimenta simultáneo y cotidiano, en vez de los tiempos vacíos de la comunidad imaginada de la que hablara Anderson. En esta producción, la mixtura entre el pasado como fuente de ejemplos y la narración histórica como pedagogía del ser nacional, incluso la literatura como promotora de modelos del ser y del no ser nacional, constituyen formas escriturarias especiales para entender las torsiones entre pasado y presente, entre ejemplo y deber ser que develan los horizontes de expectativas y los procesos de producción de las comunidades nacionales. Al respecto afirma Homi Bhabha

Las fronteras problemáticas de la modernidad están representadas en estas temporalidades ambivalentes del espacio-nación. El lenguaje de la cultura y la comunidad está equilibrado sobre las fisuras del presente transformándose en las figuras retóricas de un pasado nacional. Los historiadores, absortos en el hecho y orígenes de la nación, nunca hacen, y los teóricos políticos de las totalidades modernas de la nación ("homogeneidad, alfabetización, anonimia son los rasgos clave") nun-ca formulan la pregunta esencial de la representación de la nación, como proceso temporal (Bhabha, 2003: 178).

 

La relación temporal entre el uso de la historia y la narración de la nación

En este sentido, la noción de historia dista de las consideraciones posteriores, y podemos definirla como ambigua al igual que la idea de nación; pues si bien ambas se sostienen en el proyecto racionalizador de inicios de la modernidad, también acuden a nociones tradicionales y categorías míticas que dan soporte a la experiencia nacional. La nación requería de pasión e intelecto, de sentimiento (Bodei, 1995) y reflexión, de pasado y futuro, de ciencia y religiosidad. La historia3 en proceso de redefinición en el contexto de fundación de la experiencia nacional, se constituyó en motor de la emergencia de los nacionalismos y de la gestión de sujetos nacionales, capaces de los máximos sacrificios. A la par que se impulsa como un saber racional, con objetos, métodos y teorías propias, el uso de formas retóricas útiles en la proclamación de la defensa y la construcción de la nación fueron mecanismo de reificación del pasado como ideología que se postula en la imposición de un orden acorde con los dispositivos de producción del capitalismo, con la formación de ciudadanos productivos, ordenados y pacíficos y con el proceso de centralización de la fuerza por parte del Estado. Sin lugar a dudas, la nación aparece en este contexto, racionalizador, ilustrado, pero contenido en categorías metafísicas y en narrativas provenientes de la tradición cristiana4 .

La autoridad epistemológica de la historia se hallaba en proceso de construcción, su importancia no residía en la capacidad de reconstruir objetivamente el pasado, sino en establecer vínculos entre los hechos del pasado, no como realmente acontecidos, sino como fuente de ejemplos de virtud y moralidad concordantes con el nuevo orden republicano y nacionalista del siglo XIX, por lo tanto la autoridad deontológica y axiológica primaba sobre la delimitación epistemológica. Hasta bien entrado el siglo XX la historia mantuvo cercanía con la imaginación. La narración dramática de los acontecimientos hacía de la historia la Magistra vitae5 , veta inagotable de ejemplos morales. La historia entonces se podría definir como una composición o como la poética de acontecimientos "verdaderos" del pasado, dispuestos narrativamente para mover el espíritu a la imitación de aquello digno de emulación y para la repulsión y el rechazo de aquellos indignos, crueles, injustos o contrarios a la moral. Su importancia no radicaba en la veracidad de los acontecimientos sino en la coherencia y condición de verosimilitud de los mismos. En esta historia ideológica y nacionalista la descripción nubla la explicación, la memoria se antepone a la reflexión y las acciones ocupan el lugar de los análisis.

 

Historia, historias y nación

A lo largo del siglo XIX y bajo la influencia de la maduración de los procesos de formación nacional, la historia como saber sufrió una especie de escisión en términos de su estructura disciplinar. Historiadores europeos, en su mayoría con formación filológica como Leopoldo Von Ranke, y Jacobo Burckhardt (Derrida, 1995) pudieron llamar la atención sobre la necesidad de un saber histórico más objetivo y explicativo, e incluso en nuestro contexto historiadores como José Manuel Restrepo, o José María Groot, pudieron elaborar obras más sofisticadas, apoyadas en el uso exhaustivo de archivos, y en una escritura extensa y depurada. Estos autores hacían parte de élites "en proceso de definición nacional", miembros de grupos hegemónicos, situación que les concedía autoridad para definir aquello digno de ser historiado y perpetuado en la escritura de acontecimientos políticos y en la relevancia de personajes fundamentales en la existencia del orden entonces dominante (Rama, 2004). En su mayoría, estos historiadores fueron responsables de construir desde el pasado, y a través de las fuentes, la legitimidad de un orden establecido, un sistema cultural y una forma de explicación e interpretación de las causalidades que habían originado ese orden. No obstante poco acceso tuvo la mayor parte de la población a estas obras, entre otras razones por su extensión, por la exposición erudita de los hechos, por el lenguaje sofisticado y por su costo.

En este punto vale la pena destacar la vocería que asumieron en la idea de crear "las narrativas" que dieran soporte a la nación de acuerdo con preceptos morales, estéticos, éticos y epistemológicos, proyectados como el deber ser nacional; con el propósito de construir una nación basada en la formulación de paradigmas sociales que debían ser imitados. Por lo tanto asumieron la tarea de resemantizar (Smith, 2003) algunas viejas tradiciones presentadas a través de lenguajes políticos novedosos y así, consolidar un proyecto nacional que encontró en la historia, una narrativa que permitió la testificación documental, con la que podía comprobarse la profundidad temporal que legitimaba el presente y auguraba el futuro como horizonte de expectativa (Koselleck, 1990: 187).

Por lo tanto, tampoco es pertinente remitirnos a la historia y la nación como invenciones desarticuladas de diversos fenómenos sociales y culturales, más bien es preciso hablar de producciones en las cuales la nación y la historia como fenómenos culturales, como categorías epistemológicas y como nociones experienciales, tuvieron que anclarse en algunas tradiciones o manifestaciones culturales que sirvieron de sustento, y agenciaron mecanismos de apropiación, circulación y definición. En el caso de la nación la apelación al territorio, a los antepasados, a la civilización, fue un vehículo que amplió las posibilidades de inserción del concepto; en el caso de la historia, el uso de modelos retóricos, y la incidencia de la novela pedagógica fueron importantes modelos de escritura con los que la sociedad ya estaba familiarizada.

Se elaboraron escrituras a las que sus propios autores no se atrevían a llamar libros de historia, y con frecuencia dieron el nombre de "obritas". Estos libros tenían una función mucho más clara, pues buscaban convertirse en los medios de circulación de la historia "de la patria" como la denominó en 1850 el Señor José Antonio Plaza (1850). Ellas se caracterizan por la manera particular de exponer la historia, como la inculcación del precepto de modelos de corrección moral y política. No es gratuito el nombre que fueron adquiriendo a lo largo del siglo XIX convertido en lugar común para designar la escritura de la historia. El término de historia patria transparenta sin eufemismos su objetivo: exaltar el amor, el sentido de pertenencia y el deseo de sacrificio si la patria lo requería. Fue un genero escriturario ideologizado, que abogaba y promovía en los ciudadanos la defensa y el fomento de los principios republicanos y la salvaguardia de los fundamentos nacionales.

Estas obritas deben ser entendidas en su contexto de producción, circulación y uso. Pues no se trata de libros de historia con vocación disciplinaria y académica, sino de escrituras que usaron la historia como instrumento de movilización política en repúblicas que apenas empezaban su proceso de ordenamiento político moderno y construcción nacional. Por eso puede ser entendida la ambigüedad de la que hablábamos al principio; insertas en un orden político como la nación que apela a la racionalidad de sus miembros y a la constitución de estos en ciudadanos libres y autodeterminados. La estructura narrativa que la sustenta está afincada en categorías míticas y místicas, herencia del cristianismo, y resemantizadas por los lenguajes políticos modernos. El pensamiento cristiano se cuela en ellas como metarelato, útil para la formulación del nacionalismo como principio comunitario que reinterpreta la vieja concepción de un pueblo bendecido por Dios: nociones como héroe, sacrificio, muerte, narración teleológica que encadena el pasado idílico, el pre-sente caótico y un futuro de segura felicidad. Pero de otro lado, la historia en este contexto apela a la racionalización y la formación cívica y ciudadana, se construye sobre tradicionales formas de argumentación y presentación de los acontecimientos en las que prima la descripción de los hechos, sobre la explicación o la interpretación, y donde la fuente es apenas una enunciación presente en los prefacios, pero inexistente en el resto del escrito. Recordemos que en la historia positivista del siglo XIX, la fuente se entendía como medio de observación directo del pasado. Así, los historiadores positivistas intentaban soportar la cientificidad de la historia en la idea de que el pasado era aprehensible, cierto, y efectivamente real, lo que se constataba en los documentos, que eran a su vez, la voz autorizada, la imagen verdadera del pasado.

Mientras José Manuel Restrepo (Mejía, 2007) y José María Groot (Mejía, 2009) hacían gala de un tremendo aparato de documentación que respaldaba su narración, y que era incluso una alternativa argumentativa para demostrar la verdad de lo acontecido, las historias, las obritas, carecían de toda referencia a documentos, la idea de observación directa era reemplazada por las descripciones exhaustivas de los lugares, los acontecimientos y los personajes zurcidos por detalles precisos que conferían mayor veracidad al relato. Con esto queremos decir que ante la falta de fuentes y, probablemente porque buena parte de ellas fue el punto de intersección entre una historia escrita, inspirada en las corrientes positivistas del siglo XIX y la tradición oral que mezclaba hechos con leyendas, se centraban más en la profusión de detalles directos que otorgaban credibilidad al texto, veamos un ejemplo:

Fue Colón de jentil estatura, largo de cara, i en sus facciones se descubría el jesto de la autoridad. De bien hablar, claro injenio, grave con moderación, afable con los estraños, i de indole apacible i suave. Sobrio i moderado en las necesidades de la vida. Varon de grande animo. De corazón jeneroso perdonaba las humillaciones con facilidad. De constancia heroica en los trabajos i de espiritu elevado (Plaza, 1850: 23).

Es evidente que la descripción de Colón hace parte de una tradición común que estableció estereotipos que definían lo bello y lo bueno, lo malo y lo feo. Esta descripción respondía más a criterios imaginativos que a certezas empíricas, lo cual no demerita la descripción como falsa, sino que permite entenderla en contextos espacio temporales donde los códigos morales y estéticos estaban consensuados, es decir, el autor no imagina en el sentido contemporáneo, sino que se vale de convenciones morales y estéticas que permiten construir o mejor producir una imagen de Cristóbal Colón, imagen que hace parte de un acervo moral que se constituye como ejemplar en los libros de historia.

Por lo tanto, estas obras no pueden ser categorizadas como "historia", so pena de caer en aseveraciones radicales que desconocen su carácter temporal y su dimensión historiográfica. Las distinciones son necesarias; de un lado la historia académica, cercana al positivismo, de carácter político y republicanista, de otro, una "historia" que obedece a fines divulgativos y con un sentido ideológico nacionalista claramente definido, por lo tanto imposible de encerrar dentro de las condiciones historiográficas positivistas o cientificistas. Evidentemente ellas manifiestan formas de ver, concebir, pensar y escribir la historia, pero la definición de su público lector y los fines de sus autores, implican mecanismos particulares de escritura, argumentación y consideración del pasado.

Sus autores procuraban simplificar fechas, nombres y acontecimientos, y como elemento didáctico aparecen cuestionarios que ejercitan la memoria, forma cognitiva por excelencia de una sociedad en la que la verdad se explica como postulado último de todo saber, como esencia manifiesta de la divinidad, esencia que no puede ser alterada, cuestionada y que no admite duda. Los cuestionarios estaban compuestos por preguntas que se contestaban de manera memorística, es decir, nos referimos a preguntas cerradas, cuyas respuestas son ubicables en el capítulo. La formulación catequística6 tiene que ver con la concepción del conocimiento como despliegue oral de las facultades intelectuales, además con un juicio de verdad ligado a la autoridad. Como es una narración que se dirime entre razón y religión, los libros de historia patria devienen en textos verdaderos, porque hablan del pasado y establecen una continuidad entre el porvenir, el presente y el origen, implantan la linealidad histórica y teleológica que se construye como texto sagrado. En consecuencia sus contenidos son verdades que deben ser grabadas, como los mandamientos, en la mente y en el alma de los miembros de la nación, y que por eso son incuestionables y ni su forma ni su contenido pueden ser cambiadas. Su función última no es el desarrollo de facultades analíticas o reflexivas, sino el amor, el odio que define a los buenos y a los malos, a los amigos y a los enemigos, por lo tanto, su función no es cognitiva, sino emotiva. Se espera de sus lectores un compromiso radical con la defensa de las instituciones, las fronteras, la religión y todo aquello que moviliza el amor patriótico y defina la nación.

 

A modo de conclusión

El cisma epistemológico que se produjo en el siglo XIX extrajo de la literatura la historia, e impuso a ambas finalidades diversas; en la primera la ficción quedó inscrita como principio constitutivo de su objeto; en la segunda, la verdad fue el principio que señaló a los historiadores el uso de las fuentes como testigos fieles del pasado. La escritura histórica se asentó en la explicación exacta de los acontecimientos; la imaginación y la estructura narrativa de la escritura histórica fueron condenadas como signo de "no verdad" y más aún, de falsedad. Hayden White (1992, 2003, 2004) ha mostrado que en las obras que inauguran la conciencia historia, así como en las paradigmáticas filosofías de la historia, se entretejía la narración con las formas más clásicas de la retórica, por lo tanto, muestra el autor, la separación entre historia y literatura era un asunto puramente superficial. En su metaestructura, historia y literatura se fundían en la trama de los acontecimientos, la separación entre historia y ficción es una presunción positivista en su afán por cientifizar el discurso histórico. La consecuencia de este ejercicio fue la prepotencia del contenido sobre la implícita condición imaginativa de la forma. No obstante, los diques construidos por los historiadores en pos de debilitar la narración, ésta se cuela por los intersticios de la trama.

No podemos olvidar que estas obras de historia tienen una finalidad clara: servir de medio de difusión de las ideas patrióticas, republicanas y nacionalistas, y por lo tanto su carácter pedagógico, en el sentido de ayudar en la construcción de un sujeto útil y disciplinado, además de su función ideológica, difundir el sentimiento patriótico que legitima los sacrificios por la causa nacional. Esta decidida tensión entre pedagogía e ideología determina, en buena medida, el carácter didáctico de tales obras, las cuales probablemente por razones técnicas carecían de ilustraciones, y es claro en las presentaciones de sus autores el afán simplificador de fechas, nombres y acontecimientos, para no atiborrar la mente de los niños con cosas innecesarias. De lado, como elemento didáctico aparecen los cuestionarios destinados a corroborar el aprendizaje de lo más importante. Estos cuestionarios están compuestos con preguntas que se contestan de manera memorística, es decir, nos referimos a preguntas cerradas, cuyas respuestas son perfectamente ubicables en el capítulo. Esta formulación catequística tiene que ver también con la oral del aprendizaje y de la enseñanza, es decir con la concepción del conocimiento como el despliegue oral de las facultades intelectuales, también con una concepción de verdad, asociada con la de autoridad. Como es una narración que se dirime entre razón y religión, y como evidentemente los libros de historia patria devienen en textos verdaderos, porque hablan del pasado y establecen una continuidad entre el porvenir, el presente y el origen, establecen una continuidad histórica y teleológica que se construye como tex-to sagrado. Por lo tanto sus contenidos son verdades que deben ser grabadas, como los mandamientos, en la mente y en el alma de los escolares. Como verdades son incuestionables, no pueden ser alteradas ni en su forma ni en su contenido porque su función última no es el desarrollo de facultades analíticas o reflexivas, sino el amor, el odio que define a los buenos y a los malos, a los amigos y a los enemigos, por lo tanto su función no es cognitiva, sino emotiva. Se espera de sus lectores un compromiso radical con la defensa de las instituciones, las fronteras, la religión y todo aquello que moviliza el amor patriótico y defina la nación.

 

Notas al pie

1. Para estudiar este problema será cardinal centrarse en los trabajos de Ricoeur, básicamente en Tiempo y narración II, donde se dedica de manera más puntual al problema del relato histórico y a la definición de la frontera entre explicación e interpretación, entre discursos causales y discursos narrativos. (Ricoeur, 2004).

2 Ankersmit ha incluido la categoría de nostalgia como condición de posibilidad de una fenomenología de la historia, la relación pasado y presente se articula en la diferencia, es decir, en la evocación idealizada del pasado que se hace desde el presente. Ver (Ankersmit, 2004).

3 Ernest Renán, uno de los más importantes ideólogos del nacionalismo voluntarista de finales del siglo XIX, establece como criterio definitorio la noción de historia entendida entendida como lo que es necesario recordar, pero también como aquello que es imprescindible olvidar en el mantenimiento del pacto o plebiscito cotidiano que mantiene unida a la nación. Ver (Renan, 2004: 53-73).

4 Al igual que la historia debe estudiarse en su contenido metaficcional, la literatura debe analizarse en su función referencial. El trabajo de Luis Fernando Restrepo plantea este problema: la conversión de un texto definido literario por el canon académico es usado como fuente histórica para mostrar la construcción del orden colonial. Este libro impone el reto de pensar, para el caso colombiano, la historia como narración profundamente articulada en tradiciones literarias que por ejemplo se hacen manifiestas en la pervivencia del drama y la violencia como matriz interpretativa de la vida nacional. Cf. (Restrepo, 1999).

5 Ver (Cochraine, 1981: 51-72).

6 (Derrida, 1995). En este capítulo, retomando el diálogo del Calicles, Derrida propone un análisis de la relación entre escritura y oralidad que ayuda a comprender la complejidad filosófica de los métodos denominados erotemáticos o catequísticos.

 

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