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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.7 no.13 Medellín July/Dec. 2010

 

Dossier: Justicia y política

 

Justicia global, derechos sociales y pluralismo*

 

Global justice, socials rights and pluralism

 

 

Mauricio Andrés Gallo Callejas

mgallo@udem.edu.co

Magíster en Filosofía, Instituto de Filosofía, Universidad de Antioquia. Profesor, Universidad de Medellín - Universidad de Antioquia.

 

Recibido: agosto 3 de 2010 Aprobado: octubre 19 de 2010

* Este texto presenta parte de los resultados de la tesis de maestría "Los pobres del mundo ¿Un problema de justicia?", presentada en el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia. Dicho trabajo fue dirigido por el profesor Francisco Cortés Rodas a quien va todo mi agradecimiento.


Resumen:

En este escrito enfrento uno de los retos que tiene la reflexión filosófica de nuestros días: lograr una defensa creíble del universalismo moral. Para ello propongo una versión que intenta dar cuenta de las que consideró son las dos grandes exigencias normativas que están condicionando su plausibilidad y que según las posiciones mayoritarias resultan inconciliables. Por un lado, que esté basada en una concepción de nuestros derechos básicos lo suficientemente minimalista para que resulte acorde con el pluralismo. Y por otra parte, que sea lo suficientemente inclusiva para que permita la defensa de derechos sociales universales desde donde justifiquemos el deber de redistribuir la riqueza mundial, como solución urgente para aliviar el dolor y el sufrimiento de un número cada vez mayor de personas sometidas a una vida en condiciones de pobreza extrema.

Palabras clave: Derechos sociales, autonomía política, autonomía individual, pobreza, inviolabilidad de la persona.


Abstract:

In this article I face one of the actual challenges that is confronting the philosophical reflection: trying to accomplish a believable defense of the moral universalism. I propose a version that attempts to expose two of the greatest normative needs that are conditioning its plausibility and that according to the majority of thoughts it result incompatible. On the one hand, this is based on a conception of our basic rights sufficiently minimalistic that the outcome is consent with pluralism. On the other hand, it is sufficiently inclusive that allows the defense of the universal social rights. From which we justify the duty to redistribute the world's wealth, like a critical solution to relieve the pain and suffering of a number every time larger of people submitted to a life of extreme poverty.

Key words: Social Rights. Political autonomy. Individual autonomy. Poverty. Personal Inviolability.


 

El universalismo moral desde una lectura pluralista de los derechos

Una de las fuentes de discordia en el interior de la filosofía política de nuestros días, tiene que ver con la posibilidad de ofrecer versiones del universalismo moral que den cuenta de manera satisfactoria, de dos exigencias normativas al parecer bastante lejanas: el problema del respeto por la diferencia y el asunto de la inclusión.

La primera de estas exigencias se deriva de un mundo en el que ha ocurrido lo que Rawls (1996) denominó el hecho del pluralismo. Las comunidades políticas que tenemos hoy, de las que las más importantes siguen siendo los estados nación1 , son el resultado de un lento proceso de emancipación frente a todo tipo de voluntad superior o externa a nosotros mismos, bien sea la voluntad de los dioses, la naturaleza o lo que Tugendhat (1997) llama la razón en negrita2 . Gracias a este proceso, no sólo hemos logrado convertirnos en responsables por nuestro propio destino, sino en habitantes de un mundo con una abundancia infinita (Feyerabend, 2001), en el que múltiples y diferentes sentidos del bien, todos ellos en igualdad de estatus, quedan al alcance de nuestra propia voluntad.

De allí que la plausibilidad de las diferentes versiones de dicho universalismo, ahora convertido en tesis filosófica, quede condicionada a que sean lo suficientemente minimalistas como para otorgar a la idea de autonomía el papel protagónico, en eso que Nino (1990) denominó el valor interno de la justicia política. Esto, tanto bajo la forma de autonomía individual, lo que exige dar cierta importancia a la idea de que los sujetos de la justicia son "agentes racionales que deben ser responsables por sus propias vidas. Es decir, que así como pueden perseguir el disfrute de los beneficios obtenidos con sus éxitos, también deben soportar las cargas y los costos que se derivan de sus fracasos" (Miller, 2004: 123). Así como bajo la forma de autonomía política, lo que exige dar cierta importancia a la idea de que "la persona tiene por hipótesis un profundo interés en la capacidad de elección, incluida la elección de una forma de vida y de los principios políticos que deben gobernarla" (Nussbaum, 2007: 99).

A su vez, la segunda exigencia surge de un mundo en el que somos testigos de la aparición de nuevos fenómenos de poder como "el mercado global, las empresas multinacionales y la naturaleza del sistema económico global" (Nussbaum, 2007: 228). La manera en que tales fenómenos están haciendo su parte en la configuración de nuestro mundo, surge a la vista de cualquiera que se detenga en el exagerado crecimiento en el nivel de desigualdad económica entre países ricos y pobres3 ; o en el vergonzoso número de personas sometidas a condiciones de pobreza extrema4 ; o en las comparaciones entre nuestras expectativas de vida, las cuales parecen depender cada vez más de un asunto tan aleatorio como lo es el nacimiento en determinados estados5 .

Ante este panorama, el asunto de la inclusión exige no sólo partir de la idea de que Rawls tenía razón en el papel que otorgó a nuestras instituciones, con relación a "las opciones vitales de las personas desde el principio y en todos los sentidos" (Nussbaum, 2007: 258); sino además, y esto es lo más importante, exige extender su pregunta acerca de cómo debemos "mitigar la arbitrariedad de las contingencias naturales [históricas] y de la fortuna social" (Rawls, 2004: 99) para la determinación de tales opciones, más allá de las fronteras de los estados y como un problema que nos compete a toda la sociedad global de seres humanos. Y esto significa, la creación de principios globales de justicia, mediante los cuales abordemos el difícil asunto de la redistribución de la riqueza mundial, como remedio urgente frente al dolor y al sufrimiento al que están sometidos millones de personas.

Para sostener que sí es posible ser al mismo tiempo lo suficientemente minimalista, para dar cuenta del pluralismo y lo suficientemente inclusivo, para dar una respuesta satisfactoria al asunto de la justicia global, basta ofrecer una versión del universalismo moral construida desde lo que voy a denominar una lectura pluralista de los derechos. Tal lectura, la caracterizo porque, en primer término, acepta que gracias a su actual triunfo6 , estamos ante un lenguaje indeterminado que ha dejado de ser una herramienta exclusiva de una visión privilegiada del mundo. Y ello, de forma tal que se aparta tanto de quienes ven -o vieron- en los derechos, una herramienta mágica que asegure -o debía asegurar- con su simple utilización, versiones determinadas, cualquiera que fueran las pretensiones normativas de quien las utilice (Nino, 1984; Alexy, 2006); así como de críticas igual de insostenibles, pues, cuando encuentran que esa herramienta mágica se ha perdido, predican su fin (Douzinas, 2008) o la pérdida de fe (Kennedy, 2002).

Por el contrario, una lectura pluralista reconoce que la formulación de tales versiones, dependerá de la manera en que se combinen las respuestas posibles a algunos de los problemas irresueltos que presenta este lenguaje. Para señalar sólo aquellos en los que me concentraré en estas líneas: (1) el problema de la pertenencia de los derechos sociales al catálogo de derechos básicos; (2) el problema de las relaciones entre su ámbito de existencia moral y su ámbito de existencia institucional. Problema que por las razones que mostraré en seguida, está estrechamente vinculado con el asunto del estatus necesario para ser su titular, esto es, ciudadano o persona; y (3) el asunto de las posiciones que otorgan este tipo de derechos a sus titulares y de los deberes que imponen a los obligados, esto es, prestaciones fácticas (Alexy, 1993) o mandatos de autocontención (Lafont, 2008).

Y, en segundo lugar, tal lectura se caracteriza por partir de la idea de que pluralismo no es sinónimo de todo vale. O dicho de otra forma, se caracteriza por sostener que a pesar de su indeterminación, frente a las diferentes combinaciones de respuestas que se ofrezcan a dichos problemas irresueltos, es posible plantear el asunto de la corrección. Para una lectura pluralista, entrar en este juego lingüístico significa entrar en la justificación de nuestras razones para otorgarnos mutuamente posiciones normativas (Arango, 2008), donde la corrección de unas frente a otras hace parte del propio juego. Y ello es posible, si por un lado, de la mano de lo que Arango denomina una visión pragmática del derecho, reemplazamos la idea moderna de corrección como correspondencia mente-mundo, por la idea de coherencia. Y, por otra parte, si se reconoce que tal triunfo es una restricción a nuestra libertad: reducir nuestras infinitas posibilidades para la creación de nuestro universo normativo a los enunciados que nos ofrecen los derechos, es un atarnos las manos, es, en palabras de Feyerabend (2001), una simplificación en la abundancia de nuestro mundo.

Así las cosas, creo que entre el asunto de la corrección y el reconocimiento de esta característica de los derechos, existe una conexión. Atarnos las manos para la construcción de nuestros juicios de justicia, abandonando entre las infinitas opciones, lenguajes como el utilitarismo, los diferentes realismos o la democracia, es limitar nuestra libertad y ello debe justificarse. Tal justificación implica la formulación de argumentos coherentes que expliquen cómo debemos entender tal abandono y por qué éste resulta deseable. En este escrito ofrezco dos de tales argumentos, a los que siguiendo a Nussbaum (2007) denominaré tesis éticas, y mediante las cuales intentaré mostrar por qué esta lectura nos abre la posibilidad de dar perfecta cuenta de ambas exigencias. Tales tesis éticas son las siguientes:

(1) El triunfo de los derechos se justifica porque es, hasta ahora, la mejor herramienta que hemos creado los hombres para evitar que nuestras concepciones de la justicia queden reducidas a un juego de fuerzas, en el que son los más débiles quienes tienen todas las de perder. El de los derechos es el lenguaje al servicio de los más débiles, es la contención para los más fuertes.

(2) El triunfo de los derechos se justifica porque nos impone el deber de tratar a todos los seres humanos como si tuviésemos igual valor moral, con independencia de asuntos tan arbitrarios como la membresía a una comunidad política y no a otra.

 

2. Derechos sociales y autonomía individual

La defensa de ambas tesis éticas, y con ello, la defensa de mi creencia en que sí es posible ofrecer una versión del universalismo moral que dé cuenta de manera satisfactoria del pluralismo y la inclusión, se dirige, en primer lugar, en contra de aquella postura a la que me voy a referir utilizando la conocida expresión libertarismo. Desde tal horizonte, ambas exigencias resultarán inconciliables puesto que el minimalismo necesario para preservar el papel protagónico de la autonomía individual, deriva en una doble reducción: primero, en la lista de nuestros derechos básicos, limitados al binomio libertad negativa-propiedad; y segundo, en los sujetos de la justicia, limitados sólo a aquellos individuos que están en condiciones de disfrutarlos. Gracias a ambas reducciones, sus defensores darán paso tanto a su conocida separación entre justicia política y caridad: "our basic human rights are negative, and thus that the basic human duties are avoid inflicting evils people. The duty to help those in need is not like that" (Narverson, 2003: 432); así como a su conclusión de que todo ser humano es responsable por su propia pobreza.

Desde mi lectura, resultará posible evitar, al menos, esta última y detestable conclusión. Y ello, sin que sea necesario arrebatarle a la autonomía individual el papel protagónico que nos exige el pluralismo. Para lograrlo, lo único que se necesita es una concepción diferente de la persona humana y que dé a tal idea, un nuevo papel en la justificación de nuestras instituciones. Bajo la concepción libertaria, la idea de que los sujetos de la justicia hemos llegado al estado de naturaleza, o a la posición original, siendo ya autosuficientes y bastante iguales en nuestras capacidades para elegir y desarrollar proyectos de vida, deriva en su visión escatológica de un mundo de plenos propietarios (Arango, 2008) en el que la única necesidad de ordenamientos normativos morales y jurídicos, se deriva de evitar que un individuo plenamente capaz, interfiera en el ámbito de libre decisión de otro individuo igualmente capaz.

Pero si partimos desde mi primera tesis, por razones obvias, tal concepción de la persona se torna indefendible. En aras de justificar el triunfo de los derechos como protección de los más débiles, debemos ubicar a la autonomía individual como el punto de llegada, como la meta por alcanzar: los sujetos de la justicia somos titulares de necesidades básicas que, sea cual sea su posible significado7 , apuntan finalmente a "estados de cosas que son prerrequisitos de esa autonomía [individual]" (Nino, 1990: 22) y que como tal, deben ser garantizadas por nuestras instituciones. De allí que eso que Rorty (1991) ha denominado su utopía de una sociedad de ironistas liberales, en donde cada individuo simplemente aspira a redescribirse a sí mismo, lejos de ser concebido como el punto de partida para la definición de los asuntos de la justicia, se convierte en la sociedad ideal que aspiramos construir, precisamente a través del derecho y la moral.

Este cambio en el lugar que ocupa la idea de autonomía en la justificación de nuestras instituciones, genera, por supuesto, importantes consecuencias en la manera en que entendemos los asuntos de la justicia. Implica, nada menos, que aceptar la invitación del feminismo de separar eso que los libertarios parecen confundir: la igualdad moral que propone mi segunda tesis es un asunto normativo, en el que para nada influyen nuestras diferencias de hecho en fuerzas y capacidades. No tenemos el mismo valor moral porque tenemos las mismas capacidades, tenemos el mismo valor moral porque somos seres humanos. De allí que lo que normalmente se interpreta como una relación dialéctica entre dos formas opuestas de concebir tales asuntos (Miller, 2004), bajo mi versión se convierte en una relación necesaria entre dos aspectos complementarios: concebir a los sujetos de la justicia como individuos indefensos a quienes se nos deben garantizar tales necesidades básicas. Y ello, sin descartar la idea de autonomía individual, una vez más, sujetos responsables por las decisiones propias. Una vez tales instituciones nos permitan desarrollarnos como individuos fuertes, autosuficientes y capaces de decidir el sentido que queramos dar a nuestra existencia, seremos responsables de las decisiones que tomemos y debemos asumir sus consecuencias. Antes no podemos serlo.

Y es por esto que podemos aceptar que nuestras instituciones oscilan entre dos direcciones que no son opuestas, sino complementarias: por un lado, la idea libertarista de protección de los individuos que han alcanzado dicha autonomía, mediante las libertades negativas que bajo la tradicional dicotomía entre lo público y lo privado, garantizan la vigencia de una sociedad pluralista, una sociedad construida desde la diferencia. Dicotomía que recoge de forma magistral Rorty (1991), al señalar tras las huellas de Mill que "los gobiernos deben dedicarse a llevar a un grado óptimo el equilibrio entre el dejar en paz la vida privada de las personas e impedir el sufrimiento" (84). Pero también, la protección especial de los más débiles, precisamente mediante los derechos sociales que garantizan el igual valor moral de aquellos seres humanos que, o bien, no han llegado a la mayoría de edad kantiana, porque aún no han alcanzado su autonomía y no pueden valerse por sí mismos -como los niños-; o bien, porque la han perdido totalmente -ancianos o personas que sufren accidentes- o parcialmente -enfermos o desempleados-; o bien, porque definitivamente nunca podrán alcanzarla -como los discapacitados-.

Sólo me hace falta, antes de pasar a la segunda defensa de mi lectura, insistir en que este doble sentido es importante por dos motivos. Porque desde la protección de los derechos básicos garantiza el respeto igual a los más débiles. Pero lo hace sin desconocer el valor moral y la importancia de la libertad negativa, bellamente expresada en la idea de separabilidad de Nozick (1990) y en las siguientes palabras de Locke (citadas por Nussbaum, 2007): "nadie puede quedar sometido al poder de otro si no es con su consentimiento" (47). Lo que intento mostrar es que mi versión no revive la pesadilla del primero de convertir a las instituciones en copropietarias de las personas. Creo que debemos evitar que de la mano del asistencialismo, el individuo pase a ser concebido como caldo de cultivo disponible para las instituciones.

Rápidamente quiero acudir a uno de los asuntos más sensibles para explicar cómo pueden funcionar conjuntamente ambos sentidos. Me refiero a la educación de nuestros hijos. Si hay algo que caracterice a una sociedad totalitaria es el arrebatar la posibilidad de que sea cada uno de ustedes quien pueda educarlos bajo su propia concepción del mundo. Mi criterio no implica afirmar que en tanto sus hijos no sean concebidos como parte de la comunidad de plenos propietarios, titulares del derecho natural a la libertad, porque no lleguen siendo libres e independientes a nuestra comunidad, queden sujetos al capricho de los poderes de turno: ustedes, como padres, ya han alcanzado la autonomía -insisto en que gracias a la estructura básica- y por lo tanto son ustedes quienes deciden bajo qué mundo socializarlos. Si el gobierno intenta arrebatar esa posibilidad, son ustedes titulares de las libertades negativas, esto es, de derechos de defensa que pueden oponer a tan indeseable intervención en el ámbito de lo privado.

 

3. Derechos sociales universales y autonomía política

De igual manera, la defensa de mis dos tesis éticas debe plantearse en contra de una postura que voy a llamar el liberalismo nacionalista de tipo no libertario, encabezada nada menos que por autotes de la talla de Rawls y Habermas, y secundados por Miller y Chauvier. A pesar de sus marcadas diferencias, ellos defenderán la tesis del contrato en dos niveles (Nussbaum, 2007) o de las dos esferas de la justicia (Cortés, 2007), según la cual los asuntos de la justicia deben ser determinados en dos niveles diferentes8 : uno fuerte al interior de los estados, y, otro débil al exterior, como parte de las relaciones entre estos y entre los individuos que pertenecen a ellos9 .

Con base en dicha tesis, esta postura sostendrá otro tipo de minimalismo del que se deriva la supuesta incompatibilidad entre nuestras dos exigencias, ahora bajo la idea de que si bien los derechos sociales son verdaderos derechos y que la pobreza extrema representa un asunto de justicia -de allí la denominación como no libertarios-, ello sólo es posible bajo el contrato de primer nivel. Tal injusticia es el resultado de la vulneración de los deberes que imponen aquellos derechos sociales que han sido institucionalizados al interior de comunidades políticas concretas, como parte del catálogo de derechos fundamentales y cuyos titulares son los individuos que pertenecen a dicha comunidad, en su calidad de ciudadanos. No puede decirse lo mismo en el nivel externo, dentro del cual, en aras de garantizar un adecuado ejercicio de nuestra autonomía política, no resulta viable defender la idea de derechos sociales universales para cuya titularidad baste el estatus de persona -de ahí su denominación de nacionalistas-.

A continuación, me ocuparé con cierto grado de detalle de los argumentos con los que se intenta defender dicha tesis. Detenimiento que no sólo obedece al hecho de que estos autores representan la vanguardia de la filosofía política contemporánea, sino porque permiten abordar de manera correcta un asunto vital para mi versión del universalismo moral. Tal asunto es el siguiente: una vez he dado el paso anterior, una vez he mostrado que es posible justificar la existencia de los derechos sociales como prerrequisitos de la autonomía individual, podría pensarse que tal argumentación abre las puertas para derivar la idea de su universalidad. O para decirlo de otra forma, podría pensarse que dicha fundamentación de los derechos sociales sirve para justificar la creación de principios universales de justicia que, por encima del papel que ocupan hoy los estados, impongan la creación de una estructura básica global que nos asegure, a todos los seres humanos, alcanzar dicha autonomía individual. Parafraseando a Sen (2004), en tanto esto tampoco es uno de los cuentos de misterio de Sherlock Holmes, voy a adelantar desde ya que la respuesta a dicho interrogante será negativa. Y es por ello que lo que pretendo con este recorrido es indagar si a pesar de tal negativa, existe otra vía para defender la universalidad de tales derechos. Inicio, entonces, con dicho recorrido por sus argumentos.

Su punto de partida, tanto para la diferenciación entre dos niveles del contrato, como para su negativa hacia la existencia de derechos sociales universales, está en el carácter fuertemente procedimentalista de su concepción de la justicia, presente, tal y como lo sostiene Nussbaum (2007), en casi la mayoría de las doctrinas del contrato social que han abandonado todos los enfoques de la justicia del resultado. Que mejor que sea el propio Rawls (2004) quien nos explique en qué consiste dicho carácter, al diferenciar su versión puramente procesal, de lo que él denomina la justicia procesal perfecta y la justicia procesal imperfecta:

la justicia puramente procesal se da cuando no hay un criterio independiente para el resultado debido: en su lugar existe un procedimiento justo e imparcial tal, que el resultado sea igualmente correcto o imparcial, sea el que fuere, siempre y cuando se haya observado debidamente el procedimiento. Los juegos de azar ilustran esta situación (90)

Gracias a dicha concepción de la justicia, esta postura sostendrá que bajo un mundo en el que ha ocurrido el hecho del pluralismo, los derechos ya no pueden ser pensados ni como presociales ni como prepolíticos. Ellos existen únicamente como resultado de un procedimiento justo, en el marco, o mejor, condicionados al resultado del ejercicio de la autonomía política de sus titulares. Para decirlo desde las contundentes palabras de Forst (2005):

El constructivismo político -la justificación y el establecimiento de una estructura básica para una comunidad particular- no debe ser entendido como la mera aplicación e institucionalización de una lista de derechos morales fijados a priori, pues, primero, los contextos políticos son aquellos en los que surgen las demandas concretas por derechos humanos. Y segundo, una interpretación, institucionalización y realización legalmente vinculante de esos derechos, puede ser solamente realizada en un Estado de derecho -en un Estado en el cual los ciudadanos confieren para sí mismos un derecho a la justificación y reconocen los derechos que son justificables sobre la base de ese derecho (en la forma aceptada por ellos) [...] En los discursos políticos los ciudadanos son participantes de la empresa cooperativa, históricamente situada, del establecimiento de una estructura social legitimada; no se trata de seres nacidos en un cielo moral que desciendan a la tierra para formarla de acuerdo con un ideal, sino de personas comprometidas en una multiplicidad de conflictos y luchas sobre el mejor orden para su Estado -y en caso de conflictos especialmente graves, asumen su papel como personas morales y hacen valer derechos que tienen el estatus de derechos humanos, que nadie puede desconocer, ya sea en la exigencia de equidad jurídica, de igualdad política o de inclusión social. (48)

La importancia de este punto de partida se entenderá si hablamos como lo hace Rawls. Tras sus huellas, podemos decir que los derechos han dejado de ser prepolíticos para convertirse en el resultado de un consenso entrecruzado entre individuos que sostienen diferentes doctrinas comprehensivas. Consecuencia: los problemas que pertenecen al ámbito de la justicia política sólo pueden determinarse de acuerdo con aquellos derechos que sean susceptibles de tal consenso entrecruzado. Y ello, de forma tal que en el procedimiento de su determinación se eviten incluir aquellos que puedan romper dicho consenso, al llevar a una toma de postura a favor de alguna de tales doctrinas y en contra de las otras. Tal argumento debe ser subrayado, puesto que es la clave para sostener su tesis: los asuntos de justicia no son los mismos en uno y otro nivel porque los derechos que definen el ámbito de la justicia política al interior de cada uno de los pueblos no pueden ser los mismos derechos que regulen las relaciones entre ellos. Y ello, en tanto el consenso entrecruzado entre individuos pertenecientes a una misma comunidad, puede generar un grupo más amplio de derechos que la lista que puede surgir de un consenso entre los miembros de las diferentes comunidades.

Será desde esta idea desde donde sostendrán que la inclusión de los derechos sociales no puede justificarse dentro del contrato de segundo nivel. Ellos únicamente son susceptibles de un consenso entrecruzado entre individuos que al interior de una misma comunidad política comparten una concepción liberal de la justicia y no entre pueblos o individuos fuertemente separados en sus concepciones de lo justo por sus diferencias culturales. Dentro de este segundo nivel, únicamente puede defenderse un consenso entrecruzado acerca de una reducida lista de derechos, de la que para Rawls (citado en Nussbaum, 2007) sólo hacen parte

(…) una clase especial de derechos urgentes, como la libertad con respecto a la esclavitud y la servidumbre, la libertad de conciencia, y la protección de los grupos étnicos frente al genocidio y la masacre (…) [Quedando por fuera] más de la mitad de los derechos enumerados en la Declaración Universal, incluida la plena igualdad ante la ley, la libertad de expresión y de pensamiento, la libertad de reunión, la libre elección de empleo, el derecho a una remuneración igual por un trabajo igual y el derecho a la educación. (248)

Reducción que también encuentra eco en Habermas (2006):

Si la comunidad internacional se limita a cumplir las funciones de asegurar la paz y proteger los derechos humanos, la solidaridad de los ciudadanos cosmopolitas no necesita apoyarse, como lo hace la solidaridad de los ciudadanos del Estado, en las <<fuertes> >valoraciones y prácticas éticas de una cultura política y una forma de vida compartidas. Basta el clamor unánime de la indignación moral ante las masivas violaciones de los derechos humanos y las vulneraciones evidentes de la prohibición de las agresiones militares. Para la integración de una sociedad de ciudadanos cosmopolitas basta la unanimidad de las reacciones negativas al percibir actos de criminalidad de masas. Las inequívocas obligaciones negativas de una moral deontológica universalista (la prohibición de las guerras de agresión y los crímenes contra la humanidad) también constituyen en última instancia los criterios para la administración de justicia de los tribunales internacionales y para las decisiones políticas de la ONU. Esta base del juicio, anclada en disposiciones culturales compartidas, es estrecha, pero resistente. (140)

De esta forma, los asuntos de justicia en el nivel externo terminan reducidos a los derechos que hemos creado y nos otorgamos los hombres para protegernos del dolor y del sufrimiento que generan la crueldad y la barbarie de la guerra. Pero frente al sufrimiento y el dolor que padecen los pobres del mundo -así lo dirá explícitamente Rawls (1999)- los pueblos tienen un simple deber positivo de asistencia voluntaria. Un deber que no sólo resulta excluido de los asuntos de justicia, sino que, por supuesto, en nada se diferencia de la simple caridad con la que los libertaristas remiten a la esfera de la filantropía, la buena voluntad y el altruismo.

En este punto resulta necesario plantear una pregunta que seguramente habrá surgido ya en todo lector atento. La pregunta va dirigida a las razones desde las cuales, esta postura argumenta la supuesta imposibilidad de un consenso entrecruzado global para la inclusión de derechos sociales universales. Tales razones pueden ser clasificadas en dos grupos. Mientras las del primer grupo tienen que ver con la manera en que entienden tales derechos, las del segundo apuntan, una vez más, a la manera en que desde las relaciones entre su ámbito de existencia moral e institucional, se niega la idea de derechos prepolíticos. Inicio con el primer grupo de razones.

La negativa para incluir los derechos sociales dentro de la esfera externa de la justicia, tiene que ver con dos asuntos. Por un lado, tiene que ver con el tipo de deberes que tales derechos imponen a sus destinatarios. Los derechos sociales confieren a sus titulares la posición normativa de exigir acciones positivas fácticas (Alexy, 1993). De allí que, se nos dirá, un consenso entrecruzado entre pueblos para incluir tales deberes positivos como asuntos de justicia se hace indeseable, porque puede implicar una amenaza contra el pluralismo. Tal y como la entiendo, esta idea tiene como origen una creencia fuertemente arraigada dentro de nuestras concepciones morales occidentales: los deberes negativos tienen una superioridad moral frente a los deberes positivos. De allí que sea más fácil llegar a un consenso entrecruzado acerca de ciertos deberes universales negativos de no dañar, máxime si son deberes de no dañar gravemente como los que se consagran en esa lista ultraminimalista -tortura, genocidio, secuestro, esclavitud, etc.-, que frente a la universalización de ciertos deberes positivos de ayudar o de asistir. Es más fácil establecer el deber universal de no matar por razones de raza o credo, que el deber universal de no dejar morir de hambre.

Y por otra parte, tiene que ver con la manera en que conciben las relaciones entre los derechos sociales y la justicia. Para esta posición, los derechos sociales están estrechamente vinculados con los asuntos de la distribución de ventajas y cargas económicas al interior de una comunidad. Los derechos sociales son asuntos de justicia distributiva y no de justicia compensatoria. Tales asuntos de justicia distributiva hacen parte de la esfera de las aspiraciones políticas, esfera que es diferente de las obligaciones de justicia. Por ello no resulta posible un consenso entrecruzado entre los pueblos acerca de los derechos sociales. Al menos esto está explícito en Habermas10 , pues, como lo señala Lafont (2008):

(…) la organización mundial debe alejarse de cualquier objetivo "político" relacionado con la economía, es decir, que "incida en cuestiones de distribución equitativa". Habermas insiste en que las cuestiones distributivas son intrínsecamente "políticas" y afirma que, por esta razón, la organización mundial reformada debería ser "exonerada de las ingentes tareas de una política interior global". (145)

Paso ahora al segundo grupo de razones. Como veo las cosas, dicho abandono de la idea de derechos prepolíticos parte de una preocupación que resulta bastante plausible. Se trata, precisamente, de la preocupación por defender la autonomía de individuos capaces de su propia concepción del bien, dentro del marco de las problemáticas relaciones entre los derechos y la democracia, entre los derechos y un mundo que al reconocer su mayoría de edad, protege y valora las diferencias, o lo que es igual, entre el desarrollo de la autonomía moral y de la autonomía política de tales individuos. Pero atención que esta loable defensa termina convirtiéndose para los nacionalistas, en una defensa de la autonomía de sujetos colectivos como los estados, de forma tal que el argumento de su necesidad moral, termina justificando la imposibilidad de llegar a un consenso entrecruzado acerca de los derechos sociales universales. Dentro de las múltiples posibilidades disponibles en la literatura que justifican esta necesidad moral del Estado, he escogido el siguiente pasaje de Habermas (2006):

La constitucionalización débil y desestatalizada [en nuestra forma de hablar, el contrato de segundo nivel] sigue dependiendo del suministro de legitimación procedente de los órdenes constitucionales centrados en el Estado. Sólo en estos la parte organizativa de la Constitución asegura a los ciudadanos un acceso igualitario a las decisiones políticamente vinculantes del gobierno, a través de los espacios públicos institucionalizados, las elecciones, los parlamentos y otras formas de participación. Sólo en el seno de los Estados democráticos constitucionales existen disposiciones legales para una inclusión igualitaria de los ciudadanos en el proceso de legislación. Allí donde faltan estas disposiciones, como sucede en las constituciones supranacionales, siempre existe el riesgo de que los intereses "dominantes" en cada caso se hagan valer hegemónicamente bajo la cobertura de leyes que rigen imparcialmente. (138)

Y es por ello que para esta posición, se equivocan aquellos que al pretender defender algunas versiones del universalismo moral, descartan o ponen en duda la relevancia de la pertenencia de las personas a dichas comunidades: la membresía a los estados sí tiene relevancia moral para la definición de nuestros derechos. Relevancia de la que derivan tres consecuencias que -supuestamente- justifican la exclusión de los derechos sociales del nivel externo de la justicia. Son ellas, (i) el carácter fijo de la estructura básica interna, (ii) la idea del aislamiento y autosuficiencia de los estados y (iii) la idea de responsabilidad.

El carácter fijo de la estructura básica interna genera que la manera en que se crean y distribuyen los derechos al interior de cada estado, no sólo se considere como previa e independiente a la determinación de los asuntos externos, sino que queda blindada frente a ellos. Así ocurre en el caso de Habermas (2006), quien acude a dicha consecuencia para refutar como engañosa la analogía entre el estado de naturaleza y el segundo nivel del contrato:

A diferencia de los individuos en el estado de naturaleza, los ciudadanos de los Estados que compiten anárquicamente entre sí gozan ya de un estatus que les garantiza ciertos derechos y libertades (por restringidos que sean). Esta diferencia que suspende la analogía entre individuos y Estados, se funda en que los ciudadanos del Estado han recorrido ya un largo proceso de formación política. Están en posesión del bien político de libertades jurídicamente garantizadas, y arriesgarían este bien si aceptasen una restricción de la soberanía del poder estatal que garantiza este estado jurídico. Los incultos habitantes del rudo estado de naturaleza no tenían nada que perder salvo el miedo y el horror del choque de sus libertades naturales, es decir, inseguras. Por eso el curriculum que deberían recorrer los Estados y sus ciudadanos al transitar del derecho internacional clásico a una situación cosmopolita no es en modo alguno análogo, sino complementario a ese curriculum que los ciudadanos de los Estados de derecho democráticos han cumplido retrospectivamente en el proceso de juridificación del poder estatal, que en un principio actúa sin sujeción alguna (127).

Gracias a esta consecuencia, los derechos, especialmente los de propiedad, adquiridos legítimamente al interior de tales comunidades políticas, quedarán blindados frente a toda posibilidad de imposición de medidas redistributivas, basadas en la idea de derechos sociales universales. Lo que genera "que el contrato de segundo nivel tome una forma muy débil y restringida, e impide cualquier consideración seria de una redistribución económica, o siquiera sustancial, entre los países ricos y los pobres" (Nussbaum, 2007: 237).

Como segunda consecuencia, encontramos la idea de que cada uno de los estados es autosuficiente. Es otra vez Nussbaum (2007) quien señala que "[e]l hecho de que sus principios se diseñen en un primer nivel hace que cada sociedad se conciba como << un sistema cerrado aislado de las demás sociedades>>" (236). De acuerdo con esta idea Rawls (1999, citado en Nussbaum) nos ofrece su famosísima explicación de las causas de la pobreza extrema:

Creo que las causas de la riqueza de un pueblo y las formas que adopta radican en su cultura política y en las tradiciones religiosas, filosóficas y morales que sustentan la estructura básica de sus instituciones políticas y sociales, así como en la laboriosidad y el talento cooperativo de sus gentes, fundados todos en sus virtudes políticas. Me aventuro a suponer que no existe sociedad alguna en el mundo, salvo casos marginales (la nota al pie menciona a los esquimales), por escasos que sean sus recursos, que no se pueda organizar y gobernar razonable y racionalmente, y convertirse en una sociedad bien ordenada. Los ejemplos históricos parecen indicar que países con recursos escasos, como Japón, pueden salir adelante muy bien, mientras que países con recursos abundantes, como Argentina, pueden encontrar grandes dificultades. Los elementos cruciales que establecen la diferencia son la cultura política, las virtudes políticas de la sociedad civil, la probidad, laboriosidad y capacidad de innovación de sus miembros (también menciona el control poblacional) (241)

Nuevamente debo insistir en el desafortunado parecido entre el minimalismo libertario y estas dos primeras consecuencias, aunque ahora desde la detestable tesis de que la situación de los pobres globales es voluntaria. Claro está, no ya como lo afirman aquellos, endilgándole individualmente la responsabilidad. Se trata de una afirmación más sofisticada, indirecta, que está construida desde la voluntad colectiva de la persona moral del estado al que pertenecen estos individuos. La pobreza es el resultado del ejercicio de la autonomía política colectiva de cada uno de los pueblos. Pero dejemos que sea el propio Rawls (1999, citado en Chauvier, 2001) el que nos ofrezca dicha conclusión:

Two liberal or decent countries are at the same level of wealth (estimated, say, in primary goods) and have the same size population. The first decides to industrialize and to increase its rate of (real) saving, while the second does not. Being content with as they are, and preferring a more pastoral and leisurely society, the second reaffirms its social values. Some decades later the first country is twice as wealthy as the second. Assuming, as we do, that both societies are liberal or decent, and their people free and responsible, and able to make their own decisions, should the industrializing country be taxed to give funds to the second? According to the duty of assistance there would be no tax and that seems right; whereas with a global egalitarian principle without target, there would always be a flow of taxes as long as the wealth of one people was less than of the other. This seems unacceptable (100).

Y es que se trata de un argumento tan detestable, que incluso entre los propios nacionalistas encontramos inquietudes frente a su deseabilidad moral. En efecto, autores como Chauvier y Miller intentan suavizar esta conclusión mediante una respuesta que ya se avizora en el pasaje de Rawls: no puede decirse que todos los pueblos son voluntariamente pobres. Tal acusación únicamente puede ser expresada frente a aquellos pueblos que cumplen con la tercera consecuencia, la repito, la idea de la responsabilidad. Esta idea aparece bien desarrollada por Chauvier (2001), quien sostiene que la responsabilidad no sólo constituye uno de los elementos esenciales que definen la existencia de un estado, sino que también es ella la que justifica la diferenciación entre los dos niveles de justicia: es la diferenciación entre responsabilidad y dependencia, la que permite entender por qué sólo en el nivel doméstico, resultan moralmente justificables un grupo de exigencias fuertes de justicia que incluyan la protección de los derechos sociales. Para explicar tal diferenciación propone que imaginemos la siguiente situación: entre a y b existen serias diferencias económicas, en tanto el primero se encuentra en un nivel de riqueza muy superior al segundo. Tales diferencias pueden enmarcase en las dos siguientes situaciones

(3) Una situación donde b no puede alcanzar por su propio esfuerzo y voluntad el nivel de riqueza de a.

(4) Una situación donde b a pesar de tener todas las oportunidades para alcanzar por su propia cuenta y esfuerzo el nivel de riqueza que tiene a, no lo hace.

Mientras en la situación (4) b es el responsable de tener un nivel inferior de riqueza frente a a, la situación (3) escapa de su voluntad y de sus esfuerzos. Mientras en (4) b está en circunstancias de responsabilidad, en (3) b se encuentra en circunstancias de dependencia. Las circunstancias de responsabilidad son diferentes a las circunstancias de dependencia. Las primeras excluyen los asuntos de justicia, mientras que las segundas generan asuntos de justicia. Con base en estas consideraciones, Chauvier afirma que las circunstancias de justicia en el nivel doméstico y en el nivel global, varían de acuerdo con la distinción entre dependencia y responsabilidad. Mientras que a nivel doméstico una persona estará siempre frente a su comunidad política en posición de total dependencia, los Estados se encuentran frente a la comunidad global en posición de responsabilidad parcial11 .

Por su parte, Miller (2004) se pregunta, y con razón, si es moralmente correcto hacer responsables de la situación de pobreza a individuos que viven bajo un régimen autocrático y que obviamente no están en ejercicio de su autonomía política. En su respuesta establece un fuerte vínculo entre la responsabilidad colectiva y los gobiernos democráticos, con base en el cual señala que "people cannot be held responsible for the effects of decisions taken by autocratic rulers that they would have opposed if they had had the opportunity to do so it." (137). Con base en este vínculo sostendrá, entonces, que siempre y cuando se trate de un gobierno democrático, incluso las minorías políticas que han salido derrotadas en el juego de la regla de las mayorías, deben ser consideradas responsables por las decisiones que se toman en dicha comunidad. Así, por ejemplo, estas minorías son igualmente responsables por el resultado en la creación y distribución de las posiciones normativas que garantizan a los individuos "freedoms to think and act, the opportunity to learn and to work, [and] the resources to feed and clothe themselves" (123), o lo que resulta igual, en la manera en que cada comunidad determina el peso que tienen unos derechos frente a otros. Con esto finaliza mi recorrido por esta postura, paso ahora al asunto que he dejado planteado.

Como ya anticipe, esta segunda forma de minimalismo es importante porque nos ofrece una respuesta, en principio, correcta para el problema de los derechos sociales universales: intentar justificar la existencia de principios globales de justicia que impongan una redistribución de la riqueza mundial, como cumplimiento del deber para la sociedad global de asegurarnos la autonomía individual a todos los seres humanos, resulta contrario al pluralismo. Y ello, en tanto desconoce el valor de la idea de autonomía política. Si creo entender bien la separación que propone Habermas entre aspiraciones políticas y asuntos de la justicia, con base en la cual los derechos sociales quedan -para él- incluidos en el plano de la justicia distributiva, ello apunta a que la idea de necesidades básicas en la que se asienta aquel intento, lleva implícita una excepción dentro del minimalismo elemental que impone el pluralismo: esa tradicional separación entre lo público y lo privado, a la que, de la mano de Rorty (1991), me refería en el acápite anterior.

Que tal idea de necesidades básicas como prerrequisito de la autonomía individual, lleve implícita esta excepción en la separación entre lo público y lo privado, es una afirmación de Nino (1990). Fue él, quien, con su maravilloso ingenio, nos enseñó que es justamente mediante tal excepción con lo que las diferentes versiones del liberalismo de corte no libertario, intentan ponerse en una posición intermedia entre sus dos antítesis: por un lado, la idea utilitaria del bien como satisfacción de las preferencias, y por el otro, el enfoque conservador que denomina perfeccionismo. Estas son sus palabras:

[...] el liberalismo parte de asignar un tratamiento opuesto a las preferencias impersonales y políticas [la esfera de lo público], por un lado, y a las preferencias personales por el otro [la esfera de lo privado]. En cuanto a las primeras deben ser objeto de discusión y decisión pública, presuntamente a través del procedimiento democrático, y sólo en la medida en que, por este medio, se determine su validez deben ser objeto de satisfacción de acuerdo a su contenido y a las razones que apoyan la preferencia en cuestión. En relación a las preferencias personales su reconocimiento como válidas o no, no debe ser objeto de decisión pública y, sin embargo, debe [garantizarse] a sus titulares alcanzar algún grado de satisfacción con independencia de su validez y, por consiguiente, de las razones que las fundamentan (28. El subrayado es mío)

Y si ello es así, resulta correcto sostener que tal excepción sólo será deseable entre individuos afines a dicha concepción liberal del mundo y, por supuesto, con fuertes lazos comunitarios. De allí que en la discusión acerca de su titularidad, la pertenencia a un estado, la ciudadanía, tenga importancia moral: los derechos sociales entendidos como prerrequisitos de la autonomía individual pertenecen a aquellos individuos que, en ejercicio de su autonomía política, han decidido a favor de esta concepción del mundo. Lo contrario sería, para decirlo en las palabras de Kant (2004), un paternalismo insoportable.

Pero a pesar de la corrección de dicho argumento, es evidente que este ultraminimalismo en los derechos humanos no puede resultar del todo defendible desde el punto de vista de la coherencia. Y ello, en tanto está construido mediante la asimilación entre la defensa de la autonomía política de los individuos con la defensa de voluntades de sujetos colectivos como los estados, ahora, invulnerables, gracias al supuesto carácter fijo de la estructura básica interna, a la indefendible idea de su aislamiento y autosuficiencia, y a la idea de responsabilidad, aparentemente justificada por el manto engañoso de la democracia. Gracias a esta asimilación "[l]a teoría rawlsiana de la justicia internacional ignora la inviolabilidad de la persona que es crucial para su teoría a nivel interno. Pero las personas son personas, y las violaciones son violaciones, no importa donde ocurran" (Nussbaum, 2007: 254).

Será precisamente esta crítica, la que abre el camino para justificar de manera diferente la existencia de los derechos sociales universales. Y es que si asumimos una perspectiva mucho más minimalista en la idea de necesidades básicas, de tal manera que quedemos exentos de toda indeseable intervención en el ámbito de lo privado, será posible defender su inclusión, ahora contrario a Habermas, como parte de los asuntos de justicia compensatoria. Es allá a donde se dirigen mis dos tesis éticas, precisamente a proteger, mediante la idea de derechos sociales universales como límites al ejercicio de nuestra autonomía política, como límites a la democracia, tal inviolabilidad de la persona humana, o lo que resulta igual, a proteger la idea de que los seres humanos somos fines en sí mismos.

Para lograr este grado mayor de minimalismo, basta con que asignemos pesos morales diferentes a los diversos asuntos que pertenecen a la esfera de lo público. Basta con que partamos de la idea de que existen asuntos que tienen un peso moral superior a todos los otros, y existen ciertos asuntos que tienen un peso moralmente menor. Siguiendo tanto a Alexy (1993) como al profesor Arango (2005) voy a denominar a aquellos como asuntos de la máxima importancia. Claro que la pregunta será cómo determinar cuáles son esos asuntos de la máxima importancia, de manera que se conviertan en límites a nuestra autonomía política, sin necesidad de acudir a una argumentación de corte metafísico que repela al pluralismo. Y es acá donde mis dos tesis éticas entran en escena. Para explicar cómo, permítanme acudir, tras las huellas de Tugendhat (1997), al conocido ejemplo del pastel y la determinación de cómo debe una madre repartirlo un entre sus cuatro hijos para que dicha distribución sea considerada justa. Nuestra intuición moral nos lleva a decir que sólo será justa una repartición igualitaria, en la que a cada hijo se le dé la misma cantidad de pastel. Pero esto no es nada más que una intuición. Una repartición igualitaria puede parecernos injusta (a) porque uno de ellos tiene mucha más hambre que los otros, está mucho más necesitado; (b) porque a otro de ellos la madre le ha prometido una parte mayor del pastel; (c) porque sólo uno se pasó todo el día ayudando a su madre en su elaboración; ó, finalmente (d) porque creemos que el primogénito merece una porción mayor. La pregunta que debo hacer es, entonces si en un mundo en que ha ocurrido el hecho del pluralismo, podemos determinar cuál criterio de reparto es el justo, uno igualitario, o uno desigual justificado desde (a) la necesidad, (b) los derechos adquiridos, (c) el mérito, el rendimiento o la contribución, o (d) el mayor valor.

De manera bastante cercana al profesor alemán, voy a sostener que ante la falta de hechos morales que nos permitan ofrecer justificaciones absolutas de nuestras creencias, no podemos responder desde el punto de vista del peso moral, cuál de estos criterios resulta mejor o superior a los otros. Creo que hay en juego un elemento decisionista12 que, de acuerdo con el pluralismo, hace que esta pregunta debamos responderla democráticamente. Esta decisión debe corresponder al ámbito de la autonomía política tanto individual como colectiva, para que mediante el juego de deliberación democrática seamos todos quienes, al interior de nuestras propias comunidades, decidamos en qué tipo de mundo queremos habitar: uno en el que desde (a) se parta de la protección de los necesitados, bien sea como sinónimo de la fórmula marxista de "cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades" (Tugendhat, 1997: 363), o bien, sea como sinónimo de las diferentes versiones liberales de las necesidades objetivas; o uno en el que desde (b) o (c) se utilicen argumentos de utilidad y eficiencia para lograr una adecuada generación de la riqueza. Por lo tanto, insisto en ello, es una decisión que, en principio, puede ser correctamente justificada desde la democracia.

Pero el hecho de que en nuestra condición humana, demasiado humana (Nietzsche, citado en Vattimo, 1991) no tengamos la posibilidad de determinar cuál de ellos es moralmente superior a los otros, no significa, como lo pretenden los nacionalistas, que tengamos las manos totalmente atadas ante cualquier tipo de decisión democrática. Podemos determinar tal resultado, ese mayor peso, no desde la superioridad de uno frente a otros, sino de manera excluyente, señalando cuál o cuáles de estos criterios resultan, de acuerdo con la protección de los más débiles, moralmente insoportables. Para hacerlo, continúo con las enseñanzas del profesor Tugendhat (1997):

Me parece aquí de fundamental importancia distinguir entre aquello que quiero llamar discriminación primaria y secundaria. La discriminación primaria la defino como aquella que se presenta precisamente cuando se admite que existe una diferencia previa de valoración de los seres humanos. La apelación del niño a su primogenitura es de este tipo. Le corresponde discriminaciones históricamente conocidas: los blancos tienen mayor valor que los hombres de color, las mujeres valen menos, etc. (357).

Señalaré, entonces, que esta exclusión de discriminaciones primarias para la definición de los asuntos de la justicia, adquiere un peso moral superior que no puede quedar a disposición del simple juego de mayorías políticas. Si partimos de la necesidad de garantizar que nuestra realidad normativa no quede al servicio del más fuerte, debemos empezar por imponernos normativamente la idea de que todos los seres humanos tenemos igual valor moral, con independencia de nuestra raza, creencias cosmológicas, y por supuesto, lugar de nacimiento. De manera que resulta insoportable que en el momento de decidir acerca de los asuntos de la justicia, otorguemos a dos seres humanos un valor moral diferente, así ello venga respaldado por el juego de las mayorías políticas.

Con base en tal argumento, entenderé por necesidades objetivas aquellas que se derivan del deber de tratar a todas las personas asignándoles el mismo valor moral. Dicho de otra manera, nuestro deber de tratar a todos los seres humanos como si tuviéramos un igual valor moral, exige que frente a determinadas circunstancias, la idea de necesidad adquiera un estatus de objetividad: cuando tales necesidades son el resultado del incumplimiento de este deber de trato igualitario. De allí que si desde Nino (1990) podemos decir que la inviolabilidad de las personas apunta al siguiente mandato:

(5) "La vida de los individuos no debe ser afectada por decisiones de otros salvo que estén fundadas en principios intersubjetivos justificados, o sea, que sean el producto de preferencias impersonales válidas" (33)

Desde mi propuesta puede completarse señalando dos cosas. Primero, que

(6) Ninguna decisión intersubjetiva que en ejercicio de nuestra autonomía política parta de establecer entre las personas un valor moral diferente, puede pretender estar justificada o ser considera válida.

Y segundo, que

(7) Son necesidades objetivas aquellas dirigidas a compensar el incumplimiento de dicho deber, esto es, a compensar las consecuencias derivadas de nuestras decisiones intersubjetivas que parten de establecer entre las personas un valor moral diferente.

De esta forma, no estoy haciendo otra cosa que protegiendo tal y como lo exige el pluralismo, el ámbito necesario para el desarrollo de nuestra autonomía política. Al punto que con ello la crítica rawlsiana al utilitarismo formulada mediante su segundo principio de justicia, esto es, la imposición de no permitir "desigualdad alguna que no eleve la posición de la persona menos favorecida" (Rawls 2004, citado en Nussbaum, 2007: 338), queda excluida de mi versión del universalismo moral. En otras palabras, tal versión deja un espectro tan amplio para la deliberación democrática que la idea de derechos sociales universales que protegen la garantía de ciertas necesidades objetivas, no nos exige el establecimiento de un principio de distribución universal que sea independiente de tal autonomía.

Frente a esta propuesta surgen, una vez más, nuevos interrogantes, y aunque tal vez a estas alturas el lector no me crea si hablo de brevedad, para dar punto final a este escrito sólo voy a abordar aquellos dos que considero son los más importantes. El primero apunta a lo siguiente. Con independencia de las relaciones que puedan presentarse entre dos ideas que sostienen respectivamente que "los fines de los individuos deben ser respetados y [...] que todo individuo es un fin en sí mismo" (Nino, 1990: 34) lo cierto es que ambas representan el rostro del pensamiento liberal. De allí que deba explicar por qué la universalización de la segunda sí resulta deseable, sin que se convierta en una amenaza similar al pluralismo como, acepté, lo sería la universalización de la primera. Y el segundo tiene que ver con la manera en que resulta posible derivar de ella, ciertos derechos sociales como parte del catálogo de derechos básicos.

La clave para responder ambos interrogantes, nos la ofrece el trabajo del segundo Pogge (2005; 2008)13 . Su mirada crítica en contra de ese ultraminimalismo en los derechos humanos apunta a varios prejuicios que tenemos frente a los pobres del mundo. Los que acá me interesan se derivan de la idea de que no "existe nada moralmente incorrecto en nuestras conductas, nuestras políticas y en las instituciones económicas globales que forjamos en relación con la pobreza mundial" (2005: 17) porque -primer prejuicio- actuamos moralmente bien cuando damos prioridad a nuestros compatriotas, y a sus intereses; y -segundo prejuicio- sostenemos que "de hecho, no estamos perjudicando a los pobres globales" (26).

Ante ambos prejuicios, la crítica de Pogge no está dirigida a aspectos tan importantes de nuestras creencias vigentes acerca de la justicia, como la superioridad moral de los deberes negativos sobre los positivos. Su crítica apunta a la manera en que estamos escapando a nuestra responsabilidad frente a tales creencias, al hecho de que no nos hemos dado cuenta, o pretendemos no darnos cuenta, de que la manera en que estamos actuando frente a los pobres del mundo, es inherentemente reprochable bajo nuestras actuales creencias normativas. Para decirlo desde su denso lenguaje filosófico, lo criticable es que estos prejuicios muestran como nuestra moralidad se está volviendo contraproducente "porque ofrece incentivos para la realización de una conducta que a la luz de [nuestro] propio código es reprochable" (100).

De allí que al primer prejuicio le denomine una escapatoria: existe una conexión estrecha entre nuestro código moral y la reprochabilidad de la conducta incitada por este. De acuerdo a nuestro código, es válido acudir a acuerdos sociales como la membresía a un estado, para favorecer nuestros intereses. También hace parte de nuestras creencias, la prohibición de afectar seriamente los intereses de terceros para la satisfacción de los propios. La escapatoria consiste en que la primera de tales creencias está generando incentivos para que actuemos en contra de la segunda prohibición. Se ha convertido hoy en opinión moral bastante aceptada que cuando uno es miembro de un acuerdo social y actúa en nombre de otros miembros o del grupo entero, puede, a veces, perjudicar deliberadamente a los no participantes, en clara vulneración de una conducta que en sí misma está prohibida por nuestro código moral. Para ilustrar lo que significa esta escapatoria Pogge (2005) nos pone el siguiente ejemplo que bajo el alarmante incremento de leyes que criminalizan la inmigración, tristemente, no resulta tan ficticio:

Situémonos en el año 2100. Al igual que sus antepasados, los surafricanos blancos son bastante ricos gracias a la existencia de una abundancia de trabajadores negros que están dispuestos a trabajar a cambio de sueldos de subsistencia. A diferencia de antaño, los trabajadores negros son ahora ciudadanos de estados soberanos. Este cambio fue instituido por una generación anterior de sudafricanos blancos que deseaban que sus descendientes no solo fueran tan prósperos como ellos, sino también que estuvieran liberados de cualquier responsabilidad por la suerte de los negros de la región. Los anteriores líderes blancos (en los años ochenta) percibieron claramente que la concepción de la justicia preponderante, J, permite que la interposición de fronteras nacionales deje en suspenso incluso las restricciones más básicas que se imponen a las relaciones económicas. De manera que se aseguraron de que los negros del siglo XXI fueran extranjeros (109).

Y es por ello que resulta necesario, como garantía del pluralismo y como límite al ejercicio de nuestra autonomía política, extender la inviolabilidad de las personas al nivel global. Porque el condicionamiento de la titularidad de los derechos al ejercicio de dicha autonomía política, está derivando en la terrible idea de que el deber de tratar a las personas como fines en sí mismos, como si tuviésemos igual valor moral, está limitado a los miembros de nuestra comunidad política.

Finalmente, en contra del segundo prejuicio nos propone una serie de refutaciones fácticas que apuntan a demostrar la corresponsabilidad que tiene el actual orden institucional en la situación de los pobres del mundo. Tal corresponsabilidad tiene que ver con el reconocimiento internacional como gobierno legítimo, a cualquier grupo que dentro de un territorio posea el predominio de los medios de coerción. Reconocimiento mediante el cual, una vez:

aceptamos el derecho de este grupo a actuar en nombre de la gente que gobierna (...) le conferimos [a] el privilegio de disponer libremente de los recursos naturales del país (privilegio internacional sobre recursos) y [b] de prestar libremente en nombre del país (privilegio internacional de préstamo) (Pogge, 2008: 54).

Y son precisamente ambos tipos de privilegios los que generan enormes ventajas para los países ricos y consecuencias nefastas para la situación de los pobres globales. Por los lados del primero, este privilegio consiste en "la facultad legal de conferir derechos de propiedad globalmente válidos sobre los recursos de un país" (2008: 55), con lo cual, además de garantizar a aquellos un precio bajo en el mercado de los recursos naturales, genera en los segundos

fuertes incentivos para la adquisición violenta y el ejercicio del poder político, causando con ello intentos de golpe de estado y guerras civiles. Más aún, le da a los extranjeros potentes incentivos para corromper a los cargos públicos de estos países, quienes, sin importar lo mal que gobiernen, continúan teniendo recursos para vender y dinero para gastar (55).

Y a su vez el privilegio internacional de préstamo "incluye la capacidad de imponer obligaciones legales válidas internacionalmente sobre el país en su totalidad" (54). Son tres las contribuciones que realiza este privilegio en la "incidencia de elites opresivas y corruptas en el mundo en vía de desarrollo" (54). Primero, ayuda a gobiernos destructivos a mantenerse en el poder; segundo, impone sobre regímenes democráticos posteriores las deudas contraídas por sus predecesores, lo que "mina la capacidad de los gobiernos democráticos de implementar reformas estructurales y otros programas políticos, volviendo así a tales gobiernos menos exitosos y menos estables de lo que serían de otro modo" (54); y tercero, fortalece una vez más los incentivos para golpes de estado, puesto que cualquiera que logre imponer su voluntad mediante la fuerza, consigue este privilegio como un premio adicional.

Gracias a estas refutaciones, Pogge nos ofrece lo que califico como su jugada maestra: diferente a toda la tradición filosófica, su respuesta a nuestro problema (3) incluye dentro de los deberes negativos que impone la justicia a los derechos sociales. Estos derechos también apuntan al deber negativo "de no imponer un orden institucional bajo el cual los derechos humanos, de manera evitable, no puedan ser realizados" (52). Califico esta propuesta como su jugada maestra porque dicha inclusión nos permite sostener que nuestro mundo actual está construido con uno o varios sistemas normativos que resultan moralmente incorrectos, en tanto atentan contra el igual valor moral de las personas. De allí que la necesidad de urgentes medidas redistributivas en la riqueza mundial, no sea otra cosa que la compensación exigida a dicha afectación. Y esto, no porque se esté dejando morir de hambre a los pobres del mundo, en contra de un deber positivo de asistencia, sino porque los estamos matando de hambre, afectando así su inviolabilidad como seres humanos.

 

4. Conclusión

Para finalizar quiero decir que tal vez esto no sea mucho para quienes aún no se han dado cuenta del innecesario dolor y sufrimiento que en una sociedad como la nuestra, sigue generando la negativa para darle la bienvenida al pluralismo; así como tampoco para quienes consideran una ingenuidad, el que a pesar de tal devenir del mundo en fábula, nos mantengamos firmes en el sueño de ver tanto en el derecho como en la moral, aquellas herramientas que eviten que nuestro destino quede en manos del más fuerte. Pero estoy convencido de que frente a los pobres del mundo, esta versión del universalismo moral nos permite un gran avance. Sobre todo porque evita que ese plausible argumento del pluralismo, siga siendo la vía para que aquellos que se están beneficiando con un sistema institucional que genera cada vez más pobreza, eludan la parte de responsabilidad que les corresponde. Desde esta versión será posible decir:

(8) Vivimos en una sociedad en la que sencillamente no ha triunfado y tal vez no nos interesa que triunfe una concepción liberal de la justicia y ustedes -v.g. Occidente- no tienen justificación alguna para imponerla por la fuerza.

Así como será posible decir:

(9) Ustedes habitan en una sociedad en la que sencillamente no ha triunfado una concepción liberal de la justicia, por lo que nosotros los ciudadanos alemanes, españoles, etc. no vemos ninguna razón para ayudarlos y asistirlos económicamente en aras de aliviar la situación de pobreza extrema que viven muchos de sus ciudadanos.

Pero una vez aceptemos esta propuesta, cerraremos las puertas a argumentos hoy tan comunes como el siguiente:

(10) Ustedes habitan en una sociedad en la que sencillamente no ha triunfado una concepción liberal de la justicia, por lo que nosotros los ciudadanos alemanes, españoles etc. no tenemos ningún deber de abstenernos de causarles daño para lograr nuestro beneficio, ni de compensar nuestra participación en la imposición de un sistema institucional que se los está causando.

 

Notas al pie

1 A pesar de que para autores a los que adelante me referiré como Rawls (1999) o Miller (2004) la diferencia entre pueblo, nación y estado juega un papel muy importante, en este escrito haré caso omiso de sus distinciones y hablaré de ellos de manera indiscriminada, como también lo hacen Chauvier (2001) y Nussbaum (2007).

2 Con esta expresión el profesor alemán crítica el intento kantiano de ofrecer desde la razón una justificación absoluta de nuestras creencias normativas. Eso sí, debo advertir que se trata de una crítica basada en una idea que comparto plenamente: es posible alejarse de tal intento de justificación de la moral, sin alejarse del contenido de dicha moral. Su crítica a la tradición kantiana es una crítica al intento de justificación absoluta desde la razón, sin que ello implique renunciar al contenido de su concepción del bien, la moral del respeto universal e igualitario.

3 Según un informe sobre desarrollo humano del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas "[l]a distancia entre los ingresos del país más rico y el más pobre era alrededor de 3 a 1 en 1820, 35 a 1 en 1950, 44 a 1 en 1973 y 72 a 1 en 1992" (citado en Nussbaum, 2007: 227).

4 Las cifras ofrecidas por Pogge (2008) son: 800 millones de personas desnutridas crónicamente, 1.100 millones que carecen de acceso a agua potable, 2.600 millones sin acceso a redes sanitarias básicas, 2.000 millones sin acceso a medicamentos esenciales, 774 millones de personas analfabetas, 166 millones de niños sometidos a la guerra, trabajos sexuales o explotación y 18 millones de muertes al año -un tercio del total de muertes humanas- fácilmente prevenibles mediante mejor nutrición, vacunas, agua potable y otras medicinas.

5 Nussbaum (2007) señala que las expectativas de vida de un niño nacido en Suecia y otro en Sierra Leona son, respectivamente, 79,9 y 35,5 años; el producto interno bruto per cápita en Estados Unidos y Sierra Leona es de 34.320 y 470 dólares; sólo 24 de 174 países tienen un PIB per cápita superior a 20.000 dólares, el de 16 países es inferior a 1.000 dólares, 83 países están por debajo de 5.000 y 126 por debajo de 10.000; la tasa de alfabetización adulta es del 99% en los primeros 20 países, 36% en Sierra Leona, y en 24 países es inferior al 50%.

6 Entiendo por triunfo de los derechos el evidente fenómeno al que estamos asistiendo hace algunos años dentro de las luchas por determinar cuál es el lenguaje más deseable para la construcción de nuestra realidad normativa. Y ello no sólo al interior del liberalismo, en el que son testigos excepcionales del triunfo sobre el utilitarismo las obras de Nino (1984), Nozick (1990), Tugendhat (1997), Rawls (2004) o Nussbaum (2007), sino también por fuera de esta tradición, en la medida en que visiones como el marxismo, el anarquismo o la socialdemocracia, de alguna forma han empezado a entrar en este juego lingüístico. Véase sobre esto último Douzinas (2008)

7 Sea como exigencia de garantizar igualdad de bienes primarios (Rawls, 2004), igualdad de recursos (Dworkin, 2003) o de capacidades (Nussbaum, 2007); o, sea como aseguramiento de la autonomía desde su creación o desde su ejercicio (Nino, 1990).

8 Aunque habrá que aclarar que en Habermas (2006) realmente encontramos tres niveles diferenciados: el nivel supranacional, el nivel intermedio o transnacional y el nivel local de los Estados nacionales.

9 Esta "doble referencia a actores colectivos e individuales" (Habermas, 2006: 132) resulta posible para esta posición gracias a la inclusión de algunos derechos humanos transnacionales en el nivel externo de la justicia. Como veremos a continuación, lo relevante para esta postura es la determinación de cuáles son esos derechos que pueden ser incluidos dentro de dicho nivel.

10 Reconozco que esta afirmación en Rawls (1996) puede parecer problemática. Para un muy buen análisis de esta discusión en la teoría rawlsiana, en lo que tiene que ver con la posible ubicación de tales derechos en sus dos principios de justicia, véase el texto de Arango (2005).

11 La cualificación de esta responsabilidad como parcial hace que entre Chauvier y Rawls se presenten algunas diferencias importantes que para estas reflexiones no vale la pena detallar. Tales diferencias tienen que ver con la inclusión, por parte del primero, de ciertos principios como (i)el deber de cada estado de ayudar a aquellos que no cuentan con las condiciones económicas necesarias para establecer una constitución liberal; o (ii)el principio de igual acceso a recursos naturales y de capital; así como (iii) reglas de procedimientos para la adopción, revisión y enmienda de las reglas que regulan las transacciones internacionales; o finalmente, (iv)algunas reglas de los derechos de emigración e inmigración: el derecho, por ejemplo, de todo individuo que se encuentre descontento con las desventajas impuestas por la comunidad política en que nació, para emigrar a otro estado, o el deber de los estados que deseen restringir la inmigración, de eliminar las desventajas relativas que generan el deseo de inmigrar en aquellos individuos que de otra forma lo habrían hecho.

12 El argumento completo del profesor Tugendhat (1997) señala que la elección entre estos diferentes criterios de justicia "no es sencilla y que, dado el caso, no excluye en su ponderación factores decisionistas. Pero hemos visto ya que ésta es una característica de la moral no tradicionalista" (360).

13 Me refiero al "segundo Pogge" para diferenciarlo de su propuesta inicial (1989). Según esta primera propuesta la manera de corregir la incoherencia de los liberales nacionalistas frente al dolor y el sufrimiento de los pobres del mundo, consiste en construir una estructura básica global justa, aplicando los elementos normativos procedimentales de la posición original rawlsiana a todo el planeta. Creo que tal vía parte de concebir la membresía a un estado nación como un hecho igual de arbitrario que la clase social o la familia en la que se nace, la raza, el género o el reparto de la lotería natural, con lo que se termina desconociendo el valor moral que, creo, nos ha mostrado muy bien el nacionalismo, tienen tales comunidades, para un adecuado ejercicio de nuestra autonomía política. Ello por ejemplo para la determinación de la titularidad de ciertos derechos: no sólo aquellos que se refieren a la determinación de la titularidad de los derechos políticos y de participación política, sino también y mucho más importante, los que quedan condicionados al juego de deliberación democrática -en los términos del ejemplo del pastel, los que surgen de escoger el criterio para repartirlo-.

 

Referencias

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