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Co-herencia

versión impresa ISSN 1794-5887

Co-herencia v.9 n.16 Medellín ene./jun. 2012

 

Deliberación democrática y razones religiosas: objeciones y desafíos*

 

Democratic deliberation and religious reasons: objections and challenges

 

 

Iván Garzón Vallejo**

 

** Doctor en Ciencias Políticas, Pontificia Universidad Católica Argentina. Profesor de Filosofía del Derecho y Director del programa de Ciencias Políticas, Universidad de La Sabana, Bogotá- Colombia. ivan.garzon1@unisabana.edu.co

 

Recibido: septiembre 15 de 2011. Aprobado: marzo 16 de 2012

 


Resumen

Este artículo aborda el estudio de algunos de los problemas que presenta la religión en las democracias contemporáneas y, más específicamente, las aporías políticas que suscita la participación de los creyentes en el debate público. Para desarrollar la temática, el texto se divide en dos partes: en la primera, se exponen las objeciones que, en las democracias seculares se le presentan al discurso religioso. En la segunda, se identifican algunos tópicos teóricos que deben asumir los creyentes si quieren que dicho discurso alcance eficacia pública y sea recibido como un aporte a la deliberación democrática y a la construcción de una ciudadanía plural.

Palabras clave

Secularización, democracia, religión, ámbito público, razón pública, ley natural.


Abstract

This article discusses the study of some of the problems with religion in contemporary democracies and, more specifically, political paradoxes raised by the participation of believers in the public debate. To develop the theme, the text is divided into two parts: firstly setting out the objections which arise in secular democracies, are presented to religious discourse. Secondly, identifying some theoretical topics that believers should take if they want to effectively reach the public discourse and be received as a contribution to democratic deliberation and the construction of a plural citizenship.

Key words

Secularism, democracy, religion, public sphere, public reason, Natural Law.


 

 

1. Introducción

En el discurso religioso se mantiene un potencial de significado que resulta imprescindible y que todavía no ha sido explotado por la filosofía y, es más, todavía no ha sido traducido al lenguaje de las razones públicas, esto es, de las razones presuntamente convincentes para todos. Jürgen Habermas

Toda vez que las relaciones entre el derecho, la política y la religión en la sociedad actual suelen oscilar entre el laicismo y el fundamentalismo, he argumentado en otro lugar que dichos fenómenos están mal planteados y requieren una reformulación teórica que contribuya a consolidar un debate democrático razonable y constructivo (Garzón, 2008). Uno de los interrogantes cruciales de la teoría política contemporánea se refiere al papel de los creyentes en la deliberación democrática, y específicamente a la exposición pública de razones filosóficas, morales o religiosas. ¿De qué modo deberían intervenir éstas en el debate público? La pregunta es oportuna si se considera que buena parte de los creyentes no intervienen con más audacia o astucia o, simplemente, con mayor frecuencia, y no sólo de forma coyuntural. En efecto, algunos han llamado la atención acerca del ''déficit de laicidad''1 de los creyentes (Ollero, 2005: 181-191). Ciertamente, otros intervienen y ponen al servicio de la religión y de la democracia su capacidad de movilización, pero quedan perplejos al ver cómo la sociedad, y específicamente, los ámbitos políticos institucionales, asumen derroteros secularistas. Al mismo tiempo, constatan cómo las élites políticas e intelectuales son cada vez más hostiles a una perspectiva que pretenda esgrimir argumentos o fundamentos religiosos o, simplemente, éticos, morales, antropológicos, o filosóficos. Por ello, es necesario plantear no solo la pregunta por el cómo, sino, además, por la eficacia. Es decir, ¿de qué modo pueden los creyentes lograr que las razones religiosas2 que esgrimen tengan influencia en la deliberación democrática?

La respuesta a este interrogante pasa por dos aspectos. El primero, que en la democracia occidental contemporánea existen unas barreras que impiden que el discurso religioso tenga un efecto más influyente. Resumiré estas barreras como objeciones, pues, al fin y al cabo, mi desarrollo teórico se centra en el plano argumentativo e ideológico, y sólo secundariamente en el plano de las actitudes y los comportamientos. En este punto, me propongo discutir las objeciones que se les formulan a los creyentes desde la democracia, las cuales se encuentran comúnmente cuando se abordan cuestiones éticas, filosóficas o religiosas en el debate público. El segundo aspecto de este trabajo implica el desarrollo teórico de lo que representa una suerte de acomodo, o mejor, aggiornamento cognitivo y actitudinal de los creyentes ante un contexto filosófico, político y cultural que presenta nuevos desafíos y que, como hipótesis de trabajo, se puede sintetizar en las expresiones sociedad postmetafísica y postcristiana. Ante este contexto, y no ante otro ideal, deben situarse los creyentes si quieren que su voz sea escuchada en la deliberación y decisión de las cuestiones éticas, jurídicas y políticas más relevantes de la actualidad. Con esta perspectiva, se sitúan las razones religiosas ante la deliberación democrática.

 

2. Objeciones de la democracia a las razones de los creyentes

2.1 ''Los creyentes son potenciales fundamentalistas: dicen tener la verdad''

Así como la vertiente más radical de la ilustración francesa asociaba la racionalidad instrumental con las luces, del mismo modo establecía una ligazón de la metafísica y la religión con las tinieblas y la oscuridad –''Post tenebras spero lucem''–. Por eso, hay que advertir que la impugnación de la pretensión de verdad de las religiones no es propia de este tiempo y, acaso, tampoco lo sea su asociación simplista con el fundamentalismo y el fanatismo, como hacen recurrentemente el laicismo y el ateísmo evangélico3 (Gray, 2011; Armstrong, 2009: 20, 338). Ciertamente, tal objeción es quizás una de las más fuertes, pues ataca el núcleo cognitivo de las religiones, al menos de las religiones reveladas como el judaísmo, el cristianismo y el islam, pues todas ellas formulan pretensiones de verdad (Spaemann, 2004: 241). Dado que tradiciones religiosas como el cristianismo plantean dentro de su universo nociones que contradicen diametralmente la racionalidad moderna, –como el misterio, lo absoluto, lo incondicionado, lo revelado–; además de un conjunto de prescripciones de orden ético o moral que van en contravía de los postulados del individualismo liberal y el secularismo, –como la humildad, la gratuidad, el servicio, el don de sí, la caridad, el perdón–, no es difícil prever que dicha dialéctica se mantendrá, y que la vertiente secularista de la modernidad siempre verá a ciertas tradiciones religiosas como un duro antagonista de su ideario.

Ahora bien, en el debate público, la impugnación a la pretensión de verdad suele estar asociada a la dependencia –real o presunta– que las afirmaciones de los creyentes tienen de una autoridad jerárquica. De este modo, se afirma con condescendencia que se quiere que los católicos entren en el debate público, pero deponiendo cualquier pretensión de infalibilidad que deriva de su actuación como apéndice de un poder jerárquico y dogmático (Zagrebelsky, 2010: 80). La cuestión oculta un problema cognitivo de mayor calado, que consiste en advertir que no es la fe en cuanto tal la que crea problemas a la democracia, sino la servidumbre al dogma religioso –que es degeneración de la fe–. Exactamente igual, no obstante, que el relativismo escéptico del ''una cosa vale lo mismo que otra'' que puede darse en el otro lado. Por tanto, resume Zagrebelsky (2010: 130) que dos peligros opuestos se enfrentan: en el creyente el exceso de dogma; en el laico el exceso de duda.

La objeción tampoco es nueva. Immanuel Kant sostenía que el uso que un predicador comisionado a tal efecto hace de su razón ante su comunidad es meramente un uso privado; no solo porque aunque sea muy numeroso su auditorio siempre constituirá una reunión doméstica, sino, además porque él, en cuanto sacerdote, no es libre, toda vez que tan solo está ejecutando un encargo ajeno. Sólo cuando aquél habla mediante sus escritos en forma docta al público en general disfruta de una libertad ilimitada en el uso público de su razón, para servirse de la misma y hablar en nombre de su propia persona (Kant, 2010: 6). Así las cosas, la sospecha kantiana reside en que el sacerdote no habla por sí mismo, sino por otro.

La sospecha que recae sobre el sacerdote del texto kantiano es la misma que se aplica hoy en día sobre cualquier creyente común o, aún sobre el creyente ilustrado que esgrime una postura en consonancia con alguna autoridad religiosa o eclesiástica. Ciertamente, es innegable que se oculta un prejuicio que lleva a invalidar argumentativamente las razones que provengan de ciertos actores, pero, además, también subyace y se impone un concepto de autonomía que asume que la libertad consiste en desligarse de cualquier vínculo externo o heterónomo. ¡Non sequitur!

Al respecto, conviene aclarar que, si el ciudadano suscribe doctrinas omnicomprensivas, es lógico que puedan libremente dirigirse a él los encargados de ilustrarlas. Igual libertad tiene este para acoger o desechar sus pronunciamientos. Esta actitud, lejos de levantar sospechas sobre presuntas indebidas injerencias, sería precisamente síntoma del afán de esas confesiones por lograr apoyos mediante la argumentación pública, renunciando a todo uso opresivo del poder, a la imposición de cosas que unos tienen por verdad y otros no, o al mandato de adhesión sin mayores justificaciones ni explicaciones racionales bajo un falaz argumento de autoridad (Ollero, 2010: 23). Además del carácter público y discursivo de la verdad, que legitima la intervención y exposición pública por parte de las autoridades religiosas de los argumentos que las sustentan, hay que advertir que la misma objeción conlleva un sinsentido político, y es que, en un tiempo en que existen tantos problemas públicos que exigen respuestas éticas y morales, nos veríamos abocados a una intolerante paradoja: que sólo podrían intervenir en el debate los convencidos de que lo que proponen no es verdad (Ollero, 2010: 62) o quienes, desde una postura libertaria, pretenden dejar toda decisión al arbitrio individual.

Ciertamente, la objeción por la pretensión de verdad no puede ser enfrentada con solvencia con la adopción de un pensamiento débil a lo Vattimo (2010: 18), según el cual decirle adiós a la verdad es el inicio y la base misma de la democracia, pues si existiera una verdad ''objetiva'' de las leyes sociales y económicas la democracia sería una elección irracional: sería mejor confiar el Estado a los expertos, a los reyes-filósofos de Platón o a los premios Nobel de todas las disciplinas. Tampoco se hace frente a dicha objeción mediante un relativismo mínimo, como propone Zagrebelsky (2010: 80), según el cual hay que defender ''el derecho a la palabra de los católicos en las cuestiones políticas y sociales, exactamente como defendemos el de todos los demás. Pero pretendemos que nadie se erija en maestro de la Verdad. Todos podemos tener nuestra verdad y elegir nuestros maestros, pero a nadie le está permitido imponer su propia verdad como la Verdad. Por ello, las posiciones de la Iglesia y de quienes se aprovechan de la Iglesia para sus propios fines deberían someterse a la cláusula: ''verdad desde su particular punto de vista''. Sin esta reserva, sus posiciones contradicen la democracia, alimentan contraposiciones que fomentan la violencia, dividen el campo como si fueran dos ejércitos beligerantes y hacen el diálogo imposible''.

A estos planteamientos subyace una radical oposición entre verdad y democracia, la cual desconoce que una forma deliberativa de la política trae consigo la sensibilidad por la verdad (Habermas, 2006: 152). Como consecuencia de ello, impide que se contemple la posibilidad de que en la democracia se reconozca la existencia de unos presupuestos éticos y antropológicos que son evidentes, universales y perennes, los cuales hacen posible la elección de determinadas soluciones políticas en vez de otras (Garzón, 2009: 313). Tanto el pensamiento débil como el ''relativismo mínimo'' echan por la borda el núcleo mismo de la pretensión cognitiva de las razones religiosas. Por ello no puede ser tomado en serio para responder a dicha objeción.

Adicionalmente, en el razonamiento se desliza un nuevo non sequitur que sostiene que, a la convicción de conocer la verdad se sigue el deber de imponerla. Dicha objeción se formula así: ''si existe una verdad objetiva, siempre existirá alguien que esté más cerca de ella que yo y que se atribuirá el derecho-deber de imponérmela'' (Vattimo, 2010: 86). Aunque ciertamente, los creyentes creen conocer la verdad, sin embargo, la defensa de la misma no tiene un potencial desestabilizador o intolerante, pues, como ha recordado el Concilio Vaticano II (Dignitatis Humanae, 1965: 1), la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, la cual penetra con suavidad y firmeza en las mentes y en las almas. Dicho de otro modo, que los creyentes sostengan que conocen la verdad en ciertos asuntos que están puestos en el debate público –por lo demás, como creen todos los intervinientes en el mismo– eso no significa que dicha posición esté dispensada de presentar argumentos pertinentes, razonables y cognoscibles por todos. Precisamente lo que sostiene in nuce la teoría de la ley natural. Pero además, no es cierto que los creyentes, y específicamente, los católicos, crean tener la verdad acerca de todo. Al fin y al cabo, la revelación cristiana, a diferencia de la tradición islámica, por ejemplo, no dice una sola palabra acerca de la forma específica como se debe organizar políticamente la sociedad.

Así las cosas, pretensión de verdad no equivale a infalibilidad y, ciertamente, el magisterio católico de las últimas décadas ha insistido en la legítima autonomía del orden temporal (Gaudium et Spes, 1965: 36), lo que se traduce específicamente, en el carácter opinable y realizable en forma contingente de los asuntos políticos, jurídicos y sociales. De allí que no cabe esperar en el campo de la política verdades deslumbrantes o reveladas, pero sí unas opiniones mejor fundadas que otras, unas normas o proyectos colectivos más equitativos que otros, unos valores más universalizables que otros (Vargas-Machuca, 2010: 35).

Lo anterior explica que el creyente no se presente en el ámbito público como una suerte de misionero que tiene como finalidad la evangelización de indígenas o paganos ignotos. Además de la conciencia de su falibilidad, el creyente comparte el desconcierto y la incertidumbre que algunos problemas sociales y políticos representan para sus conciudadanos. ¡Es que no es ningún iluminado! De allí que, en cuanto quiere honradamente dar razón de la fe ante sí mismo y ante los demás, debe antes darse cuenta de que él no es el único que anda vestido y que sólo necesita mudarse para poder después amaestrar con éxito a todos los demás. Al contrario, debe hacerse a la idea de que su situación no es tan distinta de la de los demás como le pudo parecer al principio, y que comparte con ellos más cosas de las que creyó (Ratzinger, 2005: 41). Como veremos, esta conciencia lo sitúa ante una disposición para el aprendizaje, a la que han aludido tanto Jürgen Habermas (2006: 43-44; 2009a: 64- 65; 2009b: 79) –desde una perspectiva agnóstica–, como Benedicto XVI (2010) –desde una perspectiva religiosa–4.

En este sentido, tanto el creyente como el no creyente participan cada uno a su modo, en la duda y en la fe. De hecho, nadie puede sustraerse totalmente a la duda o a la fe. Para el creyente, la fe estará presente a pesar de la duda. Para el no creyente mediante la duda o en forma de duda. Quizá justamente la duda impide que ambos se cierren herméticamente en lo suyo, le impide a ambos que se recluyan en sí mismos: al creyente lo acerca al que duda y al que duda lo lleva al creyente. De este modo, la duda misma se puede convertir en un lugar de comunicación (Ratzinger, 2005: 45), y para el creyente, la duda conduce al asombro, que es precisamente el inicio de la búsqueda de la verdad (Juan Pablo II, 1998: 5, 27-28).

 

2.2. ''Los creyentes sólo exponen razones religiosas''

En el debate público, es usual que se esgrima el argumento de que los creyentes dicen lo que dicen por razones religiosas o de fe, razones que, por lo demás, no son compartidas por todos los ciudadanos. Aunque suele ser verdad que los ciudadanos –y los creyentes no serían la excepción– argumentan desde una cosmovisión o con base en lo que Rawls llamó ''doctrinas comprensivas'', también es cierto no todos los ciudadanos comparten el mismo fervor hacia los principios liberales o socialdemócratas, por lo cual hay algo injusto y arbitrario en vetar por principio una cosmovisión en la cual se apoye la intervención en la deliberación democrática.

La objeción en contra de las razones religiosas por sí mismas insinúa que los creyentes deben presentar argumentos más pertinentes y aceptables, al menos, si quieren que estos sean tenidos en cuenta. Así, por ejemplo, Martha Nussbaum (2009: 349) escribe que existen ''ciertos argumentos razonables intra-religiosos para no permitir el matrimonio homosexual como parte de una religión, pero ningún argumento público plausible que pueda ser compartido por todos los ciudadanos'', por lo tanto, las razones religiosas para no favorecer el matrimonio entre personas del mismo sexo se asemejan en gran medida a los motivos religiosos para no hacerse tatuajes, para no comer cerdo, para no consultar a un adivino: se trata de preceptos internos de una o varias confesiones particulares. ''Ciertamente son obligatorios para los miembros de esas confesiones, pero no pueden convertirse en ley pública sin una intrusión inaceptable de lo religioso en la esfera pública'' (Nussbaum, 2009: 347).

Esta objeción trae consigo la sospecha sobre la ''denominación de origen'', esto es, medir la aceptabilidad de un argumento teniendo en cuenta ante todo la presunta proveniencia del mismo. Ciertamente, ''no cabe imponer las propias convicciones a los demás, recurriendo a meros argumentos de autoridad, en una sociedad pluralista; pero no cabe tampoco montar un juicio de intenciones basado en el establecimiento inquisitorial de 'denominaciones de origen' rechazables, mediante la apelación a argumentaciones del tipo de: no acepto su propuesta, porque si está formulando ese modelo de conducta es, en el fondo, porque se lo ha aconsejado el cura... Vaya usted a saber cuál es, en el fondo, la raíz de los argumentos de cada cual; nadie argumenta desde cero'' (Ollero, 2010: 82). Pero además, esta sospecha se hace más injusta si se tiene en cuenta que, a veces, sólo aquellos cuya intimidad moral resulte favorablemente evaluada estarían en condiciones de ser reconocidos como ciudadanos de pleno derecho, con lo cual se estaría mezclando indebidamente el ámbito íntimo con el de la deliberación democrática. Evidentemente, esto supone una flagrante intolerancia, que, por lo demás, adquiere visos de ''proceso inquisitorial'' (Ollero, 2010: 61).

Se trata de una lógica contradictoria, toda vez que, conforme a lo que Rawls (2004: 98) llama el principio liberal de legitimidad, no se pone en cuestión la aceptabilidad del ideario político liberal y democrático, pero sí se advierte acerca del presunto carácter particularista que poseerían las razones religiosas por sí mismas. Además, se insinúa que este tipo de razones pretenden tener una (indebida) ventaja frente a los demás, pues están respaldados por textos sagrados, inequívocos e incuestionables. De allí que, como asevera García Villegas (2009: 311), ''para quien observa y valora el mundo social a través de las sagradas escrituras, sus argumentos religiosos siempre vencen a los argumentos fundados en el interés público, la democracia o la justicia social. Como decía John Knox en Inglaterra: ''un hombre con Dios de su parte, siempre está en mayoría''.

Sin embargo, al menos en la tradición judeocristiana, caracterizada por la distinción entre lo debido al César y lo que se debe a Dios, no es usual que los creyentes miren el mundo social y político desde las Escrituras, o que pretendan hacer de éstas un código social detallado y coercible (como pretenden los fundamentalistas). Asimismo, aunque no hay espacio para documentar el amplio repertorio histórico y teórico que dan cuenta de la razonabilidad de la fe cristiana y del permanente esfuerzo por poner a la fe en diálogo con la razón (Juan Pablo II, 1998), tan sólo pondré en evidencia que, en el fondo, esta objeción hacia la unilateralidad de las razones religiosas exhibe otra sospecha: aquella que intercambia lo metafísico con lo religioso, aquella que engloba como religioso cualquier afirmación que presente un contenido absoluto, indisponible u ontológico, pues si es cierto que en la tradición judeocristiana no es frecuente el salto de lo religioso a lo social sin más –ello implicaría, entre otras cosas, desconocer el telos de la teoría de la ley natural–, lo que explicaría la objeción es que, quizás se toman como religiosos argumentos que remiten tan sólo indirectamente a cuestiones de esta naturaleza, como sucede con el caso de las premisas metafísicas, antropológicas o éticas.

Así, por ejemplo, es usual que cuando el creyente invoca ''la inviolabilidad de la vida del nasciturus'' sea acusado de proponer un argumento religioso, cuando, en estricto sentido, está haciendo un planteamiento filosófico (antropológico o metafísico). Lo mismo sucede cuando aduce la defensa del ''matrimonio entre un hombre y una mujer'', se le reprocha lo mismo cuando, en realidad, está formulando un planteamiento que bien puede ser histórico, biológico o filosófico –ético o antropológico–. En la deliberación democrática no debería tener importancia si aquél propone dichas razones porque es creyente o no, así como no se consideraría de recibo que se pusiera en entredicho la validez de la opinión de un defensor del matrimonio gay porque ha declarado públicamente su homosexualidad, ni la opinión a favor del aborto de una mujer que reconoce haber abortado alguna vez.

Por ello, la objeción de que los creyentes sólo invocan razones religiosas refleja una concepción de la religión como una nociva forma de contaminación de la conciencia autónoma y de la misma democracia. Ciertamente, esta objeción pone de presente la pertinencia de la reflexión y la discusión acerca de la teoría de la ley natural (Finnis, 2000: 67), toda vez que su exposición permite aclarar el equívoco según el cual los creyentes exponen únicamente razones religiosas. De hecho, estaría justificada una actitud de recelo hacia el juego de planteamientos de trasfondo religioso, si éstos pretendieran proyectarse en el ámbito de lo público esgrimiendo argumentos de autoridad, ajenos a las reglas del discurso civil (Ollero, 2010: 58). No obstante, la teoría de la ley natural no sostiene tal cosa. Por el contrario, sugiere la necesidad de traducir los contenidos éticos y morales básicos de forma que sean comprensibles por quienes no aceptan una doctrina revelada. Pero si así fuera, si en las sociedades democráticas, post-metafísicas y post-cristianas existen ciudadanos que consideran que deben hacer un aporte a la deliberación democrática única o preferentemente con argumentos religiosos, ¿es válido que procedan de este modo, o debería prohibírseles o disuadírseles de ello, sino coactivamente, sí al menos mediante la presión social?

La respuesta es un no rotundo. Por dos razones. La primera, la llamaré la razón pro-democracia, y consiste en que la democracia no sólo implica que los ciudadanos puedan votar, sino, también, que puedan expresar libremente sus opiniones para influir en las decisiones públicas. Y si en una democracia madura caben opiniones liberales, socialistas, comunistas, anarquistas, comunitaristas, conservadoras, progresistas, anti-políticas, entre muchas otras, ¿por qué serían consideradas inválidas las convicciones de raíz o expresión semántica religiosa? ¿No debe ser la propia deliberación democrática la que premie o condene las razones que no sean capaces de granjearse el apoyo de los ciudadanos? Tales consideraciones son aún más oportunas en el contexto de unas incipientes democracias deliberativas, en las cuales la opinión pública juega un papel determinante, pues como señala Vargas-Machuca (2010: 34), ''sin una opinión pública saludable y transparente, gracias a la cual los ciudadanos disponen de medios y oportunidades para componer un juicio informado y decidir de modo razonable y responsable, no hay democracia valiosa''. Por consiguiente, en vez de hacer caso omiso de las convicciones religiosas que nuestros conciudadanos llevan consigo a la vida pública, ''deberíamos tratarlas más directamente, a veces poniéndolas en entredicho y plantándoles cara, a veces escuchándolas y aprendiendo de ellas'' (Sandel, 2011: 304).

Michael Sandel (2011: 275-276) ha puesto de presente la contradicción de la postura laicista liberal en este punto: ''puede que parezca que pedir a los ciudadanos democráticos que dejen sus convicciones morales y religiosas a un lado cuando entran en la esfera pública es una forma de garantizar la tolerancia y el respeto mutuo. En la práctica, sin embargo, lo cierto puede ser lo contrario. Decidir sobre importantes cuestiones públicas pretendiendo una neutralidad inasequible es una receta para el resentimiento y las reacciones viscerales en sentido contrario. Una política vaciada de un compromiso moral sustantivo conduce a una vida civil empobrecida. Además, brinda una invitación a los moralismos estrechos de miras e intolerantes. Los fundamentalistas vuelan donde los liberales no osan ni pisar''. Pero además, el intento de presentar a quien suscribe convicciones religiosas como un ciudadano peculiar, o incluso peligroso, no deja de resultar arbitrario, pues ningún ciudadano deja de suscribir –aunque sea implícitamente– una concepción del bien (Ollero, 2010: 17) y de la justicia que tiene por ciertas y verdaderas (Raz, 2001: 82-83).

La segunda razón de la validez de la intervención de los ciudadanos en términos puramente religiosos y que denomino pro-religión, consiste en que una sociedad crecientemente atomizada y altamente individualista como la nuestra no puede ignorar y, menos aún descartar, el potencial de cohesión, identidad, solidaridad y conciencia normativa que le aportan las tradiciones religiosas. En este sentido, Robert Spaemann (2004: 240) escribe acerca de la dignidad humana, principio rector del Estado constitucional, que sólo la religión ofrece un contenido definitivo a la idea de una dignidad humana que no es proporcionada por la sociedad, sino presupuesta por ella. Cuando este contenido falta, se despliega una funesta dialéctica de liberalismo y colectivismo: la alegación ilimitada de pretensiones de satisfacción subjetiva y la disposición a acomodarse y someterse sin condiciones a los mecanismos que garantizan su satisfacción o prometen hacerlo. Por consiguiente, según Jürgen Habermas (Habermas, Taylor, Butler y West, 2011: 65), se debe ''salvar el carácter auténtico del discurso religioso en la esfera pública, porque estoy convencido de que en el público secular puede muy bien haber intuiciones morales sepultadas que un discurso religioso conmovedor puede hacer aflorar. Cuando uno escucha a Martin Luther King no importa si eres creyente o no. Entiendes lo que quiere decir''5.

Pero además, una vez se comprende mejor la experiencia religiosa se hace evidente que la misma no puede ser dejada de lado como se esconden algunas cosas en los bolsillos del pantalón, pues se trata de una operación de la razón, tanto teórica como práctica (Finnis, 2011: 2). Uno de los aspectos más importantes de la experiencia religiosa es el de conferirle sentido a toda la existencia, por lo cual, no se ve cómo se puede privar a los ciudadanos de expresarse públicamente desde dicha dimensión sin cercenar con ello un aspecto significativo de su talante y su personalidad. Al respecto, es ilustrativa la definición de creer, pues esta palabra entraña una opción fundamental ante la realidad como tal: no significa afirmar esto o aquello, sino una forma de situarse ante el ser, la existencia y todo lo real. Es una opción por la que lo que no se ve, lo que en modo alguno cae dentro del campo visual, no se considera como irreal, sino precisamente como lo auténticamente real, como lo que sostiene y posibilita toda la realidad restante. En el mismo sentido se sitúa la experiencia de la fe, que consiste en una decisión por la que el ser humano afirma que en lo íntimo de la existencia humana hay un punto que no puede ser sustentado ni sostenido por lo visible y lo comprensible, sino que linda de tal modo con lo que no se ve, que esto le afecta y aparece como algo necesario para su existencia (Ratzinger, 2005: 48-49).

En este orden de ideas, es razonable que la presunción desestabilizadora de la religión para la democracia se invierta y se convierta en una benévola presunción de su contribución ética y cognitiva para la sociedad. Ciertamente, detrás de aceptar o no el argumento pro-religión está en juego el dilema de si el fenómeno religioso se trata como un factor social positivo, merecedor de la máxima protección propia de los derechos fundamentales, como se desprende del diseño constitucional; o si sólo se lo tolerará a duras penas, por considerarlo conflictivo, perturbador o sintomático de retraso cultural (Ollero, 2010: 256), y por ello, la cultura política debe ir en contravía de su reconocimiento jurídico y de su recta y limitada valoración social y cultural. De modo convergente, Daniel Gamper (2009: 125) resume las dos razones –pro-democracia y pro-religión–, al aseverar que es importante que los ciudadanos debatan no sólo honestamente, sino sin abandonar sus posturas iniciales, mostrando cuáles son sus puntos de partida doctrinales.

En este contexto, se consigue no sólo un eventual enriquecimiento de la sociedad gracias a las razones aportadas por los creyentes, sino también una democratización ciudadana promovida por la deliberación pública. Por supuesto, tanto el argumento pro-democracia como el argumento pro-religión implican un aprendizaje colectivo y, ciertamente, uno de los aspectos de este aprendizaje pendiente por parte de no pocos agnósticos es el de no recurrir a enclaustrar displicentemente cualquier referencia a exigencias jurídico- naturales como si se tratara de propuestas meramente confesionales (Ollero, 2010: 187), pues no son lo mismo. En este marco, los creyentes y los no creyentes ''concurren como iguales, y las ideas religiosas informan la esfera pública por medio de la argumentación más que por su simple diseminación (menos aún por una autoridad que se dirige de arriba abajo)'' (Calhoun, en Habermas, Taylor, Butler y West, 2011: 120).

Así, creyentes y no creyentes mantienen su influencia precisamente en los lugares en que el proceso democrático se origina en el encuentro entre los sectores religiosos y los no religiosos de la población. Mientras la opinión pública políticamente relevante se alimente de este depósito del uso público de la razón por parte de ciudadanos creyentes y no creyentes, debe formar parte de la autocomprensión colectiva de todos los ciudadanos el hecho de que la legitimación democrática formada deliberativamente se nutre también de voces religiosas y de interacciones estimuladas por la religión. En este proceso, el concepto de ''lo político'', que es desplazado del Estado a la sociedad civil, conserva una referencia a la religión incluso dentro de un Estado constitucional secular (Mendieta, en Habermas, Taylor, Butler y West, 2011: 144).

 

2.3 ''Los creyentes no aceptan un Estado laico''

Esta objeción aparece como una suerte de corolario de las dos anteriores. Es decir, dado que los creyentes creen poseer la verdad y ésta es de naturaleza religiosa, no estarían a gusto en un Estado laico, en un ordenamiento institucional que no avale sus creencias y sus pretensiones. Sin embargo, acá también hay una dosis importante de prejuicio y desconocimiento.

Históricamente, la laicidad es un invento cristiano pues, como hace notar Ollero (2010: 185), del ''Dad al César lo que es del César'' no había precedente conocido. Ciertamente, hubo épocas en las que la forma de organización política asumió la defensa de la fe cristiana y la separación fue un diseño institucional muy tenue. No obstante, parece claro que, sin pretender hacer un juicio histórico, los creyentes de hoy no están realmente ante el dilema de optar entre el modelo Constantino o el modelo Teodosio. El primero puso cada vez más de manifiesto sus preferencias por el cristianismo y sus deseos de favorecer institucionalmente a la Iglesia, y muchas de sus leyes traslucieron un genuino espíritu humanista y cristiano que recogió el creciente proceso de cristianización del Imperio romano6. El segundo proclamó el cristianismo como la religión del Imperio mediante la constitución Cunctos Populos, promulgada en el año 380. En esta se ordenaba a todos los pueblos que prestasen su adhesión a la fe cristiana (Orlandis, 1995: 93-97).

Luego del Concilio Vaticano II, la idea de que sólo un Estado confesional podría dar forma a las pretensiones de visibilidad pública de la fe cristiana es históricamente anacrónica y doctrinalmente falsa. En los documentos de esta reunión, se subraya en forma explícita la legítima autonomía de las llamadas realidades temporales y, con ello, parece no dejar duda acerca de que el modelo de relación entre lo político y religioso señalado por el catolicismo para el tiempo presente no es la confesionalidad sino el de una sana laicidad o laicidad positiva, que conlleva la distinción entre la Iglesia y el Estado con autonomía y cooperación mutua. Así se puede leer en Gaudium et Spes (1965: 76) y en otros importantes documentos pontificios de los últimos años en los que se subraya que ''la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno'', de lo cual se desprende que la Iglesia no está ligada a ningún sistema político determinado, pues por su misión es, a la vez, señal y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana. En esta línea, uno de sus protagonistas precisa que la reforma que trajo consigo el Concilio se mueve en la dinámica de continuidaddiscontinuidad: ''en dicho proceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más concretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes –por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de interpretación liberal de la Biblia– necesariamente debían ser contingentes también ellas, precisamente porque se referían a una realidad determinada en sí misma mudable. Era necesario aprender a reconocer que, en esas decisiones, sólo los principios expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro. En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar'' (Benedicto XVI, 2005).

Así las cosas, en la producción teórica de los más connotados intelectuales católicos –y de no pocos judíos– se pueden encontrar numerosas referencias en favor de la laicidad del Estado, corolario de la legítima autonomía de las realidades temporales y políticas. Ciertamente, existe un profundo y complejo debate por precisar cuáles son los límites de la laicidad, cómo debe guiar la resolución de casos concretos y cuáles son sus alcances políticos, jurídicos y sociales. De allí la necesidad de distinguir entre laicidad y laicismo, como he hecho en otro lugar (Garzón, 2007: 119-143). De lo que no se puede acusar a los creyentes y, específicamente a los católicos, es de estar anclados de suyo en una época en la que la espada protegía y defendía a la autoridad espiritual, pues eso sólo existe hoy en los libros de historia y en la imaginación de quienes en el debate público creen tener como interlocutores a personajes que anhelan la vuelta al Imperio romano de Constantino o Teodosio, o a la Edad Media.

Ciertamente, la sospecha de confesionalidad hacia los católicos por su pretensión de visibilidad pública de sus argumentos es injusta en cuanto la misma doctrina que profesan aspira a asumir unas exigencias éticas cognoscibles sin necesidad de revelación sobrenatural, abiertas por definición a la argumentación racional (teoría de la ley natural). Tal actitud es muy distinta a la de tradiciones religiosas que, por vincular la ética o la moral a una ley divino-positiva a la que sólo cabría acceder por la fe, tienden inevitablemente a hacer de la conversión personal una condición indispensable de entendimiento, con lo cual, hacen superflua toda argumentación. Es precisamente en este ámbito argumentativo donde deben ser puestas a prueba las razones esgrimidas (Ollero, 2010: 60).

 

3. El aggiornamento cognitivo y actitudinal de los creyentes

3.1 Una sociedad post-metafísica y post-cristiana

La afirmación según la cual estamos ante una sociedad postmetafísica y post-cristiana es de naturaleza sociológica y descriptiva. Se trata de una constatación que incluye el acelerado proceso secularista de Europa, las tendencias dominantes en América del Norte y la tensión latinoamericana –graficada en el período independentista– entre la herencia religiosa colonial-barroca y las tendencias modernizantes y transgresoras de las élites políticas e intelectuales. En cuanto a lo primero, es evidente que las categorías, los principios y las premisas de carácter metafísico son cada vez más difíciles de sostener en ámbitos intelectuales, académicos y culturales. Ciertamente, la aceptabilidad no le resta valor a la reflexión metafísica, más aún, si se tiene en cuenta que atrás han quedado las tendencias sofistas, escépticas y cientificistas de distinto cuño, se debe concluir que tampoco se trata de una situación inédita en el devenir de dicha disciplina. Sin embargo, frente a la metafísica opera lo que Voegelin (2009: 89-90) llamaba una ''prohibition of questioning'', es decir, una cuestión sobre la que no se puede indagar ni preguntar, una cuestión implícitamente prohibida, un lenguaje que, en ciertos círculos, tan sólo se puede insinuar o evidenciar con cautela, pero en el que no se puede profundizar, so pena de ser excluido o marginado de la discusión. Sintomático de esta situación es que la mayoría de los autores más reconocidos en el ámbito de la filosofía política y la filosofía del derecho ni siquiera aludan a ella, y prefieran poner a prueba sus tesis contra el liberalismo kantiano, el utilitarismo o el llamado perfeccionismo.

La hipótesis de que estamos ante una sociedad post-metafísica no trae consigo la sugerencia de que los creyentes –y quienes suscriben dicha perspectiva filosófica– dejen de hablar de la metafísica. Quienes tienen dicha formación quizás no podrían hacerlo, pues, como señala Spaemann (2004: 241), las pretensiones de verdad de la religión cristiana –postuladas en términos filosóficos–, sólo son interpretables con categorías ontológicas. Es decir, exigen como instrumental interpretativo una metafísica. Con lo cual, concluye el profesor de la Universidad de Munich, ''una civilización sin metafísica no está en condiciones de apropiarse intelectualmente de su religión''. Pero, ¿cómo deben presentarse las razones religiosas en una civilización sin metafísica? ¿Cómo se pueden presentar las razones religiosas en una sociedad que, de acuerdo con la premisa de Spaemann, no estaría en condiciones de apropiarse intelectualmente de dicha religión? Ciertamente, el filósofo alemán sugiere una posible salida: las pretensiones cognitivas de la religión sólo pueden existir dentro de ella como residuos, como cuerpos extraños –representados por minorías cognitivas–. Ciertamente, dichas minorías cognitivas de inspiración religiosa –o ''minorías creativas'' como prefería llamarlas Arnold Toynbee– se encuentran por doquier en varios ámbitos intelectuales y comunitarios del mundo actual: muchas universidades católicas o de inspiración cristiana, redes académicas e intelectuales, algunas congregaciones religiosas, movimientos eclesiales, asociaciones, fundaciones y organizaciones de voluntarios, entre otras. Sin embargo, la metafísica no sólo reivindica unos principios y unas categorías universales, sino que, además, quienes se apoyan en ella de cara a la deliberación democrática se enfrentan a un amplio auditorio, frecuentemente, el gran público o porciones más o menos ilustradas de la sociedad, que no se caracterizan propiamente por asumir las pautas de dicha minoría cognitiva.

Por consiguiente, los creyentes deben adaptar las categorías, los principios y las premisas de la metafísica a una racionalidad que no sólo es hostil a ésta, sino que la evita sistemáticamente, pues el pensamiento posmoderno ha asumido la tesis heideggeriana del final de la metafísica. En este contexto, las razones religiosas deben intentar despertar la sensibilidad por las preguntas y las respuestas metafísicas, no presuponerlas y, menos aún, darlas por sentado, por más que en la vida cotidiana las personas razonen en términos metafísicos o que asuman tácitamente la concepción de la verdad entendida como correspondencia objetiva a los hechos (Vattimo, 2010: 18), y que algunos fenómenos contemporáneos –como el progreso de las ciencias y de la técnica– susciten interrogantes de raigambre moral y metafísica, poniendo de presente que, a pesar de la ''muerte de Dios'', subsiste el sentimiento de lo sagrado (Ferry, 1997: 135) y lo indisponible. En este sentido, el esfuerzo de John Finnis (2000, 2011), Michael Sandel (2011), Charles Taylor (2007) y Alasdair MacIntyre (2008), por formular filosóficamente la cuestión de la razonabilidad práctica, el bien, y la vida buena son muy sugerentes.

Así como estamos ante una sociedad post-metafísica, estamos también ante una sociedad post-cristiana (Taylor, 2007: 3), que vive de la herencia de la cultura cristiana –en el arte, la arquitectura, la literatura, la ética pública, las costumbres familiares y sociales–, pero que está empeñada en definir derroteros intelectuales, sociales y culturales que no solo desdicen de la tradición cristiana, sino que, además, la transgreden abiertamente. Además de la abrupta ruptura con la tradición, el drama de este fenómeno está en la adhesión emotivo-nihilista de nuestras élites políticas e intelectuales a este fenómeno. Al mismo tiempo, tal empeño es visto como un signo de autonomía, libertad y modernidad, con lo cual, el escenario se presenta como si estuviéramos en el siglo XIX y el gran dilema teóricopráctico se formulara en términos de clericalismo o liberalismo.

En una sociedad post-metafísica y post-cristiana, los esfuerzos por legitimar iniciativas colectivas o posturas intelectuales de inspiración cristiana requieren mayor audacia e inteligencia, pues el contexto cultural e intelectual predominante es, para utilizar un término acuñado por Joseph Weiler (2003: 92), ''cristofóbico'' y por ello, generalmente hostil a que la cosmovisión cristiana sea algo más que una mera inercia histórica o una reliquia arcaica. En América Latina, los cristianos han pasado de ser ciudadanos representativos en la época colonial y decimonónica, a ser, en los inicios del siglo XXI, extraños especímenes que tratan de detener el ''tsunami'' político y cultural que amenaza con convertirlos en ciudadanos de segunda clase. Bajo otras categorías, Gauchet (2005: 299) ensaya un diagnóstico al señalar que hay una política profana, secular o laica en la que participan los cristianos con sus valores y convicciones, pero cuya última palabra no tienen. Ellos influyen en un orden que es de otra naturaleza. El orden profano no puede ser un orden de esencia cristiana, lo que no le impide a los cristianos querer hacerlo lo más conforme posible con el espíritu evangélico. Pero no está hecho para traducirlo simplemente. En este sentido, habría más bien que hablar de una despolitización metafísica del cristianismo, que le plantea a los cristianos la cuestión de saber lo que quieren para la ciudad de los hombres, teniendo en cuenta que ya no son ni serán más sus amos.

 

3.2 Un nuevo ámbito público

En el contexto de una sociedad post-cristiana, las medidas legislativas, judiciales y de políticas públicas que contradicen caros principios de la ley natural y respaldan actitudes transgresoras denominadas ''progresistas'', muchos creyentes encuentran un incentivo para que su voz sea escuchada y en dichas deliberaciones se tengan en cuenta sus aportaciones. Tal esfuerzo es comprensible y loable, y quizás esté llegando el momento en que muchos creyentes abandonan la actitud de indiferencia hacia lo público y participan con mayor ahínco y responsabilidad política. Sin embargo, ¿qué sentido tienen estos esfuerzos cuando en estos ámbitos institucionales se toma una decisión que no respalda los principios, los valores y las instituciones que los creyentes defienden? ¿Qué deben hacer, teniendo en cuenta que, en ocasiones los creyentes, cuando quieren ejercer de tales, concentran su afán de movilización sólo en el momento final, es decir, en la decisión legislativa (Ollero, 2010: 226) o en forma de reacción indignada ante una decisión que va en desmedro de los bienes humanos básicos?

Poniendo su confianza en la religiosidad sociológica que caracteriza a nuestras sociedades hispanoamericanas, algunos deslizan la propuesta de apelar directamente al pueblo, es decir, someter estas decisiones a plebiscito o referendo. No obstante, no se puede dejar de advertir la instrumentalización del ámbito público que ello representa, pues la lógica del argumento consiste en que, dado que la gente mayoritariamente aprueba (o reprueba, según el caso) una conducta, esta opinión se impondrá en el resultado. Sin embargo, si los creyentes tienen la convicción de que su opinión representa la mejor decisión para la comunidad política toda, ¿por qué no confiar en que se imponga el buen sentido en el ámbito institucional ordinario? ¿Por qué pretender tener un escenario favorable en el cual presentar la disputa de argumentos y razones? ¿Por qué no intentar convencer a quienes no creen con la fuerza discursiva de las razones religiosas, éticas o antropológicas que sustentan sus posturas políticas?

Pero además, Sartori (2005: 59-60) pone de presente una consecuencia de este tipo de mecanismos decisorios, y es que el voto refrendario es concluyente, y es necesariamente de suma cero: la mayoría lo gana todo, y quien queda en minoría, incluyendo aquí a las minorías intensas, lo pierde todo. Con el agravante de que dichas decisiones difícilmente se revisarán en el futuro. De lo dicho se desprende que en las sociedades segmentadas (divididas por, y entre, intensas minorías religiosas, étnicas o de otro tipo), así como sobre cuestiones ''calientes'' (como por ejemplo, la integración racial), el referéndum es contraproducente: no acaba con los conflictos, sino que, por el contrario, los agrava. Quien recomienda una indiscriminada y cada vez mayor decisión directa del demos, y por consiguiente la democracia refrendaria, advierte Sartori, ignora el problema de la intensidad de las convicciones y las creencias. Dicho de otro modo, parece poco leal con la democracia que los creyentes consideren el ámbito público sólo como un instrumento para hacer prevalecer sus posiciones. De la naturaleza misma de las razones filosóficas y religiosas que suelen esgrimir cabría esperar un mayor universalismo y una mayor contribución al bien común, pero además, la capacidad de abrirse paso en los diferentes órganos deliberativos y decisorios de la democracia, contribuyendo a la formación del juicio ético y político de los ciudadanos.

Estos aspectos ponen de presente la cuestión de la relación de los creyentes con el poder político, pues especialmente en los países que tienen arraigada una fuerte tradición católica institucional, un laicismo beligerante pone en entredicho el papel público que desempeñan las creencias religiosas y hasta la legitimidad de los creyentes por intervenir como iguales en dichas discusiones. Sin embargo, la intervención de los creyentes en la deliberación democrática no debería limitarse a ilustrar una discusión en la que están en juego cuestiones éticas o antropológicas arduamente disputadas, como pueden ser los casos del aborto, las uniones entre homosexuales, la eutanasia, la investigación con embriones, las cuestiones bioéticas, la presencia de símbolos religiosos en el espacio público, entre otras. Más allá del efecto simbólico y el carácter controversial de dichas cuestiones, éstas no agotan todo el espectro de asuntos públicos en los cuales los creyentes, desde su cosmovisión, pueden y deben hacer un aporte a la deliberación democrática. Pero además, conviene tener presente que la decisión institucional sobre un tema puntual es uno de los aspectos sobre los cuales una sociedad delibera y decide. Pero no es el único. Más aún, quizás podría no ser el más influyente, y acaso, el más importante. No se puede sobreestimar el valor simbólico y pedagógico de las leyes así como de las decisiones políticas y judiciales, pues más allá de ellas siempre estará el discernimiento de la conciencia individual de la persona que, en ejercicio de su libertad, podrá asumir dicha conducta como modelo para su propia vida, o tomar distancia del mismo.

Esta relatividad o contingencia del poder político fue puesta de presente en el Concilio Vaticano II, donde se afirma que la Iglesia ''se sirve de instrumentos temporales cuando su propia misión se lo exige. Sin embargo, ella no pone su esperanza en los privilegios que le ofrece el poder civil; antes bien renunciará de buen grado al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos, cuando conste que su uso puede empañar la sinceridad de su testimonio'' (Gaudium et Spes, 1965: 76). Del texto citado se colige que, si lo más importante es el testimonio, evidentemente, este no se reduce al que pueden otorgar una ley o una sentencia judicial. Más elocuente es la difusión de este testimonio en los ámbitos personales, familiares y comunitarios en los cuales se forja la cultura, la cual, de una u otra manera se reflejará en dichas medidas, aunque el proceso inverso también suele tener lugar. Acaso en estos ámbitos esté la respuesta a la advertencia de Ferry (1997: 177-178) según la cual, mientras la política siga subestimando el potencial de la solidaridad y de simpatía que radica en la esfera privada –familiar y comunitaria, añado yo–, mientras no se fundamente en éstos, nada en ella suscitará entusiasmo. En este orden de ideas, los creyentes deben concentrar sus esfuerzos porque sus argumentos filosóficos y religiosos alcancen un notable impacto en el ámbito público, y esto pasa preferentemente por la esfera pública y por las diversas instancias de la sociedad civil, y que, a su vez se nutre y se fortalece en la vida familiar y los ámbitos grupales y colectivos.

 

3.3 Potenciar las convergencias

En el contexto actual, es necesario poner de relieve la existencia de un patrimonio moral común del cual dan testimonio las grandes tradiciones sapienciales, tanto religiosas como filosóficas, para construir políticamente sobre dichas bases. Esto es precisamente lo que hace, entre otros, Fides et ratio y el documento ''En busca de una ética universal: un nuevo modo de ver la ley natural''. A estos esfuerzos se suman las recientes declaraciones sobre aspectos relativos a la vida, la dignidad humana, el matrimonio y la familia que han concitado el apoyo de cientos de miles de personas alrededor del mundo. ''The Manhattan Declaration'', ''Universal Declaration of Human Dignity'', ''San Jose Articles'' y la ''Declaración Ciudadana por la Vida y la Familia'' tienen un punto en común: el esfuerzo por potenciar las convergencias entre las distintas tradiciones éticas, filosóficas y religiosas7 así como entre las personas –creyentes o no creyentes–, que podrían suscribir los principios allí consignados. Se trata también del empeño por traducir a un lenguaje universalmente accesible las creencias religiosas que comparten los promotores de estas iniciativas. En el mismo sentido se encuadran las iniciativas conjuntas promovidas por líderes religiosos de distintas iglesias8.

La búsqueda de puntos en común, el esfuerzo por potenciar las convergencias y por consolidar, en la medida de lo posible y lo razonable, consensos en los asuntos cruciales de la vida política y social representa una contribución a la deliberación democrática. Se trata, en términos de Dworkin (2008: 13), de encontrar la forma, no simplemente de luchar unos contra otros en torno a las cuestiones controvertidas, como si la política fuera un deporte de contacto, sino de debatir sobre ellas partiendo de unos principios más profundos de moralidad personal y política que todos podamos respetar. Como ya aduje, ése es precisamente uno de los propósitos de la teoría de la ley natural, empeño que las declaraciones citadas recogen, actualizan y divulgan.

No solo la apertura cognitiva en la que tanto ha insistido Habermas en los últimos años es un buen comienzo para este camino. También lo es el reconocimiento de que la duda y la fe como actitudes existenciales están más cerca de lo que se suele pensar, pues así como el creyente se siente continuamente amenazado por la incredulidad, que es para él su más seria tentación, así también la fe será siempre tentación para el no creyente y amenaza para su mundo al parecer cerrado definitivamente9. Es decir, quien cree duda, y a quien duda siempre lo acecha la fe. Incluso su misma creencia implica un acto de fe. Se trata, en último término, de un dilema de todo ser humano (Ratzinger, 2002: 44). En una línea semejante, Zagrebelsky (2010: 130) ha puesto de presente que la duda no es condición existencial exclusiva del ciudadano laico o agnóstico. ¿Quién ha dicho que el laico viva sólo de dudas y el creyente sólo de certezas?, se pregunta el constitucionalista italiano. Quien no tiene convicciones, el escéptico absoluto, no puede dudar de nada –como mucho, de su propia y sistemática duda– porque le falta el objeto y carece de la energía para la búsqueda de las posibilidades. Vivir sólo de dudas, es decir, de la certeza de que todo es dudoso, sería precisamente escepticismo o pirronismo. Esta condición de duda e incertidumbre, tan característica de la existencia humana, y acentuada en un tiempo en el que nuevos fenómenos sociales, políticos, económicos y culturales rompen los paradigmas de la modernidad, constituyen un incentivo para la apertura cognitiva hacia el potencial semántico y simbólico de la tradición racional antagónica, en aras a la complementariedad y el aprendizaje mutuo.

Ahora bien, como el acuerdo y el disenso son inherentes a la vida colectiva, sobre todo en temas cruciales, no es sorprendente que todas las buenas pretensiones e intenciones cognitivas y actitudinales se detengan en el momento crítico: aquel en el que se contraponen los opuestos y soberanos non possumus (Zagrebelsky, 2010: 29), es decir, el momento en el que la diferencia acerca del reconocimiento, interpretación o alcances sociales de los bienes humanos básicos se hace irreconciliable. ¿Qué hacer? ¿Se deben resignar los creyentes a que sus conciudadanos no reconozcan la misma importancia y significado que ellos le otorgan a dichos bienes? ¿Deben hacer de dicha cuestión un tema tabú –lo cual es muy común en la realidad latinoamericana– sobre lo cual es mejor no hablar, para evitar discrepar?

En este punto aparece nuevamente la cuestión relativa a la forma como los creyentes abordan la diferencia, cómo se sitúan ante el pluralismo de las sociedades actuales. Pero, al mismo tiempo, cómo pueden mantener con éxito la pretensión de darles visibilidad a sus razones filosóficas y religiosas en sociedades en las cuales estas han ido dejando de ser lugares comunes y, por consiguiente, no siempre reciben un apoyo mayoritario o un reconocimiento del poder público.

 

4. Diálogo, traducción y retórica, o la irreductibilidad del lenguaje religioso

Hasta un pensador laicista como Gustavo Zagrebelsky (2010: 72-73) reconoce la actitud de apertura y diálogo de los católicos hacia el mundo contemporáneo: ''Lo que hoy parece diferente es la actitud. Entonces, a la denuncia del mal le seguía el rechazo del mundo hostil; hoy, le sigue la apertura al mundo. Los enemigos de entonces se han convertido en ''nuestros amigos que no creen'', con los que se intenta meritoriamente no sólo convivir sino también colaborar. No se lanzan anatemas sino que se dan consejos –como aquel de orientar la vida como si Dios existiera– y se participa intensamente en los procedimientos políticos de la democracia que en otros tiempos eran condenados como obra del demonio. En resumen: la Iglesia quiere ser dialogante''. No obstante, es preciso señalar que el constitucionalista italiano incurre en una contradicción, pues si bien considera que la actitud de diálogo no es una cuestión de convicción sino de oportunismo dictado por la mayor fuerza o por razones tácticas, al mismo tiempo, sostiene que, en el Concilio Vaticano II muchas páginas están abiertas a la esperanza, animadas por el espíritu de diálogo y, en general, el ''mundo moderno'' es asumido como un interlocutor positivo (Zagrebelsky, 2010: 76).

Históricamente, el Vaticano II marca un punto de apertura al mundo, en continuidad con una tradición milenaria. La apertura tiene como propósito el aprendizaje y el diálogo. No obstante, esta apertura no es totalmente novedosa, pues, como ha reconocido Habermas (2009a: 237), desde el principio de su historia, esto es, desde la antigüedad, los católicos aprendieron a verter el mensaje cristiano en los conceptos y lenguas de los diversos pueblos y se esforzó por iluminarlo, además, con la sabiduría de los filósofos; todo ello con la sola finalidad de poner el Evangelio al alcance de la comprensión de todos y de las exigencias de los sabios. Este proceso de adaptación y de dialéctica de la predicación tiene hoy un carácter normativo, pues el Concilio precisa que debe seguir siendo la norma de toda evangelización (Gaudium et Spes, 1965: 44).

De este modo, la traducción de las categorías y verdades religiosas a un lenguaje que sea accesible a quienes no creen no es un proceso inédito en el cristianismo. Por el contrario, este dictum caracteriza su historia y, a la vez, determina su porvenir. En este sentido, Joseph Ratzinger (2002: 22, 419) comenta que la gran tarea que le espera a los cristianos es la de ''volver a llenar de experiencia y vitalidad las antiguas palabras, verdaderamente vigentes y grandes, hasta que se tornen audibles''. Se trata de un esfuerzo audaz, inteligente, docto, en el que tienen que ''desplegar grandes dosis de fantasía para que el evangelio siga siendo una fuerza pública''. Esta traducción o adaptación implica pensar la fe, y transmitir sus contenidos y consecuencias sociales y políticas con un don de lenguas, esto es, hablándole a cada cual en el lenguaje que puede entender (Ollero, 2010: 238).

En la propuesta de la traducción que deben realizar los creyentes, es menester aclarar dos equívocos. El primero, que algunos creyentes consideran que con la traducción se trata de darle un mero ropaje argumentativo moderno para presentar un elenco de creencias que se tienen por incuestionables. Aunque sólo los ''creyentes ilustrados'' pueden y deben traducir sus creencias religiosas a un lenguaje públicamente accesible, quienes no puedan o no quieran hacerlo, los ''creyentes comunes'', tienen el derecho y el deber de participar con este arsenal argumentativo en la deliberación democrática, teniendo presente que, seguramente, tendrán menos éxito en el mismo. Pero para los primeros, la traducción no puede ser una especie de ''doble lenguaje'' o de simple pose teórica. Parafraseando a Ratzinger (2005: 41), hay que advertir que quien quiere predicar la fe y al mismo tiempo es suficientemente autocrítico, pronto se dará cuenta de que no es una forma o una crisis de vestidos la que amenaza a la religión. Pues al resultar las creencias religiosas algo tan insólito para los hombres de nuestro tiempo, quien tome la cosa en serio se dará cuenta no sólo de lo difícil que es traducir, sino también de lo vulnerable que es su propia fe que, al querer creer, experimentará y reconocerá en sí misma el inquietante poder de la incredulidad. Por ello, la traducción no es un mero barniz argumentativo ni una presentación condescendiente y arrogante con quienes no creen.

De allí que la traducción de cara a la deliberación democrática debe partir de la íntima convicción de que la religión debe ser renovada, purificada, y entrar en diálogo con la racionalidad secular, aprendiendo de la misma. Ante una sociedad post-metafísica y postcristiana, se trata de poner de presente que, si bien la fe cristiana es una cosmovisión o Weltanschauung, no contiene una receta mágica y detallada para todos y cada uno de los asuntos sociales y políticos. Ciertamente, en el plano social y cultural, la doctrina social de la Iglesia siempre ha subrayado que tiene como objetivo interpretar las realidades de la vida del hombre en sociedad para ofrecer orientaciones generales consecuentes con la conducta cristiana (Pontificio Consejo Justicia y Paz, 2005: 72), es decir, que no tiene ''soluciones técnicas que ofrecer, ni pretende mezclarse en la política de los Estados'' (Benedicto XVI, 2009: 9; Gaudium et Spes, 1965: 36). Teniendo en cuenta esto, no es extraño que, a veces, los creyentes compartan el mismo desconcierto que sus conciudadanos frente a tantas problemáticas políticas y sociales ante las cuales no existe solución única o mágica.

El segundo equívoco consiste en pensar que la traducción es un esfuerzo por presentar las creencias religiosas mediante argumentos filosóficos y religiosos que, ante todo, convenzan al interlocutor y sean de recibo en el auditorio del que se trate, y por ello, si para Enrique IV de Francia y de Navarra, ''París bien valía una misa'', la persuasión o la eficacia pública de las creencias religiosas bien valdrían una adaptación al contexto en el que se intervenga. Esta concepción supone un recurso bastante frecuente en los ámbitos religiosos llamados ''progresistas'' o ''liberales'', en los cuales, so pretexto de modernización de la religión, de adaptación o, simplemente, de ''llegarle a la gente'', se vacía de contenido la respectiva tradición religiosa y, consecuentemente, la traducción termina siendo un mero esfuerzo por congraciarse con el interlocutor para lograr su aprobación10. No sólo no está demostrado que dicha forma de proceder sea más eficaz, pues puede suceder que, parafraseando a Gómez Dávila, las religiones, al abrir de par en par sus puertas, por querer facilitarles la entrada a los de afuera, más bien les faciliten la salida a los de adentro. Pero además, porque un traductor que asume una autonomía que en su discurso resulta irreconocible –o resulta ser contradictorio– el contenido de la voz original, termina generando un discurso absolutamente singular, que, en cualquier caso, ya no se puede asimilar sin más con el que pretendía ser traducido. En este caso, no sólo se podría catalogar tal situación como una ''mala traducción'', sino que, además, se podría aseverar que, en estricto sentido, no existe propiamente un ejercicio de traducción.

La necesidad, la pertinencia y el mayor augurio de eficacia de una buena traducción termina acaso con una paradoja, y es que, más allá del interés de los creyentes y de la capacidad de estos para adelantar la traducción, existen experiencias de hondo contenido o significado que no se pueden traducir, y ante las cuales el lenguaje religioso no sólo aparece con la suficiente fuerza de elocuencia sino, además, de persuasión, pues sólo mediante este se puede graficar con la mayor precisión. Así lo pone en evidencia Habermas (2002: 35, 138), cuando en su crítica del alcance de las prácticas eugenésicas, define las mismas con las metáforas de ''jugar a Dios'' o convertirse en ''compañeros de juego de la evolución'', y de este modo, pretende explicar y alertar acerca del proceso de auto-transformación de la especie de largo alcance. El mismo autor asevera que ''cuando el pecado se transformó en culpa y la falta a los mandamientos divinos se transformó en contravención de leyes humanas, algo se perdió''.

En la misma línea se puede ubicar el desarrollo que Jacques Derrida (2006: 7-39) hace del perdón, para el cual se remite a una experiencia extraordinaria, ininteligible e incomprensible por fuera de la tradición abrahámica en la que se desarrolló y desde la cual se extendió a otras culturas y tradiciones, en lo que el autor francés denomina la ''mundialatinización''. Así como el perdón, podrían citarse muchos conceptos como el de misericordia, solidaridad, misterio, caridad, salvación, don, gratuidad, sacrificio, sufrimiento, compasión, los cuales tienen una connotación eminentemente religiosa en la tradición occidental, y que difícilmente podrían ser expresados de otro modo. Estos conceptos revelan la fecundidad del intercambio entre la racionalidad secular y la experiencia religiosa, algo que el prurito de la traducción no puede llevar a reducir ni a soslayar.

Asimismo, el lenguaje religioso hace posible expresar con suficiente elocuencia metáforas que pueden tener un mayor efecto persuasivo o conllevar una descripción más fidedigna de lo que se quiere transmitir. Así, por ejemplo, lo entendió Abraham Lincoln (2005: 143), quien en un célebre discurso pronunciado en 1858, utilizó la metáfora bíblica de la casa dividida para llamar la atención de los estadounidenses sobre los efectos civiles de la esclavitud. En el recurso al lenguaje religioso hecho en público, el caso del presidente Lincoln es paradigmático. En efecto, Rawls (2006: 240) lo ''absuelve'' de cualquier violación o desconocimiento de la razón pública en el caso del Día de Ayuno Nacional (1861), y las dos proclamaciones de Día de Acción de Gracias (1863 y 1864) que aquél convocara, sino que, además, se trata de uno de los casos en los que un líder político le da una connotación religiosa –específicamente cristiana protestante– a sus actos públicos más importantes. Ciertamente, si bien el caso de Lincoln (2005: 180) se explica en buena medida como reflejo de un hombre y una sociedad profundamente religiosa, vale la pena poner de relieve que su caso evidencia también la fuerza descriptiva y persuasiva del lenguaje religioso formulado en forma de metáforas, analogías y de alusiones directas a la Biblia. En los contextos en los que fue empleado, esto es, una situación de crisis nacional acerca de la licitud de la esclavitud que desembocaría en la cruenta Guerra Civil, las referencias religiosas contenían una notoria carga de inspiración hacia sus oyentes, como por ejemplo, cuando el presidente hace la analogía entre el ''sed perfectos como vuestro Padre del cielo es perfecto'' y la lucha por la igualdad y la libertad de todos.

Más allá del literalismo bíblico que estas referencias evocan en una sociedad post-cristiana, no se puede soslayar, excluir ni desdeñar el potencial significativo del lenguaje religioso cuando se emplea como complemento discursivo o recurso retórico en la deliberación democrática o, cuando simplemente, hace parte del talante del orador, del cual advierte Aristóteles (1990: 1356a), constituye el más firme medio de persuasión. En sociedades como las nuestras –ciertamente, en menor medida que la sociedad norteamericana de la segunda mitad del siglo XIX–, que conservan una religiosidad sociológicamente mayoritaria, el talante religioso de los creyentes, vivido en forma coherente, puede hacerlos digno de crédito por parte de la ciudadanía. Quizás por eso, otro presidente estadounidense, Barack Obama (2006), aunque menos religioso que Lincoln, abogaba por una mayor presencia de las creencias religiosas en el debate público, en el entendido que éstas permiten una mejor conexión (y comprensión) con los ciudadanos.

En este contexto se podría esperar la realización de un ''espacio público polifónico'', en el cual se dejan oír las diferentes voces y los argumentos lógicos, pero también las narraciones, metáforas, relatos, historias de vida, y todo el rico material de la experiencia humana que hace posible una auténtica comunicación, un material del que nada se puede despilfarrar si es que queremos construir una democracia a la altura de la dignidad humana (Cortina, 2011: 33-34).

En contra de la creencia kantiana y liberal según la cual el apego por las normas y por las cuestiones civiles no debe estar sujeta a consideraciones extralegales o extrapolíticas, no se puede soslayar que, para algunos creyentes como Lincoln, la fe religiosa proporciona el fundamento más sólido para justificar su adhesión a las cuestiones políticas. En el caso del presidente republicano –como en el caso de Locke y la tolerancia, y en el de tantos otros–, la afirmación contenida en el Génesis de que todos los hombres habían sido creados a imagen y semejanza de Dios legitimaba la Declaración de Independencia, que insistía en que todos los hombres fueron creados iguales y detentadores de algunos derechos inalienables (Vidal, 2010: 177). Aunque una mentalidad secularista vea con malos ojos estos casos, en los cuales la justificación más importante se halla en preceptos religiosos, no se debe pasar por alto que, entre los creyentes –ilustrados o comunes–, es una experiencia bastante usual que, por lo demás, generalmente trae consigo el reforzamiento del deber de cumplir la ley, y contribuye a darle un sentido trascendente a los deberes éticos y políticos, al punto que el cumplimiento de la ley fue descrito por el mismo Lincoln (2005: 10) como una ''religión política'' que justificaba la realización de sacrificios en sus altares. Por consiguiente, no es usual que la religión aporte razones ilegítimas para no acatar los mandatos civiles, y para justificar una actitud subjetiva de superioridad sobre la ley –como sugiere García Villegas (2009: 311-312, 319)– en la medida que, a su juicio, ''la subordinación del derecho a valores superiores propicia más el incumplimiento (de las normas) que el cumplimiento'', por lo cual, las tensiones entre la moral y el derecho deberían ser resueltas en favor de éste, una conclusión lógica si se tiene en cuenta que, desde esa perspectiva, las consideraciones religiosas son sospechosas y potencialmente antidemocráticas. No obstante, el caso de Lincoln –y de tantos creyentes– muestran precisamente todo lo contrario.

El lenguaje religioso no solo tiene en muchas ocasiones la capacidad de permitir una expresión más genuina y fiel de lo que se pretende explicar, sino que, además, ha tenido históricamente una notoria influencia en la configuración de la racionalidad secular. Para volver sobre el tema derrideano del perdón vale la pena traer a colación que el mismo autor hace notar que cierta idea del perdón y de lo imperdonable, de un cierto más allá del derecho, inspiró a los legisladores y parlamentarios cuando instituyeron la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad o cuando instalan tribunales universales, así como también ha estado en el origen del antiguo derecho de gracia (Derrida, 2006: 32, 25). Por consiguiente, si bien la democracia debe permitir la libre expresión de las diferentes creencias que están latentes en la sociedad (razón pro-democracia), no puede ahogar la posibilidad de que éstas tengan un contenido, una lógica y unos alcances extrapolíticos y extrajurídicos. Al respecto se pregunta Cortina (2011: 36): ''¿No podría ocurrir que en una sociedad postsecular siguieran abiertos estos ámbitos de esperanza, a los que no responde, ni tiene porqué hacerlo, la deliberación pública?''

Cuando se perdona lo imperdonable o cuando se ama hasta el extremo de entregar la propia vida, estamos ante experiencias políticamente ininteligibles, inabarcables e insondables racionalmente. Derrida define la primera situación como una ''locura'', paradójicamente, el mismo término que Pablo utilizó –al igual que ''escándalo''– para explicarle a los filósofos de su tiempo la entrega sacrificial de Jesús en la Cruz (Juan Pablo II, 1998: 23). Y es que probablemente, no haya encontrado otra forma de expresarlo.

 

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Notas al pie

* Este trabajo presenta algunos resultados de la investigación ''Las razones políticas del creyente. La admisibilidad pública de los argumentos filosóficos y religiosos en la sociedad contemporánea'', correspondiente a la línea ''Justicia constitucional y Filosofía práctica'', del Grupo de investigación Justicia, Ámbito público y Derechos humanos (categoría A, Colciencias) de la Universidad de La Sabana, Bogotá- Colombia. Una primera versión de este trabajo fue presentada en las II Jornadas Internacionales de Filosofía del Derecho, en la Universidad Santo Toribio de Mogrovejo, en Chiclayo, Perú. Agradezco a los profesores Luis Fernando Barzotto, Vicente Prieto, Liliana Irizar y Juana Acosta las observaciones que me formularon sobre el mismo.

1 Consiste en la auto-exclusión de los creyentes en la vida pública, debido a que ellos mismos consideran que en el ámbito público no deben ser coherentes con sus creencias religiosas.

2 En este artículo trabajaré con un concepto amplio de las ''razones religiosas'', es decir, aquellas razones que si bien pueden tener un significado básico de carácter antropológico, filosófico, ético o moral, son vistas desde una perspectiva externa secular como ''religiosas''. Es decir, el carácter religioso no se lo confiere necesariamente su fundamento –aunque en algunos casos sí–, sino su significado social y político.

3 Una adaptación de la tendencia del ''nuevo ateísmo'' o del ''ateísmo evangélico'' al contexto colombiano puede leerse en (Vélez, Charry, De la Calle, Arizala, Abad Faciolince, et al, 2009).

4 En Westminster Hall, expresó: ''¿Dónde se encuentra la fundamentación ética de las deliberaciones políticas? La tradición católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación. En este sentido, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos. Este papel ''corrector'' de la religión respecto a la razón no siempre ha sido bienvenido, en parte debido a expresiones deformadas de la religión, tales como el sectarismo y el fundamentalismo, que pueden ser percibidas como generadoras de serios problemas sociales. Y a su vez, dichas distorsiones de la religión surgen cuando se presta una atención insuficiente al papel purificador y vertebrador de la razón respecto a la religión. Se trata de un proceso en doble sentido. Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana. Después de todo, dicho abuso de la razón fue lo que provocó la trata de esclavos en primer lugar y otros muchos males sociales, en particular la difusión de las ideologías totalitarias del siglo XX. Por eso deseo indicar que el mundo de la razón y el mundo de la fe -el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas- necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización''. El destacado en itálicas es mío.

5 En la medida que las religiones se expresan mediante manifestaciones culturales genuinas, aumenta la posibilidad de que su discurso sea comprensible por todos los ciudadanos, y no sólo por los creyentes.

6 En Roma y Constantinopla se edificaron templos y basílicas sufragadas por el fisco imperial. Aunque se tradujo también en el impulso humanitario de ciertas leyes –los romanistas han puesto de presente el carácter humanizador que representó el cristianismo para el derecho de Roma–, la asunción del domingo como fiesta semanal, el reconocimiento de efectos civiles a las sentencias dictadas por el tribunal del obispo, la aparición de una nueva forma de liberación de los esclavos, entre otros. No se debe soslayar que la política constantiniana constituyó una vuelta de un péndulo que venía de feroces persecuciones –que explican el alto número de mártires–, expropiaciones de bienes y lugares de culto, y de una religión que, a duras penas, desde el año 311 –cuando el emperador Galerio inicia un proceso que alcanza su culmen en el llamado Edicto de Milán– sólo era tolerada ''mientras no hagan nada contra el orden público (Orlandis, 1995: 93-97).

7 ''The Manhattan Declaration'' es una iniciativa promovida por un católico, un cristiano evangélico y un ortodoxo. La ''Declaración Ciudadana por la Vida y la Familia'', promovida por la Pontificia Universidad Católica Argentina fue firmada, entre otros, por la Alianza Cristiana de Iglesias Evangélicas de la República Argentina. ''San Jose Articles'' es firmada por 31 intelectuales y expertos en derecho internacional, relaciones internacionales, salud pública, entre otros.

8 En Colombia, más de 300 pastores de iglesias cristianas y de la Iglesia católica remitieron a la Corte Constitucional un comunicado en el que ponen de presente los argumentos por los cuales no se debe aprobar el matrimonio entre parejas del mismo sexo, ni la posibilidad de la adopción por parte de las mismas. En: http://www.cec.org.co/apc-aa-files/6e6f7469636961732d2d2d2d2d2d2d2d/2011_Matrimonio_ gay_y_adopci_n_ni_os.pdf (Visitado el 23 de julio de 2011).

9 Aunque la increencia o el agnosticismo puede esgrimirse mediante una justificación antropológica, ética y filosófica, también es cierto que, al plantear esta como una categoría ideológica propia e independiente –y no como una actitud existencial motivada, y en este sentido, revisada continuamente, por la duda y la crítica– se corre el riesgo de que, en el debate público, los no creyentes se encierren más en su postura entendiéndola como un corpus teórico como el de las religiones, y de este modo, clausuren las posibilidades de diálogo, de intercambio, y hasta de reformulación de su actitud.

10 Por supuesto, este evento sólo se da en el catolicismo, pues a diferencia de otras religiones, en este, la fidelidad a la doctrina y la autoridad Papal señalan el derrotero de la ortodoxia.

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